Читать книгу El Esclavo - Luigi Passarelli, Luigi Passarelli - Страница 9

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Días después, su mente, o mejor dicho, la parte frontal de su cabeza, parecía haberse acostumbrado a la intrusión de este aparato. Recibió la llamada de su compañero y su padre le dio permiso para quedar con él, ya que era una práctica que el padre aceptaba. Era mediodía y los dos amigos se encontraron delante de su antigua escuela, cerrada. Una sensación de nostalgia les invadió a ambos. Intercambiaron las primeras palabras, centradas en sus experiencias pasadas, también porque no tenían ni idea de lo que les esperaba al final del verano. Ambos conservaban un sentido común poco tradicional, típico de los adolescentes, por lo que fingían no fiarse ni del protocolo ni de los rumores que corrían por el pasillo, que por lo que parece coincidían siempre. Básicamente había una especie de competición entre ambos sobre supuestas mejorías y privilegios varios que podrían obtener a lo largo del futuro. Había quien decía que su trayectoria era mejor, más rica, más satisfactoria y había otros quedecían lo contrario. En cualquier caso, no lahabían elegido ellos libremente, pero todos los estudiantes esperaban que el Programa fuera magnánimo y subjetivo, incluso más allá de sus esfuerzos o de sus resultados en el test.

Caminó hacia el Contenedor B1 y el amigo de Ivano no se aguantó más y dijo: «Oye… ¿has comprado algo? Yo no. Si quieres te evalúo la cuenta y tú la mía. Mi padre dice que lo tenemos que controlar y que hay que estar atento a lo que se piensa y se hace. ¿No tienes miedo?» Ivano acercó su teléfono a la cabeza del amigo y, para gran sorpresa suya, apareció una cifra mucho mayor que la suya. No dijo nada, pero no quiso que su amigo le evaluara. «¿Por qué no? Te enseño la pantalla. Mira, hazlo tú solo. Te doy el teléfono y después borras los datos. ¿Lo sabes hacer, no?»Ivano aceptó, y tenía ganas de saberlo. Cogió el teléfono de su amigo y evaluó su crédito. La misma cantidad que ya sabía. No borro los datos y con un poco de vergüenza devolvió el teléfono a su amigo, el cual sintió un poco de compasión.

«Mi padre tiene razón.» dijo.

Ivano le recordó a su amigo una clase de ética: una vez se es mayor, se pueden conducir los coches a hidrógeno. Hay que ser preciso, cuidadoso y disciplinado por la carretera, ya que se necesita mucha suerte. Si cae un árbol o alguien hace una mal maniobra, podrías morir y no sería culpa tuya.«Pero lo mío no es fortuna; es mérito. Mérito calculado.» Ivano dijo que en el fondo el secreto era hacer simples las cosas complicadas. Su amigo le dijo que se callase y que no volviese a repetir nunca más una frase así. Las palabras secreto y atajo no se admitían. Había que sufrir y basta. Merecer, como él. El amigo se quedó en silencio y después soltó que si Ivano continuaba con su discurso, se vería obligado a dar un aviso de mérito. AIvano no le asombró que no hubiesen hablado durante cinco años, en cualquier caso lo aseguró y pensó en cómo obtener el triple de créditos. Se necesitaba una táctica. Los dos caminaron en silencio, cabizbajos, cada uno con sus pensamientos controlados por el microchip. A Ivano le vino a la mente cuando fue a visitar a su abuelo a la residencia de veteranos; su abuelo combatió en la última guerra. Estuvo en la base de los misiles, así que había explorado un poco el mundo, al menos gracias a los satélites para los servicios secretos. El abuelo, en aquella única visita, le dijo pocas cosas en comparación con la curiosidad infantil de Ivano. La guerra le había enseñado que un amanecer y un atardecer se presentaban igual ante unos ojos apenados y mundanos y que ahora estaba convencido de que no había ningún modo real de disfrutar de la vida. Muchas introducciones microscópicas o macroscópicas afectaban a nuestra conciencia y lo peor era que las que prevalecían eran las negativas. No había salida. No te engañes Ivano, no te hagas ilusiones, tú tampoco lo conseguirás. De todas formas, el recuerdo de su abuelo se interrumpió cuando recibió un mensaje de alerta en su teléfono: actividad no permitida, pero para entonces ya habían llegado al edificio. Ambos sonrieron y se dijeron lo extraño que era el que nunca se hubieran fijado. Ahora sabían que ese cubo sin ventanas reales, pues eran virtuales, era el Contenedor. Su amigo le dijo que algunas veces había pasado por delante y nunca se había percatado del edificio. Ambos, sin embargo, se llenaron de orgullo. Querían acercarse a la entrada con la esperanza de entrar, pero no fue así. En ese momento no se podía entrar. Además del cubo, había una zona de tres metros de jardín embaldosado y un espacio un poco más grande en la entrada, la cual tenía dos escalones.

«¿Sabes que el compañero 13 y sus amigos no irán a ningún lugar? Lo harán todo desde casa. Eso sí que es una injusticia. Mi padre dice que es lo mejor. Todo a distancia; un mar de ventajas. Los exámenes son más fáciles y los créditos se activan. Es como un trabajo y ¡después hacen el máster! ¿Lo pillas? ¡Máster gratuito con perspectivas de trabajo!»

Ivano no entendía nada. No entendía en qué trabajaba el padre de su amigo, ya que siempre lo sabía todo. Para él, la vida de sus amigos era un misterio y su padre parecía que no se hubiese ocupado de nada más que de su familia. En su casa no se hablaba de un tema así tan peligroso. De hecho, después de la alerta, Ivano volvió a la debida modestia de siempre y se consolaba diciéndose que un tío con el triple de créditos y derechos que él había acabado en el mismo Contenedor que él, pero poco después comenzó a tener sudores fríos mientras pensaba en cosas negativas: las que le dijo su abuelo. ¿Y si no lo conseguía? Su padre se decepcionaría. Contrariamente a su habitual comportamiento, decidió hablar enseguida con su padre; poner las cartas sobre la mesa. Planear. Ivano se despidió de su amigo, acordando que se verían pronto, incluso para charlar un poco sobre su próxima experiencia en común. De camino a casa, Ivano se acordó de algo. Se acordó de una poesía que el padre le decía de memoria antes de dormir, pero solamente cuando era muy pequeño. El padre, la última vez que se la dijo, lloró y desde ese día no la volvió a escuchar más; nunca se le pasó por la cabeza pedirle que se la dijese o la escribiese. Decidió que enfrentaría a su padre esa noche hablándole de esa vieja poesía, que le traían fuertes recuerdos antes olvidados.

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