Читать книгу Besos de mariposa - Lorraine Cocó - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеDejé caer mi corazón, y mientras caía te levantaste para reclamarlo. Estaba oscuro y yo estaba acabada, hasta que besaste mis labios y me salvaste.
Set Fire to the Rain, Adele
—¿Cuánto tiempo crees que seguirán dando vueltas en ese maldito tiovivo antes de bajar? —preguntó Gina mirando con exasperación su reloj de pulsera.
Se cruzó de brazos y ojeó a su nueva ayudante, Penélope, que a pesar de su pregunta seguía mirando la atracción cual niña fascinada por las luces y colores de aquel artefacto del demonio. La chica era brillante; joven, pero brillante. Y estaba claro que necesitaba espabilar un poco. Aún era demasiado impresionable y le faltaba la dureza necesaria para el competitivo mundo en el que se movían. Como agente literaria debía parecerse más a un tiburón que a la pintoresca pececilla de colores a la que le recordaba en ese momento; con su vestido verde manzana y aquellos accesorios salmón en muñecas, cuello y cabello.
—¡Penélope! —la llamó alzando la voz.
La joven dio un respingo y se llevó una mano al cuello, azorada. Tan asustadiza como un conejillo, acarició las cuentas redondas de su collar, con nerviosismo. Gina no se molestó en ocultar una sonrisa divertida ante su reacción.
—Perdone, señorita Walters, ¿qué me decía? —Ruborizada hasta el cuero cabelludo, la joven se giró hacia ella.
—Te preguntaba que cuánto tiempo crees que seguirán dando vueltas. Cuarenta minutos girando no deben de ser buenos para una mente normal. Si William se queda tonto después de esto, no conseguiré que escriba otro bestseller —farfulló mientras cambiaba el peso de pierna y posaba las manos en las caderas, sopesando la posibilidad de ir a detener el tiovivo, aunque con ello interrumpiese la sesión de fotos de la boda entre William y Didie.
Los observó unos segundos. Se les veía tan felices y radiantes que eclipsaban los brillos de la diabólica atracción. Tenía que reconocer que jamás había visto tan feliz a su amigo y cliente como este último año. Y solo por eso merecía la pena verlo dar vueltas y más vueltas como un colegial, mientras besaba a su recién estrenada esposa y posaba para las fotos con su hermano menor en plan camaradas.
Sí, presenciar el cambio de vida de William la convertía en una privilegiada. También estar disfrutando de la mejor gira que había organizado en su carrera. William, tras conocer a «su musa», y ahora esposa, había escrito la novela más increíble que ella hubiese leído jamás. Desde el momento en el comenzó a leer aquel manuscrito tuvo claro que llegaría a lo más alto. Y así había sido. Las entrevistas, los premios, las firmas y eventos, apenas les habían dejado tiempo libre durante aquellos últimos siete meses, tras la publicación del libro. Por eso la pareja había tenido que retrasar la boda hasta su regreso a San Francisco. Y así estaban, a punto de finalizar la gira de promoción. Tan solo restaban un par de eventos allí mismo, tras los que se podrían tomar un par de semanas de vacaciones. Tampoco más, pues su cartera de clientes había subido a la par que la carrera de William. Por eso había decidido contratar a Penélope.
Disfrutaba del mejor momento de su carrera y su trabajo la llenaba por completo. Por eso, y solo por eso, estaba dispuesta a dejar que aquel par de empalagosos tortolitos estuviesen girando en el tiovivo unos minutos más. Marguerite, la mejor amiga de la novia, y ella, habían organizado aquel evento para que todo funcionase con la precisión de un reloj suizo. Y aún quedaba mucho por hacer aquel día: el banquete, la fiesta, una pequeña recepción con los periodistas… Al menos la sesión de fotos estaba a punto de terminar y tenía que reconocer que por momentos había disfrutado de ver a su amigo hacer todas las extravagancias imaginables, como cuando se fotografiaron besándose mientras abrazaban los árboles del parque. Ese, sin duda, iba a ser un momento para la posteridad.
Sonrió con pereza y suspiró, cerciorándose antes de que nadie la observara en una actitud tan «blandita».
—¡Gina! Está cayendo el sol, creo que deberíamos ir encendiendo los farolillos que llegan hasta la carpa de cristal —propuso Marguerite mientras subía por la pradera hasta su posición.
—Sí… por supuesto. Ahora mismo ordeno que lo hagan —contestó tomando de las manos de Penélope la carpeta con los datos de la organización del evento—. ¿Los músicos están ya listos?
—En sus puestos —respondió Marguerite.
Gina no levantó la vista de los papeles.
—¿Y tu novio tiene preparado todo lo del catering?
—También. La comida está lista, Vince está realmente inspirado esta noche —dijo la francesita entusiasmada—. Quiere que todo sea perfecto, no solo por la boda. Es nuestro último día todos juntos antes de irnos a París. Ese curso que Vince tiene que impartir de pastelería nos mantendrá alejados un año entero.
Marguerite bajó el tono, indudablemente emocionada.
—Seguro que también será duro para Didie. He podido comprobar que te quiere como a una hermana.
—Je l’adore aussi —dijo la francesita girándose a mirar a Didie, y en su rostro se reflejó todo el cariño que le profesaba.
Las alarmas de Gina se pusieron en marcha. Huía de los dramas. No le gustaban las emociones ni las demostraciones públicas de las mismas.
—Bueno, todo irá bien, estoy segura. —Respiró impaciente.
Necesitaba volver al tema de la organización. Ya era bastante estresante que la pareja hubiese decidido celebrar la boda en el Golden Gate Park en lugar de en uno de los lujosos salones de cualquiera de los hoteles más elegantes de la ciudad, como para que encima algo saliese mal. Aunque a ellos no parecía preocuparles demasiado los detalles de la celebración, Gina jamás habría consentido que algo escapase a su control, aguando la fiesta. Por suerte, Marguerite había resultado ser una colaboradora asombrosamente eficaz. Con muchas ideas brillantes y excelente gusto. Por no mencionar que su novio era uno de los chefs más prestigiosos de la ciudad, además de buen amigo de la novia. Así que aquella celebración, a pesar de su extravagancia, iba a ser «casi» lo que ella habría esperado para la boda de William y Didie.
Desde su posición hizo señales para que el personal contratado encendiese la iluminación de las carpas del banquete y de la zona de baile. Con paso resuelto se dirigió al tiovivo para avisar a la pareja de novios que su tiempo de dar vueltas como colegiales había finalizado.
—No te has fotografiado con nosotros, ¿por qué no subes y nos acompañas en la última? —le preguntó Didie nada más verla aproximarse.
—¡Oh, no… no… no! ¡Ni hablar! Lo que tenéis que hacer es bajar vosotros, ya es tarde. Tenemos un programa —apuntó Gina.
Evitando mirar a la novia directamente, desvió su atención hacia los papeles que tenía en sus manos.
En aquellos meses de gira en los que había convivido con Didie se había dado cuenta de lo fácil que era caer en sus mágicas redes de persuasión. No sabía cómo lo hacía, pero siempre terminaba por conseguir lo que deseaba. Y por nada del mundo quería acabar como aquel par de tortolitos, haciendo el tonto en el tiovivo.
—Creo que deberías bajar a por ella, cariño. —William, detrás de su esposa, abrazándola como si temiese que se le fuese a escapar, instó a su musa a ir a por Gina.
—¡No seas idiota, William! Tenemos un programa que seguir. Todo el personal está preparado, aguardando a que terminéis de una vez con esta excentricidad… —Gina no pudo acabar su protesta porque Didie ya había bajado de la atracción y llegaba hasta ella—. ¿Cómo puedes andar por el césped con esos tacones de vértigo? —preguntó a la novia cuando llegó hasta ella.
—No es cuestión de equilibrio, sino de saber mover las caderas —dijo Didie, contoneándose con una gran sonrisa—. Y ahora que te he desvelado el mayor de mis secretos, ven con nosotros.
—¡No pienso hacerlo! ¡Ya os lo he dicho, tenemos un programa que seguir!
Se mantuvo en sus trece.
—No te lo estoy preguntando…
Gina parpadeó un par de veces, alucinando ante el comentario.
—… Las fotos son para recordar los mejores momentos de nuestra vida. Los más felices, aquellos que esperamos sean imborrables. Y sobre todo para, años después, revivir la felicidad que nos produjo compartirlos con los que más queremos. Gina, tú eres familia, nuestra familia, y tienes que estar en nuestros momentos imborrables.
Gina se perdió un segundo en la mirada castaña de la chica y tragó saliva. ¡Maldita fuera ella y su poder de persuasión! Podía haber dicho mil cosas, pero había apelado al cariño que se tenían. ¡Era una bruja! Una bruja dulce y adorable, y a pesar de no querer doblegarse terminó por sonreírle y aceptar con un casi imperceptible movimiento de cabeza, que Didie tomó como el más entusiasta asentimiento.
La tomó de la mano y tiró de ella hacia la atracción. Estaba a punto de subir a aquel aparato del demonio cuando su teléfono móvil sonó, haciendo que se sintiese salvada por la campana.
No podía describir cómo se sintió. El pulso le temblaba y un sudor frío perló su frente nada más escuchar las palabras de su madre al otro lado de la línea telefónica. Shannon Kirkland jamás se había caracterizado por ser cauta a la hora de dar noticias, siempre había carecido de la empatía necesaria para evitar herir a los demás. Y no había deshonrado su fama ni para anunciarle la muerte de su propia madre, la abuela de Gina, de un infarto cerebral.
Tras comunicarle el fallecimiento de la abuela Jo, el resto de palabras que salieron de labios de su adusta madre fueron recibidas como quien escucha el parte meteorológico del día en la radio de camino al trabajo. Errática, sostuvo el teléfono en su oído sin prestar atención. Ni siquiera fue consciente de que minutos más tarde dejaba de hablar y aguardaba en silencio una respuesta.
—¡Gina! ¿Me has oído? ¡Tienes que ir a Bellheaven lo antes posible!
—¿Cómo? Sí… claro —dijo mecánicamente, aún medio ausente.
La abuela Jo… Hacía apenas tres semanas que había hablado con ella por teléfono. Una vez más, y tras una larga conversación sobre libros y lo mal que le parecía que una mujer como ella, en la treintena ya, siguiese soltera, le había insistido en que fuese a verla pronto. Y Gina, como en el resto de ocasiones, la había invitado a ser ella la que fuese hasta San Francisco para pasar unos días juntas. Y ahora su madre le anunciaba que había muerto. Su única familia, además de sus padres, ya no estaba…
—¿Cuándo salimos? —consiguió preguntar, sin terminar de asimilar la noticia.
—Yo no voy a ir. Tienes que ocuparte tú de todo: el entierro, hablar con el abogado… Imagino que el viejo Marty Pullman seguirá llevando sus asuntos. Nunca confió en nadie más para llevar sus papeles. Era una anciana cabezota y testaru…
—¡No! ¡Detente, mamá! ¿Cómo que tú no vienes? ¡Es tu madre! Sé que nunca os llevasteis bien, pero eras su única hija. ¡Tienes que ocuparte de esto!
—No nos llevábamos bien porque era una persona insopor…
—No sigas por ahí. ¿Ni siquiera ahora que ya no está vas a dejarlo? ¡No me lo puedo creer! —protestó enfadada.
Posó una mano sobre su frente húmeda y helada e intentó mantener la calma a pesar de las ganas que tenía de estrangular a su madre en aquel momento. No podía creer que, incluso tras la muerte de su abuela, quisiese mantener el hacha de guerra en alto. Estaba a punto de perder el control y miró a un lado y a otro con la esperanza de que nadie se diese cuenta de lo alterada que estaba. No tuvo suerte: Didie, William, el hermano de Will, Marguerite y Penélope la observaban con expectación.
—No tengo que darte ninguna explicación, pero si lo que quieres es enfrentarte a mí te diré que no puedo ocuparme de los asuntos concernientes a la muerte de tu abuela porque tengo que atender a tu padre. Ya sabes que está delicado de salud, y veo totalmente innecesario que vayamos las dos para un par de asuntos legales que habrá que resolver.
—Mi padre no necesita supervisión diaria, puede estar unos días sin ti perfectamente. Es posible incluso que agradezca un respiro. ¡Menuda excusa barata!
—No te atrevas a decir una cosa semejante. Jamás te has puesto en mi lugar. Siempre la defendiste a ella. ¿Crees que no sé que hablabais con frecuencia? ¿Que una vez al año pasabais unos días juntas aquí mismo, en San Francisco?
Gina guardó silencio unos segundos. Su madre tenía razón. Había mantenido el contacto con su abuela y no pensaba que fuese un crimen haberlo hecho. Tampoco creía tener que justificarse. Ella decidió apartarse de su vida, que abandonasen su población natal, Bellheaven, en Carolina del Norte, y se marchasen a San Francisco, una ciudad que, según su progenitora, les ofrecería la vida que merecían. Lejos de mentes cerradas y pueblerinas. Y con ella había arrastrado a su padre y a Gina, separándolos de su mundo, sus amigos, su familia.
Definitivamente, no iba a justificarse.
—¿Ni siquiera vas a ir a presentarle tus respetos?
El silencio al otro lado de la línea telefónica dejó claro a Gina que su madre estaba perdiendo la paciencia.
—Solo necesito saber si vas a ir o no. De lo contrario enviaré a un abogado a ocuparse de todo. Quiero solucionar todos los temas legales y vender la casa cuanto antes. Ninguno de nosotros tiene interés en volver a ese pueblo, por lo que veo una necedad no resolverlo lo antes posible.
La frialdad con la que su madre trató el tema, como si hablasen de una mera transacción, le heló la sangre en las venas.
—Yo me ocuparé de todo. Ella no merecía menos. Aun sin estar frente a ella, Gina podía percibir el rictus severo y torcido de su madre ante aquel comentario—. Y ahora, si me disculpas, te dejo. Tengo asuntos importantes que atender en este momento. Dale un beso a papá de mi parte, y cuídate, mamá. Te informaré cuando todo esté solucionado.
Gina dio por finalizada la llamada y dejó caer el brazo con el que sostenía su móvil como si, de manera súbita, este pesase toneladas. Cerró los ojos e intentó respirar con profundidad, pero no lo consiguió. El oxígeno le dolía en el pecho. Tembló ligeramente cuando sintió una mano posarse en su hombro.
—¿Te encuentras bien?
Gina abrió los ojos para observar a Didie, frente a ella, con expresión preocupada.
—No lo sé… Mi abuela… ha fallecido —dijo sin expresión en la voz.
—¿Tu abuela Jo?
Durante la gira del libro de William, Didie y Gina habían tenido oportunidad de hablar de sus familias.
—Lo siento mucho, Gina —le dijo la chica acercándose a ella con la intención de abrazarla, pero Gina dio un paso atrás levantado las manos.
—Estoy bien, estoy bien. Solo necesito… volver a respirar…