Читать книгу Ciudad y arquitectura urbana en Colombia, 1980-2017 - Luis Fernando González Escobar - Страница 9
ОглавлениеDe las ciudades históricasa las ciudades de los pot: la arquitectura urbana, de los centros a las periferias
Frente a la tendencia de las megalópolis, metrópolis y ciudades globales, que expanden sus límites demográficos y territoriales, periferizan sus centros, fragmentan el espacio y están dominadas por los flujos y las relaciones en red, se mantiene la ciudad convencional con su centralidad y sus lugares de encuentro e intercambio. El centro como lugar de referencia, de identidad y sedimento histórico es un atributo de las ciudades compactas. Precisamente el regreso a las ciudades compactas, y con ellas al centro de la ciudad, se ha reclamado en muchas partes del mundo, en contravía del planteamiento globalizador de la postciudad, pero no por un asunto de nostalgia, sino de realidad ambiental, funcional, cultural o histórica. Pero mucho antes de que las nuevas tendencias de urbanización marcaran el regreso a esa “ciudad construida”, para aprovechar sus ventajas comparativas y la buena dotación de infraestructuras de servicios y vías, en Colombia se había planteado el valor y la importancia de su recuperación, aunque desde diferentes perspectivas de acuerdo con el pensamiento vigente en el momento que se hicieron las distintas propuestas.
Los planteamientos y búsquedas iniciales, dominados por una visión historicista y patrimonial, pretendían la preservación de centros históricos, específicamente de aquellos de origen colonial. Así, la Ley 163 de 1959, que declara zonas históricas las ciudades de Tunja, Cartagena, Mompox, Popayán, Guaduas, Pasto y Santa Marta, incluye los sectores antiguos de estas junto a los de Santa Fe de Antioquia, Mariquita, Cartago, Villa de Leyva, Cali, Cerrito y Buga. En esta ley expresamente se señalaba que tales sectores abarcaban “las calles, plazas, plazoletas, murallas, inmuebles, incluidas casas y construcciones históricas en los ejidos, muebles, etc., ubicadas en el perímetro que tenían estas poblaciones durante los siglos xvi, xvii y xviii”. En 1963, a esta legislación se sumaron Marinilla y Rionegro en Antioquia, Pamplona en Norte de Santander, y Girón, San Gil y Socorro en Santander, también bajo la presunción de que eran recintos coloniales.
A partir de esta declaratoria, cada población seguiría un proceso con desigual fortuna, pues la mayoría de ellas fue presa de la furia transformadora, ya por las demoliciones sistemáticas que les hicieron perder su carácter total o parcialmente —son los casos de Cali, Cartago, Cerrito y Mariquita—, ya por la falsificación de su arquitectura histórica, con un equivocado ennoblecimiento o con el maquillaje de arquitecturas modestas —como sucedió en Popayán, Girón o Villa de Leyva—, siguiendo lo cual a casas antiguas elementales les fueron sobrepuestas, con cierta monumentalidad, portadas, balcones y camerinos, todos elementos arquitectónicos inventados, pues originalmente no eran parte de las edificaciones.
En el caso de Popayán, hay que señalar que el terremoto del 30 de marzo de 1983 afectó la ciudad, y el programa de reconstrucción implicó la intervención de buena parte de arquitecturas institucionales y religiosas de carácter monumental, como sucedió con la Ermita de Jesús, la iglesia de San José, la iglesia y claustro de Santo Domingo, el claustro de La Encarnación, el Museo Arquidiocesano, la alcaldía y la Cámara de Comercio del Cauca, entre otros edificios representativos, con la participación de los arquitectos Germán Téllez, Juan Manuel Caicedo, Hugo Martínez, Jaime Salcedo y Tomás Castrillón, por mencionar solo algunos. Mientras tanto, la arquitectura doméstica generó un estilo que buscaba emparentarse con las formalidades externas de lo preexistente, lo que terminó por configurar una abigarrada y cursi arquitectura bautizada de manera despectiva como “estilo Popayán”.
Independientemente de este hecho fortuito y catastrófico, en la época de los ochenta se mantuvo el interés por los denominados centros históricos, con una visión patrimonialista y de conservación. En Cartagena, se realizó, en octubre de 1986, el primer Foro Internacional de Patrimonio Arquitectónico, y entre los conceptos emitidos se planteó “otro aspecto muy nuevo y muy propio de nuestro proceso actual de urbanización. Se trata de la conservación y revitalización de los centros históricos de nuestras ciudades”.1 Esto reafirmaba y potenciaba el proceso que se venía dando con las más importantes y variadas intervenciones —aunque no suficientes—, que se hicieron en ciudades como Tunja y Cartagena y, en alguna medida, Pasto y Mompox. Es necesario señalar que en esta época predominaba la idea de restauración arquitectónica, es decir, de construir y conservar edificios individuales dentro del conjunto urbano, pero no articulándolos con proyectos que intervinieran el espacio público y la calle como elementos estructurantes.
En Tunja se adelantó un intenso programa de restauraciones en los años ochenta. Monasterios, templos y claustros como los de San Agustín, Santo Domingo, San Ignacio, Santa Clara La Real, Santa Bárbara y San Laureano, y casas como la del fundador de la ciudad, don Juan de Vargas, fueron restaurados entre 1980 y 1986 por equipos encabezados por los arquitectos Carlos Arbeláez Camacho, Jaime Salcedo, Alberto Corradine y Álvaro Barrera. La catedral de Tunja fue otro proyecto especial de restauración adelantado entre 1983 y 1986, con la dirección del arquitecto Daniel Restrepo y la construcción del arquitecto Leopoldo Combariza. En todos estos proyectos tuvo que ver la Fundación para la Conservación y Restauración del Patrimonio Cultural Colombiano del Banco de la República, creada en 1979, que también participó de otros procesos en Popayán, Cartagena, Bogotá, Pamplona, Villa de Leyva y Monguí.
Asimismo, la labor realizada dentro del centro histórico de Guadalajara en Buga, entre finales de los ochenta y principios de los noventa, fue importante y de cierta manera singular, debido a la escala de la intervención y a las características de las obras dentro de una estructura urbana colonial. En Buga se adelantaron actividades de restauración en diferentes edificaciones, como el Hostal del Regidor,2 el Hotel Guadalajara, el Teatro Municipal, el Palacio de Justicia Manuel Antonio Sanclemente,3 Los Portales,4 el Puente del Regidor y el templo de San Francisco; casi todas, con excepción de la última, son obras de finales del siglo xix y principios del xx. La intervención en Buga tiene valor arquitectónico, pues sobre un antiguo asentamiento, por iniciativa de un grupo de arquitectos inicialmente congregados en el denominado “Corrillo de Panduro”, se valoraron construcciones más recientes, además de edificaciones institucionales y religiosas de carácter comercial, pero puestas al servicio de la ciudad.
Otro tanto se puede decir del caso de San Juan de Pasto, donde el Conjunto Histórico La Milagrosa fue pionero en las intervenciones, al que se le sumaron obras de escala menor y puntual, pero que de todas maneras ayudaron a la conservación de la fachada urbana de esta ciudad del sur de Colombia. El conjunto lo forman el antiguo Hospital San Pedro, inaugurado en 1889, el asilo San José y la capilla de La Milagrosa. Abandonado por mucho tiempo, y utilizado en diversas funciones que atentaron contra su arquitectura, el conjunto comenzó a ser restaurado en 1986,5 en un trabajo que duraría más de diez años.
En Bogotá, por otra parte, se adelantaron actividades de restauración de gran importancia y valor entre los años setenta y ochenta, hasta completar prácticamente la totalidad de los bienes patrimoniales de la Colonia y del periodo de la Independencia, como la Catedral Primada, los templos de San Ignacio, San Francisco, San Agustín y Santa Clara, las iglesias de La Concepción, Santa Inés, del barrio Egipto y de La Peña, y las casas de Francisco José de Caldas, Rafael Pombo, José Asunción Silva, de la Academia de Jurisprudencia y del Museo 20 de Julio. También se incluyeron en este proyecto otras edificaciones representativas de las arquitecturas eclécticas e historicistas de finales del siglo xix y principios del xx, como el Palacio Echeverri6 o la Casa Republicana,7 que fueron restauradas en el decenio del ochenta.
Pero en Bogotá vale la pena destacar el proceso que condujo a la declaratoria de la zona histórica del barrio La Candelaria, donde una corporación se crea a propósito —Corporación La Candelaria—, para liderar un proceso transformador que va desde la intervención de la plaza fundacional en el Chorro de Quevedo hasta el mejoramiento de los andenes y la peatonalización de las vías.
Los casos de Cartagena y Mompox son especiales en tanto estas ciudades se constituyen como los centros históricos de mayor jerarquía en el país, por sus características urbanísticas y arquitectónicas, y por su valor histórico y cultural. Por eso, en estos lugares, las intervenciones y restauraciones ya tenían una larga tradición, anterior a las de otras ciudades colombianas. En Cartagena, por ejemplo, se había hecho un largo trabajo con el sistema de murallas y fortificaciones, y se habían preservado edificaciones representativas de lo institucional, lo religioso y lo doméstico;8 también allí, se habían relocalizado asentamientos deprimidos, como Pekín, Pueblo Nuevo, El Boquetillo y algunos sectores de El Cabrero, y se habían hecho intervenciones como el traslado del Mercado de Getsemaní y la erradicación de Chambacú —aquel barrio de la novela de Manuel Zapata Olivella, Chambacú, corral de negros—, que condujeron a la declaratoria de la ciudad como Patrimonio de la Humanidad en 1985. En los ochenta, en la misma Cartagena se inició otro momento, marcado por la actividad restauradora en obras como el Museo del Banco de la República, la catedral con su icónica y cromática cúpula, y el emblemático Teatro Heredia. A mediados del mismo decenio, en la arquitectura doméstica, se intervinieron barrios del sector amurallado —San Diego y Santa Catalina—, antiguos sectores populares y de artesanos, con construcciones más modestas que las de otros barrios o sectores representativos, que fueron adquiridas por familias del interior o del extranjero, lo que definió el inicio de la transformación de la ciudad en el paraíso del jet-set criollo. Lo que se vivió en el Corralito de Piedra estuvo signado por la polémica en lo social, debido a la expulsión de los habitantes tradicionales, y en lo estético-arquitectónico, a causa de la transformación de sus espacios y la conversión de los mismos en recintos suntuosos y muy alejados de sus antecedentes originales. Allí se incorporaron materiales costosos —mármoles, bronces y estucos—, y se llevó a cabo la transformación de las fachadas, especialmente por la sobreelevación de las cornisas para conseguir mezanines interiores, la invención de óculos y de elementos arquitectónicos, además de las alteraciones volumétricas que no se correspondían con la tipología, a fin de aumentar las áreas construidas, según denunciaron arquitectos cartageneros.9 También se iniciaron unas labores de restauración y rehabilitación en extramuros, donde barrios como Manga y El Cabrero quedaron sometidos a una fuerte presión inmobiliaria.
La concepción de centros históricos se extendió a otros centros urbanos de Colombia, no necesariamente por su origen colonial ni monumental, sino desde una perspectiva no monumental y contextualizadora, escogidos por ser representativos de los procesos de poblamiento de los siglos xviii y xix, con arquitecturas más recientes propias del historicismo, el neoclasicismo, el eclecticismo y los variados sincretismos regionales, propios de la actividad edificadora de la segunda mitad del siglo xix y los primeros decenios del xx. Así, bajo esta línea, son propuestos y declarados patrimonio, entre 1977 y 1994, los sectores antiguos de Jardín y Jericó en Antioquia, Aguadas, Salamina y Manizales en Caldas, Ciénaga en Magdalena, y Honda y Ambalema en el Tolima, entre otros. Para algunas de estas zonas se elaboraron estudios reglamentarios que de alguna manera sirvieron luego para contener el embate constructivo y transformador que venía en ascenso desde mediados del siglo xx.
Con el cambio de siglo, la intervención en los centros históricos varió considerablemente al ser definida por el Ministerio de Cultura la realización de planes especiales de manejo y protección —pemp— para cada uno de los 45 centros urbanos considerados en esta categoría, tomando como experiencias piloto el desarrollo e implementación de los pemp de Barranquilla, Santa Marta y Manizales. Estos planes estaban contemplados dentro de una política conjunta denominada Plan Nacional de Recuperación de Centros Históricos —pnrch— planteada desde el año 2001, que buscaba, como su nombre lo indica, la recuperación de estos centros, pero desde una perspectiva que los articulara con las nuevas realidades de planeación de las ciudades (los planes de ordenamiento territorial y los planes parciales), buscando entre otros objetivos el mejoramiento de la calidad de los espacios públicos, la articulación con los nuevos sistemas de transporte masivo, la dignificación de la vivienda para los habitantes de estos centros, y su progreso social y económico. Este plan se comenzó a implementar con el inicio de la recuperación del espacio público del centro histórico de Santa Marta en el 2007 y la realización del concurso internacional de proyectos para el espacio público del centro histórico de Barranquilla,10 convocado en el 2008 y cuyo primer premio fue ganado por opus, Oficina de Proyectos Urbanos.11
Entre los años sesenta y ochenta, las ciudades fueron el escenario en donde se expresó el afán de progreso y modernidad, lo que quería decir demolición y edificación en altura, y a lo que se sumaban las aperturas viales, algo que irremediablemente pasaba por el centro urbano como espacio predominante de la ciudad. Mientras la estructura urbana, en ese entonces, se extendía cada vez más lejos de los desbordados perímetros urbanos, el centro se densificaba como producto de la competencia de las corporaciones financieras, los bancos y las distintas empresas por construir edificios cada vez más altos; volúmenes con los que se disputaban la preeminencia y proyectaban su imagen:
Las grandes empresas del país han comenzado una etapa en la historia de las ciudades colombianas: los rascacielos [...], un rascacielos representa el poder de una empresa, su gran alcance; es la identificación de una compañía en un espacio urbano. De alguna manera, el edificio “símbolo” es una forma de publicidad que representa siempre la imagen de una empresa en una comunidad.12
Esta carrera por conquistar la altura y la recordación se inició en Bogotá con el edificio de Avianca —construido entre 1965 y 1968—, con 42 pisos y 161 metros de altura, siguió en la misma capital con otros edificios como Seguros Tequendama, Colseguros, Centro de Comercio Internacional y Colpatria, este último inaugurado en 1979, el cual, con sus 50 pisos y 196 metros, continúa siendo el edificio más alto del país. Estas construcciones de la capital fueron emuladas en otras ciudades principales: el edificio Coltejer, de 170 metros y 37 pisos (1972) y la Torre del Café, de 160 metros y 36 pisos (1975), en Medellín; así como la Corporación Financiera del Valle, de 135 metros y 32 pisos (1969), Certicolombia, de 150 metros y 38 pisos (1974), y la Torre de Cali, de 185 metros (1984), en Cali, para señalar solo algunos, son significativos por su permanencia en el tiempo, por su altura, y por la incidencia que aún tienen sobre el paisaje urbano. Pero son muchos más los edificios construidos, especialmente en las tres principales ciudades del país, donde fueron expresión de la densidad constructiva, del cambio de escala, de la competencia por la altura y del abigarramiento del paisaje en el centro de las mismas.
Los proyectos de ampliación de vías sobre la estructura urbana existente antes de los años setenta, y los planes viales urbanos en esa década, fueron determinantes en los cambios de la fisonomía urbana. Estos buscaban solucionar el problema de la saturación vehicular urbana y mejorar la accesibilidad a los centros urbanos y la conexión de estos con el resto de la ciudad en expansión. Si bien los proyectos que se formularon fueron útiles para el parque automotor, perjudicaron al peatón y afectaron negativamente la ciudad histórica, en la medida en que desestructuraron tejidos urbanos sensibles, lo que implicó la demolición de arquitecturas patrimoniales valiosas y dejó cicatrices que demorarían años en ser resanadas.
El anillo bidireccional de Medellín —avenida Oriental, avenida del Ferrocarril y avenida San Juan—, construido a principios de los años setenta, fue uno de esos proyectos polémicos. Concebido como una arteria-anillo, encerró y aisló una parte mínima del resto del centro antiguo de la ciudad. Al paso de la obra de la avenida Oriental, fueron demolidas casas y construcciones representativas, así como cercenados pequeños espacios urbanos. Hubo, entonces, necesidad de reconfigurar una nueva fachada urbana con edificios comerciales e institucionales de altura —el Vicente Uribe Rendón, el de la Cámara de Comercio y el de Los Búcaros, entre otros—, pero también con culatas sin solucionar o áreas vacantes convertidas en zonas deprimidas.
Una situación similar ocurrió en Bogotá, también con un anillo vial propuesto para mejorar la circulación vehicular de sur a norte, que partía del Palacio de Nariño e implicó la construcción de la avenida Circunvalar. Esta obra fue propuesta en 1972 como avenida de los Cerros, y contó con una muy fuerte oposición en la ciudad, aunque de todas maneras fue realizada. Para 1984, la Circunvalar cortaba la plaza del popular barrio Egipto, lo que afectaba su vida social y generaba un impacto negativo sobre la arquitectura y el urbanismo de este barrio, del de La Candelaria y del de Santa Bárbara. Para la ampliación o apertura de vías, en esta obra se demolió gran parte de la arquitectura modesta y popular del centro histórico de la capital del país.
No menos se puede decir del caso de Cali, donde otro plan vial, formulado en 1969, concibió el Anillo Central, un conjunto de vías que afectó el centro histórico hasta desfigurar buena parte de él, pues implicaba demoliciones dolorosas como el Hotel Alférez Real y el Cuartel del Batallón Pichincha, realizadas en 1972.
Desde los años setenta, la pérdida de importancia de los centros fue evidente, pues sus funciones comenzaron a ser desplazadas. De allí empezaron a salir las instituciones gubernamentales, comerciales, financieras y bancarias, que fueron generando otras formas alternativas de centralidad, en los denominados centros administrativos, centros comerciales y centros financieros, a donde también se trasladó el desarrollo urbano y donde se implantó la nueva arquitectura, novedosa y de vanguardia, de excelente calidad y gran factura.
La desconcentración urbana condujo a materializar los últimos centros administrativos propuestos a partir de los años cincuenta y sesenta, para llevar allí las oficinas gubernamentales y ubicarlas en un solo sitio, pero por fuera del centro urbano. En el caso de Bogotá, el Centro Administrativo Nacional ya se había construido en los años cincuenta, con un plan maestro elaborado entre 1955 y 1957, por los arquitectos norteamericanos de Skidmore, Owings y Merrill. El Centro Administrativo Municipal de Cali13 se diseñó en 1968, el mismo año que el Centro Administrativo Distrital de Bogotá,14 ambos proyectos muy dentro de la lógica impuesta para estos casos, al configurarse a partir de plazas cívicas asépticas y de edificios donde se combinan volúmenes bajos con torres de fuerte arquitectura racionalista, en los que predomina el interés por la orientación y el clima, lo cual determina las fachadas con los denominados brille soleil para el control solar, que a su vez definen las características formales y acentúan la verticalidad arquitectónica. En el caso de Medellín, el Centro Administrativo La Alpujarra, propuesto en el Plan Wierner y Sert en 1951, se empezó a concretar en 1972, con la construcción del edificio del eda (Empresas Departamentales de Antioquia) y el concurso del centro administrativo propiamente dicho, adjudicado en 1974;15 pero solo se empezó a construir en 1983, y fue concluido en 1987. Terminó estando alejado de la idea inicial de ser un complemento de la zona antigua denominada Guayaquil, pero teniendo continuidad y conexión con ella mediante vías peatonales, para ser en realidad una ínsula, separada radicalmente por la avenida San Juan —parte del Anillo Vial—. Hay que señalar que las pérdidas de funciones institucionales de todo orden en el centro de la ciudad, por el traslado de su representación hacia otros sectores urbanos, obligó a que, por normativa, en adelante se impidiera su migración, como sucedió en Bogotá, donde por un decreto de mayo de 1987 se limitó la salida del centro urbano de las entidades nacionales del orden central o descentralizado, de las sedes institucionales, comerciales, financieras y bancarias.
La crisis económica de los años ochenta se reflejó en la caotización de los centros urbanos, como producto de la apropiación informal de calles, plazas y, en general, de espacios públicos para las ventas en tenderetes, casetas o caspetes. El espacio público para el peatón terminó, así, por disolverse entre la arremetida vehicular y la informalidad comercial, y la crisis se acentuó con la violencia en las calles, el robo y el hurto, y con la altísima contaminación visual, sonora y ambiental. Incluso, frente al miedo, parques y calles fueron apropiados y “privatizados”. La vivienda, por su parte, dejó de ser fundamental en el centro, pues debido a la situación que se vivía, las familias también migraron a barrios residenciales o urbanizaciones cerradas, y la oferta de nuevas viviendas en el centro escaseó o prácticamente desapareció. La función habitacional dejó de ser representativa y el centro pasó a ser de población flotante. Viviendas de barrios enteros fueron transformadas en talleres, en lugares de variadas actividades comerciales, en instituciones educativas de garaje, o entraron en franco deterioro. En suma, sectores representativos perdieron su carácter inicial y el valor de sus edificaciones, a causa de la acción transformadora en el uso y la arquitectura, que solo respondía al interés comercial del momento.
Del deterioro de las centralidades urbanas no escaparon ni los territorios insulares, como es el caso de la isla de San Andrés, donde la forma tradicional de implantación de la vivienda se vio asediada por el comercio en barrios tradicionales y centrales como Johnny Well, Black Dog y New Town, dando lugar a la ocupación de edificios de baja altura con gran densidad, con lo que se llegó hasta la saturación, en una discreta, cuestionable e indefinible arquitectura, por no decir menos, alejada de las características angloantillanas dominantes en la arquitectura tradicional de la isla.
No es gratuito, entonces, que ya desde finales de los años sesenta y hasta los ochenta se planteara como alternativa el desarrollo y la renovación urbana para los sectores periféricos del centro o los mismos centros de la ciudad. Las alarmas sonaron temprano en proyectos como la renovación urbana de los barrios nororientales de Cali (1961-1964), del sector de Las Aguas en Bogotá en 1967, y del centro de Medellín en 1969, que se enfocaban en la erradicación de tugurios y en la rehabilitación de áreas deterioradas o con procesos de marginalidad urbana, que eran considerados patologías sociales. En los estudios sobre esos lugares, se planteaban, siguiendo parámetros internacionales, las necesidades de prevención, habilitación, erradicación absoluta de zonas tuguriales, rehabilitación de áreas en decadencia, conservación de áreas de interés histórico y redesarrollo o cambio de los usos del suelo. Dichos estudios tenían un marcado énfasis sociológico y determinaban propuestas generales y algo abstractas, que por su carácter descriptivo no daban cabida a propuestas de diseño urbano o arquitectónico.
Con las nuevas problemáticas que surgieron entre los años setenta y ochenta, la renovación urbana tomó otro aire gracias a las políticas propuestas y en parte implementadas, a partir de 1982, por el Banco Central Hipotecario. Las directivas de esta entidad bancaria argumentaron la necesidad de incentivar la renovación urbana, especialmente en los centros urbanos, como la manera expedita para frenar el deterioro físico y ambiental de la ciudad. Asimismo se planteó el “regreso al núcleo urbano” como mecanismo para detener la disparatada urbanización periférica que conllevaba altos costos sociales y políticos y el agotamiento del espacio urbanizable. La densificación, el aprovechamiento de la infraestructura de servicios, la proximidad a los sitios de trabajo, la descongestión vehicular, los proyectos de rehabilitación de bienes históricos y de mejor bienestar de los habitantes, eran otros de los argumentos esgrimidos para el incentivo de la renovación urbana en el centro. Como resultado de esta concepción, el bch promovió los proyectos de renovación urbana del Centro Sur de Bogotá (la Nueva Santafé en el antiguo barrio Santa Bárbara), del Parque Caldas en Manizales y del centro de Pereira, y los estudios que en el mismo sentido se propusieron para Cali, Armenia, Barranquilla y Bucaramanga. Incluso, el banco financió proyectos de recreación como el Sunrise Park de San Andrés y el Parque de la Caña en Cali, innovadores y de gran impacto urbano.
Sin embargo, ninguno de los tres proyectos de renovación urbana planteados se cumplió a cabalidad. La renovación del Centro Sur de Bogotá implicó la demolición de un sector histórico y tradicional, con una importante arquitectura del siglo xix y principios del xx, con el fin de dar paso a una urbanización para sectores de clase media, de la cual solo se construyeron tres de las nueve manzanas proyectadas. Todavía hoy, a pesar de la notable calidad arquitectónica del proyecto,16 se cuestiona la validez de una renovación urbana que demolió un patrimonio no monumental y dejó una gran cicatriz en la ciudad, pues de las manzanas arrasadas en 1984, apenas han sido utilizadas algunas —como el Archivo Distrital de Bogotá, por ejemplo—, y otras están a la espera de nuevos proyectos.
En el caso de Manizales, el proyecto de Manuel Javier Castellanos, también planteado en 1984, implicó la demolición de varias manzanas aledañas al Parque Caldas, para configurar tres de ellas con superbloques de apartamentos de cuatro pisos, un hotel y un centro comercial, que quedarían contiguos a la iglesia La Inmaculada. La única manzana construida fue la del centro comercial, con una arquitectura que recibió el Premio Atila por su baja calidad arquitectónica e inadecuación al contexto urbano. Finalmente, con el proyecto de renovación del centro de Pereira, elaborado por el mismo arquitecto de Manizales, uno de los edificios construido allí también recibió el premio otorgado a las arquitecturas menos deseables para los recintos urbanos.
A pesar de los intentos del bch con otros proyectos, como la participación en Ciudad Salitre de Bogotá, o la financiación y administración de la reconstrucción de Popayán después del terremoto de 1983, entre otros, la renovación urbana en Colombia fue un ejercicio que no prosperó, en buena medida debido a la crisis económica que dejó inconclusos o a media marcha los proyectos planteados. Las pocas obras terminadas y los postulados de construcción quedaron como antecedentes, en un periodo en el que la planeación urbanística era considerada una herramienta inútil, y, por el contrario, la construcción del espacio urbano era mirada, de acuerdo con algunos investigadores, como un escenario “abierto para las actuaciones individuales de agentes urbanísticos sin sujeción a norma alguna”.17 En este sentido, la renovación urbana estaba más interesada en la reproducción del capital que en el mejoramiento de las condiciones de vida y la habitabilidad de los pobladores de cada ciudad.
Las propuestas de renovación urbana de los ochenta, como las del sesenta, mantenían la intención de la recuperación del patrimonio y la erradicación de la marginalidad urbana en el centro, pero aportaban la idea de volver a residir en el centro urbano, generando mejores condiciones de habitabilidad, mediante operaciones inmobiliarias de vivienda multifamiliar. También, sin proponérselo explícitamente, introdujeron un cambio de mentalidad, en lo que después se conocería como proyecto urbano. Frente a las ideas generalistas de la planeación, estas propuestas de renovación incorporaron la escala intermedia con la actuación en un área específica, delimitada tanto en términos territoriales como en el tiempo, aunque en este caso con el énfasis puesto en el edificio, en el objeto arquitectónico individual, y no en la “pieza urbana”, como serían conocidas las intervenciones del llamado proyecto urbano.
Antes de que el proyecto urbano se hiciera explícito en los años noventa, y fuera incorporado al lenguaje del diseño urbano y acogido conscientemente en la actuación urbanística, de la renovación urbana se derivaron, directa o indirectamente, los denominados planes del centro, que también serían aportantes al desarrollo posterior del proyecto urbano. Entre 1986 y 1992 se plantearon, entre otros, los planes del centro para Cali, Bogotá, Bucaramanga y Medellín. Los planes de Cali y Bogotá tuvieron como disculpa la celebración de los 450 años de fundación de cada una de las ciudades.
El de Cali, realizado entre 1983 y 1985, dentro del Plan Cali 450 años,18 pretendía recuperar el centro articulando los espacios públicos —plazas, plazoletas, parques y paseos— y los principales edificios representativos del patrimonio —los teatros Municipal y Jorge Isaacs, el Palacio Nacional, el Convento San Joaquín, La Ermita—, con el río y los cerros aledaños —Tres Cruces, Cristo Rey y Belalcázar—; además, incluía la conservación y revitalización del tradicional barrio San Antonio. Las acciones emprendidas de peatonalización, recuperación de vías, arborización, amueblamiento, intervención y construcción de parques, fueron relevantes y destacadas en el proceso de cambio para tener una ciudad más humana, tanto por el valor dado al paisaje como por la devolución de lugares para el peatón, no obstante que la visión articulada, obedeciendo a una política general, se perdió y terminó en desarrollos parciales que, para algunos, fueron solo obras de maquillaje.
Mientras tanto, en Bogotá, el Plan del Centro, aprobado en 1986,19 buscaba construir ciudad estableciendo nexos entre esta y la arquitectura mediante dos tipos de acciones: intervenciones urbanas de alto impacto e irradiación, y obras de corto plazo que priorizaban el espacio público. En este plan fue fundamental hacer uso del diseño urbano para hacer intervenciones en pequeñas porciones de la ciudad (una escala menor) pero sin desdeñar ni perder de vista la relación que se podría establecer con un contexto urbano mayor. Desde esta concepción se ejecutaron obras importantes, abarcando desde la construcción de puentes peatonales hasta la remodelación de plazas —la del Rosario, por ejemplo—, pasando por la recuperación de andenes, mobiliario y ornato urbano, la peatonalización de calles —el Paseo Los Fundadores, en la avenida Jiménez y ligado a la plazoleta del Rosario—, y la intervención arquitectónica en cerramientos o portadas para conectar con la calle edificios institucionales aislados o negados a la ciudad. Si bien algunas de estas obras fueron criticadas por la baja calidad constructiva o las limitaciones arquitectónicas, o la concepción “efectista” de acciones de corto plazo con el desarrollo de proyectos puntuales,20 se resaltó a su vez el valor de ellas en su conjunto, porque era un proyecto de ciudad en función del hombre como usuario esencial de su espacio público. Según palabras de Fernando Correa Muñoz, con este plan se asiste, entonces, al
redescubrimiento de un urbanismo que relega el automóvil y la vía al puesto que le corresponde. Que retoma el ámbito urbano, el humanismo y la dignidad. La belleza como bien común y no como privilegio excluyente. Una planeación que se olvida del plan de masas y actúa sobre el lugar, la calle, la esquina, la plazuela, el barrio. Volvemos al tratamiento de la amenidad y la amabilidad. Del discurrir sereno y contemplativo del peatón.21
Lo expresado para Bogotá también lo fue para Cali y otras ciudades del país, donde este discurso comenzaba a ser expuesto y reclamaba su materialización en el espacio urbano. De esta manera, privilegiar al peatón y no al automóvil, humanizar la ciudad, generar un ambiente adecuado, diseñar y actuar en la pequeña escala para sumar en beneficio de la ciudad y desencadenar procesos, se convirtieron en la prioridad a partir de esos años.
Cada uno de estos efectos era buena parte de los propósitos del Plan del Centro de Bucaramanga, del cual se ejecutó el proyecto del Paseo del Comercio en 1988, ubicado en la antigua Calle Real, entre las carreras 15 y 20. En forma contraria al Paseo Los Fundadores de Bogotá, que permitía el tráfico vehicular, en el de la capital santandereana fue predominante el peatón, mientras que el automotor tenía un acceso limitado a situaciones especiales. Con todo esto, el caótico comercio informal se ordenaba y se reducía a las casetas que formaban parte del mobiliario urbano, junto a las bancas, la iluminación y la arborización. En el nuevo tratamiento de los pisos de esta área, se trabajó con materiales que jugaban con las texturas y las formas geométricas en la zona peatonal, y permitía diferenciar a este eje en el cruce con las calles vehiculares. Pero, al igual que en otras ciudades, la de Bucaramanga fue una intervención parcial.
La peatonalización de vías con tratamiento de pisos —especialmente el adoquinado— se convirtió en obra casi obligada en muchas ciudades y pueblos de Colombia, aunque en buena parte de los casos estos lugares terminaban como calles aisladas sin integración a un sistema urbano peatonal.
Un hecho urbano excepcional por sus implicaciones urbanas y arquitectónicas, derivado en cierto modo del Plan del Centro de Bogotá, es el Proyecto de Renovación Urbana del Parque Central Bavaria. Con él se transitó de la renovación urbana a la configuración del proyecto urbano en Colombia. En un lote de siete hectáreas, ubicado en el crucial sector del Centro Internacional, el cual había quedado en desuso por el traslado de la empresa cervecera que había estado allí desde el año de 1888, se planteó esta intervención concertada entre las autoridades municipales y la empresa privada, en otro hecho inédito en términos del desarrollo urbanístico. Se definió la concepción urbanística desde 1987, se inició su materialización en 1989 con las obras de restauración y se concluyó la primera etapa en 1994, incluyendo en esta la construcción del parque, la restauración de Cavas y Falcas, el reciclaje de las oficinas administrativas de la antigua compañía y la construcción de las primeras torres sobre la avenida Caracas. Luego, se continuó la obra hasta 1998 con otros proyectos de vivienda, cuando se suspendió por varios años debido a la crisis económica del país. Desde el 2003 hasta la actualidad se sigue trabajando allí en nuevos proyectos de torres de apartamentos.
En el proyecto de renovación urbana se mezcló el espacio público como estructurante del proyecto urbanístico, con el reciclaje y la restauración de edificaciones del patrimonio industrial, y el diseño de obras arquitectónicas contemporáneas destinadas a edificios comerciales, oficinas, vivienda unifamiliar, multifamiliar y de equipamiento.22 De oriente a occidente se definió un eje, el Parque Longitudinal o Las Ramblas, una gran área de quince mil metros cuadrados formada por cuatro recintos articulados —Plaza de las Palmas, Parque de los Pinos Romerones, la Rotonda Acústica y el Parque del Centenario—; mientras que transversalmente, de norte a sur, se extendió el Bulevar Bavaria, una especie de paseo peatonal con andenes arborizados, que se cruza con el Parque Longitudinal en un anfiteatro central, en donde la Rotonda Acústica funciona como centro geométrico del proyecto. Además de estos ejes, se configuraron plazas —de las Artes y del Café— para definir casi la mitad del área total como espacio público. Los edificios Cavas y Falcas, restaurados y reciclados como restaurantes, forman la puerta urbana sobre la carrera 13, para dar acceso a La Rambla. Los viejos edificios administrativos de la cervecería se reciclaron para crear una galería comercial, y, dentro del proyecto, los edificios de Las Malterías se destinaron para equipamiento, inicialmente para una biblioteca. Mientras tanto, las nuevas torres de apartamentos, de diferente diseño, mantuvieron cierta unidad de lenguaje con las edificaciones históricas, al hacer uso del ladrillo como material predominante.
En su conjunto, la de Bavaria es una obra que hace realidad la búsqueda de la tantas veces pedida “sana mezcla de usos”, es decir, la combinación de vivienda, comercio, servicios y recreación para garantizar su utilización y permanencia durante las veinticuatro horas del día, cumpliendo a cabalidad el objetivo reclamado a estos proyectos, de traer de nuevo a los habitantes a vivir en el centro como alternativa viable, con altas calidades habitacionales y ambientales. Hacia el exterior, el proyecto ha implicado una renovación y reactivación de un sector urbano sensible y de importancia para el centro expandido de la ciudad, por la ubicación cercana del Museo Nacional, el Planetario, el templo San Diego, las Torres del Parque, el Parque la Independencia, entre otros. Las características urbanísticas, entonces, permiten el usufructo de la ciudad y no el aislamiento, tal como ya lo había implementado desde los años setenta el cercano proyecto de las Torres del Parque del arquitecto Rogelio Salmona, lección que se había olvidado en los años ochenta a causa del miedo y el encerramiento. En síntesis, esta obra constituye una gran pieza arquitectónica urbana con equilibrio entre diseño urbano y arquitectónico, donde el patrimonio se integra a la nueva arquitectura, algo sin antecedentes en la ciudad colombiana y tal vez sin verdaderos emuladores.
En el caso del Plan del Centro de Medellín, formulado en 1992, no se tuvieron ni los alcances ni los desarrollos logrados en Bogotá, aunque sí hubo efectos concretos pero parciales en la definición de una nueva arquitectura urbana en el espacio público. El estudio realizado allí siguió la línea tradicional de diagnósticos sobre diferentes aspectos —económicos, sociológicos, de espacio público, transporte, problemáticas ambientales, de participación, etc.—, para terminar en una propuesta de intervención indicativa de principios orientadores y estrategias, sin llegar al diseño urbano en sí. Sin embargo, este plan planteó proyectos estratégicos en el espacio público, como la recuperación de la avenida La Playa y la construcción del Parque San Antonio. El eje de la avenida La Playa se recuperó lateralmente para uso peatonal y, aunque no fue una intervención a fondo como lo propusieron algunos arquitectos, dio inicio a su transformación y se convirtió en un proyecto determinante en la recuperación del centro de la ciudad a partir de este eje histórico. Entre tanto, el proyecto del Parque San Antonio fue considerado en su momento el principal proyecto estratégico del centro, y su implementación tuvo un gran impacto. El concurso para el diseño se abrió en diciembre de 1992 y la obra se inauguró el 14 de diciembre de 1994.23 El resultado fue un espacio de 3.300 m2, en una superficie donde se combinaron la forma del parque tradicional y la plaza cívica y de eventos, todo enmarcado lateralmente por dos galerías comerciales abiertas. En el costado sur se ubica la iglesia que le da nombre al parque, y, en la parte norte, el teatro al aire libre; esto es, la tensión entre dos polos: la arquitectura patrimonial, por un lado, y el nuevo escenario urbano, por el otro. Este proyecto implicó la reactivación urbana de un sector que estuvo abandonado desde los años setenta por la construcción de la avenida Oriental y la avenida San Juan.
En algunos casos de ciudades intermedias no se plantearon planes del centro, pero sí se mostró interés por mejorar la imagen de la centralidad urbana. La preocupación por el máximo espacio público y referencial de pueblos y ciudades de Colombia ha sido recurrente, desde la transformación de las viejas plazas coloniales y los parques republicanos del siglo xix y principios del xx, hasta las múltiples intervenciones, incongruentes y a veces fatales, realizadas a lo largo del siglo xx. En suma, estos parques perdieron su enorme valor y significado, en la medida en que el ciudadano no siguió encontrando allí, en los años setenta y ochenta, el espacio de socialización y el referente urbano, sino que, por el contrario, empezó a experimentar temor frente al caos, la informalidad o la apropiación vehicular, al punto que muchos se convirtieron en verdaderos parqueaderos o paraderos del transporte urbano.
De ahí se desprende que a finales de los años ochenta se vuelve la mirada sobre estos espacios, ya no solo como los escenarios fundacionales y referenciales del ciudadano, sino entendidos desde las nuevas posibilidades que podrían brindar para la escena urbana, algo que se prolongaría en los años noventa en distintas partes del país, como Manizales, Pereira, Armenia, Itagüí o Pasto, todas ciudades medianas.
En este caso de los parques principales, uno de los ejemplos más destacados es la Plaza de Bolívar de Manizales, diseñada por el arquitecto Héctor Jaramillo Botero a finales de los años ochenta. Este fue un proyecto que inicialmente pretendió dejar todo el espacio para el peatón, proponiendo túneles que permitieran la circulación vehicular por debajo del parque. A pesar de no lograr ese objetivo fundamental, el proyecto, mediante una intervención rigurosa y aun aséptica, configuró un gran espacio ciudadano para la actividad cívica, política, cultural y lúdica. La plaza escenario, en este ejemplo, se logra por la explanación de una topografía fuertemente inclinada, lo que permite a su vez que el talud, por tres de los costados, se transforme en escalinata y gradería, abrazando ese espacio libre plano a manera de ágora. Con esta intervención se logró la vinculación visual entre el máximo símbolo religioso, la Catedral, diseñada por el francés Julián Polty en los años veinte, que se levanta en la parte alta del costado sur, y el símbolo político del edificio de la Gobernación de Caldas, obra del norteamericano John Wotard, ubicado en la parte baja del costado norte. Con líneas demarcadas en el piso por materiales vitrificados, se establece gráfica y espacialmente el eje que relaciona la puerta de la gobernación con el pedestal —a manera de escueto tótem—, que es a su vez la base de la escultura de Bolívar, elaborada por el escultor antioqueño Rodrigo Arenas Betancur. Además, dos ejes laterales conformados por árboles “separan” los andenes de los costados oriental y occidental, del espacio central de la plaza, sin obstruir su relación visual. En suma, el de la Plaza de Bolívar es un proyecto que con pocos elementos logra una gran dimensión espacial y estética, por lo cual fue ganador de una mención de diseño arquitectónico en la XIII Bienal de Arquitectura de 1992.
Una intervención menos lograda y contundente que la de Manizales, pero que formó parte de las obras que persiguieron el interés de la época por el espacio público central, fue la del parque de Itagüí, en Antioquia, diseñado en 1989 por Carlos Julio Calle Jaramillo, Carlos Eugenio Calle Bernal y Carlos Alberto Ceballos Abad. En él se intentó mantener un equilibrio entre el parque arborizado y un nuevo recinto cívico; un espacio para el ocio y la recreación pasiva que enmarca el espacio ciudadano central alrededor de la escultura de Bolívar. Los nichos y muros ajardinados, que crean pequeños recintos, establecen una discontinuidad visual y fragmentan todo el lugar.
El caso de Pasto, por otra parte, es singular, en la medida en que el proyecto ganador del concurso nacional para la remodelación de la Plaza Mayor o Plaza de Nariño no se ejecutó, y la administración determinó elaborar, entre 1991 y 1992, un proyecto distinto que intervino drásticamente la arborización existente y derivó en un cambio de pisos de adoquín cerámico y la ubicación de jardineras. Entre tanto, el proyecto para la Plaza de Bolívar de Pereira incluía la peatonalización de las calles aledañas, lo que no se cumplió y solo se aplicó en el propio espacio de la plaza, que tenía como gran determinante el famoso Bolívar desnudo del escultor Rodrigo Arenas Betancur, ubicado sobre el costado oriental (calle 19). A partir de esta obra se ordenó el parque como un gran recinto abierto enmarcado por un “pórtico vegetal” —dos líneas vegetales, una de palmeras a manera de columnata, y otra de árboles— en los otros tres costados, y con un hemiciclo de astas de bandera en la parte oriental. Todo el conjunto se encuentra rehundido un nivel inferior al de calle, y el piso es de adoquín de arcilla con líneas en forma de espina de pescado que señalan el eje del Bolívar.
A pesar del empobrecimiento de lo buscado en los planteamientos de muchos proyectos al momento de materializarlos, el espacio público fue el eje neurálgico de ellos, y desde entonces comenzó a tener otras connotaciones, a valorarse como fundamento de la ciudad, hasta alcanzar una dimensión política sustancial, al ser incorporado en la Constitución de 1991,24 formar parte de la política urbana Ciudades y Ciudadanía de 199525 que considera que “la vida colectiva de la ciudad toma cuerpo” allí,26 y ampliarse e incluirse definitivamente como determinante urbana en la Ley 388 de 1997, con lo que quedó como componente estructurante de ciudad en los planes de ordenamiento territorial de las urbes de Colombia.
Entre finales de los años ochenta y mediados de los años noventa del siglo xx, en distintas ciudades colombianas hay un proceso de transición entre la renovación urbana, los planes del centro y el inicio de los proyectos urbanos definidos desde los pot municipales. Unas veces paralelos y otras complementarios a dichos planes del centro, se adelantaron proyectos puntuales en sectores abandonados o en áreas deterioradas. En unos casos, con la restauración de edificios históricos asociados a proyectos de espacios públicos anexos; en otros, con nuevas obras, pero cuidadosamente insertadas en el contexto urbano, y en algunos más, con proyectos nuevos que pretendían ser puntos de referencia o desencadenantes de los futuros desarrollos. Entre estos últimos también se ubican los edificios para terminales de transporte, que trasladaron ciertas funciones de los centros a otras áreas periféricas, descongestionándolos, mejorando la movilidad y convirtiéndose en ejes dinámicos de los sectores donde fueron insertados.
Aquel tipo de obras son piezas singulares de gran calidad arquitectónica, aunque minoritarias en un paisaje urbano dominado por las arquitecturas comerciales, bancarias o financieras, que se establecieron como los nuevos referentes del paisaje urbano y se erigieron como las determinantes de la arquitectura de “buen gusto” —no necesariamente de buena calidad—, novedosas en su despliegue de formas, tecnologías y materiales, especialmente en nuevas áreas de expansión o en sectores que se autoproclamaron nuevos “centros urbanos”, ya fueran centros comerciales o financieros. Basta señalar lo que significó urbanística y arquitectónicamente la configuración en Medellín del sector de la Milla de Oro o Strip de Medellín, sobre la avenida El Poblado, en los límites con Envigado: un gran muestrario de arquitecturas posmodernas, aún hoy en proceso de densificación. O en Bogotá, donde muchas corporaciones y entidades financieras y bancarias se ubicaron en la calle 72 y en sectores aledaños, también con diversidad de propuestas arquitectónicas en altura, levantadas, como en El Poblado de Medellín, sobre las antiguas casonas.
Lo contrario a este cosmopolitismo urbano era lo que pretendían aquellas pocas piezas de arquitectura urbana señaladas en los párrafos siguientes, que buscaban ser referentes paliativos y regeneradores de la ciudad, como en muchos casos verdaderamente ocurrió. Inicialmente, estas obras no fueron pensadas como parte de un proyecto más amplio, sino como acciones aisladas, con la intención de que en un futuro vago sirvieran como parte de un proyecto mayor no formulado entonces. En muchos de esos casos, los proyectos urbanos diseñados posteriormente las tomaron en cuenta, las tuvieron como punto de partida o las incluyeron como determinantes.
En Medellín fueron varias las obras significativas que pretendieron esta revitalización urbana. Una primera obra por destacar es el proyecto del Teatro Metropolitano, inaugurado en febrero de 1987, con diseño del arquitecto Óscar Mesa Rodríguez. Este, junto con el cercano Palacio de Exposiciones, construido en los años setenta, se convirtió en determinante para el desarrollo posterior del sector de La Alpujarra II, complementario al centro administrativo. La imagen arquitectónica, clara y contundente por sus prismáticos y austeros volúmenes de ladrillo —un rigor y ortodoxia geométrica que se va descomponiendo en un juego de alturas, entrantes, vacíos, luces y sombras—, lo erigió desde entonces como un símbolo de la ciudad metropolitana y el hito obligado del desarrollo posterior del sector. Cinco años después, en 1992, se comenzaría a construir en sus proximidades, en la parte norte, la sede administrativa de las Empresas Públicas de Medellín, la cual se inauguró en 1996:27 un edificio que se convertiría en el ícono urbano de los años noventa, reconocido popularmente como el “Edificio inteligente”. Ambas construcciones se convirtieron luego en parte y contraparte de los lenguajes con los que se definió e hizo tránsito la arquitectura urbana durante estos años, no solo en Medellín sino también en toda Colombia. Mientras en el Teatro Metropolitano el arquitecto apela con virtuosismo a una tradición moderna colombiana, por el carácter de sus formas y el uso del ladrillo, en el nuevo edificio se incorpora una versión local del high tech, es decir, arquitectura de alta tecnología, tratando de seguir las formas del edificio Lloyds de Londres, terminado de construir en 1986 con diseño del arquitecto Richard Rogers, siendo el de Medellín, más que un homenaje o una reinterpretación, una cita literal. Entre la acomodación topológica del primero y la novedad relumbrante del segundo, se fue dando forma a un área de expansión del centro de Medellín, para reconfigurar una centralidad metropolitana acorde con la realidad territorial, la cual, desde el urbanismo y la arquitectura, tendría una segunda etapa, a partir de 1998, dentro de un plan parcial, como parte de los proyectos del pot.
Ya no con piezas arquitectónicas de nuevo diseño y en áreas vacantes por fuera del propio centro, sino en el interior de este y acudiendo a lo preexistente, se trató de reorientar la manera de concebir la ciudad. Ante el arrasamiento de la arquitectura histórica en beneficio de la comercial, se dio inicio a la recuperación de un número limitado pero representativo de edificios históricos, pretendiendo con ellos intervenir a su vez el entorno inmediato. El Paraninfo de la Universidad de Antioquia y la Plazuela de San Ignacio, el Palacio de la Cultura y la Plazuela Nutibara, la Estación del Ferrocarril de Antioquia, el Puente de Guayaquil y el sector aledaño de la antigua Plaza de Cisneros son representativos de este tipo de intervenciones.
La restauración del Paraninfo de la Universidad de Antioquia28 se inició en 1986, y una primera etapa culminó en 1993, con el complemento de la intervención sobre la Plazuela de San Ignacio. La totalidad de la restauración continuaría hasta 1999. Allí se recuperó un pequeño oasis interior de patios, jardines, claustros y galerías, ajeno al tráfago exterior, lo mismo que tres fachadas urbanas, entre ellas la del acceso que está sobre la propia plazuela, que, con la intervención en pisos, monumentos, amueblamiento y arborización, revaloró un recinto urbano, pequeño en dimensiones y escala, pero significativo en términos urbanos e históricos. La restauración en tal sentido fue integral, pues abordó tanto el edificio como el espacio público.
La acción emprendida implicó la recuperación del sector, al que se le sumaría uno de los pocos edificios nuevos, representativos, de singular valor, cualificados y aportantes a la configuración del paisaje urbano en el centro de la ciudad, esto es, el edificio de la Unidad de Servicios San Ignacio de la caja de compensación Comfama, un proyecto diseñado por el arquitecto José Nicholls Posada (Codiseño J. Nicholls P. Ltda.), que planteaba un reto por la ubicación sobre el costado sur de una plazuela singular por su rectangular y mínima forma, por el valor histórico y por el grupo de edificios ubicados allí, pues aparte del Paraninfo de la Universidad de Antioquia están la iglesia y el claustro de San Ignacio, además de otros edificios del siglo xx, también importantes en su arquitectura. La obra realizada allí mantuvo la relación mediante una fachada de dos pisos, que complementa el marco de la misma y la escala. Un soportal o arcada en la fachada sobre el mismo andén establece el diálogo del edificio con el espacio público, y crea un recinto urbano para el usuario y el peatón; casi sobre el eje de la fachada, se levanta la torre de oficinas, con la parte menor del volumen sobre la fachada principal. Se destacan en este proyecto la arquitectura contemporánea de líneas posmodernas con gestos historicistas —frisos, cornisas y balaustres— y volúmenes grisáceos en bloques de texturas, en un conjunto que complementó y le dio vitalidad a esta parte del centro de Medellín a principios de los años noventa, lo cual se complementaría en los últimos años con la intervención en el claustro de San Ignacio y, en la parte contigua, con la restauración de la Facultad de Derecho —entre los años 2006 y 2007—, hasta recuperar y configurar uno de los pocos sectores históricos de la ciudad.
El antiguo edificio de la Gobernación de Antioquia o Palacio de Calibío, al ser trasladadas las oficinas administrativas a La Alpujarra, fue transformado en el Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe. El proyecto de restauración del edificio se adelantó entre 1987 y 1999, recuperando la arquitectura y los espacios interiores después de años de deterioro, alteraciones y desidia. Sin embargo, la articulación de este edificio con la ciudad fue traumática, en la medida en que el espacio público complementario, esto es, la Plazuela Nutibara, fue cercenada con las obras del viaducto del Metro, el cual se empezó a construir también en 1987. Además de eso, el propio viaducto ocultó la fachada principal, pues la mole de cemento se construyó a pocos metros sobre el espacio público y a la altura de los pisos superiores del palacio, lo que constituye un acto de poca sensibilidad y sin ninguna consideración por la escala y las proporciones. Las obras de intervención en el espacio público del Metro trataron de paliar la crítica situación mediante el rediseño de la plazuela y la construcción de un pequeño anfiteatro para eventos culturales públicos, enmarcado por un edificio comercial; modificaciones que duraron poco tiempo, pues para el año 1999, con el proyecto Ciudad Botero, se demolieron las obras recién construidas y las viejas edificaciones aledañas, con lo que el palacio quedó como el único edificio de la manzana. En medio de esta propuesta, el edificio diseñado por el arquitecto belga Agustín Goovaerts en los años veinte, del cual solo se construyó una cuarta parte, se mantuvo con su controversial arquitectura en el foco de interés, ya no como sede de la institución política, sino como hecho patrimonial y cultural, pero definiendo con su simulada imagen pétrea el desarrollo urbano posterior en sus inmediaciones.
El otro edificio representativo, dentro del grupo de obras patrimoniales restauradas en estos años, es el de la estación principal del Ferrocarril de Antioquia.29 La estación se ubicaba prácticamente en los límites del centro de la ciudad: la antigua Plaza de Mercado de Guayaquil y el nuevo centro administrativo, iniciado en 1975 pero aún inconcluso cuando comenzaron las obras de restauración de la estación en 1985. Esta obra fue la primera que se empezó a recuperar, por lo que se constituyó en un llamado a salvar el patrimonio de Medellín. La primera etapa se entregó en 1987, y la segunda, en 1992. Debido a su ubicación, la estación se convirtió en símbolo de una arquitectura pasada, pero de gran valor, contrapuesta a la ya gastada, poco elocuente y pesada de la modernidad racionalista de los nuevos edificios institucionales que se culminaban en sus proximidades. A la vez, esta restauración fue un reclamo para rescatar el conjunto de obras, también inmediatas, de los edificios Carré, Vásquez, pasaje Sucre, entre otros, en el sector de Guayaquil, algo que se cumpliría solo parcialmente y muchos años después. Es importante señalar que, por estos mismos años, se restauró el antiguo Puente de Guayaquil,30 una obra de arquitectura civil construida en 1876 para comunicar el sector de la plaza de mercado con la zona agrícola del occidente del Valle de Aburrá, cruzando el río Medellín. Dicha obra, aislada en el momento de la intervención por estar en medio de vías de alta circulación, se articuló con el Paseo del Río mediante una plazoleta, convirtiéndose así en un espacio urbano significativo, especialmente en la época navideña; posteriormente, este espacio fue punto de partida para plantear el proyecto del Paseo Urbano Peatonal de la carrera Carabobo.
La recuperación de estaciones del abandonado sistema ferroviario colombiano no se dio solo en Medellín, sino que se extendió por todo el país. Ya se había iniciado en los años setenta con la estación principal de Manizales, convertida en sede universitaria, con la definición de sus sectores aledaños como un espacio público urbano. Pero el deterioro de estas obras arquitectónicas, tan importantes en la primera mitad del siglo xx, condujo a su reciclaje en algunas ciudades. Es el caso de la estación de Chiquinquirá, perteneciente al Ferrocarril del Norte y diseñada por el francés Joseph Maertens. La obra fue restaurada en 1987, con la dirección del arquitecto Daniel Restrepo Zapata, por la Fundación para la Conservación y la Restauración del Patrimonio Cultural Colombiano. El edificio, con su afrancesada arquitectura ecléctica, de vestíbulo y mansarda, arcada y frontones, yesería y hojaletería, se relacionó con un parque contiguo para generar un espacio urbano, hoy convertido en la Casa Cultural Rómulo Rozo, después de un tiempo considerable sin uso. Algo similar ocurrió con el edificio de la terminal del Ferrocarril del Pacífico en Buenaventura, un proyecto realizado por el italiano Vicente Nasi, construido en 1930 y pionero en términos de las arquitecturas de vanguardia en Colombia. Fue remodelado y restaurado en 1985 por el arquitecto Guillermo Rodríguez, para ser dedicado a los servicios médicos de los empleados de la empresa Puertos de Colombia.
De las acciones puntuales de los años ochenta, se pasó, a partir de 1992, a una acción más sistemática, mediante el programa de “Reciclaje de las estaciones del ferrocarril”, propuesto desde el Instituto Colombiano de Cultura. Aunque sus efectos no fueron tan amplios como se pretendió en muchos pueblos y ciudades de Colombia, estas estaciones tuvieron nuevos usos como centros comerciales, terminales de transporte o centros culturales; tal es el caso de la estación de Neiva, que para 1994 fue convertida en una casa de la cultura, o la de Palmira (Valle del Cauca), que fue restaurada y su bodega reciclada hacia 1997. Lo interesante en este último caso es que la intervención no se centró únicamente en la antigua estación del Ferrocarril del Pacífico, un bello edificio de dos pisos de corte neoclásico, con porche, terraza balaustrada y remante en frontón triangular, sino que se extendió a la bodega y más generosamente a los sectores aledaños para configurar un parque.31 De esta manera, Palmira reutilizó las antiguas edificaciones, recuperando sus calidades arquitectónicas en estucos, yeserías y marquesinas, para convertirse en sede de instituciones municipales, y sumó un espacio público arborizado, con jardines y amueblamiento urbano.
Otra pieza arquitectónica patrimonial singular, cuya intervención y recuperación tuvo efectos desencadenantes en el entorno inmediato y sirvió como soporte estructurante a proyectos posteriores, fue la restauración del Edificio y la Plaza de la Aduana en Barranquilla. Este edificio, diseñado por el ingeniero norteamericano Leslie Arbouin y construido entre 1919 y 1929, fue restaurado desde 1992 por la firma González Ripoll y Asociados, y reinaugurado en 1994. El proyecto para la restauración fue elaborado por un grupo de arquitectos conformado por Katia González, Francisco González, Carlos Hernández y Eduardo Samper;32 con su nuevo uso, fue dedicado a oficinas de comercio, salas culturales, sede del Archivo Histórico del Caribe y sede de la Biblioteca Luis Eduardo Nieto Arteta. Pero más que esto, desde entonces se convirtió en elemento referencial para la recuperación de la memoria urbana y arquitectónica del puerto, por lo cual se ha considerado como “el mayor símbolo revivido del centro” (véase figura 1). Contiguo a este edificio de vivos colores ocres, se restauró la estación Montoya, que perteneció al Ferrocarril de Bolívar y fue construida por los ingleses en 1871. Ambas obras son referencia de una ciudad portuaria, fluvial y férrea, que conectó al país con el mundo, y por donde llegó buena parte de la modernidad, no solo en cuanto a infraestructura, sino también en el aspecto cultural. El edificio de la Aduana y la estación Montoya dan cuenta, así sea de manera resumida, de la pluralidad de formas y estilos arquitectónicos que se desplegaron en una ciudad cosmopolita, centro de convergencias de colonias procedentes de diversas partes del mundo, las cuales enriquecieron con sus formas, colores y diversidad cultural el espacio urbano y arquitectónico. Uno pequeño, la estación, compacto, con muros de ladrillo con esquinas almohadilladas, balcones de hierro, remate en hastial y cubiertas inclinadas, da cuenta de la arquitectura inglesa antillana; y el otro, la Aduana, extendido en su horizontalidad, con la gran galería frontal de arcos rebajados, un preciso ritmo de ventanas separadas por columnas inscritas en el segundo piso —en correspondencia con la arcada del primero—, vanos enmarcados, friso corrido y una columnata adelantada como soporte del frontón triangular saliente que remata este cuerpo central, es expresión del historicismo en boga durante aquellos años de su construcción.
Figura 1. Diseño del proyecto inicial: Leslie Arbouin; restauración: González Ripoll y Asociados. Antiguo Edificio de la Aduana. Barranquilla, 1994.
Foto: Leandro López.
La recuperación de estas edificaciones definió un gran recinto urbano estratégicamente ubicado cerca al río Magdalena —por los caños Los Tramposos y Las Compañías—, cuando este era el epicentro comercial, y ahora, en todo el vértice del Distrito Histórico, en la convergencia de calles y avenidas principales de la ciudad, se constituye en uno de los dos centros históricos con los que en la actualidad cuenta Barranquilla, junto con el barrio Prado, declarado así en 1994. A la par de Manizales, Barranquilla posee uno de los más significativos centros históricos no coloniales de Colombia. Arquitecturas modernistas, eclécticas, historicistas, neoclásicas, art decó, caribeñas, híbridas y singulares, de finales del siglo xix y principios del xx, determinan este centro junto a arquitecturas más contemporáneas como las de los edificios del desagregado Centro Cívico propuesto en los años cincuenta, entre los que destaca el famoso Palacio Nacional diseñado por Leopoldo Rother. Todo un centro histórico que tuvo una posibilidad de emerger de la desidia y la creciente pauperización espacial, a partir de un proyecto desencadenante como lo fue el Edificio y la Plaza de la Aduana.
En síntesis, se puede decir que en muchas ciudades y centros urbanos colombianos las acciones en la recuperación del patrimonio y el espacio público se convirtieron en determinantes para rescatar del caos, la inconformidad y el deterioro a los centros urbanos. A partir de estas acciones, los centros de las ciudades se convirtieron en referentes para la renovación urbana y empezaron a ser, nuevamente, una alternativa de residencia, con lo que se recuperó una función que se había ido perdiendo en los decenios anteriores por las causas ya señaladas.
En otras ciudades no se recurrió a restaurar viejas edificaciones para intervenir en determinados sitios y buscar con ello la regeneración urbana, sino que se optó por la construcción de nuevos proyectos, en unos como hechos aislados pero con determinantes urbanas, y en otros insertos en contextos urbanos sensibles por su importancia histórica. Cuatro ejemplos en tres ciudades distintas dan cuenta de este tipo de piezas arquitectónicas urbanas, que además tienen un elemento en común: la participación en el diseño, ya de manera individual o ya en forma colectiva, del arquitecto Rogelio Salmona. No es un hecho casual, en la medida en que Salmona, desde antes de los ochenta, forcejeaba por una arquitectura que fuera un rostro de la ciudad y del espacio urbano, lo que, según él mismo sostenía, ya había obtenido en las Torres del Parque de Bogotá, paradigmático proyecto terminado en 1971.
El primer ejemplo es el Museo Quimbaya, ubicado en el norte de Armenia, en el cruce de la avenida Bolívar con la avenida 19 de Enero. Es un proyecto de 1983 bastante controversial dentro de la obra de Salmona; se le ha criticado el uso de los mismos elementos compositivos —los patios en diagonal y yuxtapuestos—, de detalles arquitectónicos e incluso del ladrillo como material determinante. En general, se habla de la inadecuación al medio, al contexto, al clima o a la tradición arquitectónica, de tal manera que algunas soluciones espaciales, formales y de detalles arquitectónicos que en otras obras funcionan de manera adecuada y resaltan, aquí pierden valor y disuenan. Incluso se señaló lo poco grato y lo no apto para la museografía. La obra, defendida con ardor por el diseñador, pretendía también ser una especie de museo parque, algo que aparentemente no se lograba en un inicio por su misma localización fuera del centro de la ciudad y en el ángulo de confluencia de vías de alto tráfico. Con una escala discreta, la obra, independientemente de las discusiones planteadas, termina por imponerse como una pieza arquitectónica urbana especial dentro de la ciudad, como un referente, no solo por la personalidad de su arquitecto diseñador —de por sí un valor agregado—, sino también por la manera como convoca y se vuelve determinante del desarrollo urbano del sector donde se implantó.
El segundo ejemplo corresponde a un proyecto de Cali. Este no pretendía desencadenar otras acciones en el entorno inmediato, sino aportar al mejoramiento urbano desde el propio lugar de la implantación. Se trata del edificio para la Fundación para la Educación Superior, fes, terminado en 1987,33 ubicado en el centro histórico de Cali, contiguo al Teatro Municipal, a la primera sede de la Gobernación del Valle y al Centro Cultural del Banco de la República, formando con estas edificaciones una esquina singular por la diversidad de temporalidades y arquitecturas. Los arquitectos Rogelio Salmona, Raúl H. Ortiz, Pedro Alberto Mejía y Jaime Vélez no acudieron a la mimetización de la obra, sino a contraponer una arquitectura contemporánea frente a lo histórico, pero manteniendo una continuidad de escala, de paramentos y de alturas con el entorno. A pesar del riguroso geometrismo formal, la edificación establece relaciones con la calle y la ciudad, mediante la galería porticada que protege del calor y aumenta la posibilidad de circulación peatonal en relación con el estrecho andén; al igual que el gesto del ochave esquinero que, sumado a los existentes en las otras esquinas, amplía la perspectiva visual y el espacio de la esquina, prolongándolo además hacia el interior, con una diagonal que conduce a la plazoleta y a los distintos espacios —cafetería, restaurantes y locales comerciales— que extienden lo público en el interior. El ritmo de los vanos se puede entender en tanto sigue la misma relación establecida en la arquitectura tradicional contigua. El uso del ladrillo, criticado por un sector de arquitectos, era, en ese momento, un fuerte contraste al encalado predominante en las fachadas del sector más inmediato, pero se justificó no solo desde el ejercicio arquitectónico de Rogelio Salmona y el mismo Raúl H. Ortiz, sino desde la tradición caleña expresada en la famosa Torre Mudéjar, símbolo de esta ciudad. El edificio de la fes mantuvo la coherencia urbana y participó de la recuperación de este sector histórico, el barrio San Antonio, motivo de preocupación, propuestas y acciones para lograr su revitalización en los años ochenta, desde el mismo plan centro ya señalado (véase figura 2).
Figura 2. Rogelio Salmona, Raúl H. Ortiz, Pedro Alberto Mejía y Jaime Vélez. Sede Fundación fes Social. Cali, 1987.
Foto: Luis Fernando González Escobar.
Por último, no porque no existan más en el país, sino por la necesidad de ilustrar a partir de unos pocos ejemplos sobresalientes, es importante señalar dos obras que se implantaron en lotes que quedaron sin uso por varios años después de la demolición del barrio Santa Bárbara, en Bogotá, para realizar allí el proyecto de la Nueva Santafé, que, como ya se expresó, fue liderado por el Banco Central Hipotecario. Situadas a poca distancia la una de la otra, estas obras cumplen con la intención de cicatrizar la herida de aquel sector destruido a principios de los años ochenta, y con revitalizar este espacio perteneciente al centro histórico de Bogotá. Ambas construcciones tienen funciones y escalas opuestas, aunque con lenguajes similares, dentro de la misma grafía, textura, planteamientos y poética propios de la obra de Salmona.
Una de estas obras es el Centro Comunal Nueva Santafé, que sirve a esta urbanización y en esa medida es su escala o magnitud, pues es un proyecto de dimensiones reducidas que responde a un programa, si se quiere, de tipo barrial. Totalmente horizontal —un piso y un sótano—, el centro aprovecha la pendiente del terreno en el sentido oriente-occidente para no impedir la vista desde los apartamentos vecinos hacia la ciudad y el poniente de la sabana. Ese manejo respetuoso en escala no significa modestia arquitectónica ni pérdida de majestuosidad, ya que esta es provocada por los espacios generados a partir del patio ceremonial central que se halla enmarcado por galerías que conducen a los salones y al auditorio. Así, aparentemente modesto en su exterior por la relación que establece en la escala barrial, en su interior ofrece sorpresas visuales como los juegos de sombras y luces producidos en los recorridos por galerías, escalaras y terrazas que están enmarcadas por medias bóvedas, muros en celosía, texturas y detalles en el manejo del ladrillo, algo tan propio de la obra de Salmona como presente, por lo mismo, en otras de sus obras anteriores y posteriores a este proyecto realizado entre 1994 y 1997, en colaboración con los arquitectos Julián Guerrero y Pedro Mejía.
El otro proyecto, el Archivo General de la Nación, sobrepasa la escala barrial y tiene connotaciones nacionales, al menos en términos simbólicos. En tal medida, esta obra, diseñada y construida entre 1988 y 1992, alcanza dimensiones significativas porque se enlaza magistralmente con el espacio urbano y el paisaje bogotano, pero desde su significado poético trasciende los propios límites materiales y territoriales. Como construcción y pieza arquitectónica, sirve a los propósitos de ir cosiendo el tejido urbano, de ir sumando obras de valor que complementen el centro histórico, máxime por su cercanía con el palacio presidencial. La obra consta de dos volúmenes cúbicos separados por una calle pero a la vez unidos por dos túneles y un puente en los pisos superiores. El volumen sur —de cinco pisos, teniendo en cuenta los dos sótanos— es totalmente volcado al interior, ya que es el depósito de los archivos, por lo cual es el recinto privado, lo que se denota en las fachadas con vanos cuadrados calados que sirven para darle unidad al lenguaje arquitectónico, junto con las franjas horizontales también en calados, que impiden la entrada de luz en el interior, donde se conserva la memoria del país.
El volumen norte es el recinto público, de ahí su apertura a la ciudad tanto en sus fachadas como en los espacios para investigadores y público en general. Tiene como centro un gran patio que se une a la ciudad por una diagonal enmarcada hacia la carrera Quinta y la calle Séptima, lugar de acceso pero también de relación visual siguiendo un eje que parte del centro del patio, pasa por la aguja de la torre de la iglesia del Carmen y sigue hacia los cerros Guadalupe y Monserrate en la lejanía. Desde el patio hay una transparencia hacia las fachadas debido a la continuidad de los vanos de las ventanas, en este caso no con calados como en el volumen sur, sino con vidrios, lo que permite esta relación visual interior-exterior. A su alrededor, a nivel del primer piso, hay salas de investigadores y auditorios; en el segundo y el tercer pisos, oficinas, y arriba, terrazas para recorrer y contemplar el paisaje urbano. En la parte nororiental, afuera del volumen, una esquina aguda e inclinada completa el patio interior como espacio público, formando así terrazas en medio de eras arborizadas y ajardinadas.
El resto es maestría en el manejo de detalles y texturas: todo un repertorio en el empleo del ladrillo, en pisos y muros, en cada esquina, en cada remate superior o lateral, y en todos los marcos de vanos de ventanas y puertas. Pero más allá de este repertorio que está presente en cada obra de Salmona, antes y después del Archivo General de la Nación —sin despreciar los ostensibles logros particulares en esta pieza arquitectónica—, el patio constituye uno de los mayores símbolos de la arquitectura urbana colombiana. Es un espacio que ordena los otros espacios del archivo y lo conecta con la ciudad, con el paisaje lejano y, ante todo, con la memoria del país. La rosa de los vientos inscrita en la superficie del piso de este gran patio es la orientación del mapa de la memoria y la historia de un país, simbolizado por los trazos de la arquitectura de este edificio.
Necio es decir que en los años ochenta, más allá del centro de las ciudades del país, se extendía la trama urbana planificada o informal, incluida dentro de los procesos legales o marginales. En uno y otro caso la arquitectura urbana no fue precisamente la constante; en realidad lo predominante fue una sumatoria de casas y edificios con poco sentido de lo urbano, que vorazmente ampliaban la frontera urbana. Escaseaban, entonces, los espacios de encuentro, recreación, ocio, lúdica y civilidad, y se notaba la ausencia de una arquitectura pensada para la ciudad y lo público, con valores estéticos sobresalientes que descollaran en ese paisaje unificado y empobrecido. No obstante, en estos mismos años se materializaron algunos proyectos significativos que se salieron de este lugar común para buscar alternativas de desarrollo y vida urbana. Estos proyectos en buena medida partieron de los planteamientos del economista de origen canadiense Lauchlin Currie, quien planteó el concepto de “ciudades dentro de la ciudad” como manera realista de entender que el crecimiento y la expansión urbana de escala metropolitana eran imposible de frenar, y por tanto era mejor encausarlos mediante comunidades planificadas de suficiente tamaño como para ser verdaderas ciudades, que tuvieran la densidad necesaria para contar con todos los servicios requeridos, pero que, a la vez, siguieran teniendo las proporciones adecuadas para mantenerse compactas y transitables, sin los problemas de las grandes metrópolis. Esta ciudad planificada debía contar con todos los servicios comunales —centros de salud, guarderías, escuelas—, comerciales, de recreación y sistemas de transporte internos y externos.34
Esta idea fue formulada desde los años setenta y se aplicó en algunos espacios en los años ochenta. Estas comunidades buscaban configurar entornos urbanos más amables, ya fuera de manera autónoma o como continuidad de la ciudad, pero estructuradas a partir de la movilidad, el espacio público y el equipamiento. No se partía de la vivienda, sino que se llegaba a ella teniendo como eje la arquitectura urbana. Tres ejemplos son sobresalientes en estos años: Ciudad Salitre, Ciudad Tunal II y Ciudadela Colsubsidio, las tres en Bogotá, con concepciones urbanísticas distintas y enfocadas a grupos sociales diferentes.
Ciudad Salitre es un proyecto pensado desde 1967, que se discutió en los años setenta a partir de la propuesta “ciudades dentro de la ciudad”, pero que igualmente se inspiró en diferentes proyectos urbanos del mundo,35 y se concretó en los años ochenta a partir de la concertación de los sectores público y privado, no para hacer una nueva ciudad ideal como al principio se pensó, sino como un modelo urbano alternativo para consolidar un nuevo eje de actividades múltiples en la zona occidental del centro de Bogotá, ayudando a la ampliación de este, a la descongestión del resto de la estructura urbana y al desarrollo de la totalidad de la ciudad. En tal sentido, este proyecto no solo era una extensión geográfica, sino que pasaba a establecer un centro metropolitano acorde con el crecimiento urbano y demográfico de Bogotá. Pero se puede decir que el interés por este proyecto trascendía lo local de la capital, pues durante varios decenios fue convertido en proyecto de referencia o modelo a seguir en las propuestas de los gobiernos nacionales, a partir del cual se concibieron diversas ideas sobre política urbana.
Una primera etapa de Ciudad Salitre se construyó entre 1987 y 1997, tiempo en que el proyecto estuvo administrado por el Banco Central Hipotecario mediante la figura del fideicomiso.36 En esta época, el Estado asumió todo el proceso de planeación, urbanización, dotación de infraestructura y del espacio público, e incluso de la reglamentación de los perfiles de las futuras urbanizaciones y edificaciones. Luego, el sector privado fue invitado para que, siguiendo los parámetros establecidos, construyera viviendas, edificios de comercio, sedes bancarias y financieras, hoteles y demás bienes inmuebles. En esos diez años de la primera etapa, los proyectos se construyeron siguiendo el sentido occidente-oriente.
En el proyecto Ciudad Salitre se dispuso de un plan maestro37 para doscientas hectáreas, que incluía la infraestructura vial —la primera en ser terminada—, el urbanismo, los servicios comunitarios y el paisajismo, entre otros aspectos. El planteamiento vial definió las características de este proyecto para insertarse de manera adecuada a la ciudad, permitir el mejoramiento de la movilidad en ella y estructurar el proyecto en su interior, en la medida en que las vías determinaban sectores funcionales definidos como supermanzanas. Cada supermanzana, a su vez, se dividía en cuatro manzanas delimitadas por las calles y espacios públicos de escala urbana, pero con calles de acceso hacia su interior.
A pesar de este ordenamiento desde la vialidad, el hecho sobresaliente del urbanismo es la destinación de un amplio porcentaje de terreno para áreas comunes y espacio público: en sentido oriente-occidente, las “avenidas parques”, inspiradas en los famosos Park Way, ya utilizadas en barrios como La Soledad de Bogotá; y en sentido norte-sur, un camellón peatonal paisajístico que conectó con espacios públicos e infraestructuras aledañas como el Parque Simón Bolívar y la terminal de transportes. Las dos avenidas parques —una noroccidental y otra suroriental— se configuraron como bulevares arborizados, con zonas verdes, espacios recreativos, ciclovías, canchas deportivas, plazoletas y templetes. En Ciudad Salitre también fue fundamental el paisajismo en el espacio público: en los paseos peatonales, los senderos y los separadores viales, la arborización y la jardinería fueron concebidas desde una arquitectura paisajista,38 algo poco visto en la arquitectura colombiana. Esa concepción del espacio público se mantuvo en los distintos conjuntos de vivienda, donde los centros de las supermanzanas fueron destinados como plazas, plazoletas, áreas para juegos infantiles, zonas comunitarias —capillas, salones múltiples, guarderías—, senderos peatonales, zonas verdes, jardineras o áreas arboladas. Toda esta prevalencia del espacio público se sumó a la disposición hacia el exterior de esos proyectos de vivienda, que formaban el paramento clásico de las manzanas para configurar la fachada urbana y por ende la ciudad.
En 1997, aún sin terminarse, Ciudad Salitre ya era considerado como “el más planificado y exitoso ejercicio de desarrollo urbanístico integral realizado Colombia”.39 Hoy, después de veinte años, la actividad arquitectónica continúa en el sector, donde además de los conjuntos de viviendas y apartamentos se han construido hoteles, sedes financieras y bancarias, y edificios representativos del orden institucional, como la Fiscalía General de la Nación, la Gobernación de Cundinamarca, la Empresa de Energía Eléctrica y la Imprenta Nacional. En este ejemplo, se había concebido el espacio desde una visión total, donde el sistema vial y lo público eran estructurantes, hasta llegar por último a la pieza arquitectónica. Y es que estas piezas de arquitectura urbana, algunas de gran valor formal y espacial, no tenían como fin regenerar o revitalizar áreas degradadas, como vimos en los casos anteriores, sino que surgían como parte de una pieza urbana pensada y concebida de antemano. De esta manera, cada pieza arquitectónica es importante para configurar esa gran pieza urbana, totalmente inédita; de ahí que la arquitectura surgida tenga solo limitaciones normativas pero no en lo formal, estético o espacial. Sin apegarse a una historicidad, a una tradición o a determinantes explícitas o implícitas del entorno, las piezas de Ciudad Salitre se levantan hoy con total libertad e innovación, haciendo uso de nuevos lenguajes, más contemporáneos, en los que algunos logran descollar notablemente y otros dan tumbos por su falta de originalidad, como en el caso de la Gobernación de Cundinamarca, a cuya terraza fue trasladada, de modo grotesco, la famosa pirámide del patio del Museo del Louvre.
Entre las obras representativas y destacables de Ciudad Salitre, tres ejemplos sirven para observar la pluralidad arquitectónica de esta parte de la ciudad, escenario de arquitecturas más contemporáneas, con otros enfoques, técnicas y novedosas propuestas: la iglesia,40 la sede de Maloka y el edificio de la Imprenta Nacional.
El segundo proyecto que partió del concepto de “ciudades dentro de la ciudad” fue el de Ciudad Tunal II,41 que se concibió para fomentar un polo de desarrollo en el suroccidente de Bogotá. El enfoque de esta ciudadela era diferente al planteado en El Salitre, pues buscó ser un modelo de proyecto integral comunitario con vivienda de interés social, en el que se contara con servicios comerciales, culturales, recreativos y aun de empleo. En una malla urbana rígida, a manera de poliedros, a partir de un eje vial interno se organizó este proyecto de viviendas multifamiliares, que separaba con una puerta el espacio público urbano del comunal propiamente dicho. La obra incluía un sistema peatonal independiente de las vías, y otro sistema verde, con plazas, parques, zonas verdes y arborización. También contaba con los servicios comunales. Pero el centro de atención, el mayor elemento urbano y el espacio más representativo fue el centro comercial, una manera inusual de urbanismo, al punto que se decía que Ciudad Tunal II era un “suburbio con centro comercial” y la peor manera de hacer ciudad. Allí, el centro comercial reemplazaba, con disgusto y malquerencia, los espacios representativos de la ciudad, como se puede leer en el aparte dedicado a los centros comerciales. La arquitectura urbana, por su parte, estuvo también representada, más que en la alineación rígida y monótona de los conjuntos de vivienda multifamiliar, en el propio centro comercial.
Otros enfoques, propósitos y planteamientos tuvo el proyecto de la Ciudadela Colsubsidio, construido en el límite urbano occidental, en lo que se puede llamar la periferia de Bogotá. Fue desarrollado, en una primera etapa, entre 1986 y 1994, por la firma Esguerra Sáenz y Samper, bajo las ideas del arquitecto Germán Samper Gnecco, quien volvía a concentrarse en vivienda económica o de interés social.42 Una segunda etapa del proyecto se adelantó entre 1995 y 2004, ahora con la dirección de GX Samper Arquitectos.43 La primera etapa se planeó para ocho mil viviendas, pero el desarrollo completo dio lugar a la implantación de cerca de catorce mil.
Las dos etapas conformaban un proyecto de vivienda para trabajadores de empresas afiliadas a la caja de compensación familiar Colsubsidio. Desde su concepción, es un verdadero proyecto en el que la pieza urbana articula con claridad lo público y lo privado, y la arquitectura privada con la arquitectura pública y el urbanismo. No se pensó para que desde la sumatoria de viviendas se configurara la propuesta, como tradicionalmente se hacía, ni tampoco para que de la concepción urbanística general se llegara a recibir la pieza arquitectónica, como en Ciudad Salitre; la de Colsubsidio es una unidad indisoluble. El proyecto parte de una estructura central que va desde una puerta urbana sobre la avenida Medellín en el sur, hasta un centro recreativo en el norte a orillas del río Juan Amarillo; esta estructura está formada por lo que se denomina un par vial (dos vías paralelas) que conforma una secuencia de tres rotondas, dos parques intercalados y una plaza, y cuyo eje es un gran paseo peatonal que cruza por todos ellos de sur a norte. Cada una de las grandes rotondas contiene edificios multifamiliares de cinco pisos; fuera de esta estructura central quedan las manzanas, de formas variadas e irregulares, con agrupaciones de viviendas unifamiliares, de dos o tres pisos.
El espacio público allí es de dos tipos: uno, más abierto, en contacto con la ciudad, formado por la puerta urbana, los parques y plazuelas que se combinan con el comercio, los cafés y las tiendas; y otro, más íntimo o cerrado, configurado a partir del planteamiento de la vivienda, con los caminos peatonales de acceso, las placitas, los pequeños recintos o los pasos cubiertos, que le dan sorpresa y vitalidad a una espacialidad entre doméstica y pública, que se enriquece con la variedad de usos, contrastes espaciales, ambientes, detalles y propuestas arquitectónicas, a pesar de ser vivienda diseñada para sectores de bajos recursos económicos. Para crear la arquitectura urbana de la ciudadela se retomaron formas clásicas ya olvidadas, pero elaboradas de forma moderna: el hastial y el orden conformado por la basa, el fuste y el coronamiento (capitel), fueron los elementos ordenadores de la composición vertical en las fachadas de los conjuntos de vivienda. No es la arquitectura de manera individual, no es el objeto particular, sino todo el conjunto el que es una pieza de arquitectura urbana.
Otros intentos de este tipo de arquitectura en los barrios periféricos y marginales surgieron como derivados de los programas adelantados en los años ochenta para el mejoramiento de aquellos, en acciones emprendidas por administraciones municipales con recursos de organismos o gobiernos extranjeros. Esta ola se denominó, en Bogotá, “Promoción de acciones integradas para el mejoramiento de la calidad de vida en asentamientos populares”, y se desarrolló inicialmente entre 1985 y 1988; en Medellín, se llamó “Programa integral de mejoramiento de barrios subnormales”, Primed, realizado entre 1993 y 1997. En ambas ciudades, estos proyectos fueron procesos paliativos que buscaron solucionar los problemas dramáticos que en términos de salud, educación, servicios públicos y vivienda tenía la población de unos barrios que eran resultados y escenario de aquella situación conflictiva y explosiva de la ciudad colombiana. Mediante la visión de integralidad, estos pretendieron formas de inclusión social a través de la participación comunitaria en los procesos de diseño, planeación, gestión e incluso construcción de las obras.
En el caso de Bogotá, se hizo especial énfasis en proyectos de espacio público y equipamiento para configurar “gérmenes de ciudad” en tres zonas: Santa Fe (Atanasio Girardot y Tisquesusa), Suba (Las Flores y La Gaitana) y Ciudad Bolívar (Juan Pablo II, Minuto de María, Naciones Unidas, Vista Hermosa, Tesoro y Jerusalén). El concepto se entendía como una “agrupación geográfica y temporal de distintos componentes de infraestructura, espacio público y equipamiento comunitario, con el fin de obtener un espacio urbano completo y terminado, sobre el cual pueda expandirse la vida ciudadana”.44 Algunos de estos proyectos eran de “recuperación” de espacios urbanos que ya existían pero que se habían deteriorado o no habían sido importantes para las administraciones, y los otros tenían como fin “complementar” aquellos lugares donde había elementos sueltos, sin relación, en medio de “terrenos remanentes de una urbanización desordenada”. A partir de estas intervenciones se buscaba mejorar el ambiente y acelerar los procesos de mejoramiento de los barrios.
Un ejemplo destacado es La Gaitana, en donde se articularon las canchas deportivas, la plaza de mercado, el centro de salud, la iglesia, el salón comunal y la guardería, mediante la implementación de zonas verdes, una rotonda y senderos peatonales. Ya para 1988 se consideraba que este proyecto había logrado los propósitos de transformar lo encontrado, y el barrio se había convertido en el centro de la vida comunitaria de este sector de Suba. Más destacada aun es la intervención en la plaza cívica Juan Pablo II, diseñada por Stoa Arquitectura (los hermanos Enrique y Humberto Silva Gil), con la participación de los habitantes del barrio: “en su conformación, la plaza cívica acoge la pendiente del terreno y crea un anfiteatro circular en cuyo pavimento reprodujeron, a base de granito lavado y pigmentos minerales, las imágenes de La Creación de Miguel Ángel y una inscripción recordatoria de la visita del pontífice que da nombre al barrio”.45 La plaza era el nodo de la intervención sobre las calles aledañas que confluían allí, para que como espacio urbano se relacionara con todos los otros equipamientos comunales.
En el caso de Medellín, se buscaba solucionar los problemas de la vivienda y el entorno inmediato —legalización de predios, estabilización geológica y mitigación del riesgo, acceso a la vivienda, dotación de agua, entre otros—, para llegar a la visión de la escala barrial, zonal e incluso de ciudad, en las comunas del centroccidente, centroriente y nororiente, aunque estas intervenciones también tenían un alto componente político, económico y sociológico, teniendo en cuenta el momento crítico en el cual fueron formuladas. Mediante los planes de intervención zonal se definió el ordenamiento urbanístico, donde se incluían los núcleos barriales y zonales, y algunos proyectos arquitectónicos, fundamentalmente los denominados liceos zonales y los equipamientos comunitarios. Se trata, así, de proyectos con arquitectura muy convencional y escala modesta, que recurren a las técnicas y materiales tradicionales, pero que en su momento sirvieron a los propósitos de ir desactivando el conflicto y ser escenario de encuentro y convivencia.
Hay que destacar en estos proyectos que no era únicamente el arquitecto quien definía la intervención, pues la comunidad hizo parte de los “talleres participativos” que les dieron la forma final. El énfasis dado a otros propósitos, a otras necesidades consideras prioritarias, hacía que la arquitectura no fuera tenida como importante para la solución de las problemáticas, sino como una consecuencia de las necesidades. De esta manera, los edificios eran una resultante de las demandas y las prioridades, apenas las básicas e inmediatas, mediante la planificación participativa; de ahí su poca relevancia y jerarquía en el paisaje barrial, a pesar de que, como en el caso de Bogotá, pretendían ser los desencadenantes de la transformación en los entornos inmediatos a su implantación, lo que en términos más contemporáneos se denominaría un “proyecto detonante”, algo que no alcanzaban a ser. Además, estas intervenciones eran acciones muy puntuales que conectaban microterritorios barriales, pero jamás establecían relaciones con el resto de la ciudad, a pesar de plantearse los objetivos en esta perspectiva, y de ahí su autarquía. No obstante, hay que decir que este trabajo inter y multidisciplinario agotó el proceso político y sociológico en medio del conflicto, generó procesos participativos y ciudadanos, planteó nuevos horizontes de inclusión, definió nuevas visiones territoriales a los dirigentes barriales y de la ciudad, y allanó el camino para que una arquitectura urbana determinante fuera implantada años después.
Queda, por último, en este desarrollo de la concepción de la ciudad, la visión que se comienza a esbozar desde la formulación de la política urbana Ciudades y Ciudadanía de 1995, y su concreción posterior en la ley de desarrollo territorial de 1997. Se puede decir que a partir de 1998 se inició en Colombia la era de “las ciudades de los pot”, es decir, la de los planes de ordenamiento territorial. Entre finales del siglo xx e inicios del xxi, producto de la implementación de esta política territorial, las ciudades se plantearon un proyecto de ciudad, en donde se trazaron muchos de los logros, avances y preocupaciones que se venían expresando desde tiempo atrás en los temas ecológico, ambiental, patrimonial, cultural, de espacio público, etc. En términos de la función pública del urbanismo, se definieron, a partir del acceso de los habitantes al espacio público y su uso común, la prevalencia del interés público en el uso del suelo urbano, la función social de la propiedad, el desarrollo sostenible y la defensa del patrimonio, entre otras consideraciones.
Desde cada pot se establecieron un imaginario de ciudad, unos objetivos y una política, es decir, un norte, un deber ser idealmente claro, coherente e integral. De esta manera, los proyectos de todo tipo, aislados y sin una visión integral, se debían incorporar a la visión ordenadora, a un modelo de ciudad en el que debían converger los intereses públicos y privados, de manera concertada y en un plazo definido, ya no desde una planeación abstracta e indicativa, sino con normativas, reglamentación de usos y otros componentes de carácter instrumental, político y económico que permitieran configurar un modelo de ciudad establecida.
A partir de la estructura ecológica de soporte —el territorio con sus recursos naturales, los recursos hídricos, las áreas de reserva natural y todo aquello que garantice la vida de la misma ciudad—, y desde cada modelo de ciudad propuesto, se definen sus sistemas estructurantes: vial y de transporte, equipamientos, espacio público construido —parques y espacios peatonales—, servicios públicos, saneamiento básico, entre otros. Para cada uno de ellos se especifican programas, planes y proyectos. Además, se contemplan las unidades de actuación urbanística o los macroproyectos, como formas especiales de intervenir la ciudad a una escala mayor y más determinante. Así, las unidades de actuación son áreas especiales de intervención urbana, conformadas por uno o varios inmuebles, para renovar o desarrollar mediante los denominados planes parciales, bajo la responsabilidad del sector público, del privado, o de ambos.
Desde otro aspecto, en el objetivo de los pot de lograr un uso racional, equitativo y sostenible del suelo (mediante propósitos sociales, económicos y ambientales), la transformación del espacio físico juega un papel fundamental. En tal sentido, el urbanismo y, sobre todo, la arquitectura se determinan como importantes, pero ahora desde su función social y pública. Un nuevo lenguaje y una nueva manera de entender su realidad comienza a conjugarse en las ciudades colombianas: piezas urbanas, planes parciales, unidades de actuación, macroproyectos, proyectos estratégicos, centralidades, entre otros, son denominaciones dadas a tipos de manejo o intervención de las estructuras urbanas. En algunos de los casos, este nuevo lenguaje recoge iniciativas que ya venían siendo estudiadas y planteadas, pero que con los pot se redefinen y toman vía a la ejecución; en otros casos se trata de denominaciones dadas a formas inéditas, al menos en el plano local, pues fueron retomadas de otros países, especialmente de España, para planear y diseñar la ciudad. Allí el arquitecto comenzó a ocupar de nuevo un lugar importante dentro de la política urbana, para plantear proyectos de una escala intermedia, esto es, el proyecto como manera de materializar el modelo de ciudad.
Cuando se habla de la escala intermedia del proyecto, no se puede decir que se hace referencia a un solo tipo y que está siempre apegado a la ortodoxia como se lo ha definido; es más bien una variedad tipológica de actuaciones, de diferente proporción, temática y complejidad. El arquitecto no actúa simplemente en un edificio aislado, sino desde una pieza de arquitectura urbana —en la medida en que está articulada a un contexto, un espacio público y una visión urbana—, pasando por grupos de edificios de equipamiento que forman centralidades, hasta las grandes operaciones —planes parciales—, en las que existe combinación de actividades, como en los casos señalados de El Salitre, El Tunal o Colsubsidio.
Las distintas ciudades definieron y aprobaron su respectivo pot: Medellín, en diciembre de 1999 (actualizado en agosto del 2006); Bogotá, en julio del 2000 (actualizado en diciembre del 200346); Barranquilla, en septiembre del 2000 (revisado y ajustado en el 2007), y Pereira, en mayo del 2000 (revisado en julio del 2006), para mencionar solo algunos. En ellos se incluyeron, desde el principio, los proyectos de escala intermedia o que, en su defecto, se desencadenaron posteriormente en el proceso mismo de la implementación de los pot en los planes de gobierno de cada ciudad. Los objetivos y proyectos de los pot, con un horizonte inicial de diez años, determinaron que fueran asumidos por administraciones sucesivas, que los incorporaban a sus planes de gobierno y desarrollo, cambiando ciertos enfoques o nombres, pero manteniendo el principio rector, las orientaciones y los lugares de ejecución, aunque en algunos casos ocurrieron saltos cualitativos de gran importancia.
En el caso de Medellín, en el pot, propuesto desde 1998 y aprobado en 1999, se plantearon proyectos estratégicos que pudieran, como bien lo dice aquel, “generar impactos significativos en la estructura espacial y orientar favorablemente el desarrollo”, a partir de situaciones críticas o potencialidades del suelo. Estos proyectos podían tener como fin contribuir a la consolidación de la plataforma competitiva, la recuperación de la calidad ambiental, la resignificación urbana, la generación de equilibrio urbano o el establecimiento de planes parciales dirigidos a mejorar las condiciones de vivienda y hábitat de los ciudadanos y del espacio. De allí resultaron proyectos como el Museo de Ciencia y Tecnología, la Recomposición del Espacio Urbano de La Alpujarra, el Plan Especial del Centro Tradicional y Representativo Metropolitano, el Espacio Cívico de Cisneros, el Museo de Antioquia, los sistemas de transporte masivo de mediana capacidad o el Plan de Mejoramiento Integral de Moravia. Cada una de estas propuestas iría tomando forma y concretándose para cumplir el objetivo planteado de consolidar el sistema estructurante y aportar a la construcción del modelo o proyecto de ciudad, a corto, mediano y largo plazo.
El proyecto del Museo de Antioquia fue insinuado en el plan de intervención del centro, de 1992, pasando por varios planes hasta definirse como el “Proyecto Museo de Antioquia - Ciudad Botero”, en la “Intervención del centro de la ciudad”, planteado por la administración municipal de Juan Gómez Martínez en su plan de desarrollo 1998-2000.47 En ese momento, se había pensado en trasladar el Museo de Antioquia de su antigua sede, debido a la situación de pauperización y deterioro del entorno urbano, pero esta huida del centro fue criticada por algunos sectores que consideraron un potencial su permanencia y relocalización, con el fin de intervenir y mejorar las condiciones del mismo centro. Mediante un concurso público se escogió el proyecto de la Unión Temporal Stoa —Beatriz Jaramillo, Darío Ruiz Gómez, Tomás Nieto y Emilio Cera—, el cual planteó la resignificación del antiguo Palacio Municipal, la renovación urbana del área de influencia, la recuperación de la calle como el espacio fundamental de la ciudad, mediante los bulevares, y la asunción de la ciudad como un planteamiento cultural, donde el mismo espacio fuese expresión de la historia, el arte y los sueños colectivos.
Si bien el proyecto no cumplió en la totalidad el programa propuesto por los arquitectos, sí recoge sus planteamientos básicos. El núcleo central del mismo es el antiguo palacio municipal, un edificio de severas formas geométricas diseñado por Martín Rodríguez (de la empresa H y M Rodríguez e Hijos, ganadores del concurso público convocado en 1931 por el minicipio de Medellín para el diseño del mismo), que fue reciclado y utilizado como la sede principal; contiguo al edificio, en la parte oriental, se construyó un espacio público urbano, para lo cual fue necesario demoler prácticamente dos manzanas. Esto constituyó una intervención que dejó a un lado el antiguo palacio departamental, aunque conectado visual y espacialmente con el museo. En este nuevo espacio, muy convencional en su concepción, se prolongó el museo en la ciudad, lo que creó un dominio cultural sobre el entorno con la construcción de la Plazoleta de las Esculturas o Plaza Botero, donde se instalaron catorce obras de Fernando Botero.48 La intervención del proyecto en términos físicos fue muy localizada, pero sus efectos e incidencia en la ciudad fueron sustanciales en la medida en que definió, a partir de octubre del 2000, cuando se inauguró, el inicio de la resignificación del centro. Aparte de la transformación física, la valoración arquitectónica generó un aire de positividad y marcó la pauta para las futuras intervenciones complementarias del centro simbólico de la ciudad.
Cerca de allí, se adelantó el Plan Parcial de La Alpujarra II, en desarrollo de lo definido en el pot como el proyecto estratégico de la Recomposición del Espacio Urbano de La Alpujarra (que incluye el centro de negocios). El proyecto fue realizado por el Laboratorio de Arquitectura y Urbanismo (laur) de la Universidad Pontificia Bolivariana.49 Inicialmente las Empresas Públicas Municipales (ee.pp.mm.), promotoras del proyecto, lo plantearon como un complemento a su sede administrativa —el denominado “Edificio Inteligente”—, especialmente como un parqueadero para sus funcionarios. Pero la propuesta fue más allá de eso; los diseñadores pensaban en una escala de ciudad, proyectando el conjunto como una centralidad metropolitana, en la que se incluía un proyecto urbano de plaza y un edificio complementario. El conjunto de la plaza, conformado propiamente por un espacio en piso duro, fuentes, bosques y jardines, juegos y los parqueaderos solicitados, era el centro del proyecto. El edificio complementario se planteó como una pieza de arquitectura longitudinal que enmarcara en la parte occidental el vacío de la plaza, para determinar una fachada y terminar de configurarla, convirtiéndose, de esta manera, en una puerta hacia el Centro Administrativo La Alpujarra. Este edificio, denominado Museo Interactivo de las Empresas Públicas de Medellín, ahora epm, fue destinado precisamente para museo en el segundo piso y para locales comerciales en contacto con la plaza, en el primer piso. Ambos proyectos, la plaza y el museo, fueron inaugurados en el año 2000. Para terminar de cumplir con el propósito inicial y configurar todo este sector urbano, entre julio del 2003 y abril del 2005 se adelantó el proyecto del Centro Internacional de Convenciones Plaza Mayor,50 que combina el espacio público abierto —plaza, bosques, senderos— con los otros espacios del sector, y con los volúmenes arquitectónicos que contienen los auditorios y salas de reuniones, teniendo como referente el denominado Cubo de Madera, donde está el principal salón de reuniones.
Este sector del centro urbano expandido de Medellín, en el decenio del noventa y antes de cerrar el siglo xx, fue concentrando un grupo de edificios de gran valor iconográfico urbano —”Edificio Inteligente”, Museo Interactivo y Plaza Mayor—, que, en buena medida, fueron dando una idea de una ciudad más moderna, con visión de futuro y articulada al mundo, todo lo anterior expresado en los materiales de los edificios —acero, vidrio, piedra y madera—, o en el carácter impreso en las formas que los enlazan con ciertas tendencias dominantes en la arquitectura contemporánea. De la misma manera, nuevas formas de espacialidad pública se iban perfilando desde el momento de la construcción de la Plaza de La Alpujarra II, donde el proceso de apropiación por parte de la comunidad determinó que esta se convirtiera en un gran espacio urbano y no en uno restrictivo, solo para funcionarios y visitantes de las oficinas, como se había pensado inicialmente. Seguramente las bondades intrínsecas del proyecto, en materialidad y componentes, originaron ese dramático y maravilloso cambio de uso público que concluyó en la realización del Parque de los Pies Descalzos. Así se abrió una nueva posibilidad para otros espacios públicos no pensados inicialmente en el pot, pero definidos en el proceso dentro de los planes gubernamentales, como iría a ocurrir con el Parque de los Deseos, en el norte de la ciudad.