Читать книгу Un frasco de vidrio al borde de la mesa - Luciana Taranto - Страница 8

Todavía quedan pestañas

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Me acordé tarde. Me acordé recién cuando terminé de sacudirme la pestaña del cachete: pude haber pedido un deseo. Pero me acordé tarde.

Antes me acordaba siempre. Bah, no hacía falta acordarse para pedir. Las pestañas eran primero deseos y mucho después pelos que caen de los ojos.

Algo se me movió en el estómago, algo que también rugió. Parecía que el cuerpo me tiraba la bronca. Por vieja olvidadiza. Por científica infeliz. Por pragmática racionalista. La saliva se volvió casi ácida, un gusto desgraciado.

Contuve las náuseas y busqué la pestaña sobre la mesada de mármol. Barrí cada rincón del baño con la mirada. No quería moverme y moverla y tener que volver a empezar la búsqueda. Al rato me rendí: gateé por las baldosas. La linterna del celular descubría pelos y mugre y pedacitos de uñas, pero pestañas nada. Al final me fijé en las palmas de las manos, por si se me había quedado pegada. Lo mismo hice con las rodillas y las plantas de los pies. Nada.

Cuando me levanté y mi cara quedó frente al espejo, me tranquilizó ver que todavía me quedaban pestañas. Las quise contar, pero se me escurrían. Los dedos son demasiado gordos. Perdía la cuenta y tenía que empezar otra vez. Estuve así un rato hasta que necesité cerrar la mano y tirar para abajo con bronca. Tirarse de los pelos, eso. (Pude contenerme antes de tirar).

No retomé la cuenta. No averigüé cuántas tenía en ese momento y no había averiguado nunca cuántas había tenido antes de cumplir 35. Pero mientras miraba el espejo tuve la sensación de que me quedaban menos. Muchas menos.

Saqué la pincita del neceser, separé una pestaña, la más larga, y tiré. Mejor con una pincita que con la mano, ¿no? Apoyé el pelito negro en la yema del dedo gordo y lo tapé con la yema del índice. Después cerré los ojos, porque me acordé de que había que cerrar los ojos para que se formara un deseo. Pero no se formó otra cosa que un par de manchas marrones sobre lo negro de los párpados. Eso veía: manchas. Ahí me di cuenta de que no había seguido todas las reglas, porque el deseo se pedía cuando una pestaña se resbalaba sola hasta el cachete y no con una arrancada a propósito.

Me mordí el labio, de la bronca. Encima que los ojos se me estaban quedando pelados, me acababa de arrancar yo misma un pelo que al final no sirvió para nada.

Soplé todo el aire que tenía en los pulmones y aspiré un montón más. Me acordé de las náuseas, se ve que el aire me apretó la panza.

Me enjuagué la cara con agua fría. Me mojé también el pelo y el cuello. Busqué una toalla limpia y me la enrosqué en la cabeza. Enchufé el secador de pelo, bajé la temperatura al mínimo y apunté a los párpados. A ver si ahora sí se me caía una pestaña.

Un frasco de vidrio al borde de la mesa

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