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El inicio

Era una noche tranquila en La Bisbal de l’Empordà, una pequeña ciudad cerca de Gerona conocida en el resto de España por el mal nombre de “La Bisbal del Ampurdán”. Estaba en el Paseo, andando mientras miraba hacia la luna, que se escondía detrás de las hojas. No tenía un rumbo fijo, no sabía adónde ir en verdad, solo quería caminar y caminar. Despejarme un poco.

Llegué hasta el final del paseo, miré la extraña escultura que había allí, y pensé hacia dónde ir. Podría seguir la carretera tirando hacia Gerona, y mirar si algunas de las tiendas de cerámica que solían estar vacías seguían abiertas o no. O bien podría subir, tirar hacia las vueltas y mirar si me encontraba con alguien que me despejase en los bares que hay por allí. También tenía la simple opción de perderme entre las calles e investigar por la pequeña ciudad.

Elegí la última opción. Aunque no pude hacerlo. Me conocía demasiado bien las calles. Al llegar delante de la iglesia con su gran fachada blanca y sus grandes escaleras me estiré en ellas para mirar al cielo negro que estaba iluminado por los focos de las farolas. Pasé un rato allí, donde al fin conseguí perderme en mis pensamientos. ¿Por qué dudaba? ¿Por qué no había aceptado ya mi destino? Tenía ya una edad en la que no sabía qué hacer. No sabía cómo actuar, una puerta de posibilidades casi ilimitadas se me había abierto y en esos momentos no sabía si debía cruzarla o no… Tenía miedo de lo que podría ocurrir si cruzaba esa puerta. Miedo de lo que pudiese llegar a hacer.

Me levanté del gélido suelo, y me puse a caminar. Esta vez con rumbo hacía el antiguo puente de piedra. En el centro de este se encuentra la puerta que da al inicio de todo. Me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, y puse las manos en las rodillas, cruzando los dedos. Cerré los ojos y esperé, esperé a la llegada de la primera miga de pan, que nadie, excepto yo, iba a ver. Esperé en la noche, sin oír nada excepto el soplido del fuerte viento que intentaba arrancarme de mi búsqueda. Tiempo estuve allí esperando, mientras el tiempo pasaba a mi lado, cuando al fin la mota llegó y se posó en mi pequeña nariz. Al notar ese pequeñísimo cambio, abrí los ojos y vi una pequeña mosca de ojos morados. Al verla, acerqué con cuidado la mano y la atrapé. La mosca estaba tranquila, dentro de mi mano. Seguía en mi mano a pesar de abrirla y no se fue. No se podía ir. No, así como así. Se alzó y fue a parar a mi hombro derecho. Se posó sobre él, sobre mi piel y se apegó a mí para no soltarme nunca más.

El primer paso estaba cumplido, ya no había vuelta atrás, ahora todo lo que antes importaba, no valía nada.

Ahora es seguir los pasos o morir.

La mosca

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