Читать книгу Los días y los años - Luis González de Alba - Страница 8
III.
ОглавлениеHoy por la tarde vino Selma y me pidió que le cantara las canciones. Francamente ya no me gusta cantar las mismas dos o tres veces por semana. Primero me estuve haciendo disimulado un buen rato, pero finalmente me lo preguntó:
–Qué, ¿hoy no vas a cantarme?
–Si no he hecho nada nuevo.
–No importa. Cántame las mismas. Ándale, trae la guitarra.
–Está desafinada, mejor hoy no.
–Bueno, si no quieres no cantes...
–¿De veras quieres oír las mismas?
–¡Pues claro!, te lo pido de veras.
Yo no estaba muy convencido, pero traje la guitarra. Ya sé en qué orden debo empezar: primero las que le gustan, pero no tanto; al final las que le gustan mucho.
–Ya no me cantas La niña.
–Ésa no.
–Pero, ¿por qué? ¡Si es mi canción!
–Es que ya no me gusta.
–¡Pues qué fino detalle! ¡Verdaderamente uno no gana para vergüenzas contigo! ¡Si es mi canción!
–Es cierto, pero ya no me gusta.
–¡Qué tontería! Es muy bonita. Ándale, cántala y dime por qué ya no te gusta.
–Es que aquí no les gustó y ya he acabado por creer que tienen razón: es como muy mensa.
–¡Ah! ¡El papelazo que has hecho! Pues ahora me la cantas. A mí me gusta mucho, aunque tus amigos digan lo contrario.
–No todos, a Raúl sí le gusta.
–¿Ya lo ves? Empieza.
–Está bien, está bien; pero déjame poner primero en agua estas flores, si no cuando te vayas ya estarán marchitas.
–¿Te gustaron?
–Mucho. Y huelen muy bien, ¿cómo se llaman?
–No sé. Las compro en el mercado y son muy baratas. La semana próxima te traigo más. Ya casi no hay, porque son de verano.
–Me dijiste que no vendrías porque vas a Cuernavaca.
–Es cierto; pero le diré a Luisa que te traiga unas con la comida del jueves.
Por fin se la canté y al hacerlo descubrí que sí me gusta aunque, en efecto, sea una canción infantil.
–No sé por qué le tenía aversión. Tampoco creas que era sólo porque a los muchachos no les haya gustado, después de todo tampoco les gusta Aldebarán y a mí me parece la mejor.
–Era una agresión tuya.
–¡Ah! Sí, sí, la psicóloga. Ésa debe ser idea de Cueli.
–¡Es tan chistoso! Yo nunca había tenido un analista como él.
–¡Oye!...
– ¿Sí?
–¿...Y también se analiza con él Greta?
–¿Quién?
–Greta. Acuérdate.
–¡Ah! ¿Y ahora por qué le dices Greta?
–Tú por qué crees... Pues para no escribir su nombre; y por aquello que te leí hace tiempo, donde se llama Greta.
–Pues sí, ella también se analiza con Cueli.
–¿Te dije que fue mi maestro? Sus clases eran una variedad con ese acento de Tepito que tiene. Si no estuviera instalado en la magia sería buen psicólogo.
–Pero como analista es bueno –respondió Selma–. ¿Por qué me preguntabas si analiza también a Greta?
–Por nada, se me ocurrió.
–...Y que además fue tu maestro.
–Era sólo un comentario.
–¡Ah!, ¡pues qué fino detalle de tu parte! Además, ya lo sabía.
–¿Que fue mi maestro?
–No. Lo de la casa de Greta.
–Seguro te lo contó el chismoso de José Visitación.
–¿Y quién más? También me dijo que en eso llegó...
–Sí, sí, ya; no digas más.
–...que después se rompió el tubo del desagüe y si no hubiera estado un cesto de ropa sucia abajo...
–Eso sí que no es cierto.
–Pues también se lo contó a Pus.
–¿A quién?
–A Pus –repitió Selma.
–Pobre Paz; ya te peleaste otra vez con ella, ¿o no?
–Es que le traigo mucho coraje por todas las que me ha hecho. A ella y también a la loca. ¡Ay, maldita mujer! ¡Ya no la aguanto, no la aguanto, no la aguanto! ¡No, no, no!
–Parece que estás en escena. Te verías bien en Las troyanas como Casandra para que gimieras y aullaras con los pelos al aire.
–Es que de veras ya no la aguanto.
–¿A Paz?
–No, a la loca.
Al rato salí para traerle la canasta con los trastes de la cocina.
–Ya es hora, Selma; hace rato que tocó la banda. Dile a Vísit que me escriba.
Al abrirse la puerta del elevador, un calor de persianas asoleadas hacía más intenso el aroma de la madera barnizada que recubre los descansos en cada piso de la torre de Humanidades. Las plantas del octavo piso humedecían el aire. Subí las persianas, abrí todas las ventilas y entró el sol de la tarde por los cristales. Ojalá llueva en la noche, pensé. La puerta estaba abierta. Al fondo se podía escuchar el mimeógrafo funcionando.
El piso era muy cómodo y amplio. En un extremo tenía un salón grande rodeado de cubículos, en ellos habíamos instalado el mimeógrafo, el sonido de «Radio Humanidades» y la cafetera eléctrica. En el salón grande había otro mimeógrafo y mesas para cortar los volantes. Las sillas estaban apiladas en un rincón. Otro cubículo lo usaba Revueltas para escribir los manifiestos de la Asamblea de Intelectuales y Artistas y, después, los análisis que presentaba al Comité de Lucha, pues éste había sido ampliado con algunos compañeros que no pertenecían a la Facultad. Muchas oficinas estaban vacías. El piso tenía otra ala, ésta mucha más elegante, alfombrada por completo de rojo, con cortinas blancas, libreros y sillones. Di un vistazo por todas partes, pasé por las oficinas vacías y regresé. Junto a la puerta de entrada había otra puerta, toqué y durante un rato se escuchó que alguien se acercaba hablando.
Sobre la alfombra había una grabadora grande y varios rollos de cable. Escudero platicaba con dos muchachos que llevaban camisas a cuadros, como de leñador, pantalones de pana y botas bajas.
–Son del sds –me dijo Osorio mientras cerraba la puerta.
–¿De Berkeley?
–No, del sds alemán.
–¡Ah!, mucho gusto.
En la mesa larga para conferencias, que usábamos durante las reuniones ampliadas, se veía un micrófono. Escudero respondía una pregunta en ese momento. Me senté en silencio.
–Se nota una gran diferencia entre las demandas formuladas por los estudiantes mexicanos y las que se han enarbolado en otros países. Nosotros no alcanzamos a explicarnos la defensa de la Constitución que hacen ustedes. En Alemania no queremos defender nuestra actual Constitución, sino acabar con ella; lo mismo pasa en Francia o en Italia; los estudiantes impugnan a sus regímenes y a las leyes que los sostienen. ¿Qué me puedes decir al respecto? –me preguntó uno de los alemanes, que tenía unos veintiocho o treinta años.
–Ya otras veces nos han preguntado lo mismo –respondí–. Tanto para los franceses, como para los norteamericanos que han venido, es inexplicable que un movimiento de alcance nacional, como el nuestro, con las proporciones que ha adquirido para estas fechas, insista constantemente en demandas tales como libertades democráticas y respeto a la Constitución. La diferencia radica en varios puntos. En primer lugar, permíteme aclararte, para evitar confusiones posteriores, que nosotros no aceptamos la tesis de que los países de América Latina, o todos aquellos que no han tenido una revolución burguesa, deban primero efectuar ésta para luego iniciar una revolución socialista. Nos parece que ya Cuba demostró lo contrario y que insistir en la actualidad en la necesidad de pasar por la revolución burguesa en el camino a la socialista es la forma más primitiva de disfrazar el oportunismo. Quise empezar por aquí porque nuestras principales demandas, vistas desde lejos y sin conocer el país, hacen pensar en quienes aún piden alianzas con las «burguesías nacionales», votaciones como sinónimo de democracia y cambio frecuente de los hombres en el gobierno. Cuando en Europa y los Estados Unidos se oye «libertades democráticas y respecto a la Constitución», no parecen consignas revolucionarias. Estoy de acuerdo con ustedes en que, después de movilizar a casi un millón de ciudadanos, nada más en esta ciudad, y contar con la simpatía de sectores cada vez más importantes, las demandas que formularían los estudiantes de otros países serían muy distintas, en apariencia mucho más radicales. En cambio nosotros seguimos manteniendo exigencias puramente reformistas. La verdad es que, en nuestro país, tales demandas cobran un carácter no sólo avanzado, sino abiertamente revolucionario en sus consecuencias. Me explicaré. La actual Constitución de la República nunca ha estado vigente en su totalidad por razones que la historia oficial oculta: al finalizar la Revolución de 1910 se intentó dar carácter de ordenamiento constitucional a las más importantes reformas exigidas por cada facción revolucionaria. El carrancismo, la facción más conservadora, pero, al mismo tiempo, con mayor solidez ideológica, tenía para entonces el control político de la nación y era de esperarse que la Constitución resultara liberal y moderada. En parte así fue; pero, a pesar de que el control político lo ejercían los carrancistas, las ideas revolucionarias estaban aún demasiado frescas en la mente de los diputados constituyentes, la presión popular era muy grande y el carrancismo no podía gobernar solo, necesitaba ganarse el apoyo popular. Las reformas de Carranza, cautelosas, pero orientadas a conmover la opinión; su programa político, liberal, pero claro, le ganaron el apoyo de la Casa del Obrero Mundial y de sus «batallones rojos». Villa fue derrotado, en gran parte, a causa de que los «batallones rojos» combatieron al lado del carrancismo. La Casa del Obrero Mundial fue clausurada después, pero seguía siendo una fuerza presente, como lo eran los obreros que habían combatido contra Villa y otros grupos revolucionarios. La composición política del Congreso reflejaba todas estas contradicciones y la debilidad de la naciente burguesía. El proyecto de Carranza fue rechazado y en su lugar se promulgó, muy a pesar del Poder Ejecutivo, nuestra actual Constitución. Para poder gobernar era necesaria una política de «unidad nacional». Y así lo vio el carrancismo. Ahora bien, la derrota militar de los sectores con pensamiento más progresista y su incapacidad para dar cohesión a un sistema ideológico y político que se enfrentara con éxito al carrancismo, trajo como consecuencia una contradicción permanente entre el espíritu revolucionario que animó a muchos legisladores y el gobierno establecido. Ningún gobernante se ha sentido con suficiente fuerza como para modificar a fondo la Constitución y adaptarla a las verdaderas necesidades de la clase en el poder; o mejor aún, así como toda su apariencia radical dentro de las constituciones no socialistas, es la mejor fachada para un gobierno que pretende ser el sucesor tanto de Carranza, como de Villa, Zapata y todos los revolucionarios mexicanos sin excepción. Por lo mismo no se modifica, pero tampoco se cumple. A eso se reduce actualmente la «unidad nacional»: tú trabajas, levantas el país, me defiendes de los gringos… y te prometo seguir hablando de la Revolución en todos los discursos. Bueno, pues por ahí nos hemos colado: la mayor parte de los innumerables cuerpos de policía son ilegales, el artículo 145 del Código Penal es probadamente anticonstitucional, el abuso de poder es la llaga más extendida y el mal más vergonzoso en la vida pública de nuestro país; pero las policías, la legislación arbitraria, los abusos de poder, la corrupción de las organizaciones populares, el sometimiento al Poder Ejecutivo por parte de los otros dos poderes, son los puntales mismos del régimen. Un solo ejemplo: si desaparece la corrupción de las organizaciones populares y su sometimiento directo al régimen, la fuerza liberada será tan grande que cambiará todo el actual equilibrio de fuerzas. Por eso se nos acusa de querer derrocar al gobierno.
–Y hay algo más –agregó Escudero–. El Estado actual necesita, para su supervivencia, mantener firmes cada uno de los puntales. Estamos pidiendo libertades democráticas, bien poca cosa en apariencia; pues si la conmoción que hemos producido trae como consecuencia libertad en los sindicatos, con ese solo triunfo se acabó el sistema político mexicano que ahora conocemos. Le quitamos de un golpe su principal puntal.
–¿Socialismo? –preguntó uno de los alemanes acercándose al micrófono y volviendo a colocarlo junto a Escudero.
–No. Por lo menos, no de inmediato. Pero el cambio político sería grande...
–¿Cómo?
–Quiero decir que el régimen se debilitaría a tal extremo, en cuanto perdiera el férreo control que ejerce en forma directa, que podría darse muy pronto un cambio cualitativo. El régimen está acostumbrado a un continuo monólogo, a las alabanzas de gobernadores, diputados líderes obreros y líderes campesinos: o mismo, hasta el tono de voz es igual.
–¿Y ustedes creen que puede suceder algo parecido a lo que me han dicho?
–Es difícil –respondió Osorio–, porque el gobierno sabe bien cuáles son sus puntos débiles y no va a ceder. Reprimirá el Movimiento con toda saña antes de perder posiciones importantes. Por lo pronto, el Movimiento ha causado una gran agitación en organizaciones tradicionalmente sometidas. Y no porque tengamos una gran capacidad para la agitación, sino porque es natural que la inquietud se propague. Pueden pasar diez o veinte años sin que surja una protesta general entre los obreros cotidianamente controlados por pistoleros, soplones, granaderos y Ejército; pero cuando ya no están solos, cuando cientos de miles se han movilizado primero, los pistoleros y soplones ya no son suficientes, se necesita la represión directa.
–Ése es ahora el peligro más inminente –concluyó Escudero.
–¿Y el Consejo tiene ya prevista la represión en gran escala?
–No –respondí–. Individualmente se ha considerado muchas veces la posibilidad, pero el cnh no tiene aún un criterio definido al respecto. En gran parte los delegados creen que la represión en gran escala es una posibilidad muy remota.
–¿Y ustedes?
–Nosotros creemos que no lo es tanto. Como te dijimos antes, el gobierno conoce sus lados flacos y no permitirá que lo dejemos sin protección. Sería tanto como suicidarse. Pero tampoco sabemos en qué medida puede ceder. Dentro del cnh existe otra posición extrema, sostenida por unos cuantos delegados; éstos afirman que el gobierno ya es incapaz de conceder y que la única salida que tiene es la represión. Si se tratara de una concesión total yo les daría la razón, el actual gobierno está demasiado esclerótico para esperar la agilidad de un joven; pero aún puede parlamentar y nosotros también. Si aceptáramos que toda concesión es imposible, tendríamos que ser consecuentes con nuestro enfoque y retirarnos antes de que nos masacren, ¿o vamos a pedir a los estudiantes que se defiendan con las armas? Es evidente que no. Contamos con un millón de manifestantes, pero de ahí no sacaremos muchos guerrilleros. Y aunque lo hiciéramos, en pocos días acabarían con nosotros: no tenemos aún la organización revolucionaria que permita hacer de un manifestante un revolucionario, y de un estudiante un guerrillero urbano. En su gran mayoría los estudiantes y los sectores que nos apoyan están convencidos de que el gobierno va a ceder por lo menos en algunos puntos. ¿Vamos a gritar que no es así?
Escudero tomó el micrófono y respondió a la pregunta que yo me hacía. Esperó a que cambiaran la cinta.
–La demagogia revolucionaria del gobierno empieza a fallar, pero aún tiene arraigo en muchos sectores de los ahora movilizados. Por lo mismo no podemos decir, simple y llanamente, que el gobierno está incapacitado para resolver el conflicto. Si decimos tal cosa nos quedaremos solos, pues no tendrá objeto seguir luchando por algo que nunca podrá obtenerse.
–¿Cuáles son, entonces, las perspectivas que ven ustedes?
–Primero, que el gobierno ceda en parte –respondió Escudero–; aunque no lo hará en todo. Se entablarán negociaciones públicas y ahí se decidirá si nos damos por satisfechos o le seguimos. Otra posibilidad es que nos repriman, aumente el número de presos, se ocupen las escuelas. Algo parecido a lo que hicieron con los ferrocarrileros en 1959.
–Pero, si ya sucedió con los ferrocarrileros, ¿crees que pueda ser diferente ahora?
–Sí, porque la fuerza popular es mucho mayor y más dispersa. Los ferrocarrileros estuvieron prácticamente solos. Nosotros no lo estamos. Y como te dije, somos una fuerza más dispersa; incrustada hasta en sectores cercanos al gobierno, como algunos técnicos que se han movilizado. No se trata de reprimir a un solo sindicato, sino a varias universidades, escuelas, institutos, etcétera; y a amplios sectores de la población que no tienen organización alguna. La represión tendría que ser terrible –concluyó.
–¿Crees que se pueda evitar? –preguntó volviéndose a verme.
–Sí. De no creerlo no estaría aquí –respondí riéndome–. Si nuestra fuerza aumenta, el gobierno no podrá reprimir.
La grabadora se detuvo. Esperé a que la revisaran. Se había desconectado.
–Hace un momento hablabas del apoyo prestado por otros actores. ¿Se trata de los obreros?
–No. Se trata, principalmente, de la clase media, de los padres de familia, los maestros, los empleados. No hemos podido romper el control gubernamental en fábricas y sindicatos. Los mecanismos de control y de represión inmediata han sido perfeccionados por años. La dependencia respecto del gobierno es completa. Hay pocas excepciones.
–¿Crees que, en esas circunstancias, se logre una movilización obrera?
–Sí.
–¿Cómo?
–Golpeando y golpeando desde afuera. Cada manifestación es un ariete que sacude los mecanismos de control.
–¿Qué efectos tendría el apoyo obrero?
–Pues, si se diera libre, el primer efecto que notaríamos sería que dejaba de ser «apoyo». Lo cual estaría muy bien, «apoyo» seríamos nosotros en adelante.
–Si tuviéramos paralizada la producción nacional, como sucedió en Francia durante mayo, ya Díaz Ordaz hubiera tomado su Ipiranga –interrumpió Osorio.
–¿Su qué?
–Es el nombre del barco en el que Porfirio Díaz salió del país.
–¿Así lo crees?
–Sin duda. Aquí no hay cgt que salve a la burguesía del desastre y el pc es casi inexistente.
Vio cuánta cinta quedaba y añadió:
–Si alguno quiere agregar algo, puede hacerlo.
–Solamente –dijo Escudero–, que observes cómo seis peticiones, ninguna de las cuales puede considerarse una reforma medianamente radical en otros países, en México se transforman en un verdadero explosivo. Aunque no logremos más que un triunfo parcial, nuestro mayor mérito será el de haber indicado un camino a seguir.
Como a las diez de la mañana me llamaron a «defensores». Debe ser Marjorie, pensé, a ver qué me dice de mis exámenes. La Universidad nos había permitido presentar exámenes desde la cárcel; pero cada maestro tenía que fijar tema y extensión de un trabajo escrito, pues no era posible efectuarlos de otra manera. La principal dificultad consistía en conseguir los libros, ya que, aunque también se había fijado un pequeño presupuesto para libros, luego se retardaba todo por los trámites que tenía que cubrir un solo licenciado nombrado por el rector para ver nuestros casos.
«Defensores» es un patio rectangular, algo retirado de la crujía, en donde los presos hablan con sus abogados; pero como también se puede nombrar como defensor a personas que no sean abogados, todos reciben a sus familiares cercanos, novias y amigos más que a verdaderos defensores. En el patio, al que sólo nos llevan por la mañana, hay un mostrador cubierto por un techo; ahí venden café, donas, tacos y otros alimentos. El ambiente, a no ser porque se está en la cárcel, no es del todo desagradable.
Cuando llegué, todas las mesas y bancas estaban ocupadas por presos de diferentes crujías y sus visitas. Cerca de la entrada estaba mi hermano Arturo.
–¿No vino Marjorie?
–No. Me la encontré en la Universidad y me dijo que no podía venir hoy; por eso vine yo, aunque es viernes.
–Vamos a comprar un café porque no he desayunado.
Pedimos dos cafés y dos donas.
–¿Con leche?
–Uno sí y otro no.
–¡Mira! Ahí se desocupó un lugar.
Nos sentamos a la sombra, aunque yo tenía frío y no acababa de decidir entre estar de pie al sol o sentado a la sombra.
–También me encontré a Guita –dijo Arturo, con azúcar en los incipientes bigotes.
–¿Sí? ¿Y qué cuenta?
–Oye, ¿te dijo algo Selma?
–¿De qué? –le respondí mientras veía la pared soleada.
–De Guita.
–¿De Guita? Nada. ¿Por qué?
–¡Ah! –dijo Arturo sonriéndose–, es que ayer, cuando me la encontré, me contó que había visto a Selma, no sé en dónde, y que se le acercó nada más para decirle: «Lo sé todo».
–¿También a ella se lo hizo? –no le podía responder por la risa que me daba el imaginarme la cara de Guita ante ese «lo sé todo»–. Ya ves las cosas que se le ocurren a Selma. Un día le dijo a alguien la frasecita y el otro soltó toda la sopa: se sonrojó y tartamudeando dio miles de explicaciones que nadie le pedía. Desde entonces se dedica a lanzarle a todo el mundo un fulminante y frío «lo sé todo», y ha descubierto que quien no palidece se sonroja. Claro, ahora está feliz con el descubrimiento y no pierde oportunidad de ponerlo en práctica.
–Pues aquella pobre está muy inquieta y hasta me preguntó: «Oye, Arturo... ¿qué es lo que sabe?»
Los dos nos reímos un buen rato. Me acabé la dona con el café y fuimos a comprar otra. Después estuvimos de pie del lado del sol hasta que llegó un vigilante a decirnos que había terminado la visita.
–¿Te acuerdas de lo que te recomendó cuando iba a nacer tu hijo?
–Claro. Menos mal que fue hombre... si hubiera sido mujer me pongo a regalar donas en vez de puros, como me aseguró Selma que se hacía.
De regreso en mi celda tendí la litera y barrí. Pensaba ponerme a escribir, pero vi que en la celda de enfrente, la que usamos de «comuna», Zama ya estaba preparando el almuerzo; así que me fui a acompañarlo mientras terminaba.
–Va a venir Félix a almorzar –me dijo.
–¡Ah! ¿Y ese milagro? Desde que se cambió de «comuna» nunca había venido.
–Es que ha de estar pasando hambre.
–Seguro. Óyelo, viene en la escalera con Pablo. ¡Goded Andreu, no sabes el gusto que me da verte por tu «ex comuna»!
–Aquí me tienen. Pensé que ya me estarían extrañando.
–Tampoco exageres.
–Pasa, Félix –dijo Zama–; te estoy haciendo una ración especial porque de seguro la necesitas.
–Gracias, Zama. Tú sí sabes (lo cual no quiere decir nada).
–Ve nomás cómo viene este pobre muchacho: ñango, entelerido, dado al queso.
–Por eso te hice pinche mil huevos con chorizo, todos para ti.
–¿Para mí? Pretextos, pinche Zama; eres un tragón.
–Siéntense, porque ya les voy a servir.
–¿Así como están? –reclamó Pablo–. ¡Estás loco, pinche Zama, esos huevos todavía tienen caldo!
–¿Cómo van a tener caldo, si no les puse ningún caldo!
–¡Pues el caldo de los huevos!
–¡Cuál caldo!
–¡Ése!, ¡ése!, ¿no ves? ¡Tienen caldo!
–Está bien, los voy a dejar otro rato. Es que ya tengo mucha hambre.
–Eso no lo dudo. Tú te los comerías crudos, si así te comes la carne.
–¡No exageres, Pablo. ¡Por fa-vor!
–Ya niñas, no se arañen.
Félix parecía muy complacido de que la discusión hubiera llegado a un punto que conocía muy bien desde cuando comía con nosotros: el hambre de Zama y los consejos culinarios de Pablo que siempre acaban con cualquier tema anterior y, como su llegada lo convertía en blanco seguro de una hora de bromas pesadas, se sentía aliviado al ver a Pablo y a Zama enzarzados en la discusión habitual entre ellos a la hora de comer. Pero no supo seguir pasando inadvertido, habló y con ello cometió un error:
–Sí, pinche Zama, haz el favor de no darme la comida cruda.
–Pues ni tan «Zama», pinche Félix.
–Pues ni tan «Félix».
– Mira, ni hables porque me acuerdo de tus comidas que siempre quemabas, y del conejo, que sabía a meados.
–El que la quemaba era Pablo.
–No te hagas. Si para lo único que sirves es para dejar recaditos debajo de las puertas –dijo Zama riéndose mientras hacía el ademán de arrojar un papel bajo una puerta.
–¡Nomás piensa que por un papelito así te detuvieron, y que entonces tenías un mes de casado! –dijo Félix.
–¿Qué? ¿Qué pasó?
–¿No lo sabías? –preguntaron Zama y Félix al mismo tiempo.
–No.
–A ver, Zama –empezó a decir Félix–: conéctate con el número once y cuenta.
–Pues que después de la manifestación del 26 de julio quedamos de reunimos en un café…
–Eso sí lo sé.
–Pero esa noche Zama no lo sabía, entonces yo pasé a su casa y como no estaba… –prosiguió Félix quitándole la palabra a Zama.
–Sí estaba, pero no le abría a nadie; no quería visitas.
–Bueno, pues como no abrió, dejé un recado bajo su puerta.
–Para verse en el café de las Américas.
–No, en el Viena, que está enfrente –respondieron al mismo tiempo.
–¿Y desde cuándo hablan como Hugo, Paco y Luis?
–Desde… –dijeron juntos y voltearon a verse–. Deja de arremedarme, pinche Zama.
–Ni tan «Zama». Y ahí fue donde nos detuvieron a todos.
–¿Y por qué se citaron precisamente ahí?
–No sé. Yo nada más le avisé al Zama porque no lo habíamos visto después de la manifestación.
En la puerta apareció De la Vega: alto, flaco, con una gran nariz, hizo un gesto de admiración:
–¡No! ¡No es posible! ¡No puedo creerlo! I don’t believe it!
¡Están oyendo otra vez «Zama y el café Viena»! Qué aguante. Renovarse o morir, queridos.
–Mira quién lo dice, que-ri-do.
–Pero si es casi como oír otra vez «Pablo y Sofía».
–O bien, «De la Vega y la subidita que su papá mandó hacer para el coche diez años antes de tener coche» –añadió Pablo en venganza.
–¡Ah! Pero ésa es muy buena –respondió De la Vega.
–Pues yo no la conozco.
–¿No? ¡Cómo que no! Este pinche De Alba, ¡eres un provocador!
–Pues resulta –empezó a decir De la Vega– que mi papá vio una vez que la banqueta que estábamos haciendo (porque antes no había ni banqueta) era muy alta, y pensó…
–¡Ya ves! –protestó también Zama–. ¡Mira lo que has hecho! Ya nadie lo calla. ¡Eres un provocador!
–«…Cuando acabe la casa podré empezar a juntar para comprar un carro, y sin una subidita…»
–¡Ya cállate!
–¡Qué educación! Yo sólo hacía el intento de...
–¡El desorbitado intento! –dije y me reí solo. Los demás me veían sin entender–. Perdón, me equivoqué de auditorio. Es una frase de otro sitio.
–Seguramente del «pre» –dijo De la Vega.
–¿El «pre»? –interrogó Zama.
–Sí, hombre, el «pregrupo»: Raúl, Pino, Gamundi, este pinche De Alba, el Búho, Guevara, etcétera. Pero, ¿qué era «eso» que decías, que-ri-do? Termina.
–¿Así que no conoces la frasecita? ¡Por fa-vor! ¡Hay que leer a Unzueta! Resulta que cuando salió ¿Revolución en la revolución?, Unzueta le respondió a Debray y entre otras cosas decía en su repuesta que Debray «hizo el desorbitado intento de oponerse a los partidos comunistas».
–Ah, está muy bueno –dijo De la Vega riéndose–. ¡Muy bien, chamaco! ¡Te la sacaste! ¿Así que «hizo el desorbitado intento»?
–Este pinche De la Vega se ríe de cualquier tontería –añadió Pablo sin voltear–. Yo no le veo la gracia.
–Sí –dijo Selma peinándose frente al espejo–; «ésos son los días que después se recuerdan como una cicatriz».
Me quedé sorprendido, viéndola desde la litera mientras afuera los tambores anunciaban el final de la visita.
–¿Y tú cómo sabes?
–También lo he sentido.
–¿Pero cómo conoces la frase?
Me puse una camisa y salí por la canasta de los trastes. En la reja estaban Chata y Rosa María. Pablo bajaba de la 38.
–Hola, Selma.
–Hola, Pablo, ¿cómo estás? ¿Cómo está tu niña, Chata?
–Está malita del estómago, fíjate.
Puse la canasta en el suelo mientras terminaban los abrazos, los saludos y las despedidas.
–El sábado no vendré, pero nos vemos el domingo temprano. Me lo dijo Arturo. ¿Por dónde se van?; yo voy por el Viaducto y luego Insurgentes y Revolución.