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Tres meses antes de que mi padre muriera, empecé a robar cosas de su casa. Deambulaba por allí descalza y me guardaba cosas en los bolsillos. Me llevé polvo de rubor, pasta de dientes, dos cuencos descascarados de celadón azul, un frasco de esmalte de uñas, un par de zapatillas de ballet gastadas y cuatro fundas de almohadas blancas, desteñidas, del color de una vieja dentadura.

Después de robar, me sentía satisfecha. Me prometía que iba a ser última vez. Pero enseguida, como el efecto de la sed, volvía el impulso de llevarme algo más.

Entré en puntas de pie a su habitación, con cuidado de no pisar las maderas de la entrada, que crujían. Aquella habitación había sido su estudio cuando todavía podía subir las escaleras, pero ahora dormía allí. Estaba repleta de libros, correspondencia y frascos de medicamentos; manzanas de cristal, manzanas de madera; premios y revistas y pilas de papeles. Había unos grabados de Hasui, enmarcados, del crepúsculo y la puesta del sol en los templos. Una mancha de luz rosada se extendía sobre la pared a su lado.

Estaba recostado en la cama, en pantalones cortos. Tenía las piernas descubiertas y delgadas como brazos, extendidas como las de un saltamontes.

—Hola, Lis —dijo.

Segyu Rinpoche estaba a su lado. Había estado aquí hace poco, cuando vine de visita. Rinpoche, un hombre bajo, oriundo de Brasil, de ojos castaños brillantes, era un monje budista de voz áspera, que usaba túnicas pardas sobre un vientre redondo. Lo llamábamos por su título. Hoy en día los hombres santos también nacen en Occidente, en lugares como Brasil. A mí no me parecía un santo: no parecía distante ni inescrutable. Junto a nosotros, una oscura bolsa de nutrientes zumbaba al ritmo de un motor y una bomba, mientras la sonda desaparecía en algún lugar debajo de las sábanas.

—Es una buena idea masajear los pies —dijo Rinpoche, colocando las manos sobre uno de los pies de mi padre—. Así.

No entendí si tenía que masajear los pies de mi padre, los míos, o los de ambos.

—De acuerdo —dije, y tomé el otro pie, envuelto en un calcetín grueso. Era raro ver el rostro de mi padre, porque cuando hacía una mueca de dolor o de disgusto, su expresión se parecía a cuando esbozaba una sonrisa.

—Se siente bien —dijo él, cerrando los ojos.

Miré la cómoda y luego los estantes al otro lado de la habitación, en busca de algo que quisiera llevarme, aunque sabía que no me iba a atrever a robar algo estando él allí.

Mientras mi padre dormía, yo deambulaba por la casa, buscando no sé bien qué. Había una enfermera sentada en el sofá de la sala de estar, con las manos apoyadas sobre el regazo, a la espera de que mi padre la llamara. La casa estaba tranquila, los sonidos apagados, las paredes de ladrillo pintadas de blanco tenían pequeños agujeros, como almohadones. El piso de terracota estaba fresco bajo los pies, salvo en los lugares donde el sol lo había calentado a la temperatura de la piel.

En el mueble del cuarto de baño, cerca de la cocina, donde solía haber un ejemplar deshojado del Bhagavad Gita, encontré un vaporizador de loción facial bastante caro. Con la puerta cerrada y la luz apagada, sentada en la tapa del inodoro, rocié el aire y cerré los ojos. El agua cayó sobre mí, fresca e inmaculada, como si estuviera en un bosque o en una vieja iglesia de piedra.

También había un pequeño tubo plateado de brillo de labios con un extremo en forma de pincel y el otro con un mecanismo que enviaba líquido hacia el centro del aplicador. No tenía más remedio que llevármelo. Me guardé el brillo en el bolsillo antes de volver al departamento de una habitación en Greenwich Village que compartía con mi novio; si alguna vez estuve segura de algo, fue de que ese brillo iba a llenar mi vida. Mientras evitaba cruzarme en la casa con la empleada doméstica, con mi hermano, mis hermanas y mi madrastra, de modo que no me descubrieran robando o me mortificaran al no reparar en mi presencia o no devolverme el saludo, y me rociaba con loción en la oscuridad del baño para atenuar la sensación de estar desapareciendo —porque dentro de la nube de rocío sentía que volvía a adquirir relieve—, los esfuerzos por ver a mi padre enfermo en su habitación empezaron a parecerme una carga, una molestia. Durante el último año lo visité un fin de semana cada dos meses, o algo así.

Había renunciado a la posibilidad de una reconciliación a lo grande, como en las películas, pero de todos modos seguía yendo a verlo.

Entre una visita y otra veía a mi padre por toda Nueva York. Lo veía sentado en un cine: la curva exacta de su cuello, su mandíbula y sus pómulos. Lo veía mientras corría junto al Río Hudson; en invierno, sentado en un banco, mirando los botes amarrados; también lo veía en el subterráneo, durante los viajes al trabajo, perdiéndose en el andén a través de la multitud. Hombres delgados, de piel cetrina, de dedos finos y muñecas delicadas, de barba incipiente que, vistos desde cierto ángulo, se parecían a él. Cada vez que me acercaba a alguien para comprobar si era mi padre, el corazón me daba un vuelco; sabía que no podía ser él, porque estaba enfermo en una cama, en California.

Antes de esto, durante los años en los que apenas hablábamos, había visto fotografías suyas por todas partes. El hecho de ver sus fotografías me provocaba un raro entusiasmo. Una sensación similar a la de ver mi propio reflejo en un espejo al otro lado de la habitación y confundirme con otra persona, para luego comprender que era mi rostro: allí estaba él, mirándome desde las revistas, desde los periódicos y las pantallas de cualquier ciudad en la que estuviera. Ese es mi padre y nadie lo sabe, pero es verdad.

Antes de despedirme fui una vez más al baño a rociarme con loción. Era una loción orgánica, de modo que después de unos minutos ya no olía vivamente a rosas, sino a pantano fétido y apestoso, cosa que no advertí en ese momento.

Cuando entré en la habitación él estaba poniéndose de pie. Lo vi aferrarse las piernas con un brazo, girar noventa grados empujándose contra la cabecera con el otro brazo, y luego usar ambos para levantar las piernas sobre el borde de la cama hacia el piso. Cuando nos abrazamos sentí sus vértebras, sus costillas. Olía a humedad, a sudor de las medicinas.

—Volveré pronto —le dije.

Nos separamos y empecé a alejarme.

—¿Lis?

—¿Sí?

—Hueles a inodoro.

Mínimos peces

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