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3. Jaime en febrero

-Yo también quiero tener un hijo —me escuché decir al teléfono. Me sorprendí al ver que Maite guardaba silencio durante un buen rato.

Y es que… cómo somos los tíos. Si lo piensas detenidamente, eso sí, desde el punto de vista de las mujeres, no hay quien nos entienda. No admitimos otro punto de vista. Siempre nos gusta hacer las cosas a nuestra manera. Cuando nosotros queremos. No nos gusta admitir que podemos estar equivocados. Así somos. Sota, caballo y rey. Las cosas, claras. El chocolate, espeso. Mal que les pese a ellas, que tienen que aguantarnos a diario.

—¿Qué? —reaccionó Maite.

—¿No estás contenta?

—Pues no, no estoy contenta —respondió—. Lo siento, pero yo no quiero tener un hijo ahora. Más adelante podríamos adoptar.

—¿Adoptar?

—Sí, adoptar.

Sorprendido por la ocurrencia, no supe qué contestar. Las mujeres cambian de opinión con increíble facilidad. ¿A qué venía ese golpe de timón después de la conversación que tuvimos en el arcén de la M-40 la primera noche del año?

Llevaba un rato mirando a las dos personas que estaban sentadas delante de mí en el autobús semivacío. ¿Quién viaja un domingo del mes de febrero a primera hora de la mañana desde La Fortuna al centro de Madrid? Una de ellas era una mujer de unos treinta años. La otra, un niño de unos tres. Estaban sentados de espaldas y se daban la mano. Aunque no podía verles las caras, era evidente la complicidad entre la mujer y el niño. Sin duda eran madre e hijo. Y yo, en ese preciso instante, había decidido que quería tener uno.

Respiré hondo y respondí.

—No hay quien te entienda, Maite.

—¿A mí? —verbalizó.

—Sí, a ti. Nada más despertarte esta mañana me has insinuado que te gustaría tener un hijo… —le recordé— y ahora ya no te apetece tenerlo.

—¿Que yo te he insinuado esta mañana que quiero tener un hijo? ¡Ni de broma! Eso te lo dije hace más de un mes.

Me quedé atónito al descubrir que Maite había vivido una realidad paralela. Nunca deja de sorprenderme. A lo mejor tampoco se acordaba de que aquella misma mañana, aun siendo el día de nuestro aniversario, ella me había dejado con ganas de echar un polvo matinal simplemente porque le había tocado una teta sin previo aviso. Yo sólo quería echar uno de esos polvos de aquí te pillo, aquí te mato. Algo razonable. Sin embargo, no me parecía comprensible que su hermana la hubiera despertado tan temprano, un domingo por la mañana, a golpe de mensajes de WhatsApp. ¿Qué estaban tramando a mis espaldas?

—Esta mañana me lo has insinuado, sí —insistí.

—A lo mejor no me has escuchado —apostilló.

—Ahora resulta que no te escucho —continué.

—No es eso —añadió.

—¡Déjame hablar, por favor! —contraataqué. Aunque lo dije en voz baja, la mujer que viajaba delante con su hijo se volvió un instante a mirarme. Mantuvo el contacto visual durante un buen rato y después sonrió. Vestía una camiseta ajustada. Aprecié que no llevaba sujetador bajo la ropa.

Hay sonrisas que uno puede echar al cubo de la basura y otras que elevan algo más que el espíritu. Eso no significa que estés siendo infiel a nadie. Significa que estás vivo y que en tu pene hay cuerpos cavernosos que se llenan de sangre ante un estímulo visual. Los cuerpos cavernosos tienen un comportamiento automático más rápido que el razonamiento de una neurona. Ahora bien, una cosa es que tu pene tenga vida propia y otra muy distinta es que actuemos anteponiendo las necesidades sexuales por delante de la razón. Yo no estoy dispuesto a perder a mi chica por la primera mujer sin sujetador que me dedique una sonrisa, así que interrumpí el contacto visual con ella y me centré en la conversación telefónica. Aun así, ella siguió mirándome fijamente durante un buen rato.

—Dime.

—No hace ni un par de horas que me has preguntado si me apetece que tengamos un hijo. No lo he soñado. Y mi respuesta es a-fir-ma-ti-va —silabeé.

—¿Puedo hablar yo?

—Sí —afirmé.

—Tener un hijo ahora es una locura. Mejor esperar un par de añitos —añadió, con todo el sarcasmo del mundo—. No sé qué me pasó el día de Fin de Año. Se me cruzó el cable.

—Quizá tuviste una intuición.

Las mujeres son las de la intuición. O eso dice Shakira.

—La intuición la estoy teniendo hoy.. Cuando hemos hablado esta mañana, yo no tenía intención de volver a preguntarte si quieres que tengamos un hijo. Pienso que sería un error.

—¿Y entonces? ¿Qué ibas a preguntarme?

—Da igual —respondió, desganada.

Suspiré, intentando no perder la paciencia.

—¡Dime qué era, entonces!

—¿Era necesario ser más explícita o no te ha quedado claro con la gorra?

Me quedé sin palabras. Me llevé los dedos a la frente para acariciar las letras bordadas de los Yankees. Me quité la gorra de béisbol y la miré durante un rato. Era cierto que me había regalado una gorra, pero de ahí a que yo interpretase que su intención era que me fuese a Nueva York, hay un trecho. Bajé el volumen de la voz para que la mujer y el niño no me oyeran.

—No me queda del todo claro.

—¿Has llegado ya?

Me pasé los dedos por el flequillo para peinármelo. La mujer y el niño se pusieron en pie. Al girarse confirmé que no llevaba sujetador bajo la ropa, ni falta que le hacía. La forma en que los pezones destacaban bajo la tela apuntando hacia el cielo era demasiado llamativa como para no fijarse en ellos. Reparé en que ella también volvía a mirarme con atención. Me dedicó otra sonrisa mientras pasaba a mi lado de camino a la puerta de salida.

—Estoy llegando. ¿De verdad que no quieres que tengamos un hijo?

—No —insistió.

—¿Lo seguimos hablando esta tarde?

—Los domingos por la tarde no son buenos momentos para hablar. Mejor lo hablamos mañana. Ah, no, calla, que mañana tienes casting.

—No voy a ir al casting —informé.

—¿Qué?

—Que no voy a ir al casting de mañana.

—Vas a ir a ese casting —decidió, sin contar conmigo.

Hice un pequeño silencio antes de contestar.

—No hables como mi madre. Piden actores de treinta años.

—Tú das el perfil de un hombre de treinta.

—Doy el perfil de treinta y siete. Déjalo ya, por favor. No tiene sentido ir a más castings. No tiene sentido hacer más anuncios. Ni siquiera sé si tiene sentido seguir con esta obra de teatro. Creo que lo único que tiene sentido ahora es que tengamos un hijo.

Me colgó. Yo me puse en pie. El autobús viajaba por la calle vacía a toda pastilla. Caminé dando tumbos hasta la puerta de salida. Cuando estaba a punto de llegar, el conductor dio un frenazo. A punto estuve de caerme encima de la madre y del hijo. El niño se echó a llorar del susto.

—¡Perdona! ¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí —dijo la mujer, acariciándole la cabeza—. Sólo ha sido el susto.

—¡Malo! —me espetó el niño, con los ojos llorosos. Sonreí.

—¿Cómo te llamas?

—Avo —respondió. Miré a su madre sin entender.

—Pablo —me aclaró ella.

—Ah, Pablo —repetí—. ¿Es tu hijo?

—Sí —aclaró.

—Es muy salao.

El conductor comenzó a frenar de camino a la parada.

—Me suena tu cara —me dijo la mujer, antes de bajarse.

—¿Sí? —sonreí—No es fácil criar hijos, ¿no?

Intenté cambiar de tema.

—Es lo mejor que le puede pasar a uno en la vida.

—Lo mejor que le puede pasar a uno en la vida —repetí, inspirando hondo.

Entonces ella puso cara de sorpresa, como si también hubiera tenido una revelación. Levantó el dedo índice en el aire y me miró.

—Convierte en placer tu higiene bucal —añadió, encantada de haberse conocido. Me quedé un instante en silencio, mientras se me desdibujaba la sonrisa.

—Buena memoria —respondí, al escuchar el eslogan del anuncio publicitario de pasta dentífrica que por desgracia protagonicé años atrás y que seguían pasando por televisión. Sí que lo estaban rentabilizando. Cientos de veces. Sólo me faltó escuchar el jingle en mi cabeza. Se me hicieron eternos los segundos que pasaron hasta que el autobús se paró por completo.

—Lo venía pensando todo el rato. De qué me sonaba tu cara.

—Pues ya sabes de qué —finalicé-—. Que tengáis un buen día.

Por no decir que os den morcilla.

Me bajé del autobús. El cielo estaba completamente despejado. Miré el reloj. Mierda. Llegaba tarde.

El intenso frío de la mañana me revitalizó. Corrí cuesta arriba por el barrio de Lavapiés. Las calles estaban igual de vacías que el Metro y que el autobús. Pasé por delante de la puerta del Teatro Valle-Inclán. Continué corriendo por la calle Argumosa hasta el destartalado edificio donde está la sala de teatro en la que estábamos ensayando el montaje de la compañía de teatro alternativo de Wladimir Ivanovski. Iba nervioso, porque no me gusta llegar tarde. Eran los últimos días antes del estreno. Llevábamos cuatro meses ensayando.

Entonces me sonó el móvil. Pensé que sería de nuevo Maite, pero era Borja, mi representante. Dudé en qué hacer. Finalmente claudiqué.

—Llego tarde al ensayo, Borja. Dime.

—No te han cogido —me espetó.

—Vale.

—Lo siento, no sé qué decirte. Han cogido a… —le interrumpí.

—No hace falta que me digas a quién han cogido. No me interesa. Ya sé que nunca voy a trabajar con Almodóvar, tranquilo.

—No saques mis palabras de contexto.

—Es lo que me dijiste, Borja. Que me han encasillado por un puto anuncio que lleva saliendo durante años en televisión sin parar. La gente me reconoce por la calle sólo por la maldita pasta de dientes.

—No me vengas ahora otra vez con que te quieres ir a Hollywood.

—No es a Hollywood adonde quiero ir, Borja. Llego tarde al ensayo.

—Entiendo que te cabrees. Era una gran oportunidad para ti.

—Era un puto episódico en una serie de sobremesa, Borja. Nada más que eso.

—Pero era Televisión Española, joder.

—¿Y me tienes que llamar un domingo por la mañana para decírmelo? ¿No podías esperar al lunes?

—Acabo de abrir el correo —se justificó.

—Hablamos mañana —le propuse, antes de colgar.

Llamé al timbre. Cuando me abrieron, crucé el patio exterior del edificio. Algunas personas de producción fumaban y bebían cafés en vasos de cartón. Me sonrieron. Sentí un par de miradas insistentes. Saludé con desgana y abrí la puerta del vestíbulo, en penumbra, para acceder a la sala de ensayos. Ambas estancias están separadas por una cortina gruesa de color oscuro. La sala es enorme. No tiene luz natural pero sí un buen puñado de trusses en el techo. Me descalcé antes de caminar sobre la tarima. No me gusta pisarla con zapatos de calle. Aun así, la madera cruje cada vez que das un paso. Metí los zapatos en la bolsa de deporte que llevaba y saqué una toalla que solía traer para limpiarme el sudor durante los ensayos.

Unos escalones a cada lado conducen a varias filas de butacas en distintos niveles a modo de graderío. Están forradas de terciopelo rojo desgastado por el tiempo y las vivencias. El sistema de ventilación brilla por su ausencia, así que hay un constante olor a añejo. Sentados en el suelo, algunos de mis compañeros calentaban las cuerdas vocales mientras otros repetían su texto en voz baja.

—¡Llegas tarde! —me gritó Wladimir desde lejos.

—Tengo el coche estropeado —me justifiqué—. He tenido que venir en transporte públi…

—¡Esa excusa se la pones a otro! —me espetó mientras, con el ceño fruncido, se rascaba su poblada barba.

—…co —finalicé.

De pronto se acercó a un palmo de mi cara.

—Hemos tenido que empezar sin ti. Por el segundo acto. No vuelvas a llegar tarde a mis ensayos.

Tragué saliva y respiré hondo. Era la primera vez que llegaba tarde a un ensayo en toda mi vida. Soy el hombre más puntual del universo.

Me fui hacia una esquina para relajar la mandíbula. Enseguida se me acercó Lluís, uno de mis compañeros de reparto. Lo conocía desde hacía cuatro meses, cuando comenzamos con los ensayos. A pesar de su timidez, desde hacía un par de semanas habíamos cogido más confianza. Llevaba la mochila al hombro, como si fuera a marcharse.

Lluís es asiático y tiene la piel castigada por el acné. Debe de tener alrededor de veinticinco años. Sus ojos son como dos cuchilladas. Está excesivamente flaco. En alguna ocasión le he aconsejado acudir al gimnasio para muscular el cuerpo huesudo que tiene, pero nunca ha mostrado interés en eso. Se mantiene erguido a duras penas para contrarrestar el peso de la gruesa cadena de oro que le cuelga del cuello. Tiene la manía de llevar siempre un gorro de lana en la cabeza. Incluso bajo techo.

—¿Es verdad que has venido en transporte público o es una excusa? —me preguntó en voz baja.

—Tengo el coche averiado desde el día de Año Nuevo.

Lo bueno de las conversaciones entre hombres es que no tienes que complicarte la vida pensando en lo que dices. Somos sencillos, diría yo. Da igual lo que digas o la intención con la que lo hagas, porque tu interlocutor siempre lo recibe de la misma forma que tú lo enviaste. Cuando dos hombres hablamos, nunca hay dobles interpretaciones ni malentendidos. Sin embargo, cuando un hombre y una mujer hablan, la conversación se puede complicar hasta límites insospechados. Más que en el texto, ellas se fijan en el subtexto.

—Me marcho porque al final se va a ensayar sólo el segundo acto —añadió—. Acaban de decirme que, como no tengo texto, no hace falta que me quede. Si quieres, te espero y te llevo a casa. No tengo nada que hacer.

—¿Puedo tener silencio, por favor? —nos espetó Wladimir.

Le pedí a Lluís que se callara y me concentré en el ensayo. Durante las siguientes dos horas, Wladimir exprimió al grupo hasta el máximo. No sé qué le ocurría conmigo, pero no paraba de gritarme. Aquella mañana había decidido castigarme. Resistí el chaparrón sin inmutarme, diciéndole que sí a todo. Soporté las miradas condescendientes de mis compañeros de reparto. A veces Wladimir era despiadado. Sobre todo cuando se sentía presionado por un estreno. Lo hacía con la mayoría, pero en particular conmigo. Todos se lo consentíamos porque era uno de los mejores directores teatrales del país. Todos queremos trabajar con Miguel del Arco en La función por hacer, con Claudio Tolcachir en una obra de Arthur Miller o con Wladimir Ivanovksi en un musical basado en el Teatro Caliente de Francisco Nieva. Yo solía aguantar estoicamente sus salidas de tono. Lo importante era el papel. Lo importante era mi carrera. Lo importante era trabajar con uno de los grandes.

En la última de mis escenas recité el texto susurrándolo, tal y como lo había ensayado durante cuatro meses, con el visto bueno de Wladimir. Era el texto que iba justo antes de que me tocara cantar el último tema musical de la obra.

—¡No! —me gritó en cuanto empecé—. ¡Así no! Lo estás exagerando.

—Pero si no estoy exageran…

—¡Estás exagerando! —me interrumpió, rotundo.

Mi partenaire, una actriz mucho más joven que yo, empezó a hacer ruido golpeando impaciente la tarima con el extremo de su manoletina bajo la atenta mirada del resto del reparto.

—Habíamos quedado en que…

—¡Cállate! ¡Dilo más alto! ¡Que te escuchemos todos!

—Me dijiste que…

—¡¡¡Que te calles!!! —me gritó. Temblaron hasta los muros. Se hizo un silencio sepulcral. Enfurecido, Wladimir se acercó a mí. Se me encogió el estómago.

—Wladim…

—¿Desde cuándo tienes criterio propio? —me espetó, con su peculiar acento de origen ruso—. ¡O lo haces ahora mismo más alto o te marchas y no vuelvo a verte nunca más! ¿Qué importa lo que te he dicho todo este tiempo? ¡Lo que importa es lo que te estoy diciendo ahora! ¿Es que no me oyes?

El eco de su voz retumbaba en la sala. No se movía ni una mosca. Ni siquiera la manoletina de mi compañera de reparto.

Respiré hondo con su cara a un palmo de la mía una vez más. El estómago se me había reducido a la mínima expresión.

—Como tú digas —respondí.

—Desde arriba. Quiero escucharte decirlo desde arriba.

Se alejó y volvió a sentarse en una butaca. Repetí la escena desde el principio. Al llegar al mismo punto, Wladimir volvió a estallar y se abalanzó sobre mí.

—¡¡¡No, no, no!!! ¡¡¡Te he dicho que así no es, joder!!! —Gritó—. ¿Es que no me oyes? ¿Qué tienes aquí? —me preguntó, golpeándome el pecho a la altura del corazón—. ¿Qué coño tienes aquí? ¿Pasta de dientes?

Hubo una carcajada general.

¿Pasta de dientes? ¿De verdad había dicho pasta de dientes?

—Eres un pedazo de cabrón hijo de la gran puta.

Todas las miradas confluyeron en mí. Me quedé paralizado. Era como si toda mi vida pasara por delante de mis ojos en un instante. Los montajes teatrales. Los cortometrajes. Los episódicos en televisión. El famoso anuncio publicitario.

Anduve hacia una esquina del salón, me enfundé el forro polar y salí al patio. Lluís, que se olió lo que estaba a punto de hacer, me siguió.

—¿Dónde vas? —me susurró.

—¿Qué has dicho? —preguntó Wladimir.

No les contesté ni al uno ni al otro. Metí la toalla en la bolsa y me puse los zapatos. Lluís se me acercó y me cogió por un brazo. Algunos compañeros estaban boquiabiertos.

—Para —me aconsejó Lluís. No le hice caso.

—Que se joda.

—¿Qué?

—Que se jodan él y su puta mierda de compañía.

—No estás hablando en serio —respondió Lluís.

—¿Dónde te crees que vas? —me gritó el barbudo.

Mientras salía del teatro, escuché por última vez a Wladimir gritándome.

—¡Si te vas, no vuelvas! ¡No vas a trabajar en tu puta vida en esta profesión! ¡Te voy a hundir!

Salí a la calle. La acera estaba completamente plagada de gente. Había salido el sol. A mi alrededor se desplegaba un muestrario de miradas lascivas sobre una serie de faldas cortas, camisetas de licra, vaqueros ajustados y tacones de aguja. ¿Cómo se puede detener ese tsunami de deseo sexual incontenible a medida que se acerca la primavera cuando uno está poseído por la rabia?

No había dado ni cinco pasos cuando escuché una voz familiar que me llamaba por mi nombre. Era Lluís, corriendo con su mochila a la espalda.

—¡Pedazo de cabrón hijo de la gran puta! —me gritó.

—Vete a la mierda —le respondí.

—Vuelve, por favor.

—Déjame en paz.

—No puedes irte ahora. Wladimir se ha pasado tres pueblos contigo, pero te ha dado uno de los papeles más jugosos. Él confía en ti.

Solté un bufido de ironía.

—Pues vaya una forma de confiar en alguien.

Me sonó el móvil de nuevo. Era Borja otra vez. Seguro que alguien de producción le había llamado. Le colgué.

—Está muy nervioso con el estreno.

—Y yo estoy hasta los cojones de aguantarle.

Lluís tecleó en su móvil un mensaje.

—¿Puedes dejar el teléfono?

—Me están escribiendo de producción. Me preguntan si estoy contigo.

—¿Me llevas a casa o qué?

—Sabía que hoy la ibas a montar.

—¿Que yo la iba a montar? ¡La ha montado él!

—¿Qué les digo?

—Que me he ido y que le cuenten a Wladimir cómo hay que tratar a los empleados. Llevo diecisiete años en esta profesión. A mí nadie me trata así.

—Lo de la pasta de dientes no ha sido afortunado, pero… —Me detuve en seco. Debí de echarle una mirada de las que perforan, porque se puso pálido—. No puedes dejar colgado el montaje con tan poco tiempo de reacción. Todo el mundo se pondrá en contra de ti. ¿Quién va a hacer tu papel?

—Me importa una mierda quien lo haga.

Hubo un rato de silencio incómodo entre ambos.

—Tu reputación se va a ir a la mierda.

—¿Pero qué reputación? —pregunté, alzando la voz—. Todos los directores de casting de este país me conocen de sobra. Tonucha Vidal, Elena Arnao… ¡Todos! Me he formado en Corazza, he participado en once montajes teatrales, veintidós cortometrajes, trece episódicos de televisión y ya no sé ni cuántos spots publicitarios o catálogos de ropa. Y sólo se me conoce por un puto anuncio de pasta dentífrica—. Lluís hizo un amago de interrumpirme—. Si dices el eslogan, te juro que te pego una hostia.

—Si no me dejas hablar.

—Estoy cansado de sentarme junto al teléfono a esperar esa llamada que nunca llega. O esa llamada que, cuando llega, es para decirte otra vez que no. Para darte otro portazo en las narices.

Aceleré el paso.

—¿Y eso qué tiene que ver con Wladimir?

—Lo dejo, Lluís.

—¿Qué?

Asentí.

—Que lo dejo todo, tío.

Lluís se quedó petrificado en mitad de la calle. Hizo un silencio largo, como si no supiera qué decir.

—¿Cómo vas a dejarlo todo con el talentazo que tienes? ¡Tú vales más que todos nosotros juntos! ¡Tienes que dedicarte a esto!

—A esto y a la pasta de dientes, querrás decir —ironicé.

—No digas gilipolleces —me contestó.

—¿Me llevas a casa o no? Es mi aniversario.

—Ya te he dicho que sí. ¿Dónde vives?

—En La Fortuna —le aclaré.

—Eso está en Leganés, ¿no?

—Sí.

Recorrimos varios metros en silencio por la calle de la Fe hasta llegar al parking público de la calle Primavera. Nos cruzamos con una mujer atractiva de unos cincuenta años que se contoneaba vestida con un abrigo de ante, botas de tacón y un generoso escote de pecho operado. Mantuvo contacto visual conmigo durante un buen rato y me sonrió con sus sugerentes labios inyectados en bótox. Aparté la mirada.

—En Madrid estáis reprimidos —añadió en voz baja—. Barcelona es otro mundo. Uno puede echar un polvo a cualquier hora del día y en cualquier lugar. Provocando al personal con esos bíceps que vas exhibiendo, ésa que acaba de pasar no se te habría resistido. ¿Has visto cómo te ha mirado?

—Yo no voy provocando a nadie. Soy un chico de pueblo, Lluís.

—¿Y eso qué tiene que ver? —exclamó—. Llevas manga corta en pleno invierno, Yeims. Medio Madrid mataría por acostarse contigo.

—Me basta y me sobra con Maite.

—¿Me vas a decir que si te surge la posibilidad de tirarte a una mujer como la que acaba de pasar, le dirías que no?

—No tengo ningún interés en mantener una relación sexual que no sea con mi pareja.

—Qué aburrido eres. ¿Cuál es tu problema?

—El problema, si quieres llamarlo así, es que estoy enamorado de Maite. ¿Nunca has estado enamorado? —le pregunté. Él se sonrojó—. Coño, Lluís, mira por dónde resulta que tienes sentimientos. Y yo que creía que sólo pensabas con la polla. Cuando alguien te gusta, quieres hacer el amor con esa persona. Con esa persona y con nadie más.

—Sólo me falta oír de fondo la banda sonora de Love Story —añadió, con tono sarcástico.

—Maite quiere que tengamos un hijo.

—Y tú no quieres —opinó.

—Me empezó a plantear la idea a principios de año. Ahora dice que ha cambiado de opinión, pero la conozco. Es sólo su manera de llamar la atención. Lo está deseando.

—No te veo cambiando pañales.

—Pues yo cada vez me veo más.

—Espera primero a que acabemos la función y luego toma la decisión que quieras. Yo, en cuanto terminemos con la función, me voy de Madrid.

—¿Me estás hablando en serio?

—Sí, estoy cansado de esta ciudad.

—¿Te vuelves a Sant Cugat?

Lluís estuvo en silencio un momento. Supuse que se iría de vuelta a Sant Cugat del Vallès, que era de donde había venido después de dejar de trabajar en el negocio familiar para buscarse un hueco como actor en Madrid. ¿De verdad iba a volver con el rabo entre las piernas a trabajar en el restaurante de sus padres? Su respuesta me dejó atónito.

—Me voy a Nueva York en agosto a hacer un taller intensivo en el Estudio de Johnna Marchese.

Me detuve en seco. Dos de sus palabras resonaron en mi mente: Nueva York.

—¿Por cuánto tiempo?

—Tres semanas. Si te animas, puedes venirte conmigo. Puedo conseguirte una prueba de acceso para el taller. ¡Son solamente tres semanas!

—Es… es… cojonudo —solté—. Me alegro mucho por ti.

El edificio del parking estaba lleno de desconchones y olía a desagüe atascado. Le seguí hasta su coche, un deportivo de color rojo. Lluís apretó la llave poco antes de llegar y las puertas se desbloquearon.

—¿Por qué no te vienes? —me insistió.

—Menudo buga nuevo te has comprado —le dije, con total desgana.

—Es de segunda mano —respondió, satisfecho—. Lo he financiado, así que aún tengo que pagarlo, no te creas.

Entré en el coche y curioseé los detalles del salpicadero. Una vez que Lluís se montó en el asiento contiguo, los seguros de las dos puertas se cerraron al unísono. Puso en marcha la calefacción y lo arrancó.

Nada más salir del parking, sacó un paquete de cigarros de la guantera tras detenerse en un semáforo.

—¿Te puedo preguntar cuántos años tienes?

Joder, qué pesaditos con la edad.

—Treinta y cinco.

—Hostia, tú, no los aparentas en absoluto.

—Pensé que lo sabías —le dije.

—¿Qué voy a saber? Yo creía que tenías treinta y muchos menos.

—Pues no. ¿Cuántos años tienes tú?

—Diez menos —me aclaró.

Me ofreció un cigarrillo y lo rechacé.

—Sabes que no fumo, gracias.

Mientras sacaba uno para él, sonrió sarcástico. El semáforo cambió a verde y, sin inmutarse, encendió un cigarro con su Zippo plateado. Un segundo después, el conductor del coche que estaba detrás de nosotros le pitó para indicarle que el semáforo había cambiado.

—¡Ya lo he visto, gilipollas! —le gritó a través de la ventanilla.

El coche nos adelantó por la derecha ocupando el carril bus y el conductor, parapetado tras unas enormes gafas de sol, nos enseñó el dedo corazón. Lluís pisó el acelerador a tope.

—No le hagas caso —le pedí—. No merece la pena.

—¿Qué collons os pasa en esta puta ciudad de mierda? ¿De dónde sale tanta agresividad? ¡Hay que venir follado de casa y dejar de joder a los demás todo el rato! Com podeu vosaltres els espanyols suportar aquesta ràbia contínua?

Me apoyé sobre el respaldo y volví la cara hacia la ventanilla. Un chorro de aire caliente procedente de la calefacción salía por una esquina del salpicadero directamente hacia mi cara. Mientras bajábamos por la Ronda de Valencia hacia la glorieta de Embajadores, me distraje viendo a un perro olfateando el tronco de un árbol. Entonces dijo:

—Vente a Nueva York. Este tipo de taller lo hacen solamente una vez al año en agosto. Casa, ya tenemos. ¡Y la prueba presencial la vas a pasar con la gorra!

—No digas chorradas —añadí.

—¡No me jodas! Fuiste tú quien me dio la idea.

—¿Yo te di la idea?

—Fuiste tú quien me habló de Johnna Marchese por primera vez y de su estudio en Brooklyn. De la ilusión que tenías por ir a Nueva York, currar con ella y saltar a Broadway. Y luego este verano, en la playa, me vuelven a hablar de ella.

—¿Quién? —me escuché decir.

—Te lo conté, pero nunca me escuchas cuando te hablo —respondió—. Me escuchó cantar el verano pasado y desde entonces no ha dejado de enviarme correos tratando de convencerme para que me vaya a Nueva York.

Soltó el humo, dándose un tiempo para pensar. Un pitido nos indicó que Lluís tenía un mensaje nuevo en su móvil. Miró hacia el salpicadero para leer despreocupadamente el texto que acababa de llegarle mientras se detenía en un nuevo semáforo.

—¿Cómo se llama?

Hubo un silencio entre ambos mientras él tecleaba un mensaje de vuelta en su teléfono. Lluís se rascó la nariz, salpicada de marcas de acné. Por fin me miró.

—Ryta —aclaró—Ryta Milton. Me ha conseguido la prueba en el Estudio de Johnna. Es muy difícil conseguir una prueba con ella sin agente.

—¿Y por qué tiene tanto interés en que la hagas? ¿Te la tiraste?

—Te estoy hablando de una relación profesional.

—Claro —contesté—. Y yo me chupo el dedo.

—¿Para qué quiere que te vayas a su casa?

—Para que pueda hacer el taller sin incurrir en muchos gastos.

Solté una carcajada irónica.

—O sea, le vas a calentar la cama a cambio de que te dé alojamiento.

Lluís se puso aún más colorado.

—No es eso. Simplemente vio talento en mí y me quiere ayudar. Ella piensa que, aunque Johnna es muy exigente, voy a pasar la prueba. ¿Tan difícil es de creer?

—¿A qué se dedica?

Lluís sonrió irónicamente.

—Compone canciones para Broadway. Tiene muchos contactos.

—Pues me alegro mucho por ti. Ése ha sido el sueño de toda mi vida.

—¿Y no te jode que yo cumpla el sueño de tu vida?

—¡Pues claro que no! —exclamé, sorprendido—. Si vas tú a Nueva York, mi sueño se cumplirá a través de ti —le dije. Me pareció ver que sus ojos se empañaban. —¿Te has emocionado? —le pregunté.

—No —respondió, desviando nuevamente la mirada a su teléfono.

—¡Llora a gusto, cabrón! —le dije—. Ahora no estás actuando ante Wladimir. ¿Por qué te contienes?

—Porque me duele que tú no lo intentes. El sueño es tuyo. A mí me falta ambición —admitió.

—La ambición no sirve para nada —sentencié, como un androide.

Y entonces fue como si en mi cerebro se parase el tiempo y una intensa sensación de certeza se instalara en él.

“La ambición lo es todo en este negocio”.

La voz de Lluís resonó en mi interior con claridad. Sin embargo, él no había abierto la boca. Durante unos microsegundos se reprodujo delante de mí la misma película. Las palabras. El sonido de la sirena de una ambulancia. Una pareja paseando a su bebé en un carrito. El calor que salía sin piedad por la rejilla del coche. Y, en el mismo tono de grandilocuencia, Lluís decretó:

—La ambición lo es todo en este negocio.

Simultáneamente, el sonido de la sirena de la ambulancia. La pareja paseando a su bebé. Y el calor en la mejilla.

—Sabía que ibas a decir eso —comenté, sorprendido. Aquella sensación de algo ya vivido, en lugar de ser instantánea, se prolongó durante unos segundos más. Algo en mi interior me dijo que a continuación Lluís iba a preguntarme qué collons quería decir a la vez que se retiraría el flequillo de la frente con dos dedos y le daría otra calada a su cigarrillo. Sentí una especie de miedo inexplicable, no sé a qué.

—¿Qué collons quieres decir? —preguntó, mientras se retiraba el flequillo de la frente con dos dedos para dar otra calada a su cigarrillo.

—Qué mal rollo —añadí, sin poder evitarlo—. Otra vez sabía que ibas a decir eso —admití—. Acabo de tener un déjà vu muy intenso y más largo de lo normal.

—¿Te refieres a la desconexión de Matrix? —sonrió.

—Me refiero a tener la sensación de que esta conversación ya la hemos mantenido. Es algo muy extraño —expliqué—. ¿Nunca has tenido uno?

—No.

—Parece que supieras anticipadamente lo que vas a decir y lo que los demás te van a contestar. Sientes todo lo que va a ocurrir en los instantes siguientes, como si fuera una situación que ya hubieras vivido. Después de haberlo experimentado con nitidez en tu cabeza, todo sucede tal cual, en modo automático. Si no estás atento, puede pasar inadvertido. Esta vez la sensación ha sido más duradera que la anterior.

—¿Te ha pasado otra vez?

—La primera vez fue cuando era niño, montando a caballo con mi padre. La última, el día de Año Nuevo.

—Entonces eres como Neo.

—Déjate de coñas. ¿Qué vas a hacer si lo de Nueva York no funciona?

Lluís se puso colorado. Miró al frente sin contestarme.

—No me quedan muchas opciones. Ésa o prostituirme —ironizó—. Pero no creo que tuviera mucho futuro en lo segundo. El dinero que fui ahorrando para venir a Madrid se me acaba. Voy a invertir todo lo que me queda en esa aventura neoyorquina. Si vamos juntos, será más fácil. Y si no nos admiten, al menos veremos la Gran Manzana.

—Ya te he dicho que no voy a ir a Nueva York. No tengo dinero ahorrado.

—Yo te puedo prestar la pasta.

—Es hora de replantearse la vida y hacer con ella algo que merezca la pena. Tener un hijo es lo mejor que me puede pasar ahora. Se ha convertido en la única forma de impresionar a mis padres.

Durante largo rato ambos estuvimos en silencio, mientras Lluís rodeaba la glorieta de Puerta de Toledo. Miré la magnífica Puerta desde todos los ángulos posibles. Poco después tomábamos la M-30. Observé el Puente de Toledo antes de que nos metiéramos en el túnel. Lluís aspiró otra calada de su cigarrillo.

—¿Para qué quieres impresionar a tus padres? —preguntó.

—Cuando eres hijo único, fijas tus metas en la vida en consonancia con las expectativas que tus padres depositan en ti. Yo quería demostrarles que triunfaría como actor. Y después de todo este tiempo, ¿quién conoce a Jaime Garlop? ¡Nadie!

—¡Eres hijo único! Si tuvieras hermanos, como yo, dejarías de hacerte la víctima. ¿Tú estás en Twitter?

—No.

—¿En serio?

—En serio.

—¡Si no estás en Twitter no existes! ¿Por qué no te abres un perfil?

—¿Tengo que existir virtualmente para existir en la realidad?

—Si no estás en Twitter no eres nadie. ¡Hay que estar ahí! ¡Mira el muro de cualquier actor de renombre!

—¿Qué muro?

—¡Échale un vistazo a la página de Mario Casas en Facebook! ¡Es el puto amo y creo que tiene mi edad! ¿Cómo crees que lo ha petado con la de Tres metros sobre el cielo? Este año estrenan la segunda parte y el cabrón lo volverá a petar. Los actores de verdad tienen perfiles públicos. Tienen los blogs más visitados de la red, páginas web, ¡cuelgan sus reels! ¡Envían Newsletters! ¡Saben promocionarse! Consiguen aparecer en Wikipedia y en IMDB.

—¿Qué cojones es IMDB?

—¿En serio no conoces IMDB?

—¡No! —gruñí.

—Te estás quedando anticuado, Yeims. Cómo se nota que te queda poco para los cuarenta. Si no estás en IMDB, no eres nadie en esta profesión. Hay que estar en todos sitios. El otro día abrí una página del periódico ése que dan en el Metro ¡y allí estaba este actor de moda! ¿Cómo se llama…?

—No sé quién dices.

—¿Cómo coño ha sido capaz de colarse ahí? Ha estado en la última película de Sánchez Arévalo y en la segunda parte de Fuga de Cerebros. ¡Lo han nominado al Goya! Todo el mundo habla de él. ¡Y tiene menos de treinta años! Hay que estar en todos los sitios. Sin embargo aquí estem tu i jo, perdent el temps.

—Déjalo ya, Lluís. ¡A la derecha!

Parecía no oírme. Iba a seguir hablando, pero le interrumpí.

—Escúchame… —continuó.

—Para de hablar, por favor. Me estás mareando con tu verborrea y el humo del cigarro. ¿Puedes desbloquear mi ventanilla?

—¿Por dónde tengo que ir ahora? —preguntó entonces.

—Sigue todo recto por la A-42.

Estuvo callado otro rato mientras aceleraba para dejar Madrid atrás y para avanzar por la A-42 en dirección a Toledo. Supongo que el silencio le incomodaba, porque estuvo fumando sin parar, hasta que de pronto volvió a abrir la boca.

—Ser español está de moda en Estados Unidos.

—¿Puedes callarte de una vez, por favor?

—Podemos buscar un agente allí. Me han hablado de Jesús Ciordia. Es el mejor. Seguro que podemos ponernos en contacto con él. Desde allí todo será más fácil. ¡Mira Bardem!

—Si todo fuera tan fácil, Lluís…

—¡Despierta, joder! ¡Tu momento es ahora! ¿Cuánto más vas a esperar?

Parecía que a Lluís le hubieran dado cuerda.

—Te he dicho que no voy a ir a Nueva York. A Maite no le haría gracia que me fuera. ¡La salida!

Lluís apartó la mirada del parabrisas.

—¿La salida de Leganés? —preguntó.

—¡Claro, cuál va a ser si no! —le contesté, sin apartar la mirada de la ventanilla—. ¡A la derecha, coño! —vociferé enfurecido.

—¿De verdad crees que no merece la pena intentarlo sólo porque a tu chica no le haría gracia que te vinieras? Creo que ella es algo posesiva contigo.

—¿Por qué dices eso?

—Fue lo que me pareció el día que vino a recogerte y me la presentaste. Esa mujer no puede vivir sin ti.

—Maite no es así, no digas eso.

Me irritó que juzgara a Maite de esa manera.

—Podríamos buscar audiciones en el Instituto del Cine de Lee Strasberg. Seríamos un tándem perfecto. Yo aportaría mis contactos y tú aportarías tu inglés. Juntos podemos comernos el mundo.

—¿Mi inglés?

—El mío es macarrónico. Yo no pasaría del nice to meet you.

—¡¡¡¿Te quieres callar de una puta vez?!!! —aullé.

Hubo un silencio tenso que ninguno de los dos se atrevió a romper. Mientras avanzábamos por la carretera comarcal y entrábamos en la rotonda de Parquesur, tiró su cigarrillo por la ventanilla sin apagarlo.

—¡Tampoco hace falta que te pongas así, tío! —agregó.

—¡Para el coche! —le interrumpí.

—¿Ya hemos llegado? —inquirió, extrañado.

—¡Que pares el coche te digo, joder!

Lluís se apartó hacia la cuneta y frenó en seco. Salí del vehículo de un salto y cerré de un portazo.

—¿Qué collons te pasa? —me gritó.

Le mostré el dedo corazón y seguí caminando sin mirar atrás. Poco después oí el bramido del tubo de escape, el chasquido característico de la marcha atrás y el sonido, cada vez más tenue, del motor desandando el camino.

Estaba todavía a varios kilómetros de casa, pero decidí correr durante el resto del trayecto. Crucé la calzada en busca del sol y mantuve el ritmo a lo largo de la avenida vacía. Se me atravesó una lata de refresco en la acera y le propiné una patada con toda la rabia que llevaba dentro.

Había tantos viandantes por la calle que a ratos parecía que hubiese que apartarlos a codazos. Mi lado más violento lo habría hecho de buena gana. En cambio, me puse los auriculares del iPod para refugiarme en la música. Necesitaba retirar de mi mente aquel pastiche de Lee Strasberg, Johnna Marchese y Nueva York.

La música del piano de Billy Joel3 comenzó a sonar.

“Tomorrow… is today”.

Me puse las gafas de sol y aceleré. Sólo quería correr y correr. Quería olvidarme del mundo y que el mundo se olvidara de mí. Con las primeras zancadas sentí la suela de mis zapatillas vibrando sobre el asfalto. Me encaminé hacia la carretera de La Fortuna.

“Tomorrow… is today”.

Inhalé a pleno pulmón el aire contaminado de Leganés. Algunos vencejos solitarios gritaban a mi alrededor por encima de la melodía, a medida que avanzaba sin rumbo al son de la canción. Cuando llegué a casa, la misma canción seguía sonando en bucle. Metí en la bolsa de deporte unas zapatillas de entrenar, una camiseta amplia de tirantes que deja los costados al aire y unos pantalones cortos. Cuando lo tuve todo, me fui al gimnasio. La voz de Billy Joel me sopló al oído:

“Tomorrow… is today”.

Después de varias series de trabajo con pesas, me acerqué al espejo para comprobar el progreso en el volumen de mis bíceps. Me subí la camiseta para ver cómo andaban mis abdominales. Algunas miradas convergían hacia mí.

Decidí salir a la calle a correr un rato. Estuve corriendo sin parar durante una hora. Permanecí en pie durante un breve instante mientras recuperaba el aliento. Respiré hondo y continué la marcha. Poco después crucé el umbral de la puerta de nuestra casa.

Abrí el grifo del fregadero de la cocina y dejé correr el agua mientras fijaba la mirada en los azulejos blancos. Tomé un vaso limpio del escurreplatos y lo situé debajo. Después de apurar el contenido, dejé el vaso sobre la encimera y caminé hasta el baño. Alcé la tapa del inodoro y aligeré mi vejiga mientras miraba al techo. Me di una ducha rápida. A tientas busqué una toalla y me sequé los ojos ante el espejo. Entonces me encontré frente a mi propia imagen a un palmo de mí mismo. Hubo algo en el pelo que llamó mi atención. Me acerqué al espejo para verlo mejor. Era una cana. Traté de arrancármela sin éxito. Me retiré unos centímetros y contemplé mi aspecto tratando de escrutar la mirada de mi alter ego.

“Gilipollas”, me oí decir mentalmente.

Me preparé una ensalada y unos filetes de pollo a la plancha para comer. Tras acabar, estaría más de media hora tumbado en el sofá mirando al techo. De pronto, como si fuera un autómata, me levanté de un brinco y me acerqué a la estantería que había en el mueble del televisor. Tenía ganas de volver a ver Reencuentro, la película de Lawrence Kasdan. Entre la fila de DVD’s encontré la carátula. La saqué, creyendo que sería la película que yo buscaba, pero resultó ser Manhattan, de Woody Allen. Irritado, la volví a dejar en su lugar y seguí pasando el dedo índice a lo largo del resto de los títulos intentando buscar la caja de Manhattan para devolver el DVD a su sitio. Después de un rato de búsqueda, me rendí y deslicé el disco en la ranura del reproductor para verla por enésima vez, aunque me supiera los diálogos de memoria.

Un plano del edificio Chrysler sobresaliendo entre los rascacielos me empujó de vuelta al sofá. La música de George Gershwin4 consiguió que apretase un cojín contra mi estómago.

—Capítulo primero —comenzó la voz de Allen en versión original mientras yo leía los subtítulos en español—. Él adoraba Nueva York. La idolatraba de un modo desproporcionado.

Alcé las piernas y las apoyé en la mesa baja. Crucé un pie por encima del otro y me rasqué la barbilla.

—No, no. Mejor así —continuaba la voz de Allen—: Él la sentimentalizaba desmesuradamente. Eso es.

La narración me sumergió en un mar de rascacielos en blanco y negro.

Casi un par de horas después, la película estaba a punto de terminar.

—Tengo que tomar un avión —le decía Mariel Hemingway a Woody Allen.

—Oh, vamos, vamos, no… no puedes irte —le suplicaba él.

—¿Por qué no sacaste este tema la semana pasada? Seis meses no es tanto tiempo. No todo el mundo se corrompe —susurraba ella, inocente—. Debes tener un poco más de fe en las personas.

Después Allen sonreía y la música de Gershwin subía de volumen a medida que las imágenes mostraban el skyline de Manhattan. Los nombres del equipo técnico se sucedían fundiéndose en la pantalla al son de la rapsodia. Me estiré, alargando los brazos cuanto pude con los puños cerrados. Después de acabar de ver los créditos, estuve hipnotizado durante un tiempo indefinido mirando la pantalla.

No tenía ni idea de dónde podía estar Maite. Me apetecía llamarla para decirle que por fin podíamos pasar el día juntos, pero me sentía egoísta haciéndolo después de que ella hubiera hecho otros planes. Pasé el resto del día zapeando de programa en programa, a la espera de que comenzara la retransmisión de la entrega de los premios Goya.

Un par de horas después escuché la llave de la puerta abrirse. Maite entró con una bolsa de cartón en la mano. Me encontró tumbado frente al televisor.

—Tienes mala cara —exclamó, nada más verme—. ¿Qué te pasa?

—Nada —respondí.

—¿Qué estás viendo?

—El paseo por la alfombra roja —le expliqué.

—¿Quién está nominado?

—Adrián.

—¿Qué Adrián? —me preguntó.

—Lastra.

—No sé quién es.

—El que trabajó conmigo en Broadway Millennium—le recordé. Maite negó con la cabeza. —En Keops Karnak, con Freddy.

—¿Y está nominado como protagonista o como actor de reparto?

—Como actor revelación —le aclaré.

Maite se sentó junto a mí.

—Algún día tú estarás ahí.

—¿Tú crees? —concluí, rodeándola con los brazos por la cintura.

—Sí —añadió, dándome un beso en los labios. Mientras le seguía besando cada vez más intensamente, la voz de una presentadora entrevistaba en la televisión a los candidatos a los Goya. Me miró con esas pupilas que me conectaban con su alma en estado puro. Al rato íbamos camino de la cama. Las mujeres pueden ser muy insistentes cuando tienen ganas de sexo. Da igual que les digas que no. Da lo mismo que tú tengas o no tengas ganas. Cuando se empeñan, ponen todo su ahínco en el asunto hasta vencer al adversario por aburrimiento. Bajé con la lengua a lo largo de sus senos mientras ella se dejaba hacer. Tenía tal nivel de erección que la polla me iba a estallar.

Me deslicé encima de ella y comencé a penetrarla. Nos besamos sin parar. Se aferró a mi espalda permitiéndome sólo unos cortos movimientos pélvicos. Me rodeó con las piernas para inmovilizarme. Nos dimos la vuelta. Se colocó encima de mí para cabalgar más deprisa con objeto de facilitar su llegada al clímax.

Dicen que los polvos de reconciliación son los mejores. Tal vez el sentido de discutir con tu pareja sea, finalmente, fusionarte en una relación sexual para ser, por unos instantes, un solo espíritu.

—Tenemos que hacerlo más —musitó.

—¿Me lo dices o me lo cuentas? —le pregunté, sin dejar de jadear ni de mover el coxis.

—No me gusta discutir contigo —admitió.

—A mí tampoco —susurré, sin prestar atención a sus palabras.

Poco después de asegurarme de que ella llegaba al orgasmo, la escuché romper a llorar. Le solía ocurrir cuando llevaba mucha tensión acumulada. Le acaricié el pelo, me incorporé y le di un beso en los labios. Ella se tumbó boca arriba a mi lado. La rodeé con un brazo mientras usaba el otro para buscar a tientas el mando del pequeño televisor de la habitación y subir el volumen. Estábamos prácticamente a oscuras. Sólo nos iluminaba la luz del televisor.

—Y tú, ¿no terminas? —me preguntó.

—No me apetece.

—¿Estás enfadado conmigo?

—No —contesté, extrañado por su pregunta—. Estoy cabreado con el mundo. ¿Por qué has llegado tan tarde?

—He pasado el día de compras con Natalia.

Estuvimos en silencio un rato, mientras los invitados a la gala daban sus últimos pasos por la alfombra roja.

—Jaime —continuó, en voz baja—. ¿Tú y yo somos amigos?

Respiré hondo.

—¿Por qué me lo preguntas?

El sonido lejano de un motor avanzó tras mis palabras.

—Por saberlo.

Pude adivinar el brillo creciente de sus ojos abiertos, a medida que mi pupila se iba acostumbrando a la oscuridad.

—Supongo —añadí.

Maite se giró hacia mí.

—¿Pero somos amigos o no?

—¿Tú quieres que seamos amigos?

—Quiero saber la verdad.

—Yo sólo puedo hablar por mí —añadí.

—Por ti quiero que hables —me respondió—. ¿Vas a estar evadiendo la pregunta toda la noche?

Tragué saliva.

—¿Adónde quieres llegar?

Guardó silencio un instante. La presentadora de la gala, Eva Hache, saltó al escenario del Palacio Municipal de Congresos enfundada en una especie de smoking y cantando una canción.

“No sé muy bien qué hago aquí ”, cantaba Eva.

—Siempre he querido parecerme a mi hermana —dijo Maite.

—¿A Alejandra? —le pregunté.

—A Natalia —respondió, con cierto tono de indignación.

—Eres idéntica a Natalia. Sois gemelas —aclaré, sin apartar la mirada del televisor.

—¡No me digas! —añadió, sarcástica—. Pienso que… —se detuvo, como si midiera sus palabras— su vida es más interesante que la mía.

—¿Por qué?

Eva Hache seguía cantando.

“Tengo mucho miedo”, decía la letra. “No sé si voy a poder”.

Alcé las cejas en señal de sorpresa.

—Por nada —siguió Maite—. En realidad hoy hemos pasado el día de compras hablando de cuestiones banales. Yo he comprado una chorrada y ella ha arramblado con medio centro comercial. Sabe cómo desenvolverse. Ha recorrido medio mundo y ha conocido a mucha gente interesante. ¿Qué he hecho yo?

Un montón de actores y actrices saltaron al escenario para bailar con Eva Hache. Yo, con un ojo en cada flanco.

—No hace falta irse lejos para encontrar gente interesante —maticé.

—Supongo que no, pero yo nunca he salido de España —añadió—. Y, si me apuras un poco, casi ni de Madrid.

—¿Y te gustaría?

Guardó un instante de silencio.

—Me encantaría.

—¿Dónde querrías ir?

Se calló un instante, como si su mente volara a kilómetros de distancia.

—A Nueva Delhi —contestó.

—¿A Nueva Delhi? —le pregunté, apartando la cabeza hacia atrás.

—¿Por qué no? —añadió, aún más contundente—. ¿Nunca has sentido una especie de llamada?

—¿Como la de los monjes?

—No, tonto—me contestó—. No es ese tipo de llamada que sienten los que tienen vocación religiosa. Es una especie de imán que tira de ti.

—¿Y por qué ese imán tira de ti hacia Nueva Delhi?

Se quedó callada, como si mi pregunta la hubiera descolocado.

—De la misma manera que un imán tira de ti hacia Nueva York.

Touché. Después de sus palabras, fui yo quien se descolocó.

—La única llamada que siento es la de mi representante.

—¿Te ha llamado?

—No me han dado el papel.

Se quedó en silencio un instante.

—Lo siento mucho. ¿Cuál ha sido?

—Déjalo, da igual.

—No, pero dime, ¿cuál? ¿El de la peli? ¿El de la serie?

—El de la serie. Voy a mandar a Borja al cuerno.

—Tienes que cambiar de representante. ¿Por qué no hablas con Kuranda? Se interesaron por ti.

—No tiene sentido si no voy a trabajar más en esto.

Maite se quedó callada, sin reaccionar.

—¿Cómo que no vas a trabajar en esto?

—He dejado la compañía de teatro.

—¡Pero si tienes un contrato firmado!

—Me da igual. Puedo alegar maltrato. Ellos tienen las de perder —continué.

Alargó su brazo hasta encender la lámpara de su mesilla de noche. Una luz tenue le atravesó los hombros. Apoyó el codo sobre la almohada y extendió la palma de su mano sobre una de sus mejillas.

—¿Cuánto puede costar un billete de avión a Nueva York? —me preguntó.

—No tengo ni idea —contesté.

“No sé si voy a poder”, cantaba Eva en la televisión.

“Claro que sí, mujer”, le respondían el resto de los intérpretes, cantando también.

¿Podría yo ir a Nueva York? Era una locura. Maite clavó su mirada en la mía durante largo rato, a medida que las comisuras de sus labios iban creciendo hasta dejar entrever una enigmática sonrisa. Se levantó de la cama de un salto y cogió la gorra de los Yankees, que estaba encima de la mesilla de noche. Regresó a la cama de un brinco y, colocándose de rodillas sobre el colchón, mantuvo la intriga durante un instante.

—Quiero que cumplas tu sueño —comenzó, mientras se retiraba el pelo de la cara con un soplido—. El motivo por el que le regalé esta gorra, señor don Jaime García López, para que no le quede a usted ninguna duda, es porque quiero que algún día cumpla su sueño de ir a Nueva York.

Ella sujetó la gorra por la visera con una mano y me la colocó en la cabeza.

—Gracias.

—Por Nueva York.

—Por Nueva York —repetí.

—Y por que este verano vayamos juntos a Nueva Delhi, ¿vale? —añadió.

—¿Este verano?

—La segunda quincena de agosto. ¡Me la he pedido en el trabajo! Dime que sí, por favor.

Me puse de rodillas nuevamente y, abrazándola con fuerza, sonreí.

—Pero… ¿con qué dinero vamos a pagar todos esos vuelos? —le pregunté.

—Puedo pedírselo a mi hermana.

Me encogí de hombros sin saber qué contestar.

—Ahora déjame ver los Goya, por favor.

Al poco tiempo Maite se durmió. Yo acabé de ver la gala de los Goya. Seguía sin poder dormir, así que me levanté y fui hacia el salón. Aunque era muy tarde, cogí el móvil y le escribí un WhatsApp a Lluís.

“¿Estás despierto?”, rezaba.

Me impacienté al ver que tardaba en contestar.

“Sí, pedazo de cabrón hijo de la gran puta”, recibí un par de minutos después. “Estaba viendo los Goya”.

Sonreí y tecleé un nuevo mensaje tan rápido como pude:

“¿Te puedo llamar?”

Modo de lectura 1: Puedes continuar leyendo.

Modo de lectura 2: Recuerda saltar ahora al capítulo 6 (p. 125).

3 Tomorrow is today, de Billy Joel.

4 Rhapsody in Blue, de George Gershwin and Philharmonia Orchestra.

La llamada del vacío

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