Читать книгу Escritoras latinoamericanas - Lucía Guerra - Страница 8
ОглавлениеPREÁMBULO
A mediados del siglo XIX, la figura de la “mujer ideal” semejaba una amplia campana bajo una cintura breve, pechos abultados y una larga cabellera peinada en rizos y trenzas o en un complicado moño. El corsé usado desde el siglo XVI era un artefacto de género y varillas metálicas que se ceñía al cuerpo para realzar las caderas y el busto achicando la cintura entre diez y quince centímetros con el objetivo de crear lo que en aquella época se llamaba “una cintura de avispa”. Debajo del corsé, las mujeres usaban una camisa de lino y sobre él, una fina camisola cubrecorsé. Los calzones de pierna larga llegaban hasta la rodilla y las medias se sujetaban en los muslos con gruesas ligas o jarreteras. Los vestidos de amplias faldas debían cubrir hasta la punta de los pies y requerían entre diez y doce metros de tela que, en la falda, se extendía en forma perfectamente redondeada, gracias a las enaguas confeccionadas con aros de acero en un armado metálico.
El énfasis en las caderas descomunalmente anchas apuntaba hacia el potencial de la maternidad en un contexto histórico en el cual al hombre se le asignaba el león como animal semejante a él mientras a la mujer correspondía la avestruz con sus caderas voluminosas y su cabeza pequeña que hacía evidente su reducido cerebro. Por otra parte, los escotes dejaban al descubierto una generosa porción de los senos para indicar que serían aptos en proporcionar buena y abundante leche para los hijos que pariera.
El peso de los vestidos, de las enaguas llenas de alambres y los apretados corsés no les permitían a las mujeres respirar bien y era corriente que se desmayaran, hecho que inmortalizó el Romanticismo dando realce a la noción de la mujer como ente débil e inerte en brazos del héroe romántico como único agente de aventuras heroicas y búsquedas trascendentales. Bajo la influencia de este movimiento artístico, las mujeres usaban polvos de arroz en el afán de lucir una tez pálida y acudían a las sombrillas para evitar el contacto directo de sus cuerpos con la luz del sol.
Casi todas las mujeres eran analfabetas puesto que la educación se impartía exclusivamente a los hombres y solo en los sectores más adinerados, algunas sabían leer y escribir —habilidades que les permitían usar la lectura como pasatiempo para el ocio burgués—. La meta de todas ellas, sin distinción de clase social, era casarse y tener hijos para convertirse en ángel del hogar, en la madre y esposa que, por su inocencia innata y su ignorancia de los saberes y los conflictos del mundo de afuera, debía salvaguardar la paz y la armonía en el hogar para otorgarle a su esposo el merecido descanso después de sus arduas faenas diarias en su rol de proveedor económico de la familia. A esta inocencia/ignorancia se agregaba la creencia de que debido a la menstruación y los cambios biológicos de la maternidad, las mujeres poseían una intuición que sustituía y complementaba la lógica y la razón (atributos únicamente masculinos). Además, se creía que, por su naturaleza intrínseca, tendían a una sentimentalidad que expresaban a través de suspiros y copiosas lágrimas. A diferencia de los hombres poseedores de fuerza física y talento intelectual, la mujer era “puro corazón” y con su ternura y otras virtudes —entre ellas, la obediencia y la sumisión— debía ser el apoyo espiritual de su esposo inserto en los avatares de la producción económica y el devenir histórico.
Su tesoro más preciado, según las prescripciones impuestas durante siglos por el patriarcado, era la virginidad —ese himen intacto que aseguraba al hombre la propiedad exclusiva de la mujer con quien se casaba—. Y el hecho de que se casara no significaba, de ninguna manera, que cruzara el umbral de la sexualidad plena. Por el contrario, mientras el marido practicaba el adulterio como un símbolo más de su virilidad, la actividad sexual de la esposa se restringía al único objetivo de la reproducción biológica dentro de un paradigma en el cual el hombre era el agente activo y el sujeto del placer, relegando a la mujer al rol de objeto pasivo y mero receptáculo de la gestación de los hijos que, según las creencias de la época, era promovida exclusivamente por los espermatozoides. Siguiendo las postulaciones de Aristóteles quien incluso afirmaba que si el espermatoize provenía del testículo derecho, el hijo sería varón y si del izquierdo, mujer, en 1677 Antonie van Leeuwenhoek observó espermatozoides a través del microcospio y afirmó que cada uno de ellos era un ser humano en miniatura y ya completamente formado, razón por la cual el útero materno siguió considerándose un mero receptáculo que alimentaba al feto. Solo en 1826, Karl Ernst von Baer demostró científicamente la existencia del óvulo en los animales mamíferos y en 1876, Oscar Hertwig explicó que la fertilización se debía a la penetración del espermatozoide en un óvulo.
Durante siglos la tajante asimetría genérica hizo de la mujer una persona incapaz de participar en actividades intelectuales o científicas. Como ciudadana de segunda categoría, le correspondió el silencio en la esfera política y le estaba vedado el placer sexual puesto que el clítoris era “un pene atrofiado” y la vagina, un espacio vacío, según la teoría de Sigmund Freud quien realizó sus estudios sicoanalíticos dentro de este contexto sexista. Víctima de mutilaciones de todo tipo, hasta su participación activa en la gestación biológica de los hijos en su rol primario de la maternidad le fue, por mucho tiempo, negada.