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Cordón Umbilical

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Mi única culpa consiste en no poder recordar dónde puse mi cordón umbilical, aquella noche que nací. Ahora sí, ahora conozco la soledad de mi infancia. Como si hubiera nacido del aire, como si hubiera quedado huérfana el día de mi nacimiento.

Alejandra Pizarnik, diarios

Me encanta el ruido que hace el maíz cuando choca contra la tapa de la cacerola. Parece una lluvia contenida en una cajita de metal caliente, y que si abro la tapa va a granizar por toda la cocina. Así que no la abro y espero a que deje de llover.

Mientras, me sirvo en un vaso lo que queda de vino. ¿Vino y pochoclos quedará muy mal?

Me suena el estómago. Parece a propósito, como si estuviera imitando un trueno. O mejor, como si estuviera compitiendo con la cacerola y dijera: no te confundas, el ojo de la tormenta está acá. Tiene razón. Tengo un agujero en la panza que no me deja pensar. ¿Cuánto falta para que deje de llover?

No sé para qué prendo la tele, si al final no la miro. El volumen quedó altísimo porque con el ruido de la boca masticando no se escuchaba nada.

Cada tanto tengo que mandarme unos buenos tragos de vino para que me baje la pasta de pochoclos, sino me queda en la garganta. Intercalo un puñado de pochoclos con otro tanto de vino (ya voy por la segunda botella).

En el bowl solo quedan los maíces duros que no explotaron en la cacerola, y restos de almíbar que no llegué a alcanzar con el dedo. Me dan lástima los maicitos que quedan ahí, creo que porque me hacen acordar a mí. Demasiado solos y chiquitos.

Les tiro un poco de vino, para compartirles, qué se yo. Ahora parece que flotan en sangre. Bajo el bowl de la cama. No quiero mirar más.

En la tele están pasando una escena porno que me calienta. O me calienta lo borracha que estoy y apenas es una pareja dándose un par de besos antes de ir a trabajar. Qué mentira más grande. Cambiaría, pero no.

Los dedos empiezan a caminarme por el cuerpo. Bajan del ombligo a las piernas y vuelven a subir. Se hacen espacio entre la piel y el elástico de la bombacha y caminan un poco más, tontos y ciegos, como si en realidad no supieran a dónde van, hasta que se sumergen como peces desesperados, como peces asfixiándose, entrando y saliendo del agua, completamente agitados.

Yo también me agito. Pero me agito mucho, demasiado. Siento que no puedo respirar. Y como un manotazo de ahogado, arrastro el dedo índice hasta el ombligo y esta vez lo hundo en ese agujero, segura de que la fuga de oxígeno está ahí.

El ombligo es una herida que no termina de cerrarse nunca. Hay algo que se escapa por la ranura. El dedo lo siente. Presiona. Se esfuerza por tapar el hueco y aprieta tanto que me hace vomitar.

Durante varios segundos estuve escupiendo un hilo rojo (por el vino) y grumoso (por los pochoclos) que parecía un cordón umbilical.

Tuve ganas de llorar cuando terminé de vomitar y el cordón que acababa de recuperar se me cortó por segunda vez en la vida.

El ojo de la tormenta todavía no se cierra. El ojo de la tormenta sigue abierto.

Un frasco de vidrio al borde de la mesa

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