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Lo que yo viví

Del «zulo» al «paraíso»


Mi padre fue la persona que vio en mí habilidades, cualidades y actitudes que yo no sabía que tenía. Fue más que un padre para mí, no diré que fue un amigo, pero sí fue mi referente. Cuando acabé la carrera de Económicas en la Universidad del País Vasco, me propuso ir a trabajar con él a su empresa. Pero a la Loida que yo era entonces, la fábrica, la empresa y todo su mundo me parecía de lo más aburrido.

—Ahora que has terminado tus estudios, ¿por qué no vienes a ayudarme, aunque sea dos o tres meses? —me preguntó un día.

—Aita —le contesté cariñosamente—: La verdad es que prefiero desarrollar mi mundo y mi carrera y trabajar por mí misma.

Me fui de prácticas a la banca, primero tres meses, luego seis. Cada vez que llegaba a casa me preguntaba qué había aprendido. Estaba aprendiendo, era verdad, pero lo que aprendía no me hacía ninguna ilusión. Lo cierto es que mi trabajo en la banca se terminó. Comencé a dar clases particulares y a buscar un nuevo proyecto, quería algo que me entusiasmara, un proyecto profesional en el que pudiera creer, que me emocionara. Don Carlos insistió en que fuera a trabajar con él unos meses. Me tentó con un mensaje: «vamos a montar un departamento de compras y tú podrías integrarte en él», me dijo.

Cuando yo entré, la empresa ya tenía 30 años. Se había montado de manera improvisada, resolutiva, pero poco profesionalizada. Había mucho terreno para optimizar. El control de las compras de los innumerables insumos que se utilizan para hacer un colchón se llevaba en planillas escritas a mano. Vi que era necesario montar un departamento de compras informatizado. Esto permitiría determinar los costes de esos componentes, de la mano de obra directa (M.O.D.) y de la producción. Además de implementar bases de datos de proveedores por artículo y tipo de material para poder realizar una contabilidad analítica. En este mundo, yo tenía todo por aprender. Me ofreció hacer un curso de formación en la gestión de compras. «Y luego comenzarás a trabajar en las oficinas», me propuso. Como siempre, cerramos el pacto con un apretón de manos y luego con un fuerte beso y abrazo. Don Carlos y yo nos pasamos la vida negociando entre bromas y risas, entre enfados y reconciliaciones. La verdad es que nuestra relación fue una maravilla.

Llegó el día en que aterricé en la empresa como colaboradora. Don Carlos me presentó a la gente de oficinas: administrativos, comerciales y chóferes. Allí, mi padre era «Don Carlos», con mayúsculas. La estructura física de su empresa reflejaba el tipo de organización vertical que él había impuesto: dirección en el tercer piso, administración en el segundo y producción abajo de todo, en la base.

Desde el primer momento me di cuenta de que el hombre que veía allí ya no era mi padre, sino un señor distante, atemorizador, un hombre con una gran autoridad. En casa siempre tenía dibujada una hermosa sonrisa; en la empresa, su semblante era serio, su postura recta, erguido, cabeza en alto. Otra persona.

Un día, un proveedor belga me dijo que no podía entregarme látex (componente fundamental en los colchones) porque los puentes de acceso a la calle donde estaba ubicada la fábrica eran muy estrechos para sus tráileres. Me propuso entregarlos en unos depósitos que teníamos a veinte kilómetros de distancia. Yo ignoraba que tuviésemos catorce mil metros cuadrados al lado del aeropuerto. Pregunté por qué no estábamos instalados allí. La gente de producción no quería desplazarse y el sindicato se oponía firmemente. Los trabajadores hacían el hamaiketako, como se llama al piscolabis de las once en el País Vasco, en verdaderas callejuelas en penumbras. Parecía incomprensible que no quisieran trasladarse. Estábamos instalados en un edificio de menos de la mitad de superficie, verticalizado, piso sobre piso, oscuro, un verdadero agujero. Yo lo llamaba el zulo. En esa ubicación, la empresa no podía expandirse, crecer ni implementar nuevas áreas productivas. La planta funcionaba en varios pisos, lo que aumentaba los costes y tiempos de producción. Trasladar material, subir y bajar escaleras, las dificultades de transporte y de comunicación entre las distintas áreas que suponía su separación, incidían directamente en el coste del producto. Entonces teníamos tres modelos de colchones: Alba, Olimpo y Benjamín que vendíamos muy bien. A don Carlos no le preocupaba la demanda ni la competencia, porque todo lo que se fabricaba en aquel zulo se vendía.

Cuando yo me incorporé, el mercado ya estaba maduro, sin embargo, me di cuenta de que en algún momento, el coste del producto iba a ser importante para mantener la competitividad. Cuando le dije esto a don Carlos me propuso ir a conocer las instalaciones de Zabalondo, lo que yo llamo el paraíso. Estaban a veinte minutos del centro de Bilbao, eran diáfanas, limpias, luminosas, había dos plantas de producción de siete mil metros cada una, en un solo nivel. Allí se podía ubicar perfectamente el almacén y las distintas células de producción por las que pasa la fabricación de un colchón, cada una de ellas con un layout productivo, coordinado, ordenado, estructurado, y con maquinaria nueva.

Pero don Carlos llevaba ocho años intentando hacer el traslado sin conseguirlo. Los trabajadores estaban acomodados y fue cuando comencé a comprender las dificultades implícitas de hacer salir a la gente de su zona de confort. Lo que les cuesta pasar a lo que yo llamo «la zona mágica». Don Carlos se sentía presionado y agobiado por esta gente, con su resistencia al traslado y en definitiva, al cambio. Una resistencia que manifestaban pidiendo cosas que no era posible concederles, porque ceder a esas demandas era tirar por la borda las mejoras que suponía el traslado.

La relación de don Carlos con chóferes, administrativos y comerciales estaba alineada con su filosofía. Pero los empleados de la planta productiva no lo conocían, no lo sentían como alguien próximo. Formaban ese cuerpo sindical desde la extrema radical izquierda, con intereses muy distintos a los suyos y acostumbrados a lo que ya conocían. Don Carlos era, por un lado, pastor evangélico y por otro lado empresario. La gente percibía esa dualidad. Decían que tenía en una mano la Biblia y en la otra a Plauto, el comediógrafo de la antigua Roma que describió la avaricia. Lo tildaban de explotador. No pocas veces nos topábamos con pintadas que rezaban: «Primo cabrón, vas al paredón». Las amenazas de la extrema radical izquierda le agobiaban y le daban muchísimo miedo. Cuando él propuso el traslado, lo amenazaron con huelgas, con cierres. Él se echaba para atrás y se refugiaba en su coraza de patrón, ejerciendo un liderazgo absolutamente vertical.

Cinco meses después de mi ingreso en la empresa, no conocía la planta ni a los trabajadores. Don Carlos decía que había que buscar la mejor forma y el mejor momento para hacerlo, sin embargo, el tiempo iba pasando y la barrera no se franqueaba. Él siempre me hablaba de encontrar salidas laterales, cuando las circunstancias no permitían resolver la situación de forma directa.

Una mañana llegué antes que don Carlos. Fui a ver al señor Blanco, quien era y es hasta hoy el jefe administrativo, y le dije que me bajaba a la nave.

—¿Sola? —me preguntó— ¿Qué le diré a don Carlos cuando venga?

—Dile que estoy en la planta con mano de obra directa.

—Me parece que es mejor que esperes a que venga don Carlos.

No hice caso de su recomendación y comencé a bajar las escaleras hasta la planta baja, a ver a las personas que trabajaban allí y de las que únicamente tenía referencias de don Carlos.

De pronto, oigo a alguien que dice: «¡¡¡Corre, Kuki, que baja la patrona!!! Tuve un momento de desconcierto hasta que comprendí que la patrona era yo.

Los trabajadores y trabajadoras estaban en sus puestos junto a las máquinas que operaban. Fui saludando, estrechando la mano de cada uno, presentándome. Ellos se presentaban por su apellido. Eso me llamó la atención y les pregunté por qué no usaban sus nombres.

—Aquí somos todos señor y señora, nos tratamos de usted, y usted es doña Loida, la hija de don Carlos —me respondieron. Reaccioné espontáneamente:

—Oigan, ¿qué les parece si nos llamamos por nuestros nombres?

Les dije que volvería la semana siguiente y antes de marcharme, añadí:

—No sé si sabéis que hemos implementado un departamento de compras y, aunque efectivamente soy la hija de don Carlos, no tengo ni idea de cómo se hacen los colchones. Creo que las personas que mejor me lo pueden explicar sois vosotros mismos. Así que si os parece bien, la próxima vez que nos veamos, os propongo que escribáis en una pequeña etiqueta vuestros nombres y me expliquéis cómo va cada una de vuestras células de producción. Lleváis casi 30 años haciéndolo y sois los que mejor conocéis la fabricación del producto.

Se hizo silencio. Saludé y regresé a las oficinas bajo la mirada extrañada de aquellos hombres y mujeres. Don Carlos me estaba esperando.

—Mira, papá —le atajé antes de que dijera nada—: no me han recibido con flores ni me han tirado petardos, pero sí sé que hoy algo ha cambiado, que puede significar el comienzo de algo nuevo. Déjame que pruebe si soy esa salida lateral que tú crees que soy.

Me miró con incertidumbre, dubitativo. Llevaba ocho años intentando trasladar la fábrica y yo me presentaba ahora como una alternativa fresca.

Pasé la siguiente semana investigando sobre el producto, pero necesitaba conocer el proceso de fabricación de primera mano. Bajé nuevamente a planta. Charo fue la primera que aceptó que nos llamáramos por el nombre. Le pedí que me contara en qué consistía su trabajo. Me brindó un relato minucioso de su tarea, operando la máquina que bordeaba y cerraba los colchones. Yo tomaba notas en mi bloc, el resto observaba en silencio. Ese intercambio fue el punto de partida de muchos otros con el resto del personal. Sin esas explicaciones me habría sido imposible entender en qué consistía su trabajo, cuáles eran los materiales necesarios y de qué manera podían mejorarse los procesos.

Estos encuentros se fueron repitiendo a lo largo del tiempo, lo que permitió que fueran aumentando mis conocimientos. Con esa información fui construyendo una especie de manual de materias primas. Esto cambió mi relación con los proveedores, yo sabía lo que necesitaba y lo que quería. Empecé a apasionarme. Pero además de eso, poco a poco me fui ganando a la gente, creando un clima de confianza y participación para que cada uno pudiese expresarse con toda libertad. Sabían que era joven, una niña de papá y universitaria, pero también apreciaban mis ganas de cambiar cosas. Comenzaron a sentirse parte de un proyecto y a aceptarme como líder. Entendí claramente que para organizar un equipo de trabajo, la comunicación es esencial.

Mi trabajo consistió en abrir un canal nuevo de comunicación con los trabajadores, ya que el de don Carlos tenía demasiadas interferencias. Bajando a planta cada semana para hablar con la gente conseguí que se explayaran. Ellos no olvidaban quién era yo, pero sintieron que podían hablar abiertamente. Dejamos de usar el señor y señora. Yo me acerqué de una forma más humana, más natural. Los quince minutos de descanso que tenían, los pasaba con ellos, fumábamos y continuábamos charlando. Don Carlos no daba crédito al ambiente que se estaba creando de confianza y de participación. Usé esas reuniones para preguntarles qué querían, qué les parecía su lugar de trabajo y si habían visto la planta que teníamos junto al aeropuerto. No la conocían. Fuimos a ver esas instalaciones. Pronto comenzamos las negociaciones para el traslado.

Ellos pedían dos cosas: una, que se les pusiera un microbús para no tener que ir en sus coches; y dos, trabajar jornada continua de siete de la mañana a tres de la tarde. Don Carlos se resistía. Tenía una preocupación paternal sobre lo que haría esa gente toda la tarde. Preparé el estudio de costes del microbús, le presenté un plan para abrir la posibilidad de implementar un segundo e incluso un tercer turno. Con maquinaria nueva podíamos tener mayor rentabilidad y amortizar en menos tiempo la tremenda inversión a la que nos enfrentábamos con el traslado. Se trataba de todo un modelo productivo nuevo. Una visión completamente nueva, una estructura fabril completamente dinámica, mucho más productiva, un ahorro de costes. Por entonces, la competencia empezó a apretar, ya no se vendían todos los colchones como antes. Había que empezar a encontrar elementos diferenciadores dentro de la productividad, tema que ya empezaba a coger importancia.

La segunda propuesta de los trabajadores sobre cambiar a jornada continua nos daba dos tiempos productivos más. Las reticencias iniciales de don Carlos fueron desapareciendo y finalmente, dio luz verde.

—Adelante —me dijo—: Si eres capaz de llevarlo a cabo, vamos a por ello.

Y lo llevé.

Logramos sortear un par de denuncias infundadas. Hice dos viajes a Alemania con el jefe de producción y el gerente para comprar las mejores máquinas. Hubo mucha negociación, generamos muchas formas de pago y de financiación bancaria nuevas. Adquirimos maquinaria de última generación y, finalmente, hicimos el traslado productivo con total participación del personal de planta. Fue un aprendizaje apasionante.

Y entonces llegamos al paraíso: una empresa luminosa junto a la montaña, con vacas y ovejas como compañeras del hamaiketako. Se fumaban un cigarro fuera, en otra dimensión, otro aire, otro respirar. Era extraordinario. Una empresa diáfana, limpia, operativa y preciosa. ¡Laxy brillaba!

Gladiador o esclavo: tú decides

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