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2. Maite en enero

-¿Me puedes abrir? —escuché decir a Jaime al otro lado de la puerta. Me incomodé al oírle llamar con los nudillos. Yo no tenía intención de dejarle entrar.

Si alguien entiende a los hombres, que levante la mano. Te pasas el día entero intentando reclamar su atención por culpa de una maldita depresión de Fin de Año y, cuando es él quien no consigue captar la tuya, se pone a llamar una y otra vez a la puerta del baño en el que te has encerrado tratando de huir del tumulto. ¿Tan difícil era de entender que me hubiera escondido en el baño con mi hermana? ¡Estaba en su casa, narices! ¡Celebrando los últimos minutos de 2011 y a punto de cumplir los treinta y cinco! ¿No podía dejarnos ni un rato a solas? Jaime no tiene remedio.

—¿Quién es? —preguntó Natalia.

—Jaime —le respondí, en voz baja.

—¡Son casi las once y media! —nos informó él desde fuera.

—¡Oído cocina! —respondió Natalia. No sé si Jaime era capaz de distinguir nuestras voces.

—¿Pero qué pasa con las uvas? —insistió. Parecía mentira que tuviera treinta y siete años. A veces se comportaba como si tuviera siete.

—¿Qué le das, que no puede estar sin ti? —reflexionó Natalia en voz baja.

—Pregúntaselo a él —susurré sin ganas.

—¡Están preparadas! —le informó Natalia.

Miré mi reloj de pulsera. No eran ni las once y cuarto. Y Jaime, un exagerado cagaprisas. Yo no tenía ánimo para enfrentarme a mi chico en ese momento. Sobre todo después de haber conseguido escapar de aquella macrofiesta que mi hermana había montado en su casa de Pozuelo, cerca de Madrid, con idea de celebrar de una tacada la Nochevieja, su treinta y cinco cumpleaños y el mío. Sólo quería olvidarme de 2011 y empezar el nuevo año con aires renovados.

La cena pantagruélica había terminado. Las uvas estaban preparadas en la mesa para los dieciocho comensales. Natalia lo tenía todo previsto. Nos habíamos dado un tiempo para ir al baño, tomar el aire o, quien quisiera, fumarse un cigarrillo tranquilamente en el porche. Un lugar idílico con vistas al jardín, lleno de flores alrededor de un pruno de color rojo tinto y de una piscina de halógenos sumergidos. ¿Para qué tenía Jaime que interrumpirnos durante el descanso publicitario?

—¿Sales o no? —volvió a preguntar. ¡Qué pesado!

—Estoy con mi hermana, Jaime. ¿Nos das un momento? —le rogué.

—Sí, claro —respondió él.

—Enseguida bajamos —le informé.

Poco después escuchamos cómo se alejaba escaleras abajo sin haber logrado su objetivo. Natalia volvió a sentarse frente al espejo. Respiré hondo. El cuarto de baño desprendía un agradable olor a lavanda que no conseguía mejorarme el ánimo. Llegado el fin de año siempre me parece que el tiempo se acelera, como si los minutos durasen menos de sesenta segundos. A Jaime debía de pasarle lo mismo, a juzgar por sus prisas. Entonces miré mi reflejo en el espejo mientras le clavaba a mi hermana una horquilla en la parte baja del recogido que intentaba hacerle.

Siempre he pensado que Natalia es algo así como la versión 2.0 de mí misma. Ella atesora lo mejor de las dos: las pecas, patrimonio de ambas, le dan un toque simpático y jovial, mientras que a mí parecen haberme salido a traición, como a Pippi Calzaslargas. Sus ojos, de grandes pupilas, tienen el brillo de Escarlata O’Hara, en contraposición con los míos que, siendo de un color indefinido —grises, se empeña en decir Jaime, como si fuera un color digno de mención—, son tan inexpresivos como los de un perrito piloto en la estantería de una tómbola. Su pelo, para qué compararlo. Sólo con agitárselo al salir de la ducha se le riza de forma tan natural que parece salido de un anuncio de champú. El mío, por el contrario, tiene textura de estropajo y necesita horas de peluquería para tener un aspecto medianamente decente. Al diablo con los cromosomas. Su cuello estilizado, su tipo esbelto y su figura armoniosa los ha moldeado a golpe de posturas de yoga. Y esa delicadeza que tiene al andar, como si hubiera estudiado en un colegio de monjas o se hubiera desgastado los tobillos practicando ballet desde la cuna. Nada de eso. La realidad es que estudió, como una servidora, en colegios públicos.

Yo, sin embargo, soy todo lo contrario. No puedo haber descuidado más mi cuerpo. Me sobran kilos y michelines por donde mires y tengo los andares de un pato mareado. El vestido que a ella le sienta como un guante, a mí me sienta como un tiro. Y aunque las fotos de nuestros carnés de identidad parecen intercambiables, hoy por hoy nadie en su sano juicio diría que, genéticamente hablando, seamos gemelas idénticas. Otra cuestión es el fenotipo. ¿Cómo, si no, era posible que, compartiendo exactamente los mismos genes, pudiéramos ser tan distintas? Ella la fit, yo la fat. Ella la bella y yo la bestia. Ella, CEO de su propia empresa. Yo, habiendo estudiado la misma carrera, con un contrato renovable anualmente en una multinacional y un puesto de soldado raso como trader de futuros. Ella, campeona de saltos de trampolín y gimnasia rítmica bajo agua. Yo, aprendiendo aún a tirarme de cabeza a la piscina. En fin, ella el todo y yo la nada. Lo único que no le envidiaba era su alergia al polen, que la solía vapulear en los meses de primavera. A mí no me afectaba, milagrosamente.

—Estás más guapa que nunca —le dije—. Con el pelo suelto. No sé por qué te empeñas en recogértelo en un moño.

—Porque Leonardo no me ha prestado atención en toda la cena. ¿No te has dado cuenta? Tengo que sorprenderle con un cambio de look. A ver si se reactiva.

La obsesión de Natalia era ese tal Leonardo: un cincuentón argentino, con tripa cervecera, engominado y con la erótica que da el poder de ostentar el puesto de director de una sucursal bancaria en tiempos de crisis. En fin, otro ejemplar más de su zoológico masculino. ¿Quién los fabricó así? Parece que a ella se los hicieran en serie. Conocido uno, conocidos todos.

Alguien debería inventar una nueva versión del sistema operativo que rige el cerebro del varón. Una versión avanzada que les permitiera disponer de más bifurcaciones y menos carreteras de sentido único. En especial cuando les entran esas ganas irrefrenables de mantener sexo sin ningún tipo de prolegómenos: sólo con la visión de un culo o de una teta.

—Tú y Jaime haríais muy buena pareja —añadí, sin pensarlo. Se me escapó. Sí, se me escapó. No puede una despistarse ni un momento, porque la mente te juega este tipo de malas pasadas.

—Ay, sí —suspiró Natalia, lacónica.

—¿Cómo que ay, sí? —le pregunté, molesta.

—¡Oye, que lo has dicho tú! —me respondió, con una mirada de reproche.

—Es que me veo tan fea… Ya quisiera yo estar en forma, como tú, para hacer juego con él —le respondí, mientras le clavaba otra horquilla en el moño, esta vez con mala leche. Después me atusé el pelo, por ver si el mío tenía arreglo. Ella me envió una mirada asesina y sentenció, como si fuera una jueza del Tribunal Supremo:

—A partir de los treinta, no hay mujeres guapas ni feas. Sólo bien o mal peinadas.

Natalia comenzó a quitarse una a una todas las horquillas a medida que se deshacía el peinado.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—¡Cagüenlamar! ¡Te he dicho un moño italiano! ¿Esto qué coño es?

—Lo más parecido que conozco a un moño italiano —confesé—. Y, sobre todo, el mejor que puedo hacer con el poco tiempo que queda para las campanadas.

—¿No me puedes hacer un moño como el que me hiciste el día de la boda de Alejandra? —me planteó. Natalia tiró las horquillas al lavabo.

—¿El día de la boda de Alejandra? —repetí en voz baja, tratando de recordar a qué peinado se refería—. No, ese moño no era italiano.

—¡Estás en la inopia, corazón! —exclamó ella, poniéndose en pie.

Sí, estaba en la inopia. O quizá prefería no recordar el día en que se casó Alejandra, nuestra hermana pequeña: la tercera en discordia, de treinta y tres años, vigoréxica compulsiva, médico de profesión y sargento de vocación. Gimnasio tres veces por semana y tenis los sábados. Una hembra alfa en competición constante con el resto de mujeres circundantes. Se parece a nosotras como un huevo a una castaña. Yo la quiero a rabiar. No consiento que nadie se meta con ella o pueda hacerle daño. El día de su boda fue uno de los más felices de mi vida. Me esmeré todo lo que pude en arreglarme, aunque al lado de aquellas dos modelos de pasarela parecía un adefesio.

Natalia liberó el pestillo interior de la puerta y salió al distribuidor de la planta. Caminé tras ella unos pasos; pero enseguida me detuve al descubrir, al final del pasillo, una puerta que no había visto nunca.

—¿Y esa puerta?

No me contestó. Me acerqué para abrirla, pero estaba cerrada con llave. El marco aún tenía restos de yeso, lo que me hizo confirmar que era nueva.

—¿Qué haces? —me espetó Natalia a mi espalda con brusquedad. Me volví hacia ella sobresaltada. Traía en las manos un par de álbumes de fotos.

—Esta puerta es nueva, ¿no? —volví a preguntar.

—Sí —me respondió, seca.

Conozco demasiado bien a mi hermana y sé cuándo no tiene ganas de dar explicaciones sobre algo. Es cuestión de olfato. Si no me equivocaba, aquélla era la puerta que conducía al desván, que estaba lleno de trastos. ¿Para qué cambiarla? ¿Qué secreto pretendía esconderme detrás?

—¿Me vas a decir por qué has cambiado esa puerta?

—¡Relájate, cariño! —me espetó. Y entonces comenzó a usar ese tono irónico suyo que tanto me desespera—. Piensa que estás a punto de cruzar un umbral cósmico y ascender un peldaño hacia una nueva dimensión. Como habitante de este planeta, en 2012 comenzarás a sufrir una transformación espiritual hacia esa Nueva Era que la Humanidad lleva siglos esperando. Ya lo dijeron los mayas en su profecía. Y tú te obsesionas ahora con una puta puerta.

—Vete un poquito al cuerno, anda —le respondí, con un manotazo—. No me cambies de conversación y dime qué estás tramando.

Natalia me indicó que la acompañara a su habitación con un ladeo de cabeza. Una vez allí, me senté sobre la cama dejándome caer como un peso muerto.

El dormitorio de Natalia. Un remanso de paz. Un cuarto sobrio, de estilo japonés, con las paredes pintadas de crudo. En el centro, un enorme futón sobre un tatami de bambú cuyo marco reposa, sin patas, sobre el suelo. En la pared, varias repisas onduladas de diseño vanguardista sobre las que decenas de libros se ordenan en todas las direcciones del espacio, como si recrearan el fuelle de un acordeón. En una de las esquinas, un pequeño altar de inspiración budista junto a un par de velas sin usar que desprenden constantemente un olor exótico.

Ojalá tuviera yo en casa algo parecido. Ni por asomo. El presupuesto no nos da ni para un mueble de Ikea de segunda mano. Sólo tenemos trastos baratos que nos vienen resistiendo a duras penas desde hace más de cuatro años, cuando Jaime y yo empezamos a vivir juntos. Por tener, mi hermana tiene hasta hilo musical en toda la casa. Y aquella noche había escogido una selección de bossa nova que estaba consiguiendo terminar de hundirme emocionalmente. Qué insensatez2.

“Ah, insensatez, que você fez? Coração mais sem cuidado fez chorar de dor o seu amor. Um amor tão delicado”, susurraba la canción. Aquella melodía me taladraba el cráneo hasta casi hacerme llorar. Si no terminaba pronto.

Natalia abrió uno de los álbumes. Era uno de esos que llevan imágenes digitales impresas sobre las propias hojas.

—Debes de ser el único bicho viviente sobre la Tierra que sigue imprimiendo fotos en papel —le dije, tratando de evadirme de la canción.

—Me gusta tocarlas. Los recuerdos me parecen más reales cuando lo hago.

Se sentó sobre la cama. Pasaba las páginas deprisa, como si buscara algo.

—¿Qué estás buscando?

—Espera.

“Ah, meu coração, quem nunca amou não merece ser amado”, seguía la canción.

En una de las fotos las tres hermanas posábamos, algo más rejuvenecidas, sobre el césped de la piscina de su casa.

—¿Te acuerdas de este bikini? —le recordé, sujetando la hoja con un dedo para impedir que siguiera avanzando—. Te lo compraste en un tenderete de la playa.

—¿Cómo puedes acordarte de eso? —añadió, apartando mi dedo para pasar página. Se detuvo en la siguiente foto, al tiempo que escuchábamos la explosión de un petardo en la calle.

—Porque a mí se me antojó uno igual, pero sólo lo había de la talla cuarenta.

—La treinta y ocho.

La treinta y ocho. Me lo tuvo que recordar.

—Quiero decir que no lo había de mi talla, ¿vale?

—¿No la había de la cuarenta y seis?

—De la cuarenta y cuatro. Tampoco te pases. ¿Cómo narices haces para mantener la línea?

—¿De verdad quieres que te lo diga? —continuó, mientras pasaba más y más hojas.

—La verdad es que no.

¿Qué necesidad tengo yo de pasar hambre y torsionar la espalda en complicadas posturas de yoga cuatro veces por semana? ¡Que le den a la talla treinta y ocho!

Un sinfín de viejas fotos siguieron apareciendo ante mi vista. Natalia de viaje en Estambul. Natalia de Erasmus en Amsterdam. Natalia de negocios en Tokio. El planeta de cabo a rabo. Por el contrario, cada vez que yo aparecía en una foto, la instantánea tenía lugar en un radio de cien kilómetros a la redonda con centro en Leganés. ¿Qué había hecho con mi vida?

Ella había conocido medio mundo. Yo, sin embargo, siempre había estado pendiente de lo que los demás esperaban de mí: a veces mis padres, otras veces mis hermanas e incluso en ocasiones algún noviete digno de olvidar. Desde pequeña era incapaz de hacer lo que me viniera en gana o anteponer mis deseos a los de los demás.

Justo entonces algo llamó mi atención e impedí con la mano que Natalia siguiera avanzando.

—¿Qué haces? —profirió, irritada.

Era un retrato de Natalia durante el curso que pasó en Dublín. Mis padres nos querían mandar a ella y a mí a estudiar un año de bachillerato al extranjero, pero yo al final no pude ir. No acabo de recordar el motivo. Mi hermana llevaba en la foto un gorro de lana y una bufanda. Por supuesto, a juego, para no perder el glamour ni un momento. A su lado, con una trenza larga que le bajaba desde el cuello a la cintura y una sonrisa resplandeciente, una mujer de tez aceitunada la rodeaba con sus brazos.

—¡Cora! —pronuncié.

—Déjame pasar página, por favor —se quejó Natalia.

—¿No es Cora? —repetí, apartando sus dedos.

—Sí —contestó, desganada.

—Era de Colombia, ¿no? —indagué.

—Venezolana —precisó, mientras se levantaba para buscar otro álbum.

Acaricié su cara diminuta. Aquella sonrisa brillaba como un collar de perlas. Cora era la asistenta de la familia que había acogido a Natalia en Dublín. Recuerdo que al verano siguiente Cora vino a visitarnos a Madrid y se alojó en casa durante dos semanas. Mis padres le estaban muy agradecidos por lo bien que había tratado a Natalia. Aunque hacía una eternidad de aquello, el recuerdo de aquella mujer seguía muy presente en mi retina. Su mirada, intensa. Su nariz, aguileña. Su sonrisa, de dientes centelleantes. Su pelo, muy largo, que ella se cepillaba cada noche antes de irse a dormir deshaciéndose con calma una trenza mientras charlábamos sin prisa. Cuando estaba con Cora, era como si el tiempo se detuviese.

—¿Qué ha sido de Cora?

—¿Lo ves? ¡A este moño me refiero! —me contestó, cambiando de tema—. ¿Me lo haces ahora o no?

Traté de prestarle atención, pero mis ojos no se posaron en el moño italiano de Natalia. Por el contrario, fui incapaz de retirarlos de aquella joven vestida de color negro que sonreía en la foto. Sólo habían pasado dos años desde el día de la boda de nuestra hermana pequeña y parecía que hubiera transcurrido toda una vida. Al menos para mí.

—Puedo intentarlo —asentí, pensativa.

Alejandra entró en la habitación como una exhalación.

—¿Qué estáis haciendo? —indagó, con una mirada de reproche—. ¡Van a dar las uvas!

—¿Cuánto falta? —pregunté.

—¡Son las once y media! ¿Bajáis o no?

—¡En cinco minutos!

—Leonardo está preguntando por ti —nos informó.

Natalia se puso en pie, impulsada por un resorte imaginario.

—¿Leonardo? —repitió, como si despertara de un sueño profundo—. Estoy intentando hacerme un recogido.

—Trae, anda —me dijo Alejandra, arrebatándome con energía el cepillo.

—No, déjame que… —intenté decirle sin éxito. Con dos pasadas de cepillo le hizo una chapuza de peinado que fue del agrado de ambas. Sólo pude sonreír con cara de idiota.

Natalia se puso en pie frente a un espejo de caña que había en una esquina de la habitación. Se estiró su deslumbrante vestido azul turquesa y después se giró hacia nosotras exhibiendo su envidiable figura de la talla treinta-y-ocho.

—¿Qué tal estoy?

Alejandra la agarró por un brazo sin mirarla.

—Estás bien. Vamos.

—¿Y tú? ¿No dices nada? —me preguntó, escudriñándome. ¿Para qué necesitaba mi aprobación?

—Si Leonardo no se fija en ti, no tiene testosterona en las venas —le dije.

Juntas se dirigieron hacia el piso de abajo. Me quedé quieta, sin saber qué más añadir. Antes de salir, Natalia giró la cabeza de nuevo hacia mí.

—¿No vienes?

—Ahora voy —musité, sin ganas.

Pasé otra hoja del álbum y encontré a Natalia subida en una canoa luchando contra un remolino. El agua de los rápidos estallaba en añicos sobre mi hermana. A través de la escalera me llegaba el sonido estridente del televisor procedente del piso de abajo, mezclado con las voces de los invitados y los estallidos de los petardos en la calle. Y, por encima de todo eso, esa música brasileña que seguía martilleándome las tripas como si quisiera cincelar la tristeza que me invadía en aquel momento.

Cerré los ojos tratando de relajarme. Instantáneamente visualicé una ristra de dientes relucientes que mostraban una sonrisa parecida a la del gato de Alicia en el País de las Maravillas. No era la de Jaime, no. Tampoco era la de Natalia. Poco a poco, sobre los dientes, comencé a distinguir una nariz aguileña. Más arriba, los ojos negros, como dos escarabajos brillantes. Encima, aquella larguísima trenza de pelo sedoso. Era sorprendente descubrir que, después de tantos años, la imagen de Cora siguiera tan nítida en mi mente.

Aterricé en la habitación de mi hermana sobresaltada por el timbre del teléfono fijo. Observé la foto que tenía frente a mí, con el agua salpicando a diestro y siniestro. Y el teléfono volvió a sonar. Cuando estaba a punto de pasar página para ver la siguiente foto de Natalia en otro rincón recóndito del planeta, el timbre sonó por tercera vez.

Me recliné sobre la cama para alcanzar la mesilla de noche. Al descolgar, una voz me preguntó al otro lado del hilo:

—¿Acepta una llamada desde Nueva Delhi a cobro revertido?

—Un momento.

Tapé el auricular y me incorporé para llamar a Natalia. Sin embargo, el bullicio procedente de la fiesta me hizo desistir de mi empeño.

—¿Oiga? —insistió la voz—. ¿Acepta una llamada desde Nueva Delhi a cobro revertido?

—Sí —me escuché decir a mí misma.

A continuación aquella voz metálica se perdió en el vacío. Me mantuve un tiempo en vilo, sin saber exactamente qué o a quién esperaba, hasta que un sonido de interferencias que procedía de muy lejos inundó la línea. Arrullada por aquel murmullo, me dejé caer lentamente sobre la cama hasta quedar completamente tumbada boca arriba. De aquel embrollo emergió una voz de mujer cálida y extrañamente familiar.

—¿Natalia? —no contesté. —¿Natalia?

—¿Quién es? —lancé al aire, casi sin atreverme.

La voz reaccionó efusivamente.

—¡Feliz cumpleaños! —vocalizó—. ¿Cómo está mi sifrina de Caurimare?

Una luz se encendió en mi cerebro y me incorporé hasta sentarme de nuevo sobre la cama.

—¿Cora? —sondeé, presa de un escalofrío. El eco de mi propia voz, temblorosa por la emoción, resonó en la distancia devolviéndome su nombre.

—¡Mi hija!

Miré cómo se me erizaba el vello del brazo.

—¿Eres Cora?

—¡Sí, mi amor, soy Cora, dígame!

¡Era Cora! ¡Al otro lado de la línea!

—¡No soy Natalia! —aclaré rápidamente—. ¡Soy su hermana gemela! ¿Te… te… te acuerdas de mí?

—¡Cómo no, mi amor! —respondió Cora, a la vez que su entusiasmo contagiaba la línea—. ¡No la había reconocido! Si no me lo llega usted a aclarar, habría jurado que era usted Natalia. Sus voces suenan idénticas. ¿Cómo está mi catira favorita?

—¡No te lo vas a creer, pero precisamente ahora mismo estaba…! —me detuve sin acabar la frase, incapaz de creérmelo— ¡Estaba pensando en ti! ¿Dónde estás?

Cora soltó una de sus carcajadas.

—¡En Delhi, mi amor! —añadió, pletórica.

—¿Y… y… y qué haces allí?

—¡Ay, mi catira, ésa sí es una historia bien larga!

Reaccioné inmediatamente.

—¡Lo siento, Cora! Se me olvidaba que esto es una conferencia desde el otro lado del planeta.

—Tendrá que disculparse con su hermana, ella es quien paga —señaló, antes de soltar una carcajada. Entonces pude percibir aquella sonrisa blanca viajando a través de miles de kilómetros.

—¡Voy a buscar a Natalia! —la avisé, saltando de un brinco—. ¡No cuelgues!

Dejé el auricular sobre la cama y, nerviosa, corrí hasta el distribuidor de la planta para asomarme por el hueco de la escalera. Vi a Jaime, que se dirigía hacia el porche.

—¡Jaime! —grité—. ¡Jaime! —por fin se giró hacia mí y levantó un brazo para indicarme que bajase—. ¡Llaman a mi hermana por teléfono! —le dije, a la vez que le mostraba extendidos los dedos pulgar y meñique de la mano derecha.

—¡Está en la sala de fumadores! —me gritó.

—¿Qué sala de fumadores? —traté de averiguar sin entender.

—¡En el porche! ¿Dónde va a ser? ¿Bajas de una vez o qué?

Me desesperé.

Las mujeres tenemos que hacer permanentemente de intérpretes de las Naciones Unidas. ¿Para qué van los hombres a esforzarse en hacerse entender, si nosotras les demostramos continuamente nuestra capacidad innata para leer entre líneas?

—¡Dile que coja el teléfono!

—¿Y las uvas, qué? —me preguntó, con cara de despiste.

—¡Dile a Natalia que coja el teléfono, narices!

¿Las uvas? ¡Que le den morcilla a las uvas!

—¡Vale! —respondió desganado.

Corrí de nuevo hasta la habitación como si el aparato fuese un imán.

—¿Cora? —lancé al vacío. Escuché de nuevo el eco de mi propia voz.

—¡Aquí sigo, mi amor!

—Enseguida lo coge —le informé, con la voz temblorosa—. Es que van a dar las campanadas de medianoche.

—¡No me diga que me equivoqué con la diferencia horaria! —se apuró de pronto—. ¡Pensé que era casi la una y que ya estarían celebrando el cumpleaños! ¡No la moleste, por el amor de Dios!

—¡Espera, por favor! Aún quedan más de veinte minutos.

Transcurrió un instante en el que ambas guardamos silencio. El barullo lejano de la conferencia se entremezclaba con el que llegaba desde el piso de abajo. ¡Tenía tantas cosas que preguntarle! Y no sabía por dónde empezar. Finalmente agregué:

—¿Cuántos años hace que estás en la India?

—Ya son catorce años, mi catira.

—¿Y no piensas volver?

Su risa atravesó el planeta de lado a lado.

—¿Volver a dónde? ¡Mi sitio está aquí!—. Me quedé bloqueada, sin saber qué decir—. ¿Cuántos años hace desde que nos vimos por última vez?

—Yo tendría unos… dieciséis o diecisiete —calculé.

—¡Era usted una niña, sí! —exclamó—. ¿Por qué no me hace usted una visita con su hermana?

—No te imaginas cuánto me gustaría conocer Nueva Delhi.

—¡Pues anímese a venir a India!

Me llevé un dedo a la boca para morderme la uña durante un breve instante de vacilación. Un silencio me hizo pensar que la línea se había cortado.

—¿Cora?

—Aquí sigo, mi hija.

Y entonces me sorprendí a mí misma haciendo la siguiente pregunta.

—¿Te importaría darme tu teléfono?

Su risa contagiosa me hizo sonreír de nuevo.

—¡Pues me encantaría, mi amor! El problema es que no dispongo de teléfono aquí. Fíjese que la estoy llamando desde un locutorio público—. Su aseveración me cayó como un jarro de agua fría.

La garganta me flaqueaba.

—Es un placer volver a hablar contigo después de tanto tiempo.

—Lo mismo digo. Me encantaría volver a estrujar su cara pecosa —encajó, entre dos carcajadas.

—Y… y… a mí también —tartamudeé, apenas sin voz. Cora reaccionó como si nuestra comunicación no fuera sólo verbal.

—¿Se encuentra bien, mi hija? —No respondí. Tapé el auricular y, poseída por una fuerza inexplicable, sentí que las lágrimas se me venían a los ojos.

—Es esta maldita bossa nova y esta sensación de Fin de Año —respondí, aunque seguía tapando el auricular con la mano y no sé si me escuchó—. Parece que estuviera anunciando el fin del mundo.

Su voz volvió a resonar en mi oído con más dulzura que nunca.

—No ha pasado ni un año, catira, y estas fechas son tan especiales…

Entonces destapé el auricular y no me importó que Cora me oyese llorar abiertamente descargando aquel torrente de amargura incontenible.

—Lo siento —añadí, casi sin poder hablar.

—Llore cuanto quiera, mi hija —prosiguió—. Su llanto suena como si estuviera usted aquí.

—También tu voz suena como si estuvieras aquí —murmuré.

—Eso es porque nos percibimos la una a la otra.

—No sé qué hacer con mi vida —añadí, para mi propia sorpresa.

Hubo un silencio largo entre ambas.

—Busque su sitio ahí donde esté, mi amor —suspiró—. Busque su sitio y no se mueva de él.

—No sé si quiero que acabe el año, pero estoy deseando pasar página.

—Pase página. Aquí ya es Año Nuevo, estamos en 2012 y le aseguro que la energía de este año es mucho más limpia y más pura que la que hemos dejado atrás.

Inmediatamente oí a Natalia descolgar el teléfono de la planta baja.

—¿Quién es? —preguntó, en tono jocoso.

—¡Tienes una llamada! —le anuncié, casi sin poder hablar—. ¡Una llamada de… Cora!

—¡Cagüenlamar! ¡Cuelga ahora mismo! —me espetó bruscamente.

Sobresaltada por su reacción, colgué violentamente. La llamada de Cora y la energía de 2012 se esfumaron tan misteriosamente como habían llegado. Ni siquiera pude despedirme. Estuve un instante sentada en la cama hasta que lentamente me dejé caer sobre la espalda y observé el techo ensimismada. La voz de Jaime me despertó de mi ensoñación.

—¿Qué estás haciendo? —inquirió. Me levanté de un brinco y le di la espalda con idea de mirarme al espejo y prepararme para mantener una conversación en sistema binario. El rímel se me había corrido, así que traté de recomponerme sin que se diera cuenta. El vestido negro se me había arrugado.

—Nada —respondí.

—¿Has estado llorando?

—No —le contesté, secándome las lágrimas. Él me ofreció un pañuelo de papel y me abrazó por detrás. El contacto de su calor me tranquilizó, mientras observaba con detenimiento nuestra imagen en el espejo. ¡Evidentemente, estaba llorando! No hacía falta ser Albert Einstein para darse cuenta. Lo que me sorprendía era que, aun así, tuviera que preguntármelo.

Los hombres tienen la inteligencia emocional de una hormiga. Ni por asomo adivinan cuándo estamos tristes, contentas, o cuál es nuestro grado de neurosis diaria. Todo lo reducen a sus necesidades básicas. No alcanzan a entender que nosotras funcionamos de otra manera. Evaluar nuestras necesidades emocionales es algo que les queda muy grande. ¡Ay, si los hombres desarrollaran esa bendita habilidad! Serían los amos del mundo.

Busqué su mirada en el espejo. ¡Qué guapo era el capullo! No podía serlo más o reventaría el cristal metalizado. La chaqueta… ¡le sentaba tan bien! Lástima que no se la pusiera casi nunca. El pelo, como el Platero de Juan Ramón Jiménez, negro azabache. Los ojos, verdes, como el trigo verde. La piel, siempre morena, como recién salida de un verano perenne. Los dientes, blancos, como en un anuncio de pasta de dientes. Y ese olor suyo tan particular envolviéndolo todo: ése que me hacía sentir como en casa, independientemente del lugar donde estuviésemos. Nada más que por eso, se le podía perdonar todo lo demás.

Esa belleza suya, de portada de revista, me había impactado desde el instante en que le vi por primera vez, practicando kickboxing contra el aire junto al Palacio de Cristal. ¡Narices! Imposible apartar la vista de él. Parecía una estampa publicitaria de Madrid con el Palacio al fondo. Eso me había ocurrido cinco años atrás, cuando estaba perdida como un náufrago a punto de ahogarme en mitad del océano y sin saber qué hacer con mi vida. Entonces, contra todo pronóstico y de entre todas las mujeres del Parque de El Retiro, aquel hombre se acercó a mí para darme conversación. ¿Quién lo habría imaginado?

—¿Estás bien?

—Sí —continué, sin ganas.

—¿Qué te pasa?

—Nada —contesté, desviando la mirada. Jaime trató de apartarse, pero conseguí retenerle durante unos segundos más, girándome hacia él para abrazarle con fuerza. Entonces me tomó de la barbilla y me obligó a mirarle a los ojos.

—¿Otra vez con el SPM? —soltó, con mirada de besugo. Besugo, sí. Ya no era falta de tacto, es que a veces este hombre parece tener el cociente intelectual de un acuario. Ni con todas las especies del Índico llega al umbral mínimo de sentido común. Y la sensibilidad, en el culo, como las abejas.

—Sí, otra vez con el sín-dro-me-pre-mens-trual —silabeé enfurruñada, justo antes de apartarme.

—¡No te enfades! —me rogó, poniendo de pronto cara de niño bueno.

—¿Que no me enfade?

Bajé al salón y pasé junto a Natalia. Nada más verme, me dio la espalda mientras hablaba por teléfono. Después me topé de frente con un grupo en el que estaba mi otra hermana. Alejandra me miró de pies a cabeza y me acarició la tripa.

—No estarás embarazada —soltó, como si hubiera tenido una intuición.

—¡No! —refuté indignada—. Lo que estoy es más gorda.

—Es la cara —continuó, intentando arreglarlo—. ¡La tienes hinchada, cariño!

—¿Qué te parece el tipo ése? —le planteé, escapándome por la tangente y señalando con la mirada al pretendiente de nuestra hermana.

—¿Leonardo? Ese smoking no le sienta nada bien —confesó, con una sonrisa pícara—. A lo mejor es él quien está embarazado.

Sonreí.

—Un smoking le sienta bien a cualquier hombre —opiné—; pero ¿por qué Natalia se fija siempre en ese perfil de tíos?

—Es el tipo que a ella le van.

—¡Ni por asomo! —maticé.

—¿Y cuál crees tú que es su tipo? —fisgoneó. Estaba a punto de decirle que nuestra hermana se merecía algo más que eso cuando Vicente, mi cuñado, el marido de Alejandra, el hombre de la calva y la perilla, el hombre al que ni un smoking le sienta bien, el hombre en el que jamás me habría fijado aunque fuéramos los dos únicos supervivientes de una isla desierta, nos interrumpió sin pedir permiso. Para muestra, un botón.

—El niño no para de llorar —expuso, antipático—. Huele que apesta.

—Se habrá hecho caca, chato —le replicó ella. Con una mueca de frustración, Alejandra me pidió que la acompañara a la cocina.

¡Cuánto hombre exquisito por el mundo! Dan un paso atrás ante un simple pañal sucio. Huele que apesta, ¿y qué? ¡Tampoco es para tanto! Peor huele la de ellos cuando se encierran las horas muertas en el cuarto de baño. Y nosotras no nos quejamos. Unos quejicas, eso es lo que son. Van de machos alfa por el mundo y luego se achantan al menor pañal cagado que se les cruza en el camino.

Seguí a Alejandra hasta la cocina. Tendido dentro de un carrito celeste que parecía una carpa de circo, Alejandrito lloraba a pleno pulmón. Mi hermana se acercó a él y lo levantó en brazos, pero el niño no dejaba de llorar. Le palpó el pañal por dentro y frunció el ceño.

—Está limpio —comentó. El niño berreaba como si no hubiera un mañana. —Cógelo —me pidió.

Alejandra se puso a buscar algo en el carrito. Bajé la vista hasta mi sobrino y sostuve su manita, que parecía de juguete. Lo arrimé hasta mi cara y disfruté de su agradable olor a yogur.

—Guapo —le susurré, acariciándole la mejilla. En ese instante paró de llorar.

—¿Qué le has hecho? —husmeó, intrigada, Alejandra.

—Nada —reconocí, al tiempo que lo mecía.

—Sigue así —farfulló sorprendida. Acto seguido le introdujo el chupete en la boca sin piedad. Me dediqué a observar cómo aquel proyecto de ser humano lo succionaba rítmicamente.

“Así sois los hombres cuando estáis recién nacidos, ¿eh?”, pensé. Igual de frágiles y dependientes que el resto de vuestras vidas. Lo malo es que a las mujeres nos gusta que dependáis de nosotras, qué se le va a hacer. Si no, ¿adónde irían a parar el instinto maternal y la supervivencia de la especie?

—Es precioso —añadí.

—Te apetece tener uno, ¿a que sí? —me respondió Alejandra.

—No especialmente —murmuré, sin mirarle a los ojos.

—Mucho más no podéis esperar —concluyó.

Mantuve el tipo durante cierto tiempo, aun sintiéndome incómoda a su lado. De pronto la voz de Vicente nos estremeció desde la puerta.

—¿Qué le pasaba?

—Necesitaba mimos —explicó Alejandra.

A este hombre le había tocado el premio gordo de la lotería con mi hermana. Vicente se me quedó mirando fijamente hasta que regresamos al salón. Dieciocho personas, entre hermanas, cuñados, primos y amigos se arremolinaban alrededor de la televisión sosteniendo una docena de uvas cada uno. Al entrar con el bebé en brazos, buena parte de las miradas recayeron en mí. Un repentino silencio inundó la estancia. Me sentí como si me hubieran sorprendido desnuda.

Siempre que Vicente se cruza con Jaime comienza con la misma frase:

“Convierte en placer tu higiene bucal”, le dice y, a continuación, suelta una risita. Menos mal que Jaime no lo tiene en cuenta.

Vicente se acercó a Jaime y, sin dejarle que abriera la boca, comentó:

—Convierte en placer tu higiene bucal.

—Muy gracioso, Vicente —le respondió él. Entonces mi cuñado me señaló.

—¿Habéis visto qué bien le queda el niño? —añadió, en un tono irritante. Hubo una carcajada general. Tras propinarle un codazo a Jaime, desembuchó—: ¿Y vosotros? ¿Para cuándo vais a dejarlo?

Miré al niño y empecé a mecerlo para que se durmiera. Justo entonces la voz de Jaime llegó, meridiana, hasta mis oídos.

—Queremos esperar un par de añitos todavía.

Giré el cuello a la velocidad del relámpago. ¿De dónde había salido aquella idea de esperar un par de añitos?

Siempre me ha sorprendido la capacidad de Jaime para sacarse conejos de la chistera en el momento más inoportuno. Alejandra se había percatado de la jugada y había cazado al vuelo mi reacción. Traté de disimular mirando hacia otro lado, pero ya era demasiado tarde.

Alejandrito comenzó a llorar de nuevo. Esta vez ni siquiera el chupete consiguió calmarle.

—¿Cuántos años tienes tú, Jaime? —le preguntó Vicente. Él puso cara de no querer contestarle.

—Treinta y seis.

Mentira. Tiene treinta y siete. A Jaime no le gusta que le pregunten la edad.

—Dejadnos tranquilas que, aunque estemos en el siglo veintiuno, hay algunas cosas que todavía sólo podemos hacer nosotras —argumentó Alejandra—. Dame al niño —me ordenó después, desabrochándose la camisa por completo y sacándose un pezón en público con la mayor naturalidad del mundo.

Por si fuera poco, Vicente se unió a la conversación.

—Pues entonces te diría que… —comenzó, hablándole a Jaime— ¡conviertas en placer tu higiene bucal! —disparó, antes de soltar una risita.

—Vete al cuerno, Vicente —le respondió él.

—Van a dar las campanadas —informé, enviándole una mirada asesina al uno y al otro. Todos miraron hacia el televisor.

—¿Te pasa algo? —tanteó en voz baja Alejandra.

—No —respondí ipso facto—. Es que estoy muy cansada.

Comencé a tomarme las uvas como una autómata, mientras observaba a mi sobrino, que se tomaba las suyas a través del pecho de Alejandra. Madre e hijo se me antojaron integrantes de un único cuerpo, como lo habían sido durante nueve meses. Todos brindamos con cava por el nuevo año. Bebí un sorbo. Luego otro. Al final la copa entera. El cava no me gusta, pero una noche es una noche. Después nos besamos dos a dos. Alguien me observaba atentamente. Hice un recorrido con la mirada hasta recalar en Jaime, que me guiñó un ojo. No pude evitar devolverle una sonrisa. Anduve hasta él.

—Feliz año —me dijo.

—Feliz año, mi amor —le susurré al oído.

Sonrió con su fila de dientes perfectamente alineados.

—Igualmente.

Ay, cómo seremos tan tontas. Nos vendemos por un plato de lentejas. Por un guiño y una sonrisa. Somos así de contradictorias. De repente volvía a quererle con locura. Me parecía el hombre más guapo del planeta. Y me apetecía besarle, qué narices. Rozar con mis labios esa boca con textura de flan recién horneado. Le acaricié detrás de la oreja y arrimé mis labios a los suyos poco a poco, hasta que la dulzura de su aliento, fresco como la menta, me sedujo. Me aparté rápido, siendo consciente de no llevarle más allá. Jaime se calienta tan rápido como un vaso de leche en el microondas.

El problema de los hombres es que traspasan la barrera de la sensualidad a la sexualidad con la misma facilidad que un tren cambia de aguja. Y eso sin percatarse de que el paso a nivel aún no ha bajado del todo.

Alejandra no nos quitaba ojo, pero me daba igual. Le pasé los brazos a Jaime alrededor de los hombros. Entonces empecé a escuchar un coro de voces disonantes cantando “cumpleaños feliz”. Sí, a Natalia y a mí nos había dado por nacer el primer día del año. Una amiga de mi hermana llegó desde la cocina con una tarta de chocolate sobre la que destacaban dos enormes velas encendidas. Una para ella, otra para mí.

—Tenéis que pedir un deseo antes de soplar —nos propuso otra amiga.

Mi hermana gemela cerró los ojos y se mantuvo un instante en silencio. La observé mientras me preguntaba cuál sería el deseo de alguien que, a excepción de una pareja, lo había conseguido prácticamente todo en la vida. Quizá fuera ése. Entonces me percaté de que yo no estaba pidiendo mi propio deseo para 2012, así que cerré los ojos. ¿Un hijo? ¿Por qué no? ¡Un hijo!

Poco después ambas abrimos los ojos y soplamos las velas con fuerza. Aplaudimos a la vez que nos cantaban aquello de por que es una chica excelente. Me acerqué a Natalia y le di treinta y cinco tirones de orejas. ¡Treinta y cinco ya! Y ella me los devolvió a mí. Yo adoraba a mi hermana. Sentía que aquella adoración era mutua. El largo abrazo que nos dimos lo corroboró. Y lo pasamos en grande durante el resto de la noche entre risas, bailes y canciones para recibir el nuevo año.

Varias horas más tarde, finalizada la fiesta, Jaime y yo salimos del dúplex y comenzamos a caminar hacia el coche.

—¿Quieres conducir tú? —me propuso, agitando la llave en el aire.

Le dije que no con la cabeza y me introduje en el asiento del copiloto. Estaba feliz, radiante, pletórica. La energía que traía 2012 era limpia y pura. Jaime entró en el coche y giró la llave de contacto. El motor hizo un amago de oponerse al arranque, pero finalmente se puso en marcha. Mientras él trataba de colocar el espejo retrovisor exactamente como deseaba, me miré en él y descubrí que aún tenía restos de rímel en el párpado a causa de la llantina.

Si las mujeres pudiéramos, por un instante, colarnos en la mente de los hombres, quizá entenderíamos por qué siempre los razonamientos lógicos parecen caminar por delante de sus emociones. Aprenderíamos por qué ese puñetero hemisferio izquierdo tiene todas las garantías del fabricante para convertirse, a cada paso, en el predominante. Tal vez el sentido de complementarnos con ellos sea precisamente ése: entender mejor cómo dar más fuelle a la parte de nuestro propio cerebro que utilizamos sólo cuando no estamos deprimidas, enfadadas, contentas o con ganas de fastidiar a quien tenemos enfrente.

Tomamos la carretera de salida de Pozuelo en dirección a la M-40. Jaime estaba muy concentrado en la conducción. De pronto puso en marcha el equipo de audio del coche. Me apetecía escuchar algún programa de radio, pero ni siquiera tuve tiempo de reaccionar. Antes de dejarme sugerirlo siquiera, conectó su reproductor MP3. Cuando comenzó a sonar su canción favorita, ésa que hemos escuchado en millones de ocasiones —¿para qué cambiar?—, giré la pequeña rueda lateral de mi asiento con el fin de reclinarlo hacia atrás. Estaba demasiado cansada como para discutir, así que entorné los ojos. Jaime canturreaba en inglés la canción. Entonces soltó una mano del volante y la posó suavemente sobre mi rodilla. Tras un suspiro comenté, mientras me sorprendía a mí misma al enterarme al mismo tiempo que él de una revelación de tal calibre:

—Quiero tener un hijo.

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2 Insensatez, de Maria Creuza.

La llamada del vacío

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