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I. Jaime en enero

-Quiero tener un hijo —murmuró Maite, con una enigmática sonrisa en los labios.

—¡No estarás embarazada! —aventuré, observándola de reojo sin soltar el volante ni apartar la vista de la carretera. Al no obtener respuesta, bajé el volumen de mi canción favorita de Billy Joel1. Aquel MP3 sonaba a música celestial a través de los altavoces del coche en modo Repeat.

—¿Y qué pasaría si estuviera embarazada? —masculló Maite, apoyando la nuca sobre el reposacabezas. Me desvié hasta el arcén de la M-40, la autovía que circunvala Madrid. Apreté el botón de encendido de los cuatro intermitentes y tiré del freno de mano. La inercia nos impulsó a ambos hacia el parabrisas. Si la conversación iba a continuar por esos derroteros, lo más sensato era prestarle a Maite toda mi atención. Sobre todo después de haberla pillado, sólo unas horas antes, llorando a escondidas en la planta de arriba de la casa de su hermana.

“I know what I’m needin’ and I don’t wanna waste more time”, susurraba Billy Joel mientras las teclas de su piano me acariciaban los oídos. De hecho, yo también sabía lo que necesitaba y no quería perder más tiempo para conseguirlo. Llevaba días intentando atreverme a contarle a mi chica los planes que tenía para mi vida, pero ella se me había adelantado. Por la banda.

Maite se acercó hasta situarse a un palmo de mi nariz. Ese olor suyo único e irrepetible, mezcla de colonia y body milk, me causaba el mismo efecto que el almizcle a un ciervo en época de berrea.

Si los hombres pudiéramos, por un instante, introducirnos en la mente de las mujeres, quizá entenderíamos por qué sus emociones van siempre por delante de sus pensamientos. Aprenderíamos por qué ese curioso hemisferio derecho tiene todas las papeletas del sorteo para convertirse en el predominante a cada paso. Tal vez el sentido de complementarnos con ellas sea precisamente ése: entender cómo funciona la parte de nuestro cerebro que nosotros, los hombres, supuestamente utilizamos —según ellas— tan poco.

—¿Estamos embarazados o no? —insistí.

—Tenemos edad para estarlo —contestó ella.

—¿A… a… los treinta? —titubeé, notando cómo el sudor me empezaba a resbalar por la frente.

—A los treinta y cinco —me corrigió, arqueando una ceja—. ¿Hasta cuándo quieres esperar? ¿Hasta que se me pase el arroz?

Palpé el interruptor de la luz y lo encendí. Un haz amarillento le iluminó la cara. Apoyé la espalda en el marco de la ventanilla, me aflojé el nudo de la pajarita y me desabroché el botón del cuello almidonado de la camisa. Entonces la observé como si fuera la primera vez. Sus ojos, que tenían el color grisáceo del vidrio prensado, me miraban con un trasfondo de misterio. Su sonrisa me transmitía ese toque de ironía sutil con el que a ella le gustaba aderezar nuestras conversaciones y subir mi presión arterial. El color de su pelo no era el amarillo de las suecas, sino ese castaño claro, propio de gran parte de las españolas, que bien podría pasar por rubio. Y las pecas le salpicaban las mejillas en un agradable orden aleatorio.

Todo ese armonioso conjunto había llamado mi atención desde el instante en que la vi por primera vez, cinco años atrás, sentada sobre la hierba del Parque de El Retiro, mi lugar favorito de Madrid, frente a un portátil. Eso había ocurrido cuando yo aún andaba por las ramas, como una zarigüeya, colgado de la vida boca abajo. Desde el preciso momento en que me dio conversación y empezamos a hablar, aquella mujer me hizo caer del guindo, al igual que le ocurrió a Mowgli frente a la impactante visión de su primer ejemplar de hembra humana.

—¿Estás hablando en serio? —sondeé, tratando de reanudar la conversación. Ella no paraba de observarme.

—Tranquilo —prosiguió—. No estoy embarazada. Sólo he dicho que me gustaría tener un hijo. ¿Por qué te sorprende tanto?

—Por oírtelo decir así, de pronto —tragué saliva—, sin que hayas preparado el terreno. ¿Desde cuándo lo llevas rumiando?

Sonrió.

—Desde esta noche.

—¿No habrá sido el efecto del cava?

Su sonrisa se difuminó de golpe.

El problema de las mujeres es que cambian de humor constantemente y en cuestión de décimas de segundo. En un instante están radiantes de felicidad y, un momento después, se han deprimido por completo. ¡Es como si pudieran resetearse en un abrir y cerrar de ojos! ¿A qué velocidad puede viajar el estado de ánimo?

—Arranca, por favor —me pidió—. Quiero llegar a casa.

Giré la llave de contacto, pero el motor no respondió. Supongo que estaba tan bloqueado como yo.

—Joder —farfullé.

—¿Por qué no apagas la música y vuelves a intentarlo? —me sugirió.

Así lo hice; pero, tras otro par de intentos, me resultó imposible poner en marcha nuestro destartalado Opel Kadett. Era la tercera vez en una semana.

—¡Mierda! —gruñí—. ¡Siempre nos deja tirados en el peor momento!

Miré a través del parabrisas. La autovía estaba totalmente vacía. Sólo se distinguía un enorme letrero colgante que anunciaba la salida hacia La Fortuna. Al menos no estábamos demasiado lejos de casa.

Salí afuera, abrí el maletero y cogí los triángulos. Hacía frío para estar en mangas de camisa. Me alejé del coche unos metros y los coloqué sobre el asfalto. Me deslumbraron los faros de un turismo que se aproximaba hacia nosotros a gran velocidad.

—¡Cuidado! —me gritó Maite. Segundo susto de muerte de la noche.

El conductor tocó el claxon varias veces antes de esquivarme. El copiloto sacó la cabeza a través de la ventanilla y sopló un matasuegras con descaro.

—¡Hijo de puta! —vociferé, viendo cómo se alejaba.

—¿Por qué le insultas? —añadió Maite, que salía del coche con el abrigo puesto, su diminuto bolso de fiesta colgado al hombro y un chaleco reflectante en las manos.

—Porque es un hijo de puta.

—Ponte esto, por favor —me pidió.

—¿Me dejas tu móvil? —le pregunté, mientras buscaba sin éxito el mío en los bolsillos del pantalón.

—¿Y el tuyo, dónde está?

—No lo encuentro —le aclaré.

—Nunca lo encuentras —murmuró.

Simulé que no la había oído. Abrió su bolso, sacó su teléfono y me lo tendió.

—Está apagado —le dije.

—Pues enciéndelo —me sugirió condescendiente, al tiempo que apretaba el botón lateral. Observé el dibujo de una pila intermitente en la pantalla durante unos segundos, pero enseguida desapareció. Estábamos en mitad de la noche, en mitad de la autovía, sin coche, sin móvil y con mi chica haciendo planes para tener hijos. Ni en mi peor pesadilla.

—¿No tiene batería? —la interrogué.

—No —respondió. Me lo arrancó de las manos y lo metió en su bolso.

—¡Puto 2012! —añadí.

—¿Qué tiene de malo?

—¡No ha podido empezar peor! Sólo llevamos tres horas y ya estoy deseando que se acabe.

—Si te pones así, desde luego que no puede empezar peor —sentenció.

A lo lejos me pareció ver unas luces que se aproximaban. Levanté los brazos para hacerme ver. Las luces crecieron de tamaño e intensidad hasta que nos aturdió una música electrónica infame a altísimo volumen. Procedía de un vehículo tuneado que se esfumó a toda velocidad.

Abrí el capó y eché un vistazo. Olía a quemado. Ni remotamente se me pasó por la cabeza preguntarle a Maite qué podíamos hacer. Sólo la contemplé bajo la luz de la luna llena. Sentada sobre el quitamiedos, tenía el ceño fruncido.

¿Cómo atreverme a decirle de una vez lo que de verdad deseaba hacer con mi vida? ¿Cómo contarle lo que había estado hablando un par de días atrás con Borja, mi representante, cuando me dijo —con poca delicadeza— que yo nunca llegaría a trabajar con Pedro Almodóvar?

—Mira, Borja, yo nunca trabajaré con Almodóvar, ni con Amenábar, ni con Isabel Coixet ni con Icíar Bollaín —le había replicado—. Eso hace mucho tiempo que lo sé. Pero tampoco voy a cortarme las alas por esa razón. Quiero pisar algún día un escenario de Broadway. Quiero cantar temas de Stephen Sondheim, de Irving Berlin, de Jule Styne, de Andrew Lloyd Webber, de Rodgers y Hammerstein. Quiero sentirme vivo cantando en Company. Quiero vibrar con South Pacific. Quiero hacer Miss Saigon. Quiero actuar en una película de Woody Allen o de Scorsese. De Sofia Coppola. Quiero ser Colin Firth en El discurso del rey. Quiero ser Ben Whishaw en Bright Star. Quiero trabajar con Jane Campion. ¡Yo qué sé! Quiero que alguien me permita demostrar que tengo talento, joder, pero aquí, en España, no voy a hacer nada porque me han encasillado. No voy a quedarme en Madrid esperando a que todos me digan que no hay papeles para mí. Lo que voy a hacer es irme a buscar trabajo a Nueva York. Sí. A Nueva York.

No. Definitivamente no era el momento de decirle todo esto a Maite. La cara de Borja, mi representante, era un poema cuando acabé mi speech. Ni me imagino la de ella si me atreviera a decirle algo parecido. Quizá la mejor idea era dejar la agencia de Borja y cambiar de representante. Él no era lo suficientemente empático, pero llevábamos demasiado tiempo juntos como para cambiarlo por otro.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Maite.

—Tendremos que ir andando —sugerí.

—¿Con este frío?

—¿Y qué hacemos? ¿Autostop? —bufé—. Estamos a varios kilómetros de casa.

—¡Claro, como tú no llevas tacones! —exclamó, irónica.

Pateé uno de los tapacubos.

—¡Trasto de los cojones! —le grité al coche.

Maite comenzó a andar por el arcén.

—¿Me ayudas a recoger los triángulos? —le pedí, en tono amable, mientras la veía alejarse, pero ella no se volvió. Obviamente estaba molesta conmigo, así que agregué—: ¡Tranquila, cariño, ya lo hago yo!

Entré en el coche y coloqué la barra de seguridad para bloquear el volante. Cogí la documentación, mi chaqueta y el iPod. Guardé los triángulos en el maletero. Cerré el coche con llave. Tras llegar hasta Maite en un par de zancadas, salté el quitamiedos y le tendí una mano para que se pasara conmigo al otro lado.

Poco después caminábamos por un descampado en dirección a unas farolas que se distinguían en el horizonte. El bullicio lejano de alguna fiesta de Año Nuevo, aún en su apogeo, se superponía al rítmico sonido de nuestros pasos sobre la tierra húmeda. Un desagradable olor a cañerías consiguió que Maite arrugara la nariz.

—Así que el año no puede empezar peor, ¿verdad?

—Pues no —insistí.

—Espero que no sea por lo que te he dicho.

—Maite, por favor, ¿me estás diciendo en serio que quieres tener un hijo?

—¿A ti no te apetece?

Y dale.

—¿Por qué me preguntas eso ahora? —contraataqué.

—Porque me ha sorprendido mucho el comentario que has hecho en casa de mi hermana cuando Vicente ha preguntado por nuestros planes de embarazo.

—¿Qué comentario?

—Que todavía queremos esperar un par de añitos —precisó.

“Pues sí, quiero esperar un par de añitos para ser padre”, pensé. Lo que a mí me sorprendía es que ella quisiera ser madre con tal convencimiento. Al parecer, la cosa iba en serio. Quizá su reloj biológico había comenzado a tomar vida propia. El mío, desde luego, se había quedado sin batería, como el móvil.

—¿No te parece que dos años es un tiempo razonable? —le pregunté.

—Me lo parecería si nos hubiéramos puesto de acuerdo.

Siguió un silencio tenso que traté de romper con diplomacia vaticana.

—¿No nos hemos puesto de acuerdo?

—No —agregó rotunda, sin dejar de mirar al frente—. Nunca hemos tratado el tema. Y, para mí, ahora es el momento —disparó—. Sobre todo porque, en dos años, yo tendré treinta y siete. Y tú, treinta y nueve.

—De momento es mejor esperar a estar un poco más… —traté de buscar un eufemismo en algún rincón de mi cerebro— centrados.

—¿Centrados? ¿En qué? —replicó.

Por más que intentaba arreglarlo, cada vez la estaba liando más.

—En nosotros.

Maite se contrarió. Me paré en seco a unos pasos de ella, obligándola a detenerse. Traté de inventar alguna respuesta ocurrente, pero sólo me apetecía besarla. Palpar con mis labios ese carmín húmedo, suave y resbaladizo que tenía enfrente. La agarré suavemente por la cintura y la arrimé hacia mí. Ella se apartó bruscamente al descubrir mis intenciones. Me taladró con la mirada.

—¿Cuántos años llevamos intentando centrarnos? —añadió, con exigencia.

Había que cambiar de estrategia. Urgentemente.

—Si tenemos un hijo ahora, comenzaremos a emprender el camino de vuelta.

—¿Pero qué camino de vuelta? —exclamó, intrigada.

—¡El de la vida! —continué—. No quiero que renunciemos a nada. Además, ahora no tenemos dinero.

Bajó la vista y me tendió la mano en señal inequívoca de enterramiento del hacha de guerra. Por fin se enderezaba la cuestión. Había llegado el momento de atreverme a contarle mis planes. Mis planes sobre Nueva York.

Agarré con firmeza los dedos de su mano derecha, suaves como almohadillas, y reanudé la marcha sin dejar de acariciarlos con esa ternura que las mujeres buscan al principio, aunque a la postre les guste que nos volvamos un macho alfa empotrador sin escrúpulos. Una de sus muchas contradicciones. Pretenden que nos amoldemos a sus cambios de humor. ¡Ay, si las mujeres dejaran de tener esa necesidad! Serían las dueñas del mundo.

—Podríamos pedir un crédito —sugirió.

—Y el banco nos lo va a conceder, claro —ironicé—. Lo que pienso es que quieres llenar tu vida con un hijo porque aún no te has repuesto de lo de tu madre.

Maite se soltó de mi mano bruscamente y aceleró el paso hasta distanciarse de mí varios metros. Lo mandé todo de nuevo al carajo. Tras mi desafortunado comentario se había desencadenado una auténtica tormenta emocional que iba a dar al traste con mis expectativas de mantener sexo al final de la noche. Maldita sea.

A lo lejos se intuía una hilera de bloques de ladrillo poroso. Maite cruzaba una rotonda en cuyo centro se alzaba una torre de alta tensión, similar a la que había entre nosotros. ¿Por qué siempre hay que dirigirse a las mujeres como si hablaran en otro idioma? Traducir, traducir y traducir. Eché una carrera hasta alcanzarla.

—No te acerques a mí —me espetó.

Intenté cambiar de tema.

—¿Es que no aspiras a algo mejor de lo que tenemos? Te estoy hablando de progresar, Maite. Ya habrá tiempo de traer niños al mundo. No creo que quieras seguir en ese trabajo de mierda hasta que te jubilen —argumenté.

—¡Déjame en paz, te digo!

—Cuando digo que 2012 no empieza bien, ¡qué poco me equivoco!

—¡Una energía limpia y pura, eso es lo que trae! —me chilló.

Sin mediar palabra caminamos en paralelo por las estrechas y solitarias aceras de La Fortuna, sorteando los contenedores de basura abiertos. El olor de los desechos se entremezclaba con el de los orines de las esquinas tras una noche de intensa celebración. Los muros de los edificios mostraban una serie de coloridos graffiti. Los desconchones en las paredes desnudaban filas enteras de ladrillos asomándose bajo el mortero agrietado. El eco lejano de un tubo de escape me hizo despertar de mi autohipnosis al llegar al callejón donde se encontraba nuestro portal. Nada más pisar el umbral de la puerta, Maite sacó la llave de su bolso.

—¡Hogar, dulce hogar! —exclamé, para romper el hielo.

Subimos las escaleras y llegamos hasta el pequeño descansillo de nuestra planta, un quinto piso sin ascensor con cuatro puertas imitación a sapelli rematadas con mirillas doradas. Maite abrió la que daba a nuestra casa de alquiler y se perdió en dirección al dormitorio. Entré en el estrecho vestíbulo de paredes pintadas de gotelé. Después de quitarme los zapatos y pisar descalzo el parqué desgastado por los años, me dejé caer en el sofá del comedor.

Hojeé la documentación del coche en busca del número de la compañía de seguros. Una voz gangosa de mujer, con pocas ganas de hacer amigos, me respondió al otro lado del teléfono.

—Asistencia en carretera veinticuatro horas, dígame.

—Buenas noches —comencé—. Feliz Año Nuevo.

—Dígame qué le ocurre.

—He tenido un problema con el coche.

—Nombre, tipo de vehículo y matrícula, haga el favor.

Al mismo tiempo que le facilitaba los datos, sin esperar nada parecido al contacto humano, me preguntaba si aquella teleoperadora también habría discutido con su pareja durante la primera noche del año. A tenor de sus contestaciones, quizá no era una mujer de carne y hueso sino una grabación. Las grabaciones no discuten, pero tampoco se van contigo a la cama. Empecé a recitar los datos al ritmo que ella me indicaba.

Maite intentaba decirme algo por gestos mientras comenzaba a retirarse el maquillaje de la cara. Se señalaba el cuello a la vez que se giraba y me daba la espalda. Era imposible concentrarse al mismo tiempo en la teleoperadora autómata y en los gestos que Maite dibujaba en el aire tratando de hacerme entender algo acerca de su cuello. Tapé el auricular.

—¿Qué quieres? —susurré.

—Que me bajes la cremallera —me aclaró, en tono exigente. Deslicé la cremallera lentamente hacia abajo. La prenda de lencería que llevaba debajo del vestido quedó a la vista. Yo, nada más verla, me puse tieso como un monolito.

—Ya está.

—¿Te apetece un té? —me ofreció.

¿Un té? ¿No estaba enfadada conmigo?

Asentí. Golpe de timón. ¡Todo a babor! Las expectativas que se generan ante la visión de una prenda de lencería son prometedoras para el Neandertal que empieza a despertar en tu interior. Hay que estar preparados en cualquier momento para averiguar si el interruptor emocional de una mujer ha cambiado de posición. Sobre todo porque es el momento preciso para ponerse por fin en modo mandril.

—Localización del vehículo —largó la voz metálica al otro lado de la línea.

—M-40, cerca de Leganés —especifiqué.

—Punto kilométrico exacto, caballero —solicitó con el mismo tono monocorde. Hacía años que no me llamaban caballero. Aquella teleoperadora sin emociones empezó a ganar puntos.

—Salida de La Fortuna —concreté.

—Indicarle que su póliza no incluye asistencia desde el kilómetro cero.

—¿Y entonces?

—Tendrá que abonarlo aparte.

Quien hablaba era sin duda una máquina, pero de las tragaperras.

—Creo que volveré a llamar mañana. Buenas noches —concluí, por no perder papeletas para el sorteo del primer polvo del año. ¡Tachán! El olor del agua hirviendo en cazo metálico sobre el fogón contribuyó a afianzar mis ganas de abrazarla. Colgué el teléfono y fui a la cocina.

Maite estaba escogiendo bolsas de té entre decenas de infusiones de todos los colores y tamaños. Se había puesto una bata enguatada de tres centímetros de espesor. Mis posibilidades de triunfar empezaban a disminuir peligrosamente.

—¿Cuál te apetece? —me preguntó.

Le señalé uno y la abracé con fuerza por detrás. Aún no estaba seguro de si ella estaba dispuesta a empezar el Año Nuevo de la misma forma que yo.

—Recuérdame que lo primero que haga mañana por la mañana sea darme de baja de esta mierda de compañía de seguros —susurré, mientras le besaba el cuello.

—¿No será mejor que cambiemos de coche?

¡Cambiar de coche! ¡Como si fuera tan fácil combinarlo con la paternidad! ¡Y con la crisis, que nunca parecía tocar fondo! Aquella salida de tono fue un varapalo para mi libido y para nuestra tensión-sexual-no-resuelta. ¿Lo habría hecho adrede?

—¿Por qué no te quitas toda esta ropa? —le susurré, mientras apartaba la bata lentamente para descubrirle un hombro.

—¡¿Por qué no te la quitas tú?! —añadió por sorpresa.

“¡A sus órdenes, mi teniente O’Neil!”, pensé. Salí hacia el dormitorio a la velocidad de la luz. ¡Qué alivio desprenderse del encorsetamiento del viejo smoking que había alquilado para la ocasión! ¡Menuda libertad! Me miré en el espejo interior del armario. Me pasé la lengua por los dientes, la mano por los abdominales y los dedos por el flequillo. Me puse un albornoz y regresé a la cocina, pero Maite ya no estaba. Caminé hasta el comedor.

La encontré sentada en el reposabrazos del sofá, pegada a la ventana, con los pies apoyados en el radiador y bebiendo té mientras miraba a través del cristal. La bata se le había entreabierto de manera accidental dejando al descubierto parte de la piel. No podía pensar en otra cosa que no fuera deslizar una mano hacia dentro y acariciarla. Estaba guapísima. Entonces me tendió otra taza de té. Sin mirarme. ¿Sería por fin el momento de contarle mis planes? Quizá sí. Sorteé la mesa baja de Ikea de color imitación a cedro para acercarme.

—Estás guapísima —le dije, aunque hizo caso omiso. Se apartó a un lado y pude sentarme junto a ella. Se acercaba el momento del happy end. La besé en los labios. Maite soltó una risa irónica.

—Que si no aspiro a algo mejor —murmuró entre dientes.

—¿Qué? —pregunté, sin apenas abrir los ojos.

—Que si no aspiro a algo mejor que a ese trabajo de mierda que tengo y en el que voy a estar hasta que me jubilen. Lo has dicho antes —añadió, apartándose hacia un lado con una risa sarcástica—. Y tú, alma de cántaro, ¿a qué aspiras?

Respiré hondo a la vez que buscaba la luna llena en el escaso trozo de cielo que nos dejaban ver los bloques de ladrillo parduzco. Y entonces fui yo quien empezó a fastidiarlo todo. Uno también tiene su talón de Aquiles, pero no está ubicado en la entrepierna. Por fin era el momento de soltar la bomba. Y de ver cómo —según afirmó Isaac Newton— todo lo que sube, baja.

—Aspiro a probar suerte en Nueva York.

—¿En Nueva York?

—Me gustaría abrirme camino allí —aclaré—. Aquí no tengo nada que hacer.

—¿Quieres que nos vayamos los dos a Nueva York?

—No. Me refiero a abrirme camino yo solo en Nueva York durante un tiempo —alegué sin vacilar—. Dicen que allí es más fácil encontrar trabajo de lo mío.

—Tú solo en Nueva York —añadió.

—Sí. Te lo he dicho muchas veces.

Me la estaba jugando. El polvo ya era lo de menos. Claudiqué en mi empeño de rematar la faena. Era el momento de mantener el órdago. Maite guardó silencio durante un instante que se me hizo eterno.

—Alguna vez has hablado de Nueva York de la misma forma que sueñas con ir a Los Ángeles.

—No quiero ir a Los Ángeles. Y ahora me dirás que tampoco te he dicho que lo que más deseo en el mundo es subirme a un escenario en Broadway al igual que ha hecho Noelle Mauri o hacer una película con Woody Allen, como Javier Bardem. Pero viviendo en Nueva York. No en Los Ángeles.

Maite bebió un sorbo de su té y me dedicó una mirada llena de sarcasmo.

—Pero… ¿por qué tú solo y no los dos?

—Porque lo necesito, Maite.

—Pensaba que una de tus prioridades era formar una familia conmigo.

—Mi prioridad es ser feliz —añadí.

Me miró como si me estuviera adivinando el pensamiento.

—¿No lo eres?

—Soy feliz cuando me meto en la piel de un personaje y actúo como si fuera otra persona. Sabes que quiero llegar a lo más alto.

“A ganar un Óscar”.

Escuché nítidamente esas palabras en la voz de Maite, pero en realidad sólo estaban dentro de mi cerebro. Ella no había abierto la boca.

Es una extraña sensación. Dura una milésima de segundo, pero todo lo que ocurre alrededor en ese preciso instante parece formar parte de una película que hayas visto y escuchado con anterioridad. La curva de su sonrisa. La luna llena en el cielo. El calor que llega del radiador. El vaho que el té provoca en la ventana. Sorprendentemente, y en el mismo tono despectivo en que yo las había escuchado unos segundos antes en mi mente, Maite añadió las mismas palabras:

—A ganar un Óscar.

Y entonces todo lo vivido en el instante anterior volvió a acontecer frente a mí, dando la impresión de que la historia se hubiera rebobinado sola. Su sonrisa. La luna. El radiador. Y hasta el vaho de la ventana.

—Sabía que ibas a decir eso —comenté, impresionado por la vivencia.

—¿Ah, sí?

—Me refiero a que sabía exactamente lo que ibas a decir un segundo antes de que abrieras la boca. Hasta el tono de voz que ibas a emplear. Ha sido un déjà vu.

—Un déjà vu —repitió, con entonación ridícula.

—Un déjà vu muy intenso, sí.

—¿No habrá sido con otra? —ironizó—. Porque a mí, antes de hoy, nunca me habías hablado tan en serio de marcharte a Nueva York.

—¿Nunca has tenido un déjà vu? —le pregunté.

—No.

—Yo sí —añadí, con ganas de contárselo.

—Pues sin duda ha sido con otra. Conmigo no has hablado de eso —insistió, sin ganas de escucharme.

—¿Y ahora, qué es lo que te ha sentado mal? —le pregunté, al ver su rictus. Ella agitó su taza vacía en el aire con un bufido de indignación.

—Sabía que me ibas a preguntar eso.

—¿Tú también has tenido un déjà vu?

—No, cariño. Es que te conozco como si te hubiera parido —contestó.

—¿Entonces…?

—Quiero saber si te vas a ir a Nueva York o si quieres tener un hijo conmigo.

—¿Cuándo? —pregunté, sorprendido.

—¡Ahora! —exclamó, rotunda.

—¿Ahora mismo? —sugerí, pasando una pierna por encima de la suya.

Me apartó de un empujón y, tras darse involuntariamente un golpe con una de las esquinas de la mesa que ocupaba el diminuto hueco entre el sofá y el mueble del televisor, se perdió malhumorada hacia el dormitorio.

Aquélla no era la primera vez que yo experimentaba un déjà vu. El primero fue en mi infancia. Nunca lo he olvidado. Fue un momento en el que me pareció que el tiempo se detenía por un instante, como si hubiera un espejo enfrente de otro y fuera posible atisbar el infinito. Estaba en el pueblo con mis padres. Mi padre me había llevado a montar a caballo por primera vez. Él caminaba a mi lado sujetando las riendas con desgana. Y escuché en mi cabeza claramente:

“Sé el número uno en lo que te propongas”. No sólo lo escuché, sino que visualicé la escena con anterioridad. El sol menguaba en el horizonte. El aire olía a eucalipto. Un cuervo emitía un graznido justo antes de echar a volar. Y mi padre se limpiaba las comisuras de los labios con los dedos índice y pulgar. Justo entonces tuve una chispa de certeza interior: la que te proporciona el hecho de percibir en una milésima de segundo algo que vas a vivir una milésima de segundo después. Mi padre, el hombre más parco en palabras y afectos que he conocido en mi vida, interrumpía el silencio para repetir la misma frase que yo acababa de escuchar claramente en mi cabeza. El sol menguando en el horizonte. El aire oliendo a eucalipto. El cuervo que graznaba y echaba a volar. Y mi padre limpiándose las comisuras de los labios con los mismos dedos con los que lo había hecho en mi mente, justo antes de decir: “Sé el número uno en lo que te propongas”.

Apoyado sobre la barandilla, miré hacia la colección de bragas que, colgadas del tendedero de la casa de enfrente, bailaban tímidamente al son de la brisa. La estampa carecía del menor sentido del erotismo; aunque me temía que, a medida que el cielo comenzaba a clarear, aquélla sería la única ropa interior femenina que vería durante el resto del día. La erección de Año Nuevo en su mínimo histórico.

Maite no tiene remedio. Obsesionada de pronto con la maternidad, había estado ilocalizable durante gran parte de la fiesta que su hermana Natalia había organizado en su casa de Pozuelo. Era un chalé impresionante donde ambas habían montado una fiesta de Fin de Año para casi veinte personas. Poco antes de las uvas, cuando aún estábamos en 2011, recuerdo que estuve buscándola por toda la fiesta. A las once y media subí las escaleras hasta la planta de arriba del chalé. Allí no había nadie, pero me pareció que Maite se había encerrado con Natalia en uno de los baños de la planta de arriba, porque las escuché hablar desde fuera. Si alguien entiende a las mujeres, que levante la mano.

Llamé a la puerta de aquel baño con los nudillos y susurré:

—¿Maite, estás ahí?

—Sí —contestó, sin ganas.

—¿Me puedes abrir?

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1 New York State of Mind, de Billy Joel.

La llamada del vacío

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