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Vaso de leche

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Mario se toma el tercer vaso de leche y sale. Todas las mañanas lo mismo. Tres vasos de leche. Sino, no se va a ninguna parte. Menos ahora, que en el negocio las cosas están picantes. Así dice Mario, que esta semana el negocio está re picante.

Entra a un bar. Lo recorre con una mirada rápida y elige la mesa del rincón, la única que no da a una ventana. Ahí quedó con Fabián.

—¿Qué va a pedir? —le pregunta la moza, lista para anotar en la libreta.

—Estoy esperando a alguien.

—Ah, perfecto. Vuelvo en un rato entonces.

Quién carajo me mandó a venir a este bar de mierda, piensa Mario. Él prefiere ir a lo de Quique, porque está la Gladis que lo conoce y le lleva el vaso de leche directo. No pregunta, le lleva el vaso y punto.

Lo que pasa es que en el barrio no lo pueden ver con Fabián. Si la banda del Gordo se entera de que Mario le está comprando a otro, se pudre. Por eso este bar de mierda. Por eso hoy no lo atiende la Gladis.

Fabián llega y se sienta en la mesa del rincón. La moza vuelve con la carta y la libreta.

—Ahora sí —dice la mujer

—A mí traeme un vaso de leche.

—¿Sola?

—Sí.

—¿Fría o caliente?

—Así como está.

—Yo una birra —se apura a decir Fabián para frenar la siguiente pregunta de la moza y lograr que se vaya con el pedido.

— ¿Es buena? —pregunta Mario una vez que están solos.

—Probala —contesta Fabián, y arrastra un sobrecito a la otra punta de la mesa.

—Paso al baño.

Podría ser mejor, le dice Mario a su imagen en el espejo. Mucho mejor. Sí, pero no queda otra, se contesta. Comprale. Comprale lo que arreglaron.

Mete la llave y se encuentra con que la puerta ya estaba abierta. Mientras se imagina la patada cagándose en la cerradura —en la doble vuelta de llave—, apura los dedos para arrancar el chumbo del cinturón.

El gato está en el piso, sin patas, moviéndose apenas en un charco de sangre. Se obliga a no hacer lo mínimo: agacharse y acunarlo como si fuera su hijo. Primero tiene que revisar la pieza: atrás de la puerta, abajo de la cama, adentro del placard.

Mario sabe que es tarde para llevarlo al veterinario, así que camina hasta Bigote, lo acaricia, le tapa los ojos con una mano y con la otra dispara.

Va hasta la cocina y abre un sachet de leche. Lo inclina y succiona lo que puede. Lo que no le chorrea por el cuello hasta mojarle la remera. Cuando no queda más, lo revolea contra la heladera.

Escucha la puerta de entrada golpeando contra la pared. Se toca la cintura y se da cuenta de que el chumbo quedó a unos metros, al lado de bigote. No hay tiempo para ir a buscar el otro a la pieza. Tiene a un tipo parado prácticamente enfrente.

—Cagaste, gil.

Mario sonríe. Se estuvo preparando. Sabía que la cosa estaba picante así que se estuvo preparando. Cierra los ojos y visualiza su tumba dentro de varios años. La carne ya está desintegrada, pero no le importa porque sus huesos siguen intactos, fuertes y blancos como la leche.

Un frasco de vidrio al borde de la mesa

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