Читать книгу Besos de mariposa - Lorraine Cocó - Страница 8
Capítulo 4
ОглавлениеTodavía recuerdo la mirada en tu rostro iluminada en la oscuridad… Las palabras que susurraste. Dijiste que me amabas, entonces, ¿por qué te fuiste lejos…?
Nunca pensé que tendríamos un último beso…
Last Kiss, Taylor Swift
Gina llegó al aeropuerto de Greenville a las 17:22 de la tarde, hora local, y no podía sentirse más cansada. Llevaba poco más de seis horas de vuelo en total. Había cogido dos aviones: el primero hasta Charlotte, donde tuvo que aguardar hora y cuarto hasta su siguiente vuelo, de una hora, que la llevó a Greenville. Entre los dos vuelos y las tres horas de diferencia horaria con San Francisco, parecía que había consumido todo el día. Ya había oscurecido y su viaje aún no había terminado. Tenía que alquilar un coche y emprender la última etapa de su viaje hasta Bellheaven.
Al pensar en su destino volvió a sentir que le faltaba el aire, tal y como le había pasado cada vez que había caído en ese pensamiento en las últimas veintiséis horas.
¡No podía dejarse llevar! ¡No podía dejarse llevar! Se reprendió mentalmente y comenzó a tamborilear con las uñas el mostrador de la agencia de alquileres de vehículos del aeropuerto. La chica que atendía el mostrador, que en ese momento contestaba una llamaba, la miró con el ceño fruncido, molesta con su intromisión. Gina detuvo sus dedos inmediatamente y le regaló una tensa e impaciente sonrisa. Por suerte, no tuvo que esperar mucho más. La llamada terminó a los pocos segundos y la chica la atendió con celeridad. Veinte minutos más tarde conseguía salir del aeropuerto e iba a por su coche de alquiler, un BMW Serie 3 Touring, bonito y confortable. Hacía mucho frío y se ajustó el abrigo mientras esperaba que un chico de la agencia le entregase las llaves del vehículo. En cuanto lo hizo, el mismo chico la ayudó a guardar su equipaje en el maletero. Dos grados marcaba el termómetro del salpicadero y se frotó las manos justo antes de encender el motor y ajustar la calefacción. Esperaba que en pocos segundos se caldease el coche. Tomó el volante con firmeza y se dispuso a contar cada uno de los kilómetros que la separaban de su destino.
No fue lo único que hizo, también recitó todos los poemas que recordaba de T. S. Eliot, los nombres de los cien autores de la lista de bestsellers del momento, y enumeró los que le quedaban por leer. En definitiva, todo lo que se le ocurrió que podría distraerla de los pensamientos que amenazaban con invadir su mente una y otra vez; una mezcla de recuerdos compartidos durante la infancia con su abuela, los momentos que la convirtieron en la mujer que era y el rostro pecoso y dulce de su mejor amigo de la infancia. Sabía que no lo encontraría allí, pero tenía la misma certeza de que cada rincón del pueblo le recordaría a él. Si al menos no se hubiesen despedido como lo hicieron…
¡No podía pensar en eso!, volvió a reprenderse. Tenía que distraerse con otras cosas. Había conseguido mantener a raya el recuerdo de Justice los últimos dieciséis años y ahora… Hizo una mueca ante aquel pensamiento no del todo cierto, pero se enderezó en el asiento como si alguien pudiese verla. Ella era Gina Walters, una mujer fría, profesional e implacable. No se dejaba llevar por las emociones ni mostraba debilidad. Esa era la Gina que debían ver todos en el pueblo. La que mantendría entera frente a la tumba de su abuela. La que solucionaría los asuntos legales sin dudar. La que no sucumbiría al dolor ni al sabor a pérdida que sentía desde que supo de su muerte. Pestañeó un par de veces cuando temió que podría derramar alguna lágrima invocada por sus recuerdos y decidió poner algo de música. Pero mientras intentaba sintonizar alguna emisora local le entró una llamada en el móvil. Presionó el pequeño auricular de sus manos libres, insertado en su oído izquierdo, y contestó tras aclararse la voz.
—Gina Walters —respondió con tono firme.
—Buenas tardes, señorita Walters, siento molestarla durante su viaje… —oyó que comenzaba a decir Penélope al otro lado de la línea, con tono dubitativo, e inmediatamente la imagen de la pececilla de colores apareció ante ella.
Sonrió.
—Tranquila, Penélope, te dije que estaría disponible para lo que necesitases.
La chica no podría adivinar hasta qué punto agradecía que le diese la oportunidad de ocuparse de los asuntos del trabajo. Respiró con alivio y puso en marcha su faceta más profesional.
Justice acababa de dejar a Nicole en casa, con su abuelo. Él se ocuparía de lidiar con ella durante la cena y hacer que se metiese en la cama a una hora prudencial. Había pasado la tarde con la niña, en la biblioteca, ayudándola a hacer un trabajo de Geografía que tenía que entregar al día siguiente. Y que, a pesar de saber desde hacía una semana que así sería, ella había dejado para el último momento. Si hubiese sido un trabajo de literatura habría sido la primera en entregarlo, pero esa era la única asignatura por la que su sobrina mostraba interés, además de su clase de teatro.
Durante el tiempo que permanecieron en la biblioteca había intentado un par de técnicas de interrogatorio, no agresivo, para averiguar lo que tramaba su sobrina, pero no había conseguido progresar ni un poquito. Finalmente, completamente frustrado, decidió dejar a la niña en casa y sustituir a Scott Lansky, uno de sus agentes, en el turno de noche.
Una vez en la soledad de su vehículo, dio unas cuantas vueltas con el coche patrulla siguiendo su recorrido habitual de vigilancia, pero media hora más tarde se dio cuenta de que se había dirigido, sin pretenderlo, a las afueras del pueblo. A la carretera de acceso al mismo; concretamente, a un punto en el que había evitado detenerse los últimos dieciséis años. Aparcó a un lado y, dejándose caer en el asiento, vació sus pulmones preguntándose qué estaba haciendo allí. Inmediatamente las imágenes de aquella tarde, aquella que cambió todo entre Gina y él, inundaron su mente sin permiso.
Gina llevaba aquella camisa roja floreada, esa que solo se ponía cuando la obligaba su madre. Según ella era «demasiado fina y repipi». Sonrió al recordar cómo fruncía los labios cuando protestaba. El brillo desafiante de sus ojos, las ondas rebeldes de su cabello dorado y salvaje y sus brazos cruzados frente al pecho en un gesto terco que a él le parecía de lo más gracioso. Pero aquella tarde no estaba molesta por llevar la blusa roja. Su enfado estaba provocado por algo mucho mayor: su vida acababa de cambiar irremediablemente. Al igual que la suya, que mutó junto a la de ella.
Recordó el momento exacto en el que descubrió que así había sido. Acababa de llegar a su casa, subía los escalones de dos en dos y casi estuvo a punto de pasar por alto el sobre celeste que había junto a la puerta. Pero algo lo hizo detenerse al apreciar la letra redondeada de la caligrafía de Gina en el centro del sobre. Lo tomó del suelo y lo sostuvo en sus dedos un segundo, preguntándose por qué la chica le habría dejado una nota en casa cuando habían quedado en apenas veinte minutos. En los pocos segundos que tardó en llegar a su cuarto se le pasaron por la cabeza varias teorías, pero ninguna lo preparó para descubrir que aquella era una carta de despedida. Gina se marchaba del pueblo. Obligada por sus padres y de manera inmediata.
No podía creerlo. La mera posibilidad de que el contenido de esa nota fuese real le generó un nudo en el pecho tan doloroso que amenazó con hacérselo estallar. Se vio petrificado frente al papel. Y después comenzó a respirar con dificultad. Entonces decidió salir corriendo de allí, buscarla y que ella le dijese que solo había sido una broma pesada.
No recordaba cómo había llegado hasta la casa de Gina, solo que corría tanto como sus piernas eran capaces de soportar. Pero, aun así, a su llegada, solo atinó a ver la parte trasera de la ranchera del señor Walters alejarse por el camino de tierra en dirección a la salida del pueblo. Decidió entonces atajar por la arboleda que bordeaba la carretera y así intentar interceptar el vehículo antes de que abandonase la población. No sabía lo que haría cuando lo consiguiese. No se paró a pensar que nada de lo que hiciese impediría su marcha, así que corrió y corrió como si su último aliento dependiese de que consiguiese alcanzar ese coche. Y lo hizo.
Justo tras la última curva del camino, bajó derrapando el sendero y se colocó frente a él. El señor Walters tuvo que dar un estrepitoso frenazo para no atropellarlo. Oyó a la madre de Gina gritar. A su padre saliendo a cerciorarse de que no le había causado ningún daño, pero él solo prestaba atención a la chica que bajó del coche y corriendo se lanzó a sus brazos con los ojos brillantes por las lágrimas. La estrechó con fuerza, la pegó a su cuerpo como no había hecho en aquellos diez años de preciosa amistad que habían compartido. Olió su cabello y lo acarició pegado a su hombro, sintiendo su aliento entrecortado contra el cuello. Y, sin saber cómo, se escuchó a sí mismo pronunciando las palabras que había guardado durante tantos años en su corazón: «Gina, te quiero». Lo dijo en un susurro tan quedo que creyó que ella no lo habría oído, hasta que levantó el rostro y lo miró con los ojos muy abiertos. Inundados de una mezcla de incredulidad y fascinación. Estaba tan hermosa que no dudó en hacer lo que durante tanto tiempo había deseado.
La besó en los labios.
Todo su cuerpo despertó para ella en ese momento. Se sentía a punto de estallar por las emociones que lo poseían y se separó de ella antes de verse consumido sin remedio. Jamás olvidaría su rostro en aquel momento. Su mirada, el sabor de sus labios inocentes y llenos. El único y preciado momento en el que fueron suyos.
La madre de Gina no tardó en llegar hasta ellos y, tomando a su hija por el brazo, la apartó de él. Gina protestó y se revolvió, pero no consiguió zafarse del agarre. Y ya solo le quedó ver cómo el coche arrancaba y se la llevaba de su lado para siempre. La última imagen que retenía fue viéndola apoyar la palma de su mano en el cristal trasero del coche mientras su mirada, bañada por las lágrimas, hacía resplandecer sus preciosos ojos verdes.
El recuerdo de aquel momento aceleró el pulso de Justice, desbocándolo en su pecho. Hacía muchos años que no se abandonaba a ese recuerdo. Tantos como necesitó para concienciarse de que Gina ya no volvería a formar parte de su vida. Le había costado hacerlo, pero el hecho de que ella no contestase ninguna de las cartas que él le envió durante su primer año de ausencia, terminó por convencerlo.
Se frotó el rostro con ambas manos y respiró con profundidad. El cansancio, las emociones de los últimos meses, la muerte de la abuela Jo y las constantes preguntas de los insistentes de sus vecinos estaban haciendo mella en él. Y no podía consentirlo. Tenía que centrarse en su trabajo y en su familia, especialmente en Nicole. Nada más importaba. Haría lo que fuese por ella. Daría la vida por su pequeña guerrillera. El resto estaba de más en su vida. Incluido el recuerdo persistente de Gina.