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Cecilia y Lucía en la casa okupa La Enredadera en Madrid. Paulina por internet en Viña del Mar.

28 de febrero de 2019

¿Qué quieren saber de mí que yo no sepa? Con cuarenta años de migración para hablar de eso necesito como cuatro días, mínimo un día por década. Al ser tanto tiempo una tiene como cuarenta carreteras a partir de las cuales ir narrando la propia experiencia. Pero voy a imaginar una ruta a seguir.

Llevo cuarenta años buscando un cambio, de geografías externas e internas. Y la primera geografía que abordo es mi “exilio autónomo”, que empecé a los diecisiete años y que pude ejecutar a los diecinueve, cuando definitivamente salí de Chile. Mirando retrospectivamente, me doy cuenta de que en cada momento he tenido distintas razones para huir e irme de los lugares donde he estado para tratar de encontrar otros. Me definiría como alguien en constante movimiento, así es mi vida, y eso tiene que ver con el cine, que es movimiento. Tiene que ver con estar constantemente persiguiendo cosas que son un instante. Desde que nací quise caminar y moverme hacia distintos lugares, partiendo de mi primera infancia en Punta Arenas, la ciudad más austral del mundo como se decía reiteradamente en las radios magallánicas. Ese fue un lugar, una geografía clave para tener presente los movimientos en el mundo. Mirando barcos que salían y entraban del puerto de la ciudad. Esa fue la primera gran panorámica de observación: de poder desde pequeña ver el mundo como algo que está más allá de tu calle. Cuando naces o vives tu primera infancia en lugares de frontera hay una vitamina natural que te inyecta el deseo de la búsqueda, la aventura, el viaje.

Mi primera diáspora fue el viaje a España, que tenía que ver con escapar del horror y del color gris militar que había, y también de la dureza social. En 1977 tenía que entrar a estudiar y yo no tenía nada que estudiar allí, donde no había sino represión. No era científica ni ingeniera. Hacer cine era imposible. Mis padres me comprendieron y apoyaron. Y con el argumento de estudiar cine, metí en la maleta todo el resto de huidas de ese país: el escape de lo social, de lo político, del clasismo chileno. No era capaz de darle un nombre técnico a las cosas, era un tiempo en el que ni siquiera las disidencias sexuales se podían nombrar con claridad. Podías tener la intuición de que a ti te gustaban las mujeres, pero el concepto de lesbianismo no lo sabías entender: era una categoría que venía de afuera sin que tú tuvieras ese concepto introyectado. Para mí no existía en ese momento ninguna palabra que pudiera definirme de una forma permanente, para toda la vida, como casándote con ser algo. ¿Soy hetero? No. ¿Soy lesbiana, para toda la vida? No. En esos años setenta el binarismo existía en todo orden de cosas. Creo que al irme de Chile también huía de estos casorios: casarte con ser chilena, casarte con una geografía de la que era muy difícil escapar, casarte con ser algo. En términos de sexualidad sabía ya en ese momento que no me iba a querer casar de la forma en la que se entendía el matrimonio, ese formato no era el mío, lo supe desde muy niña.

En Santiago solo hice el sexto básico, y nada más en cuanto a educación en esa ciudad. Por lo tanto siempre he llevado conmigo una cierta resistencia o subversión conceptual en defensa de lo provinciano. No me gusta la prepotencia que se construye en las capitales, así que en muchas de las que he vivido, siempre encuentro esa resistencia provinciana que constantemente tienen las grandes ciudades, son los barrios y gentes de migraciones de provincia, los que más me gustan. Santiago era de barrios: dependía del barrio donde estuvieras, cómo vivías la ciudad. En la adolescencia viví una etapa en Talca, que era quizá la ciudad más rancia del país, pero eso no fue lo único que determinó la complejidad de esa etapa de mi vida, con tantas contradicciones emocionales propias de una adolescente. Lo peor fue el recuerdo de los prolegómenos del golpe militar observando de cerca la reacción y el cómo se armaba, hasta que se culminó. Contrariamente a ese ambiente tan conservador mi colegio en Talca, que se llamaba Colegio Integrado, era una suerte de extraño experimento moderno en ese entorno, donde se mezclaban ricos y pobres dentro de un modelo educativo más de la onda Paulo Freire. Esto permitía la confluencia de amigos y amigas de un amplio espectro social e ideológico. Cuando sucedió el golpe pude ver a jóvenes llenos de dolor, llorar de pena y desaparecer, y otras y otros celebrar la muerte de Allende y la caída de la Unidad Popular con gritos y expresiones al mejor estilo del fascismo siempre extremo y miserable.

Siempre tuve la sensación de que quedarse en Chile (con todos los respetos por quienes se quedaron), significaba quedarse en un frame, en un encuadre muy cerrado. Necesitaba tener la sensación de que iba a dejar de ser pobre, no quería depender de mis padres, y quedarme en Chile me daba la sensación de que no iba a poder nunca atravesar las clases sociales. Tuve cierta lucidez respecto a la realidad que me tocaría vivir si me quedaba. Solo quería salir del país, pero no pertenecía a ninguna militancia que me facilitara un exilio más protegido. En esa época eran muy pocas las chicas que con dieciocho años se iban a Europa literalmente solo con su maleta. Pensé que viajando iba a encontrar rápidamente un trabajo y que iba a poder mandar dinero a mi familia. Cosas de ser migrante, que se complementan con mi ser exiliada y con mi ser estudiante.

Los primeros trabajos que encontré en España me permitían mandar dinerito a Chile, incluso trabajando de camarera. Así que por un tiempo sostuve el mandato familiar chileno que dice que “siempre tendrás a alguien a quien ayudar”, alguien a quien pagarle la cuenta de la luz, o comprarle zapatos.

Me quise ir para tener más libertad, más autonomía. Y me encontré con un país que estaba efervescente, con muchas cosas que me facilitaban mi estar. Madrid salía de la dictadura, había gran libertad sexual y el movimiento gay y de lesbianas empezaban a cobrar visibilidad ganando la calle e interpelando el espacio político de la izquierda ortodoxa. Pero curiosamente comparando la generación de mis padres con los padres de mis amigas y amigos españoles me demostraba que mis padres chilenos, a su manera, eran veinte veces más modernos y de forma muy clara me espantó como las mujeres comunes y corrientes españolas de la generación de mi madre parecían de otro siglo con una moralidad muy tradicional y reprimida.

En los setenta también de Chile veníamos bastante más despiertos de lo que estaba la gente que vivía aquí en España, donde en mi curso de universidad la mayoría eran vírgenes. Y yo sin haber tenido tanta experiencia ya me había encargado de quitarme la virginidad de encima, no quería tener ese “carnet de identidad”. Así que en España se valoraba lo distinta que yo era, como ser latinoamericana, que en ese momento me hacía una persona más atrevida, atractiva y seductora, sensual, y esos eran instrumentos de poder. Es cierto que yo de alguna forma me podía situar como migrante “blanca”, no tenía muchos rasgos visibles de los pueblos indígenas y esa “facilidad” dada por el color también me permitió acceder al hábitat académico, a la universidad y al mundo del feminismo, cuya práctica viví por primera vez en ese momento. Creo que rápidamente me españolicé, o más bien, me madrileñicé, cuando Madrid empezaba en esa ruptura maravillosa con lo viejo, reprimido y católico. Esa etapa concluye cuando termino la universidad, en la facultad de Imagen. La universidad era malísima en esa época. Cuando terminé la carrera logré legalizar mi situación consiguiendo la nacionalidad española. Y apenas tuve la ciudadanía lo primero que quise hacer fue irme y poder moverme con ese pasaporte a otras partes de Europa y el mundo. Volver a Chile y revisitarlo a finales de los ochenta. El país ya había cambiado y explotaba la gran resistencia a la dictadura y al dictador. Salir de Madrid se me hacía urgente.

Si tuviera que hacer un sumario forense de la época que pasé en Madrid diría: llegué en 1977 a Madrid, en octubre. El año 78 se produce el atentado de Atocha, que es de los últimos atentados de la época de Franco. Iba a las fiestas del Partido Comunista que en ese momento era un espacio muy interesante en el que las personas chilenas éramos recibidas prácticamente con fuegos artificiales. La gente estaba muy interesada en lo que una pudiera contar, sobre todo les interesaba lo que fuera resistencia chilena aunque yo no fuera militante del PC. Los españoles (demócratas y de izquierdas) habían seguido todo el proceso político de Chile y la muerte de Allende y el golpe con una tristeza tremenda. Estremecidos por su paralelismo con el golpe militar de Franco en su Segunda República. ¿Cómo podía yo explicar todo ello?

(Después de hacer esta pregunta, de pronto el teléfono de Cecilia hace un ruido y es Siri, que le dice “lamentablemente no te puedo ayudar”).

En Madrid también me di cuenta de muchas cosas gracias a la Filmoteca y otros espacios de difusión cultural y política de solidaridad con Chile. Yo sabía que en Chile la cagada era bastante gorda, pero no sabía hasta qué nivel. Por ejemplo, pude ver la película de Mattelart, La Espiral (Armand Mattelart, Valérie Mayoux, Jacqueline Meppiel, 1976) a través de la cual tuve acceso a un montón de cosas que en Chile no sabía, fue como meterme dentro de una ola que me dio entera vuelta. La batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1975-1979) que pude ver entera, porque se estrenó fuera de Chile. Te dabas cuenta de todo lo que no habías visto o de lo que no habías vivido en primera persona, pero que había sucedido a dos metros de ti, o lo que le pasó a tus amigos de izquierda que habían desaparecido. Cuando vi La Batalla de Chile pensé en tanta gente de mi entorno. Los que fueron derrotados y los que vencieron a costa de la muerte… También me pasaron cosas en otros sentidos, que abrían los ojos y la necesidad de otras libertades. Vi El último tango en París, que fue un evento histórico en España. Colas de gente en la Gran Vía para verla, después de haber levantado su prohibición. Al mismo tiempo empezaba a aparecer el feminismo como debate social públicamente en la prensa. También cobraba fuerza la movida gay en lugares de Madrid y Barcelona sobre todo. Coincidió con que para pagar la universidad trabajaba en un Vips, que era un local nocturno del centro de Madrid, en la calle Fuencarral y ahí llegaba parte de la llamada “movida madrileña” a cerrar la noche. Yo lo observaba en primera línea pero no participaba porque no era fácil entrar si no te drogabas y estabas en una onda relajada que te permitiera perderte de la responsabilidad del trabajo y la sobrevivencia. Para mí no era fácil consumir droga y luego no responder en el trabajo que me daba de comer. No tenía una familia que me protegiera. Tenía una responsabilidad de “movida obrera” que creo que fue otra y quizá más interesante en otros sentidos. La movida sirvió a personas que se convirtieron en personajes del estilo y universo de Almodóvar. Mucho más despolitizados.

Tuve conciencia de que yo no pertenecía aquí, de que mi espacio y mi identidad social no era la de esa clase media burguesa española que podía permitirse tomar drogas y meterse todo tipo de cosas en el cuerpo. Si a mí me pasaba algo, estaba totalmente sola. No me podía meter un pinchazo de heroína y quedarme tirada en una cuneta como los hijos de burgueses para que alguien de mi círculo me rescatara. Tenía un compromiso con mi familia que me había ayudado a venir, no podía meterme caballo (heroína) y tirarlo todo por la borda. La movida madrileña en ese sentido perteneció a una burguesía muy concreta y los que no eran burgueses, la mayoría se morían. En ese momento, tal como entró la apertura sexual, entraron las drogas. Y el sida, que también me lo podría haber cogido, porque había un despertar sexual en el que no teníamos ningún tipo de precaución. Tengo muchos amigos que murieron y yo tuve en ese sentido mucha suerte. También tuve un aborto, cuando aquí en Madrid estaba prohibido, y me fui a Londres como hacían todas las españolas.

En España en esos años era muy difícil hacer cine sin tener dinero. Todos los chilenos que conocí y que pasaron por acá, trabajaban temas relacionados con el exilio y eran apoyados por instituciones europeas, especialmente en Francia, Littin, Patricio Guzmán, Raúl Ruiz… Una de las razones por las que yo cuando jovencita quería estudiar cine era porque fantaseaba con ser la primera mujer en Chile que fuera cineasta. Pero desconocía las pocas mujeres mayores que yo que ya estaban dando sus primeros pasos. En Finlandia estaba Angelina Vázquez a quien después conocí cuando se vino a vivir a Madrid; en Francia conocí a Valeria Sarmiento; en Chile un par de veces estuve con Tatiana Gaviola, que era como de mi misma edad y hacía temas más de video arte; con Gloria Camiruaga coincidí en Madrid cuando con otras amigas organizamos el primer encuentro de mujeres cineastas y videoartistas. Queríamos encontrarnos para pensarnos en una dimensión propia y de ámbito iberoamericano. Años después, ya en los noventa, las muestras de cines de mujeres empezaron a proliferar por todas partes del mundo. Al final para mí si no se subrayaban otros aspectos de carácter más feministas o transidentitarios me dejaban de interesar. Y empecé a frecuentar muestras de cine o creación audiovisual en las que se abría el ámbito experimental, video arte, queer o disidencias y fronteras.

Cuando tuve la nacionalidad española quise irme. Tenía pendiente el cine, que había sido mi principal motivo para migrar. Habían pasado diecisiete años, entre el 77 y el 93, en los que yo había sido una sobreviviente, trabajaba y estudiaba, lo cual dificultaba o ralentizaba mi proceso de “profesionalización”. Hasta que no tuve papeles no pude dar pasos severos. Cuando conseguí un trabajo estable, con buen salario, e incluso vacaciones pagadas, pude contratar un abogado y sacar mis papeles, sacarme ese problema de encima, y el año 93 ya teniendo la nacionalidad me fui a Nueva York por tres meses.

Recuerdo haber grabado una manifestación del orgullo gay, el Gay Pride, en la Quinta Avenida donde se hizo un minuto de silencio por los enfermos del sida, fue algo brutal y enormemente emocionante. Recuerdo ver pasar unos buses turísticos por el desfile, donde en la parte de arriba iban todos los enfermos de sida que sabían que iban a morir. Fue algo espeluznante, y fue el primer orgullo que grabé (luego perdí la cinta, usé una cámara prestada además). Esta experiencia me produjo un click. Ahí se me produjo toda la conciencia en relación a la crisis del sida, la movida queer, en un escenario muy real, no en los libros y teorías que después vinieron. La gente habla hoy de lo queer como quien hablaba de marxismo. Pero yo aterricé en lo queer en ese momento en Nueva York, no sé bien cómo conocí a una chica puertorriqueña que me alojó en su casa del centro del Village por un mes y medio, y con ella fui a esa manifestación del orgullo. Me enseñó muchas cosas del activismo. Ella formaba parte del centro Lambda, que se dedicaba al estudio y la asistencia a personas lesbianas y gays (en esa época no eran visibles tantas identidades como ahora, habían menos personas trans fuera del armario, sobre todo trans masculinas). Ese viaje a Nueva York fue una especie de iniciación para mí. Tomé conciencia de lo queer a través de las voces latinas, había un grupo de lesbianas latinas llamado “Las Buenas Amigas”, y seguían a las autoras chicanas. Para ellas yo era muy española, repelente, y me ponían en cuestión mi forma de hablar, reivindicaban mi chilenidad, el que yo fuera latina. Eso a mí me puso patas pa’ arriba. Ellas se reían de la Judith Butler, para ellas era una profesora blanca y gringa, y se burlaban de mí por seguirla. Eran puertorriqueñas, mexicanas, chicanas, todas súper potentes. Conocían todo de Gloria Anzaldúa, Audre Lorde, bell hooks y a Angela Davis la seguían donde fuera. Era la época en la que en México estaba la “Cocina de mujeres” que eran un grupo de cineastas de los ochenta. Ahí me di cuenta de lo cateto (que es como en España le llaman a la gente inculta, momia y conservadora) que era Madrid y España, porque estas feministas del tercer mundo gringas, estaban súper adelantadas para mí. Entonces quise irme a vivir allí, así que cuando volví empecé a organizar todo para irme. Me inventé una película que quería rodar en Nueva York, cosa que finalmente hice años después, ya que me costó un tiempo, y así entré a este espacio político latino. Estuve primero en San Francisco y luego me fui a Nueva York. Ahí también me vinculé con el feminismo más “institucional y más blanco”, articulado en 1995 en torno al encuentro mundial de mujeres de Beijing.

Antes de irme a radicar en Nueva York pasé por la escuela de cine para estudiar documental, en la Escuela de cine de San Antonio de los Baños en Cuba. Fui a hacer un seminario de verano por tres meses, porque si bien yo había venido a Madrid a estudiar cine, en realidad entré a una facultad de comunicación decadente, mezclada con periodismo. Elegí entonces ir a Cuba para tener una formación más específica en documental y allí realicé un trabajo sobre ese país que me sirvió mucho en Nueva York para conseguir trabajo.

Estuve en Nueva York siete años, de 1993 al 2000, entrando y saliendo. Me fui a Beijing, luego a América Latina, seguía viniendo a España para cobrar el paro, que es el seguro de desempleo, y conseguí rodar la película en Nueva York, pero me vine a montarla a Madrid porque me era más fácil conseguir financiamiento. En Nueva York ya tenía que empezar a regularizar mi situación legal y coincidió con el momento en el que la ciudad se estaba gentrificando y todo se planteaba difícil y caro. La película que hice el 2000 fue con un presupuesto mínimo, es la historia de una psicoanalista que trabaja en la ciudad y pasa su consulta arriba de una auto caravana, una consulta móvil. Algo muy visionario para ese momento. En la película aparecían las Torres Gemelas porque uno de sus pacientes trabajaba por ahí y la psicoanalista lo va a visitar en la calle de su oficina. Él, que era adicto a la cnn y las noticias, termina suicidándose. El estreno en Nueva York estaba organizado para el día 13 de septiembre del 2001, por supuesto que no pudimos hacerlo. Cuando la estrené en Chile fue el momento en el que conocí a todos los cineastas chilenos de ese momento. Estrené Time’s up en San Sebastián y coincidimos con Silvio Caiozzi y con el director del El Chacotero sentimental, y luego también me crucé en Madrid con Andrés Wood, toda esa época de principios del siglo veintiuno, primeros años del nuevo milenio donde las mujeres cineastas chilenas aún no explosionaban como felizmente sucedió después.

Antes de salir de Chile en 1977 hice unos talleres de cine en la Universidad de Chile, los impartían personas muy raras que nos mostraban cosas clandestinamente, eran clases muy informativas. De hecho, en mi equipaje con el que me vine desde Chile (esos equipajes de los que ya no te queda nada, quizá cuatro cartas y un casete que eran como los antiguos podcast), traje tres libros y una revista sobre cine de la que tenía tres números. Me acuerdo que un curador de video arte que pasó por Madrid me dijo que eso era una joya.

Siempre tuve la sensación de que había conocido Chile estando fuera, todo lo hice fuera, excepto el capítulo de Tres instantes y un grito que rodé en 2011 sobre el movimiento estudiantil. Ahí hice una catarsis porque en ese capítulo aparecen chicas que tienen casi la misma edad que tenía yo cuando me fui. Ellas tienen una clarividencia y una madurez emocional y política que impresiona mucho a quienes ven la película. Chicas valientes, tienen capacidad de jugar. Cosas que a veces veo en el feminismo joven, gente que tiene las cosas muy claras y van adelante sin hacerse tantas preguntas. ¡Bendita juventud, siento, hago y luego pienso!


Tengo un relato pendiente con Chile. A veces me digo, “dite la verdad”. Hice lo de los estudiantes, y una pieza del proceso chileno del NO con mis sobrinos hablando de la democracia, sin poder decir esa palabra, decían “cracracia”, eran pequeños y alguno no sabía hablar todavía pero ya intentaba repetir una palabra; democracia, que en 1988 oía a sus padres repetir todo el tiempo. Siempre me pareció muy duro el cine, muy clasista y castrador, como que te exige entrar en la industria, por eso me acerqué más a las artes visuales o al video. Esto le pasa a la gente que tiene la necesidad de hacer cosas que hay que producirlas en un momento muy concreto, cuando no tienes tiempo para hacer una película durante seis años, ni para lidiar con actores narcisistas. Y a veces una quiere contar y crear, por eso sí me siento más ligada a las artes visuales, y ahora hay una serie de herramientas de bolsillo que te permiten ir haciendo en pequeño formato, los teléfonos, etcétera. Cosas que tienen que ver con lo que hacíamos hace unos años con el video arte. Esto sin tener que depender de grandes productoras en manos de usureros.

Mi orfandad artística cinematográfica ha sido total

Creo que perdí el pudor y ya no me importa salir en los encuadres de otra gente. Creo que tengo una pulsión con documentar y grabar la realidad. Estoy grabando siempre todo, y tengo mucha curiosidad. Es como oler los pinos. Grabar y colaborar también es una forma de sentir amor por la gente, como a quien le gusta cocinar e invita a comer, yo voy grabando. Y creo que, si hubiese tenido esta conciencia desde temprana edad, si me hubiese encontrado con una escuela buena y sana con gente que me hubiera apoyado, seguramente me hubiese transformado en un estilo de Chris Marker, alguien que iba experimentando con la realidad. Pero el problema es que mi orfandad artística cinematográfica ha sido entera, además de que el documental por muchos años fue un cine considerado menor que suscitaba menos interés, al menos acá en España y en mi época. En Chile era otra cosa, se hizo siempre mucho documental, más intenso y evolucionado. Ahora todo el mundo hace documentales y causa más interés. Para haber tenido una mejor experiencia formativa me tendría que haber quedado en Cuba, o irme a Suiza, a Bélgica, donde lo apoyan mucho más.

Yo hablo más de un cine de urgencia porque es la parte que a mí me ha interesado. Otros cineastas se fijan en la belleza de la imagen, yo hablo más de la urgencia de la realidad. Así como mi hermano tiene talento para la cocina, yo creo que tengo un talento natural con la escucha, no me cuesta ser casi invisible, de hecho, aunque no sea invisible porque muchas veces para documentar me tengo que meter en el centro de la imagen general, pero hay un momento en el que la gente ya no me ve. Y eso te permite recuperar cosas que la gente ya no ve o de las que se olvidan. Y como yo me comprometo con las causas que filmo, nunca voy a sacar cosas o personas que pongan o se pongan en riesgo.

Creo que en el mundo contemporáneo la gente se escucha cada vez menos, los grandes debates o encuentros se tratan cada vez más de que cada uno vaya a soltar su rollo ombliguista, y eso cada vez me interesa menos, lo de seguir a gente que no sabe escuchar. También es verdad que en mi trabajo me interesa escuchar a aquellos que no son escuchados; los que no son escuchados por el sabio, por el narcisista, por el político… Que esa gente cuya voz no es escuchada pueda expresarse, me interesa un montón, la gente del afuera, en el sentido del centro del poder, del significado, del foco… Me interesan esos momentos vírgenes de la palabra, cuando la gente toma por primera vez un micrófono y titubea como nunca más va a volver a titubear cuando se haga conferenciante. Es un aburrimiento seguir escuchando a las mismas personas de siempre. Creo que hay que gestionar nuevas formas de expresión o de gestión de la palabra, para que los mismos de siempre dejen de ocupar todos los espacios, porque son repetitivos y aburren.

En los espacios de activismo antirracista se hará también necesario desarrollar unos lugares que rompan con el formato blanco de autoritarismo, elitista, donde habla el que más sabe o el que lo hace de forma más articulada. Eso hay que irlo trabajando con otras herramientas. Y esto también ha pasado en el feminismo, que al final está ocupado siempre por las mismas voces hegemónicas que repiten lo mismo, por ahí hay que desordenar los temas. Al menos artísticamente habría que hacerlo.

Para cerrar, creo que esto permite producciones espontáneas con formatos rápidos. Cuando estás en la escucha de la urgencia, vas pillando cosas que están pasando, la compones y la devuelves. Y ya no tienes necesidad de construir un relato desde unos propósitos preconcebidos. Creo que esta manera de trabajar también se traducirá formalmente en creaciones distintas, producciones y relatos desordenados. No soy capaz de imaginarme por dónde voy a seguir, pero sí mantengo mi deuda personal con mi primera patria, ese sur de Chile, lleno de verde y agua, que ya se está amarilleando y secando. Con ese Chile que tiene que derrocar algún día esa minoría miserable e inmoral que se quedó con toda la riqueza del país y que la vendió y expolió con los intereses de ese capitalismo global al que nunca le interesa poner en el centro la vida de la gente. Hay un Chile secuestrado por la violencia patriarcal y machista de una minoría de sicópatas. Espero llegar a ver la victoria de la inteligencia colectiva y que por fin tengamos el país que merecemos desde hace más de dos siglos. ¡¡¡Y nazcan les chilenes libres, con sus razas y colores!!! Todo esto mientras estemos en este planeta.

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Una cartografía extraña

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