Читать книгу Sprinters - Lola Larra - Страница 6
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La habitación del hotel huele a humedad y, para mi desaliento, está completamente cubierta por una alfombra color gris ratón, manchada. Tres días, son solo tres días, me consuelo tras ponerme el pijama y meterme bajo la colcha floreada. Ahora, parte de mis ingresos proviene de dar talleres de guión cinematográfico (aunque la mayoría de los que me contrata agrega la coletilla “y televisivo”). Una amiga, muy emprendedora, de esa raza de personas que sabe sacarle partido a todo, especialmente a las becas y fondos que da el gobierno, me acogió en su equipo satélite y cada tanto me llama para contratarme. Ahora el gobierno destina más dinero a proyectos que se desarrollan fuera de la capital, en regiones, y por eso ella quiso saber si estaba dispuesta a trabajar lejos de Santiago. Encogí los hombros, me parecía bien, necesitaba el dinero y no me importaba viajar. Mi primera designación fue Parral, el pueblo vecino a la Colonia Dignidad, donde debía dictar uno de mis talleres a, supongo, estudiantes aburridos, jubilados y amas de casa con tiempo libre y ansias creativas. Hace cuatro años vine aquí por primera vez y me hospedé en una pensión humilde pero más alegre que esta. No puedo recordar dónde quedaba exactamente, creo que en las afueras del pueblo, o tal vez en otro poblado más cercano a la colonia que Parral (¿Catillo, puede ser?). Una pensión que alquilaba habitaciones a turistas. ¿Qué turista puede venir a estos pueblos? Aquella vez supuse, y hoy lo confirmo, que solo se detienen aquí unos pocos e irremediables fanáticos nerudianos. Ricardo Neftalí Reyes, a.k.a. Pablo Neruda, nació por aquí cerca. En algún muro, en alguna calle, debe haber una placa, pero no me he preocupado de buscarla.
Viajé a la colonia a principios del 2006, cuando acababa de regresar a Chile. Digo “regresar”, aunque la elección de la palabra no es del todo correcta. Nací en Chile, pero no puedo decir que regresaba; en realidad nunca había vivido en este país. Cuando tenía cuatro años mis padres se exiliaron en Venezuela y nunca más pisamos el Chile de Pinochet. Hasta principios de los 90, cuando ellos decidieron volver tras el plebiscito que reinstauró la democracia. Sin embargo, ni mis hermanos ni yo los acompañamos. Ninguno de nosotros tres guardaba relación con el país de mis padres. Ninguno de nosotros tenía ganas de ir a vivir a un país en el fin del mundo. Mi hermano pequeño se quedó en Venezuela. El mayor partió a Barcelona. Yo me fui a estudiar a Madrid, donde viví casi 15 años.
Pero tras todos esos años, intensos, felices, estaba agotada del ritmo de mi ciudad adoptiva; mucho trabajo, mucha fiesta, mucho ruido, mucha soledad y, llegado el 2005, ya muy pocas perspectivas. Por eso la propuesta de un amigo productor de convertir en guión una historia a la que yo llevaba tiempo dándole vueltas, cobró sentido de pronto. Era una manera de escapar un rato de Madrid para investigar un caso lejano, estremecedor, del que se sabía bastante poco fuera del Cono Sur. La Colonia Dignidad, esa secta de alemanes que desde hace más de medio siglo habita en un enorme predio de más de 16 mil hectáreas a los pies de la cordillera de los Andes, en el sur de Chile, a él le parecía el material perfecto para una película, un caso con todos los elementos para fabricar un gran guión. Para mí había sido un tema del que atesoraba varias carpetas en mi escritorio y que llevaba en ese entonces ya más de seis o siete años obsesionándome.
No sé dónde leí por primera vez sobre estos particulares colonos alemanes implantados en Chile en los años 60. Si acaso lo escuché en alguna conversación en casa de mis padres. O si seguí el hilo de alguna noticia en un periódico. O si apareció en una charla con amigos. Pero sí conservo una primera asociación, simple, ingenua y, también, muy nítida. Al escuchar (o leer) sobre Colonia Dignidad recordé inmediatamente la Colonia Tovar, una pequeña comunidad de alemanes que se había asentado en las montañas de Venezuela a mediados del XIX, a unos 80 kilómetros de Caracas. Íbamos con mis padres algunos fines de semana, porque era un típico paseo familiar de clase media, un saludable escape de la agobiante ciudad. A nosotros nos encantaba porque en ese trayecto que apenas duraba hora y media imaginábamos que íbamos a otro país, un país europeo. Por el camino entre montañas ascendía una neblina espesa y misteriosa y hacía cada vez más frío; allí también se cultivaban fresas y moras, frutas exóticas que no había en la ciudad.
La llegada de estos colonos fue una epopeya trágica y terrible, llena de “elementos” dignos de ser contados en una película. Mi madre, a la que siempre le gusta explicarnos la parte oculta de las historias, compró en el pequeño museo del pueblo un folleto y lo leyó en el auto de regreso a casa. En 1842 habían embarcado casi 400 colonos desde Baden, una región ubicada entre Francia y Alemania, buscando un nuevo hogar. Tentados por las tierras y promesas que ofrecían los recién estrenados gobiernos de los recién estrenados países de América, arribaron a Venezuela. Antes de llegar al puerto de La Guaira algunos se enfermaron de viruela y tuvieron que mantenerlos en cuarentena, presos en el barco que los traía a su nuevo destino. Cuando por fin lograron desembarcar, ya la mitad había muerto. Los sobrevivientes se abrieron camino por la selva a machetazos, ascendiendo sin descanso, enfrentando la feroz naturaleza tropical, hasta que por fin encontraron un lugar remotamente parecido en clima y entorno a aquellas montañas que habían dejado en su Selva Negra. Con ahínco y tozudez, convirtieron el terreno en un predio agrícola fecundo.
Ningún gobierno venezolano, a pesar de las promesas, les prestó ni la ayuda ni los suministros acordados. Construyeron sus casas solos, araron las tierras, plantaron sus huertos y se olvidaron del resto del mundo. Y Venezuela se olvidó de ellos. Hasta que décadas después, casi un siglo más tarde, a principios de los años 50, un joven colono rebelde y aventurero, cansado del estricto régimen establecido por sus mayores, se abrió paso de vuelta y rehízo el camino de sus bisabuelos. Se contactó con la embajada alemana y allí se sorprendieron de que hablara un dialecto germano del siglo anterior que ya no se usaba en ninguna parte de Alemania.
En ese momento, desde el puesto del conductor, en la oscuridad del auto, mi padre, médico, hizo su aporte científico a la historia que contaba mi madre: como los colonos vivieron aislados durante décadas, solo se habían casado y reproducido entre ellos: familiares con familiares, primos con primos, cada vez más cercanos. Producto de la endogamia, se multiplicaron las posibilidades de que la descendencia fuera afectada por alelos recesivos deletéreos y deterioros genéticos. Por eso, entre los colonos recién nacidos eran abundantes algunas anomalías, taras, defectos.
Ninguno de los hermanos en la parte de atrás del auto preguntó qué era “endogamia” o “deterioros genéticos”, pero yo me quedé con aquella palabra extraña y sonora: alelos recesivos.
Siempre nos hospedábamos en un hotelito emplazado junto a un molino de agua. Era una copia de las casas bávaras, de techo rojo, paredes encaladas cruzadas con tablones de madera oscura. Las habitaciones tenían camas y sillas primorosamente talladas y colchas tejidas a mano. Con mis hermanos salíamos a un terreno que había en la parte trasera a robar fresas. Además del placer de robar y comerlas, o de tener que usar ropa abrigada (¡suéteres! ¡gorros!) disfrutábamos merodeando por un pueblo que parecía de cuento de hadas.
Mi fascinación tenía que ver con la probable e inquietante cercanía de aquellos alelos recesivos de los que nos había hablado mi padre. ¿Qué eran, en realidad, los alelos? ¿Solo los sufrían algunos de los colonos o acaso todos los habitantes nacían con ellos, tal vez seis dedos en la mano, un dedo-pezuña en los pies, una deformidad espantosa escondida entre los pliegues de la ropa?
Yo quería ver los alelos. Y, a la vez, el riesgo de entrever seis dedos en la linda chica rubia que nos servía el desayuno en el hotel, me aterrorizaba. La Colonia Tovar era un pueblo de cuento que escondía monstruos tras las cortinas.
Un abismo de circunstancias separaba la historia de los colonos de Tovar con la Colonia Dignidad chilena. Pero a pesar de eso, no podía dejar de relacionar estos dos lugares, escondidos, herméticos, de espaldas al mundo. Y tal vez yo me interesé justamente por los colonos de Chile para seguir el rastro del monstruo. En el caso de Dignidad había muchos monstruos sueltos, muy a la vista, en la superficie. En eso tenía razón mi amigo productor cuando decía que tenía todos los ingredientes para una película. Era fácil reconocerlos con apenas leer los titulares de las (pocas) noticias que habían publicado en España sobre ella: conexiones con el nazismo, colaboracionismo con la dictadura de Pinochet, un confuso y desconocido modelo de secta, la trata de personas, oscuras redes internacionales relacionadas con el tráfico de armas y un último y todavía más, si cabe, escandaloso elemento: la pedofilia.
Aunque nunca había escrito un guión en mi vida, como llevaba tiempo leyendo sobre el tema y ya me sentía bastante confiada sobre mis conocimientos, acepté la oferta. “Lo harás bien; si ya has escrito libros, hacer un guión será un paseo”, me decía mi amigo productor. Los dos libros que había escrito eran una guía por encargo de cómo ganarse la vida escribiendo de 100 maneras distintas y una pequeña colaboración en una enciclopedia de rock latinoamericano.
Las noticias que había recopilado durante los primeros años de mi investigación, las que salieron en algunos periódicos extranjeros a principios de 1999, hablaban del descubrimiento de un subterráneo que confirmaba lo que ya muchos sabían: que la colonia había sido un centro de detención y tortura durante la dictadura. En ese momento, el líder de la secta, el Tío Paul, se encontraba prófugo, acusado de “abusos deshonestos”, un eufemismo para decir que había violado a niños colonos alemanes y también a niños chilenos que habría secuestrado. Por su parte, Pinochet estaba detenido en Londres, esperando el fallo sobre su posible extradición a España o su regreso al país.
Hasta el momento solo tenía notas sueltas, pero el descubrimiento de aquella sala de tortura por la que habían pasado y donde se asesinó por lo menos a 38 opositores de la dictadura, fue el inicio de una búsqueda de información más sistemática a la que dediqué mis ratos libres y que me llevó hacia atrás en el tiempo, hasta la fundación de la colonia en 1961 y a las primeras fugas de colonos, quienes denunciaron, sin que se les hiciera el menor caso, las atrocidades que sucedían allá dentro. La madeja tenía decenas de ramificaciones, cada vez más complejas y delirantes.
Pocos años después de fundarse, Colonia Dignidad cerró sus fronteras, convirtiéndose en un Estado dentro del Estado. Regidos por un sistema casi feudal, sus habitantes vivían de la agricultura y la ganadería, y trabajaban en condiciones infrahumanas (y de forma gratuita) para su señor, el Tío Paul. En la colonia, el señor era omnipotente para decidir el destino de sus siervos. Los hombres y las mujeres no podían vivir juntos; ningún matrimonio se celebraba sin el consentimiento del líder, los hijos eran separados de sus padres. Nadie podía circular libremente fuera de las fronteras de la villa. Sus habitantes no poseían documentos de identidad. Tampoco tenían acceso a televisión, radio o prensa. Muchos de los colonos eran tratados con fármacos, golpeados y castigados, e incluso se experimentaba con ellos en el hospital del recinto. Todos los colonos tenían que confesarse ante el Tío Paul cada día, y delatar a sus compañeros.
Los únicos que contaban con ciertos privilegios eran los jerarcas, una corte formada por unas seis o siete familias que llevaban los lucrativos negocios de la colonia.
Además de la agricultura (cultivo de trigo, principalmente, pero también de todo tipo de frutas y hortalizas) y la ganadería, regentaban dos restaurantes fuera de la colonia, en la carretera de Chillán y en Bulnes. Incluso en una época explotaron minas de titanio y uranio dentro de su terreno. Durante la dictadura se dedicaron al tráfico de armas (en 2005 se descubrió en la colonia el mayor arsenal de armas privado incautado en Latinoamérica). Y además de terrenos y casas, se supone que existen diversas cuentas en paraísos fiscales que nadie ha investigado aún.
Colonia Dignidad era, hasta hacía muy poco, un recinto con puertas de acceso controladas por guardias y una red de túneles y escondites subterráneos repletos de explosivos y armamentos. Sus aviones volaban sin anunciarlo a las autoridades chilenas. Sus guardias perseguían con perros entrenados a los que intentaban fugarse, e incluso ejercían el terrorismo fuera de sus fronteras: persiguieron a algunos fugados hasta la capital chilena. Hasta 1997, y a pesar de las numerosas denuncias, ni la policía ni los periodistas habían podido ingresar al lugar.
El 10 de marzo de 2005, tras una mediática persecución iniciada por la periodista Carola Fuentes, la policía encontró en una casa en Tortuguitas, un pueblo a unos 60 kilómetros de Buenos Aires, al prófugo más buscado de Chile, el líder de Colonia Dignidad, el Tío Paul, el Tío Permanente, como también le decían.
Le había entregado a mi productor un informe detallado con todos estos acontecimientos, con las fechas, los hechos, los protagonistas. Un informe corto y preciso, que no lo aburriera. Y le aclaré que yo no quería escribir exactamente una historia sobre “el caso”, o los muchos casos, de Colonia Dignidad. Le expliqué que ya se habían escrito varios libros, que se había filmado una decena de documentales –y también alguna película de ficción–, llenos de datos fieles, cronologías meticulosas, investigación detallada. Yo no quería dar cuenta de información que ya había sido bien reseñada en la televisión, en el cine, en la prensa y en libros. Me interesaban más las historias íntimas, un punto de vista cotidiano, una historia pequeña que descubriera el día a día de los colonos allí dentro. Más allá de la realidad terrible en la que estaban inmersos, más allá de las torturas a las que fueron sometidos, los trabajos forzados, las drogas con que los amansaban, yo quería saber (y contar) cómo vivían y qué significaba haber crecido completamente aislado: cómo piensa y cómo ve el mundo alguien que creció sin televisión, sin periódicos, sin noticias, sin poder caminar por la calle; alguien que nunca fue a conciertos o al cine o a fiestas o a un museo, una persona que nunca manejó dinero propio ni abrió una cuenta en el banco, que nunca se compró un libro, que nunca alquiló una casa; gente que se enteró a medias del golpe militar, que tal vez no escuchó de la guerra de Bosnia; alguien para quien eran ajenas las siglas OEA, ONU, FMI, los salarios mínimos, internet, el correo electrónico; una persona sin experiencias vitales como los noviazgos, el colegio, los matrimonios, la familia, los cumpleaños; personas que nunca disfrutaron realmente de un viaje o de un día libre. Y sobre todo me interesaba escuchar cómo los excolonos enfrentaban el proceso de regresar a una sociedad “normal”. Cómo se sintieron los que se fugaron y vieron el mundo casi por primera vez y cómo sobrellevaban la vida sin la “seguridad” y el “orden” que prometía la colonia. Nadie hablaba de eso.
También le dije que sentía que ya había leído todo lo que se podía leer a distancia. Ahora tenía que investigar in situ, entrevistar a los implicados, intentar acercarme y entrar allí. Por eso, a las pocas semanas de la propuesta y sin tener la más mínima seguridad de que realmente la compañía para la que trabajaba mi amigo productor se interesaría en desarrollar el argumento del filme y en pagarme por ello, comencé a planificar mi viaje a Chile.
Pedí permiso en mi trabajo, dejé mi piso en la Torre de Madrid, el mejor que había tenido nunca, y me fui a dormir a casa de Cecilia y Pablo, unos amigos que me hospedaron hasta el día de mi partida. Así es que ya estaba. Dejaría España, al menos por seis meses. Volvería a un país prácticamente desconocido, a pesar de que mi pasaporte de toda la vida ostentara en la portada el escudo de la República de Chile.
Llegué a Santiago en enero de 2006, cuando Michelle Bachelet acababa de ganar las elecciones. Salí a celebrar a la Alameda. Caminando entre la multitud, por los altoparlantes, se escuchaba a lo lejos una canción que me sonó feliz, cursi, premonitoria:
Vuelvo, amor, vuelvo a saciar mi sed de ti.
Vuelvo, vida, vuelvo, a vivir en mi país.
Traigo en mi equipaje del destierro
amistad fraterna de otros suelos.
Atrás dejo penas y desvelos,
vuelvo por vivir de nuevo entero...
Si vas a escribir sobre la colonia, tienes que contactar al abogado Fernández, fue lo primero que me dijo mi amigo, el escritor Sergio Gómez. Me dio su teléfono, habían sido compañeros en el colegio, y me despidió con una advertencia: “Cuidado con esos alemanes, dicen que todavía son peligrosos y que aún hoy sus redes se extienden por todas partes”. Me quedé de una pieza. A lo largo de la investigación sobre Colonia Dignidad había ido descubriendo varias cosas inesperadas. Pero que pudieran resultar peligrosos para una periodista (o investigadora o escritora o guionista) como yo, me pareció exagerado.
Llamé a Fernández y pasé muchas tardes con él, un hombre amable, tenaz, entusiasta y risueño, que generosamente me abrió sus archivos y me proporcionó un montón de documentos, información, teléfonos, pistas. Abogado especializado en abusos de menores, su apostolado había comenzado a mediados de los 90 con una llamada, una de esas llamadas que, como en las películas, te cambian la vida: una mujer lo buscaba para que representara a su hijo, violado en una ciudad del sur. En ese momento Fernández aún no sabía que se trataba de Colonia Dignidad.
–Cristián logró salir de la colonia en julio de 1996. Era el más chico de los sprinters, como llamaban a los niños de la corte del Tío Paul. Tenía ocho años y su informe médico es aterrador. Ese fue el primer caso que llevé –me contó Fernández la primera vez que nos vimos–. Imagina una mujer que se entera de que su niño fue abusado... puede reaccionar de muchas maneras. Tomar un cuchillo para ir a matar al abusador, por ejemplo. Pero ella actuó con inteligencia y logró sacarlo de la colonia convenciendo al propio Tío Paul. Consiguió ayuda del pastor Adrián Bravo, que todavía era un hombre de confianza, del círculo privilegiado de los que podían sentarse a comer con Schäfer. Y Adrián la acompañó y ella habló con él, con toda la sangre fría, sabiendo que ese hombre había violado a su hijo, y lo convenció para que le entregara al niño. Le dijo “necesito que me preste al niño por un día, porque tengo demandado al padre por pensión de alimentos, solo para esta diligencia, después se lo devuelvo”. Fue muy inteligente y muy valiente.
La madre llevó al niño a Parral y el informe médico confirmó la pérdida de tonicidad anal, síntoma inequívoco de abusos sexuales. Además, Cristián, a diferencia de otros de los niños de los casos de Fernández, podía recordar lo que le había hecho el líder de la colonia.
–Muchos de los niños recuerdan solo parte de lo que sucedía porque, salvo dos de ellos, que pueden dar testimonio de escenas muy crudas, los demás no se acuerdan o solo dicen “me tocaba”. Pero tienen lesiones que hasta necesitan de cirugía... es tan fuerte que me da no sé qué mostrarte los informes... He visto a lo largo de mi carrera muchos informes médicos, he visto lesiones severas en casos de violaciones a niñas de cinco años, pero en varones nunca había visto nada como esto. Lesiones que indican violaciones continuadas. Y muchos niños no se acuerdan de nada. Sabiendo que el Tío Paul y los médicos de la colonia conocían muy bien el tema de psicofármacos y químicos, estoy seguro de que los drogaba. De hecho, un niño cuenta que le daban “un jugo” antes de ir a dormir.
La madeja que empezó a desenrollar Fernández con esa primera llamada lo llevó a hacerse cargo de 15 querellas contra Colonia Dignidad y sus jerarcas. Primero tomó las causas de los niños chilenos que fueron secuestrados, mediante todo tipo de artimañas, a familias campesinas de los alrededores. Madres que llevaban a sus hijos al hospital de la colonia y a las que unos días más tarde se les decía que el niño había muerto, por ejemplo. A varias, analfabetas, las hicieron firmar dudosos papeles de adopción.
Después de los niños chilenos, Fernández acogió las demandas de algunos excolonos alemanes. Y recientemente, la misteriosa desaparición de Boris Weisfeiler, un matemático judío-ruso-norteamericano cuyo rastro se perdió en las inmediaciones de la colonia, el año 1985.
Al lado de su inquebrantable dedicación, mi obsesión por la colonia era liliputiense. Qué mezquina parecía de pronto mi investigación ante una persona que llevaba más de una década dedicándose a los niños abusados y a los excolonos. Mientras Fernández hablaba y rebuscaba en el archivador metálico de su pequeño despacho, yo me preguntaba si aquel hombre de treinta y tantos, bajo, calvo, con rostro simpático, resultaría un gran personaje en el guión. ¿Podría llegar a ser el héroe? O, más bien, ¿qué elementos reales de su persona, de su personalidad, de su historia, debía yo subrayar para crear a ese héroe que me estaba faltando si quería que mi guión siguiera la estructura clásica?
SECUENCIA II: EL ABOGADO
Interior. Casa de pueblo – Día
FERNÁNDEZ, un abogado de unos treinta años, con cara simpática y agradable, barba y bigotes, conversa con una mujer, SONIA. La casa es muy pobre, con suelo de tierra y paredes de adobe, pero muy ordenada y limpia.
“Finalmente vamos a poder entrar y buscarlo, falta poco”, anima el abogado.
“¿Cree que mi hijo todavía se acuerde de mí?”, pregunta Sonia.
Tobias contiene el gesto de dolor e intenta caminar lo más derecho y rápido posible.
La mujer le sirve un café. “Podemos recuperar a Cristián”, dice él. “¿Usted cree? “, dice ella. “Yo ya he perdido las esperanzas. Solo quiero saber cómo está mi hijo, si está bien, si está feliz. Hace cuatro años que no me dejan verlo”.
Exterior. Puertas hospital colonia – Día
Tobias sale del hospital. Renquea al caminar y parece algo atontado. Se detiene. Una enfermera lo vigila desde la puerta, incitándolo a seguir adelante.
Interior. Casa principal colonia / Pasillos / Cocina – Día
Tobias entra por la puerta trasera de la Casa principal.
...y camina por un largo pasillo pintado de amarillo ocre.
Tobias sigue por el pasillo y cruza la cocina. En unos inmensos fogones industriales, una veintena de mujeres trabaja sin descanso. La actividad es febril. Todas llevan uniforme azul claro, delantales y cofias blancas. Ni siquiera miran a Tobias cuando pasa.
Hay una fila de literas. Todo tiene una apariencia pulcra, militar. Tobias busca su cama, se sienta en ella. Mira alrededor con aire ausente.
En un costado se abre una puerta desde la que se ve el Salón de Actos: dentro, un grupo de jóvenes, el coro de la colonia, ensaya temas tradicionales alemanes.
Tobias abre la puerta de su habitación. Entra.
Entra un anciano; en los brazos lleva una muda de ropa y unas botas. Se acerca a la cama de Tobias. Es su ABUELO. “Sabes que si lo vuelves a hacer, no podré interceder de nuevo por ti”, le dice secamente.
Hablan en alemán. Y aunque es su abuelo de sangre, Tobias se dirige a él como “tío”. Tobias pregunta por su madre. “¿Por qué nunca contesta a mis cartas? Es tu hija, tú debes saber por qué no quiere saber nada de mí”.
Cuando el Abuelo se va de la habitación, Tobias le da la vuelta a las botas: las suelas tienen unas marcas especiales hechas a cuchillo, para dejar huellas fácilmente reconocibles.
“Si le escribieras la verdad. Pero solo le cuentas mentiras”, contesta el Abuelo. “Renate ha perdido el camino, y no entiende la vida que llevamos aquí”. El Abuelo le entrega unas botas, le indica que se las ponga y que regrese al trabajo, lo esperan en la carpintería.
Interior. Restaurante hotel – Noche
Vemos al abogado Fernández comiendo solo en una mesa. Los parroquianos lo observan con curiosidad.
Conozco a Paul Schäfer desde los tiempos de Alemania y yo tenía confianza hacia él, porque así era como se presentaba y así era su personalidad: siempre queriendo buena intención con todas las cosas y con todas las personas, y comprometido con la educación de los jóvenes y con fundar familias en otros lugares.
Llegué a Colonia Dignidad en el año 1963, con mi mujer y mis cinco hijos. Siempre trabajé en forma desvinculada de lo que es el concepto familiar hasta los últimos cinco o seis meses.
El trabajo pesado se hace bajo el concepto de que es una ayuda social y se hace con cariño. Cada uno debe cumplir con lo que se le encomienda. Todo se hace en comunidad y las celebraciones son solo en Navidad y Año Nuevo. Los permisos para salir solo se dan para cuestiones muy justificadas, como ir al oftalmólogo o al dentista, y siempre debe ser comunicado con antelación.-
Walter Johannes Szurgelies,excolono
En el año 1961, debido a denuncias de menores en Alemania, en la ciudad de Gronau, Paul Schäfer huyó a Chile y nos trajo en avión junto a otros tres o cuatro niños. Posteriormente fueron trasladados cerca de 50 niños más, vía Bélgica, pero no todos a la vez. Todos ellos fueron instruidos por él para que no declararan ante la policía, amenazados de que si hablaban estábamos todos en peligro.
Permanecimos breve tiempo en Santiago y al poco tiempo compraron un predio a un grupo de italianos. Allí no había nada. Vivimos primero en carpas y nuestra primera tarea fue la de construir casas. La dirección de todo estaba en manos de Schäfer, nadie más se atrevía a asumir esa función.
Ya en mi época comenzamos a construir nuestra propia cárcel con alambradas en los cercos. El control era para aquellos que querían fugarse. Varios hombres vigilaban.-
Wolfgang Müller Knesse,excolono, fugado en 1966