Читать книгу Santiago: cuerpo a cuerpo - Lucía Guerra - Страница 9
ОглавлениеMientras contempla Santiago desde el cerro San Cristóbal, vuelve a ver a Malena, ahora de pie sobre la capa de esmog y haciendo los pasos del charlestón en un flirteo de artista de cine. Sus piernas cubiertas por medias de seda transparente, su falda que le llega más arriba de las rodillas y ese collar que cae hasta la cintura pasando por el pronunciado escote están confirmando los dos mensajes que le envió a la hora de almuerzo. Malena había sido una mujer valiente y sin inhibiciones, capaz, según le contaba su abuela, de tener romances apasionados que escandalizaban a la sociedad santiaguina de los años veinte.
A estas alturas de su vida, lo que su abuela llamaba “romances apasionados” implica muchísimas otras cosas, como se hace evidente en tantas novelas y películas: coqueteos insinuantes, miradas fervorosas, roces furtivos, el primer beso en la boca seguido de caricias cada vez más atrevidas hasta yacer en un lecho y unirse desnuda al cuerpo de un amante.
Es obvio que Malena le está diciendo que acepte la proposición que le acaba de hacer el taxista y desde la línea gris del esmog, esa especie de fino casco plateado que cubre su melena lanza destellos con sus mostacillas y lentejuelas, indicándole que le infunda brillo a su vida tan opaca y bajo el cielo nublado de este día que, desde muy temprano, amaneció abochornado.
Esta es la tercera vez que se le aparece. Cuando estaba terminando el almuerzo con la típica ensalada de lechuga, porque es la ensalada que contiene menos calorías, le pareció sentir un pequeño ruido en el patio, pero no le prestó mayor atención y siguió masticando esas hojas verdes y crujientes cuando, de pronto, vio pasar a Malena por el patio y desaparecer entre los rosales. Caminaba rápido con sus zapatos de medio tacón, sin dejar de cimbrear las caderas, y sus manos de dedos ágiles parecían colibríes coqueteando en el aire.
No la había visto desde la muerte de su abuela y al principio, pensó que, inconscientemente, mientras masticaba la lechuga sintiéndose un aburrido animal bovino, había venido el recuerdo de Malena, tal como se la describía su abuela.
–Imágenes de la infancia –se dijo– ¡Quién no las tiene alguna vez!
Después, siguiendo la rutina diaria, había subido al segundo piso para arreglarse un poco el peinado y repasar el maquillaje de la mañana. Cada vez que subía la escalera, le empezaba a fallar la respiración y la invadía ese terrible sentimiento de culpa. Esto le pasaba por ser demasiado gorda, por haber nacido con la desgracia de disfrutar tanto la comida y aunque desde los diez años sus padres la habían obligado a hacer dieta, el hambre la despertaba hacia la madrugada y no tenía otra alternativa que bajar sigilosamente a la cocina y robar deliciosas tajadas de jamón, salame y queso. Después, de la despensa sacaba pan, nueces y pasas que ponía en una bolsa plástica y comía en la cama mientras se adormecía con la agradable sensación de tener el estómago satisfecho.
Casi toda su vida había hecho dietas que, en un impulso irrefrenable, terminaba por transgredir. Y era por ser obesa que no aprovechaba la comodidad de almorzar en el casino de la compañía. ¡Cómo detestaba la mirada de los otros empleados y esas risitas irónicas mientras ella comía sintiendo vergüenza de su gordura!
Como siempre hacía antes de regresar a la oficina, se paró delante del espejo y, cuando acababa de alisarse la chasquilla que se había encrespado con el aire húmedo de ese día nublado y tan caluroso, a sus espaldas volvió a ver a Malena con aquel maquillaje que acentuaba sus ojos oscuros y su boca sensual. No atinó a darse vuelta, porque su abuela le había explicado que si uno mira de frente a los fantasmas, ellos se encolerizan y pueden enviar una maldición de por vida.
Entonces, desde el espejo, la había visto elevar los brazos y enlazarlos al cuello de alguien más alto y después, entornando los párpados, había estirado los labios en un largo y apasionado beso.
Las señales que le está enviando ahora ya son demasiado explícitas: balancea el cuerpo de manera seductora y se ha quitado la blusa y el sostén para lucir sus senos desnudos.
–Sí. Vamos –le dice Marta al taxista con la seguridad de que esta será la única oportunidad en su vida para acabar con la virginidad.
Piensa que de nada vale estar haciéndose de rogar, y si este es el mensaje de Malena también tiene que ser el de su abuelita que la había querido tanto. Y cómo no si ella era la única en toda la familia que la escuchaba y le creía todo lo que le contaba de los aparecidos. Incluso a veces se quedaban abrazadas en algún rincón de la casa, a la espera de uno de ellos, y la abuela echando un vistazo de reojo se lo describía como a un retrato viviente.
Marta vuelve a mirar la ciudad de Santiago allá abajo y ve que la figura de Malena empieza a desvanecerse entre las nubes. Ella nunca habría rechazado la posibilidad de hacer el amor, nunca tampoco habría esperado hasta pasados los cuarenta años para perder la virginidad.
El taxista ahora le acaricia la mejilla y, con voz romántica, le dice que su decisión lo hace inmensamente feliz.
Cuando ve la mano de Malena que parece estar diciéndole adiós antes de desaparecer totalmente, Marta siente una oleada de rabia y rebeldía por no haber podido ser como ella quien, por su cuerpo esbelto y bien torneado, había sido deseada por tantos hombres. Ella, en cambio, jamás ha tenido un pretendiente ni mucho menos un pololo. Pese a su éxito profesional y al hecho de que gana bastante dinero, desde la adolescencia se ha sentido una mujer fracasada.
Ya cumplidos los cuarenta, sabe muy bien que nunca va a poder entregarse por amor ni tampoco elegir al hombre que la desvirgará, que la desflorará, como se decía en el pasado implicando que la virginidad era un tesoro y una delicada flor que debía cuidarse con esmero. Entonces, qué importa que su himen vaya a ser rasgado en un motel cualquiera y no sobre las sábanas sacrosantas de un lecho nupcial. Además, no le importa que ese hombre sea un vulgar taxista que se hará humo en las calles de Santiago en busca de pasajeros desconocidos. Es por eso que está aquí con él. Como no pudo hacer partir el motor de su automóvil, salió a la esquina de su casa y le hizo una breve seña para que se detuviera. Nada sabe de él, apenas su primer nombre, y nada sabrá de él, después de este encuentro, tan parecido al de ese bolero que ahora se le viene a la memoria mientras le echa una última mirada a los techos de las casas interrumpidos por altos y modernos edificios. (“Yo sé que soy una aventura más para ti / que después de esta noche, te olvidarás de mí”).
El inicio de esta aventura fugaz ha sido muy breve y realmente inesperado.
–¡Por Dios que hace calor! –le había comentado mirándola por el espejo retrovisor.
–Demasiado. Tanto que me dan ganas de pasear por el cerro San Cristóbal en vez de ir a la oficina.
–Si quiere, la llevo un rato por allá...
Había vuelto a mirarla, pero no como los otros hombres. En su mirada había un brillo especial que, por primera vez, la hacía sentirse atractiva. En un impulso hasta entonces desconocido, la entusiasmó la idea de no llegar a la oficina y disfrutar el frescor de esos árboles tan frondosos. Cuando aceptó sujetarse de su mano para subir las gradas que conducían a la estatua de la Virgen en la cima del cerro, sintió un pequeño vuelco en el corazón. Él le apretaba la mano con cierta ternura y fue justo cuando, bastante cerca uno del otro, contemplaban el pie de la Virgen pisando a la serpiente, que él, después de hacer una broma, le pasó el brazo por los hombros y ya no la soltó más. La miraba con ojos de enamorado, le decía frases que nunca nadie le había dicho, y de su cuerpo emanaba un calor que ella sentía como un oleaje cálido que le producía un cosquilleo desconocido en la vagina y en los pezones de sus senos insólitamente erguidos.
–¡Qué ganas de comérmela a besos! Pero en medio de tantos niños que parece que vinieron en una excursión de la escuela es imposible... Absolutamente imposible –agregó bajando la cabeza en un gesto un tanto melodramático.
Volvió a mirarla a los ojos y acariciándole la espalda, dijo en un tono cauteloso:
–Tal vez, podríamos ir a otra parte para que podamos estar solos.
Fue en ese momento cuando vio a Malena, comprendió su mensaje y aceptó la proposición.
–Sí. Vamos –respondió decidida, y sintió que su cuerpo obeso se despojaba de todo repliegue grasoso para permitirle dar el salto intrépido de una gimnasta.
Todas las otras mujeres podían darse el lujo de adornar el acto sexual con los resplandores del amor, pero no ella y su gordura que la había hecho vivir el martirio de que ningún hombre la amara o la deseara. En la escuela no había sido más que una gorda simpática y buena gente a la que se le acercaban los muchachos cuando necesitaban completar los apuntes de alguna clase, y después se había transformado en la guatoncita cordial y risueña de la compañía de seguros quien siempre lograba vender el mayor número de pólizas cada año. Y al caminar hasta el maestro de ceremonias para recibir el premio que le entregaban durante el banquete de Navidad, ella avanzaba consciente de los ojos de sus colegas clavados en sus senos descomunales, en los rollos de grasa que se le acumulaban alrededor de la cintura y en sus nalgas que subían y bajaban al son de su carne fofa y abundante.
En el verano siempre usaba túnicas con mangas de murciélago que solo lograba conseguir en la tienda del hindú, allá en el barrio Patronato. Pero, a pesar de ser tan anchas, le quedaban ajustadas a la altura del pecho, igual que el sostén cuyos bordes creaban otros rollos odiosos. Y para qué hablar de la ropa de invierno con sus pantalones negros, siempre negros para disimular la gordura, sabiendo que no hay manera de disimularla, y esas chalecas tan amplias y de todos colores para poder verse un poco distinta cada día. Envidia le han producido siempre las otras mujeres con sus suéteres y blusas que acentúan los senos y esas calzas ajustadas que les modelan los muslos, mientras que en sus piernas protuberantes la grasa nunca ha dejado de hacer un rollo al llegar a la rodilla y, cuando se sienta, la barriga se le desparrama como si fuera jalea.
–Vamos –vuelve a repetir, porque no quiere morirse sin llegar a saber qué se siente al vivir eso que el diccionario llama “coito”, aunque la gente prefiere darle otros nombres, como hacer el amor, consumarlo, unirse en un encuentro sexual, entrelazarse en cuerpo y alma... Así dicen las novelas, más docenas de eufemismos y groserías que se oyen a diario.
¡Cuándo iba a imaginar que le saldría al paso esta oportunidad! Pensar que ya estaba por irse a la casa porque había estado manejando desde las siete de la mañana y apenas había hecho tres carreras cortas. Con ese día tan bochornoso, la gente prefería quedarse en la casa y capaz que en la tarde se pusiera a llover. Pero, de pronto, había llegado este golpe de suerte y buena fortuna, algo bastante raro en su vida después de que Valentina lo abandonó.
Justo en Manuel Montt, y a tres cuadras de Providencia, lo había hecho parar esta mujer que ahora tiene a su lado. Parecía una pasajera cualquiera y, como era gordita, le había costado subirse al auto.
–Buenas tardes. Por favor, lléveme a Providencia con Antonio Varas –le había dicho, y a él le había llamado la atención el tono cordial de su voz y esos ojos tan bonitos.
Por eso, la había vuelto a mirar por el espejo retrovisor y había comentado que hacía tanto calor.
¡Si alguien le hubiera dicho lo que vendría después, simplemente no lo habría creído! Cuando aceptó que la llevara al San Cristóbal y no a su oficina, volvió a sentir ese entusiasmo que le producían las mujeres cuando era joven. En cuanto pudo, dio una vuelta en u sintiéndose contento porque ella respondía a sus miradas e incluso sonreía mostrando una dentadura de dientes muy blancos. Esta iba a ser una carrera más larga, y por fin se rompería la rutina de su trabajo tan ingrato. Santiago estaba lleno de autos negros con techo amarillo que le daban a las calles un aire festivo de carnaval, aunque ocurría exactamente lo contrario. Algunos choferes, haciéndose los machos osados, se cruzaban por delante, los buses tan largos del Transantiago se quedaban parados como imbéciles, aunque ya hubieran subido todos los pasajeros y nunca faltaba un camión lento y destartalado acarreando chatarra. Y para qué hablar de los insultos y los gestos agresivos: “¡Aquí no podís doblar, saco e güevas!”, “¡muévete de una vez, concha e tu madre!”. Y no faltaba el que se bajaba de su vehículo para ir a pegarle a otro.
Lo que más le desagradaba era dejar de ser una persona. Los pasajeros se subían y bajaban sin prestarle mayor atención, como si él fuera nada más que el auto mismo, una cosa que se toma y se deja. Una cosa que se paga y pa colmo, súper mal. Algunos tenían la deferencia de conversar un poco, pero después de tantos años como taxista, se ha dado cuenta de que a los que hablan les gusta solo hablar de ellos mismos. ¡Todos metidos en su propio mundo! Como ratones en una cueva, y muchas veces cuando está a punto de quedarse dormido vuelve a oír las voces de los pasajeros hablando puras huevadas entre bocinas, ruido de neumáticos y algún frenar abrupto.
¡Trabajo de mierda! Pero es lo único que puede hacer en este país lleno de cesantes, y él sin profesión y con dos dedos chuecos. En cambio, le gustaba tanto trabajar de albañil, igual que su padre. Era lindo poner un ladrillo tras otro hasta construir una muralla que, seguramente, se quedaría allí por muchísimos años y, por eso, cuando se tenía que ir a otra construcción, se despedía de todo lo que había hecho. Seguro que él se moriría antes de que se derrumbara todo su trabajo tan perfecto en una especie de inmortalidad que nada tenía que envidiarle a los libros y otras obras de arte.
Pero cuando apenas tenía veintiocho años, le había llegado la mala racha que todavía hoy lleva patente, como una llaga de dolor que nunca ha logrado cicatrizar. Por aquel accidente tan terrible, ya no pudo más trabajar como albañil y no tuvo otra alternativa que arrendarle un taxi al infame del Guatón Valenzuela que le sube el arriendo cuando se le antoja.
Martita, así ha empezado a llamarla desde que le dijo su nombre, le está echando una última mirada a Santiago y él, con una sonrisa, la toma de la mano para conducirla al taxi. Seguro que sus amigos se matarían de la risa si les contara que está a punto de llevar a un motel a una mujer tan entradita en carnes. Pero a él no le importa. ¡Ha estado tan necesitado últimamente! Tanto que el roce de la pierna cuando tiene que frenar lo excita, y ya un par de veces se le ha venido una erección, y él sin saber qué hacer, porque justo que llevaba pasajeros.
¡Pensar que tenía tanto éxito con las mujeres cuando era joven!
–Usted, hijo, nació con el talento innato de Don Juan –le decía su padre con cierto orgullo, porque él también era un poco lacho.
En esa época, y sin que nadie le enseñara, sabía cómo mirarlas a los ojos en el momento preciso, también echarles piropos que nunca fallaban y rozarles la mano como por casualidad... y ahí empezaba todo. ¡Caían como moscas! Y después ya no costaba nada darles hartos besos y abrazarlas bien apretado, para que le sintieran el bulto allá abajo y, claro, cada conquista seguía un camino diferente, porque podía ser apoyándola a ella contra el tronco de un árbol, en el rincón oscuro de alguna calle e incluso en alguna casa donde estaban haciendo un bailongo y, como los dueños estaban tan ocupados atendiendo a las visitas, no se daban ni cuenta. Esta era la parte que más le gustaba, la verdadera aventura, y al otro día “si te he visto, no me acuerdo”. Algunas chiquillas seguían después buscándolo y se ponían harto cargantes, pero a él le bastaba acudir a la indiferencia absoluta para que terminaran cabreándose.
Martita le pregunta cuánto tiempo hace que trabaja como taxista. Ahora está sentada a su lado y lo mira con un dejo de arrobamiento.
–Debe ser un trabajo muy difícil –agrega.
Y en ese comentario, él detecta una cierta empatía hacia los otros seres humanos. Mientras le explica las dificultades de manejar entre tanto vehículo, presiente que ella es una mujer de buen corazón, que jamás tendría la crueldad de Valentina.
¡Ella había sido la que había abierto la represa de las desgracias! ¡Y vaya a saber por qué diablos se había enamorado tanto de ella! Esa noche que la conoció, parecía cualquier otra tontona que iba a caer en sus redes, pero cuando la fue a dejar a su casa y le hizo el amor antes de llegar a la puerta, se sintió como hechizado por sus caricias tan apasionadas, incluso después de terminar, ella con su falda larga le había limpiado el pene, se había arrodillado frente a él y se lo había echado a la boca lamiéndolo y chupándolo con tanta ternura y suavidad que había vuelto a tener una erección.
–Esta chiquilla parece que ha tenido bastante experiencia con los hombres –había dicho su madre unos días después de conocerla.
Y cuando ya llevaban cinco meses pololeando, se había opuesto rotundamente a que se casara con ella.
–¡Pero para qué te vas a casar! ¿La dejaste embarazada acaso?
–No, mamá, ella toma píldoras.
–¿O sea que tiene sexo sin correr el riesgo de quedar embarazada? ¡Pero qué edificante! –exclamó con cierto sarcasmo–. ¡Eso significa que se ha acostado quizás con cuántos ya!
–Para mí que esta cabrita ha recorrido la Meca y la Seca –agregó su padre muy serio.
Poco le importaba que Valentina no hubiera sido virgen cuando empezaron a pololear, además ella ya le había contado que solo había sido uno antes que él. Lo importante era salvarla de su padre que tanto la maltrataba. La pobrecita se ponía a llorar cada vez que recordaba los golpes y los insultos de ese desgraciado que no la dejaba en paz. Y a veces, justo cuando él estaba por llegar al mejor momento, ella empezaba a sollozar y le pedía que no siguiera.
–¿Qué pasa, mi amor? ¿Te está doliendo?
–No. Es que mi papá me agarró del pelo anoche y me dijo cosas tan terribles... Ya no aguanto más, me dan ganas de matarme. ¡Sí! Eso es lo que tengo que hacer: ¡matarme!
Y en esa pequeña habitación de un hotel en San Borja, cerca de la Estación Central, le describía las palizas que su padre le daba cuando niña y cómo ahora que estaba grande se cuidaba de no dejarle huellas en el cuerpo, no obstante el maltrato seguía siendo el mismo.
Aunque sus padres se opusieran, se iba a casar con ella porque la amaba más que a todo en el mundo y la iba a salvar de tanto maltrato.
–¡Ningún problema! –había exclamado el padre de ella con una sonrisita socarrona–. Cásate no más con la Valentina. ¡Un cacho menos! –había exclamado y, levantándose de la silla, le había dado un apretón de manos.
El tráfico en la Avenida Recoleta está insoportable: los autos que entran desde el puente del río Mapocho avanzan apenas y no alcanza a pasar con la luz verde, porque va a obstaculizar la intersección y capaz que aparezcan los pacos y le pasen un parte. Por primera vez no se pone tenso en medio de un taco y el ruido de los bocinazos. Yendo tan lento, es fácil manejar con la mano izquierda y aprovechar con la derecha de acariciarle la rodilla a Martita y, de a poco, empezar a subir por el muslo mientras le dice cosas lindas. Nunca ha acariciado un muslo tan suave y abundante, sus dedos como que se hunden en esa carne tan blanda y tan cálida.
Muchos años después, se dio cuenta de que Valentina le había inventado el maltrato del padre para que se casara con ella. Cómo iba a ser que justo cuando él estaba por tener un orgasmo se pusiera a llorar, cuando apenas entraban a la pieza ella lo seducía de manera juguetona y sin parar de reírse.
Su padre le había aconsejado que, por un tiempo, vivieran en el mismo dormitorio que tenía desde niño.
–Así no pagan arriendo y pueden ahorrar esa plata, por si les sale una casa. Parece que el gobierno va a empezar un plan habitacional como el que había antes. Eso dijo anoche en la tele el cuervo siniestro de Pinochet, que mientras más viejo se pone más habla como peón de campo.
Durante el gobierno de Frei, su papá había logrado ahorrar sesenta y ocho cuotas trabajando los fines de semana y se las había entregado a la CORVI para ser beneficiario de la Operación Sitio, que daba a las familias de bajos recursos terrenos urbanizados. Su mamá contaba que habían llegado allí como mil quinientas familias que se habían dedicado a construir sus casas con material ligero, desde cartones, latas y papeles de diario a fonolas que, a veces, se volaban con el viento. Después habían llegado tres sacerdotes que hacían misa en la calle o en alguna casa ya construida, porque no tenían iglesia, y durante la semana se dedicaban a ayudarles. El Padre Mariano que venía de la familia heredera de la Viña Concha y Toro, y se había criado en una casa muy elegante frente al Teatro Municipal, trabajaba en un camión que repartía material de construcción.
–Todo esto pertenecía antes al fundo San Juan de Chuchunco y no me acuerdo quién le puso Villa Francia. No teníamos nada, ni luz ni pozos sépticos, apenas unos grifos de agua en la calle. Y, en el invierno, como había tanto barro con la lluvia, tu papá tenía que cubrirse los zapatos con una bolsa de nailon para poder entrar a la micro y llegar al trabajo.
A su mamá le gustaba tanto hablar de esa época cuando todos los vecinos se ayudaban entre gritos, palas y martillos. Ella había sido la primera en darse cuenta de que Valentina andaba en cosas raras.
–Hijo, no sé por qué la Valentina se pasa yendo al almacén de 5 de abril. Va y vuelve como cuatro veces al día y se demora harto, para mí que inventa que se le olvidó comprar algo para tener la excusa y salir de nuevo. Se arregla bien arreglá y hasta se cambia de ropa cada vez que va al almacén.
Y así había empezado esa tragedia que lo marcó para el resto de su vida.
En esa época no había teléfonos celulares, y solo cuando regresó de la construcción se enteró de que Valentina se había ido al sur con el empleado que trabajaba en el almacén.
Lleno de desesperación, había entrado al dormitorio donde Valentina no había dejado ni una sola huella de esos cinco años en que él le había dado todo su amor. Cajones vacíos, repisas de donde había sacado todas las cosas, y hasta los paños tejidos a croché que servían de adorno. Y en el clóset ya no estaba su ropa, aunque volvió a sentir el olor del perfume que ella usaba. Fue entonces cuando estalló en llanto. ¡Era peor que si se hubiera muerto! ¡Se había ido con otro! Y capaz que en ese mismo momento le estuviera haciendo a su amante el show de la Macarena que tanto lo excitaba.
–¿Te das cuenta qué terrible? Siguen dando la oportunidad de comprar autos en cómodas cuotas mensuales y no ensanchan las calles de acuerdo al número de vehículos que transitan cada día –comenta esta mujer a quien pronto va a poder desnudar entre besos y le hace bien oír el tono dulce de su voz.
El auto de adelante se detiene y él aprovecha de mirarla a los ojos, tienen un viso verdoso de lago profundo que le hacen recordar los ojos de Pedro.
¡Sufrió tanto! ¡Por la puta que sufrió! Ni que le hubieran pegado catorce cuchilladas en pleno corazón. Durante varios días había tenido que dormir en el living, porque no toleraba enfrentar ese espacio vacío que Valentina había dejado en la cama. Ya ni siquiera tenía ganas de comer y se forzaba a hacerlo para no preocupar a su mamá. Después salía a la calle a caminar, solo y triste en esas noches de invierno, con los huesos calados de frío y la neblina espesa que empañaba los focos de las aceras. Con el corazón hecho pedazos y llamando a Valentina en silencio. Horas amargas como la hiel y él sin poder sobreponerse a tanto dolor que le había causado el abandono de esa mujer que seguía amando, pese a su traición.
Caminaba subiendo y bajando por la calle 5 de abril, donde se encontraba con las fogatas de los mendigos que lo saludaban de manera respetuosa, porque él tenía una casa donde dormir. ¡De qué valía tener una casa si no era más que un guiñapo humano! Era como si alguien hubiera agarrado un serrucho y lo hubiera cortado por la mitad y ya nunca fuera a ser el mismo. Caminaba cabizbajo reprimiendo las lágrimas, y al llegar a una esquina sentía la mente en blanco, como si estuviera en medio de la nada.
Solo Pedro había logrado salvarlo de tanta penuria. Él había sido el único que pasaba horas escuchándolo y dándole consejos. Su familia y todos los demás, en cuanto empezaba a hablar de Valentina y del sufrimiento por el que estaba pasando, le cambiaban el tema creyendo que le estaban haciendo un favor. Habían sido amigos desde la niñez y lo había conocido en el comedor infantil donde los dos ayudaban a sus mamás repartiendo las servilletas y recogiendo los platos sucios. Durante la dictadura, la Villa Francia había sido, como decían por la tele, “un foco sedicioso” y, desde el Golpe, los milicos o los carabineros entraban a las casas a medianoche y se llevaban detenidos a los adultos dejando solos a los niños. Al principio, su mamá y otras señoras de la villa les llevaban comida, y después con la ayuda de las monjitas de la población habían creado ese comedor infantil.
¡Tan buen amigo que había sido Pedro! Casi siempre trabajaban juntos en alguna obra y él era el primero que se ofrecía para subir hasta lo más alto de un edificio. Según él, le gustaba estar más cerca del cielo, igualito que los indios apaches allá en Nueva York. En alguna parte había leído que en la construcción de los primeros rascacielos habían contratado a estos indios, que eran los únicos que querían subir tan alto, y mientras elevaban sus plegarias religiosas, instalaban vigas y andamios.
Esa tarde, acababan de compartir la vianda del almuerzo y despidiéndose porque se iba al quinto piso, le palmoteó la espalda diciéndole:
–Ya, gallo, acuérdate de mi consejo. Échate a la Valentina al bolsillo y déjate de pensar en ella. Esa huevona no se lo merece.
Él se había quedado abajo construyendo unos canteros de ladrillo donde iban a poner plantas de adorno.
Pedro se había puesto a cantar, como siempre lo hacía cuando trabajaba tan alto, y de repente oyó un trastabillar allá arriba y vio el cuerpo de Pedro cayendo desde el quinto piso. Aún hoy no entiende por qué pensó que podía salvarlo cuando era imposible. La verdad es que ni siquiera pensó, fue un impulso que lo hizo estirar los brazos tratando de atajarlo y lo logró, pero tras el duro golpe, Pedro rebotó haciéndolo caer también a él. Nunca ha podido olvidar el ruido seco del casco de Pedro al golpear el pavimento, el vómito de sangre que tuvo de inmediato y sus ojos abiertos que ya no parecían estar mirándolo. Allí se había quedado a su lado mientras llegaba la ambulancia, y cuando los enfermeros determinaron que estaba muerto, haciendo un esfuerzo muy grande porque casi no podía mover los brazos y tenía los dedos de una mano torcidos, le había bajado los párpados.
Ahora se da cuenta de que los ojos de Martita le llamaron tanto la atención, porque se parecen mucho a los ojos de Pedro.
La condujo de la mano hasta el taxi, la hizo sentarse a su lado y abrazándola le dio el primer beso en la boca. Eran incontables los besos de amor que había visto en la pantalla y en la vida real, pero jamás se había imaginado la emoción que producen, esa conmoción de cuerpo y alma que deja sin aliento y sin palabras. La lengua de él tropezó con la suya antes de convertirse en una caricia tan suave y húmeda que ella hubiera querido que durara para siempre. Estaba a punto de empezar a mover su lengua como lo estaba haciendo él cuando se retiró y, acariciándole el cuello, dejó de besarla.
–¡Dios mío! ¡Eres increíble! Vámonos ahora mismo para amarte durante horas –le había dicho dando un largo suspiro antes de hacer partir el motor.
Después de bajar del cerro en silencio, entraron hacia Recoleta por calles de casas antiguas. Una de esas calles se llamaba Purísima y, al leer el letrero, Marta sintió ganas de lanzar un escupo de desprecio por la ventanilla. “Purísima, igual que la Virgen en la punta del cerro”, pensó, y por primera vez imaginó a la Virgen María no bendecida sino condenada a no tener sexo y con una vida donde nunca tuvo una verdadera Noche Buena. Su cuerpo siempre casto y cubierto por esa ropa que apenas deja ver sus manos y su rostro en ya tantas imágenes que ha visto en sus casi cuarenta y un años, y si aparece con el Niño Jesús, sus senos son únicamente abundantes para alimentar al Hijo de Dios y no para ser acariciados. Se pregunta cómo San José tuvo la fortaleza para no caer en la tentación de sobarlos, de sostenerlos con ambas manos y besarlos. Este José que maneja a su lado seguramente hará todo esto y mucho más con sus senos que ahora parecen haber adquirido otra textura. Mira sus manos aferradas al volante, los dedos de su mano derecha parecen tener un pequeño defecto, como si alguna vez se le hubiera quebrado alguna falange, pero qué importa, como ya lo ha demostrado, su lengua es capaz de prodigar un infinito placer y provocar un sabor que nunca antes ha conocido.
–¿Hace mucho tiempo que trabajas como taxista? Debe ser un trabajo muy difícil –comenta dándose cuenta de que estas palabras que decidió decir, pensando en el hecho de que dos personas a punto de hacer el amor siempre conversan un poco, están también demostrando un genuino interés en saber algo de él.
–Bueno, manejar en sí no es tan difícil, pero los tacos, los peatones que se cruzan en cualquier momento y el posible asalto de un pasajero que te quita toda la plata crean bastante estrés. Mira cómo se está poniendo el tráfico en estos momentos. Las calles de Santiago se hacen cada día más insoportables. ¡Esta ciudad, en realidad, es un verdadero infierno!
Mientras él habla, ella lo mira. No es feo, al contrario, hasta se podría decir que es buen mozo, y los brazos en esa camisa de manga corta se ven fuertes y musculosos. “Seguro que este hombre le habría gustado a Malena”, piensa, y se pone nerviosa. Hasta ahora ha estado muy piola, pero al recordar a Malena, le preocupa ser totalmente inexperta en esto de tener una relación sexual y teme terminar haciendo un tremendo y ridículo papelón.
Dando un suspiro, mira a la Virgen del San Cristóbal y le parece volver a ver a Malena que se superpone a la estatua haciéndole un gesto optimista. Ahora a la Virgen que ha estado allí desde 1908, solo se le ven los brazos extendidos bendiciendo a los habitantes de la ciudad, porque Malena, vestida en un traje de fiesta rojo que le deja los hombros descubiertos, tapa el resto de la figura sagrada. “Bueno, si hasta mi abuelita fue capaz de hacer el amor con lo santa que era, eso significa que la primera vez no debe ser tan difícil”, se dice.
Y mientras José que ha mantenido la mano derecha en su muslo está a punto de llegar a la ingle produciéndole un grato cosquilleo, Marta recuerda la conversación de un grupo de estudiantes de Educación Media allá en el Parque Forestal.
–Ustedes nacieron con suerte, chiquillas, porque somos los hombres los que hacemos la pega y si fallamos, o nos vamos cortaos demasiado rápido, quedamos como la mona. En cambio ustedes hasta pueden fingir que lo están pasando bien.
Sí. José hará todo y a ella solo le corresponderá recibir sus caricias y disfrutarlas. ¿Cómo será esto de disfrutar el sexo? El placer debe ser muy intenso puesto que en las escenas que ha visto en la pantalla, los personajes cierran los ojos, como en un trance, y gimen y gritan en una exaltación que nada tiene que ver con una conducta habitual.
Ya están por llegar al cementerio y, aunque Recoleta es una calle rasca con sus casas que ya están por caerse y sitios donde acaban de demoler para construir uno de tantos edificios de departamentos baratos, ella se siente como una amazona que avanza triunfante hacia un templo de cúpulas doradas. Así siempre ha sido su imaginación, y hasta cuando está tratando de venderle una póliza a un cliente, empieza a imaginar quién realmente es a partir de cualquier detalle que le da una pista: la corbata demasiado chillona, el modo de hablar, la manera de mover las manos o las reacciones frente a lo que ella está explicando. Sí, se está imaginando a sí misma como una bella amazona que cruzará el umbral de aquel motel desconocido y José explorará cada uno de los resquicios de su cuerpo, la cubrirá, como ha visto en tantas películas, la penetrará y, convertido en un jinete desnudo, la hará gemir y gritar en medio del caudal del placer. Se le agita el corazón de emoción y curiosidad, palpitan allá abajo sus labios vaginales y se da cuenta de que está deseando a ese hombre que, por fin, acabará con su maldita virginidad.
No quiere ni acordarse cuánto sufrió con la muerte de Pedro. ¡Eso sí que fue un verdadero tormento! Como tenía los brazos enyesados ni siquiera pudo llevar en sus hombros el ataúd de su mejor amigo para depositarlo frente a su tumba. El velorio había sido en su casa llena de llantos y él se había quedado a su lado durante toda la noche. Ya empezaba a amanecer y todos se habían ido a dormir un rato antes del entierro que sería a las once de la mañana. Se le caía la cabeza de sueño y empezó a dormitar sentado en la silla. De pronto, despertó inquieto y con ganas de volver a besarlo en la frente, algo o alguien parecía estarle diciendo que lo hiciera lo más rápido posible, y ya inclinado sobre el ataúd, vio que los ojos de Pedro se abrían por un leve segundo y sus labios esbozaban una sonrisa.
Ya en el cementerio, recordó aquella vez en que juntos habían asistido a los funerales de los hermanos Vergara. Los dos apenas tenían doce años y nunca habían visto tanta gente reunida. Todos cantaban, rezaban y lloraban en la Iglesia de Jesús Obrero, y después habían caminado en una procesión por Avenida La Paz. Como los otros tres mártires de la Villa Francia, los carabineros los habían matado a tiros cumpliendo alguna orden del servicio de inteligencia de la dictadura. Rafael apenas tenía dieciocho años y Eduardo, veinte. Ambos eran estudiantes y un par de veces habían ido a su casa para conversar con su mamá. En medio de la multitud, él y Pedro habían sentido oleadas de dolor, de rabia y de heroísmo, porque en esa época había que ser muy valiente para rendirle homenaje público a las víctimas de la resistencia. Cuando con la mano izquierda que no tenía enyesada, arrojó un puñado de tierra en un último adiós, volvió a ver a Pedro con los ojos abiertos y esa sonrisa que parecía dirigida únicamente a él.
¡Y cómo no, si habían sido verdaderos hermanos! Siempre juntos y hasta ahora, a pesar de la muerte. Y había sido Pedro quien lo había ayudado a superar tanto sufrimiento. Justo un mes después de su muerte, él estaba llorando en la cama y sin poder quedarse dormido. De repente, sintió algo extraño en el aire, una especie de quietud, como si se hubiera detenido el tiempo y oyó la voz de Pedro que venía desde lejos.
–¡José! ¡José! –lo llamaba, hasta llegar tan cerca de él que sintió su aliento en la mejilla izquierda.
Todo era tan vívido que se sentó en la cama y le preguntó qué quería, como si estuviera vivo.
–Déjate de sufrir por mí. Yo estoy bien, así es que duérmete no más y sigue con tu vida.
Atónito, se había quedado mirando la cortina que estaba moviéndose, aunque la ventana estaba cerrada, hizo la señal de la cruz, dijo una oración y se acurrucó en la cama sintiéndose aliviado.
El auto de atrás toca la bocina y vuelve a esta otra realidad que está viviendo.
–Perdona, Martita, que nos ha tomado tanto tiempo llegar. Pero ya estamos por pasar por el cementerio y de ahí solo quedan dos cuadras.
Ella le sonríe amorosa. ¡Qué tiempo que una mujer no le sonreía así! Nadie le quita de la cabeza que Valentina le hizo un maleficio y lo dejó castrado. Bueno, no en el sentido corporal, porque todavía funciona muy bien, pero nunca más ha tenido suerte con las mujeres. Como que perdió el talento para seducirlas y se convirtió en un Don Juan fracasado, en un lacho en plena derrota. Las mujeres ya no caían tan fácilmente y, si alguna lo hacía y hasta empezaban a pololear, él sentía miedo de enamorarse y volver a sufrir. Bastaba un pequeño detalle para que sintiera desconfianza y, a los pocos meses, terminaba la relación. ¡Qué raro que en cuanto Martita entró al taxi, él empezó a desplegar las tácticas que usaba en su juventud!
Y también es un albañil fracasado: el cuerpo de Pedro que venía a gran velocidad, le pegó tan fuerte en los brazos que casi le hizo astillas los huesos, dejándolo incapacitado por el resto de sus días. Con yeso anduvo por más de seis meses y aunque los huesos y los tendones se recuperaron con el tiempo, ya nunca más lo contrataron como albañil, y aún recuerda con mucha nostalgia esas horas en que lo pasaba tan entretenido y contento haciendo murallas, lindos diseños de piedra o de ladrillo en el piso de algún patio o alguna terraza y esos adornos en roca caliza que le había pedido una señora mostrándole un libro que traía ilustraciones del arte de los aztecas. Cada vez que pasa por alguno de esos edificios, siente ganas de detener el taxi, bajarse y volver a palpar esos ladrillos que, con la mezcla de cemento que él dispuso, se quedaron allí para siempre.
En ese momento, siente que Martita le está acariciando la mano. Hasta ahora, lo ha dejado que le sobe el muslo debajo del vestido, incluso que avance y le introduzca la mano por el calzón cuando el taco se hizo demasiado largo, pero ahora que ha dejado la mano descansar sobre su rodilla, ella la acaricia, la toma entre sus dos manos y la besa de una manera tan tierna que lo emociona.
–Ya falta muy poco, mi amor, para llegar –le dice, desviando la vista por un segundo para mirarla a los ojos y siente que Pedro está allí, en el verdor de su mirada.
¿Será posible que Pedro, donde quiera que esté ahora, le haya enviado esta mujer tan llena de cariño?
Frena abruptamente porque, por estar distraído, casi atropella a una señora que está cruzando la calle con un niño. Desde los puestos de flores a la entrada del cementerio, rosas, claveles y crisantemos le están iluminando la vida con sus colores, y en el último puesto un vendedor le está pasando a un cliente un ramo de ilusiones, esas flores de pétalos tan frágiles y tan pequeños en una blancura que le hace evocar la inocencia.
Sí. Es Pedro quien le ha enviado a Martita y señaliza hacia la izquierda, porque ha decidido entrar al cementerio para llegar hasta su tumba y darle las gracias al mejor amigo que ha tenido en su vida. “¡No! Sigue, huevón. ¡Cómo se te ocurre que la vai a traer al cementerio! A la mina se le van a acabar las ganas, y te vai a quedar sin pan ni pedazo”. Le hace caso a Pedro y sigue por la Avenida Recoleta.
–¡Por fin llegamos! –exclama José al dar vuelta a la derecha y entrar a una especie de enorme patio rodeado de cabañas–. Quédate aquí, mijita, mientras voy donde el tipo ese para que me pase la llave. ¡No me demoro ni tres minutos! –añade dándole un beso en la mejilla.
Marta sonríe y mira a su alrededor. Hay ahí árboles centenarios cuyos troncos contrastan con la madera nueva de las cabañas. Seguramente en el pasado todo aquello era parte de una casa patronal, como la de su tía abuela en Villa Alegre. Este lugar no tiene nada que ver con el templo de cúpulas doradas, ni ella una pizca de semejanza con la intrépida amazona que, de pronto, se ha convertido en una imagen de pacotilla. Ahora se siente, más bien, como una paloma a punto de ser degollada. No, no es así como se siente y quizás por qué le ha venido a la mente la imagen de esa canción tan escabrosa. ¡Degollada! ¿Y si José fuera un sádico o un asesino en serie? Decididamente ha cometido una estupidez que ninguna mujer en sus cabales habría hecho. A nadie, con apenas dos dedos de frente, se le habría ocurrido partir a un motel con una persona desconocida para exponerse al robo y al crimen en un Santiago tan plagado de delincuentes. ¡Ahí viene José! Mejor será salir arrancando y meterse en la cabaña donde está el hombre que entrega las llaves, pero por su maldita gordura le va a costar salir del auto y ¡para qué hablar de correr!
Se pone la mano en el corazón para apaciguar las palpitaciones que le está causando este temor ya tan cercano al pánico. En ese mismo momento, José vuelve a entrar al auto.
–Tenemos que estacionarnos allá atrás –le explica poniendo en marcha el motor.
“Y Malena que no se aparece por ningún lado”, piensa Marta inspeccionando el follaje de los árboles. Entre las ramas de un eucalipto, de repente, divisa el rostro escandalizado de su madre que la increpa:
–¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡La hija de mis entrañas que provienen de tan buen linaje metida con un pobre diablo!
Es el mismo tono alarmado que usaba cuando despotricaba en contra del gobierno de Allende.
–Porque los rotos upelientos, mi linda, querían apoderarse del país y despojarnos de todo, olvidando que fue nuestra clase social la que forjó la patria, y somos sus descendientes los únicos que merecen los privilegios.
Se pasaba horas hablando por teléfono y probándose los vestidos que le hacía una modista que llegaba a la casa acezando porque tenía que tomar dos micros.
–¡Te prohíbo estrictamente que te acuestes con un taxista! –le grita en un chillido, señal de que está furiosa–. Nunca jamás debes olvidar el rango de nuestra familia –y al oírla, Marta hace un gesto displicente.
Quizás por qué le gustaba tanto hablar del rango de la familia cuando este se había perdido hacía ya rato y, por esa razón, vivían en Manuel Montt y no en un barrio más elegante. Pero así había sido siempre su madre: siútica y arribista, más pendiente de la vida social que de sus propios hijos. Por eso quería y sigue queriendo tanto a su abuela, quien había sido la única que le había brindado verdadero cariño. Ella o Malena deberían estar aquí en este momento para infundirle fuerza y hacer desaparecer este temor que le hace temblar las manos.
–Me emociona estar aquí contigo –le dice José cuando detiene el automóvil y se da cuenta de que esta frase no corresponde al repertorio que usaba con las mujeres cuando era joven y se las daba de seductor.
–Te lo digo de todo corazón –agrega dándole un beso en la boca.
Como en un milagro desaparece el miedo y, sonriente, Marta se apoya en la mano de él para salir del vehículo. Entonces, él le pasa un brazo por los hombros, la conduce hasta la cabaña y frente a la puerta que está por abrir, le acaricia el mentón y la mira a los ojos. A ella la conmueve esa mirada tan llena de ternura y de algo muy profundo que no puede definir. Ya no está nerviosa, tampoco siente curiosidad por lo que está a punto de suceder. Más bien, tiene la sensación de que empieza a sumergirse en un lago de corrientes muy suaves y cálidas.
En cuanto entran a la cabaña, él la apoya contra la pared y empieza a besarle el cuello y el nacimiento de los senos que el escote del vestido deja al descubierto. Su piel, nunca antes acariciada por un hombre, le transmite una sensación de placer y al mismo tiempo de ansiedad, de un deseo que la impulsa a tomar el rostro de José con ambas manos y a darle un beso apasionado que se prolonga y multiplica en otros besos. La saliva le resbala por la comisura de los labios y José, sin dejar de besarla, ha puesto uno de sus muslos entre las piernas de ella para que se abran. Es tan lindo frotarlo así mientras la besa y, con ambas manos, acaricia y aprieta esas nalgas abultadas. Ella emite un leve quejido que lo enardece aún más y le baja el cierre del vestido que ella, presurosa, se saca dejándolo caer al suelo. Él hace lo mismo con sus pantalones y su camisa antes de guiarla hasta ese lecho en el cual tantos hombres y mujeres se han amado.
Al llegar al borde de la cama, ella se desabrocha el sostén y él, al ver sus senos desnudos, los besa, los acaricia con su lengua y le dice que es la mujer más bella que ha conocido en su vida. No está mintiendo. Esos senos voluminosos y de piel tan blanca le producen una sensación de abundancia prodigiosa, la misma que experimentaba cuando con Pedro caminaban debajo de aquel parrón en la casa de su tío allá en Carrascal y, escondido entre las hojas, encontraban un enorme racimo de uvas que se comían alabando la generosidad de la tierra.
Marta, en total éxtasis y con los ojos cerrados, disfruta sus caricias aún con la vivencia de estar de pie en el agua que lame sus senos haciéndolos florecer. Él ahora se ha arrodillado frente a su cuerpo desnudo para rozar con la lengua su pubis, su vagina de labios muy abiertos y ella allí siente un dulce ardor. Entre susurros, la hace yacer en el lecho y lo maravilla su cuerpo con esa blancura que semeja una nube de forma caprichosa en el celeste del cubrecama. Rápidamente, se despoja de sus zapatos y calzoncillos para ingresar a lo que ahora le parece un ámbito celestial.
Por primera vez en su vida, ve a un hombre desnudo que nada tiene que ver con las estatuas griegas de los museos. Hombres hermosamente musculosos luciendo un falo tan pequeño y endeble que resulta ridículo. En cambio José que se ha subido a la cama para cubrirla con su cuerpo posee un pene grueso y viril que la motiva a acariciarlo. Qué extraño que no le resulte desconocido palpar este miembro rígido, es como si ya hubiera tenido bajo la palma de la mano muchos otros falos erectos de piel tan lisa y entre dos testículos que tiemblan levemente. ¿Será Malena quien le está enviando este saber? Mientras José la estaba acariciando apoyada en la pared, le pareció que ella se acercaba ataviada toda de verde y los labios en un apasionado beso, como la había visto por el espejo, pero en vez de desaparecer, Malena ahora se fundía en su propio cuerpo, entraba en él para desde allí enseñarle las artes del sexo.
Las caricias que ella le está prodigando lo excitan hasta la locura.
–Déjame ser tuyo, mi amor –murmura y empieza a penetrarla.
Su vagina está gratamente húmeda, pero un centímetro más allá, algo le impide seguir avanzando. Parece una tela, una membrana que está cerrando el paso.
–Perdona que no te lo haya dicho, pero soy virgen, nunca he tenido sexo con nadie –dice ella avergonzada.
Él sonríe emocionado y de repente, le entra la duda, esa duda que le implantó Valentina. Qué raro... Hasta ahora ha sido tan experimentada en sus caricias. ¿Le estará mintiendo? Son tantas ya las mujeres que le han mentido. Inclina el rostro hasta ponerlo muy cerca del de ella para mirarla a los ojos y ve las lágrimas que ella está derramando en silencio.
–No llores, mi amor –le dice enternecido–. Seré cuidadoso.
Nunca ha hecho el amor con tanta dulzura y ella suspira muy quieta mientras él logra romper el himen que ensangrienta su falo, ahora cubierto por una sustancia espesa que intensifica su placer.
Por fin, lo siente muy adentro y se hunde en una marea de oleaje imprevisto. Con las piernas encabalgadas en las caderas de él, recibe el golpe de esas olas de volumen y ritmo siempre diferente. Le gusta sentir el cuerpo enardecido de José, ese leve jadear sobre sus mejillas y la turgencia de su miembro deslizándose en un ir y venir que le produce placer y un poco de dolor. El tiempo ya no existe, tampoco esa cabaña de madera ni la rutinaria realidad de dietas y pólizas de seguro. Solo existe él creando este nuevo universo de cuerpos enlazados. De pronto, aquel oleaje se acelera, él lanza un quejido apremiante y se desploma sobre ella que lo abraza para cobijar su cuerpo ahora muy quieto.
Pasa un momento, José suspira, la besa y, acostándose a su lado, la abraza por la cintura.
–Prométeme que de ahora en adelante estaremos siempre juntos –susurra sintiendo una laxitud del cuerpo y el alma que lo hace quedarse dormido bajo la sombra de la paz absoluta.
Ella también ha cerrado los ojos para revivir todo aquello. Ya sabía que la primera vez que una mujer hace el amor, no tiene la vivencia de un orgasmo, pero nunca se imaginó que el encuentro de dos cuerpos produjera tanto regocijo y felicidad. “Juntos, por siempre juntos”, se dice, y a lo lejos oye a los perros ladrando mientras un rumor oscuro y ominoso se acerca y produce un abrupto movimiento de la tierra.
–José, mi amor, ¡está temblando!
Él salta de la cama, agarra la frazada para que ambos se cubran y, tomados de la mano, salen corriendo por temor a que la cabaña, bajo ese remezón tan fuerte, se derrumbe causándoles la muerte.
Dos cabañas más allá, sale una pareja que no está desnuda como ellos.
–¡Venga! Vamos a sujetarnos del tronco de ese árbol –grita una jovencita rubia que lleva del brazo a un hombre de edad bien vestido y de cabeza calva.
–¡Buena idea! –exclama José, aterrado por el vigor de los sacudones de la tierra que no paran–. Vamos hasta ese otro árbol, Martita de mi vida.
Los perros han dejado de ladrar, pero el ruido es infernal. Los techos de lata y calamina de esas casas viejas vibran resonando en el aire y el letrero luminoso del motel cae al suelo dispersando astillas de vidrio a su alrededor; choque de autos allá afuera, gritos y el sonido seco y retumbante de piedras que están cayendo desde el cerro San Cristóbal.