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HERNÁN BERNASCONI: EL JUEZ DEL MONASTERIO

El comienzo del fin de su carrera judicial fue un jarrón de terracota. No dimensionó seguramente el impacto mediático de su decisión: había detenido a Guillermo Cóppola, representante y amigo de Diego Maradona. Lo mantuvo 97 días tras las rejas. Fútbol, farándula, televisión en vivo, escándalo. El caso Cóppola, como se lo conoció en los 90. Los ribetes más llamativos fueron parte de un expediente que después la justicia desestimó llevando al banquillo de los acusados al exjuez Hernán Bernasconi, artífice de todo. Luis Miguel, Pablo Escobar Gaviria, Maradona, Guillermo Cóppola, todos estaban nombrados como parte de una mega banda narco.

El 9 de octubre de 1996, un grupo de policías extrajo de ese famoso jarrón que Cóppola recibió de una exnovia 406 gramos de cocaína de baja pureza. Pero ese último detalle no los eximía de la tenencia, que fue la excusa para librar un conjunto de órdenes de detenciones y, así, abrir el expediente. La causa judicial cayó en manos del juez Hernán Bernasconi, quien inauguró el juzgado federal de Dolores. Ese año, por decisión suya, se procedió a la detención de Héctor Yayo Cozza, Tomás Simonelli y Claudio Cóppola, que no tiene parentesco con el exrepresentante de Diego Maradona. La seguidilla de prisiones preventivas continuó días después, cuando cayó el exjugador Alberto Tarantini, a quien le encontraron droga cuando estaba en la casa de su amiga Natalia Denegri. La entrega de Guillermo Cóppola ante el comisario Emilio Azzaro, a causa de la orden de detención que se libró en su contra, fue el broche de oro de esos operativos.

Aquel escandaloso y mediático caso catapultó a la fama a un juez que tenía más aspiraciones políticas que judiciales, pero que nunca creyó en los efectos colaterales de la causa. Una veintena de jueces tuvieron a cargo la investigación que se radicó en cuatro ciudades diferentes. Después de aquel derrotero, cuando finalmente logró avanzar hacia la instancia del juicio oral, el Tribunal a cargo dio un giro sustancial al caso: invirtió los roles de los protagonistas y fue así como los acusadores terminaron acusados y los que estaban en el banquillo lograron recuperar la libertad y quedar eximidos de cargos.

El tramo final de la carrera del exjuez de Dolores se escribe a través de Guillermo Cóppola, sin duda. El exmánager no lo nombra nunca, no pronuncia su nombre, como si ese gesto le permitiera olvidar lo que le tocó vivir, y porque lo considera indigno. “Un delincuente, él y sus secretarios. Y junto con tres policías adscriptos a ese juzgado, todos presos, expulsados de sus funciones. Me metieron en la cárcel. Decían que yo integraba una asociación ilícita, y los de la banda eran ellos, que se dedicaban a perseguir a ricos y famosos”, recuerda en el presente. El enojo sigue vigente. Aunque con terminología más técnica, la justicia le terminó dando la razón muchos años después.

Cóppola estuvo en dos prisiones, en las que recibió las incansables visitas de Diego Maradona. Hasta que el 15 de enero de 1997, el juez federal Carlos Liporaci firmó la resolución que le permitió esperar en su casa el juicio oral. En la resolución, se dejó constancia de que hasta ese momento, 97 días después de que Bernasconi hubiera librado la orden de detención, no había pruebas suficientes para acreditar que la noche del 30 de septiembre del año anterior, Cóppola había suministrado en forma gratuita estupefacientes o que facilitó su departamento para que se consumieran drogas.

El escándalo contaba con las declaraciones de Natalia Denegri, quien aseguró —aunque no bajo juramento— que participó en el domicilio de Cóppola de reuniones en las que “se escuchaba música, había sexo, se consumía cocaína y duraban uno o dos días”. El juez Liporaci nunca citó a declarar a Denegri y sostuvo aquella decisión al señalar que lo que ella decía, “por su pública falta de seriedad y su personalidad fabuladora”, carecía de peso y que citarla habría sido una “pérdida de tiempo inútil”. Además, señaló que en ella se advertía “una franca tendencia a la falsificación de las experiencias reales que enlaza con la necesidad de protagonismo, de ofrecerse como espectáculo, de seducir, de tener vigencia…”. El caso se derrumbaba y, con él, la permanencia de Bernasconi frente al juzgado.

—¿Volviste a ver a Bernasconi?

—Una sola vez, en la esquina de mi casa, en un café.

Era un sábado de invierno, como a las 19. Hacía dos años que había dejado la cárcel. Un vecino le avisó que el juez que lo había mandado a prisión se encontraba en el café, sentado contra un ventanal que daba a la calle, con un cortado sobre su mesa. En jogging, sin preocuparse demasiado de su aspecto, no dejó pasar la oportunidad. Se dirigió al lugar. Le hizo una seña con la cabeza al encargado, que fácilmente entendió todo, y los dejó solos. Bernasconi leía un libro. Guillermo se acercó a la mesa de madera desgastada, se lo arrebató de las manos y, acto seguido, lo tiró al piso. “¿A la esquina de mi casa tenés la desfachatez de venir, vos que tanto daño me hiciste?”, lo increpó. Bernasconi no pronunció palabra, no bajó tampoco su mirada. Cóppola continuó: “Decime por qué lo hiciste, no te pido más. Solo explicame por qué y no se lo digo a nadie”. Entonces sí, Bernasconi, que estuvo prófugo cuando se le dictó la orden de detención, agachó la mirada. “Esto es lo que sos, un pobre tipo. Cagón, cobarde, saliste corriendo, te profugaste”.

Con 50 años, en octubre de 1996, Bernasconi alcanzó, a su criterio, el cenit de su carrera como juez federal. “Había desbaratado una narcobanda vip que abastecía de droga a ricos y famosos, capitaneada nada menos que por el mánager de Diego Maradona”. De eso pasó a la clandestinidad durante tres meses, a dos cárceles cariocas, a una prisión en Argentina y a no poder ejercer nunca más como juez.

Hernán Bernasconi estudió en San Justo en 1974. Lo recuerda él mismo: “Estudié en medio de conflictos sociales. Entre la muerte del general Perón y la asunción de Isabel Perón, se produce un ajuste económico muy severo, el llamado Rodrigazo. Años después, en 1977, me secuestran, como a tantos otros. En La Matanza hubo mucha gente que desapareció, algunos tuvimos la fortuna de quedar vivos, sobrevivir”.

Sus primeros pasos en el derecho fueron como abogado laboralista, desde los 70 hasta 1983, cuando Argentina volvió a la democracia. Representaba en aquel entonces a la Unión de Obreros Metalúrgicos (UOM). Tenía una larga trayectoria de militancia en un espacio que respondía a la Juventud Peronista. Cuando se refiere a La Matanza, su tierra de origen, se percibe un dejo de nostalgia. Sintió que lo expulsaron las internas políticas y que no quería seguir construyendo ahí. Entonces vino, desde la misma política que criticaba, el ofrecimiento para convertirse en juez federal de Dolores. Se despidió así de los cargos que había asumido como secretario de Justicia y director del Mercado Central durante el gobierno de Antonio Cafiero. También había asumido como diputado provincial y congresal nacional del justicialismo. “Quería volver a mi vocación, que era y es el mundo del derecho. Me propuse desempeñar esa función de magistrado, de una manera, si se quiere, militante, de hacer justicia sin importarme si la persona era poderosa, rica o famosa”.

Así inauguró un juzgado que carecía de mobiliario, de personal y de lineamientos de trabajo. Para emprender aquel desafío, buscó al abogado que se ocupó de llevar adelante su divorcio, Roberto Schlagel, y le otorgó el puesto de secretario. El abogado recorrió la pequeña localidad un fin de semana junto con su esposa, inspeccionó sus calles, la plaza que queda a 300 metros del juzgado, experimentó la tranquilidad de aquel poblado de 22.000 habitantes y, convencido del cambio radical que le daría a su vida, un lunes por la mañana le dijo que aceptaba. Comenzaron a transitar esa aventura fundacional que los conduciría a ambos a prisión, algo impensado por ese entonces.

Ninguno de los dos provenía de carrera judicial, pero ahora estaban a cargo de un juzgado federal en suelo bonaerense mientras comenzaba a desatarse una guerra voraz entre Eduardo Duhalde y Carlos Menem por el sillón de Rivadavia. En esos primeros días, Schlagel le dio dinero a Bernasconi para que fuera al lavadero que quedaba cerca del juzgado a retirar las camisas y los trajes. Aún lo cuenta entre risas, una realidad antagónica a la que experimentaría años después.

“El primer día que fui juez federal no tenía despacho. No tenía un juzgado físicamente hablando, tuve que comenzar por hacer gestiones y alquilar un piso, que es donde actualmente sigue estando el juzgado, hacer reformas, conseguir del administrador de la Corte, doctor Alberto Piacentino, muebles y medios”. Admite que aquello fue una aventura. De la mano del entonces intendente de Dolores César Meckievi, vino una lista de personas para el lugar: maestranza, planta de empleados y funcionarios. La preselección concluyó y en pocos meses quedó constituido el equipo de trabajo. “Muchos de ellos sin ninguna experiencia”, asegura, pero eran vecinos de Dolores, la política le estaba pidiendo un favor, y él no dudó en cumplir. Una mañana, el entonces juez le pidió al cura de la catedral que bendijera las instalaciones. Ese día abrieron las puertas oficialmente.

Si bien no había ejercido nunca como abogado, Bernasconi tenía experiencia en los tribunales del trabajo de la Capital, donde se hizo “desde abajo”, en la mesa de entradas, en la recepción de audiencias. Llevó sus pocos conocimientos a ese personal heterogéneo, pero admite que le costó darle herramientas. “En ese pueblo encontré una gran belleza, en sus calles y en su gente. Recorrí las dependencias policiales de la policía bonaerense —no había policía federal—. Años después logré que se instalara una delegación. Les conté mi misión y mis ideas, cómo íbamos a trabajar, y todos respondieron muy bien”.

Bernasconi se había instalado en una casa a unas diez cuadras del juzgado: “Mi vida cotidiana era de mi casa al juzgado y del juzgado a mi casa”. Sin embargo, en el juzgado recuerdan algunos desvíos de esa rutina, como las reuniones en La Plata con Eduardo Duhalde, o los fines de semana en Capital Federal. “Había semanas en las que hasta el martes no aparecía en el juzgado. Todo lo manejaba yo, tenía dos secretarías, la civil y penal, y las tuve mucho tiempo a mi cargo. Hernán era un político a cargo de un juzgado que frecuentaba algunos días de la semana”, sostiene Schlagel. La política, en efecto, era su gran aspiración. Soñaba con la llegada de Duhalde a la Casa Rosada y, para él, el ministerio de Justicia.

¿A qué hora llegaba? “Y… los políticos arrancan al mediodía”. A esa la hora se lo veía llegar a su despacho, de aspecto impecable siempre, el pelo engominado, de saco oscuro y corbata. Al ingresar, se encontraba con el mate preparado por Renato Bianchini, el encargado de maestranza, quien a veces se quedaba en su despacho cebando mientras él se ponía al día con los expedientes. El escritorio, salvo por una seguidilla de fotos familiares, carecía de toda impronta personal, quizás porque creía que ese despacho era una instancia intermedia hasta el que más le interesaba.

El juzgado de Dolores tiene la particularidad de ser considerado de “competencia federal universal”, es decir que entiende en causas penales, en demandas civiles o administrativas y reclamos tributarios. Todo eso estuvo en manos de Bernasconi y Schlagel, que administraba el juzgado en el día a día. La Causa 1, aún la recuerdan, fue sobre una tenencia de estupefacientes. La Causa 575, la más escandalosa de todas, la investigación sobre Guillermo Cóppola.

La vida social durante esos años en la localidad bonaerense estuvo determinada por las reuniones del Rotary Club, que una vez a la semana realizaba una cena a la que Bernasconi nunca faltaba. Era hábil para las relaciones públicas, la política se lo había enseñado. Los asados con el intendente y otros invitados completaban el circuito de la “rosca”. Algo que compensaba con un grupo de amigos y amigas amantes de la equitación que disponían de un par de hectáreas y de algunos caballos para realizar paseos durante las tardes, no importaba si era en horario laboral, en el juzgado estaba Schlagel manejando todo. En más de una de las fiestas gauchas propias del pueblo se lo vio a Bernasconi desfilando a caballo. Parecía más patrón de estancia que juez federal. O ambas cosas.

Esa imagen era más amena que la que brindaba en el juzgado, con cuyo personal intercambiaba pocas y protocolares palabras. Puertas adentro de su despacho, las palabras fluían más, pero solo con su secretario. “Hernán siempre fue un político en un cargo judicial”, recuerdan desde su equipo de trabajo. No le interesaban las causas, salvo que fueran políticas, que tengan ahí algún rebote”.

Los fines de semana regresaba a Buenos Aires para estar con sus hijos, pero la agenda le marcaba todo tipo de reuniones políticas. “Tengo un gran recuerdo de ese tiempo y del juzgado federal y de la gente de Dolores, siento un gran amor por todos, Alfredo Meckievi, la familia Porrez, Dorcasberro, Avanza, mis secretarias, Lale, Mugarza, el oficial primero Miguel Lascano, que creo que se radicó en otra provincia, Bianchini y tantos otros y otras”, sostiene con cierta nostalgia.

Cuando se le pregunta cuál fue el caso más relevante que llevó adelante en el juzgado de Dolores, sin dudar y en ese tono de voz grave que conserva, enumera una serie de expedientes para dar la idea de que todos revistieron la misma relevancia para él. “Cada caso merecería un libro. Excepto la causa de Cóppola, que terminó con un aborto. Se anuló y se cancelaron las múltiples investigaciones y conexiones con otra causa en Italia”. El caso Cóppola fue un punto de inflexión en su carrera judicial, pero también en sus vínculos con la política.

El 5 de noviembre de 1999 Hernán Bernasconi dejó de ser juez federal de Dolores, después de que el Senado de la Nación votara su destitución. Lo encontraron responsable de la comisión de delito y mal desempeño en sus funciones, aquello mismo que Cóppola denunciaba. Pero las acusaciones se centraron en un expediente cuya carátula era “N.N. Pirillo”. Los senadores de ambos espacios políticos consideraron que el exjuez cometió “errores gravísimos” en su tramitación y que tuvo “notorio desconocimiento de los efectos procesales” en la resolución de un expediente sobre una denuncia de la DGI. “Prevaricato” (actuar en contra de la ley maliciosamente) fue la figura que ganó más votos entre los integrantes de la cámara alta.

En el Senado, el bloque justicialista, que lo había protegido en varias ocasiones, votó para declararlo culpable de tres de los siete cargos que pesaban sobre él. “Las decisiones del juez se fundaron en hechos falsos, dictó órdenes de allanamiento sobre la base del testimonio de agentes encubiertos e incurrió en el mal desempeño de sus funciones”, dijeron en el recinto cuando las manos se levantaron para votar su destitución. La oposición estaba convencida de que había pruebas suficientes para acusarlo de privación ilegítima de la libertad y de haber fabricado pruebas para detener al exfutbolista Alberto Tarantini, pero el gobierno opinó lo contrario. Así fue como, pese a que contribuyeron para que Bernasconi fuera destituido, el menemismo moderó el contenido de la sentencia al impedir que se lo sancionara por dos delitos más severos que integraban la acusación: asociación ilícita y privación ilegítima de la libertad. Ello estaba intrínsecamente vinculado a la mediática y escandalosa causa Cóppola.

Fue una jornada intensa y todo se proclamó cerca de las dos de la tarde, pero hacía días que Bernasconi ya no se encontraba en el país. Luego de que lo suspendieran de su cargo, se anticipó a lo que iba a ocurrir: “Cuando me di cuenta de que mis compañeros peronistas —el senador Antonio Cafiero, el gobernador Eduardo Duhalde y algunos otros que prefiero no recordar— de un día para el otro no me atendían el teléfono, ya iniciado el juicio político, me sentí muy defraudado y me pesaba su condición humana. Ellos me conocían bien, y en particular Duhalde estaba involucrado en la investigación. Había mandado al comisario Azzaro para ponerse al frente de esa investigación policial, y yo me había reunido con él en su quinta y en la gobernación en varias oportunidades. Siempre supo más que yo, pero se hizo el boludo. Le dijo a (Hugo) Anzorreguy que él no tenía nada que ver, que sabía poco o nada y que hicieran lo que tenían que hacer”.

¿Por qué siendo aún juez, decidió profugarse y evadir la justicia? “Estaba extenuado, agobiado por la situación política, fueron tres años de mucha pelea. Mis amigos de la política me llamaron y me dijeron que ya no podían defenderme”.

La política en la que se formó y con la que tendió sendos puentes desde su despacho le dio la espalda. Entonces eligió la clandestinidad. Si bien algunos allegados al gobierno de aquella época sostienen que la SIDE lo ayudó a salir del país y dirigirse a Brasil, su explicación es más llana. Cuenta que tenía un amigo sacerdote que le aconsejó alojarse en un convento cerca de Copacabana para hacer un tratamiento integral. En poco tiempo organizó el viaje. Aún era juez cuando hizo los trámites de migraciones y se dispuso a dejar la Argentina sabiendo que en pocos días estaría violando la ley que él debía aplicar desde Dolores.

Su refugio durante tres meses fue el santuario San Camilo, patrono de los enfermos, en el barrio de Tijuca, una zona residencial de Río de Janeiro. Aunque asegura que la experiencia le permitió “desconectar con todo”, sabía que las acusaciones, la destitución y el pedido de detención que se había emitido desde Comodoro Py lo aguardaban. Pasó aquellos días realizando trabajos holísticos y tratamientos médicos y espirituales. Tenía tareas asignadas, ayudaba a su amigo cura en una favela todos los días. El resto del tiempo permanecía en el convento, evitaba salir demasiado. Conocía el procedimiento, sabía que ya había una alerta roja de Interpol con su nombre y apellido, por orden del juez Gabriel Cavallo. Su una única distracción: terminar una novela que había empezado a escribir en su juventud, Capucha – Capucha, en la que refiere el secuestro que sufrió durante la dictadura militar.

Estuvo tres meses evadiendo todo tipo de controles. Pero un viernes de enero del año 2000 quedó detenido. Interpol había logrado irrumpir en el santuario gracias al seguimiento que las fuerzas realizaron de un amigo suyo, Luis Leite Dos Santos. “La vi venir”, admite hoy. Ese día regresó muy tarde, tras haberse quedado en una librería que quedaba en las cercanías del lugar. Cuando se acercaba a la puerta, vio dos autos estacionados que le llamaron la atención. Ocho efectivos policiales lo rodearon. No opuso resistencia, solo les pidió que le permitieran darse un ducha y agarrar algunos pocos elementos. Nunca antes lo habían esposado.

Esa noche fue trasladado al presidio estatal Ponto Sero. Allí permaneció cinco meses a disposición del Supremo Tribunal de Justicia brasileño. Con una conducta tras las rejas que fue calificada como “excelente”, y con las mínimas medidas de seguridad, no tardó en entablar una cordial relación con otros presos: un grupo de policías corruptos, dos abogados y un político de menor rango. A ellos les dijo que él era un perseguido político, que estaba atravesando ese “infierno por haberme animado a acusar a gente poderosa, pero aun con las pruebas necesarias me acusaron injustamente”. La misma defensa que esgrimió en los tribunales argentinos. Pero hubo un vínculo que aún recuerda con extremo cariño. “Doctor, soy Hernán Toro, narcotraficante”, escuchó luego de su primera noche en el penal. Después le llevó una frazada y le prometió un guiso que no se hizo esperar y que cumplió las expectativas. Mantenían largas caminatas y todavía recuerda —aunque no logra distinguir las verídicas de las inventadas— las múltiples anécdotas que aquel hombre le contaba. De todos modos, era entretenido y eso le ayudó a pasar el tiempo en prisión.

¿Por qué permaneció preso en Brasil? Porque huyó del país antes de ser destituido, por lo que contaba con sus fueros. Después la justicia lo declaró prófugo y dio aviso a Interpol, por lo que se necesitaba un juicio de extradición para que volviera a suelo argentino. Fue el juez Juan José Galeano, que reemplazaba temporalmente a Gabriel Cavallo en la causa contra Bernasconi, quien pidió la extradición.

Aquel enero de 2000 su plan de escape concluyó, y con eso también la posibilidad de evitar el mismo destino que su secretario Roberto Schlagel, a quien el Tribunal Oral Federal N.º 5 había condenado a ocho años de prisión. Bernasconi, antes de dejar la Argentina, lo visitó dos veces en prisión. La última vez le dijo que Duhalde solo lo salvaría a él. Así terminaron su relación. Pero tiempo después Schlagel tendría revancha.

Pasaron 99 días exactamente hasta que regresó al país, lo hizo en el vuelo 1416 de Aerolíneas Argentinas en una fila de tres asientos, en el medio iba él custodiado por policías de Interpol. De camisa clara, pantalones cómodos y menos engominado que cuando ingresaba a su juzgado, Bernasconi vio a lo lejos las luces de Buenos Aires. Estaba sentado en la fila 30, la última. No le colocaron las esposas cuando descendió del avión en Ezeiza, solo traía con él una bolsa amarilla con propagandas en portugués y un pequeño bolso. “Pasó las tres horas de viaje hojeando la revista Veja y el Jornal do Brasil. Dijo que no con la cabeza cuando le ofrecieron los diarios argentinos, que informaban sobre su regreso. También rechazó la comida. No pidió ni un vaso de agua ni se paró para ir al baño. Parecía un poco tenso”, relató Clarín, que subió al mismo avión a un periodista.

Eran otros tiempos para la política argentina. Su primera noche en prisión se lo demostró. Apenas descendió del avión, un vehículo policial lo esperaba en la pista. Lo trasladaron a una sala destinada para personal diplomático, donde le leyeron sus derechos, y dos empleados de las fuerzas lo escoltaron hasta el Escuadrón Buenos Aires de Gendarmería Nacional, donde también estaba preso —entre otros— el extitular del PAMI Víctor Alderete.

Diez días después de su arribo al país, el juez Cavallo lo procesó como el jefe de una banda que se dedicaba a inventar causas por drogas contra gente famosa. La resolución sostuvo que Bernasconi convirtió el juzgado federal de Dolores “en una asociación ilícita que fabricaba pruebas falsas”. Además le atribuyó los delitos de falso testimonio y falsedad ideológica.

En su declaración, Bernasconi responsabilizó a su secretario y a los policías que trabajaban con ellos. Cavallo dijo que “aun si eso hubiera sido cierto, no cumplió con su deber de denunciar lo que hacían sus colaboradores, sino que, por el contrario, hizo gestiones por ellos y, aparentemente, hasta aportó económicamente para su defensa”. Si le faltaba algo a la acabada carrera judicial de Bernasconi fue ese fallo en el que se habló de un “actuar organizado”, y que el extitular de Dolores “fijaba los fines hacia dónde esta asociación ilícita dirigía sus acciones. Estos fueron personas determinadas, escogidas por él a las que se debía involucrar en causas penales mediante la preconfiguración de pruebas o la invención de ilícitos que luego les serían atribuidos”.

Antes de conocerse el veredicto del Tribunal Oral Federal 5, Bernasconi realizó un alegato político que sirvió de poco. “Fui sentenciado en 1996 por el exsecretario privado de Carlos Menem, Ramón Hernández, amigo de Guillermo Cóppola”. Se refirió a él como un “personaje siniestro”, a quien comparó con José López Rega. Durante una hora habló sin trastabillar, dijo que a los jueces los usaron “como mis verdugos y al juicio como un altar de sacrificio”. No faltaron las críticas para los jueces Juan José Galeano y Gabriel Cavallo y contra el ex ministro del Interior Carlos Corach, a quien consideró uno de los artífices de su enjuiciamiento.

Al día siguiente de haber pronunciado aquellas palabras, el 21 de agosto de 2002 Diego Maradona ingresó a los tribunales de Comodoro Py junto con Guillermo Cóppola. Se sentaron a poca distancia, inquietos en sus movimientos ante la mirada de todos los presentes. No eran los únicos: también estaban Natalia Denegri, la joven detenida por el exjuez, y luego testigo en su contra, y el empresario de la noche Carlos Ferro Viera. El bullicio reinaba, y la tensión en el ambiente era palpable hasta que la calma los invadió cuando escucharon lo que querían que sucediera: el tribunal oral condenó a Hernán Bernasconi a nueve años y seis meses de prisión por armar causas contra personajes famosos. “Ganamos”, se escuchó en la sala. Así fue como Diego felicitó a su mánager y amigo. Bernasconi escuchó con un gesto adusto la acusación. No lo sorprendía. A pocos metros de él, varios de los involucrados en las causas que, según dijeron los integrantes del Tribunal, él había armado festejaban. Fue trasladado a la prisión de Gendarmería, donde lo visitó (en dos ocasiones) Roberto Schlagel. La segunda vez solo le dijo: “Hasta acá, Hernán”.

Volvió a estar en libertad un año después, cuando los cómputos —había alcanzado los dos tercios de su condena— le permitieron acceder a la libertad condicional.

Apenas recuperó la libertad, volvió a ejercer como abogado. Asesoró a la UOM de La Matanza y ocupó su tiempo en estudios centrados en cuestiones legislativas y derecho laboral. Aún repite que actuó “en defensa de la lucha contra el narcotráfico” y cuando Guillermo Coppola fue absuelto, expuso otro de sus conceptos: “Con esa medida la droga está de fiesta”. Sin embargo, reconoce algunos errores que, en tanto juez, no se le deberían haber escapado: “El mayor error fue confiar el trabajo en la policía. Otro fue el de sobreestimar el alcance de mi poder. Avanzar en la causa donde estaba el poder político muy metido también es un pecado”.

No puede disimular el enojo que siente al recordar aquellos años. Mide cada palabra. Nunca más pisó un juzgado. Cuando se le pregunta si volvería a ser juez, apela a su fe católica: “Si Dios lo dispone, sería juez”. Se despidió de Dolores cuando eligió la vida de prófugo, pero volvió por última vez cuando recuperó la libertad, para vender su casa y los caballos. Todo eso quedó, para él, en el pasado. La causa Cóppola, que lo catapultó a una fama inesperada, también le expuso los límites del vínculo que había intentado explotar en su favor: el de la política y la justicia. “Si conocés al gobernador que podía llegar a ser presidente, te ilusionás con ser parte de su equipo”, confiesa.

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