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Capítulo 3

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Bésame rápido, y haz que mi corazón se vuelva loco.

Suspira y susurra… Oh… en voz baja.

Kiss Me Quick, Elvis Presley

Justice terminó de abrocharse los botones de la camisa del uniforme y la introdujo con pulcritud bajo el pantalón. Se revisó en el espejo de su cuarto, cerciorándose de que no le faltaba nada. Se ajustó el cinturón y sacó la pistola del primer cajón de su mesilla de noche, cerrado con llave. La guardó en la cartuchera y miró el reloj de pulsera para comprobar que ya se había retrasado cinco minutos. Esperaba que Nicole no le diese muchos problemas aquella mañana. Respiró un par de veces con profundidad y fue hasta el cuarto de la niña, rezando para encontrarla en la cama. Pero en cuanto abrió la puerta de madera blanca con su nombre anunciado en letras rosas y purpurina azul, supo que no iba a ser así.

Nicole no estaba.

Al menos había intentado dormir en su cama; la colcha, manta y sábanas estaban revueltas. Se pasó la mano por el pelo, intranquilo. No sabía qué más podía hacer. Había hablado con ella de todas las formas posibles, pero no había conseguido ayudar a su sobrina.

Con paso lento se dirigió hasta el armario con puertas de lamas y, sigilosamente, la abrió. Encontró a la niña allí, acostada en el suelo, bajo la ropa colgada. Hecha un ovillo en el interior de su saco de dormir, abrazada a Mary Cooper: una conejita de peluche blanco ataviada con una brillante faldita de bailarina y un sombrero de copa negro. El juguete fue un regalo de su madre cuando la niña era apenas un bebé y desde entonces había dormido con el ya desvencijado muñeco cada noche. Y la acompañaba a todas partes en el interior de su mochila. Una linterna y un libro eran el resto de los tesoros que guardaba a su lado.

Se agachó frente a ella y tomó el libro del suelo. Mujercitas, de Louisa May Alcott. Lo reconoció enseguida. Era uno de los libros favoritos de Anette, su hermana mayor y madre de Nicole. Ambas lo habían leído tantas veces que algunas páginas parecían a punto de deshacerse al tocarlas.

—¡No lo toques! ¡Lo puedes romper! —le gritó la niña abriendo los ojos.

Lo observó con expresión huraña.

—No voy a romperlo.

—No lo sabes, si sigues tocándolo así puede que lo hagas, y entonces lo perdería para siempre…

Bajó el tono al pronunciar las últimas palabras y el corazón de Justice se encogió en su pecho dolorosamente, pero por el bien de su sobrina su gesto no cambió un ápice. Con cuidado, depositó el libro sobre el escritorio de Nicole y se giró hacia ella con una sonrisa apagada.

—Voy a preparar el desayuno, te espero abajo. Hoy te llevo yo a la escuela.

—No tienes que hacerlo, puedo ir en el bus —se quejó ella.

—Lo sé, pero prefiero llevarte yo. ¿Qué sería de mis días si no pudiese comenzarlos con nuestros incómodos silencios durante el trayecto?

Nicole le regaló una de esas miradas desafiantes que tanto le recordaban a su hermana. Anette se las había brindado desde niños, cada vez que él decidía, como buen hermano menor, sacarla de quicio.

—No eres gracioso. Al llevarme a la escuela con el coche de policía parece que llego arrestada.

—Si quieres te quito las esposas justo en la puerta. —Justice se cruzó de brazos esperando que saltase.

—Lo dicho, muy gracioso, tío Justice. Cuando termine tu carrera como policía puedes dedicarte a la comedia.

—Siempre y cuando seas tú la que me dé las réplicas en el escenario, estoy de acuerdo —le contestó ensanchando la sonrisa.

Nicole, al ver que su tío lejos de enfadarse la encontraba divertida, se apartó el cabello del rostro con un resoplido y salió del armario abrazada a Mary Cooper.

—Voy a preparar el desayuno. No te retrases, ya se nos ha hecho tarde —la avisó.

Salió del dormitorio y bajó las escaleras sin dejar de sonreír.

Le encantaba esa cría; su ingenio, su mente despierta y hasta su mal carácter por las mañanas. Nunca pensó que hacerse cargo de ella iba a ser tan gratificante y difícil a la vez. Siempre habían estado unidos, pero la perdida de Anette había sido muy dura. Nicole no terminaba de asumir que su madre no iba a volver a estar con ella. Como tampoco él podía creer que su hermana mayor, su única hermana, jamás volvería a traspasar las puertas de la casa. Que no volverían a compartir una cerveza en el embarcadero o que le revolvería el pelo por el simple hecho de fastidiarle, como cuando eran niños.

Cada uno de los días de aquellos últimos seis meses había sido doloroso. Y sabía que les quedaban muchos más para poder asumir su pérdida. Anette era el nexo de unión de su familia, que ya solo contaba con tres miembros. Ella hacía que todo funcionase bien, y ya no estaba. Desde entonces, su padre estaba más errático y silencioso, pasando todo el tiempo que podía en su tienda de pesca. Nicole encontraba nuevas formas de revelarse por su muerte, cada día. Y él intentaba lidiar con todo aquello sin prestar mucha atención al dolor que albergaba en su corazón. Solo quedaban ellos tres y debían ser fuertes para superarlo.

Justice siguió cavilando mientras llegaba a la cocina y ponía en la tostadora dos anchas rebanadas de pan, metía las verduras en la licuadora y encendía el fuego preparándose para hacer un par de platos de tortilla y salchichas.

Los olores matutinos de la cocina siempre le recordaban a la otra mujer de su familia que perdió, cuya muerte estuvo a punto de acabar con él. La de su madre. Aunque habían sido muertes muy diferentes. El asesinato de su madre fue una conmoción para todos de proporciones catastróficas. El único asesinato que se había producido en Bellheaven desde antes de nacer él. Y desde entonces, hacía quince años, este hecho no se había vuelto a repetir.

Justice acababa de cumplir diecisiete años cuando el jefe Tooley fue a su casa a notificarles que su madre había sido asesinada en la gasolinera del pueblo, por dos forasteros que, yendo de paso, habían entrado a atracarla. Aquella mañana, Jenna, su madre, le había pedido que la acompañara a llevar algunas cajas de libros antiguos que tenían en el desván hasta la biblioteca, para donarlos. Pero él protestó y no quiso levantarse temprano, pues había salido con los chicos la noche anterior.

Le falló. La dejó sola. Y la mataron.

Durante años la imagen de su madre muerta sobre el suelo de la gasolinera lo atormentó hasta casi volverlo loco. Si no hubiese sido por su hermana Anette, ni su padre ni él lo habrían superado. Ella había sido su ancla. Los había devuelto a la luz, pero ya no estaba tampoco. Un agresivo y maldito cáncer de mamá se la había arrebatado hacía seis meses, con tan solo treinta y siete años, dejando una niña de diez que a duras penas conseguía dormir tres o cuatro horas cada noche desde entonces.

Mientras colocaba las tortillas en los platos y daba la última vuelta a las salchichas, tomó aire con dificultad e intentó devolver a su rostro la expresión relajada con la que había dejado a su sobrina minutos antes. Por nada del mundo quería que ella encontrase en su mirada el dolor que sentía. Bastante tenía con su propia carga. Unos segundos más tarde oía a la niña bajar por la escalera de madera, entrar en la cocina y sentarse en una de las sillas de la mesa, a su espalda.

—Ahora te pongo el zumo de apio —le informó mientras iba hasta la licuadora y comenzaba a vaciar el contenido de la jarra en el vaso de Nicole.

—No quiero zumo de apio. Esta semana lo prefiero de granada.

Justice se giró para observar a su sobrina. Se había puesto un peto vaquero, una sudadera rosa sobre una camiseta gris y botas negras de estilo militar. No se había molestado en pasar un cepillo por su largo y enmarañado cabello color miel, a juego con sus expresivos ojos.

—Si no lo deseabas de apio me lo tenías que haber dicho antes. La semana pasada no lo querías de otra cosa.

—Eso era la semana pasada, entonces necesitaba depurar mi intestino. Esta quiero actuar contra los radicales libres. ¡Necesito antioxidantes! —le dijo la niña levantando la nariz.

Cuando depositó el vaso de zumo de apio frente a ella, se limitó a apartarlo a un lado.

Justice miró al techo con desesperación y comenzó a contar mentalmente hasta diez mientras se juraba por enésima vez que, al regresar de su turno aquella noche, lo primero que haría sería desconectar Internet del ordenador de su sobrina. Hacía algunas semanas que Nicole empleaba gran parte de su tiempo en leer artículos en la red sobre alimentación, salud y la conveniencia o inconveniencia de algunos alimentos, lo que a él le estaba acarreando bastantes trastornos a la hora de las comidas.

Sabiendo que estaba a punto de comenzar con el segundo asalto del desayuno, colocó junto al zumo de apio el plato con salchichas. Nicole arrugó inmediatamente la nariz como si estas apestasen.

—Yo ya no como carn…

Justice levantó una mano para detenerla antes de que continuase. Puso el plato con la tortilla, acompañada de algunas rodajas de tomate, frente a ella.

—No son para ti. Me he cansado ya de la cantinela esa de que la carne mata. No las comas si no quieres. Ya me las comeré yo todas por ti.

Nicole vio a su tío sentarse frente a ella con una gran sonrisa. Se cortó un buen trozo de humeante salchicha y lo introdujo en la boca, paladeándola. Lo vio incluso cerrar los ojos y degustarla con descaro. Después tomó un trozo de pan caliente, lo metió en su boca y lo engulló con la salchicha, con los carrillos llenos. Cuando terminó de tragar pinchó otro trozo y la miró, antes de meterlo en su boca, para decirle:

—¡Mmm… deliciosa, absolutamente deliciosa! Pero ¡vamos! Tómate la tortilla, se nos hace tarde —la instó.

Nicole le observó volver a degustar la salchicha y tragó saliva; después resopló frustrada mientras veía su tortilla en el plato y comenzó a comerla sin muchas ganas. No pensaba protestar. Había leído que la carne producía cáncer y no iba a volver a probarla, aunque aquella oliese tan bien. Así que se centró en terminar la insípida tortilla lo antes posible, aunque se dejó el zumo de apio a propósito, para reivindicar su protesta. Cuando terminó, se levantó de la silla y tomó su plato para dejarlo en el fregadero.

—Pásate un cepillo por el pelo, parece que tienes un nido de pájaros por cabeza. ¡Y lávate la cara y los dientes!

—Sí, tío Justice —fue la respuesta de la niña mientras salía de la cocina.

Él dejó inmediatamente de desayunar y miró en la dirección en la que su sobrina se había marchado. Entornó su mirada gris hasta que convirtió sus ojos en dos líneas suspicaces. «Complacencia», le había contestado con complacencia. ¡Mierda! Nicole no tramaba nada bueno. Iba a tener que estar ojo avizor hasta descubrir lo que pasaba por su mente. Miró su plato y descartó seguir devorándolo con gusto. Ya había perdido el apetito. Lo único en lo que podía pensar era en averiguar los planes de su pequeña guerrillera.

Pero se había equivocado. Tras dejar a Nicole en la escuela se dirigió, como cada mañana, al Sugarland, un establecimiento que regentaba Tori, la mejor repostera del estado. Iba allí cada mañana para obtener su ansiado y perfecto café. Bien negro, fuerte y aromático. Era una variedad que Tori pedía para él, salvándole la vida cada mañana. Y como era lunes también llevaría una bandeja de deliciosos dónuts rellenos a la comisaría, que seguro sus chicos estaban aguardando ya con impaciencia.

Estaba degustando su preciado café cuando le formularon por primera vez la pregunta que lo perseguiría el resto del día:

—Oye, Justice, ¿sabes si vendrá Gina al entierro de su abuela?

La sorpresa al escuchar el nombre de Gina y la posibilidad de que esta apareciese por el pueblo, tras dieciséis años, dos meses, y… contó mentalmente… nueve días desde su marcha, hizo que se le atragantase el café. Consiguió terminar de tragar, dolorosamente, justo para ver al cartero del pueblo a su lado. Le había posado una mano en la espalda mientras aguardaba una respuesta.

—No tengo la menor idea, señor Jenkins. Y no sé, la verdad, por qué imagina que podría estar yo en disposición de esa información —le contestó, esforzándose por ofrecerle una escueta sonrisa.

—Bueno, chico. Gina Walters siempre fue tu mejor amiga. Ibais juntos a todas partes. Me atrevería a decir incluso que erais inseparables.

—Cuando éramos niños…

—Algunas cosas nunca cambian —apuntó el hombre con una gran y bonachona sonrisa.

—Bien, pues esto sí. No he vuelto a saber nada de ella desde que se marchó con quince años. Y teniendo en cuenta que no ha vuelto desde entonces, dudo que vaya a hacerlo ahora. Imagino que su madre enviará a un abogado a solucionar los temas de la abuela Jo.

—¿Tú crees que Shannon haría tal cosa? —Fue el turno de Tori para sumarse a la conversación, desde el otro lado de la barra.

Y un par más de presentes lo terminaron de rodear.

Justice resopló. Odiaba los cotilleos y acababa de convertirse en el centro de uno.

—No lo sé, Tori. Todo hace pensar que sí, la señora Walters no se llevaba bien con su madre y por eso se fueron del pueblo. Si no han vuelto a mantener contacto durante estos años no veo por qué tendría que venir ahora.

—¡Pero era su madre…! —añadió Tori.

—¡Y ella su única hija! —se sumó el señor Jenkins.

—Lo sé. Pero estoy seguro de que mañana no faltará gente de este pueblo que la recuerde con cariño durante el entierro. Era muy querida y apreciada. Estaremos los que tenemos que estar. Los demás, sobran.

Apuró el resto de su café de un trago.

—Y ahora, si me disculpáis, me voy a la comisaría. Me llevo los dónuts, Tori —añadió tomando la caja del mostrador—. Que pasen buen día, señores —se despidió ya en la puerta, antes de marcharse con celeridad.

Una vez en el coche volvió a respirar, llenando los pulmones por completo antes de arrancar el motor. Apenas había una docena de calles desde la pastelería hasta la comisaria, pero cada una de ellas se le hizo interminable. No quería pensar en Gina. De hecho, era el último pensamiento en el que quería que se detuviese su mente. Ya lo había hecho durante demasiados años, cada vez que estaba en algún sitio que le recordaba a ella, a su mirada, a su risa, a las cosas que vivieron juntos… Y había sido muy difícil dejar de hacerlo, pues cada rincón de aquel pueblo guardaba un recuerdo para ellos. No en vano, como bien había dicho el señor Jenkins, habían sido inseparables durante su infancia. Pero de eso hacía muchos años. Se había acabado y no pensaba volver a abrir aquel capítulo de su vida. Y mucho menos por las absurdas suposiciones de los vecinos del pueblo.

Con la resolución de olvidar aquel tema llegó hasta la comisaría, aunque decidirlo había sido mucho más sencillo que hacerlo: durante toda la mañana, cada vez que tuvo que salir de la comisaría, e incluso en la seguridad de su despacho, tuvo que escuchar, al menos una docena de veces, la misma pregunta de los labios de sus conciudadanos. Una y otra vez, de manera incansable, se empeñaban en preguntarle a él en busca de respuestas.

Pero el momento exacto en el que supo que le esperaba una semana eterna fue aquel en el que decidió recoger a su sobrina de la escuela. Lo había dejado escamado aquella mañana y por experiencia sabía que era mejor tenerla vigilada de cerca en esos casos. Lo que no habría apostado en un millón de años era que, al subir a su coche patrulla, las primeras palabras que saldrían de sus labios serían:

—¿Quién es Gina? ¿Y por qué está todo el mundo tan interesado en saber si va a venir al pueblo?

Besos de mariposa

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