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La ciudad de fin de siglo. Conflicto, desesperanza y motivaciones para el cambio

La concentración de la población en las ciudades, iniciada en los años veinte del siglo pasado, tendría un paulatino y sostenido proceso que conduciría al predominio de lo urbano en Colombia. Para mediados del decenio del ochenta, en las cuatro principales ciudades —Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla— vivía el 26,8 % del total de la población del país; en veintiséis centros urbanos, con poblaciones mayores a cien mil habitantes, estaba el 44 %, y en las cien cabeceras municipales más grandes estaba el 47 %. Según el censo de 1985, aproximadamente el 67,2 % de la población ya era urbana, cuando poco más de treinta años atrás, en 1951, el 61,2 % era rural y solo el 28,8 %, urbana; esto significa que en tres décadas se invirtió el proceso demográfico en Colombia.

El crecimiento urbano era imposible de detener y ese proceso se mantendría para los siguientes años, aunque con cambios en ciertas tendencias a comienzos del siglo xxi. Si bien se preveía un crecimiento más acelerado, el incremento porcentual disminuyó. Incluso se llegó a pensar que Bogotá superaría, en el año 2000, los diez millones de habitantes; situación que no ocurrió, pues para el año 2005, correspondiente al censo más reciente, en la capital habitaban 6.840.116 personas. A pesar del decrecimiento del ritmo, entre 1985 y 2005 el país aumentó su población en más de doce millones de habitantes, casi todos ubicados en las cabeceras, donde, para el último año del rango, ya estaban cerca de las tres cuartas partes del total poblacional. Según los datos censales, el 74,34 % de la población colombiana residía allí, esto corresponde a 31.886.602 de los 42.888.592 habitantes que se contaron en el 2005, aunque ya desde 1993 se establecía ese porcentaje urbano, del cual la mitad vivía en las ciudades capitales. La ciudad, para bien o para mal, se determinaba como escenario de vida para la mayor parte de la población colombiana.

Era un hecho evidente que la ciudad no solo crecía en términos demográficos, sino que también expandía sus fronteras urbanas, cada vez más allá de los perímetros formales, como respuesta a la tendencia creciente de la informalidad, el caos y la fragmentación; todos ellos fenómenos alentados por múltiples factores, como la expulsión de la población de los sectores rurales —por falta de incentivos, por violencia armada de distintas índoles o por crisis económica, entre otros motivos— y la atracción dinámica de las ciudades con su oferta de bienes y servicios y potencial de empleo, para señalar apenas algunos de ellos. La realidad urbana, en el periodo abarcado, fue contundente para la mayor parte de esta población migrante, que, debido a la crisis de la economía y de la deuda externa, vio disminuir su calidad de vida y elevarse los índices de pobreza.

Pero la población no fue la única que se urbanizó en aquellos años; lo mismo le sucedió al conflicto armado, a causa de las acciones que emprendieron las guerrillas y de la emergencia del fenómeno del narcotráfico en los principales centros urbanos. La primera guerrilla urbana, el M-19, llevó el conflicto político a las ciudades con dos hechos significativos: la toma de la embajada de República Dominicana en 1980 y la toma del Palacio de Justicia en 1985. A su vez, las guerrillas de las farc, de marcado origen rural, comenzaron, a partir de 1982, a insertarse en núcleos urbanos, pues, entendiendo la realidad del país, en su Séptima Conferencia de aquel año asumieron que la preponderancia de lo urbano era un proceso inevitable; algo que reiteraría esta guerrilla en la siguiente conferencia, realizada en 1993, donde se planteó la urbanización del conflicto, definiendo la conformación y operación de las Milicias Bolivarianas.

Mientras tanto, el asesinato del ministro de justicia, Rodrigo Lara, el 30 de abril de 1984, por parte de sicarios al servicio de los denominados carteles del narcotráfico, marcó el inicio de un periodo de magnicidios y genocidios, que tuvo su punto más agitado en los años de 1988 y 1989, con el asesinato de dirigentes de izquierda y de partidos tradicionales como Carlos Pizarro, Jaime Pardo, Bernardo Jaramillo y Luis Carlos Galán, entre otros. La violencia armada, el fenómeno del sicariato, los magnicidios y genocidios, y las bombas y atentados con dinamita establecieron un clima de terror, temor, intimidación e imposibilidad. La palabra de moda era “crisis” y el pesimismo generalizado conllevaba una escasa voluntad de acción.

Para el inmolado antropólogo de la Universidad de Antioquia Hernán Henao, los años ochenta son un decenio de quiebre para la ciudad colombiana, desde el punto de vista de la observación y el análisis frente a la diversidad y complejidad de sus problemáticas:

El cambio de mirada sobre la ciudad colombiana empieza a sentirse en la década de los años ochenta. Los nuevos problemas derivados de la carencia de empleo formal, falta de vivienda adecuada, servicios públicos incompletos y de mala calidad, ofertas insuficientes e ineficientes en salud y educación, escasas dotaciones deportivas, recreativas y culturales, afectación del ambiente urbano, y además el surgimiento del narcotráfico y la delincuencia de gran impacto (el secuestro, por ejemplo), se convierten en detonantes de lo que pudiera llamarse la crisis de la ciudad colombiana.1

Si bien la crisis urbana también se presentaba en muchas otras ciudades latinoamericanas que de igual manera se estaban viendo afectadas por la aguda situación económica, la ciudad colombiana manifestaba síntomas particulares, debido a factores como la pérdida de legitimidad del Estado y los sentimientos de desesperanza, frustración colectiva y “no futuro” que respondían al clima de violencia.

Un paliativo o un intento de encontrar soluciones a la situación explosiva y aparentemente incontrolable fue la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente en 1990, y su posterior desarrollo hasta promulgar la nueva Constitución Política en 1991. La Constitución fue pensada como un nuevo pacto social que canalizara las divergencias políticas y reconociera la diversidad étnica, generara cohesión social y relanzara al país a un nuevo horizonte de modernidad. La nueva carta magna definió nuevos derechos ciudadanos, fomentó espacios de inclusión étnica y social, amplió y profundizó el proceso de descentralización y autonomía regional y local iniciado en los ochenta, y revalorizó el aparato judicial, entre otros aspectos que despertaron un clima de optimismo entre los ciudadanos.

Un interregno, en cierto modo complementario en términos de las esperanzas que cifraba, fueron las negociaciones y el proceso de paz adelantado entre la guerrilla de las farc y el gobierno nacional por iniciativa del presidente Andrés Pastrana (1998-2002). Este proyecto, desarrollado entre enero de 1999 y febrero del 2002, se frustró, lo que desencadenó un incremento en los enfrentamientos armados a partir de la ruptura de las negociaciones y la eliminación de la zona de distensión en El Caguán, un territorio de cuarenta y dos mil kilómetros (el equivalente en extensión a un país como Suiza) desmilitarizado y entregado a la guerrilla con el supuesto de ser el escenario de los diálogos. Mientras se adelantaba el proceso, las guerrillas se rearmaban estratégicamente y tomaban el control de algunas de las principales vías del país, mediante retenes ilegales, quemas de vehículos y las llamadas “pescas milagrosas” o el secuestro aleatorio de viajeros, lo que generó un ambiente de inseguridad nacional y la sensación de cierto aislamiento urbano. En el imaginario popular mediatizado, las ciudades parecían islas en un mar tenebroso tomado por la guerrilla, lo que se acentuó con el fin de las negociaciones de paz.

Mientras se desarrollaba, reglamentaba e implementaba lo definido en la Constitución y, ya a fines de la década del noventa, se adelantaban las negociaciones de paz, el conflicto armado no aminoró, sino que entró en otra fase, ahora con un actor renovado y más visible: el paramilitarismo. Iniciado como grupos de autodefensas campesinas en los años setenta en el Magdalena Medio, con claros tintes rurales y principalmente como arma de los hacendados, luego aliado del narcotráfico y fragmentado regionalmente, en los años noventa el paramilitarismo se articuló como un proyecto contrainsurgente de escala nacional. Los enfrentamientos con las guerrillas por el control territorial se trasladaron de Córdoba y Urabá —focos iniciales después del Magdalena Medio— a otras regiones del país en alianza con algunos sectores de las clases dirigentes locales y regionales, hasta llegar, ya en la coyuntura del cambio de siglo, a los barrios de las principales ciudades del país.

Todos los actores confluyeron entonces en el escenario urbano. Lo que en los ochenta y a principios de los noventa fue un planteamiento estratégico, a finales de los noventa y con el cambio de siglo era una realidad: la “urbanización de la guerra”. En la ciudad se manifestaban las disputas territoriales entre los distintos grupos armados, situación que tendría un punto de quiebre significativo en la llamada Operación Orión, en octubre del 2002, mediante la cual las fuerzas militares oficiales retomaron el control en la Comuna 13 de Medellín. De igual manera, con la reestructuración y modernización de la policía y el ejército, sumado al denominado Plan Colombia, formulado y adelantado desde el gobierno de Pastrana en 1998, se inició para algunos analistas el declive estratégico de las farc y su retroceso, por la acción paramilitar y la política de Seguridad Democrática implementada por el gobierno de Álvaro Uribe a partir del 2002.2

La exacerbación del conflicto, en el periodo aquí estudiado, generó dos grandes fenómenos en Colombia: el desplazamiento forzado interno y la migración internacional. Entre 1985 y el 2002, de acuerdo con las cifras de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, Codhes, 2.914.853 personas fueron desplazadas del campo a la ciudad, lo que incrementó los cinturones de miseria en las ciudades intermedias —como Montería, Cartagena, Barrancabermeja y Cúcuta— y en las grandes ciudades —Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla—. Paralelamente a esta cifra, se calcula que entre tres y seis millones de personas se vieron forzadas a salir del país, principalmente hacia Estados Unidos, España y Venezuela.

Las ciudades son convertidas así en el escenario por excelencia del conflicto político, armado y social, de la violencia común y del narcotráfico, y de las exclusiones económicas, geográficas, sociales, culturales o políticas. En ellas se sintetizan y expresan la mayor parte de las problemáticas del país. Obviamente, todo esto se manifiesta en la espacialidad urbana y en la arquitectura, desde lo doméstico hasta lo público.

En 1989, el arquitecto Alberto Saldarriaga Roa escribe el artículo “Arquitectura en un país en crisis”, título que toma prestado de la historiadora y crítica argentina Mariana Waisman, quien lo utilizó en un texto a propósito de su país y de la situación latinoamericana. En su artículo, Saldarriaga entronca los problemas locales con los mundiales: la pobreza generalizada, la destrucción de los recursos naturales, la sobrepoblación, la contaminación del aire y las aguas, los desastres naturales, el narcotráfico y, como derivado de lo anterior, un clima de relatividad ética en el ejercicio de la profesión de arquitecto frente a las realidades del medio impuestas por el capital —del narcotráfico y de los organismos internacionales— y las leyes del mercado, el proceso privatizador y los nuevos modelos de desarrollo urbano. En este marco, las políticas oficiales imperantes aludían a la demolición del tejido urbano existente, en beneficio de la construcción comercial y la extensión urbana periférica de baja densidad, ya fuera como operaciones inmobiliarias de carácter financiero o como urbanizaciones ilegales auspiciadas por políticos que recibían prebendas electorales y económicas:

En este modelo, la dinámica urbana está dada principalmente por el movimiento financiero del sector inmobiliario y de la construcción. Las ciudades, entendidas fundamentalmente como campos de inversión, se convierten en entes anómalos cuyas necesidades más apremiantes no son atendidas por los altos costos que requiere esa atención, en tanto los grandes recursos se diluyen en infinidad de proyectos económicamente lucrativos y urbanísticamente dañinos. Las batallas que hay que librar para defender lo que resta del patrimonio urbano y arquitectónico, para la recuperación del espacio público, para la defensa de la vegetación, para el mejoramiento de la calidad habitacional, para la salvaguardia de la seguridad ciudadana y para muchas otras causas, cuenta como principal opositor a veces al mismo Estado, que se encarga de favorecer más, a través de sus políticas, lo destructivo que lo creativo. Los mercenarios se imponen sobre los comprometidos con las causas de la ciudad, de la cultura y del medio ambiente.3

Este panorama absolutamente pesimista era una radiografía del proceso privatizador que vivía la ciudad colombiana en el decenio del ochenta, del dominio del poder económico legal e ilegal, del viraje de las políticas oficiales concernientes a la ciudad, de la carencia de propuestas adecuadas, tangibles e inmediatas para su redención, y de la falta de horizonte de la misma arquitectura y el urbanismo a pesar del boom económico que produjeron los dineros del narcotráfico. Las acciones combinadas de todos los agentes involucrados incidieron en la forma de definir la ciudad y cambiaron su paisaje urbano, en algunos casos de manera positiva, pero casi siempre con consecuencias negativas.

Hasta 1991 el gobierno se involucró directamente en la construcción de vivienda, pero a partir de este año esa tarea quedó en manos del sector privado. Desde 1972, cuando se crearon las corporaciones de ahorro y vivienda, y con ellas el upac, con el objetivo de promover el ahorro privado y canalizarlo hacia la industria de la construcción, se planteó la dicotomía entre la oferta del sector privado y la del oficial, decisión que tendía a favorecer al primero en detrimento del segundo. Mientras las corporaciones se fueron especializando en la oferta de vivienda para los sectores medios y altos de la población, e incluso en otro tipo de proyectos comerciales, las entidades oficiales se concentraron en la vivienda para los sectores de escasos recursos, ya fuera vivienda de desarrollo progresivo, casas sin cuota inicial o vivienda de interés social, todo ello con grandes y perversos efectos sobre la ciudad.

Las entidades oficiales configuraron un extenso paisaje urbano doméstico dominado por las viviendas unifamiliares y bifamiliares, lo que varió con la irrupción de los proyectos multifamiliares que se iniciaron en los años setenta y tuvieron su auge en los ochenta. Promovidos por el Instituto de Crédito Territorial, ict, y fundamentalmente por el Banco Central Hipotecario, bch, estos proyectos tuvieron la virtud de buscar la integración con la ciudad mediante la configuración de espacios verdes, áreas comunes y zonas peatonales —paseos y alamedas—, la articulación a la malla urbana y la dotación de pequeñas infraestructuras comunales que, si bien no partían de un proyecto urbano definido de antemano, iban sumando aportes a la ciudad. Este tipo de vivienda multifamiliar dejó su impronta en proyectos de gran valor como Carlos E. Restrepo (Guillermo García, 1969-1977) y la Nueva Villa de Aburrá (Nagui Sabet y Asociados, 1986) en Medellín; Niza VIII (1983) y El Tunal II (Drews y Gómez, 1984) en Bogotá, y Cañaverales (Marcial Galvis, 1985-1988) en Cali.

En realidad son pocos los ejemplos sobresalientes que, hasta finales de los ochenta, apuntaron, más allá de construir vivienda, a configurar ciudad, pero aun así son ejemplos paradigmáticos en la medida en que valoraron lo no construido sobre lo construido, y así pudieron tener grandes espacios libres con plazas, plazoletas y lugares de encuentro, que se constituyeron en espacios públicos urbanos, con áreas verdes y buena arborización para proveer calidad ambiental a los habitantes. En casos particulares como el de El Tunal ii, se creó un sistema verde, con dotación de servicios complementarios a los de la vivienda; se logró una mixtura equilibrada entre el comercio y los servicios comunales; se generó una separación entre el peatón y el vehículo que privilegiaba al primero sobre el segundo al establecer redes o senderos peatonales para el uno, pero también zonas adecuadas de parqueo para el otro; asimismo, unidades como esta consiguieron una articulación con la ciudad, pues no eran excluyentes en sus espacios públicos, debido a que, al no tener cerramientos, tanto vecinos como extraños podían hacer uso y disfrute de ellos, con lo cual se propició una relación fluida y no controlada.

Aun en los lineamientos de viviendas de interés social, claramente planteados en las “Normas mínimas de urbanización, servicios públicos y comunitarios”, propuestas para el país en 1972, se pretendían unas condiciones de habitabilidad interna y una relación con la ciudad en aspectos urbanísticos: estructuración urbana, densidad, espacios públicos, movilidad y permeabilidad, dejando de lado consideraciones de tipo arquitectónico, algo que se evidenció en los desarrollos posteriores por la evidente baja calidad en este aspecto. En los años ochenta, con el aumento de la población urbana y, por ende, el incremento de la demanda de vivienda, las preocupaciones por lo urbano por parte del Estado se redujeron y, posteriormente, se eliminaron. Si bien la vivienda no ha sido nunca un factor estructurante de la ciudad, los pocos logros alcanzados en los años anteriores en términos de lo urbano se perdieron, en la medida en que solo se aplicaron las políticas y programas con el fin de construir el mayor número posible de viviendas. Para lograrlo, se fue reduciendo paulatinamente el tamaño del lote mínimo de 64 m2, estipulado en 1972, a 35 m2 reglamentados en el 2004 para la vivienda unifamiliar. También fueron empobrecidos los estándares de la arquitectura de la vivienda, y, lo más grave de todo, se produjo la conversión de la vivienda en una especie de mínimo habitacional sin cumplir el mínimo vital e, incluso, llegando a la eliminación de muchos aspectos de carácter urbanístico.

La tipología de vivienda multifamiliar, después de la primera época de construcción en las ciudades colombianas mediante los proyectos oficiales, fue adoptada especialmente por los sectores medios y altos. En los años ochenta, cuando fue desarrollada con proyectos privados y financiados por las corporaciones de ahorro y vivienda, estas construcciones ganaron estatus, pero se convirtieron por su configuración en arquetipos de la anticiudad. El sector inmobiliario encontró allí una buena alternativa económica, pues se ofrecieron en conjuntos cerrados donde uno de los mayores atributos era la seguridad. A partir de entonces se empieza a configurar la ciudad del miedo y el encerramiento. Se presenta, así, una acumulación de conjuntos multifamiliares negados a la ciudad, autárquicos y solo relacionados con ella a través de las porterías vigiladas. Todos ellos ocupaban y usufructuaban los espacios y servicios de la ciudad, pero no contribuían a su ampliación, mejoramiento o cualificación. En muchos casos contaban con arquitecturas de gran calidad, pero no estaban integrados en términos urbanísticos, fragmentando aún más el espacio urbano.

No había una visión de ciudad. Los esfuerzos gubernamentales por lo urbano se centraban en la construcción de vivienda y en la dotación de servicios públicos. Había una atención sectorial a escala nacional en ese sentido, mientras tanto los gobiernos municipales reducían su accionar a la construcción de vías y de algunos equipamientos básicos que beneficiaban fundamentalmente al sector privado inmobiliario.

Dentro de este panorama, la excepción fueron las políticas implementadas por el Banco Central Hipotecario, entidad que, en 1979, había sido encargada de las políticas de renovación y desarrollo urbano, tarea que le fue confirmada y acentuada en 1982, cuando se definió su accionar permanente en el estudio de propuestas urbanas, con intervención directa o financiamiento para esos mismos fines.4 Pero estas políticas no tuvieron una visión comprensiva de la totalidad urbana, sino de porciones independientes de la ciudad, específicamente de los centros urbanos, a los que se enfocaron mediante proyectos tan significativos como fallidos en Bogotá (zona de Santa Bárbara), Manizales (alrededor del Parque Caldas) y Pereira, además de estudios para Cali, Armenia, Barranquilla y Bucaramanga.

El diagnóstico sobre la crisis urbana empezó a ser claro para los investigadores a medida que entendieron que no era un problema solo del hecho físico o material de la ciudad, sino que también se derivaba de la crisis cultural, debido a la ausencia o la precariedad de la relación de la sociedad y su proyecto social, con el espacio urbano. Lo anterior lo podemos complementar con la afirmación del arquitecto Fernando Viviescas, quien señalaba que un rasgo palpable y fundamental del devenir nacional en aquellos años era la “carencia de una conciencia urbana”, además de un accionar en donde

se ha construido el entorno urbano tratando de evitar el hacer ciudad. Es decir, ha habido un simple erigir de edificaciones y planes viales con el único pragmático interés de que sirvan como ámbito ordenador de la producción y tratando de evitar el concomitante espíritu ciudadano que el desarrollo de la ciudad conlleva y que se ubica en la libertad política y en el enriquecimiento y potenciación cultural.5

Era evidente la disociación entre la mirada física de la ciudad y el carácter de lo urbano. Las obras de infraestructura estaban al servicio de un funcionalismo pragmático y de la rentabilidad económica, pero no estaban hechas para el disfrute ciudadano. Un ejemplo dramático fue la construcción en Bogotá de la Troncal Caracas, entre 1988 y el 2000, una antigua vía proyectada por el urbanista Karl Brunner en los años treinta del siglo xx, pero que fue intervenida para uso exclusivo del transporte urbano, lo cual destruyó las calidades paisajísticas preexistentes, generó una fuerte contaminación ambiental, deterioró el espacio urbano y alejó al peatón, todo como producto de una intervención chapucera complementada con el mal diseño y la pésima construcción.

El espacio público fue en esta época uno de los grandes perdedores por el ambiente hostil hacia el peatón y la informalidad que se lo apropió. Las calles, plazas y espacios públicos de la mayoría de los centros urbanos del país fueron tomados literalmente por el comercio informal, en una clara sintomatología de la crisis económica y del desempleo que embargaba al país. Estos espacios fueron presas del caos, el abandono y el deterioro paulatino, con los efectos siguientes en su entorno, resumidos en el aumento de la criminalidad. A esto se sumó el conflicto que con las bombas y atentados creó un clima de terror, el cual propició el abandono de lo público, con lo que lo lúdico, el ocio y la cultura se restringieron cada vez más al ámbito de lo privado. Se habló incluso de la pérdida de la noche como espacio de diversión y comercio, frente al terror y el miedo.

Así, en este panorama de la ciudad en Colombia, la clase dirigente, los intelectuales y la sociedad se enfrentaron a retos propios y universales del fenómeno urbano, pero también a la necesidad de buscar explicaciones y soluciones a fenómenos inéditos y pertenecientes al ámbito local. Algunas de las soluciones comenzaron a emerger en los mismos años ochenta, desde lo jurídico, lo político, lo social y lo propiamente urbanístico.

La normativa propugnó por la autonomía local y la descentralización, mediante una serie de leyes y decretos que definieron, en esa década, desde políticas de orden fiscal, transferencias de recursos a los municipios y regiones, hasta la elección popular de alcaldes en 1986, un hito fundamental en los procesos de participación ciudadana que sería reafirmado y profundizado en la Constitución de 1991, e implicaría apuntar hacia la gestión local del desarrollo urbano.

También comenzó un cambio normativo en lo referido estrictamente a lo urbano, en un proceso que va desde la Ley de Reforma Urbana de 1989 hasta la Ley de Desarrollo Urbano de 1997, pasando por la política urbana Ciudades y Ciudadanía de 1995. Todo este marco normativo va a poner nuevamente en vigencia la discusión, planeación y gestión de lo urbano, entendiendo el papel crucial de las ciudades y los sistemas urbanos en el desarrollo social, económico y ambiental del país. Pero esta era una visión redefinida de lo urbano, en tanto se alejaba de la concepción físico-infraestructural y acogía lo político, lo cultural y lo ambiental. Este cambio en la legislación reconcilia la política con el urbanismo, ya no como procesos paralelos, sino como actividades recíprocas: el político debe hacer uso de la visión del urbanista y del arquitecto, y estos deben entender y recurrir a aquel como único garante para reconstruir lo público, desde la gestión y la administración.

Además del político y del urbanista, surge con fuerza un tercer agente en discordia: la comunidad. Con la participación comunitaria, la planeación deja de ser un mero ejercicio técnico para entenderse como un proceso social y político. La movilización social urbana de los años ochenta encuentra y aprovecha los canales brindados por la Constitución de 1991 y las leyes posteriores para tener una actuación más directa, institucionalizada y pragmática de su ciudadanía. Estos ejercicios de planeación participativa pretenden que la noción del ciudadano moderno sea posible en tanto no solo demanda el cubrimiento de sus necesidades, sino que se convierte en copartícipe de la resolución de las mismas de acuerdo con sus propias percepciones. Si bien esto no se cumple a plenitud, sí permite relegitimar el Estado, por un lado, e incluir a la comunidad, por el otro; a la vez que sirve para resolver conflictos y crear procesos de identidad y de cultura ciudadana.

Con la Ley 388 de 1997 se establecen, entre otros aspectos, la participación democrática, la función social y ecológica de la propiedad, la ejecución de actuaciones urbanas integrales, la creación y defensa del espacio público, la delimitación de áreas de conservación y la protección de los recursos naturales, paisajísticos y de conjuntos urbanos, históricos y culturales. Para ello cada municipio de más de cien mil habitantes debe formular un plan de ordenamiento territorial como instrumento básico para desarrollar el proceso de ordenamiento del territorio municipal, con el fin de dar orden y coherencia a cada uno de los aspectos que esta ley contempló como necesarios para orientar el desarrollo y mejorar la calidad de vida de los municipios y sus centros urbanos. Allí el componente urbano es la directriz para el desarrollo y la ocupación del espacio físico con una visión integral, no solo con controles aplicables a la vivienda o la infraestructura vial y de servicios, como ocurría antes de la citada ley, sino también a los macroproyectos y áreas y actuaciones urbanísticas, especialmente todas aquellas “relacionadas con la conservación y el manejo de centros urbanos e históricos […], espacios libres para parques y zonas verdes de escala urbana y zonal y, en general, todas las que se refieran al espacio público vinculado al nivel de planificación de largo plazo”.6

La valoración que dentro de la normativa se le da a la arquitectura urbana se expresa en la determinación del urbanismo como función pública y en la importancia que se les otorga al espacio público y a los equipamientos urbanos, tan deficitarios hasta los años noventa en la ciudad colombiana. Frente al desorden y la inequidad preexistente surge una nueva visión expuesta desde la política urbana de 1995, para configurar ciudades “solidarias, competitivas, gobernables, ambientalmente sustentables, con identidad cultural y adecuadamente construidas”.

Pero antes de que las normas, la elección popular de alcaldes y gobernadores, y la movilización social y la participación comunitaria produjeran acciones efectivas, materiales o físicas, en el espacio urbano, surgió otro elemento determinante para el cambio en la ciudad colombiana: la denominada cultura ciudadana. Con la elección del filósofo Antanas Mockus como alcalde de Bogotá, en 1995, llegaba por primera vez, no un representante del bipartidismo, sino un candidato independiente, que ejemplificaba la parte positiva de la elección popular de alcaldes, con propuestas renovadoras, no comprendidas en su momento, que, en buena medida, resumían lo que muchos venían pensando sobre la problemática de la ciudad. Su plan de desarrollo “Formar ciudad” fue un desafío, tanto por lo novedoso de las propuestas que contenía, como por salirse de los cánones estrictamente económicos y de obras físicas. Se basaba en seis prioridades: cultura ciudadana —determinada como el eje del plan—, medio ambiente, espacio público, proceso social, productividad urbana y legitimidad institucional.

Con la cultura ciudadana7 se buscaba la regulación de la convivencia en la urbe, que permitiera lograr el cumplimiento de las normas por medios pacíficos, concertar fines comunes, dirimir conflictos a partir de una imagen compartida de ciudad y enriquecer las formas de expresión, comunicación e interpretación de los habitantes.8 En este plan de desarrollo, pensado para el periodo 1995-1998, de lo intangible se partía hacia lo tangible, con programas para la recreación, la cultura, el deporte, la seguridad, los servicios públicos, el transporte, el tránsito y las obras viales para la cultura ciudadana. El mejoramiento del espacio público se visualizaba como un favorecedor del buen comportamiento ciudadano, y se relacionaba con otros elementos y sistemas de la ciudad, como el medio ambiente natural (río Bogotá, quebradas y cerros), el sistema de transporte, la ubicación de la población y el valor cultural otorgado a ciertas zonas de la ciudad. En cuanto al espacio público, había que incorporar los cerros y los ríos en el mapa urbano, comprometer a la ciudadanía en su buen uso y defensa, mejorar la capacidad local en la generación y conservación del mismo, y facilitar su apropiación mediante la construcción de obras como puentes peatonales, servicios públicos y paraderos.

Por lo anterior, investigadores como Fernando Viviescas resaltan que es un mérito (y no menor) de la administración Mockus-Bromberg9 el haber inaugurado en el Estado colombiano una visión de la ciudad (lo cual, en los momentos actuales, quiere decir: de la sociedad) como problemática cultural, esto es, como dimensión de la existencia individual y colectiva que le plantea al gobernante contemporáneo unas exigencias políticas y sociales que rebasan los recortados marcos —pragmáticos, físicos y economicistas— del manejo y la administración de poder que han significado el devenir de lo político en este país,10 aparte de haber contribuido a “hacer visible la ciudad”.

A partir de estos planteamientos y de la acción administrativa adelantada en Bogotá desde 1995, se configuraron nuevos imaginarios políticos, culturales y urbanos sobre la ciudad, de los cuales no se podría abstener ninguno de los gobernantes de las principales ciudades, a pesar del retroceso posterior en la misma capital colombiana o de la inadecuada y poco imaginativa apropiación y traslado de esta política a otras poblaciones. Pero fue un hecho evidente que la intervención urbana tenía que empezar por valorar y potenciar la cultura local y hacer del espacio público, con sus diversos componentes, un eje estructurador del mejoramiento de la calidad de vida y de la habitabilidad. Contrario a lo que ocurría en los años ochenta cuando los puntos de partida eran las vías, la vivienda y lo privado, ahora la ciudad se debía configurar desde lo público. Las obras físicas, las piezas urbanas y arquitectónicas, construidas a partir de 1998 en ciudades como Bogotá, Medellín, Bucaramanga, Ibagué, Neiva y Montería, por señalar ejemplos sobresalientes, se plantearían teniendo en cuenta este nuevo derrotero.

A pesar de sus enormes y complejos problemas, producto de la pobreza y la exclusión urbana, la ciudad colombiana del fin del siglo xx disminuyó sus índices de criminalidad, atenuó el conflicto armado y encontró posibilidades de mejorar su espacialidad urbana, elevar las condiciones de vida y generar procesos de inclusión, en los que las obras públicas comenzaron a ser un símbolo materializado de nueva ciudad. Entre el plan “Formar ciudad” de Mockus en Bogotá y el “Urbanismo social” de Sergio Fajardo (2004-2007) en Medellín, la arquitectura y el diseño urbano ganaron protagonismo desde una perspectiva más integral que aquella impuesta en los años ochenta, que tenía una visión reducida, puntual y desligada de lo sociocultural. En esta nueva tendencia, lo estético, propio de la arquitectura y el urbanismo, ligado a lo sociocultural y lo político, se juntaron para escenificarse en espacio urbano. De esta manera, ciclorrutas, senderos y paseos peatonales, alamedas, sistemas de transporte colectivo, plazas, parques, bibliotecas y parques biblioteca, entre otros, comenzaron a formar parte del lenguaje y de la gramática urbana, como una manera de complementar o enfrentar, desde el espacio público y lo público, aquella que habían construido y seguían construyendo con vehemencia los centros y edificios comerciales que, desde el ejercicio rentista y la especulación inmobiliaria privada, dominaban la ciudad.

1 Comentario sobre el libro Pensar la ciudad, compilado por Fabio Giraldo y Fernando Viviescas (Bogotá, Tercer Mundo Editores, Cenac y Fedevivienda, 1996), hallado en Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, N.º 15, Universidad de Barcelona, Barcelona, 24 de marzo de 1997, p. 1.

2 Se considera que la política de Seguridad Democrática alcanzó avances notables a partir del 2002, y, según el informe evaluativo de esta política realizado por la Corporación Nuevo Arco Iris, “tuvo su punto más alto en el 2008 cuando fueron extraditados catorce jefes paramilitares, se produjo la muerte de tres miembros del secretariado de las farc, se realizó la ‘Operación Jaque’ que trajo a la libertad a Íngrid Betancourt y a otros catorce secuestrados, y se redujo el tráfico de drogas. Fue el momento cumbre de un proyecto que a lo largo de seis años había reducido los homicidios, los secuestros y el asedio de los grupos ilegales a los grandes centros de población y producción, mediante un gran esfuerzo del Estado y del sector privado que llevó a un aumento del más del 70 % de los efectivos de la Fuerza Pública y a uno similar en los gastos de defensa”. Pero, de igual manera, en dicho informe se plantea que en el 2009 comenzó a declinar por el rearme de paramilitares, la organización de una nueva generación de los mismos, el incremento de la violencia urbana y la reorganización y relanzamiento de las acciones guerrilleras, entre otros factores, que darían pie a señalar dicho declive, algo no admitido y cuestionado por funcionarios del gobierno nacional. Cfr. Corporación Nuevo Arco Iris, ¿El declive de la Seguridad Democrática?, Observatorio del Conflicto Armado - Corporación Nuevo Arco Iris, 2009, p. 1, disponible en: http://www.nuevoarcoiris.org.co/sac/files/oca/analisis/Consolidado_informe_2009.pdf [consultado el 10 de marzo de 2010].

3 Saldarriaga Roa, Alberto, “Arquitectura en un país en crisis”, Magazín Dominical, N.º 339, El Espectador, Bogotá, 22 de octubre de 1989, p. 4.

4 En 1975 se habían trasladado al Banco Central Hipotecario las funciones de Fondo Financiero de Desarrollo Urbano, que hasta ese mismo año eran tarea del Banco de la República.

5 Viviescas, Fernando, Urbanización y ciudad en Colombia (una cultura por construir en Colombia), Foro Nacional por Colombia, Bogotá, 1989, p. 22.

6 Ley 388 de 1997, disponible en: https://www.alcaldiabogota.gov.co/sisjur/normas/Norma1.jsp?i=339#0 [consultada el 10 de marzo de 2010].

7 La cultura ciudadana se entiende en el plan de desarrollo “Formar ciudad” como “el conjunto de costumbres, acciones y reglas mínimas compartidas que generan sentido de pertenencia, facilitan la convivencia urbana y conducen al respeto del patrimonio común y al reconocimiento de los derechos y deberes ciudadanos”.

8 Para esto, Mockus planteaba acciones como modificar ciertos comportamientos individuales y colectivos mediante la autorregulación, construir colectivamente una imagen de ciudad que generara identidad y pertenencia, impulsar la cultura como otra forma identitaria y propiciar la participación comunitaria y la regulación de la administración por parte de la ciudadanía.

9 Si bien fue elegido para el periodo 1995-1998, Mockus no terminó su periodo y fue reemplazado en el cargo por Paul Bromberg, también profesor de la Universidad Nacional.

10 Viviescas, Fernando, “La planeación urbana y el Estado: Entre la connivencia y la complicidad. Bogotá entre el siglo xx y el xxi: La orgía del caudillismo ilustrado”, en: Brand, Peter C. (ed. y comp.), Trayectorias urbanas en la modernización del Estado en Colombia, TM Editores, Universidad Nacional - sede Medellín, Medellín, 2001, p. 319.

Ciudad y arquitectura urbana en Colombia, 1980-2017

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