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Introducción

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I. Presentación

Es probable que cualquier persona familiarizada con el campo de la educación latinoamericana se haya topado alguna vez con el término educación popular. En el caso de nuestro país, se trata de una noción que se puede encontrar asociada a contextos históricos y proyectos políticos sumamente diferenciados: está presente tanto en el proyecto educativo sarmientino, en las prácticas político-pedagógicas del peronismo de base (a partir de la fuerte influencia de la obra de Paulo Freire en nuestro país en la década de 1970) así como también en múltiples iniciativas educativas desarrolladas en la década de 1990. En la actualidad, la encontramos vinculada a numerosas experiencias emprendidas por organizaciones políticas y movimientos sociales diversos y, particularmente, por aquellos que se auto-definen como movimientos u organizaciones territoriales. Tal vez sea esta gran diversidad de experiencias la que llevó a que, hace más de tres décadas atrás, Pablo Pineau planteara que el concepto de educación popular es un concepto tan recurrente como escurridizo… Tanto “que se vuelve vacío por lo cargado que se presenta” (Pineau, 1988, p. 1).

En este libro se condensa una investigación antropológica que, lejos de querer clarificar el contenido del término educación popular se preocupó más bien por todo lo contrario: una etnografía de la educación orientada a suspender los múltiples contenidos teóricos que se le han asignado al término para intentar dar cuenta de realidades concretas que se producen asociadas a él. En ese camino, documenté y analicé procesos heterogéneos, polisémicos y contradictorios que me invitaron a ir tomando cada vez mayor distancia de los sentidos que se condensan en torno a la categoría teórica de educación popular y que asignan ciertas nociones arquetípicas a lo que ocurre en su nombre.

Fue en la distancia recorrida entre esos supuestos –ajenos pero también propios– y la realidad que logré reconstruir a partir del trabajo de campo y en diálogo con otros autores y autoras que se escribió esta investigación. Espero que el lector/la lectora encuentren en ella que me he acercado con cierto éxito a la tarea de analizar procesos que evidencian que las experiencias de educación popular impulsadas por movimientos sociales no poseen una esencia distinta a otras experiencias educativas: tienen tanto de particular y de universal como cualquier otro proceso educativo (inclusive los que se desarrollan al interior del sistema educativo oficial) si se analizan con la profundidad y el detenimiento con el que una mirada antropológica aborda –o debiera abordar– cualquier fenómeno cultural.

Recorrer ese camino no resultó un ejercicio sencillo, fundamentalmente porque mi trabajo desentonó con gran parte de los estudios sobre educación y movimientos sociales que existen actualmente en nuestro país: estudios que han realizado un inestimable aporte de visibilización y difusión de la existencia de estas experiencias educativas pero que, desde mi perspectiva, han tendido a opacar la complejidad de los procesos que se despliegan en ellas en tanto las presentan como contrapuestas, alternativas y superadoras del sistema educativo oficial. Éste es, al mismo tiempo, presentado también de manera homogénea como mero aparato reproductor de la ideología dominante, como terreno de pedagogía “tradicional”, como espacio de exclusión y de perpetuación de las desigualdades sociales.

En debate con estos trabajos opté por desenfocarme de la categoría de educación popular en tanto categoría teórica para volverla, más bien, una categoría nativa y respecto de la cual debían relevarse su usos concretos en el universo estudiado (Caisso, 2013). En esa exploración se evidenció no solo que el término era utilizado de manera diferencial y hasta disputada por los múltiples actores sociales involucrados en estas experiencias sino que algunos de ellos, inclusive, ni siquiera se sentían familiarizados con él.

A lo largo de los cuatro años de trabajo de campo que realicé, esa exploración se articuló con el registro y análisis de procesos diversos que daban cuenta de una trama educativa y política compleja, socialmente situada e históricamente configurada. Siguiendo los diversos hilos de esa trama reconstruí problemáticas que probablemente le resulten familiares no solo a quienes forman parte, conocen o estudian la cotidianeidad de los movimientos y organizaciones sociales en nuestro país, si no a cualquier lector o lectora que conozca los conflictos que se suscitan cotidianamente en cualquier institución educativa –sea pública, privada, formal o informal–. Conflictos, tensiones y heterogeneidades que pocas veces se analizan o se ponen en evidencia en los estudios del campo de la educación y los movimientos sociales.

El portal de esta investigación se abrió a mediados del año 2009 en la ciudad de Córdoba (Argentina) cuando conocí a Eugenia1, una mujer que formaba parte de una organización política que se definía como de izquierda independiente –es decir, sin vinculación con partidos políticos ni sindicatos ni gobiernos–. Esta organización –a la que aludiré de aquí en más como “el Movimiento”– se había identificado en sus orígenes con el movimiento piquetero argentino, esa serie de organizaciones surgidas hacia finales de la década de 1990, orientadas a la construcción política con sectores populares –identificados fundamentalmente como desocupados2– y cuya metodología de acción directa fueron los piquetes o bloqueos de rutas provinciales y/o accesos a grandes ciudades.

Mi encuentro con Eugenia se produjo en un multitudinario seminario sobre “Teoría e historia de la Educación Popular”. En él, escuché a la mujer contar que el Movimiento estaba llevando adelante la primera experiencia de “Bachillerato Popular” en la provincia de Córdoba. Los Bachilleratos Populares venían, en aquel entonces, tomando popularidad y creciendo en términos cuantitativos mes a mes. Nacían como escuelas secundarias impulsadas por movimientos sociales diversos y estaban destinadas a jóvenes y adultos con escolaridad secundaria incompleta. En términos técnicos generales, demandaban –y aún demandan– a los ministerios de educación de las jurisdicciones a las que pertenecen su oficialización: ser reconocidos como instituciones con capacidad de otorgar certificaciones educativas a los jóvenes y adultos que allí cursan sus estudios3. Como yo me encontraba interesada en comenzar a investigar experiencias educativas en movimientos sociales me acerqué a la mujer, quien no dudó en invitarme a conocer el Bachillerato Popular. Poco tiempo después decidí seleccionar esta experiencia educativa en concreto como referente empírico de mi investigación de Doctorado.

Las hipótesis que formulé en los inicios de mi investigación dan cuenta de mi interés por distanciarme de esos abordajes que, a mi entender, proyectaban una “imagen encantada” (Quirós, 2006) sobre estas experiencias educativas. En esas hipótesis yo sugería que donde los autores solían ver horizontalidad, pedagogía crítica y “respuesta” de los movimientos sociales a una necesidad educativa insatisfecha yo encontraría, más bien, un mundo de intereses políticos bien calculados por parte de las organizaciones de desocupados (así las definía en ese entonces). Esos intereses seguramente eran los que justificaban su inversión de energía en este tipo de proyectos pedagógicos, los cuales asociaba, además, a la intención por formar políticamente a las personas que asistían como estudiantes.

Sin embargo, ya desde el inicio de mis primeras incursiones al campo –a inicios del año 2010– comenzó a volverse evidente que la selección de categorías que había realizado para definir y delimitar el problema de estudio de mi investigación –tanto en el título como en el proyecto todo– no era precisa. El Movimiento, por ejemplo, no resultó ser cabalmente una organización “de desocupados”: aunque gestionaba algunos planes de desempleo que tenían como beneficiarios a vecinos de barrios y villas marginales de la zona sud-este de la ciudad y formaba parte de un Frente nacional que recuperaba la lucha, figuras e ideales de las organizaciones “piqueteras” de desocupados surgidas a finales de la década de 1990, sus integrantes optaban por denominar al colectivo como una organización territorial en algunas oportunidades o como un movimiento político y social en otras. El proceso de investigación me permitiría determinar que en la discordancia entre estas categorías nativas y las categorías que yo había seleccionado se expresaba mi desconocimiento acerca de las transformaciones socio-históricas que se estaban operando en organizaciones como el Movimiento y que redundaban –entre otras cosas– en el cambio de términos con que nombrarse a sí mismas.

Pero si estas categorías resultaban desacertadas para pensar al Movimiento, perdían aun más sentido al buscar referirse a las actividades educativas emprendidas por sus integrantes. En las clases y actividades del Bachillerato Popular (experiencia que comencé a investigar en primer término) no se escuchaba hablar de “desocupados”, ni tampoco eran tan frecuentes –o tanto como yo esperaba– las alusiones al Movimiento, a sus reivindicaciones o a su proyecto político. De hecho, la mayoría de las personas que formaba parte del Bachillerato no pertenecía a la organización. Al inicio de mi trabajo de campo, solo nueve individuos (entre estudiantes y educadores) se reconocían como integrantes del mismo, mientras que la mayoría del plantel docente (que contaba en ese momento con una veintena de integrantes) o bien adscribía a otras organizaciones políticas (fundamentalmente estudiantiles universitarias) o bien no se reconocía como militante de ninguna organización. En el caso de los estudiantes (que contabilizaban alrededor de 30 personas) eran muy pocos –casi excepcionales– los que participaban de las actividades que el Movimiento había desarrollado durante años en la zona.

Una tarde en que realizaba una de mis primeras observaciones de campo, emprendí un diálogo que evidenció esta heterogeneidad de actores y sentidos en la que comenzaba lentamente a sumergirme. Yo me había dirigido al Bachillerato a observar una clase de Cs. Sociales que era dictada por Eugenia. Pensé que en una asignatura como ésa, dictada por una militante fundadora del Movimiento, podría seguramente registrar los modos en que la organización hace jugar sus intereses políticos en relación a esta actividad educativa.

Al llegar al Bachillerato y como la clase aún no había comenzado, Eugenia –con quien había coordinado mi presencia en el lugar– me pidió que explicara a los estudiantes el motivo por el que yo estaba ahí. Para eso, me paré frente a ellos y comencé a contarles sobre qué trataba la investigación. Al intentar enunciar por qué me interesaba en esta experiencia educativa en particular, aludí a lo que consideraba su característica principal: dije que estaba ahí para estudiar “escuelas como éstas, hechas a pulmón por la gente de los movimientos sociales”. Los estudiantes no parecían demasiado interesados en escuchar las explicaciones que justificaban mi presencia en el aula: por el contrario, se mostraban deseosos de que terminara de hablar para que la clase comenzara de una vez.

Cuando mi breve discurso terminó miré a Eugenia para cederle la palabra y que pudiera comenzar con su labor. Sin embargo, antes de que esto sucediera, una estudiante que yo no había advertido como particularmente interesada en la charla quiso volver sobre mi alocución. Preguntó: “Pará (…) cuando decís ‘escuelas como éstas’ (…) decís de adultos, ¿no?”. Miré a Eugenia. No acotó nada, sino que sonrió y me hizo un gesto que entendí como “te toca a vos responder”. Luego se dio vuelta y comenzó a escribir en el pizarrón algunas consignas para la clase del día. La pregunta de la estudiante me confundió. Comencé a ensayar mentalmente otras maneras de decir lo ya dicho, pero no sabía cuál de ellas sería la más adecuada… ¿qué esperaba la militante que yo dijera a los estudiantes? ¿Y qué sentirían estos frente a mi definición sobre algo en lo que ellos participaban? ¿Aprobación, indiferencia, curiosidad?… “Sí, de adultos”, respondí a la estudiante y la clase comenzó.

Si recupero esta pequeña escena para presentar este trabajo es porque expone cómo al intentar definir de manera espontánea la naturaleza de esta experiencia educativa eché mano de mis propias atribuciones sobre lo que allí sucedía. La posibilidad de objetivar estas atribuciones había sido dada por su contraste con la opinión de la estudiante y el silencio de la militante/educadora. Para la primera, mi definición de esta escuela (de este espacio, de esta experiencia que ella estaba viviendo) era tan lejana a su propio entendimiento que ni siquiera buscó indagar en los significados de la misma. No me preguntó, por ejemplo, a qué movimiento social estaba haciendo referencia, sino que retomó el pronombre “ésta” y lo vinculó a su propia interpretación de lo que allí estaba sucediendo (una clase de una escuela de adultos). Para la militante, mientras tanto, tampoco fue menester dar una definición propia de lo que yo estaba intentando definir.

De esta manera se fueron tensando los supuestos que yo poseía y que giraban en torno a la creencia de que en una experiencia educativa “como ésta”, la organización social que la había impulsado tendría una presencia central, politizando el contenido, acercando a los estudiantes de manera explícita a sus reivindicaciones o identificando a estas escuelas con las luchas piqueteras. En otras palabras, llegué al campo esperando encontrar el mensaje del Movimiento como elemento protagónico de esas experiencias educativas. Me encontré, más bien, con experiencias educativas atravesadas por una multiplicidad de sujetos sociales: militantes del Movimiento (con mayor trayectoria asociada a la militancia territorial), profesores no pertenecientes al Movimiento (en general estudiantes universitarios y muchos de ellos militantes de agrupaciones estudiantiles), algunos pocos estudiantes que eran parte de la organización (en el sentido de que participaban de muchas de las actividades aunque no se reconocían como “militantes”) y también una gran mayoría de estudiantes que no habían tenido contacto previo con ella, funcionarios estatales, pobladores de la zona, entre otros. Todos ellos, a partir de diversos saberes, sentidos y expectativas buscaban (no pocas veces de manera conflictiva) dar vida a esta experiencia educativa.

Más adelante, además, comencé a percibir que quienes formaban parte del Movimiento y se involucraban como profesores en las actividades educativas se reconocían como militantes cuando interactuaban con el resto de los profesores o con los estudiantes. Sin embargo, Eugenia y su pareja, Gastón, aparte de ser nombrados como militantes, también se reconocían y eran reconocidos como referentes cuando se encontraban realizando actividades territoriales, en vinculación con los vecinos y pobladores de las villas y barrios que se movilizaban con el Movimiento.

Como fui comprendiendo con el paso del tiempo, esta utilización diferencial de categorías en uno y otro ámbito respondía a características diferenciales de involucramiento político entre las actividades territoriales y las actividades educativas. Esa distancia provocaría no pocos conflictos al interior de las experiencias educativas que analicé (conflictos que llevaron al cierre del Bachillerato Popular en el año 2011) y también al interior de la vida y el activismo de algunos de los sujetos cuyas prácticas analicé. Era una distancia que marcaba además las transformaciones que, en virtud de ciertos procesos estructurales, estaban acaeciendo al interior de los movimientos sociales que habían surgido emparentados con el movimiento piquetero, transformaciones cuyo análisis resultó primordial para entender diversos procesos que se desencadenaban en la cotidianeidad de estas experiencias.

En el segundo año de mi investigación, una nueva experiencia educativa fue abierta por iniciativa de los integrantes del Movimiento: un espacio de educación primaria para adultos que se enmarcó en el Plan Nacional FinEs Primaria, lanzado por el Ministerio de Educación de la Nación. Ese espacio funcionó durante dos años en uno de los locales del Movimiento, y contó con educadores que eran militantes de la organización y con educadores externos a ella. También entre sus estudiantes se contaban algunas personas que participaban asiduamente de las actividades territoriales del Movimiento y otras que se acercaban por primera vez a él a partir de su inclusión en esta experiencia educativa.

Paralelamente al trabajo de campo en el Bachillerato Popular y en el espacio FinEs Primaria fui realizando el registro de otras actividades que tenían lugar en el Movimiento: las rutinas de la militancia territorial. Si bien estas no eran nominadas como actividades educativas por ninguno de los sujetos de mi investigación decidí indagar en ellas en términos de experiencias en las que ciertos saberes cotidianos –vinculados a la militancia territorial– eran apropiados por los sujetos. En ese sentido, las concebí como experiencias educativas o formativas que –aunque de modo implícito y asistemático– tenían lugar al interior del Movimiento.

A propósito del análisis de esta tercera experiencia, y en virtud de la perspectiva analítica que fui construyendo, también aquí tomé distancia de algunos trabajos que indagan en la dimensión educativa de la militancia en los movimientos sociales. A mi entender, estas investigaciones homologan esas experiencias formativas o educativas con los postulados político-ideológicos de las organizaciones, soslayando el modo en que determinados contexto políticos y diversos determinantes estructurales configuran el horizonte de límites y posibilidades de lo que los y las militantes aprenden a propósito de su práctica política.

El objetivo central de la investigación que presentan estas páginas fue analizar la relación entre procesos educativos y políticos a propósito de una serie de experiencias educativas desarrolladas en el contexto de un movimiento social. En ese intento, los interrogantes se multiplicaron, desplazando el interés por diversas problemáticas tales como: ¿Por qué determinadas organizaciones sociales se volcaron en la última década a desarrollar experiencias educativas con jóvenes y adultos? ¿Quiénes son los sujetos que forman parte de estas experiencias en tanto educadores/profesores y en tanto estudiantes? ¿Qué relación se establece entre las prácticas educativas y los sentidos políticos de los sujetos que forman parte de ellas? ¿De qué saberes cotidianos se apropian los sujetos en función de su activismo político? ¿De qué manera se inscriben estas experiencias político-educativas en los procesos sociales más generales que se están desarrollando? Buscando formular posibles respuestas a estos interrogantes puse en diálogo la información que construí a partir de la realización del trabajo de campo con los aportes conceptuales de diversos autores. Presento a continuación los principales aportes con los que dialogué, aunque los iré recuperando en su totalidad a lo largo de los siguientes capítulos de este libro.

II. Los principales aportes conceptuales que retoma esta investigación

Esta investigación se desarrolló desde una perspectiva que concibe a la etnografía no como un conjunto de técnicas sino como una perspectiva de abordaje caracterizada por: 1) un/a investigador/a que se constituyen como cronistas de lo no documentado de la realidad social (lo no familiar, lo cotidiano, lo oculto, lo inconsciente) para dejar testimonio escrito y público de realidades tanto cercanas como lejanas; 2) un producto final que es ante todo un texto descriptivo en el que se conserva la riqueza y complejidad del fenómeno estudiado y cuyo análisis se sustenta en categorías teóricas; 3) una investigación en la que el investigador/la investigadora y su experiencia directa tienen un papel central, generando vínculos personales, cotidianos y prolongados con los sujetos de estudio y realizando al mismo tiempo tanto las tareas de construcción de datos como el análisis de los mismos; 4) una indagación que da relevancia a los significados, saberes y explicaciones locales/nativos sobre los acontecimientos sociales que poseen los sujetos estudiados, colaborando con ellos, manteniendo apertura frente a sus maneras de comprender el mundo y respetando el valor de sus conocimientos; 5) una construcción de conocimiento que parte de la descripción y análisis de realidades particulares pero para responder a inquietudes teóricas y prácticas más generales (Rockwell, 2009, p. 20 y ss.).

La influencia de la etnografía educativa latinoamericana (y fundamentalmente de la obra de Elsie Rockwell) fue decisiva a lo largo del proceso de investigación4. De este campo retomé conceptualizaciones que me permitieron explicar los procesos analizados y que sintetizan extensos debates teórico-metodológicos acerca de los procesos educativos y de su abordaje antropológico. Me refiero fundamentalmente a conceptualizaciones específicas en torno a la naturaleza de las instituciones educativas (Rockwell, 1987, 1995) y a los procesos de apropiación que se desarrollan al interior de las mismas (Ezpeleta y Rockwell, 1983; Rockwell, 1996, 2000).

En relación a la naturaleza de las instituciones educativas la conceptualización propuesta por la etnografía educativa latinoamericana surge fundamentalmente del debate sostenido con la teoría reproductivista en educación. Ésta, representada en términos generales por las obras de Althusser (1970), Baudelot y Establet (1975), Gintis y Bowles (1976) y Bourdieu y Passeron (1977), fue sumamente significativa para contrarrestar el mito liberal que suponía un funcionamiento equitativo de los sistemas educativos capaz de revertir los efectos de la desigualdad social de los educandos. No obstante, al proveer una caracterización unívoca de la escuela como aparato de reproducción de la ideología dominante y de las desigualdades de clase, su propuesta terminó por volverse obstáculo epistemológico al posponer la investigación empírica sobre los procesos contradictorios, reales, de construcción social de la educación básica en América Latina y sus relaciones con las clases populares (Cragnolino, 2001; Rockwell, 2009).

Lejos de desconocer las relaciones de poder o la dimensión analítica de clase social al interior de las instituciones educativas lo que se propone es que, en ellas, si bien predominan los intereses de las clases dominantes, esto no cancela ni la presencia de los sectores oprimidos ni la posibilidad de la articulación de sus diversas acciones en los procesos de oposición a los grupos dominantes (Rockwell, 1987). Esta concepción transforma a las instituciones educativas en objetos solo definibles en términos de su concreción social, histórica y política y entendiendo que

(…) lejos de constituir simples instrumentos usados por el Estado para moldear corazones y mentes (…) se convierten en lugares en los que diversas representaciones de la persona educada entran en juego, son impulsadas, retiradas o elaboradas. (Rockwell, 1996, p. 21).

Esas diversas representaciones que entran en juego –y, más de una vez, en disputa– responden no solo a la diversidad de proyectos educativos que se impulsan desde el Estado a través de políticas, lineamientos curriculares y programas educativos. Responden también a sentidos, prácticas y expectativas educativas que provienen de distintos representantes civiles5: de padres y madres, de asociaciones cooperadoras, de organizaciones políticas, sindicales, comunitarias o religiosas e inclusive de empresas cuyos intereses suelen presentarse de manera más o menos camuflada. Esa heterogeneidad de intereses, sentidos y expectativas en torno a la educación entran en contacto y en un diálogo más o menos tenso en la cotidianeidad de la institución escolar. Rockwell (1987) remite a estas cuestiones al señalar, por ejemplo,

(…) la imposibilidad de establecer una demarcación nítida entre “escuela” y “comunidad” en escuelas públicas sostenidas en cierta medida por los padres de familia y en localidades donde la escuela es el espacio tanto de organización civil como de gestión hacia las autoridades políticas. (p. 29).

Otra noción que forma parte de esta perspectiva conceptual acerca de las instituciones educativas es la de apropiación. Con esta noción se alude a la relación dialéctica entre las condiciones estructurales que ponen a disposición determinados bienes culturales (lenguajes, políticas, recursos, sentidos) y la capacidad individual y colectiva de los sujetos para hacer uso (para apropiarse) de esos bienes (Heller, 1977; Rockwell, 1996). Desde este lugar se complejiza el proceso de aprendizaje humano más allá del modelo de simple “interiorización” o “inculcación” para centrarse en la relación activa entre el sujeto particular y la multiplicidad de recursos y usos culturales disponibles objetivados en los ámbitos heterogéneos que caracterizan a la vida cotidiana (Padawer, 2010).

Al visibilizar la existencia de procesos de apropiación al interior de las instituciones educativas se intenta poner de relieve los modos a través de los cuales los sujetos dan concreción real a la vida escolar y más allá de los mecanismos estatales de control (Ezpeleta y Rockwell, 1983; Rockwell, 1996, 2000). No obstante, y si bien se trata de una categoría que sitúa sin ambigüedad la acción en la persona –en tanto él/ella toman posesión sobre y hacen uso de los recursos culturales disponibles– es necesario localizarla dentro del conflicto social: se debe reconocer que esa apropiación se produce en el marco de relaciones de poder existentes entre los sujetos, algunos de los cuales poseen más poder que otros para apropiarse de aquello que está disponible y tanto en términos materiales como simbólicos (Rockwell, 1996).

En el marco de mi investigación, este concepto me fue útil precisamente para entender que la presencia de programas estatales, el uso de lineamientos curriculares oficiales o la existencia de sentidos educativos hegemónicos en la cotidianeidad de las experiencias educativas del Movimiento no representaban elementos que “contaminaban” un universo educativo “alternativo” o “contra-hegemónico” (suposición que, como veremos en el siguiente apartado, suele ser recurrente en los estudios sobre la temática). Por el contrario, estos elementos eran utilizados de manera heterogénea, eran reformulados de diversos modos y podían ser apropiados por los sujetos –de manera individual o colectiva– con sentidos políticos y educativos inesperados y sumamente potentes. Del mismo modo, la noción me resultó útil para explorar los procesos por medio de los cuales los sujetos que participaban de estas experiencias se apropiaban de las mismas en un sentido político: construyendo motivaciones para su participación que podían inclusive escapar a los sentidos previamente definidos para la misma.

Precisamente en torno a la dimensión de la participación o involucramiento político recuperé aportes teóricos y metodológicos de diversos estudios socio-antropológicos sobre política colectiva, tales como Borges (2009); Manzano (2004a, 2004b, 2007, 2008, 2009, 2010, 2011); Quirós (2006, 2009, 2011); Sigaud (2004); Vázquez (2011), entre otros. Estos trabajos me resultaron importantes porque me invitaron a cuestionar las visiones dicotómicas entre el Estado (como aparatos político-administrativos racionalizados) y la sociedad civil (expresada en movimientos sociales y formas de acción colectiva). Contrariamente a estas visiones, reconstruyen la interpenetración mutua existente entre lo estatal y lo civil y las vinculaciones cotidianas de los activistas políticos con ámbitos, agentes y políticas estatales. Al mismo tiempo, privilegian el análisis de los contextos amplios de vida de quienes participan en colectivos políticos, de las especificidades locales y regionales que configuran las tramas de participaciones y del modo en que históricamente se construyen como legítimas ciertas demandas y formas de lucha6.

Al poner el énfasis en los aspectos contextuales, relacionales e históricos, los aportes de estas investigaciones me ayudaron en el intento por abordar de un modo más complejo los procesos de política colectiva en el marco de los cuales se desplegaban las experiencias educativas analizadas. Además, a través de algunos/as de estos/as autores/as, me acerqué a textos de la teoría política vinculados al pensamiento marxista y/o gramsciano –y en línea, por tanto, con la obra de Elsie Rockwell–. Me refiero a las producciones de Roseberry (2007), Corrigan y Sayer (2007), Crehan (2004, 2019) y Williams (1980). Estos me resultaron útiles para entender que más allá de los posicionamientos ideológicos y discursivos en torno a la “autonomía” de las organizaciones sociales respecto de los sectores dominantes, la política y la cultura de los sectores subalternos y de sus organizaciones existen dentro del campo de fuerza del Estado, y sus posibilidades de acción son moldeadas por él (Roseberry, 2007).

Desde los aportes conceptuales de estos trabajos así como también de lo que retomé del campo de la etnografía educativa latinoamericana pude sostener un debate fructífero con el campo específico de antecedentes sobre educación y movimientos sociales. Veamos a continuación parte de este debate.

III. Los estudios sobre educación en movimientos sociales en Argentina

En los últimos años se ha vuelto notable en Argentina la cantidad de trabajos que abordan experiencias educativas impulsadas por movimientos y organizaciones sociales. Estas producciones provienen de diferentes tradiciones disciplinares, por lo que es posible encontrar trabajos realizados tanto desde la pedagogía, la comunicación social o la sociología de la educación como también –aunque en menor medida– desde la antropología social. En primer lugar, presentaré en este apartado las investigaciones7 que, a mi entender, comparten ciertos supuestos comunes respecto de estas experiencias educativas. Luego me detendré en el análisis de otras producciones que se realizan tomando una distancia crítica de esos supuestos.

Primer supuesto: las experiencias educativas de los movimientos sociales surgen en respuesta a la ausencia estatal

Un primer punto de partida habitual en la bibliografía sobre la temática reside en explicar la emergencia de estos proyectos educativos en función del escenario político y social configurado a partir de la implementación de políticas neoliberales en nuestro país durante la década de 1990. Para ello, diferentes autores (como Elisalde, 2008; Meneyián, 2007; Sverdlick y Costas, 2008; Gluz et al., 2008, entre otros) se abocan a la reconstrucción de las circunstancias políticas, sociales y económicas de este momento histórico tales como la reestructuración y “achicamiento” del Estado, reducción del gasto público, descentralización administrativa y transferencia de responsabilidades estatales de áreas como salud y educación hacia la sociedad civil o hacia el sector privado. Desde aquí, plantean que como reacción y “resistencia” frente a estas políticas neoliberales que tendieron a la des-responsabilización estatal surgieron los colectivos políticos y sociales que más tarde –iniciada la década de 2000– impulsarían experiencias educativas.

Se vuelve notorio que en la mayoría de estos trabajos el análisis de las condiciones históricas que han contribuido a la conformación de estos movimientos y organizaciones sociales y al surgimiento de sus experiencias educativas se detiene en lo sucedido durante la década de 1990 y se extiende, en última instancia, hasta los hechos ocurridos en nuestro país a principios de la década de 2000 –y fundamentalmente en torno a la crisis de diciembre de 2001–. Esto es llamativo considerando que los sucesos de la última década debieran pensarse como relevantes si se considera que una de las experiencias educativas más estudiada (la de los Bachilleratos Populares) tuvo su mayor crecimiento cuantitativo luego de 2005 y fundamentalmente hacia el final de la década de 2000.

Esta operatoria analítica puede percibirse también en la exploración que realizan los antecedentes en relación al análisis del campo de la educación de jóvenes y adultos (ya que es a este sector de la población al que están dirigidas una gran parte de las iniciativas educativas impulsadas por movimientos y organizaciones sociales). Respecto del mismo, se señala que la reforma neoliberal en el ámbito educativo resultó un momento de crisis aguda a partir de procesos como el cierre de la Dirección Nacional de Educación del Adulto, la transferencia de los servicios educativos nacionales a las jurisdicciones provinciales y la pérdida de especificidad de la modalidad a partir de su inclusión dentro de la categoría “Regímenes Especiales”, junto con la Educación Especial y la Educación Artística.

El análisis contextual pareciera detenerse en aquel momento histórico, proyectando las características atribuidas al mismo (“ausencia”-“corrimiento”-“achicamiento” estatal) sobre el contexto actual, soslayando el análisis de las políticas y actuaciones estatales contemporáneas orientadas a la educación de jóvenes y adultos (EDJA) o bien abordándolas de manera superficial y desechando su análisis como parte constitutiva del universo de las prácticas analizadas:

[los Bachilleratos Populares] han optado –como tantas otras organizaciones de la sociedad civil– por “auto-gestionar” aquellas cuestiones o aspectos en los que el Estado se encuentra ausente (…) la continuidad de las políticas neoliberales y los procesos de exclusión son los que justifican su existencia (…) “lo público” puede ser gestionado en el terreno de las organizaciones y movimientos sociales, cuando el Estado se corre de su responsabilidad. (Sverdlick y Costas, 2008, p. 34, el destacado es propio)8.

El Estado, en las últimas décadas, ha desatendido la especificidad del área [de EDJA] y a la vez se permite la implementación, en algunos casos, de costosos programas que no solo no han logrado resolver los problemas educativos de la población en situación de riesgo, sino que son concebidos desde ópticas tecnicistas y de difícil adaptación para esta población. (Elisalde, 2008, p. 95).

De esta forma, se excluye del análisis las condiciones políticas, sociales y educativas actuales en las cuales se inscriben este tipo de organizaciones sociales y las experiencias educativas que impulsan que, como señalé, surgieron fundamentalmente en la segunda mitad de la década de 2000 y se extendieron fundamentalmente hacia finales de dicha década. Desde mi interpretación, este supuesto se ha consolidado y extendido en tanto permite obviar el análisis de ciertas condiciones estructurales que condicionaron el accionar de algunas organizaciones sociales, así como la vinculación con ciertos programas y actuaciones estatales en materia educativa lo cual impediría sostener una visión dicotómica de los movimientos y organizaciones sociales como entidades autónomas y contrapuestas al ámbito estatal.

Segundo supuesto: la vinculación entre los movimientos que sostienen experiencias educativas y el Estado es a partir de la confrontación o bajo el riesgo de la cooptación

Como acabamos de ver, estos trabajos aluden al Estado en función de su achicamiento, su corrimiento o su ausencia respecto de sus responsabilidades educativas. Se propone que a partir de esa situación se constituyó una demanda educativa insatisfecha a partir de la cual, como respuesta, “emergieron” las propuestas educativas de las organizaciones y movimientos sociales. No obstante, el Estado sigue estando presente en estos estudios cuando se analiza, por ejemplo, los procesos de demanda iniciados por los movimientos y organizaciones sociales para que los distintos ministerios de educación provinciales otorguen “legalización” u “oficialización” a sus propuestas educativas de manera que puedan expedir certificaciones educativas a sus estudiantes (entre otras cuestiones reclamadas, como el pago de salarios docentes o presupuesto para infraestructura).

No obstante, la operatoria analítica compartida en torno a esos procesos de demanda es la de presentarla o bien bajo la imagen de abierta confrontación entre Estado y movimientos o bien portando un peligro de “contaminación” de las experiencias educativas. Esta última preocupación conduce inclusive a diversos autores a establecer “tipologías” de vinculación entre el Estado y las organizaciones sociales que impulsan experiencias educativas (por ejemplo, en Gluz et al., 2008 o Dorado et al., 2010). Desde aquí pareciera que son las organizaciones sociales y sus acciones las que colocan o no al Estado –o las que lo hacen con mayor o menor riesgo– en un lugar de centralidad al exigir el reconocimiento (la “oficialización”) de sus experiencias educativas.

Una de las autoras que más profundiza a nivel teórico en su concepción del Estado es Michi (2008) quien reconoce que los movimientos sociales –que llevan adelante las prácticas educativas como las que ella estudia– se encuentran en permanente tensión con aquel:

[los movimientos] se constituyen en actores políticos en relación con el Estado en el marco de la lucha de clases (…) interpelan [al Estado] en términos de derechos y denuncian el incumplimiento de las obligaciones estatales. Reclaman además la participación en la formulación de políticas, en el control de la gestión y en el reconocimiento y financiación de sus proyectos. (Michi, 2008, p. 322).

Sin embargo, pareciera que la autora también adscribe a la idea de Touraine según la cual

los movimientos sociales más importantes (…) no son los que se niegan a intervenir en los niveles [estatales] institucionales y organizativos, sino por el contrario, los que se vinculan a las fuerzas sociales formadas en estos niveles y logran imponerse a ellas, dirigirlas. Aunque su papel sea siempre como agente de impugnación, no de gestión. (Touraine, 1995 citado en Michi, 2008, p. 9, el destacado es propio).

Lo que me interesa señalar aquí es que desde esta discursiva oscilante (que va de identificar a los movimientos sociales como interpeladores del Estado que reclaman participación en la formulación y gestión de la política a valorar como los movimientos más importantes a aquellos que impugnan a las instituciones y se niegan a gestionar9) lo que se cuela es una perspectiva normativista o prescriptiva acerca del accionar de los movimientos y organizaciones sociales respecto del Estado: es decir, que señala qué posicionamiento se debe o no tomar.

Este señalamiento que realizo no cancela la posibilidad de que los movimientos sociales y sus experiencias educativas respondan a los intereses de los sectores populares y se constituyan en proyectos “independientes” o “autónomos” de los sectores dominantes. Pero lo que intento señalar es que esa independencia siempre es una autonomía relativa (Williams, 1980) ya que los sectores dominantes en tanto tales poseen la capacidad de incidir material o simbólicamente sobre esas experiencias, esos movimientos o al menos sobre el lenguaje en el cual se formulan esas demandas (Corrigan y Sayer, 2007; Roseberry, 2007). Considero entonces que la autonomía no puede ser supuesta a priori, como una esencia que portan los movimientos sociales y sus experiencias educativas sino que debe ser examinada en su concreción histórica y social, con sus múltiples contradicciones, avances y retrocesos, y no desde una mirada prescriptiva o normativa en relación a lo que los sujetos colectivos deberían hacer o dejar de hacer.

Tercer supuesto: la dimensión pedagógica de las experiencias educativas de los movimientos sociales se define por oposición a la de la escuela oficial

La naturaleza de “alternativa pedagógica” de las experiencias educativas impulsadas por movimientos sociales suele ser uno de los supuestos más extendidos entre la mayoría de los trabajos del campo específico de estudios sobre educación y movimientos sociales en nuestro país. Esta naturaleza estaría dada por elementos como: otros modos de concebir a los sujetos educandos; nuevas maneras de pensar el rol docente; una selección significativa de contenidos; prácticas diferentes de vinculación entre los proyectos educativos y la comunidad (el “territorio”), entre otros puntos. Por ejemplo, respecto de los Bachilleratos Populares, se enuncia:

[esta iniciativa] se presenta como una opción alternativa a las ofertas educativas existentes, una propuesta participativa y democratizadora (…). Se trata de realizar un trabajo de construcción de subjetividades críticas capaces de participar, opinar, discutir y forjar nuevos destinos, evitando reproducir los clásicos mecanismos expulsivos del nivel de jóvenes y adultos. (Sverdlick y Costas, 2008, p. 9).

Estas iniciativas cuestionan la escuela oficial tanto en sus propósitos manifiestos como en aquellos que se expresan en la gramática de la escolaridad y que constituyen la base de la formación de la subjetividad (…). La oposición [entre la “escuela oficial” y las iniciativas educativas de los movimientos sociales] se centra en torno a las características reproductoras y legitimadoras de la desigualdad social a través del tipo de subjetividad que se construye en las escuelas. (Gluz y Saforcada, 2007, p. 21).

Las prácticas pedagógicas y organizacionales del Bachillerato [Popular estudiado] (…) confrontan con la concepción de la democracia liberal en que se asienta la escuela oficial por su implicación en la reproducción del orden capitalista. (Gluz et al., 2008, p. 6).

Como puede advertirse se caracteriza la dimensión pedagógica de estas experiencias educativas en un juego de oposición constante con las características “tradicionales” de las instituciones educativas oficiales. Éstas, además, son homologadas –desde perspectivas que podemos emparentar a los teóricos de la reproducción– a aparatos estatales que reproducen las desigualdades de clase, antes que como espacios de encuentro de múltiples actores e intereses sociales y donde se despliegan procesos heterogéneos tanto de control estatal como de apropiación de saberes y derechos por parte de los sectores populares.

Es interesante notar que esta mirada que esencializa tanto a la educación oficial como a las experiencias educativas de los movimientos se sustenta centralmente en el análisis de los discursos de los militantes-educadores de las experiencias. Solo Sverdlick y Costas (2008) y Langer (2010) avanzan en el análisis del discurso de otros actores –por ejemplo, los estudiantes– o en el análisis de la cotidianeidad educativa a partir de observaciones participantes. En estos trabajos, no obstante, las situaciones de tensión o conflictividad que se registran a propósito de la heterogeneidad de sentidos político-educativos presentes en estas experiencias son interpretadas como “resistencias” que “se superarán con el paso del tiempo” y/o a través del pasaje –fundamentalmente de los y las estudiantes– por sucesivas etapas en las que interioricen las nuevas formas educativas que no se encuadran en las “costumbres tradicionales”:

los estudiantes desarrollan un interesante proceso que podríamos sistematizar en tres etapas: sorpresa, desnaturalización y apropiación. La primera se caracteriza por diversas manifestaciones de asombro y desconcierto frente a propuestas didáctico-pedagógicas que no se encuadran en las “costumbres tradicionales” (…). Según los casos, la sorpresa puede venir acompañada de aceptación o rechazo. Si se trata de este último, suelen ir de la mano de reclamos constantes por “la vuelta” a las “formas tradicionales de la educación” (…). La segunda etapa, se caracteriza por un proceso de desnaturalización que conlleva su tiempo, sus marchas y contramarchas y también sus conflictos. En la tercera, los estudiantes han interiorizado las nuevas formas y, ya adaptados, las reproducen, critican y también reformulan. (Sverdlick y Costas, 2007, p. 31, comillas en el original).

Inclusive cuando se plantea la existencia de posibles reformulaciones, la utilización de tipologías para identificar etapas progresivas de “adaptación” y el uso de términos como “tradiciones” o “costumbres” refuerzan la idea de la existencia de prácticas o propuestas educativas “alternativas” que se construyen –aunque sea progresivamente– en oposición a las “tradicionales”.

Respecto de este tercer supuesto me pregunto si no es precisamente por presentar a la escuela oficial o “tradicional” asociada a un imaginario escolar abstracto –como poseedora de unas características pedagógicas rotuladas como negativas y vinculada de manera homogénea a la función de reproducir las desigualdades sociales– que termina por esencializarse también –a partir de la presentación de las características exactamente opuestas– a las experiencias educativas de los movimientos sociales.

Es necesario explicitar que este señalamiento sobre las visiones polarizadas entre la educación tradicional/estatal/hegemónica y la educación popular/civil/contra-hegemónica no es novedoso en nuestro país. Hace ya casi dos décadas Elena Achilli señalaba que ciertos trabajos que planteaban la necesidad de que los movimientos indígenas abandonaran el espacio de lo público/lo estatal (para construir sus propuestas pedagógicas “interculturales” y con “autodeterminación”) terminaban por caer en falsos reduccionismos que homogeneizaban/esencializaban aquello que pretendían diferenciar, desconociendo inclusive la variedad de procesos y de luchas existentes en el ámbito educativo estatal10 (Achilli, 2001).

Cuarto supuesto: la dimensión educativa de la militancia se homologa a la formación política en los principios ideológicos de los movimientos sociales

Dentro del campo de estudios sobre educación y movimientos sociales existen algunas investigaciones que han indagado en la dimensión educativa de la participación política, tales como Sales Caldart (2000), Zibechi (2007) o Michi (2008). Todos ellos comparten la inquietud por indagar tanto en las experiencias educativas de movimientos sociales como en los movimientos sociales en tanto espacios educativos en sí mismos. Sin embargo, es posible advertir que a propósito de esta segunda dimensión estos trabajos homologan la experiencia educativa o formativa de la pertenencia política: o bien con la identidad política de los movimientos y organizaciones; o bien con la circulación más o menos sistemática de los principios político-ideológicos de los movimientos y organizaciones sociales. Así por ejemplo:

Los sin-tierra se educan como Sin Tierra ([entendido como] sujeto social, persona humana, nombre propio) siendo del MST, lo que quiere decir construyendo el Movimiento que produce y reproduce su propia identidad o conformación humana e histórica (…). Es a través de sus objetivos, principios, valores y forma de ser que el Movimiento intencionaliza sus prácticas educativas. (Caldart, 2000, p. 136, la traducción es propia).

Como vimos respecto de los supuestos anteriores también a propósito de éste la homologación parece producirse en tanto los investigadores e investigadoras se circunscriben a recuperar los discursos de los sujetos antes que a observar las prácticas, cuando no a recuperar sus propios discursos respecto a los principios político-ideológicos de los movimientos11. Si bien concuerdo en que al interior de cada colectivo humano se transmiten determinados valores y tradiciones políticas y formas específicas de interpretación de la realidad y de actuación, entiendo que esos valores, esas tradiciones y esas formas no pueden ser pensados por fuera de los distintos contextos socio-históricos pero no solo en el sentido de que esos contextos representan el escenario sobre el cual la participación política (y la dimensión educativa de la misma) tiene lugar. Sino también en tanto esos contextos (entendidos como variables relaciones de poder que se establecen entre los grupos sociales fundamentales) configuran los límites y las posibilidades de esa práctica política y la circulación, la producción y la apropiación de determinados saberes cotidianos asociados a ella.

Para finalizar esta revisión crítica que he presentado bajo la forma de cuatro supuestos me pregunto si todos ellos no se vinculan con cierta confusión existente en estos trabajos entre categorías sociales, analíticas y conceptos teóricos. De aquí se sigue la dificultad de discernir –cuando leemos estos trabajos– si estamos leyendo: 1) lo que los investigadores y las investigadoras reconstruyen acerca de las prácticas educativas estudiadas –cuando no lo que desean reconstruir de ellas–; 2) la recuperación hecha por los investigadores de categorías pertenecientes a teóricos y teóricas sociales; 3) lo que las personas entrevistadas dicen sobre estas prácticas (lo cual no debería confundirse con lo que efectivamente acontece en la realidad).

Es a partir del reconocimiento de esta suerte de confusión que se vuelve posible vincular gran parte de estos antecedentes a aquellas corrientes de investigación definidas por Menéndez (2010) como exclusivamente centradas en la “perspectiva del actor” y algunas de cuyas características residen en: homologar la realidad a las representaciones que sobre la misma construyen los sujetos estudiados; homogeneizar diversos sujetos sociales tras categorías corporativas (un movimiento social, un género, una comunidad); excluir los procesos estructurales como determinantes o condicionantes del comportamiento de los sujetos. Del mismo modo, puede emparentarse la crítica a estas producciones con la polémica entablada entre Bourdieu, Chamboredon y Passeron (1975) y las posiciones subjetivistas –específicamente con las corrientes fenomenológicas– cuando aquellos proponen “que la vida social debe explicarse no por la concepción que se hacen los que en ella participan si no por las causas profundas que escapan a la conciencia” (p. 34).

Habiendo expuesto hasta aquí una lectura crítica de estos antecedentes quiero señalar que la misma no me exceptúa de reconocer la gran importancia de todos estos trabajos para el campo de las investigaciones educativas: todos ellos han sido investigaciones pioneras sobre experiencias educativas novedosas –como los Bachilleratos Populares– y han configurado un gran avance en materia de aproximación a las crecientes experiencias educativas impulsadas por movimientos y organizaciones sociales de nuestro país y la región. Han sistematizado datos y estadísticas que existían de manera desarticulada hasta el momento y han abierto líneas y equipos de investigación dedicados exclusivamente a estudiar las experiencias educativas de los movimientos y organizaciones sociales. Sin la existencia de estos trabajos –entre los cuales destaco el de Michi (2008) por la profundidad de su estudio– no hubiera sido posible para mí comenzar un debate que siempre entendí como fructífero y que me indicó caminos posibles por los cuales seguir indagando.

Esa preocupación propia confluyó, a su vez, con la de autores como García (2011a, 2011b, 2016, 2018) y López Fittipaldi (2015a, 2015b, 2017), también pertenecientes al campo de la Antropología de la Educación. En el caso del primero de ellos, su investigación se ha centrado en restituir las negociaciones entabladas entre los miembros de una organización que impulsa un Bachillerato Popular y diversos actores estatales, reconstruyendo la penetración implícita de lo estatal (a través de recursos materiales, pero también de imaginarios pedagógicos) en las prácticas educativas desarrolladas por fuera del sistema educativo oficial. López Fittipaldi, por su parte, indaga en un Bachillerato Popular impulsado por un movimiento social en la ciudad de Rosario, analizando las tensiones educativas que configuran la cotidianeidad de esta experiencia y las dimensiones contextuales tanto educativas como políticas que la atraviesan y definen sus particularidades.

Entre los puntos en común de sus producciones y los trabajos propios (Caisso, 2012a, 2012b, 2014, 2017) es posible señalar: 1) el desarrollo de una investigación etnográfica con foco en la vida cotidiana; 2) la preocupación por analizar la vinculación entre el Estado y este tipo de experiencias educativas, intentando a su vez dilucidar las formas históricas que asume esta presencia estatal y los efectos cotidianos que la misma supone para estas experiencias; 3) el valor otorgado a los procesos conflictivos protagonizados por los sujetos sociales como llave de acceso para el análisis etnográfico de este tipo de experiencias educativas; 4) el desarrollo de las investigaciones desde una perspectiva etnográfica preocupada por no realizar evaluaciones prescriptivas o normativas acerca de las experiencias analizadas. Más allá de la especificidad de esta línea de análisis, reitero que la misma no podría haberse forjado sin el debate previo con los autores de cuyas propuestas buscamos distanciarnos: sin la existencia de estas producciones no nos hubiera sido posible pensar qué senderos analíticos era aún preciso seguir explorando.

IV. El trabajo de campo de esta investigación

Las estrategias de indagación que desplegué a lo largo del trabajo de campo se encontraron orientadas tanto por el enfoque relacional en antropología12 como por el diálogo establecido con los aportes de la etnografía educativa latinoamericana y de la antropología política que reseñé previamente. Es importante recordar que, como nos señalan diversos autores, las decisiones que se toman a nivel metodológico no son autónomas de la perspectiva teórica asumida y del modo en que se construye el problema de investigación (Bourdieu et al., 1975; Achilli, 2005).

El grueso del trabajo de campo realizado se desarrolló entre abril del año 2010 y noviembre del año 2013. Consistió en estrategias múltiples entre las que se contaron numerosas entrevistas en profundidad (a militantes del Movimiento, educadores y estudiantes del Bachillerato, funcionarios de la dirección de Educación de Jóvenes y Adultos, estudiantes y educadores del espacio del FinEs Primaria, entre otros); observaciones participantes de distintas situaciones cotidianas vinculadas a estas experiencias educativas (clases, reuniones docentes, asambleas estudiantiles, reuniones entre integrantes del Movimiento y/o educadores del Bachillerato y funcionarios del Ministerio de Educación provincial) y también de situaciones cotidianas vinculadas a la militancia territorial (movilizaciones, cortes de calle, reuniones con referentes barriales en barrios populares de la zona sud-este, entre otras); análisis de documentos producidos a propósito del desarrollo del Bachillerato Popular y del espacio FinEs o utilizados en ellos como escritos de difusión, volantes13 de convocatoria a estudiantes y educadores, manuales, memos y documentación oficial provista desde el Ministerio de Educación, memorias de asambleas de educadores, programas de las materias confeccionados por los educadores y educadoras, registros de asistencia estudiantil, libretas de calificaciones, entre otros. La lectura y análisis de estos documentos escritos fue realizada siguiendo los aportes desarrollados por Rockwell (2009) respecto de la aproximación etnográfica a archivos documentales escolares14.

Una estrategia que merece un párrafo aparte fue la de la coordinación de una serie de encuentros entre los educadores del Bachillerato Popular y del Espacio FinEs. Organicé estos encuentros atendiendo a una demanda que me efectuaron los integrantes del Movimiento quienes pensaban que yo podía cumplir un rol colaborando para articular las prácticas docentes de ambos espacios. Habiendo aceptado este desafío convoqué a nueve encuentros de este tipo bajo el nombre de “Reunión del Espacio de Educación”, los cuales tuvieron lugar entre el mes de junio del año 2010 y el mes de mayo del año siguiente. Desde un inicio, intenté aportar a este espacio siguiendo la experiencia de Achilli (2008, 2009) con los Talleres de Educadores: es decir, intentando intervenir en los debates que allí se suscitaban permitiendo evidenciar cuestiones naturalizadas y, al mismo tiempo, discernir puntos de acuerdo que permitieran avanzar colectivamente.

Sin embargo, dadas las vicisitudes que, como veremos, atravesó el Bachillerato Popular, estas reuniones fueron volviéndose paulatinamente un espacio de encuentro casi exclusivo de los educadores del plan FinEs. En los mismos fuimos tratando la temática central que preocupaba a los educadores de este espacio enmarcado en dicho plan y la cual estaba referida a la necesidad de articular contenidos entre materias. A nivel técnico, estas reuniones fueron grabadas y desgrabadas por mí en su totalidad, socializándose las desgrabaciones con los educadores y señalándoseles algunos núcleos temáticos de interés para ser retomados en el encuentro siguiente. Estos registros textuales pasaron a ser utilizados también –con conocimiento de quienes integraban este espacio– como material de campo de esta investigación.

Si bien en virtud de la perspectiva teórica adoptada el trabajo de campo buscó abarcar a la mayor cantidad de actores y situaciones posibles, será fácil advertir en seguida para el lector/la lectora de este libro la centralidad que tuvieron en mi investigación las figuras de Eugenia y Gastón, militantes que habían fundado el Movimiento, que oficiaban como educadores en las experiencias educativas analizadas y que desplegaban además una militancia en las actividades territoriales de la organización (las cuales ellos mismos distinguían de las actividades educativas). La centralidad que estas dos personas adquirieron en mi investigación responde a cuestiones de diverso orden, aunque todas ellas vinculadas a mi propia subjetividad en el campo y en relación al problema de estudio. Me gustaría objetivar brevemente algunas de estas cuestiones ya que suscribo a que “la consideración de los hechos subjetivos favorece, en lugar de aniquilar, la objetividad del trabajo” (Ghasarian, 2008, p. 16).

En primer lugar, Eugenia fue la persona con la que negocié mi ingreso al campo, lo cual me familiarizó centralmente con ella y con Gastón, su pareja. Esta circunstancia “casual” (haberla conocido primero a ella antes que a otro participante de la experiencia, como por ejemplo un activista educativo o un estudiante) confluyó con mi supuesto inicial acerca de la centralidad del Movimiento en la construcción de estas experiencias educativas. Este supuesto orientó mi mirada prioritariamente a intentar dilucidar cómo se daba la relación entre esas experiencias y los militantes de la organización, lo cual se reforzó además a partir de la dinámica misma de las experiencias estudiadas. Mientras que aquellos que oficiaban como educadores se incorporaban a las experiencias educativas y se alejaban de ellas muy frecuentemente (por motivos sobre los que volveré más adelante) la pareja era una especie de “sujeto permanente”: no solo en términos temporales sino también espaciales, ya que vivían en la zona donde funcionaban las experiencias educativas mientras el resto de los educadores vivían en otras partes de la ciudad y asistían por motivos puntuales (dar clases o participar de una reunión) al Bachillerato o a las clases del espacio FinEs.

Como veremos en los próximos capítulos, la distancia existente entre el tipo de involucramiento y de saberes que exigían las experiencias educativas era diferente al tipo de involucramiento y de saberes demandados por la militancia territorial. Esa distancia generó numerosos conflictos entre gran parte de los activistas que participaron como educadores –fundamentalmente en el Bachillerato Popular– y quienes habían forjado su identidad política al calor de la militancia territorial, aunque ahora también fungieran de educadores –fundamentalmente Eugenia y Gastón–.

Mirando en retrospectiva mi trabajo, pienso que la profundización de mi vínculo con la pareja se relacionó con un intento por despojarme de las imágenes que los militantes territoriales construían sobre los activistas que participaban como educadores y cuya posición social era la misma que la mía (estudiantes/graduados universitarios, de clase media, hijos de profesionales). Es en este sentido que interpreto por ejemplo mi elección por comenzar a estudiar –además del Bachillerato Popular– el espacio del FinEs Primaria: “Estamos dando clases en la villa aparte del Bachillerato (…)pero allá es otra cosa, ¿no vas a venir a observar allá también?”, me dijo Eugenia un día de la misma semana en la que me había comentado que tanto ella como Gastón sentían que a los educadores del Bachillerato les faltaba “patear el barrio”. ¿Cómo entender mi aceptación de la invitación sino como parte de mi inclusión en los debates y controversias sostenidos por y entre los sujetos de estudio?

Con el paso del tiempo, esa cercanía con Eugenia y Gastón y con los otros militantes del Movimiento que desarrollaban –aunque más esporádicamente que aquellos– actividades territoriales produjo que me interesara por la complejidad que éstas encerraban. Me propuse comenzar a etnografiar parte de lo que ocurría en esas incursiones de los militantes por las villas y barrios más populares de la zona sud-este de la ciudad, en los procesos de gestión de recursos por los pasillos de diversos ministerios provinciales, en la organización de movilizaciones, “piquetes”, ollas populares o merenderos para niños.

Mi indagación por ese universo me permitió reconstruir los saberes cotidianos que eran apropiados por los militantes en la búsqueda por desplegar esa militancia territorial, apropiación que entendí como una experiencia educativa más que tenía lugar paralelamente al espacio del FinEs o al Bachillerato Popular. Pero, además, al observar, registrar y analizar estas actividades cotidianas “territoriales” pude entender mejor la distancia existente entre el involucramiento en este tipo de actividades y las educativas, lo que me permitió explicar parte de las tensiones que atravesaban la cotidianeidad del Bachillerato y del espacio FinEs.

Mi incursión en el “sector territorial” fue bien recibida por Eugenia y Gastón, quienes seguramente vieron en ella mi valoración por el tipo de involucramiento político que ellos desarrollaban y que solían sentir como invisibilizado en el contexto de las actividades educativas. Un tiempo después, de hecho, y casi hacia los finales del período en que realicé el trabajo de campo, me propusieron integrar el Movimiento. Si bien dudé en principio, dado que pensé que esto podía afectar mi investigación, finalmente decidí aceptar ya que acordaba ideológicamente con la propuesta de la organización y mi deseo era el de aportar a la construcción colectiva de ese proyecto. Sostuve ese deseo y mi involucramiento como parte activa del Movimiento durante algunos años, período de mucha intensidad y de grandes aprendizajes que recuerdo con gran afecto. Después, por discrepancias políticas sobre las que no me interesa ahondar aquí, abandoné la organización. Pero ésta sigue activa y aún hoy con muchos proyectos e iniciativas en la ciudad de Córdoba en general y en la zona sud-este de la misma en particular.

Me he detenido a explicitar estas distancias y cercanías y estos involucramientos personales, profesionales y políticos que han atravesado la experiencia del trabajo de campo –y la investigación toda– porque entiendo que tal como sostiene Menéndez (2010) esa explicitación otorga mayores herramientas al lector/la lectora para juzgar la calidad del distanciamiento respecto de mis propios supuestos y la reflexividad que logré a lo largo de la investigación. Y también porque mucho de la escritura de este texto en general y de este apartado en particular me permitió poner en perspectiva, comprender y procesar muchos de estos procesos que me involucraron no solo en términos profesionales y políticos, sino también en términos personales y, por tanto, emocionales y subjetivos.

En la conjunción de estos aspectos subjetivos –y seguramente también de otros que se resisten a mi análisis– con las lecturas teóricas, los debates con los antecedentes y las diversas vicisitudes que siempre presentan los fenómenos culturales, se fue configurando esta etnografía. Sin dudas ese proceso se tejió entre decisiones reflexivas, tanteos y movimientos inconscientes. A partir de ellos algunas puertas se habrán abierto y otras se habrán cerrado: no está de más recordar que sería una ilusión creer que es posible, con nuestra mirada, “cubrir la totalidad del campo” (Bellier, 2008, p. 64).

V. El texto. Sus características, sus posibles aportes y su organización

Todo texto etnográfico, más allá de sus características particulares, se escribe intentando dar cuenta de dinámicas cotidianas, rutinas establecidas, sensaciones y emociones de los sujetos y de las atmósferas o ambientes sociales en que se desarrollan los eventos analizados. También yo he intentado imprimir esa orientación al texto que compone este libro. No obstante, y dada la perspectiva conceptual que adopto, me interesé también por volver inteligibles en la descripción de esos ambientes cotidianos aspectos vinculados al contexto estructural que configuraba a los mismos. En ese camino, intenté que la textualización de esta investigación circulara tanto por cómo suceden los procesos como por dar cuenta de por qué esos procesos se suceden (Achilli, 2015).

Una de las estrategias utilizadas frecuentemente para la textualización de esta investigación fue la de hacer pivotear la escritura en torno de ciertas escenas cotidianas conflictivas. Esta elección se vincula con la concepción de lo conflictivo como aspectos constitutivos de los procesos estudiados (Achilli, 2009) y como eventos en los que se expresan los argumentos de los distintos actores involucrados. El análisis de esos eventos adquiere importancia porque en el marco de las rutinas de la vida cotidiana esos argumentos suelen estar solapados, tanto intencional como involuntariamente, por quienes los sostienen (Julia, 1995 citado en Rockwell, 2009). Al detenernos en ellos y analizarlos bajo la forma de episodios sociales dramáticos (Turner, 1974) busqué tornar visibles “tanto aspectos que circulan subterráneamente de modo informal o intersticial como aspectos cotidianos que, por muy habituales y rutinarios son desconocidos y/o inadvertidos” (Achilli, 2009, p. 284).

Otra de las estrategias de textualización ha sido la de conservar el anonimato de los sujetos que protagonizan las experiencias analizadas, así como también el nombre completo del Movimiento y los nombres de los barrios y villas que se mencionan. Todos ellos fueron sustituidos por nombres de fantasía o seudónimos. Esta estrategia se fundamenta en aspectos éticos del trabajo antropológico tendientes a proteger de cualquier inconveniente a las personas con las que se realiza el trabajo de campo (Restrepo, 2016) y en ese sentido se vincula con la posibilidad de analizar las situaciones conflictivas. Al sostener el anonimato de los sujetos es posible detenernos en esos eventos sin riesgo de que los mismos sean utilizados para impugnar a personas concretas, dado que uno de los “peligros” de realizar estudios con los sectores subalternos es que, posiblemente, “todo lo que se diga sobre ellos se usará en su contra” (Nader, 1972 citado en Bourgois, 2010, p. 48).

Pero, además, el anonimato sirve a los fines de quitar el foco sobre los sujetos particulares que protagonizan las experiencias analizadas para reflexionar más allá de estas personas y procesos en concreto. En la búsqueda por producir un conocimiento significativo y más general sobre experiencias educativas en movimientos sociales “no deberíamos olvidar (…) que no estamos estudiando tal o cual institución, sino una problemática social determinada que en ella se despliega” (Achilli, 2005, p. 65).

En otras palabras, se trata de producir contribuciones útiles para el análisis de otras realidades sociales (y, en este caso, educativas y políticas) que trascienden los universos empíricos analizados. Es en esta línea que Quirós (2011) sostiene –a propósito de su propia investigación sobre movimientos y líderes políticos– que:

esas personas están aquí [en este texto] porque sus características biográficas, su mundo de relaciones, sus apreciaciones, dilemas, prácticas y sus sentidos de la vida, son un camino para acceder y examinar hechos sociológicos extendidos, en este y otros universos empíricos (…). Precisamente porque el caso es una herramienta para iluminar cosas que ocurren (también, de modo igual, de modo diferente) en otros casos, es que la etnografía siempre llama a la comparación; y que la descripción siempre convoca a la teoría. (p. 39).

Considero que las precisiones que realiza esta autora respecto de la naturaleza de los estudios etnográficos son válidas aquí también para iluminar las posibles vinculaciones entre etnografía educativa y pedagogía: un lector o lectora con intereses pedagógicos encontrará aquí la descripción y análisis de procesos socio-educativos encarnados en sujetos y universos sociales concretos pero que seguramente lo inviten a reflexionar en términos más generales y puedan –tal vez– abonar a la formulación de herramientas para construir mejores prácticas educativas.

En línea con este planteo es necesario recordar junto con Rockwell (2009) que aunque el estudio etnográfico de procesos educativos no produce por sí mismo modelos pedagógicos alternativos sí puede contribuir al campo de la pedagogía a través de: la descripción de procesos que se dan dentro o fuera de las instituciones educativas; de la visibilización de los conocimientos locales de los diversos actores que intervienen en el proceso educativo; y –fundamentalmente– a través de la apertura de la mirada para comprender dichos procesos dentro de las matrices socio-culturales en las que se insertan.

Escribí este libro convencida de esa capacidad de propuesta pedagógica que encierran los estudios etnográficos sobre procesos educativos. Lo hice pensando en realizar un aporte a aquellas personas implicadas en experiencias educativas impulsadas por movimientos sociales pero también a aquellas que se desarrollan en el marco del sistema educativo oficial. Espero que el análisis aquí desplegado logre mostrarles a todos ellos y todas ellas que la complejidad de las experiencias educativas –sean producidas bajo el rótulo de Educación Popular o no– es inherente a las mismas y que observadas en su dimensión cotidiana siempre guardan cuotas de sacrificio, de solidaridad y de compromiso político, pero también de desavenencias, de contradicciones y de angustias.

Me interesa también contribuir con una mirada que evidencie que en la heterogeneidad de sentidos y prácticas puestos en juego en la cotidianeidad –ya sean de orden educativo, o político– se incluyen de manera preponderante aquellos que son hegemónicos y respecto de los cuales los sujetos se identifican, toman distancia y de los cuales también se apropian a partir de procesos cuyo sentido no puede ser definido a priori. Espero del mismo modo que la documentación de ese proceso contradictorio en experiencias educativas “no oficiales” sirva a los fines de relativizar la idea de la existencia del sistema educativo oficial como un todo homogéneo y siempre eficaz en la tarea de reproducir la desigualdad social. Por el contrario, apuesto a que el cuestionamiento de las dicotomías entre educación popular y escuela tradicional/oficial permita pensar a esta última como un heterogéneo campo de disputa, histórica, social y culturalmente situado.

Para finalizar, deseo que algo de este trabajo sirva también aquellos que desde los ámbitos estatales trabajan formulando políticas y programas educativos: ojalá el análisis de estas realidades concretas sirva para recordarles que las políticas educativas deben ser diseñadas atendiendo a sujetos individuales y colectivos que condensan tanto necesidades fundadas en procesos de exclusión como capacidades y saberes múltiples para la construcción de proyectos político-educativos. Las actuaciones estatales pueden y deben (o al menos deberían) reconocer no solo esas posiciones educativas y políticas desiguales desde las cuales actúan los sujetos colectivos subalternos sino también la genuina agencia y la creatividad que estos portan en relación a las necesidades de los sectores populares.

La organización que adopta este libro es la siguiente:

En el primer capítulo, titulado “Los orígenes del Movimiento. Las actividades territoriales y el inicio de las actividades educativas”, indago en los procesos sociales que configuraron el contexto en el que surgieron las experiencias educativas del Movimiento. Persiguiendo este objetivo tramo los relatos sobre los orígenes de la militancia de los fundadores del Movimiento con el análisis de ciertos procesos sociales del pasado reciente. Luego examino el proceso de fundación del Movimiento, su inclusión dentro del Frente y el desarrollo de actividades territoriales y de actividades educativas por parte de la organización, a la vez que explicitaré ciertas diferencias en los tipos de activismo y de activistas que unas y otras actividades producían. Por último, exploraré ciertas características del contexto educativo de jóvenes y adultos, sector al cual estuvieron dirigidas dos de las experiencias educativas que analizaré más adelante –el Bachillerato Popular y el espacio de FinEs primaria–.

En el segundo capítulo, titulado “El Bachillerato Popular. Educación popular, educación tradicional: tensiones en torno a lo político y lo educativo”, presento en primer lugar, las características generales de funcionamiento del Bachillerato Popular así como del espacio físico y el entorno social en el cual esta experiencia se desarrolló. Después, reconstruyo algunas controversias entre quienes participaron como educadores del Bachillerato en torno a aspectos como el uso de los registros de asistencia estudiantil, las calificaciones numéricas o los contenidos curriculares. Luego, a partir del análisis de una asamblea estudiantil, indago en algunos de los sentidos desde los cuales participaban de esta experiencia los y las estudiantes. Por último, presento los sentidos políticos heterogéneos forjados desde las distintas identidades políticas de las y los educadores (la de los militantes territoriales y la de los activistas educativos) a propósito de la demanda de oficialización del Bachillerato.

En el tercer capítulo, titulado “El espacio FinEs Primaria. Apropiaciones de un programa educativo oficial y construcción de sentidos políticos diversos”, indago en la experiencia educativa enmarcada dentro del plan educativo FinEs Primaria y desarrollada en el contexto del Movimiento. En primer lugar, analizo el proceso por medio del cual una experiencia educativa previa –realizada de manera “informal”– pasó a enmarcarse en el programa FinEs primaria, en las transformaciones que ese nuevo encuadre supuso y en la interrelación de esas transformaciones con otras políticas estatales presentes en el contexto del Movimiento. En segundo lugar, puntualizaré en los múltiples procesos de apropiación que realizaron respecto de distintos elementos presentes en la normativa del plan quienes se desempeñaron como educadores de esta experiencia educativa. Por último, me detengo en la exploración de los múltiples sentidos (incluidos algunos de orden político) desde los cuales significaban su inclusión en esta experiencia educativa las mujeres que participaban en ella como estudiantes.

En el cuarto capítulo, titulado “‘No teníamos idea cómo era ir a un ministerio a abrir gestiones’. Los saberes cotidianos de la militancia territorial”, analizo algunos de los saberes cotidianos apropiados por Eugenia y Gastón en función de sus rutinas diarias de militancia en el sector territorial del Movimiento. Parto de entender que estos procesos de apropiación constituían una experiencia educativa más que –aunque de manera más implícita, informal y asistemática– tenía lugar en el contexto del Movimiento. Para ello puntualizo, en primer lugar, en qué consistían las actividades territoriales o del sector territorial del Movimiento y qué características asumían esas actividades en el contexto político concreto del período analizado. En segundo lugar, exploro –a propósito del análisis de un proceso de demanda ante el Estado– qué saberes cotidianos específicos eran apropiados por Eugenia y Gastón en tanto militantes/referentes territoriales. Por último, indago en algunos eventos que evidencian cómo los saberes cotidianos apropiados en el marco de las actividades territoriales entraban en tensión con las actividades educativas (y con los saberes asociados a ellas) en el marco de las propias trayectorias militantes de Eugenia y de Gastón y de distinta manera en el caso de cada uno de ellos.

Finalmente, en el apartado “Reflexiones finales” repaso cuáles han sido las síntesis parciales realizadas en cada capítulo y qué tienen las mismas para decirnos –en conjunto– respecto de las experiencias educativas desarrolladas en/por movimientos sociales.

Una escuela como ésta

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