Читать книгу Doce cuentos decembrinos - Lucrecia Maldonado - Страница 8

EL CUARTO ESPÍRITU

Оглавление

No tuvo ninguna otra relación con los espíritus, y siempre se dijo que si algún hombre vivo sabía cómo celebrar bien las Navidades, ese era él. ¡Que eso se pueda decir verdaderamente de nosotros, de todos nosotros!

Charles Dickens

Aquella madrugada del 26 de diciembre de algún año de la primera mitad del siglo XIX, Londres amaneció más frío que de costumbre. Oscuro y neblinoso, como es la tradición. A las seis de la mañana todavía era noche cerrada, y fue en aquel momento cuando el señor Scrooge abrió los ojos debido a un extraño resplandor rojizo que iluminaba su habitación.

La noche anterior se había acostado contento. Muy contento. Había almorzado con su sobrino, hijo de su hermana, y con la esposa de él, por el día de Navidad, y había sido un reencuentro marcado por lágrimas de alegría, abrazos, bromas y regalos. También había cerrado su negocio por un día y había colmado de obsequios a Bob Cratchit, su secretario, así como a la señora de la limpieza y al chico de los recados. Al llegar a su casa, por un instante, había temido que se le apareciera alguno de los fantasmas que lo habían atormentado en su sueño de la noche anterior, pero luego un gran sentimiento de gratitud lo había colmado y se había dormido tranquilo y contento por todo lo recuperado en tan poco tiempo, después de una vida de avaricia y egocentrismo. Sin embargo, en el fondo de toda esa dicha y esa paz se vislumbraba una ligera sombra de inquietud.

Tal vez por eso despertó y descubrió que una tenue luz rojiza iba iluminando de a poco los objetos cercanos a la cama. Se preguntó si no sería la luz del amanecer. Pero no, no parecía. Entonces escuchó esa profunda voz de bajo que parecía salir de las entrañas de la tierra, pronunciando su nombre claramente:

-Ebenezer…

Sobresaltado, se volvió hacia el rincón de donde parecían brotar la voz y la luz. Por un momento, le sobrevino la angustia de que el día anterior también hubiera sido solamente parte de un sueño que ya no terminaría nunca. Y en efecto, allí, en el fondo de la pieza, estaba un enorme trono de madera basta, como de leños ardiendo, ocupado por un gigantesco minotauro, o algo similar. Era mucho más grande que el Espíritu de las Navidades Presentes en su primer momento, y se veía pavoroso e imponente al repetir sin prisa, pero con firmeza:

-Ebenezer…

Scrooge se aterrorizó e intentó retroceder con un brusco movimiento de cuerpo inusual para su edad; pero el espaldar de la cama crujió contra la pared, recordándole que por ahí no quedaba la salida. Entonces comenzó a repetir obsesivamente:

-Es un sueño… es un sueño… tengo que despertar… Pero no despertó… porque ya estaba despierto. El minotauro dijo una frase bastante extraña:


-No temas, Ebenezer: no es un sueño, pero no tengas miedo.

-Pero… pero… eres…

-Sí: soy. El que faltaba: el cuarto espíritu. El señor Scrooge sintió que su vida podría terminar en pocos momentos, pero no fue así. Su viejo corazón golpeteaba desordenadamente en todas direcciones, tanto que pareció una broma cuando el cuarto espíritu repitió:

-No temas. No tengas miedo.

Y curiosamente, esa insistencia comenzó a tranquilizar al anciano.

-¿De qué navidad eres tú el espíritu? –preguntó, como un niño ingenuo.

El cuarto espíritu se echó a reír como si le hubieran contado el mejor chiste de toda su existencia, tanto que el resplandor rojizo iluminaba toda la estancia, crepitando, y las paredes retemblaban con sus carcajadas. Luego proclamó:

-¡Soy Mammón, el dios de la riqueza, el verdadero espíritu de todas las navidades que vendrán a partir del día de hoy!

-¡No! ¡No! –protestó el señor Scrooge, también con energía– ¡Eso no es verdad! ¡El espíritu de la Navidad es el amor, el amor de la familia, el amor de Dios, el Niño Jesús en el pesebre de Belén…!

Mammón, el cuarto espíritu, rio con ironía:

-¿En serio?

Con la voz vacilante, Scrooge sentenció:

-Muy en serio. Lo aprendí hace apenas una noche.

Mammón, el cuarto espíritu, se echó a reír una vez más:

-Juegos de tu mala conciencia, mi querido Ebenezer. Miedo de morir solo, que es el más destructivo y estúpido miedo que existe, porque si te pones a pensar un poco, nadie se muere acompañado, ni siquiera en una muerte masiva. Y si después la gente se reparte tu ropa encima de tu cadáver todavía tibio y tu tumba está cubierta de maleza sin una triste flor, tú ni siquiera te vas a dar cuenta.

-No es solo eso –tartamudeó el señor Scrooge–. Que muera yo, que soy un viejo, pero el pequeño Tiny Tim…

-Tú no tienes control sobre eso, Ebenezer, y lo sabes bien. La vida de Tiny Tim no te pertenece ni depende de ti, y las lágrimas de sus padres son una consecuencia natural del dolor que esos sucesos causan. Después se secan. O se agotan. O alguien más muere de la pura tristeza y en alguna parte del universo se vuelven a encontrar. Ustedes, los humanos, están llenos de dramas inútiles. Pero ahora no he venido a hablarte de estas obvias verdades, que creí que conocías hasta que te dio por ponerte sentimental. Vine… diríamos… a hablar de negocios.

-¿De negocios? ¿Qué negocios? –preguntó Ebenezer Scrooge, y en seguida se arrepintió de no haber podido disimular ese resto de ambición que le quedaba en alguna parte del alma o del cuerpo.

Mammón se cruzó de piernas (o de patas) en su trono de leños a medio chamuscar, y volvió a emplear el sarcasmo y la ironía:

-Mira, Ebenezer, ya dejemos de hacernos los pendejos, con perdón y mejorando lo presente. Tú vivías una vida miserable no porque odiaras la Navidad, sino porque no conocías su potencial. Eso era todo. Creías que era cuestión de darle vacaciones al buenazo de Bob que se iba por la calle con su cara de víctima (y así de paso te hacía quedar pésimo) y perder el tiempo en fiestas, cenas y regalos, lo cual significaba una gastadera de plata que no veas. Pero lo que ocurría es que solamente estabas mirando un lado del asunto, y no eras capaz de situarte en otra perspectiva.

-Sí, eso creía, pero ahora…

-Ahora crees que es cuestión de abrazarse, besarse e invitarse a comer con tu gente querida y así ser feliz, aunque pierdas el dinero del día no trabajado por tus empleados, y si te enfermas en enero no tengas con qué pagar una taza de té de manzanilla. Pero ni te diste cuenta de que se podían juntar las dos cosas, de manera que ganes todo ese cariño y no pierdas un centavo. Es más: podrías ganar millonadas de plata con el pretexto de “El Niño Jesús”, el amor familiar y todas esas cosas que mencionaste tan conmovido hace un instante.

El señor Scrooge sintió que algún resto del polvo de piedra molida que había quedado dentro de su corazón, recientemente ablandado, se congregaba hasta ir formando un pequeño guijarro que se solidificó de inmediato. En el fondo, todavía no se había percatado del tamaño de la renuncia que representaba para él convertirse un entusiasta de la Navidad en lugar del viejo gruñón que rezongaba porque todo era una infame pérdida de tiempo y de dinero a fin de año. Hacía rato que aquel engendro le provocaba más curiosidad que miedo, a pesar de todos sus buenos propósitos; pero olvidando con quien hablaba, decidió fingir cierto tipo de inocencia, y comentó:

-Bueno, los otros tres espíritus me hicieron, diríamos, una… un…

Las carcajadas del cuarto espíritu volvieron a resonar en todo el aposento:

-Ah, viejo zorro. Me quieres engañar, a mí, uno de los maestros del engaño, pretendiendo que te dé otro paseo sideral y temporal como esos pobres y tristes seres que me precedieron en esta tarea. Pero no tengo problema. Solo que yo no te mostraré tus tres tristes navidades pasadas, presentes y futuras. Yo hago todo a lo grande. Y por eso te voy a dar un paseo por las navidades de dentro de cien o doscientos años, si te animas, claro. Ven, trepa a mis espaldas, y agárrate bien fuerte porque yo no voy a andarme con miramientos por tu edad o cosa parecida.

Con la agilidad proporcionada por el entrenamiento intensivo de la noche anterior, Ebenezer Scrooge se encaramó en las broncíneas espaldas de Mammón y se abrazó a su cuello. En un instante, con un ruido atronador, atravesaron la pequeña ventana y se perdieron en medio de un campo de lucecitas que se convertían en líneas plateadas a causa de la velocidad con la que cruzaban el éter y también los años y las décadas.

El primer lugar en el que aterrizaron era un sitio extraño, repleto de estanterías en donde se miraban esferas de colores, reproducciones del portal de Belén en todos los estilos y tamaños posibles, velas escarchadas, muñecos de nieve, y sobre todo la repetida imagen de un viejo rollizo vestido de rojo. Scrooge miró la cara de Mammón y le encontró un cierto parecido con este último personaje, pero no dijo nada porque fue él quien informó:

-Todavía no es diciembre. Estamos en un conjunto de almacenes que se llama centro comercial. Y esto, aunque no lo creas, es una farmacia, una botica, que desde hace rato no vende solamente medicinas sino artículos de todo tipo. Como verás, ya se están vendiendo los adornos navideños que da contento. Tú no tienes idea de cuánto dinero se puede ganar solamente con la venta de estas chucherías.

Sobre la percha donde reposaban los adornos, un letrero impreso rezaba: “Prepare con tiempo su Navidad.”. Sorprendido, Scrooge preguntó, si no era diciembre, qué mes era. Mammón volvió a reír estentóreamente:

-Septiembre, principios de septiembre del año 2014. Y esto es apenas el principio. Avancemos un mes más, si quieres. O dos. Lo que más llamó la atención de Scrooge a fines del mes de octubre fue ver en la entrada de un enorme local en donde se vendía de todo, incluso comestibles, un letrero junto a la caricatura de un pavo aparentemente sorprendido, en el que se leía: “¡Reserve su pavo ya!” El cuarto espíritu le mostró los pavos, y Scrooge estuvo a punto de desmayarse:

-Un pavo no es de ese tamaño.

-Ahora sí, Ebenezer. Les dan un tipo especial de alimento, les inyectan medicamentos. Así consiguen que crezcan hasta ese tamaño. Los crían en lugares en donde desde polluelos ni siquiera pueden moverse, y gracias a esto toda la población de esta ciudad podrá deleitarse con una buena cena de Navidad. Bueno, toda la población de esta ciudad que pueda pagársela…

-Pero… pero es octubre, dijiste…

-¿Y? Se pueden comprar una máquina que fabrica frío, eso existe ahora, y es un buen regalo de Navidad. Ahí el pavo reposará como nuevo durante lo que falte para nochebuena o navidad.

Avanzaron un poco más en el tiempo, y en el mismo centro comercial se acercaron a una de las cajas en donde la gente pagaba sus compras. Una muchacha atendía al público sin poder contener las lágrimas. Con la voz quebrada, requería las respuestas necesarias para cobrar y despachar la mercadería. En las pausas, con un extraño pañuelo que no era precisamente de tela, se limpiaba los ojos y la naricita enrojecida. Una señora le preguntó qué era lo que tenía. La muchacha se encogió de hombros, hizo un puchero y dijo:

-Nada, señora, gracias. No se preocupe.

La señora insistió. La muchacha hizo otro puchero y dijo:

-No puedo hablar de esto con clientes, pero usted me inspira confianza. (Suspiró) Me tocó el turno del veinticuatro por la noche. No voy a poder viajar a celebrar con mi familia, como quisiera.

Mammón apartó a Scrooge de la caja y le preguntó, con un guiño:

-¿No te recuerda a algo… o mejor, diríamos… a ‘alguien’?

-Pero tiene razón… su familia.

-¡No te hagas, viejo zorro! ¿Durante cuánto tiempo no fuiste capaz de darle un minuto libre por Navidad al sufrido de Cratchit? Igual llegaba a su casa con la nariz roja, aunque les decía a sus hijos que era por el frío. Alguien tiene que trabajar para que otros puedan gozar, y sobre todo comprar. Eso es lo que importa. Porque por más que se diga, la gente siempre hace compras de última hora. Ahora es peor, porque la gente no se reúne solamente a cenar y a divertirse. Y tampoco se trata solamente de dar juguetes a los niños, no. Ahora se dan regalos a niños y adultos, a los jefes, a los profesores de los hijos, a los novios y a las novias, a los “amigos secretos”, y a cualquier otra persona con la que quieras quedar bien. Eso implica que todos tienen que comprar y comprar y comprar. Y que alguien los tiene que atender. ¿No te parece? Si no, no se va a ganar todo lo que se podría. Ella, la muchacha que acabamos de mirar, tiene un bebé de dos años con un problema de salud que se llama síndrome de Down en otra ciudad. El niño vive con su abuela porque ella no lo puede cuidar. Siempre le ayudaron para que fuera a reunirse con ellos en Navidad, pero este año las ventas van a subir y la empresa no se puede dar ese lujo.

Pensativo, Scrooge murmuró:

-Bob Cratchit… Tiny Tim…

-Ahorita ya son polvo, mi querido Ebenezer. Y tú también lo serías si no fuera por este viaje con el que te estoy mostrando las ventajas comerciales de la Navidad. Y no hay flores en tu tumba… ni en la de ellos. ¿Quieres ver más?

Y sin darle tiempo a responder le fue llevando de ciudad en ciudad, de centro comercial en centro comercial, en donde la gente se apretujaba mirando la opulencia de los árboles navideños de más de diez metros, armados en faraónicas estructuras de metal, y las orondas figuras del nuevo rey de las navidades recontra futuras: Papá Noel. El mundo estaba lleno de muñecos de nieve de utilería, de guirnaldas de brillo metálico, de esferas de colores de todos los tamaños, de trineos y de renos que parecían engendros. Para dar conversación, le preguntó al cuarto espíritu:

-¿Y… el Niño Jesús?

Mammón se echó a reír a carcajadas una vez más:

-¿Quién? Ah… él también es un buen pretexto. Ayuda a que la gente se sienta buena. Y la gente rica, cuando se siente buena, compra mucho más. Vamos a ver otra cosa, esto es lo que se llama el “Agasajo navideño” en el orfanato. Ven, no temas.

En unos extraños vehículos algunas personas llegaban, cargadas de cubos de tamaño variable envueltos en papel brillante y colorido. También venían niños y niñas vestidos con túnicas rojas con cuellitos de piel falsa, como imitando el uniforme del personaje que ya se había visto en los almacenes un rato antes. Todos se reunieron en un patio. Era claro quiénes eran los ricos y quiénes eran los pobres, aunque estos últimos estaban vestidos con esmero y se veían muy limpios. Mammón explicó, como si se tratara de un débil mental:

-Aunque los paquetes se vean tan vistosos, no son juguetes nuevos. Son los juguetes que los niños del coro ya no usan. Del año pasado… Claro que, para que nadie se sienta mal, se pide que sean “en buen estado” y que por lo menos los traigan limpios. Pero sabes que, al salir de aquí, con la conciencia muy tranquila, además, estos niños irán de la mano de sus papás a comprar una serie de aparatos y de juegos de última generación como premio a su generosidad y a su caridad. Y no serán cualquier cosa: muñequitas, carritos, dados… No. Son aparatos que ni has imaginado jamás, pequeños cuadraditos de un extraño material que permiten comunicarse con gente en países lejanos y tienen series enteras de juegos mentales o no tanto para hacer las delicias de cualquier aburrido. Porque en esta época a la que hemos llegado, los niños se aburren mucho. Bueno, no todos… hay otros que trabajan para que estos no se aburran. ¿Quisieras ver?

De golpe, la escena cambió: en un enorme galpón, apenas iluminado, cientos de niños y mujeres de todas las edades armaban cuerpecitos de muñecas rubias y estilizadas. Scrooge miró interrogante al cuarto espíritu, quien le explicó:

-Estamos en una fábrica de muñecas, en un lugar del mundo en donde no existe la Navidad. Para nadie. Pero gracias a estos niños, a estas mujeres, los del otro lado del mundo pueden festejar y celebrar con lindos regalos. ¡Y no tan caros, Ebenezer! Porque las personas que trabajan aquí no exigen nada. Con que se les deje vivir… Y como no saben lo que es la Navidad ni siquiera van a exigir el aguinaldo, el regalo, el día libre…

Scrooge sintió un ligero mareo. Miró con más desconcierto aun al cuarto espíritu, que sonreía cínicamente mientras continuaba con su explicación:

-Sí, Ebenezer, sí. Porque, claro, muy lindo todo: el abrazo familiar, la reunión, la comida, el regalo que supuestamente habla más de cariño que de interés u ostentación, el día libre al empleado y todo lo que quieras. Pero nada es gratis, mi querido Ebenezer Scrooge, y tú lo sabes mejor que cualquiera. Tenías razón cuando te encerrabas en tu casa a refunfuñar porque la Navidad era una joda en tu vida. En lo que no tenías razón era en pensar que solo tú eras el jodido. Porque para que una mitad del mundo disfrute de unas fiestas de dudosa procedencia, la que realmente se tiene que joder es la otra mitad: estos niños, estas mujeres, cientos de miles como ellos… todos aquellos que hacen turnos para que el resto de sus compañeros de trabajo puedan descansar en hospitales, en farmacias, en estaciones de policía y gente que apaga los incendios muchas veces provocados por los mismos árboles de navidad. Pero… ¿sabes qué, Ebenezer? No me voy a hacer ahora el crítico. Solamente te muestro que, hagas lo que hagas, la Navidad seguirá existiendo, con su cuota de oropel, con las obligaciones que genera el supuesto cariño, y por supuesto, con sus hordas de mártires, con sus muertos y heridos, con sus mendigos que te ayudan a sentirte bueno y caritativo, con sus orfanatos que te ayudan a pensar que tu vida tiene sentido y que tus juguetes viejos son lo mejor que hay, tal vez solamente superado por el nuevo regalo que te vendrá en este año. Entonces, mi querido Ebenezer, en lugar de tragarte el cuento de tus tres famosos fantasmas, creo que lo que deberías hacer es colocarte del lado de los que ganan en la Navidad. Pero de los que ganan de verdad, no abrazos o cariño, esas cosas que después de la emoción se vuelven paja, no. ¡Dinero! ¡Oro! ¡Acciones! Así hasta podrás pagar para morir en un hogar de ancianos decente en donde nadie venga a hurgar entre tus cosas, y también podrás pagar para que alguien, aunque no te haya conocido nunca en tu vida, se ocupe de que tu tumba siempre esté limpia y con flores frescas, que es en últimas lo que te motivó a cambiar de actitud hace apenas una noche. El cariño es una farsa, mi querido viejo, y siempre lo supiste. La mayoría de gente te estima por lo que le puedes dar, aunque sea la sola seguridad de sentirse generosos y caritativos y de suponer que ese niño que supuestamente nació en estas fechas (aunque los entendidos sabemos que no es así) los llevará finalmente gracias a sus méritos a gozar de la gloria eterna cuando se mueran, por el solo hecho de haberse ocupado de un viejo gruñón y solitario como tú.

Mammón, o el cuarto espíritu, había terminado su discurso entre sonoras carcajadas cuando un fogonazo de luz iluminó de repente el lugar. El galpón de miseria, así como Mammón, desaparecieron de golpe, y en su lugar quedó durante unos segundos un fuerte olor a azufre que poco a poco se comenzó a desvanecer.

Scrooge se encontró de repente en su cama, en su habitación ya iluminada por la débil luz de un gélido día de invierno. La chimenea se había apagado. Se levantó despacio, buscando algo con qué abrigarse, se puso un salto de cama encima del camisón, una gorra de lana, y se acercó despacio a la ventana: una vez pasada la euforia navideña, la ciudad se veía triste y vacía bajo un inmaculado manto de nieve en donde las pocas personas que se habían animado a salir caminaban cabizbajas. Pensó en Bob Cratchit y en su familia. Seguramente el secretario habría ido a trabajar imbuido de gratitud y motivado por nuevas energías después de la buena fiesta que Scrooge les había ayudado a pasar. Qué más daba perder un día, entregar un sueldo extra, si eso influía en que durante todo el resto del año Cratchit fuera un empleado agradecido y por lo mismo eficiente y honesto, capaz de los más leales sacrificios con tal de asegurarse un nuevo día libre y un nuevo y escueto aguinaldo para el año siguiente. Pensó en su sobrino, hijo de su hermana. Ya no tenía que preocuparse porque su empresa y sus bienes fueran a manos extrañas o se diluyeran entre los inescrupulosos que anhelaban el momento de su muerte para obtener cualquier tajada: ambiciosos usureros, ferias de caridad. En cuanto el frío bajara un poco iría a conversar para ver cómo la empresa podía crear productos y servicios para las próximas navidades. Era una cosa de cariño familiar, claro, pero también de conveniencia. Después de todo, qué mejor que el dinero bien ganado se quedara en manos de los parientes y no de los extraños o del gobierno. Porque Mammón, el dios de la riqueza, el Cuarto Espíritu, con todo lo de monstruoso y oscuro que podía haber tenido, le había revelado algo que los otros no se habían atrevido a decirle: la verdad. La poderosa y única verdad respecto de la Navidad.

¿O no lo creen así ustedes?

Doce cuentos decembrinos

Подняться наверх