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1. La edad de lo sagrado El populismo, nostalgia de unanimidad

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Para iniciar un libro sobre el populismo, bien que “jesuita”, mejor precisar cómo usaré la palabra. Sólo para entendernos: está en la boca de todos y cuanto más se habla, menos nos entendemos. Con las palabras sucede como con los alimentos: el exceso empacha, hasta que el abuso conduce al desuso; basta, no se puede más. Las ciencias sociales hacen su trabajo: miden, teorizan, definen. Explican qué es el populismo. Pero este es un libro de historia: para entender qué es, mejor explicar de dónde viene, ir a la búsqueda de las raíces, del sentido profundo, del núcleo más íntimo.

Al costo de poner el carro delante de los bueyes, de anticipar el término del viaje a través del “populismo jesuita”, lo aclaro enseguida: pienso que el populismo expresa la añoranza de una unidad extraviada, una inocencia perdida, una identidad disuelta y que ambiciona restaurarlas. Es, en breve, una nostalgia de unanimidad. Sé bien que es una fórmula literaria: no mide, no calcula, no traza un perímetro. Sin embargo, evocar a veces es mejor que definir; menos preciso, más profundo.

Así entendido, el populismo se injerta sobre un antiguo y robusto tronco. A la caducidad del hombre y a la imperfección de la historia, opone el llamado a un pueblo mítico, eterno, incontaminado. La unanimidad, la unidad orgánica del pueblo que el populismo evoca, no es un pacto racional, sino una comunidad de fe que protege del pecado y de los peligros del mundo. En tal sentido, el populismo es un fenómeno de origen religioso o mejor: es un modo religioso de entender la vida y la historia.

Como tal, antes aunque un régimen o un movimiento, el populismo es un imaginario: una vaga galaxia de creencias y de valores, pulsiones y expectativas, etérea pero arraigada, que se expresa en una mentalidad. Mucho menos estructurado que una ideología, tal imaginario convoca un universo moral antiguo adecuado a nuevas épocas, contextos, coyunturas, aferrándose como una trepadora sobre los muros, a ideologías más elaboradas. Es un imaginario simple, potente, maleable: invoca la protección de una identidad primigenia, la recuperación de una armonía natural, el rescate de una comunidad ideal e idealizada. A tal comunidad alude la palabra pueblo, perno léxico en torno al cual gira el populismo.

En el mundo penetrado por lo sagrado, tal ambición de salvar al pueblo se llamaba redención; en el mundo secular toma el nombre de revolución, palabra mágica de los populismos. La fe que animaba a la primera deviene religión política en la segunda: ideología erguida como verdad divina, como certificado de superioridad moral. Tal es la ideología de los “populismos jesuitas”. Su cruzada contra aquellos a quienes imputan corromper al pueblo es de tipo moral; es una guerra de religión más que un enfrentamiento político. El populismo es entonces el lema redentor a través del cual el pueblo elegido ambiciona reencontrar la tierra prometida, donde cada fractura será sanada y cada pecado, expiado. Armonía, inocencia, unidad; es más, unanimidad: así es el Reino, así lo establece el plan de Dios, así lo quiere el espíritu providencialista del cual están impregnados los populismos latinos.

¿Unanimidad de qué? De aquello que de vez en vez el populismo eleva como fundamento unívoco de la comunidad, cofre exclusivo de la identidad y de la cultura del pueblo. En un tiempo era unanimidad de fe: a cada nación su religión. En el mundo moderno es unanimidad política, ideológica, moral. Puede fundarse sobre la etnia o sobre la fe, sobre la clase o sobre la nación; incluso sobre una virtud: honestidad, justicia, misericordia. En el caso de los “populismos jesuitas” asume la semblanza del pobre, elevado a emblema de pureza espiritual, a imagen de Cristo. Lo que cuenta es que el pueblo del populismo reclama el monopolio de la moral colectiva: es la premisa a fin de que encarne al Bien en eterna lucha contra el Mal. El esquema maniqueo importa más que su contenido: en ello está el alma religiosa del populismo, su espíritu redentor.

Si la armonía a la que el populismo aspira está quebrada, en efecto, alguien tendrá la culpa: el enemigo. El enemigo es al populismo lo que el demonio al Reino de Dios. ¿Quién es? El de los “populismos jesuitas” es el nacimiento del individuo moderno que minó la unanimidad de la comunidad orgánica, la revolución científica que quebró el aura sagrada del creador, la racionalidad iluminista que fisuró la simbiosis entre fe y razón, el liberalismo que disolvió la fusión entre esfera espiritual y esfera temporal, el capitalismo que, glorificando la prosperidad, exaltó el egoísmo. Todo ello causó desorden, conflicto, pluralidad: cosas que en la visión redentora del populismo no son la fisiología de la condición humana, sino patologías que atentan contra el organismo sano llamado pueblo.

Todo ello sonará abstracto, pero un poco de paciencia: estos conceptos son los instrumentos de a bordo que usaremos durante el viaje, servirán para iluminar el camino, para orientarnos en la historia.

Populismo jesuita

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