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ОглавлениеPRÓLOGO
Por Nelson Castro
“Cuatro característica corresponden a un juez: escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente”.
SÓCRATES
Noviembre de 1983: corrían los días previos a la restauración plena de la institucionalidad democrática en la República Argentina tras las elecciones del 30 de octubre que ganó la fórmula de la Unión Cívica Radical integrada por Raúl Alfonsín y Víctor Martínez. Una de las tareas a las que se abocó de inmediato el presidente electo fue la de constituir una nueva integración de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, un poder esencial en la vida de una república. Consciente de ello y del momento clave que se vivía, y en total acuerdo con su objetivo de terminar con las antinomias y de dar pasos concretos en pos de la consolidación de la democracia a través de la participación de la oposición en el armado institucional del poder, el Dr. Alfonsín tuvo una iniciativa de alto significado e impacto: le ofreció la presidencia de la Corte Suprema a quien había sido su principal adversario en la contienda electoral: el Dr. Ítalo Argentino Luder. Así fue como un enviado del mandatario electo se apersonó en el domicilio del Dr. Luder, a los fines de hacerle formalmente ese ofrecimiento, que este último, sin dimensionar su envergadura y su dimensión republicana, rechazó.
Este hecho —que tiene como precedente histórico la iniciativa del Gral. Bartolomé Mitre, quien el 18 de octubre de 1862, dos días después de promulgar la ley número 27 que reorganizaba el Poder Judicial, le ofreció integrar la Corte a uno de sus opositores acérrimos, Valentín Alsina— sirve para ilustrar la naturaleza política que tiene el proceso de designación de los jueces en nuestro país. Son los dirigentes políticos los que tienen la última palabra en la compleja trama que culmina con la nominación de cada uno de los magistrados. Quien firma las designaciones en última instancia es el presidente de la nación.
Los jueces son, por lo tanto, un reflejo de la calidad de la clase política. Es verdad que hay en la Justicia una mayoría de personas honestas. Sin embargo, las deshonestas, aun siendo minoría, logran alcanzar posiciones de preponderancia a través de las que dañan severamente la calidad y, por ende, la credibilidad del Poder Judicial.
Cuando el expresidente Carlos Menem amplió el número de miembros de la Suprema Corte lo hizo con un objetivo: tener una mayoría adicta.
Cuando, siendo senadora, Cristina Fernández de Kirchner impulsó la reducción del Consejo de la Magistratura y luego, como presidenta, intentó imponer la Ley de Reforma Judicial, su intención era la de colonizar el Poder Judicial con sus acólitos.
En el variopinto panorama que ofrece la Justicia, cohabitan:
Jueces que reprueban los exámenes.
Jueces que son nombrados luego de que quien los designa se saltee el orden de mérito.
Jueces que van a jugar al tenis con el presidente de la nación.
Jueces con escasa o nula formación jurídica.
Jueces con patrimonios imposibles de justificar.
Jueces con vidas indecorosas.
Jueces ligados al narcotráfico.
Jueces que demoran o apuran fallos según el momento político del gobierno de turno.
Las consecuencias de estos males son graves porque, en definitiva, terminan por consagrar la impunidad de quienes ocupan cargos de poder y minan la confianza de la ciudadanía. Dijo Simón Bolívar: “La Justicia es la reina de las virtudes republicanas y con ella se sostiene la igualdad y la libertad”. Por ello, sin Justicia no hay república, algo de lo cual la Argentina tiene una necesidad absoluta.