Читать книгу Historia de la hechicería y de las brujas - Luis Bonilla García - Страница 8

2. MAGOS, BRUJAS Y CAZA DE BRUJAS

Оглавление

Si echamos la vista atrás, magia, religión y conocimiento estuvieron íntimamente unidos desde la Antigüedad clásica. Los primeros relatos míticos sobre el origen del mundo y sus procesos naturales respondieron al pensamiento mágico, pero también, en el devenir de la civilización grecorromana, intelectuales y hombres de estado se preocuparon por el mundo oculto, aun cuando ya se reconocía y condenaba el hecho supersticioso. Solo así comprendemos cómo el romano Marco Anneo Lucano,5 en su poema historicista Farsalia sobre la guerra civil entre Julio César y Pompeyo Magno, colocó como elemento central de la acción una consulta nigromántica operada por una bruja. En el episodio, descrito con el mismo rigor con el que el poeta canta las incursiones militares, el general Pompeyo quiere conocer qué le depara el futuro en el conflicto, y, para ello, acude a la bruja Ericto de Tesalia, retratada como una anciana terrible y casi monstruosa, capaz de invocar con sus ensalmos a las almas del Más Allá. Incluso un político y erudito como Plinio el Joven planteaba en una carta a su amigo, el poderoso Licinio Sura, si este creía en las brujas y en los fantasmas regresados, en lo sobrenatural en definitiva, para, a continuación, describir una serie de lo que hoy llamaríamos experiencias «paranormales» extraídas de cuentos populares. Un siglo después aproximadamente, Apuleyo de Madaura, orador y jurista del norte de África, tuvo que defenderse de la acusación de ser un «mago» y de practicar magia negra. De este modo, Apuleyo nos legó un magnifico discurso donde, en su defensa, reveló algunas de las prácticas y rituales mágicos más extendidos en el mundo romano.6 Testimonios como el de Lucano, Plinio o Apuleyo atravesaron el tiempo, y el impacto de sus escritos quedarían en el poso común occidental en torno a lo sobrenatural, tanto en narrativas cultas como en los cuentos populares. Dicho de otro modo: las vías de transmisión y de recepción de creencias y narrativas sobre lo sobrenatural se establecen como vasos comunicantes entre la creencia vulgar y la interpretación más culta.

La Edad Media proporciona ejemplos suficientemente ilustrativos de lo anterior. La religión oficial y omnipresente nunca pudo combatir del todo el acervo de creencias paganas, ni tampoco la búsqueda del conocimiento a través de las artes ocultas y esotéricas. Estas últimas bebían, en parte, de épocas anteriores. Por un lado, la ciencia experimental abrazó a la magia a través de tradiciones como el hermetismo, que recibía su nombre del dios griego Hermes Trismegisto («Tres veces grande»). También la alquimia o la astrología gozaron de un gran desarrollo entre los eruditos medievales, y no faltan alusiones a las artes ocultas en las obras de Ramón Llull o Roger Bacon. Incluso el santo Tomás de Aquino se interesó por esclarecer algunas de las operaciones mágicas y no descartó la existencia de demonios en determinados procesos. Esta evolución de lo «mágico» alcanzaría su esplendor en el Renacimiento con personajes como el filósofo Marsilio Ficino, Cornelio Agrippa, médico, ocultista y nigromante, o Paracelso, de quien se dice fue capaz de hacer efectiva la conversión del plomo en oro. Ahora bien, si en las esferas cultas y en las filas de la propia Iglesia las prácticas afines a la magia se integraban en la búsqueda del conocimiento, en la cultura popular las creencias y ritualidades, la relación con lo sobrenatural al margen de la ortodoxia religiosa, seguían enraizadas tan fuertemente que desembocaron en un fenómeno que marcó a Europa (y luego a la América colonial) a nivel social, intelectual y político durante casi tres siglos: la llamada «caza de brujas».

Seguramente, cuando pensamos en «brujería», acudimos casi de inmediato al periodo histórico europeo de persecuciones y hogueras inquisitoriales, de aquelarres y de brujas sobrevolando las aldeas montadas en escobas. Es también posible que en nuestra imaginación del fenómeno prevalezca un mundo principalmente «medieval». Sin embargo, hay que recordar que, en España, la última «hereje» ejecutada en la hoguera fue María Dolores López, una monja carmelita acusada de crear «ilusiones» –acusación muy común en los procesos de brujería–, en una fecha tan reciente como 1781. Por situar al lector, en ese mismo año Immanuel Kant publicaba la Crítica de la razón pura, libro que marcaría la filosofía contemporánea, si bien fue prohibido por la Iglesia bajo amenaza de excomunión. Un año después de la ejecución de la monja española, sería decapitada en Suiza Anna Göldi, considerada «la última bruja».

Ciertamente, la confrontación de las élites capitaneadas por la Iglesia con las supersticiones y las prácticas brujescas comenzó en los albores de la Edad Media. Por un lado, el rechazo a la religiosidad pagana que persistía por todo el antiguo Imperio, sobre todo en las zonas rurales, provocó que ciertas divinidades fueran identificadas con entidades sobrenaturales particularmente malignas. En paralelo, emergió la figura del Diablo como hacedor del Mal, por lo que el análisis demonológico concentró la preocupación de los teólogos. La demonología se había iniciado en época romana tardía, con autoridades como Tertuliano, Agustín de Hipona o Lactancio; sin embargo, hacia el siglo v, surgió una corriente mitográfica que «transformaba» a los personajes mitológicos en demonios. Un buen ejemplo de dicha corriente es la obra de Marciano Capella, Las nupcias de Mercurio con Filología. Capella fue un erudito enciclopedista que vivió entre la institucionalización definitiva del cristianismo y los estertores del mundo romano y que describió en su libro la serie de demonios celestes, acuáticos y terrestres bajo los nombres de antiguos faunos, centauros, ninfas, sirenas y tritones procedentes de la Antigüedad. No obstante, las divinidades clásicas no solo seguían vigentes en la mitografía de carácter erudito, sino que se insertaron en el discurso demonológico y antisupersticioso que iba emergiendo en Europa, tan solo hay que recordar a la figura del dios Pan, el fauno cornudo que marcaría la imagen del Diablo mismo, pero también a otros dioses que habían ocupado el panteón olímpico. Las diosas Hécate, Proserpina o Diana eran divinidades que pertenecían desde la propia Antigüedad al ámbito de la mujer y también de la magia.7 En particular, el culto a Diana prevalecía en muchas zonas de Europa, como puede verse todavía hoy en la variedad de «janas» leonesas, «xanas» galaicas o «anjanas» cántabras, criaturas femeninas habitantes de los bosques hispanos. Diana y sus cultos paganos cobraron un protagonismo mayor cuando fueron incluidos en el discurso de las primeras actuaciones contra la brujería. De alguna manera, la Iglesia sirvió de catalizador de las creencias supersticiosas y a la vez contribuyó a su «globalización»: en los folclores germánicos y célticos, el culto a Diana fue identificado con cultos locales hasta tal punto de que lo reivindicaron como propio. Las figuras femeninas de las tradiciones centro y norte europeas como Holda (o Hulda), Bertha, Habonde –diosa esta última que deriva de la romana Abundia, dadora de fertilidad y venerada particularmente en la Galia romana–, o Bensozia se emplearon indistintamente como variantes de Diana. Del mismo modo, se añadieron otras creencias sobrenaturales, como las germánicas «cabalgatas nocturnas» de fantasmas y demonios, las cuales se ajustaban a la actividad brujesca de las antiguas diosas romanas. Evidentemente, también fue necesaria la integración de «brujas» bíblicas, como la potente bruja de Endor, quien realizó –como la Ericto del romano Lucano–, un acto de necromancia con Samuel; o Herodías, esposa de Herodes Antipas y madre de Salomé, quien orquestó la ejecución de san Juan Bautista, nada menos. El primer testimonio de asimilación de Diana y otras entidades míticas locales a las actividades de las brujas se encuentra en un documento del siglo X, que lleva el título Canon Episcopi (Canon del obispo). Lo redactó el monje benedictino francés Regino de Prüm para la instrucción de los obispos en la correcta aplicación de la doctrina católica y la lucha contra las supersticiones. El Canon prestaba especial atención a las operaciones del Diablo y, más importante aún, relacionaba íntimamente a este último con la actividad de las brujas. En el texto del Canon se pone en evidencia la fusión del paganismo con los supuestos rituales «mágicos» y las supersticiones de la época, así como la adaptación de todo ello a una nueva retórica represiva. En primer lugar, se describen –y condenan– las asociaciones brujeriles donde tienen lugar los vuelos nocturnos en compañía de Diana, teniendo muy presente que Diana es una diosa pagana y que recibe otras advocaciones. En segundo lugar, se proclama que el Diablo puede crear ilusiones en la mente de las mujeres, haciéndolas creer que tales vuelos fantásticos son verdaderos. La recopilación de los escritos de Prüm incluye un pasaje que ilustra bien estas primeras ideas:

… ciertas mujeres criminales, después de entregarse a Satán, demonio de las ilusiones y fantasías, el cual les ha seducido, creen y confiesan que cabalgan sobre ciertos animales y que se unen a Diana, la diosa nocturna de los paganos, así como a Herodíade…8

Hombres y mujeres sucumbiendo a Satán y su cohorte de demonios. Las autoridades eclesiásticas compusieron un imaginario formado con folklore popular, antiguas ritualidades enraizadas, y reminiscencias clásicas y bíblicas. Con todo ello podía identificar y atajar el detallado despliegue de supuestas prácticas malignas. Transformaciones en animales, vuelos nocturnos, robo y sacrificio de niños y celebración del sabbat,9 debían ser analizados en un marco lo suficientemente preciso pero a la vez lo suficientemente amplio como para poder detectar y –lo más importante– reprimir cualquier señal de hechicería. Por eso, a pesar de que la línea principal de la teología, incluso la inquisitorial, se esforzó en resaltar la falsedad de todos aquellos supuestos fenómenos, el vuelo, la trasformación, las supuestas habilidades sobrenaturales, y en insistir en la debilidad mental de las consideradas brujas, que eran presas de meras ilusiones diabólicas, lo cierto es que en los procesos inquisitoriales se insistía en tales prodigios. En parte, el peso de la tradición clásica, donde los antiguos eran fuente de autoridad indiscutible, alimentó la duda sobre la efectividad de artes malignas. Una de las denominaciones para designar a las brujas fue un término griego, lamia, que en la tradición grecolatina era un demonio femenino que seducía a los hombres y devoraba a los niños. La tratadística teológica antisupersticiosa, escrita prioritariamente en latín, recuperó a las lamias antiguas para convertirlas en brujas modernas, trasmutando al demonio semidivino en mujeres de carne y hueso, en su mayoría pobres y analfabetas.10 Incluso el dominico Heinrich Kramer, autor del tratado Malleus melficarum (Martillo de las brujas) que se supone el escrito capital de la «caza de brujas»,11 no pudo descartar la veracidad de algunas prácticas relativas al trato con el Diablo, poniendo un especial entusiasmo en las relaciones carnales entre mortales y demonios.12

El estado de histeria colectiva en torno a la brujería se amplificó en el trascurso del siglo XVI, estimulado por las controversias en el seno de la Iglesia que desembocaron en la Reforma protestante y la consiguiente Contrarreforma católica. En ambos campos se hizo imprescindible una purga de herejías y «supersticiones», por lo que se compitió por actuar con mayor celo en la persecución de las prácticas brujescas. Así pues, mientras el Diablo campaba a sus anchas en el campo católico, dejando a su paso multitud de historias de sucesos sobrenaturales y posesiones, en el campo reformado se esforzaban por poner el énfasis en la «locura» de los adoradores del Diablo y de los engaños de este, que fabricaba ilusiones para hacerles creer poderosos. El resultado fue más o menos el mismo, esto es, la persecución y represión sistemáticas de «brujas» y «herejes», con una especial saña contra el sexo femenino. Esta «fiebre» mágica no solo tuvo una aplicación práctica en los procesos inquisitoriales, sino que, siguiendo el camino del Malleus maleficarum y de los tratados de finales de siglo XV, en las siguientes décadas hubo un incremento de obras y títulos que teorizaban sobre la magia, las brujas y el mundo sobrenatural. Como sucedía con el sesudo romano Plinio el Joven, que preguntaba a un senador si había algo de cierto en los cuentos de «miedo» populares, también los modernos juristas, filólogos y eruditos de todo tipo –no solo los teólogos– se aplicaron en discernir sobre la existencia de demonios, vuelo nocturno de brujas y hasta sobre los fantasmas regresados del Más Allá. La lista de libros, de firmas tanto protestantes como católicas, es notablemente difícil de sintetizar en esta introducción. No obstante, es de justicia rescatar, precisamente porque reflejan que el asunto sobrenatural tenía un peso extraordinario en todas las esferas –política, social, intelectual–, el libro De la démonomanie des sorciers13 de Jean Bodin, jurista y economista del círculo del cardenal Richelieu. Bodin aprovechó su acceso a la documentación de los juicios para exponer numerosos y supuestos pactos con el Diablo, pormenorizando en cada una de las operaciones con gran detalle y mostrando una gran convicción en ellas.14 Poco después de la aparición de la obra de Bodin, surgió la publicación definitiva, la más completa y erudita: las Disquisiciones mágicas (Disquisitionum magicarum) del padre jesuita Martín del Río. A lo largo de seis libros que componen el tratado, Del Río analizaba todo el universo «paranormal»: la existencia del Diablo, de sus seguidores, de gigantes y licántropos, de fantasmas y posesos. Nada escapó al jesuita, y para ello partió de los tiempos remotos pero también de los presentes: de Grecia y de Roma, de los antiguos de la Biblia, de las crónicas medievales y de los acontecimientos prodigiosos que llegaban desde el otro lado del mundo, en plena evangelización jesuítica. Las Disquisiciones de Del Río se hicieron inmensamente populares entre católicos y también entre protestantes, que lo adoptaron como manual y guía, pero también fueron leídas por un público más extenso e influyeron en la literatura, el teatro o el arte. Algunos textos de Cervantes y Lope de Vega, por no decir de Shakespeare, solo se entienden considerando la influencia de tratados como las Disquisiciones. Paradójicamente, Del Río no sobrevivió al juicio de la Ilustración, quien lo consideró un cruel inquisidor obsesionado con la tortura, y su erudición no ha sido puesta en valor hasta nuestros días.

Ya hemos visto que las narrativas de magos, brujas y hechiceras partían de la Antigüedad, pero que a finales de la Edad Media y en la Edad Moderna tuvieron una importancia central. Por este motivo, el fenómeno de la brujería en Europa durante este periodo ha llamado la atención de los estudios hasta la actualidad. La enumeración de libros y ensayos sobre brujería medieval y moderna es abrumadora, por lo que ahora subrayaremos, ni que sea someramente, las principales corrientes que se han ocupado del fenómeno. Decíamos al principio de estas páginas que el siglo XX asistía al desarrollo de la ciencia histórica, la antropología, la sociología y la psicología modernas, así como al nacimiento de disciplinas asociadas y transversales como los estudios culturales y la historia intelectual. Los primeros trabajos sobre la caza de brujas se iniciaron en la primera mitad del siglo pasado, con estudios tan sugerentes como los de Margaret Murray y su teoría de cultos primitivos en torno a la fertilidad y el macho cabrío como subyacentes en las religiones antiguas y en la brujería medieval y moderna.15 Sin embargo, el apogeo de estudios sobre magia y brujería tuvo lugar a finales de los años 60 y principios de los 70. En primer lugar, surgió un creciente interés por «lo social», que dirigía su atención a los grupos menos favorecidos y a colectivos marginales fuera de la historia oficial de todas las épocas. En esas décadas, la academia francesa produjo trabajos al abrigo de los Études Sociales, fundados por Lucien Febvre y Marc Bloch, que se detuvieron en el análisis de los fenómenos sociales y los procesos que intervenían. Desde esta nueva perspectiva, enfocada en la historia de las mentalidades, la magia y la brujería fueron analizadas desde una perspectiva más política y social. Solo por poner un ejemplo sobresaliente, cabe mencionar el trabajo de Jean Delumeau, profesor de la Ecole des hautes études en sciences sociales de París, La peur en Occident,16 donde analizaba precisamente el Miedo (al otro, a lo desconocido, a lo sobrenatural, pero en mayúsculas) como factor clave para entender la persecución europea de hechiceros y herejes. Si el lector tiene oportunidad de ver la película de Robert Eggers La bruja: Una leyenda de Nueva Inglaterra (2015), podrá sumergirse cinematográficamente en la atmósfera asfixiante del Miedo que tan bien describe Delaumeau, aunque trasladada a la Nueva Inglaterra de los colonos puritanos.17 En segundo lugar, en la misma línea de preocupación por los fenómenos sociales y el foco en determinados colectivos, en los 70 emergían con fuerza los estudios feministas, que proponían un enfoque de género y se centraban en la represión ejercida hacia las mujeres por parte del patriarcado. En 1973, dos feministas estadounidenses de la llamada «segunda ola», la activista Barbara Ehreich y la profesora de Berkeley Deirdre English, llegaron a sostener que la caza de brujas fue en esencia una eliminación selectiva de comadronas y curanderas tradicionales ejercida por los médicos (varones) del establishment. El libro se publicó en 1971 con el título Witches, Midwives, and Nurses: A History of Women Healers y fue calificado poco menos que de panfleto por algunos sectores, tanto conservadores como feministas. Estos últimos criticaban la idea de la mujer como una víctima por naturaleza, asumiendo, pues una debilidad innata.18 No obstante, como sucedía con la obra de Margaret Murray, las teorías de estas dos autoras resultaban relativamente novedosas, y contribuyeron a estimular el debate en torno al factor del género aplicado a determinados fenómenos históricos, y en concreto al de la brujería, donde la psicología y la sexualidad han ido ocupando un espacio central. Es un debate que, dicho sea de paso, aún sigue vigente.

Retomemos la idea del flujo constante que circula, a través de diversas vías, entre lo popular y lo culto, algo que, como hemos visto, ha sucedido desde la Antigüedad. En efecto, cuando hablamos del interés académico por el fenómeno de la magia y la brujería en la segunda mitad del siglo XX, no debemos obviar la atmósfera favorable para ello en la cultura occidental. No solo fue el momento de las grandes reivindicaciones de los derechos de las minorías, de los colectivos oprimidos y del feminismo, también fue el momento de un resurgir de la «espiritualidad» bajo múltiples formas, desde los hippies y la New Age, al giro hacia las filosofías y religiones orientales, a los cultos amerindios, a las creencias primitivas, a las ciencias «alternativas». Aparece una nueva «brujería de diseño» que redefine a la hechicería como fenómeno contracultural, esta vez promovido por las clases opulentas. En palabras de Marvin Harris, en su libro Vacas, cerdos, guerras y brujas: «se admira a la bruja moderna y se teme a la de antaño».19 Asimismo, se rescatan corrientes de pensamiento como los postulados más esotéricos de Carl Gustav Jung, y se reivindica a los ocultistas de décadas pasadas. Uno de ellos, el célebre «mago» Aleister Crowley (1875-1947), aparecería en la portada del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de los Beatles. Paralelamente, la cultura de masas produjo y divulgó un imaginario del «terror sobrenatural» a través de la literatura, el cine y hasta la música: la primera banda de heavy metal se llamó Black Sabbath. Los elementos fundamentales de dichas producciones no eran nuevos, sino que las narrativas seguían siendo, en esencia, las mismas que en épocas pasadas, aunque añadían elementos contemporáneos, como los avistamientos y abducciones extraterrestres.

Tampoco ahora, en la inminente contemporaneidad, la inclinación hacia uno u otro tema de investigación está del todo alejada del contexto cultural, social e incluso político. El presente asiste a nuevas incursiones en el campo de la magia y lo sobrenatural, cada vez desde posiciones más científicas. Por ejemplo, en el ámbito de las ciencias de la Antigüedad, se ha retomado el estudio de las ritualidades griegas y romanas presentes en amuletos, papiros mágicos y tablillas inscritas con maldiciones, de las que no cesan de salir nuevas aportaciones, y que esta vez son estudiadas con la ayuda de las últimas tendencias arqueológicas y filológicas. Las prensas universitarias de Oxford cuentan con la publicación de un volumen completo sobre la caza de brujas en Europa, con una sustanciosa bibliografía que avala la vitalidad de fenómeno en nuestros días.20 Interesa también a nivel académico el auge del espiritismo del siglo XIX y su interacción con la cultura del momento.

Historia de la hechicería y de las brujas

Подняться наверх