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II. Un mes antes

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–Si algún día hacemos una huelga de hambre no vas a durar ni 24 horas, pinche Zama.

–Te diré, Pablito, que no tengo la menor intención de hacer algo parecido.

–¡Ah! ¿No, Zama? –le pregunté–. Yo suponía que se contaba con todo el partido.

–Bueno, bueno, ya veremos; mientras tanto no se hable más. Hoy tenemos pinche mil cosas que me gustan.

–¡Se me había olvidado!

–¿Qué?

–El Gilberto me pidió que lo invitáramos a comer. Voy a hablarle. No te preocupes, Zama, al fin que tenemos suficiente.

Que si podía invitar al Champiñón, preguntó Gilberto desde abajo.

–Dice que si trae al Champiñón.

–Pues que lo traiga –respondió Pablo.

–A ver si no llega con toda su corte, ya ven que siempre camina con niños alrededor. Está bien, ya súbanse.

Entró Gilberto con una gorra de estambre que siempre se pone para aplacarse el pelo rebelde y partido en dos matas iguales que le caen en mechones abundantes, separados por una raya a media cabeza. El Champiñón murmuró algo al entrar y se sentó al lado de Gilberto.

–Perdón, la sopa no debe sorberse, ¿verdad? Pórtate bien, Champiñoncito y al final no olvides darle las gracias al señor.

–No estés fregando –le dijo Pablo.

–Y esto, ¿me lo como con la cuchara o con el tenedor?

–Con lo que te dé la gana, hasta con los dedos.

–Yo sólo decía…

Cuando Pablo puso el café empezó la discusión de siempre. Que no hiciera su atole acostumbrado, decía Zama. Pues entonces no haría nada y que fuera Zama a preparar su agua descolorida.

–Pero a mí me toca la cocina hoy –respondió Zama.

–Por lo mismo cállate y tómatelo como te lo dé.

–¡Oye! ¡Amaneciste de buen humor, como siempre!

–Es que trae «carcelazo» –dije.

Gilberto lo miró un momento y preguntó si era cierto. Que ya no podía decir nada porque para nosotros era «carcelazo», respondió Pablo molesto.

–¿Y a poco no es? –insistió Zama y volteó a vernos con sonrisa de complicidad–. Cuéntanos, cuéntanos.

–¡Ya! Esta maldita cafetera no calienta.

–No te digo. Hoy todo te sale mal.

–Ya cállate, pinche Zama; ¿te crees muy brillante? A ver, dime qué tiene esta madre.

Zama se levantó para demostrar que era muy sencillo: sólo había que conectarla bien; pero al levantarse tiró el banco de fierro contra el piso y toda la celda se estremeció; con el codo volteó un plato y una cacerola con sopa que fueron a caer sobre el banco y, al agacharse para recoger los objetos caídos, se pegó en la frente contra la orilla de la mesa. Pablo dejó la cafetera para reírse mientras Zama abandonaba todo intento de poner remedio al estropicio y permanecía de pie, con las manos en las bolsas y sonrisa de culpabilidad.

–Pero, ¿no te digo? ¡Ah, qué Zama! –decía pausadamente Gilberto–. Mira nomás. Y todo lo hiciste tú sólito, sin ayuda de nadie. Aprende al señor, Champiñoncito.

El Champiñón, como siempre, se limitaba a ver y sonreía a todo lo que le dijeran. Como las piernas no le llegaban hasta el suelo, las balanceaba sentado en la litera. A veces un ruido previo anunciaba que iba a decir algo.

–¡Miren! ¡Si tam-bién ha-bla! –decía Gilberto haciendo voz de tonto y arrugando la nariz, luego lo veía con la boca abierta, como alelado–. Come, niño; para otra vez que vengamos con los señores me acuerdes de traerte tu cojincito para que alcances la mesa y no te eches la sopa en tu camisa limpia, como Zama.

–Y hablando de otra cosa –dijo Pablo mientras Zama terminaba de limpiar el piso–, el domingo me vinieron a ver unos compañeros que estuvieron en la manifestación del 26 de julio.

–¿Del año pasado?

–Sí. Y me estuvieron contando detalles muy interesantes.

–¿Reconocieron que Unzueta sí le robó la bolsa a una señora y se echó a correr? ·

–¡Por favor! Estoy hablando en serio.

–Yo también –le dije–; pero no te enojes, pues. Era sólo una posibilidad. Después de todo sería muy interesante descubrir ahora que sí fue cierto, ¿no crees?

–Me dijeron que en los botes de basura –continuó Pablo sin hacer caso–, a todo lo largo de Juárez, Madero y Cinco de Mayo, había piedras. Sólo tenían que voltearlos.

–¿Y quién las puso ahí?

–Si supiera.

–¿Tú no fuiste a la manifestación?

–¿Yo? –respondió Pablo–. ¡Si estaba en Bulgaria!

–¡Ah! pues sí. No me acordaba.

–No sigas, no sigas –exclamó Zama que exprimía el trapeador– o tendremos que soplarnos otra vez «Pablo y Sofía». Ya tuvimos suficiente en el desayuno, cuando nos recetó por vigésima quinta vez «Pablo y el meteorológico».

–Que era prácticamente una beca…

–¡Ándale!: que era prácticamente una beca.

–No, de veras, algo hay de eso –respondió Gilberto–. Desde los primeros días, en La Ciudadela, la policía actuó como el principal provocador.

–Y la pradera estaba seca –agregó Pablo.

–Pero el caso de las piedras es distinto. Una cosa es que la represión, en la forma en que se desarrolló, se convierta en una chispa, y otra que a la hora de la bronca encuentres piedras en Madero.

–Es cierto, pero tampoco se puede exagerar o llegaremos a conclusiones absurdas. El Movimiento tuvo sus causas propias e independientes aunque mucha gente se muriera de ganas por meter la mano dentro. Es indudable que hubo ese tipo de gente y que mucha estaba dentro del mismo gobierno; pero siempre hicimos lo que nos pareció correcto. Tú te dabas cuenta, ¿no?, de que entre los mismos estudiantes algunos traían su propio «boleto», ahí está el caso de Ayax y sus declaraciones; pero en el cnh las posiciones raras apestaban a leguas, como cuando el mismo Ayax se soltó diciendo que había que crear una organización militar. Cualquier fulano de ese tipo se hacía sospechoso de inmediato. La verdad es que con el sistema del cnh y las asambleas diarias en cada escuela nadie podía andar chueco, y si lo hacía se quedaba solo, pues nunca iba a lograr que todo el cnh aceptara una porquería. Al delegado que metía la pata lo esperaba la asamblea de su escuela, al día siguiente; y a la sesión inmediata del Consejo ya sabíamos cómo le había ido. Para maniobras poco claras éramos demasiados: más de doscientos delegados y unas ochenta escuelas. Sólo al final se pudo «transar» descaradamente, pero eso mejor no discutimos porque el Partido Comunista, como siempre, no queda muy bien parado que digamos.

Zama y Pablo cambiaron de inmediato. En ese momento ya nadie haría una broma.

–Está por verse lo que dices –respondió Pablo.

–Yo no creo que esté por verse, sino que es lo más claro del mundo; pero bueno, no hablemos de eso. Lo que digo es que las características del cnh impedían lo que siempre sucede: la «transa» por parte de los líderes. En el caso del Consejo, la verdad es que ninguno de nosotros hubiera podido hacer nada, de haber tenido malas intenciones. Los muchachos lo sabían y así se explica uno la confianza completa que tenían en el Consejo, y la tremenda autoridad que éste llegó a tener a pesar de su lentitud y de todos sus defectos.

–Pero imagínate qué habría sucedido si se admiten grupos políticos como parte de la representación estudiantil. ¿Te acuerdas de cuando llegó Arturo Martínez con la nueva de que representaba la cned? Después hubiera llegado cada grupo político de cien escuelas y eso hubiera sido una olla de grillos, literalmente. Si así... ya ves que nos pasábamos hasta las 5 de la mañana en una discusión absurda. Los «espartacos» hubieran mandado representantes por cada grupito de seis o siete gatos, los «troskos» otro tanto y lo mismo cada conjunto de siglas que se pueda hacer, el mnl, mlm y hasta el mxyzptlk.

–Ése es el Supermán.

–De cualquier manera –respondió Pablo–, la cned es una organización nacional que no puedes comparar con esos grupitos de locos y de policías. Por eso les quedó tan bien lo de «grupúsculos».

–Por la misma razón que das se les respondió claramente –continúo Gilberto– que, en vista de que eran una organización nacional y brazo derecho de todo un partido comunista, conciencia de la clase obrera, seguro tendrían fuerza en muchísimas escuelas y que, aunque no admitíamos a la cned como organización, seguro obtendrían la representación de innumerables escuelas, cosa que nos daría mucho gusto. Y se vieron los resultados, ¿verdad? ¿Cuántos delegados eran del pc?

–Pues no lo sé –dijo Pablo–. Yo llegué cuando ya estaba formado el Consejo.

–No, no te hagas, ¡cómo no vas a saber cuántos «peces» había en la cnh!

–Ni siquiera supe que hubiera peces.

–Bueno pues, ¿cuántos miembros del pc?

–No estoy seguro.

–A ver, piensa. Éramos en total unos doscientos veinte; ¿serían treinta?

–No, por supuesto.

–Entonces veinte, diez...

–Unos diez o algo menos.

–¿Diez?

–Menos.

–Eran cuatro o cinco, y de ésos la mayoría renunció después de lo que hizo el partido en noviembre, cuando los «peces» que no habían sido detenidos se dedicaron a romper las huelgas y a justificar la intervención del Ejército con el aplauso de todo el partidito, que los apoyaba con desplegados y felicitaciones.

–¿Por qué el partido? ¡El partido no hizo nada! ¿O qué sólo quedaron comunistas en el cnh? Las decisiones, hasta donde yo sé, las tomaba el Consejo en pleno y no sólo los delegados comunistas.

–Por favor, Pablo, quieres decir «los delegados miembros del partido», porque eso de llamar comunistas sólo a los del partido es una trampa de ustedes, pues de ahí se puede llamar anticomunista a quienes lo atacan.

–Pues, si acaso hay comunistas sin partido…

–¿Tú crees que no? Eso sí está hecho.

–Como quieras. Yo pienso que no. Pero lo que quiero decir es que, en todo caso, la responsabilidad fue de todos.

–Pero principalmente de ustedes, que son la vanguardia de la clase obrera y que habían tomado fuerza dentro del Consejo desde la aprehensión de los que aún estamos aquí.

–En primer lugar, no me incluyas en ese «ustedes». Yo, para entonces, estaba aquí en el bote contigo, y en segundo no sé a qué te refieres con tus críticas al partido. Tal parece que el Movimiento se acabó a partir de tu aprehensión; pues no lo sabía.

–No a partir de que nos aprehendieran, sino cuando ustedes tomaron la dirección, hechos que se dieron juntos.

Gilberto había escuchado la última parte de la conversación con expresión de rencor, sin intervenir para nada.

–Ya me voy. Cada que vuelvo a oír los «argumentos» que presentaron en noviembre se me revuelve el estómago. Milagro que no has hablado de que la vuelta a clases fue para «reorganizarse»…

Al salir Gilberto se hizo un silencio embarazoso. Esperé a terminar el café.

–Es que no entiendo por qué ustedes pretenden…

–Dejemos eso, Pablo. No tiene sentido volver a lo mismo. Tenemos más de un año discutiéndolo cada vez que de alguna manera tocamos el tema. Ustedes como todos los partidos comunistas, juegan su papel y lo hacen muy bien, por lo mismo no estaremos nunca de acuerdo.

26 de julio de 1968 en cu

No, no iríamos a la manifestación. Estábamos sentados en el «aeropuerto» de la Facultad, llamado así porque allí aterrizan toda clase de pájaros. Eran las cinco de la tarde y todos los pasillos estaban atestados; en las escaleras el congestionamiento era mayor. ¿Por qué? estábamos hartos de las manifestaciones del partido, limpias, bidestiladas, inodoras, insaboras e insípidas. Pues entonces que hiciéramos la nuestra, respondió el «militante». Junto a mí alguien le mentó la madre. Eso no está bien, dijo Escudero. ¡Y por qué no! Enrique parecía molesto por la observación de Escudero. El «militante» desapareció: era el único que conocíamos en Filosofía, donde los grupos políticos eran muy reducidos y sin una línea precisa de acción, como no fuera un vago izquierdismo. El Comité Ejecutivo no asistiría a la manifestación ni había hecho propaganda, nos habíamos limitado a respetar los carteles de la cned y la Juventud Comunista. Pues porque no, porque no está bien que los insultes. No dejábamos de sentirnos molestos por no haber organizado un acto propio para celebrar el aniversario de la Revolución Cubana, pero sólo en el último momento habíamos decidido no asistir a la manifestación organizada por el pc. Sería como siempre, dos veces al año: una por Vietnam y otra por Cuba: la glorieta de la scop como punto de partida, Niño Perdido, San Juan de Letrán. Aquí se programan siempre porras a Vallejo al pasar frente al sindicato de ferrocarrileros y mueras a los «charros»; poco antes el programa dice: rumor de que Siqueiros ha llegado, y después: alerta con los provocadores. Al llegar a la Torre Latino el programa dice: vuelta a la izquierda, parada frente al Hemiciclo a Juárez, mitin sin provocadores, mueras al imperialismo, vivas a Cuba (o a Vietnam, según el caso), silencio en torno a México. A las seis dijimos: ahora van los muertos a los «charros», Siqueiros ya llegó. Tampoco entramos a clase, nos sentíamos un poco culpables. El partido celebraba el 26 de julio, aunque fuera con su peregrinación usual, ¿y nosotros? Hubiéramos podido organizar otra si todos los grupos políticos nos hubiéramos puesto de acuerdo, pero no lo habíamos hecho: ya era tradicional asistir a la manifestación del partido y tratar de imponer consignas propias, en los mítines algunas veces se repartían algunos golpes.

Por entonces, el sectarismo de los grupos políticos se había agudizado, las subdivisiones se multiplicaban. El por, grupo supuestamente trotskista, iluminado por el pensamiento de un tal J. Posadas, daba gritos porque Fidel Castro había mandado asesinar al Che; según ellos el Che era «trojkista inconsciente», la «j» de «trojkista» la tienen todos los miembros del por y la sacaron posiblemente de J. Posadas, el mítico fundador y profeta. Los maoístas de la Liga Espartaco se subdividían una vez por mes, o con más frecuencia cuando les era posible. Los «troskos» de la revista Perspectiva Mundial… seguían sacando la revista. José Revueltas, fundador de la Liga Espartaco, y posteriormente expulsado de ella, sostenía la nueva tesis de la «democracia cognoscitiva» en sustitución del leninista centralismo democrático, pero aún no estaba claro qué era aquello de la «democracia cognoscitiva»; en torno al nuevo concepto se formaría un núcleo encaminado a… etcétera. Los grupos «político-culturales» demostraban su rotundo fracaso en la tarea de integrar equipos de trabajo con formación ideológica consistente; la «lumpenización» hacía estragos entre la izquierda «amplia» que había cobrado fuerza después de la huelga de 1966: a un activismo que rindió frutos entre la base estudiantil, pues hizo posible una mayor politización de los estudiantes, no siguió la formación ideológica de la dirección, ni de los nuevos elementos reclutados. Pronto los grupos «político-culturales» se quebraron por un punto que siempre han tenido débil: se acabaron de convertir en receptáculo de intrigas y resentimientos porque la actividad política era casi inexistente. Los «espartacos» y otros maoístas pedían el revertimiento de los grupos estudiantiles sobre las organizaciones obreras y los sindicatos «charros» como única tarea para un estudiante revolucionario; el olímpico desprecio por los problemas educativos o simplemente estudiantiles se desprendía de todas sus tesis. Y mientras los estudiantes revolucionarios hacían mítines a la salida de las fábricas, comían con obreros y discutían con ellos los problemas sindicales, no era posible afrontar con seriedad ningún problema universitario. Las autoridades daban las soluciones que creían convenientes y la izquierda las aceptaba porque para cambiar el carácter de la Universidad era necesario cambiar primero el sistema social; los grupos o individuos que no aceptaban esa tesis eran «pequeñoburgueses», «grillos» y «estudiantilistas».

De la Facultad no había salido ningún contingente para participar en la manifestación.

–¿Y no es hoy también la del Poli? –pregunté.

–Sí –respondió Roberto Escudero–. No sé por qué la habrán permitido hoy, será porque la va a controlar la fnet.

–Se quieren sacar la espina del año pasado.

En 67 la fnet no había participado en la huelga del Poli y Chapingo, que apoyaban las demandas de la escuela Hermanos Escobar, de Chihuahua. La fnet quedó al margen y no pudo controlar las huelgas, cosa que al gobierno no le gustó pues demostraba que la organización «charra» no era ya el cauce por donde actuaban los estudiantes técnicos.

–Ésa del Poli, ¿es por lo que pasó en la Ciudadela? –preguntó un muchacho que yo no conocía.

–Sí.

En un cuarto de hora los pasillos y escaleras quedaron vacíos.

–Las seis y cuarto. ¿Por qué no le pides el carro a Alma y nos vamos a ver la del Latino?

El 22 de julio se celebró un juego de fútbol en la Plaza de la Ciudadela. Un equipo lo formaban alumnos de la preparatoria particular Isaac Ochoterena; y el otro, la pandilla de los «ciudadelos». El encuentro terminó a golpes y los de la Ochoterena salieron perdiendo. Como algunos «ciudadelos» se dicen alumnos de las vocacionales 2 y 5 del ipn, los de la Ochoterena apedrearon, al día siguiente, la voca 2. Al tercer día, por la mañana, varios cientos de alumnos de las dos vocacionales marcharon sobre la preparatoria Isaac Ochoterena sin que nadie lo impidiera. Cuando los politécnicos dieron por terminada su venganza, los granaderos decidieron que había llegado la hora de intervenir y esperaron a los politécnicos que regresaban en las calles cercanas a La Ciudadela, los cercaron y empezaron a golpear. Perseguidos por los granaderos, los estudiantes se refugiaron en las vocacionales; pero las escuelas no fueron obstáculo, en su interior los granaderos la emprendieron no sólo con alumnos, sino con maestros y maestras que igualmente fueron golpeados sin conocer la causa de la agresión. No se trataba de imponer el orden, sino de romperlo, de golpear como si se tratara de una venganza personal.

–¿No sabes qué ruta iba a seguir la manifestación del Poli?

–No, pero creo que pensaban detenerse en el Monumento a la Revolución –respondí.

–Vamos a asomarnos.

–Ya es muy tarde, mejor da vuelta en Florencia.

Que si había ido a La Ciudadela. Hoy no, pero otros días sí. Y que cómo estaba. Ocupada por los granaderos en todas partes; además seguían provocando a los estudiantes y a quienes lo parecieran. Sí, había leído la protesta publicada por el director de la voca 5. Alrededor del «Reloj Chino» el tráfico estaba congestionado y por todas las calles que atraviesan Bucareli los encuentros eran frecuentes. Casi toda la zona estaba cubierta de piedras y vidrios. Al doblar una esquina se topaba uno con un batallón de granaderos que cerraba la calle.

–Pues en todos los periódicos les siguen echando leña a los estudiantes y vagos que agreden a la policía.

–¿Y qué esperabas?

–¿Pagas el estacionamiento?

–Yo por qué, el carro lo traes tú. Además en la calle hay lugar.

–Bueno, yo lo pago; pero tú disparas los refrescos.

En la calle se comentaba que la manifestación había sido disuelta por la policía, pero no sabíamos cuál de las dos manifestaciones.

Estuve un rato en mi celda corrigiendo unos apuntes sobre los sucesos de septiembre de 1968, en particular la parte referente a la defensa que se hizo del rector Barros Sierra a raíz de su renuncia. Me faltaban algunos datos y no había manera de conseguirlos pronto. Tampoco tenía a mano la respuesta del cnh al informe presidencial. Se había pensado en la posibilidad de escribir un relato conjunto que recogiera la experiencia de 1968 vista desde dentro, pero el trabajo estaba muy atrasado.

Hacía una semana que, hablando con Raúl, habíamos pensado que, de iniciarse la huelga de hambre de la que ya se hablaba, el famoso libro quedaría suspendido por mucho tiempo más y tal vez definitivamente olvidado. Tomé los apuntes y salí a buscar a Gilberto. Lo encontré acostado cuando entré en su celda.

–No sé cómo puedes vivir con los pescados.

–Sólo comemos juntos y nunca hablamos de política, mucho menos acerca del Movimiento. Hoy se inició la conversación porque estabas tú. En otras circunstancias, Pablo hubiera hablado de las piedras y de ahí habríamos brincado a Sofía, o al viaje en tren por Yugoslavia antes de llegar a Sofía.

Bueno, por qué no veíamos lo de julio y agosto, le dije. Ahí estaba encima de la mesa. ¿Quería que leyéramos lo que yo había hecho?, pero antes lo de él. ¿Y Raúl?, preguntó. Que estaba escribiendo con el Chale.

Afuera empezaron a golpear una puerta. El ruido era insoportable, como martillazos sobre metal. Salimos al pasillo, los golpes venían de la celda de Baldovinos, lo había encerrado.

–Abran esa puerta –decía Jacobo apartando a los que se encontraban cerca–, ¡qué ocurrencias! ¿No tienen nada que hacer?

Mientras Gilberto ponía en orden su trabajo bajé a la celda de Raúl por las copias que le faltaban a mi parte y que habíamos estado leyendo un día antes. Toqué en la puerta y adentro preguntaron qué quería. Abrió Raúl y aparto la cortina. Al fondo de la celda estaba Saúl, a quien todos le dicen el Chale por su tipo oriental, sentado frente a la máquina de escribir y con un gran vaso de Nescafé al lado.

–Cerramos porque es una lata. Entran y salen como si estuvieran en su casa. Todo el que no tiene que hacer llega silbando y se mete en lo que no le importa, se llevan los cigarros: son una peste.

–¿Y este horror qué hace aquí? –pregunté señalando al Chale.

Je suis ton père –respondió en su espantoso francés.

–Mira, Shalimar, no seas tan respondón y aprende a pronunciar bien la ü. A ver di: üi, üi, üi; ándale, Shalimarcito, haz la trompita así.

Saúl sacó la lengua e hizo un mohín.

–Te has de ver muy bonito, pinche Chale. Sigue escribiendo.

Al salir de la celda vi que el Pirata estaba cabizbajo, oyendo sin responder a algunos de sus amigos. El Pirata es un muchacho de escasos 20 años que, cuando lo conocimos en la crujía de turno, antes de ser trasladados a la «c», no quería ni formarse cerca de nosotros cuando nos daban el «rancho». Entonces todos se divertían obligándole a hablarnos.

–Mira, ésos son los del Consejo, siéntate con ellos.

El Pirata casi nunca les respondía. Nos miraba un momento y apartaba la vista. Cuando preguntamos a los demás a qué se debía tanto recelo, nos explicaron que estaba convencido de que, si se le veía cerca de los miembros del Consejo, nunca saldría de la cárcel. En cuanto sus compañeros se enteraron de su temor, y vieron sus reacciones, no dejaron de explotar un motivo de diversión como era molestar al Pirata. Después se supo que, durante el interrogatorio en la Jefatura de Policía, le preguntaron mucho por uno de los delegados del Poli al cnh, llamado Sócrates, y que por causa de este nombre había recibido una golpiza.

–¿Conoces a Sócrates?

–No, no lo conozco.

–No te hagas, dinos la verdad.

–Si la verdad es que yo iba pasando por la calle en la que incendiaron un tranvía…

–Eso ya lo oí; te estoy preguntando por Sócrates, ¿qué hacía Sócrates?

–Les aseguro que yo no sé lo que hacía, ando muy mal en Historia.

Ahora, más de un año después, el Pirata, como otros detenidos en circunstancias similares, sigue en la cárcel; aunque ya no teme acercarse a «los del Consejo», le han descubierto otra debilidad: basta decirle que ya el procurador dijo que no va a salir nadie, para que se le llenen los ojos de lágrimas y agache la cabeza. A eso se dedicaban los tres que están en la reja, y a pesar de las numerosas ocasiones en que le han dicho lo mismo, el procedimiento aún surte algún efecto: dentro de un rato se meterá a su celda.

–Aquí está ya todo –le dije.

–Lee tú primero y después yo.

–Pero lo mío empieza en septiembre.

–No importa.

El Hemiciclo a Juárez ya estaba desierto cuando llegamos. Al regresar a la Ciudad Universitaria nos habían informado que las dos manifestaciones habían sido agredidas cuando se juntaron en la avenida Juárez.

Los politécnicos, encabezados por la fnet llegaron al monumento a la Revolución y ahí decidieron pedir a los dirigentes que llevaran la manifestación hasta el Zócalo, pues el recorrido que habían efectuado no incluía ningún lugar importante donde pudieran hacer oír su protesta por las salvajes agresiones que habían sufrido durante tres días consecutivos. La fnet se negó terminantemente a salirse de la ruta marcada por la policía y continuó el recorrido hasta el Casco de Santo Tomás, lugar en donde lo dio por concluido; pero una gran parte del contingente politécnico siguió desde el monumento por la avenida Juárez. En la Alameda Central se efectuaba el mitin con que daba fin la manifestación celebrada para conmemorar el 26 de julio. Los politécnicos y grupos desprendidos del mitin entraron a Madero. La columna engrosó con los estudiantes que, habiendo seguido hasta el Casco de Santo Tomás, posteriormente habían ocupado camiones urbanos para alcanzar a los que se dirigían hacia el Zócalo. A la altura de Palma hicieron su aparición los granaderos y se inició la agresión que habría de cambiar cualitativamente el curso de los acontecimientos, hasta entonces circunscritos y locales. Los granaderos habían sido avisados por los dirigentes de la fnet.

Dimos vuelta en Cinco de Mayo. Nos dirigíamos a San Ildefonso, la prepa 3; pero todas las calles laterales continuaban cercadas por los granaderos. Eran las once de la noche y las calles estaban absolutamente vacías. No habíamos encontrado a Escudero en la Facultad y salimos Osorio y yo en su Volkswagen para enterarnos de los sucesos de esa tarde. En la esquina de Palacio Nacional, donde principia Moneda, se veía una fuerte guardia de granaderos y muchos autos de agentes. Pasamos junto a ellos y seguimos de largo; a las pocas cuadras dimos vuelta hacia San Ildefonso y dejamos el auto a espaldas de la preparatoria. Por ese lado no había vigilancia; llegué hasta la puerta y entré. Osorio me esperaba en un lugar cercano. Cuando iba entrando, los granaderos que se veían en la esquina de Palacio emprendieron un nuevo ataque y los muchachos que se encontraban en la puerta retrocedieron en desorden y la cerraron. Adentro la tensión era muy grande, por los patios y las galerías con arcos deambulaban grupos armados de palos y varillas; se veían botellas, ladrillos, tubos, estopa para las «molotov». Pronto me encontré un conocido, con él venía un estudiante del Poli.

Habían sido cercados, decía el del Poli, esperaban que simplemente se les impidiera el acceso al Zócalo; pero nunca que se les cercara en una calle tan estrecha como Madero.

–No podíamos retroceder –continúa–, pues nos habían cortado todas las retiradas. Algunos lograron colarse y dieron aviso a los que se encontraban en el mitin, pero éstos también fueron rechazados. Se lanzaron de nuevo contra nosotros y las personas que habían quedado acorraladas; luego nos dispersamos, yo tiré unas pedradas y seguí corriendo.

–Por todo el centro de la ciudad se veían personas golpeadas –dice el de la prepa– y grupos de granaderos que irrumpían en los lugares donde pudiera haber estudiantes escondidos. En la prepa 2 iban saliendo de clase, aquí habíamos tenido un festival, y lo mismo: saliendo nos estaban esperando, regresamos a refugiarnos en la escuela sin entender el motivo del ataque pues ni siquiera habíamos estado en la manifestación.

La policía fue tan eficiente que en una sola tarde golpeó a los politécnicos que protestaban por las agresiones policiacas iniciadas esa semana; a los universitarios de las prepas, que son los más rápidos en responder; a los miembros de diversos grupos políticos de izquierda presentes en la manifestación que conmemoraba el 26 de julio y, entre ellos, al mismo Partido Comunista que tan felices declaraciones acababa de hacer a raíz de la entrevista sostenida con Díaz Ordaz. Las acciones de la policía lograron lo que parecía imposible: la unión Politécnico-Universidad, y la de los grupos de izquierda.

–¿Y el camión incendiado hacia el que venían los granaderos cuando entramos? –pregunté.

–Lo pusimos nosotros como barricada cuando, después de esperarnos a la salida del festival, la policía continuó sus ataques. Tomamos camiones, los rociamos de gasolina y, cuando trataban de pasarlos, los incendiábamos.

El director de la prepa, una persona alta que llevaba una gabardina de color claro, organizaba la defensa del edificio. Me uní al grupo que lo acompañaba y subimos las escaleras. Pasamos juntos a los murales de Orozco, casi no podían distinguirse porque sólo algunas luces estaban encendidas; seguimos por una galería muy larga, otro patio, éste vacío y en absoluto silencio, una escalera estrecha y las azoteas. Vi algunas caras conocidas entre los que hacían guardia: eran de las «porras», ellos también me reconocieron. Pensé que mientras ayudaran a defender el edificio no estaría mal su presencia, pero no dejaban de inquietarme. El director dio algunas indicaciones, preguntó por los guardias, después de conversar con algunos de ellos volvimos a bajar. En la enfermería improvisada se encontraba un muchacho que tenía varios dedos rotos, era del Poli y había buscado refugio en la prepa durante la persecución. Traté de hablar con él, pero se mostraba muy receloso.

Salí en un momento en que se encontraba la puerta abierta, me acerqué al camión quemado y observé que los atacantes tomaban posiciones al final de la cuadra.

Supimos que en Economía del Poli se estaba celebrando una asamblea pero cuando llegamos ya se había terminado. Únicamente el Comité de Huelga, recién elegido, se encontraba en el estrado. Subimos para preguntar qué acuerdos habían tomado y nos encontramos a Sócrates, Zárate y Osuna, quienes después serían los delegados ante el cnh; estaban en huelga y la demanda era: cese de Cueto y Mendiole, a cargo de la policía.

Como ya era muy tarde, no regresamos a la Ciudad Universitaria. Sería difícil tomar una decisión conjunta en sábado, pero trataríamos de reunir al mayor número de representantes posibles para iniciar el lunes con asambleas y paros.

Ya el 26 mucha gente intervino a favor de los estudiantes. Desde los balcones de sus casas, las señoras arrojaban objetos pesados contra los granaderos que avanzaban en filas cerradas; uno de ellos fue herido con un macetazo que le hundió el caso protector.

El sábado se presentaron dos funcionarios de la Universidad, el director de Servicios Sociales, profesor Julio González Tejada, y el doctor Millán. Llegaron a las inmediaciones del barrio universitario para tratar de mediar entre los estudiantes y la policía, pero fueron detenidos. El doctor Millán trataba de identificarse, hecho que seguramente molestó a los agentes secretos, los cuales lo sacaron a empellones del auto y, ya tirado en el suelo, lo atacaron a patadas. Después les permitieron entrevistarse con los muchachos; la golpiza fue únicamente un arrebato de mal humor en los policías ofendidos por la credencial de maestro.

Como consecuencia de la entrevista, los estudiantes prometían entregar los camiones urbanos y abandonar las barricadas si se ponía en libertad a los detenidos el día anterior.

Además de las aprehensiones efectuadas durante los encuentros, la policía detuvo a buen número de dirigentes del Partido Comunista, cuyas oficinas fueron ocupadas esa noche. Otros miembros del partido fueron aprehendidos en distintas circunstancias, después del 26.

Los estudiantes entregaron la mitad de los camiones y retuvieron el resto para cuando la policía cumpliera con su parte del trato. Pero los presos no fueron liberados y el domingo se reiniciaron los choques frente a las escuelas y en otros lugares céntricos de la ciudad.

El lunes volvieron a aparecer las barricadas, se tomaron camiones y de nuevo quedó interrumpido el tráfico en las calles más céntricas. Por todo el primer cuadro de la ciudad se veían pasar los transportes de granaderos. En La Ciudadela no cesaban las escaramuzas, en cualquier momento se veían pasar estudiantes correteados por la policía, explotaban las bombas lacrimógenas, las macanas asestaban los primeros golpes en cabezas y espaldas, los comercios cerraban apresuradamente; al poco rato, los granaderos regresaban a toda velocidad y buscaban protección en sus camiones bajo una lluvia de piedras y botellas; en una esquina aparecía un camión incendiado, un tranvía detenido: una nueva barricada. Los granaderos volvían con refuerzos.

La versión oficial de los hechos era muy clara y no admitía réplica: todo el conflicto lo causaban los comunistas y otros agitadores profesionales que habían iniciado otra campaña de desprestigio contra México; los estudiantes «fósiles» y algunos golfos se prestaban a los planes de los agentes internacionales que vagan por el mundo para la perdición de las almas. En septiembre esta infantil explicación, muy de esperarse en un policía o en un burócrata asustado, recibía la más alta santificación y era elevada a la categoría de dogma: Díaz Ordaz, investido de todos sus atributos y con la banda presidencial cruzada en el pecho, hizo saber ante el gobierno en pleno, los altos jefes militares y la nación que lo escuchaba, que los disturbios de la llamada «Revolución de Mayo», en Francia, no se habían iniciado por casualidad cuanto todo el mundo estaba atento a las pláticas Vietnam–Washington; y que la proximidad de los Juegos Olímpicos convertía a México en blanco favorito para los mismos agitadores, quienes después la emprenderían con otro país donde se fuera a celebrar un señalado evento. Los diputados, senadores, ministros y militares aplaudieron a rabiar el análisis presidencial de las conmociones estudiantiles y populares que han sacudido al mundo en los últimos años. El mismo análisis fue presentado, al poco tiempo, por el Ministerio Público para dejar «probado» a todas luces que existía una conjura internacional de la que nosotros formábamos parte.

Además de en La Ciudadela, los disturbios se recrudecieron en el barrio universitario y se iniciaron en los alrededores de la voca 7, situada en la Unidad Tlatelolco.

La huelga se extendía. En las preparatorias los estudiantes reprochaban a sus dirigentes la entrega de camiones, pues los presos no habían sido liberados. La posibilidad de resolver el conflicto en sus inicios se alejaba. Fueron tomados más camiones. En pleno corazón de la ciudad, a una cuadra de Palacio Nacional y casi bajo los balcones históricos, se cruzaban las bombas lacrimógenas con las «molotov»; el tráfico era desviado en las avenidas que desembocan en el Zócalo, las calles aledañas olían a gases. Entonces hubiera bastado con liberar a los presos del 26 y días siguientes, y con olvidar la cacería de «comunistas», «agitadores» y «agentes internacionales».

El lunes por la tarde todo el Politécnico estaba en huelga y en su mayoría las escuelas universitarias habían iniciado paros. En Filosofía, Ciencias y Ciencias Políticas la huelga ya era indefinida. Economía estaba en asamblea permanente, pero pronto se votó la huelga. Faltaba el «ala técnica». A la demanda de libertad a los presos del 26 se habían añadido otras: disolución del cuerpo de granaderos; destitución de Frías, además de Cueto y Mendiolea, como responsable directo de los abusos cometidos por los granaderos. Ya se hablaba de pedir la liberación de todos los presos políticos, pues en la Universidad recordábamos la entonces reciente huelga de hambre que Vallejo había iniciado como último recurso para obtener su libertad después de diez años de encarcelamiento. Otro dirigente ferrocarrilero, Valentín Campa, también se encontraba encarcelado a causa de la huelga de 1958. En 1965 había sido aprehendido el periodista Víctor Rico Galán y su grupo; el movimiento de los médicos había terminado con ceses y detenciones, algunos médicos seguían en la cárcel; en 1967 se inició, de manera sistemática, la aprehensión de dirigentes estudiantiles.

Ciencias Políticas estaba en huelga indefinida en pro de la liberación de Vallejo cuando se produjeron los sucesos del 26 de julio. La demanda de libertad a todos los presos políticos surgió naturalmente de la exigencia inicial. Con el aumento de la represión se hizo necesario pedir el deslindamiento de responsabilidades, pues ya no se trataba únicamente de excesos policiacos. El creciente número de heridos y lesionados tenía que producir la inclusión de otra demanda: indemnización. La derogación del artículo 145 del Código Penal, la demanda de carácter más político, se incluyó porque este artículo había sido el instrumento jurídico para mantener encarcelados a los ferrocarrileros.

Al anochecer continuaban las asambleas en la Ciudad Universitaria. Las escuelas que entraban a la huelga hacían un llamado a las faltantes. En el monumento a Obregón se había concentrado una gran fuerza policiaca y, en el mismo lugar, se detenían los camiones urbanos que entran a cu. En el barrio universitario los enfrentamientos eran cada vez más violentos, pues la policía ya había decidido tomar las preparatorias; en La Ciudadela, las vocacionales resistían y contestaban los ataques.

La reunión de las escuelas en huelga sería en el salón 11 de la Facultad de Filosofía. Todos los grupos políticos estaban presentes. No había un criterio previo que permitiera controlar el acceso a la reunión, llegaban los comités de huelga elegidos esa tarde, los comités ejecutivos, los dirigentes de los grupos políticos y las bases también. Llegaron las delegaciones del Politécnico y de Chapingo. La reunión se inició ante la imposibilidad de comprobar si los presentes eran o no representativos. Empezaron a relatar los acontecimientos los delegados de las escuelas agredidas, pero se les interrumpía con frecuencia. Además de las sospechosas interrupciones, la tendencia a sobresalir y darse a conocer desde el primer día acabó con el poco orden que se había podido conservar. La reunión se volvió imposible, nadie hacía eso de la presidencia de debates y continuamente recibíamos informes contradictorios y alarmantes. En todo momento nos manteníamos informados de la situación imperante en el barrio universitario, estábamos en constante comunicación telefónica; pero con frecuencia llegaban rumores acerca de la proximidad del Ejército. Después de las doce nos dijeron por el teléfono que los ganadores se retiraban del barrio universitario. Por un momento pareció que habían desistido de su intento de ocupar las escuelas. Las últimas «molotov» se apagaron en el pavimento y la atmósfera se limpió de gas lacrimógeno. Las calles vacías quedaron en silencio.

De la prepa 3 avisaron que el Ejército se acercaba.

–¿Te acuerdas del sonido de las botas claveteadas bajo la bóveda? –le comenté a Escudero.

Habíamos estado en Morelia durante la ocupación de la Universidad.

No pensábamos en una ocupación militar de la preparatoria, pero los informes se agravaban: la tropa había rodeado. Seguíamos en comunicación permanente. Nos repetíamos «no entrarán». Las razones para creerlo así eran muchas, entre las principales estaba lo breve del conflicto: en dos días de disturbios estudiantiles no utilizarían el Ejército; para eso eran los granaderos.

Después del comentario a Escudero, sentí un vacío en el estómago: son tan parecidos el edificio de la preparatoria en Morelia y el de la Preparatoria 3. Entre el humo, el aire viciado y los gritos, cada nueva noticia agravaba el desorden. Yo tenía cada vez más presente la desagradable sensación de impotencia, rabia y miedo que produce una ocupación militar: es lo más parecido a ver un ejército enemigo desfilando en triunfo por las calles de la ciudad derrotada; uno nunca llora, pero siente como si lo estuviera haciendo. Escudero había salido para informarse directamente de la situación en San Ildefonso. Cuando volvió me imaginé que la situación era grave, se subió al escritorio y pidió que escucháramos con calma. Todos esperamos.

–El Ejército acaba de entrar a la Preparatoria –dijo–; tiraron la puerta con un mortero.

Los que estaban sentados en los respaldos de las sillas se dejaron caer en el asiento. Mortero o bazuka, como se supo después, para el caso era lo mismo.

Salí de la celda de Gilberto y caminé, golpeando el barandal, hasta la 38; estaba sola y olía a encerrado, un poco a humedad y otro poco a cocina apagada, fría. Bajé y me detuve junto a la reja, a mirar el redondel; había muy poco movimiento. Pasó un «fajinero», le sacaron un ojo hace tiempo, se le ve uno negro y el otro blanco, azuloso. Me saluda y con el ojo negro mira hacia adentro.

–De veras que se ve resolo, verdá bueno –comenta balanceando la cabeza.

Y así es. El patio está completamente vacío, sucede a ratos, ratos largos, siempre por la tarde, en los meses en que comienza el frío. Por la mañana nunca está solo, las mañanas siempre son alegres, hasta en la cárcel. En las mesas que hay en el centro del patio se juega ajedrez bajo el sol que empieza a arder en el cuello y en la espalda. En el primer cuadro muchos esperan a que los llamen para ir a «defensores», están bañados y con pantalones limpios; otros juegan básquet al fondo, en un aro oxidado que ya se ha caído varias veces; últimamente juegan poco y se han vuelto a poner pantalón largo; en el verano llegó la furia por los cortos, hasta algunas personas mayores los traían; pero ya es noviembre y con el frío se volvieron a usar los zapatos, se guardaron los huaraches y los shorts.

–De veras que se ve resolo.

Las tardes son distintas, sobre todo en noviembre. Se acabaron los paseos alrededor de la banca y la jardinera en las tardes tibias. El viento mueve una puerta abierta. Se escucha una televisión y, en otra parte, el repiquetear de una máquina de escribir.

–Verdá buena.

Sí. En esta época todos los patios son opresivos, la gente sale a la calle y las banquetas se llenan, los cafés se llenan, los cines también; porque es difícil ver apagarse la tarde en un patio cerrado. En los pueblos no hay cafés, ni cines, a veces ni banquetas; la gente pone una silla en el zaguán y se sienta a mirar a los que pasan, a los niños que ya están tan grandes, a las muchachas que van al pan, al hijo de la vecina que se ha hecho tan flojo y hasta va al billar, al de los elotes asados que ya no lleva a su mujer con él, al desconocido que nadie sabe quién es pero desde ayer come en la fonda al lado del cine; se oye un silbido de bocina y en seguida bajan el volumen, golpean con el dedo el micrófono, la plaza se llena con el ruido de una aguja que raspa en el borde del disco y la música del cine llega hasta los zaguanes: se acabó la tarde, hora de cenar. Y las cocinas empiezan a oler a café con leche y a pan.

Se hizo un absoluto silencio. La delegación del Poli, que había salido para dejar a los universitarios ponerse de acuerdo, ya estaba de regreso. El salón se encontraba atestado y no era posible imponer el orden, las intervenciones más fuera de lugar se sucedían unas a otras. El anuncio hizo el efecto de un interruptor. La comunicación telefónica se había mantenido hasta el último momento.

–¡Que nadie salga! –gritó alguien, rompiendo el silencio.

–¡Cierren la puerta!

La reunión era una indescriptible mezcla de mutuos ¡cálmense! y ¡cierren la puerta! Con la puerta cerrada con seguro, adentro prosiguió la confusión, el aire se enrarecía.

Dos miembros del Comité de Huelga de Filosofía salimos a observar los alrededores porque, cada vez con mayor insistencia, se decía que el Ejército se acercaba a la cu. Cuando volvimos, sin haber visto soldados en las avenidas que conducen a la Ciudad Universitaria, encontramos la reunión disuelta. El único acuerdo tomado era celebrar otra reunión con un solo representante por escuela e informar, hasta última hora, a ese representante, del lugar en que se realizaría.

Esa misma noche, la tropa ocupó también la preparatoria 2 y las vocacionales 2 y 5.

–¿Te acuerdas de cuando vimos al rector para pedirle que encabezara la manifestación del 1º de agosto? ¿Fue el miércoles? –le pregunto a Gilberto.

–No, fue el martes 30 de julio.

–Tienes razón. Le pedíamos la manifestación para el miércoles y él se opuso. Dijo que era necesario prepararla bien y para eso necesitaba por lo menos un día. Como la manifestación fue el jueves, entonces lo vimos el martes: el mismo día en que izó la bandera a media asta.

–¿Fue ese día?

–Sí, el bazukazo a la prepa fue en la noche y a la mañana siguiente Barros Sierra estaba izando la bandera frente a la rectoría.

Mes y medio después, cuando el Ejército tomó la cu, un pelotón de soldados la arriaba por la noche, sin ninguna ceremonia y, encima de esa imagen, mientras nos lanzábamos en auto a toda velocidad para salir de Insurgentes, teníamos la otra: la del sol de julio sobre la explanada de la rectoría y la bandera sin ondear, a media asta. No había la menor brisa y empezaba a sentirse el color del mediodía.

Los días y los años

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