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ОглавлениеGERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA:
EN EL DOBLE CAUCE DE LA HEGEMONÍA PATRIARCAL Y LA PROTESTA FEMINISTA
Contexto histórico
Gertrudis Gómez de Avellaneda nació en Cuba en 1814 y a la edad de veintidós años se radicó en España, país que hasta 1898 tuvo a Cuba como una de sus colonias. La autora pertenecía a la aristocracia criolla y por su condición de colonizada, vivió dos acervos culturales simultáneos: el de la metrópoli con una fuerte influencia en su formación intelectual y el de Cuba, espacio evocado a nivel del paisaje, las costumbres y la cultura oral. Dualidad claramente observada en su primera novela Sab (1841) inserta en la profusa intertextualidad del Romanticismo europeo y cuyo argumento se desarrolla en Cuba, hecho que le permite a la autora inscribir en el formato europeo, trazos autóctonos de la flora y fauna, leyendas, costumbres y vocablos cubanos que ella explica en notas a pie de página para los lectores españoles. Este injerto dentro del formato romántico infunde en la novela un elemento exótico ya típico de este movimiento literario aunque “lo cubano” se presenta desde una perspectiva interior que difiere del exotismo como mero artificio imaginativo.
Refiriéndose a la dinámica del poder, Michel Foucault ha señalado: “Hay que admitir un juego complejo e inestable donde el discurso puede, a la vez, ser instrumento y efecto de poder, pero también obstáculo, tope, punto de resistencia y de partida para una estrategia opuesta. El discurso transporta y produce poder; lo refuerza pero también lo mina, lo expone, lo torna frágil y permite detenerlo” (123). En el oleaje impredecible del poder y la resistencia, los movimientos feministas se caracterizan por una trayectoria lenta y discontinua, incompleta siempre debido a la parcialidad de sus logros, fenómeno aún presente en la actualidad.
A mediados del siglo XIX, el contexto feminista está constituido por voces aisladas que denuncian la posición subalterna de la mujer en un acto de resistencia. Entre estas, se destaca en una posición pionera, la voz de Mary Wollstonecraft quien en A Vindication of the Rights of Woman (1792) afirma: “Si la mujer es en general débil en cuerpo y entendimiento, se debe menos a su naturaleza que a su educación” (55-56). Contradiciendo la posición esencialista que había dado origen a la creencia de que la mujer era, por su naturaleza biológica, más débil física e intelectualmente que el hombre, la afirmación de Wollstonecraft resulta señera para el primer movimiento feminista que se centró en la meta de luchar por el derecho de la mujer a la educación. En el caso específico de España, como señala Evelyn Picón Garfield, durante esta época ya están apareciendo revistas destinadas a la mujer y en ellas se aboga por su acceso a la educación, aunque dentro de un marco hegemónico que mantiene las prescripciones patriarcales con respecto a las virtudes y deberes de la mujer tradicional (27). Contradicción también observada en Gertrudis Gómez de Avellaneda quien, a pesar de sus ideas feministas, demuestra, tanto en sus textos literarios como en sus cartas, ideas que oscilan, de manera ambivalente, entre el desafío al orden patriarcal y el consenso.
Convertirse en escritora durante esta época significó un paso atrevido porque, en una situación excepcional, la mujer burguesa salía del ámbito doméstico al espacio público. Dicho paso creó escándalos y polémicas dentro de un contexto hegemónico en el cual se desestimó su valor artístico. Situación que Severo Catalina en 1870 resume diciendo:
Los partidarios de la rueca y la aguja, entre los cuales suelen contarse filósofos muy famosos, censuran siempre el estilo de las literatas; si es dulce y sencillo, por lo que tiene, a su decir, de gazmoña hipocresía; si es vigoroso y arrebatado por lo que afecta de ridícula virilidad. La mujer nunca escribe bien ni con la verdad para los que entienden que la mujer no debe escribir nunca (308-309).
En España, escritoras como Fernán Caballero, Carolina Coronado y Gertrudis Gómez de Avellaneda fueron discriminadas en un ambiente donde se consideraba que el talento literario pertenecía exclusivamente a los hombres y cuando una escritora demostraba poseerlo, según el caso de estas tres autoras, se optaba por atribuirlo al hecho de que, en el fondo, eran hombres en envoltura de mujer3. Así, José Zorrilla, en el funeral de Gómez de Avellaneda, declaró en su discurso:
...su escritura briosamente tendida sobre el papel, y los pensamientos varoniles de los vigorosos versos con que reveló su ingenio, revelaban algo viril y fuerte en el espíritu encerrado dentro de aquella voluptuosa encarnación mujeril. Nada había de áspero, de anguloso, de masculino, en fin, en aquel cuerpo de mujer, y de mujer atractiva: ni coloración subida de la piel, ni espesura excesiva de las cejas ni bozo que sombreara su fresca boca, ni brusquedad en sus maneras: era una mujer, pero lo era sin duda por un error de la naturaleza, que había metido por distracción un alma de hombre en aquella voluptuosa envoltura de mujer (501).
Muy consciente de estas discriminaciones que impidieron que fuera aceptada en la Real Academia de la Lengua, no obstante su extensa y exitosa obra4, en su ensayo “La mujer” publicado en 1860, afirma:
Si la mujer a pesar de estos y otros brillantes indicios de su capacidad científica aún sigue proscrita del templo de los conocimientos profundos, no se crea tampoco que data de muchos siglos su aceptación en el campo literario y artístico; ¡Ah! ¡No! también ese terreno le ha sido disputado palmo á palmo por el exclusivismo varonil, y aún hoy día se la mira en él como intrusa y usurpadora, tratándosela, en consecuencia, con cierta ojeriza y desconfianza, que se echa de ver en el alejamiento en que se la mantiene de las academias barbudas (303).
En repetidas ocasiones, Gómez de Avellaneda se refiere con bastante ironía a “la barba de los hombres” para destacar cómo un detalle hormonal y no intelectual o artístico impide el reconocimiento de las escritoras. Así en este ensayo asevera:
Como desgraciadamente la mayor potencia intelectual no alcanza á hacer brotar en la parte inferior del rostro humano esa exuberancia animal que requiere el filo de la navaja, ella ha venido á ser la única e insuperable distinción de los literatos varones quienes —viéndose despojados de otras prerrogativas que reputaban exclusivas— se aferran á aquella con todas sus fuerzas de sexo fuerte, haciéndola prudentísimamente el sine que non de las académicas glorias (303).
Habiendo experimentado ella misma la masculinización de su talento pues, para sus coetáneos, el hecho de que fuera una escritora destacada se debía a que ella era “mucho hombre”, Gómez de Avellaneda define el éxito literario de la mujer como el producto de un enmascaramiento audaz y estratégico. Refiriéndose a George Sand a quien denomina como “lampiña disfrazada”, afirma: “Otras que cubriendo sus lampiñas caras con máscara varonil, se entraron, sin más ni más, tan adentro del templo de la fama, que cuando vino á conocerse que carecían de barbas y no podían, por consiguiente, ser admitidas entre las capacidades académicas, ya no había medio hábil para figurar eternamente entre las capacidades europeas” (303-304).
La imagen de la máscara y el antifaz es un signo que si bien no metaforiza en toda su complejidad la escritura de mujer pone de manifiesto un elemento esencial: la impostura y el adulterio como dos actos transgresivos que modifican ilegalmente el objeto “legítimo” en un proceso de usurpación. Dentro de un contexto en el cual los escritores, aún hoy día, se refieren a su escritura como “el dar a luz en el parto de la creación” haciendo del texto un embrión que se gesta y crece dentro del sujeto creador, la mujer “concibe” su escritura dentro de una gestualidad que implica encubrir su especificidad genérica a través de una mímica que crea la ilusión de que es un hombre el autor de ese texto, pero esa máscara o antifaz resulta ser solo un subterfugio engendrado por los prejuicios patriarcales. La “escritura masculina” de la mujer es una máscara que se triza para dar paso a la diferencia genérica que, en el caso de Gertrudis Gómez de Avellaneda, constituirá la primera instancia de una mímica subversiva en la producción narrativa de la mujer latinoamericana.
La estructuración palimpséstica del sujeto romántico en Sab
Un aspecto que llama la atención en esta novela publicada en 1841 es el hecho de que, en su capítulo final, se produzca un cambio abrupto con respecto al énfasis de la línea argumental. Si bien la trama se había centrado en los infortunios del esclavo Sab y su amor imposible hacia Carlota quien termina casándose con un hombre blanco, en la sección que concluye la novela y que transcurre cinco años después de la muerte de Sab, se nos presenta a Carlota viviendo un matrimonio desdichado y en la carta del esclavo a Teresa, este afirma que la esclavitud de las mujeres, bajo el lazo indisoluble del matrimonio, es una servidumbre mucho peor que aquella de los mismos esclavos porque ellos, por lo menos, pueden comprar su libertad.
Esta aparente digresión argumental fuerza a una relectura en la cual no solo Carlota reemplaza a Sab en su rol protagónico sino que también el ideologema5 abolicionista resulta ser únicamente un recurso estratégico que nutre un ideologema feminista de mayor importancia y que, dados los valores de la época, no pudo ser elaborado de una manera más explícita. Desde el punto de vista estructural, entonces, Sab se construye como un palimpsesto donde los trazos de la historia trágica de Carlota son difuminados y ubicados en un plano subyacente a la historia de la superficie que corresponde a la trayectoria de Sab. Por consiguiente, el sujeto romántico de esta novela se desdobla a través del palimpsesto en la figura de Carlota quien, en su posición de subalterna, ya no posee ninguna agencia y es, más bien, una víctima del sistema patriarcal. De esta manera, los elementos convencionales de la representación romántica de la mujer se reconfiguran al final de la novela dando paso a un margen transgresivo que corresponde al mensaje feminista.
En el contexto de la novela antiesclavista cubana, Sab se destaca como un texto singular no solo porque la autora no recibió la influencia notable de Domingo del Monte (Picón Garfield, 52-58) sino también porque el énfasis de la narración no está en las relaciones sociales que claramente se observan en novelas tales como Petrona y Rosalía (1838) de Félix M. Tanco, Francisco (1839) de Anselmo Suárez y Romero, Cecilia Valdés (1839) de Cirilo Villaverde y Romualdo (1869) de Francisco Calcagno. Si en Francisco, por ejemplo, se da la descripción detallada de los castigos y abusos de poder por parte de los amos con una clara intención de denuncia dirigida específicamente a modificar la situación jurídica y económica de los esclavos cubanos, en Sab se omite dicho aspecto político para concentrarse en un conflicto de carácter sentimental en el cual la diferencia de raza y clase social nutre, de manera tradicional, el leit-motiv del amor imposible.
La elección de un personaje negro parece, más bien, condicionada por una tradición literaria europea que tiene sus antecedentes en Oroonoko (1688) de Aphra Behn, Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe y Bug Jargal (1826) de Víctor Hugo (Araújo). Como en Orooko, Sab no es totalmente negro sino mulato, con ancestros africanos de sangre real, una educación similar a la de los blancos y la vivencia de sentimientos que no lo distinguen en su condición de integrante de una minoría étnica (Alzola). Lejos de representar en toda su complejidad al esclavo cubano de la época, el personaje Sab debe comprenderse en la tradición establecida por Marmontel, San-Lambert, Florian y Chateaubriand como una figura que fundamenta la reivindicación de las razas no blancas en su capacidad para experimentar sentimientos y pasiones. Es más, en su calidad idealizada de “buen salvaje”, Sab resulta ser la imposición de un yo blanco en un etnos negro (Barreda) que plasma, como en varias novelas de la época, una concepción europea de la sociedad industrializada y sus efectos corruptores en los seres humanos. Por consiguiente, en esta novela, el primitivismo elaborado en la figura del esclavo resulta de una apropiación estética de los modelos románticos hegemónicos y omite, en su carácter cultural dependiente, no solo el ethos sino también los conflictos sociales y políticos de los esclavos cubanos.
Por otra parte, se deben señalar las contradicciones subyacentes en otros elementos configuradores del personaje. La caracterización básica de Sab se elabora a partir del eje estructurante de un ser/parecer que pone de manifiesto, una premisa racista. En este sentido, el epígrafe que inicia el primer capítulo (“…gozo de heroica estirpe allá en las dotes del alma siendo el desprecio del mundo”, 101) se especificará, más adelante, en el sema “negro de alma blanca” que supone una excepcionalidad para una raza concebida como inferior, razón por la cual Teresa quien olvidando “el color y la clase de Sab” (210) ha llegado a conocerlo verdaderamente concluye que este no debía haber nacido esclavo puesto que “un corazón que sabe amar así, no es un corazón vulgar” (224).
Dentro de este contexto contradictorio no resulta extraño que la condición social de Sab se procese en una abstracción que responde a la antítesis romántica que lo escinde en un alma libre y noble y un cuerpo esclavo y villano. Del mismo modo, Enrique, futuro esposo de Carlota, se caracteriza por un alma que es “huésped mezquino de un soberbio alojamiento” (188) difuminando, así, las relaciones económicas y sociales de una estructura de poder que divide a los hombres en amos y esclavos.
Al examinar en detalle la situación del sujeto romántico representado por Sab se hace aún más evidente su relación homóloga con la ideología romántica europea pues la problemática de la esclavitud se presenta exclusivamente desde una perspectiva metafísica en la cual se concibe la perfección y armonía de un orden divino como un paraíso perdido bajo la influencia del orden imperfecto impuesto por los hombres. De allí que Sab defina a la divinidad como un “Dios, cuya mano suprema ha repartido sus bienes con equidad sobre todos los países del globo, que hace salir al sol para toda su gran familia dispersa sobre la tierra, que ha escrito el gran dogma de la igualdad sobre la tumba” (265). En contraposición a este orden donde todo lo creado posee igual valor por ser obra de Dios, se destaca el orden humano dominado por el espíritu mercantil y la codicia que adjudican un valor de cambio a la naturaleza y a los seres humanos. Se da así una inadecuación básica que Sab explicita al afirmar: “No he podido encontrar entre los hombres la gran armonía que Dios ha establecido en la naturaleza” (266). La angustia del sujeto romántico surge, entonces, de una sensibilidad espiritual extraña a los otros hombres y que lo liga al Edén perdido de la armonía primigenia. La delimitación de los espacios impuesta por la burguesía capitalista extranjera representada por Enrique Otway y su padre posee como contrafigura para Sab, el espacio de la naturaleza concebido como el ámbito de la perfección y la felicidad que los teóricos románticos alemanes denominaban el recinto de la moral ingenua (Schiller).
Es precisamente la naturaleza como creación de Dios en su prodigalidad igualitaria la que motiva en Sab un cuestionamiento del orden humano: “¿Rehúsa el sol su luz a las regiones en que habita el negro salvaje? ¿Sécanse los arroyos para no apagar su sed? ¿No tienen para él conciertos las aves, ni perfume las flores?... Pero la sociedad de los hombres no ha imitado la equidad de la madre común que en vano les ha dicho: ‘Sois hermanos’” (206). No obstante la generosidad de la madre naturaleza, la codicia de los hombres sustrae a los esclavos de ese orden armonioso produciendo alteraciones incluso en el movimiento cíclico y cósmico del día y la noche:
Cuando la noche viene con sus brisas y sus sombras a consolar a la tierra abrasada, y toda la naturaleza descansa, el esclavo va a regar con su sudor y sus lágrimas el recinto donde la noche no tiene sombras, ni la brisa frescura, porque allí el fuego de la leña ha sustituido al fuego del sol, y el infeliz negro, girando sin cesar en torno a la máquina que arranca a la caña su dulce jugo, y de las calderas de metal en las que este jugo se convierte en miel a la acción del fuego, ve pasar horas tras horas, y el sol que torna le encuentra todavía allí… (106).
La esclavitud viene a ser así una condición impuesta contra la armonía divina y una fuente constante de enajenación con respecto a la naturaleza como reflejo y creación de Dios. La rebeldía surge, sin embargo, en el caso de Sab debido a la imposibilidad de unirse a Carlota y no como un imperativo para modificar el devenir histórico pues el personaje es, en esencia, un ente sentimental y no un sujeto político.
En la estética romántica, de la oposición desgarradora de dos órdenes antagónicos e irreconciliables surge el amor como una actividad espiritual de seres excepcionales que trascienden la mezquindad del mundo creado por los hombres para retornar a la perfección de los orígenes y enlazarse a Dios. En las cartas y otros textos autobiográficos de Gertrudis Gómez de Avellaneda, es evidente que ella se concebía a sí misma como uno de estos seres excepcionales y que su concepción del amor coincidía con la de los autores románticos que había leído. En su Autobiografía declara: “(…) el principio eterno de la vida que sentimos en nosotros y que vemos, por decirlo así, flotar en la naturaleza; este soplo de la Divinidad, que circula en sus criaturas, no puede ser sino amor. Amor espiritual, que no se destruye con el cuerpo y que debe existir mientras exista el gran principio, del cual es una emanación” (153). El amor como fuerza trascendente y eco de la divinidad hace de la amada, una belleza sensible que conduce hacia la belleza eterna —visión romántica enraizada en la tradición neo-platónica que Gómez de Avellaneda infunde en Carlota cuya voz es un eco de la melodía del cielo mientras su aliento semeja la brisa del atardecer y su cuerpo evoca la aurora—.
Es precisamente su capacidad de amar y de morir por amor la que hace de Sab un personaje sublime y, a nivel ontológico, su ser se define en términos del amor (“Mi amor, este amor insensato que me devora, principió con mi vida y solo con ella puede terminar; los tormentos que me causa forman mi existencia; nada tengo fuera de él, nada sería si dejase de amar” (280). Como típico héroe romántico, su condición social de esclavo resulta ser un recurso literario para elaborar el leit-motiv del amor imposible mientras en su calidad de esclavo del amor, románticamente trasciende su problemática social para alcanzar la realización de su ser.
Si en el plano social e histórico, la esclavitud de Sab deviene en la abstracción de lo sublime, dicha condición adquiere, al final de la novela, una condición política al adscribirse a la figura de Carlota6. Antes de suicidarse, Sab deja una carta a Teresa en la cual le cuenta que ahora que Carlota se ha casado con Enrique, él aún puede verla:
Es ella, es Carlota, con su anillo nupcial y su corona de virgen… ¡Pero la sigue una tropa escuálida y odiosa!... Son el desengaño, el tedio, el arrepentimiento… y más atrás ese monstruo de voz sepulcral y cabeza de hierro… ¡Lo irremediable! ¡Oh!, ¡las mujeres! ¡Pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos, ellas arrastran pacientemente su cadena y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas. Sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo, eligen un dueño para toda la vida. El esclavo, al menos, puede cambiar de amo, puede esperar que, juntando oro, comprará algún día su libertad, pero la mujer, cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada para pedir libertad, oye el monstruo de voz sepulcral que le grita: “En la tumba” (270-271).
En su calidad de texto que ilumina retroactivamente toda la novela, esta carta traslada a Sab de protagonista a personaje auxiliar en una historia subyacente en la cual Carlota quien, aparte de ser la típica heroína romántica en la narración de la superficie del palimpsesto, es también el contrasello del sujeto romántico en una alteridad subalterna que no le permite ni la trascendencia espiritual ni algún acto de resistencia pues, en su condición de mujer, está condenada a sumisamente aceptar su matrimonio desdichado.
Carlota en el flujo dual de la mistificación patriarcal y la condición subalterna
En la confluencia palimpséstica de dos historias, Carlota es tanto el objeto amado, según imaginario romántico, como un sujeto consciente de su situación aunque privado de la posibilidad de toda praxis. Como objeto del amor romántico, ella se caracteriza de manera muy similar a otras representaciones de la época: su tez de azucena, su talle de palma y su cuello de cisne simbolizan la íntima relación de “lo femenino” con la naturaleza de carácter divino. Sus posturas lánguidas en un balcón, sus suspiros y desmayos hacen de ella una figura de camafeo que responde a una elaboración típica de la imaginación masculina de la época y que refuerza el modelo social impuesto a la conducta y caracterología de la mujer. En efecto, la apropiación de esta mujer dicha desde una perspectiva masculina no solo pone de manifiesto la subordinación a modelos literarios hegemónicos sino que también induce a inquirir en sus silencios como elementos vitales en el texto. Nada se dice de la especificidad genérica de sus experiencias en el ámbito doméstico y su cuerpo se describe desde una mirada exterior que omite las vivencias en la topografía de ese cuerpo.
Sin embargo, en su posición de sujeto consciente, se observan en ella adiciones marginales a la estética romántica masculina reconfigurando a la típica heroína romántica. En primer lugar, su caracterización como sujeto amante se elabora desde el principio a partir del eje disyuntivo de la ilusión y el desengaño. Así, a sus sentimientos hacia Enrique se yuxtaponen los comentarios de una narradora que profetiza el fracaso de estos sentimientos por ser producto de un corazón y una imaginación que embellecen al amado y que irremediablemente deberán enfrentar la realidad. De este modo, se da una tensión oximorónica entre el amor del presente y el desengaño posterior.
Por otra parte y de manera significativa, Carlota como sujeto consciente rechaza los valores pragmáticos de su sociedad, cuestiona la violencia de la Conquista de América y se opone a las injusticias de la esclavitud y la condición mísera de la indígena Martina. Actitud marcada por un factor genérico que hizo que la mujer blanca en el espacio de la casa estableciera relaciones domésticas con negros e indígenas en situaciones que diferían del formato exclusivamente económico y laboral que dirigían los hombres blancos.
De manera similar a Sab, el conflicto de Carlota se especifica como la lucha entre su naturaleza intrínseca y el destino asignado por la sociedad. Pero si en el primero el ser/parecer equivalía a un alma y un cuerpo, en la protagonista esta dualidad es aún más compleja. Definida como esencialmente un ser hecho para amar por ser puro corazón, su ser está primordialmente unido a Dios y a la naturaleza. Su parecer, sin embargo, no corresponde sencillamente al de un cuerpo negro discriminado. Por el contrario, como objeto simbólico del estatus social de su amo (en el eufemismo legal de esposo) debe mantener las apariencias, fingir que es feliz, no obstante haber descubierto la bajeza moral de Enrique y el efecto degradante de su codicia en un mundo del cual no puede huir.
Significativamente, su situación se describe aludiendo al plano social e individual: “Carlota no podía desaprobar con justicia la conducta de su marido, ni debía quejarse de su suerte, pero a pesar suyo se sentía oprimida por todo lo que tenía de serio y material aquella vida del comercio” (259). Esta inadecuación básica interpretada en relación con el ideologema de la esclavitud propone, entonces, que la condición de la mujer va contra la armonía creada por Dios y reflejada en la naturaleza. Este concepto será, en la narrativa de la mujer latinoamericana, parte del núcleo ideológico que denuncia el poder desnaturalizador del sistema patriarcal.
Sintiéndose una extraña en el mundo e impotente para modificar su vida, Carlota no posee otra alternativa que llorar “sus ilusiones perdidas y su libertad encadenada” (260). Esta absoluta claudicación por parte de la protagonista marca el inicio, en la narrativa de la mujer latinoamericana, de lo que denominamos la modalidad hermética de la existencia subrayada por una trayectoria frustrada y la derrota engendrada por el orden patriarcal.
En un proceso de anagnórisis, Carlota toma conciencia de su situación sin salida en una época en la cual no existía el divorcio. Si “la maldición terrible” y “el fatal destino” de la figura complementaria de Sab lo condujo a una muerte noble y sublime, dicha fatalidad para Carlota será la carga de un matrimonio que llevará a cuestas por el resto de su vida aunque la sociedad la considere una situación normal para el imperativo de ser una mujer decente. La única otra posibilidad durante la época era entrar a un convento, como lo hizo Teresa. No obstante este mensaje de la autora permanece en el nivel abstracto de la fatalidad, del mismo modo como su defensa de la mujer en sus ensayos de 1860 omiten los factores básicos de la infraestructura económica del patriarcado, es importante subrayar que su conciencia feminista la motiva a concluir su novela con dos elementos significativos. En primer lugar, la narradora omnisciente finge ignorar la suerte de Carlota suponiendo “verosímilmente” (274) que su marido se estableció en una ciudad europea y ella debió seguirlo. Lo verosímil (o sea aquello cercano a la verdad) es aquí sinónimo de las convenciones y normas sociales de las cuales la mujer de la época no podía escapar (Girona Fibia, 124). Además de esta imprecisión que implícitamente alude al destino de todas las mujeres, es también importante que la trayectoria posterior se silencie aludiendo, de manera tangencial, a la universalidad de una situación que, en ese momento histórico, resultaba irrevocable.
Apropiación del folletín romántico y contradiscursos de la mímica subversiva en Dos mujeres
En su segunda novela titulada Dos mujeres (1842), Gómez de Avellaneda reitera, con más vigor, su crítica a la institución del matrimonio enmascarando este contenido subversivo bajo el formato del folletín romántico. En efecto, la historia amorosa y sus vicisitudes se presentan a través del encadenamiento de sucesos fortuitos, cambios de fortuna y felices coincidencias que conducen a los personajes a circunstancias típicas de un triángulo folletinesco. Después de casarse en Sevilla con la rubia y angelical Luisa, Carlos debe realizar un viaje a Madrid donde conoce a Catalina (una condesa viuda y famosa por su reputación de mujer fatal) y se enamora perdidamente de ella. Según el imperativo tradicional del folletín y las teleseries de la actualidad, Carlos se encontraría entonces ante la disyuntiva del bien y del mal representados por las figuras antitéticas de ambas mujeres y siguiendo las normas textuales de la ética edificante, el desenlace de la novela debería confirmar el triunfo de la virtud y el castigo al pecado.
Sin embargo, la posición ideológica de la autora dista mucho de concordar con las categorías binarias y disyuntivas propuestas por la moral de la época que ella, tres años después de publicar Dos mujeres, transgredió al convertirse en madre soltera7. Complejizando el triángulo folletinesco en el cual Carlos debería finalmente elegir a la mujer buena y abnegada, la autora nos presenta la situación contradictoria de un hombre que simultáneamente ama a dos mujeres quienes, más allá de la sanción social que las catalogaría como virtuosas o pecadoras, son, de igual manera, nobles. Además, en las relaciones que se establecen entre los tres vértices del triángulo amoroso se dan sentimientos contradictorios: no obstante la infidelidad a su esposa, Carlos siente por ella ternura y amor mientras las mujeres supuestamente rivales terminan compadeciéndose mutuamente y ofreciendo el sacrificio de renunciar a Carlos en un acto de solidaridad entre mujeres. Tensión que se hace evidente en las siguientes afirmaciones: “(…) y puede asegurarse que jamás marido infiel ha sabido honrar tanto a la esposa que ultrajaba” (169); “(…) al verla tan hermosa, tan joven, tan santa, la condesa juzgó muy culpable y muy insensato al hombre que la abandonaba” (189).
Es más, Dos mujeres termina con la siguiente aseveración: “La culpable encuentra por doquier jueces severos, verdugos implacables. La virtuosa pasa desconocida y a veces ¡ay! calumniada. ¡Y la culpable y la virtuosa ambas son igualmente infelices, y acaso también igualmente nobles y generosas!” (216). Contradiciendo las estructuras binarias del falogocentrismo, la autora agrega al folletín romántico, los márgenes de un contradiscurso desde una perspectiva feminista que ofrece una visión no convencional del adulterio, del amor, de la masculinidad y de la mujer quien, lejos de ser la típica amada candorosa, se configura como sujeto en una reapropiación de la subjetividad del héroe romántico.
En la sociedad patriarcal, el adulterio, en el caso de la mujer, constituye un pecado que merece castigo mientras para el hombre, es un testimonio más de su virilidad8. Dado este doble estándar, el lazo indisoluble del matrimonio representaba un obstáculo solo para la mujer. Influida por las ideas de la escritora francesa George Sand, Gómez de Avellaneda defiende el adulterio señalando que el matrimonio es una institución que va contra una ley natural, la del amor que, como en el caso de la naturaleza, no es eterno sino mutable. Del mismo modo como los árboles cambian su follaje y la vida es arrebatada por la muerte, los seres humanos son susceptibles de dejar de amar a una persona y volver a amar a otra, aún después de haber contraído los lazos indisolubles y perpetuos en una ceremonia que la narradora define en la novela como“solemne y patética y que jamás he presenciado sin un enternecimiento profundo mezclado de terror” (34). Este concepto es varias veces reiterado en la correspondencia epistolar y la autobiografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda, textos en los cuales define el matrimonio como una profanación, como un lazo público que carece de la trascendencia de vínculos más sublimes establecidos por el amor recíproco9. Si para la visión romántica, el amor es una manifestación espiritual que define la esencia humana y le otorga trascendencia, las reglas convencionales del matrimonio que sancionan el adulterio cometido por una mujer son, desde la perspectiva feminista de la autora, fuerzas negativas que tronchan toda posibilidad de ser.
Por lo tanto, el adulterio se elabora en Dos mujeres desde una perspectiva subversiva que lo propone como fuente de amor sublime y virtuoso. Así, Catalina afirma: “El adulterio, dicen, es un crimen, pero no hay adulterio para el corazón” (127). Este contradiscurso comparado con el de Jean-Jacques Rousseau y otros románticos que, a pesar de su rechazo de los valores de la sociedad mercantilista reafirmaron la noción convencional de “lo femenino”, pone de manifiesto un acto de apropiación de la estética romántica desde una perspectiva feminista en la cual se presenta una dicotomía entre “lo dicho” (aquellos valores éticos que el orden patriarcal dictamina) y “lo sentido”(aquello que los seres humanos realmente viven en su necesidad espiritual y no social de amar). Mientras en dicho orden el romance apasionado de Carlos y Catalina resulta un escándalo inmoral, dentro de esta concepción del amor, posee una dimensión espiritual que otorga a ambos personajes una cualidad sublime. En este sentido, entonces, la transgresión del código moral se plantea como la única alternativa para superar las imperfecciones de una sociedad no solo pragmática sino también injusta con las mujeres.
Dentro de este contexto romántico que subraya lo individual y sentimental agregando un margen feminista, se modifica también el estereotipo de la mujer fatal en un imaginario androcéntrico en el cual se le atribuye a la imagen, los rasgos malévolos de la dame sans merci que hace sufrir a los hombres de manera malévola mientras la figura de Don Juan constituye un modelo admirable de la masculinidad. Demás está agregar que la celebrada sexualidad de Don Juan adquiere, en el caso de la mujer fatal, las oscuras tintas de la perversidad.
A primera vista, Luisa en su pureza y abnegación sería, en un texto folletinesco, el símbolo del deber-ser en oposición a Catalina, antítesis subrayada por el típico contraste entre mujer rubia, inocente, sumisa y angelical y la mujer morena, libertaria y, por lo tanto, demoníaca. Sin embargo, Gómez de Avellaneda desde su perspectiva feminista, rechaza esta dicotomía arquetípica propia del patriarcado que, en la tradición cristiana, asume la forma de la Virgen María versus Eva la pecadora, para hacer de sus personajes femeninos dos figuras que representan a la mujer dentro de dos situaciones existenciales diferentes: Luisa que acepta dócilmente tanto el ser como el deber ser impuesto por la sociedad patriarcal y Catalina, quien, en una posición de rebeldía, rechaza dicho orden para forjar su propia identidad.
La caracterización convencional de Luisa entregada en un tono irónico por parte de la narradora, pone de manifiesto una estaticidad y modalidad hermética de la existencia que, al ser contrapuesta a la complejidad subversiva de Catalina, constituye, para la ideología de la autora, lo que la mujer no debería ser. Si analizamos el prototipo de la mujer sumisa como un mito en el sentido que Roland Barthes le asigna (es decir, una conceptualización y significación del mundo motivadas por la necesidad de mantener el orden dominante), los rasgos altamente positivos de Catalina resultan excéntricos con respecto a dicho Orden y proponen un nuevo modelo para la mujer cancelando no solo la estructura binaria del deber ser y el no-deber ser sino también la identidad adscrita de un ser configurado para la mujer por los dispositivos patriarcales10. Sin embargo, en una época en la cual recién se inicia un primer movimiento feminista, la autora solo puede limitarse a asignarle a este nuevo modelo de mujer, rasgos identitarios masculinos. Por esta razón, en la novela se añaden contradiscursos que están muy lejos de ser deconstructivos.
En un proceso de inversión de las normas textuales, Catalina se caracteriza como un héroe romántico. Su imaginación y sensibilidad excepcionales en una sociedad que ha sacrificado lo espiritual en aras de la razón y el utilitarismo la hacen descubrir la problematicidad de su propia existencia. En vano se retira del mundo para identificarse con los personajes de Rousseau y Goethe y abandona la ciudad para retornar a la naturaleza —ámbito que exalta su necesidad de amar como único modo de trascender espiritualmente—. Sin embargo, pronto descubre que la evasión tampoco es una verdadera respuesta para su subjetividad y se reincorpora a la sociedad escindiéndose entre un ser y un parecer; su desengaño, entonces, se ahoga en la mentira del placer banal asumiendo conscientemente esta degradación que ella define de la siguiente manera: “(...) volvía a lanzarme en el mundo; no ya para pedirle amor, felicidad, justicia, verdad, sino un opio de placeres y riqueza que me adormeciera. Volví a él para oscurecer entre el vapor de sus pantanos, el funesto destello de mi inteligencia; para quebrantar en su frente de bronce el dardo punzante de mi sensibilidad” (93). Catalina, como un típico héroe romántico, está marcada por la agonía, la rebeldía y la marginalidad y al comparársela con “una gran torre que se desploma” y “un vasto incendio que devora grandes edificios” (93) está condenada al desastre y la fatalidad. Agregando un margen genérico al fatum romántico, la causa de su caída se debe a su inteligencia —elemento prohibido para la mujer de la época— (“mi misma inteligencia, ese inapreciable don que nos acerca a la divinidad, era para los espíritus medianos una cualidad peligrosa, que tarde o temprano debía perderme”, 92). Para los otros, ella es una de “esas mujeres hombres que de todo hablan, que de todo entienden, que de nadie necesitan” (51), un ser rechazado por una sociedad que concibe la genialidad, el talento y el vigor creativo como atributos masculinos innatos. Por lo tanto, Gómez de Avellaneda reconfigura al típico héroe romántico centrando la marginalidad de Catalina en la esfera de las diferencias genéricas establecidas por las construcciones culturales de la época.
Sin duda, Catalina es, en muchos sentidos, una proyección autobiográfica de la autora, no solo por su insatisfacción espiritual11 con respecto a los valores de su sociedad sino también por su saber que la hacía comprender que el rol exclusivo de madre y esposa mutilaba la posible agencia y autonomía de la mujer.
Por otra parte, la caracterización de Carlos ofrece una contra-imagen de la noción patriarcal de la masculinidad. En su calidad de personaje aún no corrompido por la sociedad, se caracteriza como inocente, sentimental e indeciso (Picón Garfield, 117-118). En un contexto cultural de una pronunciada escisión entre hombre y mujer, la feminización de Carlos parece ser, más bien, una utopía —esa proyección imaginaria que se engendra a partir de la insatisfacción hacia el orden imperante en una subjuntividad anclada en la desesperanza—. Transgrediendo el estereotipo del modelo masculino, Carlos siente admiración por el intelecto y la independencia de Catalina (Pastor, 138) en un espacio social donde ocurre exactamente lo contrario y esta admiración corresponde, más bien, a un deseo utópico. Gómez de Avellaneda estaba muy consciente de las asimetrías genéricas creadas por un sistema que siempre ubicaba “lo masculino” en el polo positivo de sus binarismos. Desde su perspectiva feminista, no solo denuncia estas asimetrías sino que también propone que la mujer se libere de las prescripciones patriarcales y cruce el umbral del ámbito masculino para desarrollar su intelecto que le permitirá un conocimiento del mundo y de su situación subalterna para lograr una libertad de pensamiento que contribuirá a su independencia. En este sentido, su ideología concuerda con el primer movimiento feminista que abogaba por la educación de la mujer sin tomar en cuenta otros factores como su participación activa en la política, la economía y la cultura.
El haber cruzado el ámbito intelectual masculino le permite a Catalina reflexionar:
Sí, momentos hay en mi existencia en que concibo el placer de las batallas, la embriaguez del olor a pólvora, la voz de los cañones; momentos en que penetro en el tortuoso camino del hombre político, y descubro las flores que el poder y la gloria presentan para él entre las espinas que hacen su posición más apacible… Pero ¡la pobre mujer, sin más que un destino en el mundo! ¿qué hará, qué será cuando no puede ser lo que únicamente le está permitido? (94).
Catalina, fuera de los paradigmas que definen la noción de “lo femenino”, es un excedente suspendido de los encasillamientos genéricos y a la vez, muestra una alternativa para el rol mutilador de madre y esposa. De este modo, al núcleo de la agonía romántica experimentada por el héroe romántico y su rechazo de los valores de una sociedad degradada, la autora inserta el elemento genérico.
El destino social que comparten ambas mujeres hace de ellas seres igualmente infelices, concepción que anula, en forma definitiva, la oposición folletinesca entre la virtuosa y la pecadora. Es más, la decisión de sacrificarse por la felicidad de la otra constituye un acto de solidaridad que contrasta con la homosociabilidad entre los hombres12. En esta, las relaciones sociales se establecen en el ámbito de la competencia, la conveniencia y la lucha por el poder mientras en el caso de Luisa y Catalina, la sororidad responde a un afecto y empatía hacia otra mujer en el espacio subalterno de una genealogía femenina. Además, el hecho de que Catalina rechace el ofrecimiento de Luisa de dejarla ir con Carlos y sea ella quien decida alejarse no constituye ninguna “victoria” en la noción masculina del triunfo. Luisa ya no será feliz en su matrimonio con Carlos y se resignará a una existencia vacía en el espacio cerrado de la casa que, en novelas posteriores de escritoras latinoamericanas, tendrá las connotaciones de la tumba de una muerte en vida, como es el caso de La última niebla de María Luisa Bombal.
Es precisamente en el espacio hermético de un cuarto de su casa que Catalina, tras haber trascendido espiritualmente, se suicida asfixiándose. Como si el suicidio fuera, después de todo, el único acto que la mujer puede libremente elegir, la muerte también representa la claudicación ante un orden que no ofrece ninguna salida. Carlos, por el contrario, se reincorpora al orden simbolizado por la institución del matrimonio y aunque no es feliz, encuentra un sustituto para su felicidad en la ambición y el éxito económico logrando, por medio del rol agente asignado a los hombres, una realización para su existencia. Esta asimetría genérica se refuerza en la novela con un mensaje al final para las otras mujeres quienes, según la narradora, deben comprender que “la suerte de la mujer es infeliz de todos modos. Que la indisolubilidad del mismo lazo con el cual pretenden nuestras leyes asegurarlas un porvenir, se convierte no pocas veces, en una cadena tanto más insufrible, cuanto más inquebrantable” (210).
En la vasta producción literaria de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Sab y Dos mujeres se destacan por un importe feminista que la autora no siguió elaborando. En septiembre de 1844, Sab y Dos mujeres se retuvieron en la Real Aduana de Santiago de Cuba prohibiendo su entrada en un expediente que explica que “no pueden introducirse por contener la primera, doctrinas subversivas del sistema de esclavitud de esta Isla y contrarias a la moral y buenas costumbres y la segunda por estar plagada de doctrinas inmorales” (Cruz, 52). De manera paradójica y corroborando su progresivo convencionalismo literario que le aseguraba el éxito, Gómez de Avellaneda en la edición de sus obras completas de 1869, eliminó Sab y Dos mujeres por considerarlas novelas de la juventud que no merecían el honor de ser incluidas en la prestigiosa selección de autores españoles. Sin embargo, contradiciendo esta claudicación de parte de la autora, son precisamente estas dos novelas y no sus numerosos textos posteriores los que marcan un hito de apertura que encontrará una resonancia en la trayectoria de la narrativa de la mujer latinoamericana.