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CLAUDIO BONADIO: EL JUEZ DE LA EMBAJADA

Unos destellos de luz le llamaron la atención. Le impedían ver con nitidez. Su obsesión, aplicada a todo en su vida, le anticipó que no se iba a resolver con una mera consulta oftalmológica. Ese primer especialista fue el que le recomendó que viera a un neurólogo, que a su vez le prescribió la primera tomografía computada. Eran días calientes en Comodoro Py. La causa conocida como los cuadernos de las coimas había estallado pocos meses antes, y, en el centro de las críticas de un medio centenar de políticos y empresarios, estaba él. Su salud comenzaba a jugarle una mala pasada.

El cronograma que los médicos estipularon se cumplió con extrema precisión: después de la primera operación para extraer el tumor, había que esperar siete meses. Y así ocurrió, con la rigidez que se plasman en las resoluciones judiciales cuando se determina una fecha. Era abril de 2019 cuando sorpresivamente Claudio Bonadio pidió una licencia por quince días. En los pasillos de Comodoro Py los rumores eran cada vez más grandes. Algunos especularon con su jubilación, basándose en que la causa que instruía en Dolores su par Alejo Ramos Padilla haría caer la que con tanto recelo llevaba desde hacía ocho meses, la de los cuadernos de las coimas. Otros empezaban a hablar de una enfermedad. El juez se ausentó desde el primero de mayo hasta el quince del mismo mes.

El turno para la tomografía se consiguió con la premura que el caso ameritaba, muy a su pesar, porque buscó dilatarlo lo más que pudo. Nadie sabía de la situación, a excepción de una persona, la responsable de conseguir el turno y de colocar en su historia clínica el nombre de su madre ya fallecida. Nadie podía saber lo que ocurría. Ingresó a la clínica por una puerta lateral y permaneció varias horas sometido al riguroso estudio. Su familia no lo supo sino mucho tiempo después.

Esos días, en los portales de noticias y en los diferentes medios de comunicación, no se hablaba de otra cosa que de la salud del magistrado. Se llegó a decir que la situación era delicada, sobre todo cuando se confirmó que había sido operado de un tumor en la cabeza y que se había internado con otro apellido y bajo un fuerte operativo de seguridad.

Hubo quienes se ilusionaron con el retiro anticipado del juez, sobre todo cuando pidió extender la licencia por una semana más, es decir, hasta el veintidós de mayo. Era una realidad, su cuadro era grave y los rumores sobre una enfermedad terminal cobraban mayor robustez. Fue sometido a una cirugía en carácter de urgencia, y la misma persona que lo había ayudado a guardar una extrema reserva sobre la situación fue la que anotició del cuadro a la familia, no debía atravesar ese momento en soledad. Aquella operación tenía un calendario predeterminado, los médicos anticiparon que en siete meses y una semana todo podía ser peor.

Transcurrida la operación, hizo la cuenta precisa. No la pronunció jamás en voz alta. Él y su hijo Mariano eran los únicos que la tenían agendada. Fue un miércoles de mayo cuando volvió a cumplir con su rutina. Llegó antes de las nueve a los tribunales federales. Atrás de él caminaba su custodia que, como siempre, llevaba su maletín plateado, que cuenta con llave y contraseña. Sin esperarlo, ingresó a su despacho, donde lo aguardaba todo el personal del juzgado. Lo recibió un aplauso generalizado ante el cual no pudo ocultar la emoción, pese a la rudeza que siempre reflejaba. “Los registros sobre mi muerte eran exagerados”, dijo, parafraseando a Mark Twain. Aplausos de sus colaboradores y secretarios. Esa mañana el cuarto piso fue de los más transitados. Muchos se acercaron a saludarlo, incluso los colegas con los que tenía marcadas diferencias, quizás porque, a fin de cuentas, son más corporativos de lo que admiten. En su despacho, dejó un mensaje claro: “Hay Bonadio para rato”. Fue más bien una expresión de deseo.

Siete meses y una semana después, la nueva tomografía confirmó lo anticipado. El tumor era peor. No había nada más para hacer. Lo siguiente fue complejo: comenzó a perder la firma, los dolores de cabeza eran insoportables, ya no recordaba sus claves personales, los estudios médicos se intensificaban, pero la decisión estaba tomada: no se iba a someter a nueva operación. Eso tenía una sola consecuencia, la muerte. Le puso fecha, con la misma obstinación con la que transitaba todo.

El último día hábil de diciembre brindó con todo el personal de su juzgado con pleno conocimiento de lo que proseguía. Antes de retirarse, se paró en la puerta de la secretaría privada y, como siempre, con pocas palabras, se quedó observando a Mónica, su secretaria, aquella que conservó como nadie la información más delicada durante los últimos meses. “Cuidate mucho, descansá. No se te ocurra venir en la feria. Te quiero ver en febrero”, le dijo ella, siempre sonriente. Bonadio solo esbozó una sonrisa. Fue la última vez que se vieron.

El 4 de febrero de 2020, a las 6:30, Claudio Bonadio murió en su casa del barrio de Belgrano. Lo acompañaba su hijo Mariano, quien desde la última tomografía se había mudado para acompañarlo, consciente de que caminaban hacia un lugar inevitable. Enojado con el edificio en el que su padre permanecía la mayor parte del tiempo, en el que volcó más energía y desde donde construyó el poder que sabía ostentar, su único hijo decidió que el velatorio iba a ser cerrado, solo para familiares y amigos. Eso confirmaba algo: Bonadio nunca tuvo amigos en Comodoro Py.

“Murió como vivió, con las botas puestas”, reflexionaron desde su reducido entorno. Es una lápida muy pequeña. Sobria. El primer pensamiento es que el poder es efímero o, al menos, temporal. Claudio Bonadio falleció con una certeza: hizo todo lo que quiso y más desde su despacho ubicado en el cuarto piso de Comodoro Py y decidió hasta dónde darle pelea a su enfermedad. Ni un minuto más ni un minuto menos. Su afán por las rutinas y por el control también signaron sus últimos días.

Su despacho permaneció cerrado, intacto, por varios meses. Todo en ese reducido espacio hablaba de él. Sobre el escritorio un lapicero acumulaba lápices negros de todo tipo de hoteles y museos, de distinto grosor de mina. Debajo del vidrio de aquel antiguo escritorio marrón oscuro, algunas frases significativas: “Todo pasa”, “No soy tan malo”, entre otras. A la derecha se encontraba la puerta de su despacho. Ahí colgaba una frase por demás peculiar: “No se preocupe, yo tampoco llegué por concurso”. Una ironía a la expresión de Domingo Cavallo que se hizo conocida en los 90 sobre la servilleta de Carlos Corach, en la que figuraba el nombre de Claudio Bonadio, que había sido nombrado por el exmandatario en 1994, tras haber pasado por la política como asesor de Corach.

Conservaba, en aquellas bibliotecas de madera, libros de literatura, de historia y los infaltables en un despacho judicial. Pero tenía una fascinación en particular, le gustaba encuadernar las causas más relevantes que tuvo en sus manos. Para eso se contrataba a un encuadernador que conocía desde hacía años esta manía de Bonadio. En un estante de la biblioteca se observaba, como si fueran enciclopedias, los expedientes más complejos: tragedia de Once, la firma del memorándum con Irán, entre las más resonantes.

Algo lo caracterizaba: su desconfianza hacia todo. En los últimos años se había vuelto más solitario, algunos hoy lo atribuyen al volumen de trabajo acumulado con gran peso político. De sus años en el edificio, sus allegados colocan en la reducida lista de amigos a los exjueces Gustavo Literas y Gustavo Bagnasco, ambos renunciaron en 2001 con denuncias presentadas en el Consejo de la Magistratura. Pero los años más calientes, en los que públicamente se convirtió en el enemigo número uno de Cristina Kirchner, pocos colegas tocaban la puerta del juzgado once. Sí se hacía tiempo para tomar un café con el fallecido fiscal Jorge Di Lello, “los dos peronistas confesos del edificio”, define una de las personas que conocía el movimiento del despacho.

El sonido de ese lugar con ventanas que daban a la avenida Comodoro Py era siempre el mismo, la radio de fondo, que contrastaba con su tono de voz monocorde, moderado, de pocos decibeles. La misma emisora día tras día con una sola finalidad, que nadie escuchara nada de lo que se hablaba ahí. Su hijo Mariano se quedó con muy pocas cosas de todo lo que había en aquel despacho. Entre ellos un dibujo original obsequio de Menchi Sábat, el artista plástico y periodista gráfico, que mostraba a Cristina Kirchner visiblemente enojada señalándolo a Bonadio, que había sido dibujado acostado. “¿Qué interpretás de esa imagen?”, solía preguntar. Su respuesta era inmediata: “Será que me quiere sometido”. Las risas posteriores concluían el breve y reiterado diálogo.

Un fuerte, por demás blindado, ese despacho era temido por muchos y repudiado por otros. Para muchos Bonadio, en los noventa, era un “político que ejercía la magistratura y se convirtió en un juez que hacía política”. Así deslizaron abogados y funcionarios judiciales. Él no desconocía esa y otras definiciones en su contra. No le importaban, la camaradería no fue lo suyo. “Era un lobo solitario”, describe un juez con más de dos décadas en Comodoro Py. Estoico, arribaba siempre a la misma conclusión: “Sé dónde escuchar, tengo pajaritos que me cuentan qué está pasando”. Poco le importaba lo que dijeran de él, incluso lo que sus pares sostenían sobre su accionar judicial. Prueba de ello era su constante ausencia a los almuerzos habituales de muchos jueces.

Otro hecho define a Claudio Bonadio: fue el juez federal que más denuncias acumuló en el Consejo de la Magistratura. El listado oficial indica que se radicaron 53 denuncias en su contra. La primera de ellas data de 1999, un año después de haber ingresado como titular del juzgado once en Comodoro Py. Ni una sola de esas causas lo inquietó, jamás. Todas tuvieron el mismo destino y la misma leyenda: “Desestimar el pedido de apertura del procedimiento de remoción del Dr. Claudio Bonadio”.

Durante sus años como juez federal vio pasar expedientes por doquier e investigaciones de lo más variadas. Los últimos años: las principales causas contra Cristina Kirchner quedaron radicadas ahí. El paso del tiempo generó muchas controversias respecto a su persona. Querido por muchos y odiado por otros, sin embargo todos coinciden en definirlo al menos con dos palabras: obsesivo y obstinado. Impensada sería la definición que llegaría de alguien que perteneció al círculo íntimo de los Kirchner, el ex contador de los expresidentes Víctor Manzanares, quien lo definió como un “pitbull que le salvó la vida”, algo que podría parecer extraño dado que fue el magistrado el que ordenó su detención en el 2017 en el marco de la causa Los Sauces (la inmobiliaria de la familia Kirchner investigada por lavado de dinero).

La década menemista marcó un cambio de época y empezaron a aparecer casos judiciales de impacto mediático por su vinculación con el poder político. Entonces todo se concentraba en el despacho de Bonadio. En aquella época le tocó investigar el enriquecimiento ilícito del exministro Domingo Cavallo. También tuvo, en su comienzo, el expediente por el encubrimiento del atentado de la AMIA, pero fue la cámara federal la que le quitó la causa con fuertes críticas hacia el accionar como juez, al considerar que debió haberse apartado voluntariamente del caso cuando el gobierno de Fernando de la Rúa acusó al ex ministro del Interior Carlos Corach, con quien él había trabajado.

Otros casos de renombre crecían en Comodoro Py, como la valija de Amira Yoma (cuñada de Carlos Menem), en la que se encontró dinero que provenía del narcotráfico y por la que fue sobreseída definitivamente en 1994. También resonó entonces la causa por el pasaporte falso del sirio Al Kássar, quien estuvo relacionado con importantes ex jefes de Estado, entre ellos Menem. Casi como un presagio de los tiempos actuales, el poder político y el judicial compartían encabezados de noticias asiduamente, donde no se distinguiría la división de poderes.

El último caso de impacto mediático y también judicial que tuvo en sus manos fueron los cuadernos de las coimas. La intensidad que se vivió en ese juzgado desde agosto de 2018 hasta que, meses antes de morir, elevó todo a juicio oral, marcaron un nuevo ritmo de trabajo. Para entonces, quienes trabajaban con él creyeron ver una versión más amable, un poco relajada del juez. Pero duró poco. Volvió aquella rutina de horarios tempranos, salidas casi nocturnas del edificio. Trabajo que continuaba en su casa interrumpiendo los tradicionales domingos de almuerzo familiares. Contaba, en la propiedad del barrio de Belgrano, con una suerte de estudio rodeado de bibliotecas que exponían más de cinco mil títulos de literatura, una colección de grandes filósofos y un sector de derecho. Todo estaba organizado temáticamente: cientos de libros sobre peronismo y una gran parte en contra del partido político con el que se identificaba. Tenía una máxima: “Si te vas a pelear con alguien, tenés que saber qué piensan quienes lo defienden y quienes lo atacan”.

En esa amplia colección incluyó, el último tiempo, todos los libros de Arturo Pérez Reverte, combinada con el sector donde ubicaba novelas policiales y negras, libros por doquier del escritor estadounidense Mario Puzo y más. Había de todo un poco, distribuido con un criterio específico y regido por un lema: si no se enganchaba en las primeras cincuenta páginas con lo que estaba leyendo, pasaba al último lugar de su biblioteca, una suerte de rincón del olvido. Con la casa en venta, hubo que desarmar ese espacio sagrado y más de tres mil libros fueron donados a una biblioteca de Humberto Primo por su hijo Mariano. Los restantes fueron conservados y guardados en cajas, bajo el orden impuesto por su dueño, junto a una enorme cantidad de recuerdos de los que nunca se deshizo: cartas de su exesposa cuando eran novios, todos los boletines escolares de su hijo, diplomas, papeles inesperados. Supo resguardar todo con un “importante grado de sentimentalismo, algo que nunca expresaba”, dijo una persona que lo conoció en detalle.

Esa imagen contrasta con la descripción que realizan quienes convivieron con él en los tribunales de Retiro. Bonadio era observado como un libre jugador, un outsider. “Era necio, también, muchas veces, a la hora de resolver”, expresó alguien que conoció de cerca su trabajo. No admitía jefes, se tomaba su tiempo para los enojos. La calma no lo caracterizaba, pero sí la astucia para la política. Supo tejer lazos con todos los dirigentes peronistas, incluyendo a Néstor y Cristina Kirchner, razón por la cual se llegó a pensar que esa fue la razón por la que entre 2010 y 2011 el magistrado sobreseyó del delito de enriquecimiento ilícito a los secretarios de los expresidentes Isidro Bounine, Daniel Álvarez y los fallecidos Fabián Gutiérrez y Daniel Muñoz.

Ocho años después los nombres de aquellos exsecretarios aparecieron en el caso de los cuadernos. Entonces Cristina Kirchner lo había declarado el “no juez” y su enemigo público número uno. Otros aires. Eran esos tiempos, abogados, imputados y sus propios pares señalaron que su despacho era “la embajada”. ¿La explicación? Porque ahí, sostenían entre risas, “no rige la ley argentina”.

Nadie pudo aconsejarle cómo evitar ciertos enfrentamientos políticos e internos, no aceptaba ninguna sugerencia al respecto. “Era un espartano en el sentido más amplio del concepto”, reflexionó una persona de su entorno, y no a modo de crítica. “Era una persona enfocada, nadie lo sacaba de lo que ya había decidido que iba a hacer, pero no era un mamarracho jurídico como muchos decían”. Claro está, dependía de dónde se leyeran sus resoluciones judiciales. Las voces en contra de esa defensa, que son muchas, arguyen la cantidad de prisiones preventivas que dictó en el caso cuadernos: más de setenta personas terminaron en prisión. Ante esos sucesos, en los pasillos de Comodoro Py, utilizaban otra referencia: “Es un buen tirador”. El comentario, que aludía a su determinación cuando quería llegar a algún lugar con una causa judicial, también refiere a su gusto por las armas y la caza. Asiduo al polígono de tiro, era un amplio conocedor de la materia. Incluso guardaba en su despacho dientes de jabalí que conservaba como trofeos, incluso con la fecha de su obtención.

También coleccionaba armas. Una era conservada con particular celo, la pistola Glock “que me salvó la vida”, como solía reiterar. En 2001 protagonizó un hecho de inseguridad en el que un amigo suyo resultó herido y dos delincuentes terminaron muertos. “No sé si algo se quebró en su interior, pero hubo un cambio notorio. Su alma se cargó dos vidas y no fue fácil para él”, confesó alguien cercano a su familia.

Otra ruptura: cuando su hijo Mariano fue denunciado por lavado de dinero. La AFIP arremetió contra su hermano con otra investigación. Siempre dijo que ese límite “no debería haberse traspasado”. Propios y ajenos vinculan esos dos sucesos con las decisiones que, en el marco de varios expedientes, tomó sobre Cristina Kirchner y sus hijos, Máximo y Florencia Kirchner. Desalojos, intimaciones, cartas documento, intervenciones sobre bienes y empresas. La defensa reiteraba que esas medidas no tenían sustento jurídico. Pese a que una de sus frases de cabecera era “los caballeros no tienen memoria”, en este caso no aplicó.

Ese último fin de año, se despidió del personal sabiendo que era la última vez que los vería. Pero no se lo dijo. Cuando llegó a su casa, le hizo prometer a su hijo que cuando muriera, debía conservar tres cosas: “El arma que me salvó la vida, el rosario que siempre tengo conmigo y la lapicera con la que firmé todas las resoluciones”. Así se cumplió.

Su despacho iba a ser sede de un homenaje que le rendirían los jueces y fiscales. Se retiraron cosas, se pintó y se modificó la disposición de los pocos muebles que quedaron. Pero el homenaje nunca se concretó: incluso muerto, su figura siguió dividiendo aguas. El personal del juzgado 11, por lo bajo, coincide: “Tampoco le hubiese interesado”.

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