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LA ESTÉTICA DE LA MÍMICA SUBVERSIVA


Cuerpos cercados por el armado metálico de las enaguas y las varillas del corsé que aprietan y se incrustan en la cintura y parte del vientre. Conciencias acosadas por prescripciones que determinan lo que es y debe ser una mujer. En el vasto imaginario cultural, predomina una sola perspectiva que permea todos los sistemas y desde el púlpito y pedestal de una hegemonía patriarcal, el rol primario de la mujer como madre y esposa resulta ser el resorte y trampolín que la condena a ser el otro ausente del devenir histórico, de ese afuera donde únicamente a los hombres les está permitido ser sujetos agentes.

Dentro de una lógica de género que es también sinónimo de fraudes y estrategias para imponer el poder sobre la mujer en su posición subalterna, Fray Luis de León en La perfecta casada (1583) arguye desde los cuarteles del razonamiento puro y las deducciones irrefutables que conducen a la verdad absoluta:

Porque así como la naturaleza, como dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obliga a que cerrasen la boca; (...) por donde, así, a la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades sino para un solo oficio simple y doméstico, así les limitó el entender, y por consiguiente les tasó las palabras y las razones… (200).

Como en el caso de la minoría genérica de los homosexuales, esta espiral de la lógica discriminatoria parte de una plataforma escueta y se extiende malignamente hacia otras esferas. De este modo, la frase del Levítico en el Antiguo Testamento que estipula que las relaciones sexuales con personas del mismo sexo van en contra del plan de Dios y constituyen un pecado, es la plataforma que extiende la homosexualidad a las nociones de “pecado nefando”,“inversión anómala”, “desvío perverso” y “enfermedad”.

En el binomio de la producción económica versus la reproducción biológica, al hombre se le atribuye inteligencia, fortaleza y un poder representado por la figura del padre (Dios, padres canónigos, padre de familia) mientras el rol primario de madre y esposa la despoja de toda capacidad intelectual para dedicarse a las ciencias o los negocios en una limitación del entender que no le permite razonar y ni siquiera hablar. La extensión del rol doméstico a un tasar del lenguaje1 y de las habilidades intelectuales parte de un principio legitimador: la diferencia entre los sexos proviene de la naturaleza, de una esencia biológica permanente e inmutable. Mutilación que hace de la mujer un otro subordinado e inmerso en un conjunto de sistemas creados por la hegemonía de una élite masculina.

Esta naturalización de la diferencia genérica y la consecuente lógica expuesta por Fray Luis de León, Juan Luis Vives y tantos otros en los países europeos de los siglos XVI y XVII se reiteran en los discursos de Jean-Jacques Rousseau y Augusto Comte en otra instancia histórica del patriarcado en la cual se usa el eufemismo, en una estrategia de poder, para darle a la subordinación de la mujer, un carácter sublime. Así en Emilio (1762), Sophie es “el complemento del bello sexo” (363) que proporciona al protagonista el bienestar del hogar en un ámbito doméstico que Rousseau denomina “el noble imperio de la mujer” (393) mientras Comte insiste en la veneración que las mujeres se merecen por ser: “Nacidas para amar y ser amadas, eximidas de los deberes de la vida práctica (y) libres en el sagrado retiro de sus hogares” (288).

La reclusión en el hogar significó la exclusión de toda producción cultural y aunque en el espacio doméstico, las mujeres desarrollaron ciertos saberes como el conocimiento de yerbas medicinales, medidas higiénicas y principios elementales de la obstetricia, estos saberes fueron desplazados para dar prioridad a los estudios científicos realizados por los hombres.

Dentro de este contexto exclusivista, las mujeres que osaron escribir se vieron forzadas a usar seudónimos masculinos tales como George Eliot, Fernán Caballero, George Sand y Currer Bell2. El uso de un nombre masculino fue solo una de las máscaras que las mujeres debieron usar para poder publicar sus textos. Más importante aún fue la apropiación estratégica de modelos y formatos literarios creados desde una perspectiva masculina que funcionaba como la norma legítima. Sin otra opción intertextual, las escritoras imitaban dichos modelos agregando, de manera aparentemente inofensiva, márgenes y subtextos que introducían trazos fragmentarios de una perspectiva femenina desde el ámbito del silenciamiento y la subordinación.

De esta manera, se produce en las novelas del siglo XIX estudiadas en este libro, una diglosia en una situación ambivalente entre la fuerza discursiva de carácter dominante y el titubeo de una “palabra de mujer” en busca de un discurso propio. Por lo tanto, la escritura para ellas es una praxis dentro de una gestualidad que implica, en primer lugar, ocultarse a sí mismas para exiliarse en los espacios oficiales y hegemónicos de modelos literarios masculinos. Y utilizamos la imagen del exilio porque, como en este, se produce una tensión entre lo propio y lo foráneo marcada por la supremacía de lo androcéntrico dominante que, como demuestra Claudine Herrman, funciona en la escritura de mujer en términos semejantes a la oposición entre colonizador y colonizado. Por otra parte y a nivel del lenguaje —sistema depositario, por excelencia, de valores, organizaciones e interpretaciones del mundo desde una perspectiva falogocéntrica— Julia Kristeva señala: “En la escritura de mujer, el lenguaje parece ser visto desde un terreno ajeno, ¿es tal vez contemplado desde el punto de vista de un cuerpo asimbólico y espasmódico? (…). Apartadas y enajenadas del lenguaje, las mujeres son visionarias, bailarinas que sufren cuando hablan” (1981, 166).

Al lenguaje como un terreno ajeno, se agrega una identidad adscrita en un prolífero imaginario androcéntrico que no solo ha producido extensas versiones de los arquetipos de la madre tierra y la madre terrible sino que también ha regulado su ser en un deber-ser y un no-deber-ser. Prescripciones que, aparte de regular su conducta, definen su identidad. Al respecto, Susan K. Cornillon señala: “En la cultura masculina, la noción de lo femenino se expresa, se define y se percibe por el hombre como una condición de ser mujer mientras que, para la mujer, esta noción de lo femenino es vista como una adición a la propia femineidad, como un estatus o meta que debe ser lograda” (113).

Esta “femineidad propia” carece, sin embargo, de un discurso en una sociedad en la cual abundan los dictámenes y las imágenes de la mujer-dicha mientras permanece en el vacío y en el silencio, la mujer diciéndose a sí misma. En una simultaneidad contradictoria del ser, la mujer dicha es, entonces, una versión alterada, una construcción cultural creada por una estructura patriarcal para sus propios objetivos de carácter económico y familiar.

En una literatura en la cual constantemente se emiten discursos e historias sobre la mujer y no en ella o por ella, la escritora del siglo XIX carece de un corpus intertextual propio y en consecuencia, su praxis escritural corresponde a una literatura derivada cuyo régimen natural es la hipertextualidad, ya que su sistema de referencia corresponde a una literatura producida por el grupo hegemónico y originador de hipotextos (Genette). A pesar de esta dependencia escritural, las escritoras decimonónicas, junto con imitar formatos y discursos hegemónicos, introducen una diferencia en el proceso de doblaje o repetición desde un lugar de enunciación marcado por el factor genérico.

Hacia 1838, fecha en que Gertrudis Gómez de Avellaneda estaba escribiendo Sab —la primera novela escrita por una mujer latinoamericana— el movimiento literario en boga en España era el Romanticismo que, a pesar de haberse gestado en el resto de Europa a fines del siglo XVIII, solo entró de lleno en este país hacia 1830. El movimiento romántico surge de un contexto histórico clave en el desarrollo de la Modernidad ahora marcada por la industrialización, el mercantilismo, el desarrollo urbano y el nacimiento de la ciencia moderna, la cual considera la naturaleza como un reloj regido por leyes exactas que la actividad intelectual de un yo cartesiano era capaz de descifrar eliminando todo misterio para satisfacer las nuevas necesidades de un utilitarismo capitalista. La estética romántica es, por lo tanto, una reacción cultural que se oponía a este nuevo orden de los hombres para incursionar en el orden armonioso y enigmático de la naturaleza sublime por ser un reflejo de Dios. La rebeldía romántica hace de sus héroes seres que se marginan de una sociedad pragmática e imperfecta, para buscar una trascendencia espiritual a través del amor hacia una mujer que resulta ser la intermediaria de ese ascenso espiritual que lo salvará de todo pragmatismo. Por lo tanto, la amada está íntimamente unida a la naturaleza —rasgo que la asemeja al leit-motiv del buen salvaje por su inocencia aún no contaminada por la civilización—. De más está señalar que, en los andamios de la estética romántica, subyacen los ideologemas patriarcales de género: el candor y la fragilidad tanto física como sentimental de las heroínas en su rol de intermediarias, como en el caso de la Virgen para alcanzar a Dios, contrasta con el héroe en su posición de sujeto agente que relega a la mujer al espacio de la otredad subalterna.

La figura de la amada idealizada refuerza, obviamente, la construcción cultural de “lo femenino” prevalente en aquella época ignorando las experiencias reales de la mujer en un contexto histórico específico. Por lo tanto, durante el siglo XIX las escritoras enfrentan el desafío estético de insertar su propia perspectiva dentro de una modelización literaria producida por la imaginación androcéntrica. Si en un principio, imitar un formato literario ya dado implica un acto de claudicación, en dicho acto la mímica adquiere un valor transgresivo: la versión imitada del modelo hegemónico es el producto de una apropiación desde un lugar subalterno que imprime la diferencia socavando, así, la autoridad del discurso dominante.

Como ha señalado Luce Irigaray, la exclusión social de la mujer conlleva una exclusión en la economía de la significación. Por lo tanto, la mujer atrapada en un lenguaje y en un tejido de construcciones culturales que no la representan debe recurrir a la mímica y al uso de la máscara de una femineidad fabricada desde una perspectiva masculina. En un acto de agencia muy diferente al imitar modelos e ideologías de manera sumisa, la estrategia de la mímica es un recurso de resistencia dentro del mismo sistema y pone de manifiesto los silencios y mistificaciones de una noción de “lo femenino” que ha sido impuesta a través de diversos dispositivos de poder. Judith Butler destaca el carácter transgresor de este tipo de imitación en el discurso mismo de Irigaray al comentar figuras canónicas de la filosofía: “Se trata de hacer citas, no como una reiteración esclavizada del original sino como una insubordinación que toma lugar dentro de los mismos términos del original y que cuestiona el poder del origen que Platón reclama para sí mismo” (1993, 45). La práctica textual de la mímica habita el sistema imitado, y al mismo tiempo, lo penetra, lo ocupa y lo desmantela.

Es más, la mímica subversiva es un discurso de doble articulación en el cual se entrelazan la inteligibilidad de la noción hegemónica de “lo femenino” y experiencias e impulsos de la mujer que están fuera de la reprepresentación patriarcal (“El sistema simbólico las divide en dos. En ellas, la ‘apariencia’ permanece como algo externo y ajeno a lo natural. Socialmente, ellas permanecen amorfas, experimentando impulsos que están fuera de toda representación” (Irigaray 1985, 189).

Desde los estudios poscoloniales, Homi Bhabha observa esta doble articulación en el caso del colonizado que imita la cultura del colonizador en una estrategia de apropiación para expresar su propia visión del poder y la legitimación del otro subalterno en un acto que desestabiliza los saberes normalizados y los poderes disciplinarios.

Es precisamente la diferencia genérica la que produce en la estética de la mímica subversiva, elementos de una especificidad que se detecta en vacíos y silencios —espacios en blanco engendrados por una intertextualidad masculina que, por razones obvias, omite los sucesos de la menstruación, el embarazo, el parto y las vivencias de la maternidad junto con los detalles de un espacio doméstico que en “la acción narrativa” resultan innecesarios—.

Silencios y vacíos que no solo ponen en evidencia la claudicación de la escritura a la noción de “lo literario”en los hipotextos masculinos sino también la carencia de discursos e imaginarios que representen literariamente experiencias típicas de la mujer en su situación social y genérica.

Dentro de la estética de la mímica subversiva también se añaden márgenes y subtextos que, de manera tangencial, modifican el modelo original en un acto de transgresión que va desde la leve reconfiguración a la denuncia explícita, como se observará en las novelas del siglo XIX comentadas en este libro.

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