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ОглавлениеLa controvertida romanización de Irlanda y la introducción del cristianismo
Hablar de la presencia romana en Irlanda no implica la desaparición de la población de origen celta. Como en todos los lugares del planeta, las oleadas de nuevos pobladores llegan, se instalan y, dependiendo de ciertos factores, se mezclan con la población nativa, los someten durante más o menos tiempo, crean una élite que maneja los destinos de los ya residentes antes de su llegada, o los conquista y coloniza, etc. Las posibilidades son varias e Irlanda no escapó a ninguna de ellas a lo largo de su historia. Con la llegada de los romanos a Irlanda se inician una serie de invasiones que van a configurar lo que Irlanda es hoy, un lugar donde, a pesar de la insistencia de algunos, la mezcla y el intercambio entre pueblos ha tenido claras consecuencias muy positivas al igual que algunas otras no tan beneficiosas.
Los romanos en Irlanda
En el año 58 a.C., Julio César comenzó su famosa campaña de las Galias. En ese momento el poderío celta en la Europa continental prácticamente había desaparecido. Solo en la Galia y en las islas Británicas había sobrevivido, pero ese año vio el principio de la batalla final. La civilización romana resultó ser catastrófica para la tradición celta. Según César, la experiencia había demostrado que la palabra escrita provocaba la pérdida de la memoria. En Europa la sociedad celta había basado la transmisión de su conocimiento en la tradición oral. La poesía era, por ejemplo, un basto compendio de composiciones en verso, estructuradas para facilitar la memorización y después la retención. Su función principal era la de transmitir las tradiciones de forma oral. El aplastamiento de las clases profesionales celtas supuso casi una instantánea evaporación de las raíces y su continuidad. Sin su pasado los celtas fueron absorbidos dentro de la tradición romana. Cuando final- mente el Imperio romano cayó en el siglo v, la mayoría de la vida celta había desaparecido completamente en la Galia, pero no en Irlanda donde permanecía con una idiosincrasia muy fuerte.
In my view the answer is overwhelmingly ‘yes’ –the Romans did invade Ireland 8. (R. Warner)
Ireland, which the Romans did not attempt to conquer […] (Hugh Kearney)
Como se puede comprobar por estas citas de dos especialistas en la Irlanda pre cristiana, la cuestión sobre si la isla fue invadida –incluso se habla de dos invasiones– por el Imperio romano, o no, todavía sigue pro- duciendo discusiones debido, aparentemente, a la falta de evidencias concluyentes sobre este asunto. La pureza celta de irlanda esconde ciertas perversiones políticas muy interesadas. Irlanda, país muy ligado a su cultura celta y que lo distingue de su vecinos insulares británicos, se siente muy orgullosa de su herencia y la ha utilizado como rasgo de distinción cultural y política. Este hecho ha provocado que, desde muy diversos foros y desde hace siglos, tanto eruditos como políticos hayan querido ver en su pureza celta un factor más de enfrentamiento y separación con los británicos y un marchamo de su carácter nacional. Para que cualquier afirmación adquiera cierto valor indiscutible, hay que dotarla de hechos históricos que la corroboren. De eso se han encargado historiadores, arqueólogos y burócratas a lo largo de los siglos, ya que realizaron una fructífera tarea hasta que empezaron a aparecer restos que pueden demostrar que los romanos sí invadieron Irlanda. Para mantener la versión oficial, se habla de ocultación de evidencias, de negativas a realizar excavaciones o de abandono de excavaciones comprometedoras.
De hecho, la gran cantidad de literatura escrita sobre este tema nos llevaría a pensar que la teoría de la invasión es ficticia, aunque investigaciones más recientes y nuevos hallazgos arqueológicos empiezan a decantar esta versión inicial hacia el polo opuesto. Así, nos encontramos con tres posturas sobre el mismo tema. Por un lado están los que sostienen el completo aislamiento de la isla respecto a Roma; por otro, los que aseguran que lo que existió fue un contacto pacífico entre la civilización celta irlandesa y la romana desde el siglo i al siglo v; y, por último, estarían los que apoyan las tesis de la invasión. Al margen de polémicas, lo que es evidente es que la influencia de Roma se dejó sentir a lo largo y ancho de Irlanda, siendo la introducción del cristianismo la más importante de ellas.
Los primeros datos que hablan de la posible invasión de Irlanda aparecen en la biografía de Cneo Julio Agrícola, general del Ejército imperial romano, escrita poco después de su muerte por el historiador Publio Cornelio Tácito. La información que Tácito nos da es de primera mano ya que, aparte de ser amigo de Agrícola, escribió dicha biografía en el año 98 de nuestra era, solo cinco años después de la muerte del general cuan- do su memoria todavía estaba reciente, circunstancia que sugiere que lo allí narrado es de lo más fidedigno. Si creemos en lo que dice Tácito, Agrícola, que así se titula la biografía, apoyaría las tesis de una invasión romana de Irlanda. Tácito nos cuenta en el capítulo 24, dedicado a Irlanda, que en el año 82 Agrícola llegó a dominar tribus anteriormente “desconocidas”. Además, añade que los comerciantes estaban familiariza- dos con los puertos irlandeses y que Agrícola tenía buenas relaciones con un rey exiliado de Irlanda y que esperaba utilizarlo en su propio beneficio cuando surgiera la ocasión.
Otra fuente de origen romano hace referencia a una invasión romana de Irlanda. Esta vez es el poeta Juvenal en su Satirae. Debido a que Juvenal no era un historiador, su afirmación suele ignorarse como fuente fiable. Sin embargo, es muy probable que esta obra se escribiera solo diez años después de la muerte de Agrícola cuando, al igual que con la biografía escrita por Tácito, la memoria todavía estaba muy fresca como para manipular los hechos. Y para confirmar las palabras de Juvenal, en 1934 se produjo un hallazgo bastante interesante. Nos referimos al descubrimiento de una olla de origen romano-británica a 150 millas de la costa oeste de Irlanda por parte de un barco arrastrero galés que probablemente no sea posterior al siglo ii de nuestra era, lo cual viene a reforzar el comentario de Juvenal de que los romanos navegaron más allá de las costas irlandesas.
Existen varias teorías sobre dónde se produjo el desembarco de esta primera invasión romana. Según Gudeman, esta partió desde Uxel-lodunum (Stanwicks), pasó por la isla de Man y llegó a algún lugar al sur de Donaghadee, cerca del lago de Belfast (Belfast Lough). En un lugar de esta zona de Irlanda, llamado ‘Loughey’, se encontraron hacia 1850 una gran cantidad de objetos romanos del primer siglo de nuestra era relacionados todos con un enterramiento. La importancia de este sitio es crucial debido a la escasez de enterramientos romanos en Irlanda y a que puede atestiguar la presencia romana en Irlanda donde se produjo el desembarco del que habla Gudeman.
Otra teoría sobre la llegada a Irlanda sitúa a Chester como punto de partida y los condados alrededor de Dublín como llegada. En el año 79, Agrícola comenzó a construir el fuerte de Deva, cerca de Chester, con la intención de controlar a las recién conquistadas tribus galesas y, de camino, según algunos historiadores, lanzar desde allí la invasión de Irlanda. Por las grandes dimensiones del campamento se cree que estaba preparado para albergar a más tropas de las necesarias para controlar la zona. Por lo tanto, algunos autores proponen que este espacio sobrante estaba pensado para alojar a las legiones que realizaron la invasión. Otro dato que refuerza la idea de la partida desde Chester es que todas las expediciones que se realizaron hacia Irlanda a partir del siglo xii partieron desde allí, probablemente como réplica de esos primeros viajes romanos. Para afianzar aún más la teoría de Chester, tendríamos que decir que los condados al norte y sur de Dublín es donde más restos de origen romano se han encontrado en toda la isla. J.D. Bateson realizó una investigación, dada a conocer en 1973, en la que localizó los vestigios más puramente romanos encontrados en la isla y típicos de una invasión, es decir, aquellos que muy probablemente llevarían las tropas de ocupación. La mayor concentración de dichos instrumentos de los siglos i y ii se localiza en la región de Dublín.
También es interesante hablar de los posibles integrantes de esta expedición ya que pueden añadir evidencias a la teoría de la invasión de Agrícola. Teniendo en cuenta las costumbres romanas en la región británica, es muy posible que este ejército estuviera formado por tropas romanas y auxiliares. Estas últimas incluían soldados de origen celta provenientes de Gran Bretaña o de otras partes del Imperio y que normalmente llevaban a cabo las misiones más peligrosas o se situaban en primera línea en la batalla, práctica que Agrícola desarrolló durante su estancia en Gran Bretaña y que fue totalmente novedosa en esa época. También es muy posible que los romanos utilizaran aliados de la región, incluidos algunos expatriados de Irlanda, para mandar misiones reconocimiento o para ponerlos de avanzadilla antes de que llegara el grueso de las tropas. Esta estrategia la confirma Tácito cuando menciona que Agrícola tenía muy buenas relaciones con un rey exiliado de Irlanda.
Las leyendas irlandesas desde el siglo ix al xvii se refieren con frecuencia al mito de Tuathal Techmar. Este fue un rey irlandés exiliado en Gran Bretaña que decidió volver a recuperar su nombre y su reino. Tuathal derrotó a las diferentes tribus irlandesas en diversas batallas, impuso un tributo a los Laighin y forjó su reino en las tierras medias orientales que se conocieron como Midie. La fecha que los Annals of the Four Masters [Crónica de los cuatro señores], cronología de acontecimientos sucedidos en Irlanda escrita en el siglo xvii, dan para la vuelta de Tuathal es la del año 76, curiosamente coincidente con la de Tácito.
En cualquier caso, necesitaríamos más evidencias materiales para con- firmar estas suposiciones. R.B. Warner nos habla de varias. La primera sería el enterramiento de Lambay, una pequeña isla frente a la costa del condado de Dublín. Allí, durante la década de 1840, se encontró una moneda romana. La segunda evidencia nos lleva unos años antes de 1860 cuando se descubrió una banda decorada en oro que data de la segunda mitad del siglo i d.C. El tercer y más importante descubrimiento ocurrió en 1927 cuando se hallaron muchos objetos relacionados con diversos enterramientos. Los objetos de Lambay provienen de un ambiente muy romanizado, de carácter militar y que coinciden en el tiempo con la posible invasión de Tuathal y vienen a confirmar la teoría de que la región de Dublín fue el lugar desde el cual se produjo dicha invasión.
Existe otro lugar, también en la zona cercana a Dublín, donde se encontraron gran cantidad de restos de origen romano. Hablamos del fuerte descubierto en el promontorio de Drumanagh, a unos veinte kilómetros al norte de Dublín. En la década de 1950, se encontraron diversos artilugios de origen romano que con el tiempo se perdieron así como los que posteriormente se sacaron en la década de 1970, por no hablar de las desastrosas consecuencias del expolio realizado durante la década de 1980 cuando se supo que el yacimiento podía poseer piezas importantes. Y todo esto sin ninguna protección gubernamental. A pesar de la escasez de materiales conservados, se tienen evidencias de que estos indican una presencia romana contundente en esta área durante los primeros siglos de nuestra era. No solo este yacimiento demuestra la presencia romana en Irlanda en esta época, sino también todos los materiales encontrados en los alrededores y en la región de Leinster tales como el enterramiento militar en Bray Head, a unos kilómetros al sur de Dublín, o el civil de Kildare. El monte de Drumanagh no solo estaba muy bien situado desde el punto de vista estratégico, sino que también suponía un lugar muy adecuado para el desembarco de las tropas invasoras. Hay una cosa bastante evidente y es que la configuración del fuerte en Drumanagh es prácticamente idéntica a la de otras fortalezas romanas de la época en Gran Bretaña.
Se carece de pruebas concluyentes sobre la invasión, aunque son muchas las evidencias que podrían llevar a pensar que esta sí sucedió. Durante la segunda mitad del siglo i, se daban las precondiciones para una invasión: una política imperial expansiva, el poderío y el éxito del Ejército romano en Gran Bretaña, o la fortificación de zonas costeras cercanas a la costa irlandesa. Agrícola podría haberse convertido en el perfecto catalizador para transformar dichas precondiciones en realidad. Por último, los restos arqueológicos de la invasión existen: enterramientos de soldados de aquella época portando armamento romano, un fuerte que corresponde a ese periodo y muy similar a los de Gran Bretaña en esa época con innumerables restos romanos, y restos por toda Irlanda, aunque especialmente en las zonas cercanas al fuerte, de una gran cantidad de objetos romanos. Si nos basamos en todos estos datos podríamos decantarnos por la teoría de la invasión.
Incluso si la invasión se hubiese llevado a cabo, lo que está claro es que esta no supuso una presencia constante de los romanos en Irlanda, sino que más bien parece que se limitó a expediciones de reconocimiento o simples razias. La fecha de esta primera invasión puede situarse alrededor del año 82 de nuestra era. El punto de partida de la invasión podría haber sido Stanwicks o la zona de Chester y el de llegada la región de Belfast o la de Dublín. También es probable que no hubiera solo una invasión ya que los materiales y enterramientos romanos de tiempos posteriores sugieren que podría haber habido una segunda incursión en el siglo iii que trajo consigo, por ejemplo, la creación de Cashel en el condado de Tipperary, cuyo nombre parece derivarse de la palabra latina castellum.
De las excavaciones que Françoise Henry dirigió en las islas Inishkeas –condado de Mayo– en los años cincuenta del siglo xx, podemos extraer interesantes conclusiones sobre diversos aspectos de la vida en Irlanda en la época romana. Se descubrió que los habitantes de esas islas producían y tintaban ropa de lana de color púrpura allá por el siglo vii. Allí concluyó un proceso que había empezado miles de años antes en las costas del Mediterráneo con los fenicios y que posteriormente fue asimilado por los romanos. Esta moda de teñir la ropa de color púrpura fue paralela al refinamiento en la vida y las costumbres romanas hasta que este color se convirtió en signo de distinción social. Posteriormente se convirtió en símbolo de poder dentro de la Iglesia de Roma al ser asociado con el cargo de cardenal. Volviendo otra vez a los romanos, estos extendieron el uso del color púrpura por todo el Imperio y, por supuesto, en los territorios de tradición celta que lo asimilaron con facilidad ya que estos pueblos estaban acostumbrados a llevar ropas de vivos colores. Por lo que respecta a Irlanda, la pregunta sería si este uso del púrpura se produjo por influencia romana o posteriormente por el cristianismo. La clave para resolver esta duda estribaría en la palabra irlandesa para púrpura, cocra, que se deriva de la latina purpura. La transformación de la ‘p’ en ‘c’ es signo inequívoco de que el préstamo sucedió cuando el sonido /p/ no existía en irlandés. Cuando el irlandés adoptó el sonido /p/, los préstamos del Latín pasaron a este idioma conservando dicha letra (pax-pog). Si tenemos en cuenta que este fenómeno se dio alrededor del siglo v, podemos concluir que el uso del tinte púrpura en Irlanda es anterior a esta época. Esta evidencia se con- firma si tenemos en cuenta que en la época anterior a san Patricio el con- tacto entre el Imperio romano e Irlanda se da fundamentalmente en campos como el comercio y el ejército y de ahí que los primeros préstamos estén relacionados con este ámbito, al que pertenece cocra y que algunos sitúan previo al siglo tercero de nuestra era.
Los parecidos entre los dioses de la mitología griega y celta son asombrosos, señal de que probablemente pasaran a la cultura celta a través de los romanos, sobre todo en lo que respecta al griego Apolo: Leto tuvo dos hijos, un niño (Apolo) y una niña (Artemisa), Macha también; Apolo tradicionalmente se asocia con perros o lobos, Cú Chulainn con perros; Apolo mató a un monstruo (una serpiente) cuando era un niño, Cú Chulainn hizo lo propio con un monstruo (un perro) de pequeño; Apolo voló sobre una de sus flechas, Cú Chulainn sobre su jabalina; Apolo era un joven imberbe de cabellos dorados, igual que Cú Chulainn; Apolo fue al rescate de Troya y Cú Chulainn al de Emain Macha. Según R.B. Warner los mitos asociados con Apolo pasaron a estos dioses celtas y permanecieron en posteriores transiciones en las leyendas de Gales y de Irlanda.
También entró en Irlanda el culto a Hércules en la narración épica principal del Ciclo del Ulster, Táin Bó Cuailgne [El asalto al ganado de Cooley] donde se describe a un hombre moreno con siete cadenas alrededor de su garganta, cada una con una cabeza al final. Y si hablamos de diosas griegas, Minerva podría asemejarse a Brighid, la diosa irlandesa de la poesía y del conocimiento, de la artesanía y la curación quien tenía atributos parecidos a la griega. Esta asimilación continuó durante el cristianismo ya que Brighid se transformó en la abadesa del monasterio de Kildare quien, a su vez, llegó a ser santa de la Iglesia irlandesa. También el dios celta Lug, el equivalente al romano Mercurio, sufrió diferentes transformaciones: como el héroe irlandés del ciclo feniano, Finn Mac Cumaill.
La llegada del cristianismo
Durante el siglo iv, el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio romano y organizó su estructura siguiendo su modelo administrativo. La Iglesia dejó de ser una amalgama de sectas y se estructuró en diócesis dirigidas por obispos y centralizadas en torno a la figura del papa, cabeza visible de poder y equivalente a la figura del emperador. El latín se erigió en idioma oficial y Roma en la capital del cristianismo. Así pues, cuando esta nueva doctrina religiosa llegó a Irlanda, no hubo aspecto de la vida sobre el que no afectara. La nueva religión y la cultura grecorromana que la acompañaba afectaron al desarrollo político, a las ideas morales y éticas, al arte y a la literatura.
Al contrario de la religión de los druidas, basada en una cultura oral, el cristianismo tenía una base escrita y con esta llegó la alfabetización a la isla, si bien de forma muy restringida afectando solo a ciertos sectores sociales. Otro factor de contraposición entre ambas religiones estaba en la naturaleza politeísta de la religión nativa y la monoteísta de la que llegaba. En contra de la opinión de ciertos historiadores, este proceso de introducción de la religión cristiana en Irlanda no fue ni mucho menos rápido y en el camino se vio obligada a aceptar ciertas prácticas muy arraigadas en la isla como la poligamia o el divorcio. Asimismo, ciertas tradiciones orales sobrevivieron al cristianismo, como, por ejemplo, los tratados legales o ciertas epopeyas épicas.
Parece que el cristianismo ya había entrado en Irlanda en el siglo iv de nuestra era gracias a movimientos poblacionales hacia la isla tales como el retorno de soldados que habían estado al servicio de Roma, o a través del comercio, modas, nuevas tecnologías e ideas originarias de Roma que, poco a poco, penetraron en Irlanda y llegaron a formar parte de su cultura. Algunos historiadores mantienen que los cristianos traídos en diferentes oleadas tuvieron cierto efecto positivo entre sus captores, iniciando así de forma muy sutil la expansión del cristianismo por toda Irlanda y creando un núcleo de conversos para los que fueron enviados allí para extender la fe, primero Palladius y luego Patricio. Esta hipótesis es muy poco probable y la propia experiencia de Patricio –del que hablaremos más adelante con más detalle– confirma que el pueblo era completamente ignorado en la vida diaria celta y, por lo tanto, las creencias de un esclavo extranjero indudablemente no se tenían en cuenta. Que un señor se convirtiera por influencia de su esclavo supondría para el primero una indudable pérdida de posición social, circunstancia que era imposible que un noble permitiera en ese tiempo.
La abundancia de piedras ogham9 en partes del sur de la isla indica la intrusión de un orden cultural nuevo y dominante en la escena local. Estas piedras representan la vuelta a casa desde Gran Bretaña de colonizadores irlandeses cuyos antepasados habían emigrado hacía varias gene- raciones. En su equipaje había dos instrumentos que impresionaron a sus nuevos vecinos: una nueva lengua, el latín, y una nueva fe. Estas gentes llegaron a alcanzar altas cotas de poder y fueron conocidos como los Eóganacht. Fueron el equivalente contemporáneo a los Uí Neill del norte. Hacia el siglo vii, sus reyes gobernaban todo Munster y pequeños territorios en Connaught y Leinster. El establecimiento de los Eóganacht como fuerza a tener en cuenta en la política irlandesa llevó varias generaciones. Su retorno a Irlanda se puede localizar en el año
380. La tradición y los mitos recogidos por los filid de los Eóganacht señalan a una figura parecida a Niall como padre fundador, Conall Corc, quien supuestamente descubrió la famosa Roca de Cashel duran- te una tormenta de nieve con la ayuda de los ángeles. Al contrario que Tara, Cashel no se sostiene a través de asociaciones con los druidas o mágicas. Las piedras ogham fueron una invención colonial, el resultado de la influencia cultural entre las ideas romanas e irlandesas en Gran Bretaña. Durante este proceso de intercambio apareció el cristianismo. Cuando los descendientes de los Eóganacht volvieron a Irlanda muchos de ellos ya lo practicaban y como resultado de estos procesos, allá por el año 431, ya debía existir una comunidad importante cuando al papa Celestino se le ocurrió mandar a Paladio a Irlanda como su primer obispo. Este dato es muy revelador si tenemos en cuenta que la función de los prelados era exclusivamente la del gobierno de la diócesis y no tenía ningún carácter evangelizador.
También se ha hablado mucho de las grandes diferencias que existían entre la Iglesia ‘celta’ de Irlanda respecto al resto del cristianismo, aunque la realidad es otra. En realidad, durante los dos siglos que hay entre la llegada de san Patricio –año 431– y el sínodo de Whitby –año 664– en el que se decide adoptar los usos de la Iglesia de Roma, el proceso de romanización había continuado en Irlanda facilitado por la rápida expansión de la Iglesia. No solo el latín había sido introducido por la Iglesia, sino que también la terminología latina había entrado en la lengua irlandesa y en la toponimia del país y, por ejemplo, nombres hasta entonces exclusivamente irlandeses empezaron a basarse en palabras latinas. La misma Iglesia era una organización basada en el modelo imperial romano. Estaba centralizada y jerarquizada, pero al mismo tiempo era flexible y estaba bien articulada. Con el declive de la autoridad imperial, el papel de la Iglesia en muchos lugares sustituyó a este tanto en la vida religiosa como en la civil. En Irlanda, y debido a la falta de centros urbanos, este modelo se desarrolló, aunque con menor eficacia, ya que las comunidades monásticas, típicas en el seno de la Iglesia irlandesa, se organizaron fundamentalmente como grupos de linaje local dentro de un contexto religioso en el que el abad elegido solía estar ligado al santo fundador del monasterio –salvo en casos como el de Clonmacnoise– y ejercía el poder mientras el obispo tenía un papel secundario. Esta tendencia inevitable- mente contribuyó a que con el tiempo el poder sobre los monasterios más importantes y sus posesiones pasaran a ciertas familias poderosas de la zona donde se encontraban. Este sistema, que siguió funcionando en algunas zonas de Irlanda hasta bien entrado el siglo xvii, también fue introducido en aquellas zonas de Gran Bretaña a las que llegaron los misioneros irlandeses y difería radicalmente del concepto de poder centralista de la Iglesia de Roma. De todas formas, la Iglesia se constituyó en el filtro para el desarrollo de un tipo de asentamiento completamente nuevo para Irlanda, la ciudad, y para la nueva forma de organización social que esta implicaba.
Merece la pena detenernos a describir cómo era la vida en los monasterios irlandeses. Cuando hablamos de monasterios o comunidades monásticas en esta época, debemos olvidarnos del concepto tradicional que se refiere al edificio donde viven los monjes y sus aledaños. La idea del monasterio irlandés se refiere más bien a la comunidad y no a los edificios. Se trataba de una serie de cabañas –las celdas para los monjes– de madera o piedra, que servían para dormir, alrededor de unos edificios de uso comunitario, esto es, la iglesia, el refectorio, la cocina, la biblioteca, el taller o la herrería. Fuera de la muralla que rodeaba los edificios se encontraban las tierras de cultivo, los pastos para el ganado, el molino y el horno de cal. Toda esta información la conocemos gracias a la descripción de un monasterio que aparece en la Vida de Colum Cille escrita por Adomnán en el siglo vii en Iona (Escocia). De dicho libro también obtenemos otra valiosa información como que esta vida mona- cal tenía características singulares respecto a la que se estaba desarrollan- do en el resto de Europa. Por ejemplo, aspectos tan anecdóticos como la tonsura que, al contrario de la que conocemos alrededor de la coronilla, consistía en rapar la parte delantera de la cabeza y permitir el pelo largo en la parte posterior.
Dentro de las lecturas de los monjes irlandeses tendríamos que incluir a los autores clásicos latinos como Virgilio y Horacio, biografías de santos de los siglos iv y v, además de las obras de Isidoro de Sevilla en los siglos vi y vii, producto de las conexiones culturales existentes en aquella época entre Irlanda y la Península Ibérica. Como en otros sitios, la copia de manuscritos era una de las funciones más importantes de los monjes. En Irlanda, Colum Cille y Baíthín, los dos primeros, abades de Iona, asentaron las bases de un arte escrito con características puramente nativas. Uno de estos ejemplos es el Cathach, un fragmento de la copia de los Salmos y supuestamente atribuido al propio Colum Cille.
Además del trabajo con los códices, los monjes irlandeses también se dedicaban a la agricultura o a la manufactura de utensilios domésticos y litúrgicos. Otra de las actividades comunes en aquellos monasterios cercanos a los ríos era la pesca, ya que el pescado formaba una parte fundamental en la dieta de los monjes. De estas experiencias también vienen las historias de pesca y los milagros asociados a santos como Colum Cille.
Algunas de estas comunidades parece que tuvieron unas dimensiones importantes, hasta cerca de 3.000 individuos en Clonard y Bangor, según fuentes medievales. De todas formas, la capacidad media de estos lugares rondaba los cien individuos, la mayoría seglares de los que solo unos pocos llegaban a ordenarse sacerdotes. Como cabeza visible de la comunidad estaba el abad, tenía la potestad de nombrar a su sucesor. Este era ayudado por un prior y por un grupo de hermanos de cierta edad. Otros puestos dentro del monasterio eran el de amanuense, cocinero, molinero, panadero, herrero, jardinero, etc. Algunos de estos monasterios tenían a uno o dos anacoretas que se apartaban del resto de la comunidad y vivían en silencio y dedicados enteramente a la oración. La disciplina dentro de estas comunidades era muy estricta e iba desde el rezo de salmos por una pequeña infracción hasta el destierro por casos de asesinato, pasando por el castigo físico en forma de latigazos.
No solo cambiaban las organizaciones religiosas y sociales, sino también la forma en la que dichas estructuras se dirigían. Se suele aceptar que el Derecho romano no influyó en absoluto en las leyes irlandesas. Esta afirmación es verdadera en tanto en cuanto nos fijemos en los mecanismos empleados para transferir las leyes desde un sistema a otro, pero dicha afirmación podría cuestionarse si miramos ambos sistemas desde una perspectiva más amplia. Aparte de ciertas similitudes existentes entre las leyes romanas e irlandesas, la utilización en el sistema irlandés del concepto recht aicnid [ley natural] bien podría ser un calco del de ius naturalis [derecho natural] del Derecho romano. El sistema romano de justicia también influyó sobre la propia jurisprudencia de la iglesia irlandesa conocida como la Ley Canónica (The Canon Law). Esta se diferenciaba de la romana en sus contenidos ya que sus asuntos, en principio, eran solo religiosos, pero los conceptos eran muy similares porque fue elaborada por canónigos cuyo modelo de referencia fue el Derecho romano. Asimismo, esta Ley Canónica influyó profundamente en la jurisprudencia irlandesa.
Con el paso del tiempo y debido en gran parte a la influencia de la Iglesia, surgió en Irlanda un nuevo concepto de la propiedad cuyos orígenes estaban en la idea del sistema romano. En Roma había surgido un nuevo modelo basado en la propiedad individual de la tierra, el dominium, el cual se extendió progresivamente por todo el Imperio. De todas formas, la idea de la propiedad colectiva no desapareció por completo. El nuevo concepto de propiedad individual de la tierra trajo consigo la aparición de conceptos como el de autonomía individual o el de responsabilidad que provocaron en Irlanda la aparición de nuevas relaciones de poder y de una nueva economía.
Todos estos hechos siguen demostrando la vigencia a lo largo de los siglos de la influencia de Roma en Irlanda, bien a través del Imperio o bien a través de la Iglesia, heredera directa de usos y costumbres romanos. Con el paso del tiempo muchos monjes irlandeses se desplazaron a Europa en su tarea evangelizadora. Estos llevaban a esas tierras su identidad irlandesa, pero al mismo tiempo recogieron y trajeron de vuelta a la isla la cultura de un mundo heredero directo de Roma, sobre todo en lo que se refiere al arte visual. Se suele referir a este periodo de establecimiento del cristianismo como la Edad de Oro de la cultura irlandesa. Esta se extendió más allá de sus fronteras hacia Escocia y el sur de Gales como consecuencia del movimiento misionario dirigido por Collum Cille (Columbanus en latín) hacia Europa occidental. Estos misioneros podrían compararse a los fundamentalistas de ciertas sectas religiosas en la actualidad ya que predicaban un mensaje bastante simple y de mucho calado entre la población a la que se dirigían. Como consecuencia de la presencia misionera irlandesa allende el mar de Irlanda y de anglosajones provenientes de Gran Bretaña –fundamentalmente de Northumbria– en Irlanda, el arte se vio influido por este intercambio. Así, la copia de fina- les del siglo vii de los Evangelios, conocida como el Libro de Durrow (The Book of Durrow ) yuxtapone la ornamentación irlandesa con la germana; los Evangelios de Lindisfarne (The Lindisfarne Gospel ) del siglo viii ilustran la mezcla de estilos irlandeses, ingleses y mediterráneos; el Cáliz de Ardagh (The Ardagh Chalice) del año 750 aproximadamente y de procedencia irlandesa, mezcla la talla genuinamente irlandesa con la germana; o el mismísimo Libro de Kells (The Book of Kells ), compuesto hacia finales del siglo viii, puede ser también fruto de la interacción entre las culturas irlandesa y la anglosajona.
No solo el arte visual se vio afectado por la entrada del cristianismo en Irlanda, también la literatura. Los primeros escritos en irlandés, sagas y poesía, aparecieron cuando la civilización cristiana estaba en su apogeo en Irlanda. Se suele aceptar, por ejemplo, que la gran saga en prosa, Táin Bó Cuailnge [El asalto al ganado de Cooley], se escribió durante el siglo vii.
Es evidente que algunos de los elementos de estas sagas ya existían en las tradiciones orales precristianas, pero las sagas se escribieron en los monasterios. En su mayoría tratan de historias de procedencia precristiana, aunque hay algunas cuya existencia no es tan claro que date de estos tiempos, sino de otros mucho más recientes. Sucede, por ejemplo, en aquellas en las que el autor recoge situaciones de la vida de un santo y hace que su héroe secular tenga un papel análogo al del santo, tal y como ocurre con Táin Bó Cuailnge donde sus héroes emprenden un viaje a los Alpes, al norte de Lombardía donde se encuentran con una serpiente venenosa que ha devastado la zona. Este episodio tiene un final bastante curioso ya que la serpiente salta sobre el cinturón de uno de los héroes, pero sin herir a ninguno de los dos. Es un suceso que no tiene precedentes en la tradición oral. De hecho, el final se puede comparar al de la vida de san Samson que, escrito entre los años 610 y 615, era bien conocido en los monasterios irlandeses. No sorprende que los monjes irlandeses desempeñaran un papel tan importante en la composición y presentación de las historias de los héroes paganos ya que en sus escuelas leían tanto literatura piadosa como pagana.
Algunas de las sagas muestran claros signos de influencia clásica, sobre todo griega. Aunque, por ejemplo, la historia de cómo Cú Chulainn asesinó a su hijo Conlaech se explica mejor siguiendo modelos orientales. La vida monacal, que se originó en Egipto y se extendió hasta Irlanda, abrió un canal que fructificó tanto en la literatura como en el arte irlandés. Solo con echar un vistazo al Libro de Kells (Book of Kells ) podríamos verificar esta afirmación a nivel artístico. Aunque las historias suceden durante la época pagana en Irlanda, los personajes tienen una grandeza muy similar a los de la épica oriental. Por ejemplo, los reyes van a la guerra equipados con tiendas y grandes pabellones, las mujeres tienen labios rojos en extremo, o un hombre puede tener unos dientes tan amarillos como un camello. Y las palabras utilizadas para expresar estas ideas son la mayoría préstamos lingüísticos tomados en época ya cristiana, o si no, directamente descripciones de clara inspiración bíblica como, por ejemplo, el palacio de Cormac en Tara que se inspira en gran medida en las descripciones del templo de Salomón que aparecen en la Biblia.
El impacto de la nueva cultura es incluso más notable en la poesía. Esta tenía una importante función social en la cultura nativa irlandesa y así, por ejemplo, el jefe del tuath necesitaba disfrutar del favor de los poetas para consolidar su posición. Para conseguirlo, “sus” poetas componían versos de alabanza dedicados a su señor. Hacia el año 600, la métrica de estas poesías adulatorias cambió por la influencia de los himnos latinos, pero lo que no cambió fue su función social.
Algunos estudiosos de las sagas han sugerido que la concisión, que es una de las características fundamentales de la literatura primitiva, se debe a que lo que nos ha llegado a nosotros son simplemente las notas que el narrador conservaba y que le servían para preparar su posterior improvisación ante el público. Este argumento podría ser rebatido fácilmente ya que si fuera así, sorprendería que unas simples notas tuvieran tanta fuerza literaria. Existe otro punto de vista que sugiere que las sagas tienen un origen eminentemente monástico, aunque el hecho de que fueran los monjes a partir del siglo xii los que compilaran los códices no significa que todo el material sea ficción de origen monástico. Un claro ejemplo de esto sería el Táin Bó Cuailnge, un claro intento de darle a Irlanda una narración épica comparable con la Eneida. En esta narración encontramos elementos exóticos. Pero si asumimos que el tipo primitivo de historia irlandesa era relativamente corto y que el Táin es simplemente un torpe intento de unir varias historias relacionadas con los Ulaid, entonces llegaremos a la conclusión de que los elementos exóticos son más numerosos en las últimas historias que se añadieron. Además, existe una curiosa coincidencia entre las composiciones épicas irlandesas e indias, con lo cual podemos afirmar que la tradición literaria de las sagas estaba fuertemente establecida en Irlanda antes de la llegada del cristianismo a la isla.
Además, si consideramos la gran cantidad de material que nos ha llegado (y la incluso mayor cantidad que se habrá perdido), parece muy poco probable que estas obras tan extensas e interesantes fueran escritas únicamente en dos siglos y solo por el impacto de la cultura europea sobre unas gentes que no habían desarrollado previamente una literatura propia. A fin de cuentas, el número de misioneros extranjeros que trajo esa cultura fue relativamente bajo y la producción literaria probablemente no entraba en sus prioridades. Ya en el siglo vi los líderes religiosos eran de origen irlandés, aunque de formación grecolatina, con lo cual es fácil suponer su deseo de introducir a sus compatriotas en nuevos terrenos expresivos y de pensamiento. A partir de esos momentos –siglo vii más o menos– aparecerán con más frecuencia elementos subjetivos y creativos tanto en poesía como en prosa, es decir, la antigua función social, aunque presente todavía, va dejando sitio a una función más estética y a un concepto de la literatura más moderno donde prima más la expresión o el entretenimiento.
Diferentes lecturas sobre san Patricio
Tradicionalmente se dice que san Patricio, patrón de Irlanda, fue enviado por el papa Celestino en el año 431 de nuestra era, que su misión tuvo un gran éxito y que cuando murió treinta años más tarde todo el país se había convertido al cristianismo. Más bien tendríamos que hablar de dos Patricios: por un lado, Palladius, que llegó a Irlanda sobre el año 431 y cuyo segundo nombre era Patricius, por el que fue conocido por los irlandeses, y cuya misión fue muy exitosa; y por otro, Patrick el Bretón, el gran san Patricio, quien llegó unos treinta años después de la muerte de Patricius cuando el trabajo de introducción del cristianismo en Irlanda ya estaba muy avanzado. El hombre del que se habla tradicionalmente bien podría ser una figura sincrética, una fusión de los dos Patricios.
A pesar de que Patricio (el Bretón, no Palladius) se define a sí mismo como casi analfabeto en sus Confesiones, es más que probable que tuviera una educación clásica ya que vivía en un contexto muy romanizado, y que hubiera estudiado teología antes de irse a Irlanda, además de hablar latín como lengua materna. No podemos olvidar que era romano-británico y ciudadano romano por nacimiento. A los dieciséis años fue capturado por unos piratas que se lo llevaron a Irlanda donde pasó seis años como sirviente. Durante este periodo se encontró con Dios y se convirtió al cristianismo. Escapó y volvió a Gran Bretaña, pero a pesar de las súplicas de sus familiares por que se quedara en Gran Bretaña, Patricio decidió volver a Irlanda para evangelizar el país después de haber tenido una revelación. Su zona de operaciones fue fundamentalmente el norte, lugar muy romanizado en aquella época. Pero también sabemos que su actividad misionera se extendió a otras partes del país, todas ellas con una tradición romana también muy arraigada. Se habla algunas veces del incidente de Patricio en el santuario cristiano de Cashel donde mató al rey local. El hecho de que este acontecimiento sucediera en dicho lugar se puede deber a que Cashel fuera uno de los lugares donde llegaron los descendientes de aquellos irlandeses que huyeron a Gales después de la segunda invasión romana, de la que ya hablamos anteriormente, y que volvieran muy romanizados y con una religión nueva, la cristiana. Probablemente llegaran a Cashel y lo convirtieran en un centro importante de la cristiandad. Todas estas circunstancias explicarían la facilidad de san Patricio para convertir a los supuestos “infieles”, ya que probablemente no lo fueran debido a su pasado cultural y religioso romano.
Independientemente de la versión que conozcamos, el caso es que hacia el año 500 de nuestra era la isla estaba prácticamente evangelizada. Pero el proceso de conversión no fue tan rápido como la leyenda de san Patricio pretende demostrarnos. También es cierto que Irlanda se convirtió al cristianismo relativamente tarde si la comparamos con otros países europeos, lo cual se debió fundamentalmente a su posición geográfica ya que la conversión fue de este a oeste, por lo que Irlanda quedó para el final de este proceso.
Los misioneros cristianos no solo trajeron la religión consigo, sino también la herencia grecolatina. Y mientras que en Irlanda esta tradición cultural hacía su entrada, en el resto de Europa empezaba a retroceder con las invasiones bárbaras. Solo Irlanda se mantuvo ajena a estas invasiones y fue capaz de conservar, e incluso desarrollar, la cultura que había recibido. Su inmunidad le permitió llegar a ser el motor de conversión al cristianismo de estas tribus germánicas. Esta posición de liderazgo acabó pronto ya que, una vez los germanos se convirtieron al cristianismo, el equilibro en Europa occidental se restableció y el centro de influencia volvió al continente y se alejó de la periferia, de Irlanda.
El cambio de sistema político en Irlanda: los vikingos
En el año 795, el monasterio escocés de Iona, que había sido fundado por san Colum Cille y estaba habitado por monjes de origen irlandés, fue atacado por hombres que venían del mar. Años más tarde, estos mismos individuos volvieron a saquear el lugar en un par de ocasiones. Después del último ataque, el abad de Iona decidió refugiarse en Kells, donde fundó un monasterio junto con los supervivientes y llevó las reliquias del santo fundador y un evangelio, que posteriormente llegó a ser conocido como el Libro de Kells (Book of Kells ) 10. Se suele aceptar que este libro fue escrito y grabado en Iona y que se salvó de la acción de los saqueadores porque las obras sacras no entraban dentro de su concepto de buen botín, entre otras razones por practicar una religión distinta.
Muy poco después del primer saqueo de Iona se produjo otro en 795, esta vez en suelo irlandés y cerca de la costa de Dublín. Durante los siguientes cuarenta años estos hombres del norte atacaron una y otra vez diferentes monasterios de la costa irlandesa. La mayoría de estos “extranjeros” –gaill fueron denominados por los irlandeses– procedían de los fiordos del oeste de Noruega, aunque también llegaron de otras partes de Escandinavia como las actuales Suecia o Dinamarca. Estos individuos, a los que de mane- ra más general se les identificó con el nombre de vikingos, no solo se que- daron en Irlanda y, por extensión, en las islas Británicas, sino que llegaron hasta el Báltico, Rusia, Cádiz, e incluso el Mediterráneo y Bizancio. La ima- gen que se desprende de los documentos que escribieron los monjes que sufrieron sus razias obviamente no es buena11 , pero esa mala prensa no es tal, ya que, si tenemos en cuenta ciertos factores que iremos analizando a lo largo de este capítulo, los vikingos tuvieron una influencia decisiva en el cambio del sistema político que aconteció en Irlanda entre los siglos ix y xi.
Ya hemos dicho que los vikingos provenían de Escandinavia. Su forma de vida no distaba demasiado de la de los habitantes de Irlanda, es decir, se dedicaban fundamentalmente a la tierra y al ganado, además de las faenas del mar. Sí existía una diferencia respecto a la religión, puesto que los escandinavos continuaban siendo politeístas y desconocían la religión cristiana. Si por algo destacaron en aquella época fue por el desarrollo tecnológico en lo que a construcción de barcos se refiere. Lograron hacer naves capaces de adentrarse en aguas hasta entonces desconocidas y así llegaron a lugares tan remotos como Islandia, Groenlandia e incluso el norte de América. La razón de estos viajes radicaba sobre todo en un incremento poblacional que provocó que las tierras que ocupaban fueran insuficientes para mantener a sus habitantes. Además, algunos partieron con la idea de obtener beneficios de sus incursiones y otros con la de explotar las nuevas rutas comerciales marítimas abiertas en el norte de Europa.
Se suele hablar de dos oleadas vikingas en Irlanda. La primera iría desde el año 795 hasta, más o menos, el 836. Durante esta primera etapa las incursiones en Irlanda seguían el mismo esquema: saquear y abandonar el lugar atacado. Dichas razias las realizaban flotillas de dos o tres barcos lo suficientemente rápidos como para tener a su favor el factor sorpresa. Estos ataques se limitaron en estos primeros años a la periferia, es decir, a puestos costeros –en la mayoría de los casos monasterios– o como mucho a unas veinte millas tierra adentro, o por ríos navegables.
La segunda etapa comienza hacia el año 837. Los viajes a Irlanda empezaron a hacerse a mayor escala y ya eran auténticas flotas las que se desplazaban hacia la isla cambiando también la naturaleza de los ataques. Lo que intentaban ahora era establecer bases permanentes en Irlanda. La primera de estas fue la de la desembocadura del río Liffey y desde allí partieron expediciones hacia el interior. Muchos monasterios fueron saqueados por toda la isla, aunque la intención fundamental de los vikingos en ese momento era la ocupación de tierras. Parece que los primeros asentamientos vikingos fortificados datan del año 841 en Linn Duachaill –la actual Annagassan– en la costa de Louth y otro en la desembocadura del Liffey –germen de la ciudad de Dublín (Dubh Linn o la charca negra)–. Es curioso cómo construían dichos lugares, puesto que comenzaban con empalizadas alrededor de los barcos y de allí se adentraban en tierra firme. Entonces se rodeaban con una muralla y se dotaban de torres de vigilancia. Dentro se construían las viviendas y su población fluctuaba según las necesidades comerciales ya que estos asentamientos se situaban en puntos estratégicos de las rutas abiertas. Las rápidas incursiones a sangre y fuego y la propaganda de la crueldad de los escandinavos desaparecieron una vez que estos se instalaron entre los irlandeses y comenzaron a desarrollar su actividad comercial. Se produjeron matrimonios mixtos con familias celtas de sangre noble para asegurar sus posiciones, llegaron a ser aliados o enemigos entre ellos y normalmente empezaron a diluirse dentro de la sociedad gaélica. Su falta de unidad, debida en parte a sus diversos orígenes, tiene mucho que ver con esta evolución. De hecho, la palabra ‘vikingo’ engloba a los diferentes pueblos escandinavos que recalaron en la isla. Como ya hemos dicho, provenían de las actuales Noruega, Dinamarca o Suecia y no solo encontraron aliados y enemigos entre los irlandeses, sino que también lucharon entre ellos por el control de lugares comerciales estratégicos a lo que responde lo sucedido en Dublín donde, en el año 851, una flota danesa expulsó a los noruegos que allí habitaban. Esta divergencia de orígenes entre los vikingos también se veía reflejada en el lenguaje y así los irlandeses los solían llamar, dependiendo de su procedencia, dubhgaill –extranjeros oscuros, o sea, los de origen danés– o fionngaill que eran los ‘extranjeros rubios’ procedentes de Noruega.
Lo que muchos historiadores se preguntan respecto a la presencia vikinga en Irlanda es la razón por la cual los escandinavos solo lograron establecerse en unos cuantos lugares de la isla y no realizaron una ocupación a gran escala como sucedió en Inglaterra o en Francia. Se suele alegar que esto se debió en parte a la propia organización política que los vikingos encontraron en Irlanda, la cual, como ya sabemos, estaba muy fragmentada en pequeños reinos sobre los cuales era muy difícil aplicar un dominio efectivo. Pero probablemente tengamos que buscar respuestas en factores intrínsecos a los invasores más que en supuestas virtudes de los irlandeses. Debemos tener en cuenta que la mayoría de los escandinavos que llegaron a Irlanda provenían de Noruega, al contrario que aquellos que recalaron en Inglaterra que eran daneses, y que la travesía desde Noruega hasta Irlanda es mucho más larga que la de Dinamarca hasta Inglaterra o Francia, circunstancia que puede justificar el menor número de efectivos que llegaron a Irlanda. Además, habría que tener también en cuenta que la intensidad de la actividad tanto de noruegos como de daneses en Irlanda fluctuaría dependiendo de los intereses colonizadores de estos en otras tierras. Así, por ejemplo, durante la colonización noruega de las islas Feroes, Islandia o Groenlandia, o durante periodos de intensa actividad sobre Inglaterra o Francia por parte de los daneses, las expediciones a Irlanda disminuyeron y, por el contrario, se incrementaron cuando la colonización en los lugares citados ya no era prioritaria. Esta afirmación también se demuestra si nos fijamos en la presencia escandinava en Dublín. A finales del siglo ix tanto la actividad como el interés de los vikingos en Irlanda disminuyen y, por ejemplo, el asentamiento vikingo de Dublín es abandonado. Sin embargo, unos veinte años más tarde los vikingos retoman con fuerza sus incursiones en Irlanda al ver que su actividad en Europa empezaba a ser rechazada y se vuelven a instalar en Dublín en 917 y en otros lugares como Limerick, Waterford y Wexford.
Hasta mediados del siglo ix, los monarcas irlandeses no se aliaron para hacer frente a los invasores. Estos habían estado más preocupados por dirimir sus luchas internas por el poder. Por si fuera poco, y dentro de este mismo contexto de guerras domésticas, en el año 842 sucede un hecho importante como el de la cooperación entre irlandeses y vikingos cuando el abad del monasterio de Linn Dúachaill fue asesinado por esta coalición. Tampoco es de extrañar que esto sucediera en una tierra en la que los vikingos ya llevaban asentados casi medio siglo y donde, como hemos dicho antes, comenzaban a mezclar sus intereses con los de las familias más poderosas de la isla.
Durante la segunda mitad del siglo ix, asistimos a la aparición de Dublín como una de las ciudades comerciales más importantes de la Irlanda vikinga, por encima de otros asentamientos del sur de la isla como Waterford (Vadrefjord ), Wexford (Weisfjord ), Limerick o Cork. Desde Dublín se importaban productos como vino, sal y seda, y se exportaba trigo, lana, estaño o plata. Todos estos puertos de la costa este y sur experimentaron un desarrollo económico espectacular del que se beneficiaron los reyes de Leinster y Munster y del que dependía gran parte de su poder. De hecho, la gran cantidad de contiendas en torno a la posesión de Dublín corroboran la importancia económica y política que suponía el control de estas ciudades para los diferentes reyes irlandeses o vikingos.
Aparte de las alianzas entre irlandeses y vikingos, también asistimos al hostigamiento a los vikingos por parte de los reyes irlandeses. Como consecuencia de esto, por ejemplo, la ciudad de Dublín cayó en manos irlandesas allá por el año 902. En ese momento se da por acabado el primer asentamiento vikingo en Dublín, aunque como hemos dicho unas líneas más arriba, las alternancias en el dominio de la ciudad fueron múltiples. Probablemente desde finales del siglo ix a los vikingos no les resultó tan fácil asentarse en Irlanda y comenzaron a buscar nuevos territorios. De ahí surgieron nuevas migraciones vikingas desde Irlanda hasta el noroeste de Inglaterra e incluso hasta Islandia12 .
Esta primera etapa de presencia vikinga en Irlanda ha sido tradicionalmente interpretada por los historiadores como una época en la que tanto la religión como la cultura irlandesas sufrieron enormemente. Esta afirmación se tiene que tomar con bastante cautela, ya que si analizamos los datos, las conclusiones pueden ser otras. Por ejemplo, la frecuencia y el alcance del saqueo de los monasterios por parte de los vikingos, entre 795 y 829, no es tan importante como se cuenta. De hecho solo se atacaron veinticinco de estos monasterios en estos treinta y cuatro años. Incluso si interpretáramos que solo se recogen en los documentos un tercio de los ataques reales, el número de monasterios atacados seguiría siendo bajo dada la gran cantidad de monasterios e iglesias existentes en Irlanda en aquella época. Se podría concluir, por consiguiente, que el impacto de los vikingos en Irlanda hasta la década de 830 fue menor. A partir de esa fecha y hasta el año 845, se intensificaron los ataques sobre unos cincuenta monasterios y es más que probable que los establecimientos religiosos atacados fueran aquellos más importantes donde había tesoros y enseres que merecía la pena robar o donde residían personajes importantes de los que se podía conseguir un buen rescate. En las pequeñas iglesias de los pueblos, donde vivía la mayoría de la población, los vikingos no aparecieron porque el hipotético botín podía ser insignificante. Por lo tanto, la experiencia del saqueo estuvo bastante al margen de las comunidades civiles, es decir, de la mayoría de la población irlandesa. Los vikingos fijaron su atención sobre todo en los núcleos monásticos más importantes como Armagh, Glendalough, Kildare, Slane, Clonard, Clonmacnoise o Lismore.
También se suele argumentar que la presencia vikinga fomentó la corrupción dentro de la Iglesia al existir en esa época prácticas como la del matrimonio de clérigos, la sucesión hereditaria de cargos eclesiásticos o la existencia de abades laicos. Sin embargo, todas estas prácticas tan poco usuales a los ojos de la mentalidad de nuestros días no lo eran en ese momento sobre todo si tenemos en cuenta que la Iglesia católica tuvo que ‘adaptar’ sus costumbres en Irlanda antes de la llegada de los vikingos para tener éxito en su empresa y, por lo tanto, aceptar ciertas prácticas que en otros lugares de Europa hubiesen sido inviables.
Otra de estas falacias en relación a la aparición de los vikingos en Irlanda está relacionada con el hecho de que se suele aceptar que las razias vikingas crearon un clima de violencia contra la Iglesia y sus miembros inexistente en la Irlanda anterior a su llegada. Los hechos nos muestran lo contrario. Los ataques a iglesias y monasterios comienzan antes de los vikingos, estos los siguen acometiendo, y continúan durante mucho tiempo después de su caída. Ya en el año 775 se habla en los Anales del Ulster (Annals of Ulster ) del ataque al monasterio de Clonard por parte del rey de Tara, Donnchad Midi. Las razones de esta violencia son complejas, pero, sobre todo, estarían las de carácter social y económico que hacían a los asentamientos monásticos muy proclives a ser atacados. Estos incluían la práctica del ‘santuario’ –al ser los monasterios lugares sagrados, cualquier persona que se refugiara en ellos quedaba fuera de la aplicación de la justicia civil– por individuos violentos, los conflictos entre familias por acceder a puestos de poder de carácter religioso, o el saqueo de los almacenes y los tesoros de las iglesias en tiempos de hambruna por parte del pueblo más necesitado. Algunas veces las razones de los ataques vikingos a los monasterios eran las mismas, ya que estos tenían abundante comida y riquezas debido a su posición privilegiada en zonas económicamente pujantes. Sin embargo, hay una gran diferencia entre ambos tipos de saqueos: los vikingos no reparaban en el carácter sagrado de las iglesias y tomaban también como botín cualquier artículo religioso que tuviera algún valor. Además, pronto se dieron cuenta del valor de las personas como rehenes o esclavos.
Por otra parte, se suele decir también que los vikingos provocaron el cambio de sistema político en la isla y que con ellos Irlanda entró en el feudalismo. Esta realidad tiene mucho que ver con la evolución de las clases dominantes en la isla desde antes de que llegaran los vikingos. La Irlanda previkinga ya estaba dominada por aristócratas y grandes reyes que vieron favorecidos sus dominios por la pujanza económica de los nuevos centros comerciales que los vikingos crearon posteriormente, sobre todo, en el sur de la isla.
La segunda oleada de invasiones por el sur de Irlanda –siglo x– se caracterizó por una mayor atención al comercio y más resistencia a los invasores por parte de los irlandeses. Se establecieron en Waterford, Limerick o Cork, pero poco tiempo después se vieron obligados a negociar con los mandatarios locales y en ocasiones no tuvieron más remedio que funcionar según la idiosincrasia de la política local, manteniéndose así una cierta discrepancia entre dos concepciones políticas diferentes.
Gracias a la actividad comercial de los vikingos en tierras irlandesas, la cultura nativa se abrió al mundo y a nuevas formas económicas. Las zonas que se beneficiaron de esto se convirtieron en importantes motores tanto de la política como de la economía de la isla. De esta manera los puertos de Dublín, Wexford y Waterford llevaron al reino de Leinster a un lugar prominente dentro del nuevo mapa político que se estaba formando en la isla. Lo mismo se puede decir de la ciudad de Cork dentro del reino de Desmond y de Limerick en Ormond. Los beneficios económicos que aportaban estos lugares daban a los nuevos monarcas recursos para edificar reinos más poderosos de lo que habían sido con anterioridad.
Los nuevos esquemas de poder aparecieron por primera vez en la mitad sur de Irlanda durante el siglo x. El pueblo de los Dál Cais, que hasta ese momento había estado bajo la influencia de los Eoghanachta, se aprovechó de la debilidad de estos últimos en su enfrentamiento contra los vikingos e instituyó su propio reino. Sus líderes, Brian Boru y su hermano mayor, tenían otra concepción de la monarquía y por ello no tardaron mucho en confeccionar su propia genealogía para justificar su poder. Se autoproclamaron descendientes de los hijos de Míl, los antiguos Milesios. Aunque Brian murió en la batalla de Clontarf –a la que nos referiremos más adelante–, su dinastía se consagró con el nombre de Uí Briain –más tarde O Brian– y se convirtió en la monarquía más pode- rosa del sur durante más de cien años. Basaron la ascensión al trono en términos hereditarios, al contrario de lo que había estado sucediendo, y también establecieron unas claras fronteras de su territorio.
El reino de Leinster había sido hasta la llegada de los vikingos un grupo de tuatha, la mayoría bajo la tutela de los Uí Néill. Esta dinastía fue incrementando su poder durante los siglos viii y ix. Después de conquistar la provincia de Airgialla –el centro del Ulster de hoy–, los Uí Néill del norte volvieron su atención a mediados del siglo ix hacia la provincia oriental de los Ulaid quienes rápidamente aceptaron la supremacía de los Uí Néill. Por otra parte, los Uí Néill del sur habían logrado dominar el norte de Laigin. La expansión territorial de los Connachta provocó la separación física de estas dos ramas de los Uí Néill, aunque posteriormente, a finales del siglo ix, volvieron a unirse en un solo reino. Los documentos de la época se refieren a los Uí Néill como los primeros en ocupar el ‘alto trono’ de Irlanda, pero dicha afirmación es muy poco probable. De todas formas, lo que realmente importa respecto a esta dinastía de reyes irlandeses es que en poco más de un siglo pasaron de ser un clan originario del occidente de Irlanda a toda una dinastía real que dominaba la mayor parte del norte y el este de la isla.
Lo que estamos viendo con estos ejemplos es el paso del viejo sistema donde la cabeza política, el rey de la tuath o grupo de tuatha, es elegido entre aspirantes pertenecientes a diferentes familias poderosas (nobles) a un nuevo orden, el feudal, en el que la sucesión al trono viene dada por cuestiones hereditarias. En muchas ocasiones estos cambios llevan consigo la aparición de nuevas familias más poderosas que las que tradicionalmente habían aspirado al trono. A menudo el origen de este poder viene de la adopción de un nuevo sistema económico en el que el comercio produce más plusvalías que la agricultura o la ganadería. Una vez que se obtiene el poder económico, el siguiente paso es alcanzar el político para conservar e incluso ampliar el primero. De esta ambición por dominar la esfera política surgen estas nuevas dinastías que van a perdurar en el tiempo en los diferentes reinos de Irlanda.
Las consecuencias de la adopción de este nuevo sistema de poder van más allá del empeño en crear una dinastía real. El control en esta nueva sociedad feudal se va a ejercer desde arriba, cosa que en la sociedad irlandesa no había sucedido antes de forma tan evidente. No solo van a ser los reyes o las instituciones reales las que van a realizar dicha función, sino que la Iglesia va a jugar también un papel determinante. Los reyes utilizaron a los obispos como elemento reformista frente a los viejos monasterios. Así, por ejemplo, dentro su reino de Munster, los O Brians apoyaron la creación de la diócesis de Killaloe, la cual coincidía con los límites de su reino. Este nuevo orden eclesiástico, que implicaba la creación de diócesis y archidiócesis, marcó el definitivo declive del estatus de los centros monásticos tradicionales de Clonmacnoise, Emly, Kells y Clonard y por ende el del sistema monástico tradicional que estos lugares representaban.
Estos cambios no solo afectaron a Irlanda, sino también a Inglaterra y casi la totalidad de Europa. Esta unión entre el poder político y el religioso se escenificaba en ceremonias en las que el obispo en cuestión recibía su báculo pastoral de manos de su rey. De esta manera los prelados llegaron a convertirse en un instrumento más al servicio del poder secular. Esta interrelación monarquía-clero se puede apreciar, además, en la arquitectura. Los reyes se convirtieron en benefactores de la Iglesia. Financiaron la construcción de nuevos templos de estilo románico, mucho más grandes y caros que las iglesias de los antiguos monasterios, y símbolos también del poder real.
El proceso de construcción de los diferentes reinos implicaba la aparición y crecimiento de nuevos centros de poder de manera muy similar a lo que había sucedido con las diócesis territoriales respecto a los monasterios. El empuje de estos nuevos elementos llevaba consigo la conquista de territorios. Por ejemplo, el crecimiento del reino de Connacht, ahora en manos de los O’Connor, tuvo como consecuencia la expansión desde su base en Roscommon y la apropiación de la llanura de Galway donde se encuentra Tuam. Los damnificados, es decir, los O’Flahertys se vieron obligados a huir al oeste de Connacht. De esta manera, antiguos centros de poder local dejaron de existir y sus dirigentes se enfrentaron a la disyuntiva de convertirse en vasallos feudales de su nuevo señor o marcharse de las tierras conquistadas.
Todos estos cambios políticos y económicos deben apoyarse en un sistema legal que los valide. En Irlanda, los antiguos tratados legales comienzan a evolucionar a la par que los cambios políticos. De esta manera, las disputas legales que en la antigüedad se dirimían entre grupos tribales –familiares– y se basaban en el concepto de la compensación, a partir del siglo x irán dejando de lado ese carácter compensatorio y enfatizarán cada vez más que la autoridad legal viene de un orden superior, es decir, de Dios o del rey. En este cambio de concepto, la Iglesia va a jugar un papel importante y finalmente va a imponer una ideología que había encontrado reticencias desde que llegaron los primeros cristianos a Irlanda. Este apoyo va a ser mutuo, ya que los nuevos reyes feudales van a necesitar a la Iglesia como arma o elemento a su disposición. De hecho, las enseñanzas provenientes de la Iglesia apoyaban el ejercicio de la autoridad real y no censuraban limitaciones en su aplicación. De todas formas, las viejas prácticas no se van a olvidar de forma súbita y durante muchos años el concepto de compensación o de disputa tribal va a seguir existiendo, aunque a menor escala.
Lengua y literatura en tiempos vikingos
La influencia del idioma nórdico en Irlanda es bastante evidente si nos fijamos en los nombres de poblaciones –ya nos referimos anterior- mente al origen del nombre de poblaciones como Wexford o Waterford–, aunque no es tan importante como en otras partes donde estuvieron como Inglaterra, Gales o el oeste de Escocia. El contacto lingüístico comenzó desde que los vikingos pusieron pie en Irlanda y su resultado lo encontramos en el idioma irlandés con palabras de claro origen escandinavo, sobre todo en aquellos aspectos en los que los vikingos aportaban novedades para la vida de la isla. Algunos de estos campos serían la navegación (el gaélico bád –barco– viene de la palabra escandinava bátr), la pesca (trosc –bacalao– tiene su origen en thorskr), la guerra (boga –arco– viene de bogi), la comida (beoir –cerveza– viene de bjórr). En otros campos menos innovadores también dejaron su huella, aunque su importancia es menor. Por ejemplo, en el terreno social son pocos los términos: portchaine [prostituta] viene de portkona, o súartlech [mercenario] viene de svartleggja. Los verbos son igualmente pocos, aunque todos tienen que ver con actividades típicamente vikingas como rannsughadh [buscar, revolver] procedente de rannsaka.
Los nombres de personas de origen escandinavo pasan al gaélico muy pronto, el más temprano del que se tiene evidencia data de principios del siglo ix: Saxolb, que proviene de Sqxulfr, que era el nombre de un líder vikingo asesinado en 836. Los aristócratas irlandeses empezaron a tomar prestados nombres nórdicos a finales del siglo x y dicha costumbre se generalizó en los siglos xi y xii, aunque lo que no se sabe a ciencia cierta es si las clases populares también siguieron dicha costumbre; probablemente no fuera así debido a la posición social privilegiada de la mayoría de los vikingos y a que sus contactos sociales estaban mucho más cercanos a las clases nobles que al pueblo llano. De igual manera, los vikingos también empezaron a utilizar nombres irlandeses muy pronto, desde principios del siglo xi.
Sabemos cómo estaba estructurada la ciudad de Dublín políticamente hablando. Los vikingos allí asentados tenían a un señor en la cúspide, Sitric Silkenbeard, el cual tenía a su hijo Ragnall como heredero, aparte de un virrey y un juez supremo. Sus gobernantes tenían a su servicio a la población irlandesa para que trabajara las extensas tierras que pertenecían a la ciudad. Dublín tenía a Leinster como reino subsidiario además de imponer tributos en ciertas zonas del reino de los Uí Néill del sur. El territorio de Dublín era bastante extenso, aunque la zona sobre la que ejercía su control político iba más allá de las fronteras del condado y fluctuaba dependiendo de las circunstancias. Dentro de los dominios de Dublín, había ricos monasterios como los de Swords, Lambay, Kilmainham o Shankill. Estos coexistían con los vikingos y la aristocracia irlandesa, y todos tenían siervos a su disposición. Más adelante, allá por el siglo xii y quizás desde antes, Dublín empezó a cobrar impuestos. Asimismo, las investigaciones han demostrado que la ciudad dependía en un 90 por ciento de sus dominios para el aprovisionamiento. El caso de Dublín, junto con la ciudad de Waterford, es una excepción si tenemos en cuenta la relación del resto de ciudades vikingas respecto a las diferentes familias aristocráticas irlandesas. Tanto Dublín como Waterford fueron durante el siglo xi y la primera mitad del siglo xii ciudades política- mente independientes. El resto estaban subordinadas a algún rey regional superior. Estos reyes se nutrían en estas ciudades de hombres para sus ejércitos y les cobraban impuestos y es más que probable que fomentaran el comercio como forma de aumentar sus ingresos. Todos estos datos, aparentemente insignificantes para un epígrafe como el que estamos tratando, demuestran la importancia de la conservación de los textos literarios de la época. Para ser más exactos, esta información sobre la ciudad de Dublín y su estructura sociopolítica la encontramos en los anales del año 980.
También es importante considerar, aunque sea de forma somera a la producción literaria de esta época. Existen dos textos que datan del siglo xii, uno escrito en escandinavo y el otro en gaélico, que muestran las actitudes y preocupaciones tanto de la población de origen nórdico como de la nativa irlandesa. El texto noruego se titula Brjánssaga y habla sobre la batalla de Clontarf. Este libro fue escrito en Dublín probablemente por un clérigo antes del año 1118, ya que habla sobre el periodo en el que mandó Uí Briain, también conocido como Brian Boru. Este documento ensalza su figura. El libro escrito en gaélico se titula Codag Gaedel re Gallaib [La guerra de los irlandeses contra los extranjeros] y se escribió más o menos sobre las mismas fechas que el Brjánssaga. El texto irlandés coincide en el carácter propagandístico del reinado de los Uí Briain sobre Dublín. Esta narración ensalza la figura de Brian Boru y lo describe como el salvador de Irlanda de los vikingos narrando una serie de campañas militares dirigidas por Boru contra los vikingos que culminaron con una espléndida victoria en la batalla de Clontarf. El libro definía a los vikingos como un pueblo casi invencible, sin rival en Irlanda excepto Brian Boru quien, finalmente, logró liberar a Irlanda del yugo vikingo. Pero lo sucedido en Clontarf también aparece en las sagas islandesas escritas en el siglo xiii como en Njáls saga. Esta historia mezcla historia y drama y refleja el interés en los asuntos irlandeses por parte de los islandeses debido a que muchos de sus antepasados procedían de Irlanda. Se piensa que los escritores de sagas islandesas debían tener acceso a textos gaélicos, ya que las historias irlandesas e islandesas comparten argumentos, o bien que se hubiese escrito una saga noruega sobre Brian Boru en Irlanda o Escocia y que de allí comenzara a circular en otras colonias vikingas. Pero la literatura que trata la figura de Brian Boru y la batalla de Clontarf no se limita a esta época. A finales de la Edad Media, su victoria en Clontarf se siguió magnificando a través de la poesía bárdica irlandesa en cierta manera a causa de una nueva presencia extranjera en la isla, la de los ingleses. En estos poemas se expresaba la esperanza de los irlandeses de que llegara un rey como Brian que fuera capaz de derrotar y expulsar a los invasores. Las historias sobre Brian Boru y Clontarf han estado ligadas durante siglos a situaciones de opresión del pueblo irlandés que se han prolongado casi hasta nuestros días.
Otro texto que se dedica a ensalzar las bondades de los reyes es el Caithréim Chellacháin Chaisil [Las guerras de Cellachan de Cashel], escrito entre 1127 y 1134, el cual glorifica a Cormac Mac Carthaig, rey de Munster. Nos encontramos con otro texto de similares características, el Móirthimchell Éirenn uile, que narra los triunfos de Muirchertach mac Néill, quien murió luchando contra los vikingos en 943. Este documento se escribió mucho más tarde, entre 1156 y 1166, para celebrar los triunfos de Muirchertach Mac Lochlainn, supuesto heredero de las hazañas del primero y texto que sirve para justificar sus ambiciones políticas. Todas estas obras las podemos englobar dentro de un contexto propagandístico ya que la historia se rescribió en multitud de ocasiones para estar al servicio de nuevos propósitos como la exaltación de aquellos reyes provinciales que aspiraban a convertirse en reyes de Irlanda.
Los vikingos y el cristianismo
La cristianización de los vikingos se produjo con relativa rapidez toda vez que, a mitad del siglo ix, estos se asentaron y comenzaron a tener relaciones más cercanas con la población nativa. Este mismo proceso sucedió durante la segunda oleada de invasiones vikingas a partir del segundo tercio del siglo x. Pero no solo se limitaron a aceptar la nueva cultura con la que convivían, sino que aquellos que decidieron marchar al noroeste de Inglaterra a principios del siglo x llevaron consigo la cultura y la lengua irlandesas. Si fijamos nuestra atención en Irlanda, vemos que, durante el siglo x, los líderes vikingos de Dublín se convirtieron en una aristocracia cristiana muy cercana –a través de uniones matrimonia- les, por ejemplo– a la de origen irlandés. De hecho, los monasterios más importantes sobrevivieron y prosperaron en las zonas vikingas y ciudades como Dublín, Waterford o Limerick, que habían sido fundadas por los vikingos, llegaron a transformarse con el paso del tiempo en cabezas de diócesis. Paradójicamente la institución que primero fue atacada por los vikingos fue al final la más efectiva para captarlos dentro de su seno.
La Iglesia irlandesa sufrió una progresiva, pero radical reorganización desde finales del siglo xi promovida por la dinastía real de los Uí Briain quienes al mismo tiempo se beneficiaron, políticamente hablando, de la misma. Las ciudades vikingas tampoco se quedaron al margen de esta reestructuración. Aparte de las realidades políticas de fondo, sobre las que hablamos anteriormente, se señalaban razones de tipo religioso para promover dicha reforma. Entre otras estaban la violencia ejercida contra miembros de la Iglesia y las propiedades eclesiásticas, la relajación en el cumplimiento de los sacramentos por parte de los irlandeses, la negativa al pago del diezmo, o la indiferencia respecto al cumplimiento de las leyes matrimoniales cristianas. Si nos fijamos en aspectos más técnicos dentro de la organización eclesiástica en Irlanda, vemos que la estructura de poder mucho más feudal –y por ende más vertical–, que se promovía desde Roma, no se cumplía en Irlanda donde la pervivencia de los monasterios hacía que el poder no estuviera tan centralizado, por no hablar del carácter semilaico de muchos de sus integrantes. Según los promotores de las reformas, con esta organización la labor pastoral que la Iglesia pretendía no se podía conseguir. Añadir también que es muy probable que estas transformaciones no se hubieran dado de no haber sido porque los vientos de cambio provenían de Europa donde la reforma eclesiástica llevaba realizándose desde hacía tiempo.
Los primeros reformadores irlandeses fueron Máél Ísa Ua hAinmire, quien fue nombrado obispo de Waterford por san Anselmo de Cánterbury en 1096, y Gilla Espaic, obispo de Limerick en 1106 y que fue nombrado delegado papal. De hecho fue Gilla quien puso en marcha un plan para una organización diocesana y parroquial de la isla y para conseguir cierta uniformidad en la liturgia. Estos movimientos reformistas encontraron el apoyo en el sur del ‘alto rey’ (high-king) Muirchertach Ua Briain. Armagh, en el norte, también se unió a las reformas bajo el liderazgo de su primado Cellach Ua Sínaig. En el año 1111, se celebró un sínodo, cerca de Cashel, donde se dividió Irlanda en veinticuatro sedes dando así por concluida la organización monástica que había existido hasta entonces. Obviamente, esta reestructuración de la Iglesia irlandesa fue gradual y tuvieron que pasar unos cuarenta años para que se completara. Uno de los protagonistas de este cambio fue Máel Maedóc, más conocido como Saint Malachy, sucesor de Cellach y negociador ante la Santa Sede en Roma. Máel introdujo a los monjes cistercienses en Irlanda y con ellos llegó el final de los viejos monasterios irlandeses. Máel murió en 1148, pero su diseño de la nueva Iglesia irlandesa cristalizó cuatro años más tarde durante el sínodo de Kells (1152-53), en el que Irlanda quedó dividida en treinta y seis sedes con cuatro arzobispados: Armagh, Cashel, Dublín y Tuam. De esta manera, Irlanda a mediados del siglo xii, y pocos años antes de la llegada de los normandos, tenía una organización jerárquica y territorial del gusto de Roma. Por esta misma razón no se entiende demasiado bien, si nos atenemos a motivaciones estrictamente religiosas, la bula papal concedida al normando Enrique II para invadir Irlanda con la excusa de restablecer la disciplina de Roma en la isla. Las motivaciones para la invasión norman- da de Irlanda son, claramente, de naturaleza política y económica y serán analizadas en un capítulo posterior.
La batalla de Clontarf (1014)
El declive total de la influencia vikinga en los asuntos irlandeses se suele fechar el 23 de abril de 1014, Viernes Santo, en la batalla de Clontarf, cuando Brian Boru, según algunas fuentes documentales el primer y auténtico rey de toda Irlanda, derrotó a los noruegos a las afueras de Dublín junto con un ejército unido irlandés. Toda esta historia tiene más de leyenda que de realidad.
Para empezar, ni entonces ni ahora ha existido una Irlanda totalmente unida. La monarquía irlandesa se convirtió en una realidad hacia el año 1000, por lo menos como ideal. Los reyes Uí Néill fueron reconocidos como monarcas de Irlanda, aunque el título era más simbólico y honorífico que otra cosa. La verdad es que daba un poco lo mismo quién fuera el rey de toda Irlanda porque esto no afectaba a la vida política del país si lo pensamos en términos de unificación territorial.
Hacia el año 963, se desató la lucha por el poder en Munster que vio cómo los Cashel eran depuestos por sus guardianes de toda la vida, el Clan Eóganacht. Estos nuevos reyes fundaron una nueva dinastía, la Dál Cais. Brian Boru fue uno de sus reyes más importantes, ya que desde el principio de su reinado intentó descaradamente incrementar su poder y convertirse en rey soberano de todo Munster. Lo consiguió y su siguiente ambición fue extender su poder sobre las provincias vecinas. Un factor que ayudó a Brian a incrementar su poder fue el apoyo que recibió por parte de los vikingos. Estas alianzas le posibilitaron la conquista de Limerick así como una campaña contra Dublín en 984 apoyado por los vikingos de Waterford y de la isla de Man. El aumento de poder de Brian llegó al punto de que la otra gran dinastía de Irlanda, la de los Uí Néill, se vio amenazada por él y su rey Maelsechlainn obligado a concederle la soberanía del sur de su territorio, de Leinster. Cuando Brian derrotó a las tropas de Dublín y de Leinster en la batalla de Glenmama en 999, este se sintió con la suficiente seguridad como para acabar definitivamente con Maelsechlainn y, de camino, hacerse prácticamente con el control de toda la isla. Se embarcó en dicha empresa, pero cuando casi tenía en su mano su propósito, los ejércitos de Dublín y Leinster plantaron cara a Brian, lo cual llevó a la batalla de Clontarf.
Sigtrygg Oláfsson, el jefe vikingo de Dublín, era poco partidario de enfrentarse a Brian. Si no hubiera sido por los intereses políticos de su madre, probablemente habría evitado la lucha de cualquier manera. Al final pensó que la mejor manera de sobrevivir consistiría en buscarse aliados para la batalla y así suavizar la obligación de ponerse al frente y jugar sus bazas en el caso de que Brian ganara. Como Maelsechlainn no estaba muy dispuesto a luchar contra Brian, Sigtrygg buscó aliados y partió hacia el Norte en su búsqueda. Las sagas islandesas recogen la llegada de un “rey de Irlanda” llamado Sigtrygg a la corte de Sigurd “el robusto” en Orkney al que convenció para unírsele contra Brian. Para ello Sigtrygg le prometió su propio reino de Dublín y la mano de su madre en matrimonio. Pero Sigtrygg también hizo otra parada, esta vez en la Isla de Man para hacerle la misma propuesta a su rey, Brodir, quien se unió a la batalla junto con una flota de mercenarios, muchos de ellos de origen escandinavo. El Viernes Santo de 1014 todas estas intrigas se resolvieron a las puertas de Dublín, donde en el día de hoy se sitúa el barrio de Clontarf. Los ejércitos contendientes daban buena muestra del carácter puramente local y bastante privado de la batalla. En el bando de Brian había hombres de su propio Dál Cais y sus aliados, así como soldados noruegos bajo el mando del hermano de Brodir, el rey de la Isla de Man. En este ejército “nacional” no se encontraba ninguno de los Uí Néill del norte ni hombres de Connaught. Frente a ellos el bando de Sigtrygg con los aliados antes mencionados más Maelmorda con un contingente proveniente del norte de Leinster.
La contienda fue larga y muchas las bajas en ambos ejércitos. Finalmente el bando de Brian obtuvo la victoria a pesar de que él muriera en la batalla. Lo curioso del caso es que, aunque los documentos escritos posteriormente tratan de ensalzar la figura de Bian Boru como rey unificador y liberador de Irlanda del yugo vikingo, la verdad es otra. Los vikingos de Dublín siguieron siendo activos políticamente hablando y así lo demuestra el ataque que realizaron en Kells en 1019, aunque también es cierto que los descendientes de Brian fomentaron una mayor explotación de los asentamientos vikingos por parte de aristócratas irlandeses. Durante los siglos xi y xii, los mandatarios vikingos fueron convirtiéndose progresivamente en validos de poderosos reyes irlandeses. Lo que sí se podría decir de Clontarf es que esta batalla marca el punto de partida del declive del poder vikingo en Irlanda.
A nivel local la batalla de Clontarf no aseguró el poder sobre toda Irlanda de los descendientes de Brian, ya que, después de su muerte, Maelsechlainn volvió a erigirse en el rey más poderoso en la isla y después de su muerte hubo una lucha por la supremacía entre los diferentes reyes provinciales. Cuando los descendientes de Brian adquirieron cierta eminencia a finales del siglo xi, fomentaron la imagen de su antecesor a través de textos literarios que ayudaron a justificar sus aspiraciones de dominio sobre Irlanda. Nos referimos al Codag Gaedel re Gallaib [La guerra de los irlandeses contra los extranjeros].
El impacto de los vikingos en Irlanda
Cuando analizamos este asunto, debemos tener en cuenta la gran cantidad de literatura que se ha escrito al respecto con conclusiones bastante alejadas. Probablemente todas las interpretaciones lleven su carga de veracidad. La opción que adoptaremos se acerca, por cantidad y calidad de las fuentes consultadas, a las teorías más actuales que se decantan por la acción transformadora de los vikingos en Irlanda.
La Irlanda que los vikingos encontraron a su llegada era una isla dividida en varios reinos y los invasores tampoco alteraron demasiado las fronteras de dichos reinos. Dicho de otra forma, los asentamientos vikingos en Irlanda no modificaron el mapa territorial de la isla, aunque sí sacudieron la vida económica de los reinos en los que se encontraban, ya que la apertura del comercio irlandés allende sus fronteras incrementó sustancialmente las arcas de los reinos y motivó que los diferentes reyes irlandeses se embarcaran en la aventura de controlar toda la isla durante los siglos xi y xii. Pero esta idea de la unión de la isla bajo una sola dinastía es consecuencia no solo del cambio económico y político que trajeron los vikingos, sino también de ideas que se remontan a tiempos prehistóricos, a la del reino supremo de Tara, por ejemplo.
Debido fundamentalmente a los cambios económicos, el concepto de las relaciones entre los tuatha cambió ya que apareció el sistema feudal. Aparecieron poderosos señores feudales que mantenían relaciones de vasallaje con otros nobles de menor estatus.
Suele prevalecer que la mayor aportación los vikingos en Irlanda fue la de poner en contacto a esta isla con sus vecinos británicos y con el resto de Europa, aunque podemos hablar de otra gran contribución vikinga a la historia de Irlanda. Nos referimos a la creación de asentamientos urbanos nunca antes vistos en la isla ya que en estos la manufactura y el comercio no solo estaban pensados para el comercio doméstico, sino también para la exportación. La importancia del comercio de ultramar se corrobora con la acuñación de monedas en Dublín en 997. Las monedas hechas en Dublín eran copias exactas de los peniques de plata ingleses de esa época y se acuñaron fundamentalmente para utilizarlas en los intercambios comerciales con Inglaterra. Consecuencia también de toda esta actividad económica es el traslado desde esos tiempos del centro geopolítico irlandés desde las tierras medias hasta la costa este de la isla, o sea, el mar de Irlanda con Dublín como cabeza saliente.
El papel de la mujer en la sociedad irlandesa desde el siglo vii hasta la llegada de los normandos
La antigua sociedad irlandesa era de carácter patriarcal, es decir, una sociedad donde el espacio público estaba ocupado por el hombre y las mujeres no tenían ninguna capacidad legal independiente. Estas no podían realizar ningún acto legal sin el permiso de un hombre o de un grupo de estos. Cuando una mujer era joven estaba bajo la autoridad de su padre; cuando se casaba, bajo la del marido; cuando era mayor, bajo la de sus hijos; si era soltera o viuda sin hijos, bajo el cabeza de familia, normalmente su hermano; y si se trataba de una monja, bajo la autoridad de la Iglesia. Esta era la situación según las primeras fuentes de las que disponemos durante los siglos vi y vii. Sin embargo, con el paso del tiempo, la posición de la mujer respecto a la del hombre fue igualándose en muchos aspectos y este cambio sucedió con cierta celeridad. Las razones que lo explican dependen de los puntos de vista: para algunos como Binchey se dio por una evolución social natural ayudada quizás por la influencia de la Iglesia; sin embargo para otros como Eoin Mac Nelly estos cambios se heredaron de la población precelta que influyó sobre las leyes de sus conquistadores. Lo que sí está claro es que hacia finales del siglo vii y principios del siguiente esa incapacidad legal de las mujeres se había modificado y estas habían conseguido ampliar sus derechos.
Por lo que toca al matrimonio, sus diferentes variedades contempladas por las leyes a finales del siglo vii demostraban lo dicho unas líneas más arriba. El tipo de enlace más común era el conocido como lánamnas comthincuir en el que ambos participantes contribuían conjuntamente en los bienes matrimoniales. Aunque estos bienes se mantenían en común durante lo que durase el matrimonio, tanto el hombre como la mujer retenían los derechos de posesión sobre lo que cada uno había aportado. Ningún asunto o negocio concerniente a uno de los dos tenía validez legal sin el consentimiento del otro excepto, obviamente, los asuntos del día a día. Tanto el hombre como la mujer conservaban de forma individual sus propiedades y el derecho de la mujer estaba muy claramente establecido por las leyes. Por lo que respecta a la propiedad personal, una mujer podía comprar, vender o prestar hasta cierta cantidad sin requerir el permiso del marido a la vez que este no podía quejarse sobre esos asuntos. Si el matrimonio se disolvía, cada parte recibía lo que había aporta- do a la unión más los posibles incrementos de sus respectivas partes si los hubiera habido durante el matrimonio que se dividían según proporciones fijadas por las leyes. Normalmente eran tres partes: un tercio iba para el consorte que había aportado la tierra; otro tercio para el que había aportado el ganado y el último para el que aportó el trabajo, bien personalmente o pagando a sirvientes. Normalmente este último tercio se repartía proporcionalmente al trabajo aportado por cada uno de los cónyuges. Si uno de ellos era declarado culpable por mala conducta o por haber deshonrado al otro era penalizado en el reparto de los beneficios.
Un segundo tipo de unión era el lánamnas for bantinchur en el que la mujer aportaba la mayor parte de la dote al matrimonio. Estas mujeres eran conocidas como banchomarba, o herederas. Cuando una de estas mujeres se casaba con un hombre que no tenía tierras ni propiedades los papeles cambiaban: el estatus del hombre respecto a la ley dependía del de su mujer. Nunca llegaría a ser dueño de las propiedades de su mujer y solo podría dirigir los asuntos en las haciendas de esta, pero no podía comprar o vender nada sin el consentimiento de su esposa aunque sí que podía impugnar contratos que esta hiciera y que fueran malos o poco provechosos. Si se divorciaban, él recibiría solo una mínima parte de los beneficios. Estas mujeres eran normalmente consideradas primeras esposas ya que bajo ciertas circunstancias un hombre podía tener legalmente una segunda esposa cuya función era principalmente la de tener hijos quizás porque la primera no podía. Estas segundas esposas se definían como ‘mujer que es reconocida y desposada por su familia’ y su posición en la casa era de segundona tanto en honor como en dignidad respecto a la primera. Más tarde se las conocería como adaltrach, adúltera, gracias a la influencia de la Iglesia cristiana.
Aparte de estas uniones, existían otras en las que la posición de la mujer no estaba totalmente reconocida por la ley. Dichas uniones abarcaban desde relaciones ilícitas hasta la prostitución. En algunos casos, la descendencia de dichas relaciones no era legítima y no pertenecía a la familia del padre. Hay que mencionar, sin embargo, que la ley acostumbraba a ofrecer su protección a aquellas mujeres implicadas en estas diversas formas de relaciones sexuales.
Si hemos comprobado que existían varios tipos de uniones conyugales, también nos encontramos con sus correspondientes formas de divorcio. Si bien al principio los hombres tenían grandes derechos en comparación con las mujeres en todas partes, en Irlanda, y según un texto legal algo tardío, un hombre podía divorciarse de su esposa por haberlo traicionado –tanto a sus enemigos como por infidelidad–, por deshonrar su honor, por robo, por facilitar un aborto o por practicarlo ella misma y por hacer mal uso de sus deberes en la casa. Esta última causa de aborto era un asunto de suma importancia ya que la contribución de la mujer a la economía del matrimonio era tan importante para la supervivencia como la del marido. Hilar, coser, tintar o confeccionar ropa, la preparación de los productos lácteos o de la comida eran tareas que eran realizadas normalmente por las mujeres. Asimismo, una pareja podía divorciarse de mutuo acuerdo y cuando, como ocurría con cierta frecuencia, un hombre se casaba con una segunda mujer y la traía a casa, su primera esposa podía divorciarse si quería aduciendo esa circunstancia.
La ley irlandesa también concedía a la mujer amplios derechos respecto al divorcio. Una mujer podía divorciarse de un marido sexualmente insatisfactorio: estéril, impotente u homosexual. Si se trataba de esterilidad o impotencia la razón del divorcio solía ser la incapacidad de tener descendencia. Si el marido no era consciente, la mujer recibía su dote y simplemente lo dejaba. Si él era consciente de su problema y lo había escondido deliberadamente, la mujer recibía una importante compensación. Si la mujer era sabedora del problema antes de la unión, debía seguir casada hasta que aparecieran otros motivos que pudieran justificar el divorcio. Si se trataba de un esposo bisexual u homosexual, la mujer debía recibir su dote así como una compensación económica, además de poder divorciarse de su marido, o no, según le conviniera. La mujer también podía divorciarse del marido si este acababa como vagabundo o sin propiedades y fuera incapaz de aportar algo a la casa o de mantener a los hijos.
La ley también protegía la persona física de la mujer. Por ejemplo, una mujer maltratada por su marido y cuyas marcas perduraran era libre de divorciarse si quería. Incluso cuando las marcas fueran triviales, tenía derecho a recibir su dote, cobrar una multa por asalto y una compensación del marido por las heridas. También una mujer cuyas necesidades no fueran cubiertas por su marido podía divorciarse de este.
Las leyes protegían el buen nombre, la reputación y la vida privada de la mujer dentro del matrimonio. La difamación, las calumnias, las mofas o los engaños del marido eran razones suficientes para divorciarse. El hombre que difamaba a su mujer o que se mofaba de ella con historias o canciones corría el peligro de que su mujer se divorciara de él. Y no solo eso, sino que también tendría que pagar por los daños causados dependiendo de la cantidad de gente que se hubiera hecho eco de lo contado. La privacidad también era protegida por la ley: un hombre que desvelara secretos de cama o que hablara en público sobre la pasión de su mujer podía encontrarse con el divorcio. Además, debía compensar a su mujer por romper dicha privacidad. La compensación era muy alta, pero siempre variaba según el número de gente enterada del asunto.
La locura, las enfermedades incurables y la entrada en una comunidad monacal también eran consideradas razones para divorciarse. Una mujer podía divorciarse de un hombre que fuera sacerdote o perteneciera a la Iglesia y existían disposiciones especiales para la mujer en el caso en el que su marido no le hubiera hablado sobre su verdadero estado o si no se arrepintiera.
No es necesario decir que todas estas leyes respecto al matrimonio y el divorcio resultaban inaceptables para la Iglesia irlandesa. Sus enseñan- zas, que datan de principios del siglo viii, dicen que un hombre puede rechazar a su mujer por adulterio, pero no tomar una segunda esposa mientras que viva la primera, si no, esas segundas nupcias serían consideradas adúlteras también. Tampoco se le permite casarse a la mujer que ha dejado al marido porque este la haya repudiado mientras que él siga vivo. La mujer adúltera era excomulgada y si se corregía, tenía que sufrir una larga penitencia. La Iglesia también tenía algo que decir sobre tener más de una mujer o sobre asociaciones de hombres con mujeres fuera del matrimonio. Estas leyes eclesiásticas parece ser que tuvieron poco efecto sobre la sociedad en general. De hecho, las costumbres irlandesas respecto al casamiento formaron parte del gran número de quejas que elevaron los reformadores de la Iglesia de Irlanda en el siglo xii.
Es difícil establecer cuánto cambiaron las costumbres maritales en Irlanda desde las leyes canónicas y el siglo xii. Probablemente la influencia eclesiástica caló más profundamente en las clases menos favorecidas, pero lo que sí está claro es que las viejas costumbres fueron conservadas por norma por la aristocracia y a pesar de la intensa actividad de los reformadores eclesiásticos durante el siglo xii, dichas costumbres perduraron en Irlanda hasta el final de la Edad Media. Por ejemplo, Tairdelbach Ua Conchobair, rey de Connacht, quien vivió el periodo de la reforma, tuvo cuatro esposas. La supervivencia de las antiguas costumbres matrimonia- les es asumida por los genealogistas y por el compilador de las Banshenchas, o ‘Historias de mujeres’, quien las escribió probablemente poco después del clímax del movimiento reformista. Las Banshenchas hablan, por ejemplo, de una famosa señora, Sadb, hija de Dúnchad Ua Brillan, que tuvo hijos de cuatro grandes señores de tres provincias diferentes y que nunca negó su lecho a cualquier amante de su propia clase social. Estas historias de mujeres conservan gran cantidad de información sobre las múltiples uniones de la aristocracia. En la antigüedad todas estas normas referidas al divorcio en Irlanda garantizaban los derechos de la mujer y la protegía de una forma sin equivalente en ningún otro lugar de Europa.
En lo tocante a las leyes que definían la responsabilidad de las mujeres sobre sus hijos, en los casos más comunes la madre estaba obligada a compartir con el padre el deber y los gastos de crianza del niño. Sin embargo había casos en los que las mujeres estaban exentas de dichas obligaciones. La primera y más obvia era cuando la mujer sufría una deficiencia como sordera, ceguera, tisis o locura. El segundo caso sucedía cuando el niño era engendrado bien contra el propio deseo de la mujer o contra la orden de las personas que tenían autoridad sobre ella. Bajo esta circunstancia se encontraban niños concebidos en una violación, con un sirviente sin el consentimiento del señor, nacidos de una chica que desafía la autoridad de su padre o de la mujer de un hombre contrariamente a sus deseos, o por último un niño de una mujer desconocida o rechazada por su familia. En estos casos, la responsabilidad caía sobre el padre de la criatura.
También había casos en los que el padre no tenía ninguna responsabilidad sobre los hijos y esta caía sobre la madre o la familia de esta. En primer lugar, esto sucedía cuando el padre estaba mental o moralmente incapacitado; en segundo lugar, estaban aquellos hombres que engendraban niños en contra de la voluntad de aquellos que tenían autoridad sobre ellos: un esclavo que tiene un hijo con una mujer libre, o un hijo que tiene descendencia a pesar de la prohibición de su padre. Tampoco un padre desconocido podía contribuir a la educación de su hijo, ni un sacerdote arrepentido. Por último, el hijo de una libertina o de una prostituta se convertía automáticamente en responsabilidad de esta y de su familia a no ser que se pudiera establecer la paternidad del niño.
Las mujeres en principio no tenían ninguna capacidad legal ni podían ejercer ningún derecho legal por sí mismas. Sin embargo, a principios del siglo viii esa incapacidad había desaparecido y las mujeres tenían muchos derechos dentro del matrimonio. Dentro de la forma más común de unión, la mujer solía conocerse como ‘mujer de igual señorío’ y su posición respecto a los contratos firmados era igual a la de su marido.
En un tercer estadio del desarrollo de los derechos de la mujer, siglos ix y x, y quizás durante algún tiempo más, el ‘señorío igualitario’ se pudo llevar también a mujeres de clases sociales inferiores, es decir, a la mayo- ría de las mujeres casadas. Hasta ese momento las mujeres podían comer- ciar con sus propiedades privadas matrimoniales hasta cierta cantidad; a partir de entonces, cualquier mujer legítima podía traspasar casi todo el equivalente a su contribución matrimonial. Otro texto, quizás algo más tardío, permite a la esposa enajenar también parte de la contribución del marido. Sin embargo, si el propósito es defraudarlo, ella debía devolver la cantidad tomada y pagar una multa por robo.
En el tema de la herencia de propiedades, los derechos de la mujer continuaron, sin embargo, siendo muy limitados. Una mujer solo podía heredar tierras en vida si no había herederos varones, pero no podría pasárselas a sus hijos. La única propiedad que podía pasar era aquella que hubiera recibido por servicios prestados o como regalo.
A nivel político, las mujeres nunca heredaban poder político y nunca gobernaron como soberanas independientes a pesar de que algunas de ellas sí que ejercieron una tremenda influencia sobre sus poderosos maridos. En los primeros documentos escritos apenas existen referencias a mujeres en el poder, pero poco a poco empezaron a aparecer mujeres con el título de reinas. Con la excepción de una, Túathlaith, que es llamada ‘reina de la gente de Leinster’ en 754, las reinas van normalmente unidas a su estatus como esposas (uxor) del rey o como la reina del rey hasta mediados del siglo x cuando sus nombres empiezan a estar relacionados con los reinos sobre los que sus maridos gobiernan. Por ejemplo, en el siglo x las mujeres de los reyes de Tara ya no son conocidas como ‘reina del rey de Tara’, sino como ‘reina de Tara’, o incluso ‘reina de Irlanda’. El cambio de estilo refleja un ascenso en estatus. El reinado y sus instituciones poco a poco se consolidaban, así como el de la consorte del rey. De ahí esos cambios.
Indudablemente las reinas ejercían una influencia considerable en la política, especialmente porque muchas de sus uniones se hacían por razones políticas o dinásticas. Algunas mujeres se encontraban, obviamente, en posiciones de influencia política y social considerable. Ese era el caso de las abadesas de los grandes monasterios. La abadesa de Kildare es un ejemplo de una mujer que es capaz de servir de mediadora entre reinos en lucha. Por otra parte, las intrigas femeninas también plagaban la vida política como, por ejemplo, la protagonizada por Gromlaith, la “reina” de Brian Boru, que fue acusada de la pelea entre Brian y la gente de Leinster, y que desembocó finalmente en la batalla de Clontarf.
Las mujeres, por todo lo dicho, tuvieron una posición honrosa e influyente en esta sociedad irlandesa. De todas formas está claro que las fuentes nos hablan de aquellas de las que mayoritariamente se ocupa la historia, es decir, de las pertenecientes a los grupos sociales poderosos. Desgraciadamente pocos son los datos que tenemos sobre el día a día de las mujeres del pueblo llano en la Irlanda de esta época. En cualquier caso, estos hábitos de la vida social y sexual de las mujeres de las clases privilegiadas continuaron siendo influyentes en Irlanda hasta el final de la Edad Media. El desarrollo natural de estas costumbres fue en cierta manera truncado por la invasión normanda y frustrado totalmente con la imposición de las leyes inglesas en Irlanda a principios del siglo xvii.
8 “Desde mi punto de vista, la respuesta es claramente que sí, los romanos sí que invadieron Irlanda” (R. Warner) / “Irlanda, que los romanos no intentaron conquistar, …”, (H. Kearney).
9 Este término se refiere a un extraño alfabeto que representaba las letras en grupos de líneas cortas que variaban en número y posición. Este alfabeto se utilizó para realizar pequeñas inscripciones en tumbas y monolitos.
10 Este libro se ha conservado hasta nuestros días y se puede contemplar en la biblioteca del Trinity College de Dublín.
11 Las palabras del amanuense de la comunidad de Mochua en Clondalkin, cerca de Dublín, pueden servir de muestra de lo que decimos: “Sálvanos, Señor, de esta ola de extranjeros, enemigos y paganos; de las plagas de fuego, del hambre y de muchas y diversas enfermedades”. Fragmento del siglo ix del Reichenau Bede.
12 De hecho, existe en Islandia un grupo de quince islas al sur de este país llamadas Islas Vestman –Vestmannaeyjar en islandés, ‘las islas de los hombres del Oeste’– llamadas así por el origen de sus primeros colonizadores que provenían precisamente de Irlanda.