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INTRODUCCIÓN

Las artes marciales no se estudian con el propósito de ser fuerte, ganar peleas y que las chicas digan «¡Uy, qué fuerte eres, te mando un besito!». Se estudian con el propósito de vivir mejor cada día.

MAESTRO MUTENG

Breve historia

¿Por qué un libro de entrenamiento personal basado en un maestro de artes marciales de dibujos animados?

La respuesta no es sencilla. En el momento de escribir este libro he cumplido los cuarenta años y soy entrenador personal y monitor de varias disciplinas deportivas, entre las que figuran el patinaje en línea y el kung-fu. No he llegado a este punto dedicando unos meses o unos cuantos años de machaque en un gimnasio.

En la actualidad existe una grandísima oferta de métodos de entrenamiento, sobre todo en los macrogimnasios, pero se observa una tendencia creciente de centros deportivos que han cambiado el entrenamiento, por ejemplo, en una sala repleta de bicicletas (spinning) por otras opciones como salir al aire libre a empujar o tirar de ruedas de camión, realizar juegos por equipos como cuando éramos niños (el pañuelo, policías y ladrones, etc.) o simplemente unirse a un grupo de corredores (ahora llamados runners) y salir a correr a diario.

Como nos gusta ponerle nombres «superchachis» a todo, resulta que ahora tenemos crossfit, calistenia o simplemente entrenamiento funcional. Estos tipos de entrenamiento son muy antiguos y nunca hasta ahora habían tenido tales nombres; bueno, puede que calistenia, que viene del griego, sí. Tipos espabilados patentaron estos métodos de entrenamiento bajo estos nombres y, ahora, cualquier gimnasio que ofrezca estos métodos debe pagar una licencia de explotación, ni más ni menos. Yo simplemente uso algunos métodos parecidos, iguales en algunos casos, a la vez que añado otros muchos. Eso es el entrenamiento Muteng para mí, y no me lo ha enseñado nadie; es una imitación en el mundo real del entrenamiento recibido por Goku y Krilin del maestro Mutenroy.

Parece que la gente está despertando y comprendiendo que la mejor manera de estar en forma de verdad no es pasar una, dos o tres horas de machaque en máquinas y sesiones de aeroboxing, sino hacerlo de forma global, comprendiendo que es un estilo de vida, un modo de entender el día a día, unificando la alimentación, el deporte al aire libre, el estado anímico, estudiando…, para nada más y nada menos que alcanzar la felicidad.

Yo llevo desde la adolescencia poniendo en práctica este concepto o estilo de vida tan de moda y que mucha gente intuye o conoce pero no se atreve a llevar a cabo. Si no recuerdo mal, tendría unos catorce o quince años cuando empecé, no tan solo a entrenarme físicamente, sino también a cambiar mis hábitos alimenticios y mis horas de sueño, y el tiempo que dedicaba al estudio aumentó a la vez que me concentraba más en todo. Mis sentidos se potenciaron, no solo externamente; empecé a ser capaz de controlar algunas funciones internas, como el hipo, algo tan poco importante pero tan molesto causado por una descoordinación del diafragma y la respiración. Concentrándome y escuchando los latidos de mi corazón, volvía a coordinar a voluntad el diafragma con la respiración. Poco a poco fui tomando conciencia de más aspectos de mi cuerpo y de mi mente que podía controlar.

El nivel de mi entrenamiento físico aumentaba al mismo tiempo que sacaba mejores notas y me costaba menos comprender y retener lo que estudiaba. También ejercitaba el estado de ánimo y las emociones, intentando en todo momento mantenerlo estable en un punto intermedio.

Llevaba ya cuatro o cinco años entrenando cuando sentí que el método que seguía se estancaba en cuanto a coordinación, equilibrio, flexibilidad, concentración y otras muchas habilidades. Conocí entonces el kung-fu en el estilo Choy Lee Fut, muy parecido al shaolin. Tenía entonces diecinueve años y ya estaba familiarizado con otras artes marciales, pero esta disciplina me aportó todas las habilidades físicas que jamás hubiera imaginado adquirir, y además desarrollé todavía más la estabilidad mental y anímica.

En algunas ocasiones el sifu (así se llama al maestro en kungfu) llegaba con muchas ganas de entrenar y nos metía una caña terrible. Algunos compañeros abandonaban la sesión de entrenamiento por la dureza e, incluso, alguien en una ocasión se mareó. Así de duro era el entrenamiento. Pues bien, esos días decíamos en broma: «¡Uf, hoy toca entrenamiento Mutenroy!».

Pues bien, todo comenzó con una motivación, algo que me diese un toque de atención. Un refrán viene a decir que cuando piensas que deberías dejar de fumar es que fumas demasiado.

Por aquel entonces yo había engordado un poco, nada de obesidad sino un simple sobrepeso, lo normal con catorce años, debido en parte al cambio hormonal y en parte, también, al sedentarismo, a la falta de ejercicio continuado y a una mala alimentación.

Mi motivación surgió de la serie «Bola de dragón». Su protagonista, Goku, y sus amigos se convirtieron en un estímulo para mí. Pudo haber sido cualquier otra serie, pero no tiene por qué haber una explicación, simplemente ese fue mi sino. Para muchísima gente, quizá también para ti, estos personajes son también un ejemplo a seguir en cuanto a tenacidad, esfuerzo, sacrificio, superación y otras aptitudes. Yo me quedo con eso. Y, como casi todo gran héroe, Goku tuvo un mentor, al menos al principio, que fue el maestro Mutenroy.

El maestro, independientemente de su pésima y deplorable actitud con las mujeres, tenía un gran sentido de la docencia y una profunda responsabilidad en lo que se refiere al entrenamiento de sus alumnos. Además de ser superexigente y duro pedía a sus pupilos que repartiesen botellines de leche durante toda la mañana, perseguidos por todo tipo de fieras o tiburones, que arasen la tierra con las manos o que ayudasen a obreros a construir carreteras sin ayuda de maquinaria. Después, comían en abundancia y se echaban una siesta. Seguidamente, estudiaban y volvían a entrenar. Y así todos los días. Cuando pensaban que ya lo tenían controlado, el maestro les puso unos caparazones de tortuga de cuarenta kilos en la espalda con los que tenían que realizar el mismo entrenamiento. Pasados unos meses se quitaron al fin ese peso, habían desarrollado una fuerza y velocidad sobrehumanas.

En lugar de quedarme con la simpleza de lo visual y el chiste, imaginé cómo sería proponerme objetivos difíciles pero alcanzables. Primero, elaborar una tabla de ejercicios que incluyesen abdominales, flexiones, ejercicios con mancuernas, salir a correr…; todo ello combinado con juegos como el baloncesto o el tenis. En segundo lugar, controlar las comidas y no abusar de las grasas y los fritos, dormir bien y aprovechar las horas de estudio. Qué tontería, ¿verdad? Pues para mí no lo era, pertenecía a ese gran porcentaje de niños a los que se lo daban todo hecho y no tenían que esforzarse para conseguir lo que quisieran. Bastaba con pedírselo a mis padres y lo tendría antes o después. Eso debía terminarse.

Conseguí bajar espectacularmente de peso en muy poco tiempo, aunque es cierto que los primeros kilos se pierden con mucha facilidad. Entre ocho y nueve meses después estaba en mi peso ideal. Ahora tocaba tonificar. Pero la técnica consistía simplemente en repetir los ejercicios de la rutina que ya había adquirido.

Una vez eliminados los diez kilos que me sobraban para quedarme en mi peso perfecto, y con el fin de tonificar y seguir aumentando de nivel, me compré muñequeras y tobilleras lastradas, emulando al protagonista de «Bola de dragón» y siguiendo los consejos de su maestro en su duro entrenamiento. ¿Por qué no?, ¿dónde estaba escrito que no se pudiese hacer? Así que lo hice con determinación. Las muñequeras y las tobilleras pesaban, en total, diez kilos, con lo que volvía a tener mi peso anterior con ellas puestas, de manera que no notaba demasiada diferencia y podía caminar con facilidad, aunque me costaba correr o realizar otros deportes.

Cada vez que me quitaba las pesas era como si flotara, ganaba en velocidad drásticamente. Pero el efecto duraba más bien poco y la gravedad natural del planeta (9,8 m/s2) hacía que el cuerpo se acostumbrara en cuestión de escasos minutos (2 o 3 como mucho).


Así que tomé otra decisión brutal, ¡no me quitaría las pesas ni para dormir! Solo lo haría para ducharme, y eso únicamente porque la primera vez cometí la insensatez de ducharme con ellas (te recuerdo que era un adolescente) y después me resultó bastante complicado secarlas.

Así que no me las quitaba nunca, entrenaba con ellas, y he de decir que tardé un mes en acostumbrarme y casi olvidarme de que las llevaba. Era como llevar unas pulseras o unas tobilleras grandes. Me molestaba más el roce del velcro o las hebillas que el propio peso. Era evidente que mis músculos tenían que evolucionar, aumentar de volumen y hacerse más fuertes y rápidos para reaccionar en el entorno en el que me movía; y así fue. No sé por qué, pero al principio los músculos de las piernas se desarrollaron más que los de los brazos. Supongo que no solemos realizar tantos movimientos con los brazos que con las piernas.


Una vez habituado completamente a llevar esos diez kilos siempre, pasé a la siguiente fase: practicar deportes como el baloncesto, el tenis o salir a correr… con las muñequeras y las tobilleras, claro. Al principio era un calvario. Aunque había ganado en fuerza y velocidad, el corazón todavía no estaba preparado, pero cada vez que entrenaba lo forzaba un poquito más. Sentía los latidos del corazón y, cuando creía que me iba a estallar, paraba y descansaba hasta sentir que las pulsaciones bajaban a un ritmo aceptable. Y volvía a intentarlo, pero las pulsaciones aumentaban con rapidez y tenía que volver a parar.


Pasé mucho tiempo así, medio año aproximadamente. Comenzaba a jugar al baloncesto con mis amigos y al rato debía parar, descansar unos minutos y volver al juego. Obviamente, mis amigos tuvieron una paciencia enorme conmigo…

Pero al cabo de unos meses empecé a notar algo diferente.

Los descansos necesarios tardaban cada vez más en llegar y los ratos de juego efectivo eran más largos, al mismo tiempo que las pausas eran más breves. Era evidente que mis músculos y mi corazón se estaban fortaleciendo.

Cuando me aclimaté completamente a los diez kilos de sobrepeso fui capaz de caminar, correr, subir montañas o jugar a varios deportes sin cansarme más que cualquiera de mis compañeros que no llevaban pesas.

Era hora de aumentar de nivel, pero ¿cómo? Pues estaba claro que aumentando el peso. Recuerdo que quedaba con mi cuñado para subir andando campo a través desde casa a una meseta cercana y bajar después corriendo. No serían más de siete u ocho kilómetros en total, contando con que la primera mitad del camino era un empinadísimo sendero. Hicimos ese recorrido unas cuantas veces y, cuando constaté que no tenía problema con el sobrepeso de diez kilos que ya llevaba, decidí incorporar una mochila cargada con una enciclopedia de ciencias de mi padre. ¡Ja, ja, ja!, y es que la ciencia sirve para todo.

No sabría decir exactamente el peso extra que suponía la mochila, pero calculo que entre siete y diez kilos. Siete volúmenes grandes, de esos pesadísimos. Como la vieja enciclopedia Espasa Calpe de toda la vida.

Entonces sí que notaba la cuesta. Sudaba la gota gorda, aunque mantenía el mismo ritmo que antes.

Una vez medio acostumbrado al recorrido con ese peso extra (unos 20 kilos en total o un poco menos), comencé a subir a paso ligero y a bajar corriendo como siempre.

Llegó el verano y quedé con un amigo para jugar al tenis, como había hecho anteriormente tantas veces con las pesas. Pero esta vez, y dado que ya había alcanzado lo que yo creía que era mi techo máximo, a mitad de partido decidí quitarme las pesas. ¡Madre mía!, después de dos años con ellas, parecía que flotaba. He de puntualizar que tuve que dar algunos pasos previos para continuar jugando, porque mi cuerpo se sentía más ligero, rápido y, por tanto, descoordinado de lo que yo era consciente. Recuerdo que di unos saltitos sobre el sitio, recordé la serie de dibujos e intenté dar un supersalto como Goku. Evidentemente no llegué a las nubes como el héroe televisivo, pero sí que fue un gran salto. Por aquel entonces ya practicaba artes marciales y ensayé una patada de giro completo en el aire. ¡Me salió sin esfuerzo!, ante el asombro de mi amigo, que esperaba pacientemente a que terminase de hacer tonterías para seguir jugando al tenis. No es que me hubiese convertido en un superhéroe ni bobadas similares, pero aumenté mucho mi capacidad de salto y velocidad. Cogí la raqueta, esperé el saque de mi oponente para arrear tal golpe a la pelota que salió de la pista por encima de la valla que había detrás de mi amigo. Debía, pues, controlar los golpes para darle suavemente a la pelota, como se espera en el tenis.

Tras una hora de juego se acabó el tiempo de alquiler de la pista de tenis y mi corazón estaba como paralizado, no notaba absolutamente nada; y es que estaba acostumbrado a mucho, a muchísimo más. Había sido un juego de niños, como jugar a las canicas. Así que después del tenis probé a ir a una pista de frontón cercana, esta vez solo, para ver hasta dónde podía llegar. Le di a la pelota con tanta fuerza una y otra vez durante tanto tiempo (una hora exacta), a un ritmo auténticamente frenético, que la pelota literalmente ¡quedó hecha trizas!

Por fin podía decir que tenía el ritmo cardíaco elevado, pero los músculos no sentían fatiga. No sabía si alguien más lo había logrado en relativamente tan poco tiempo. Al menos nadie que yo conociese en persona. Seguramente en el mundo había muchísima gente que entrenaba así, y muchísimos serían mil veces superiores a mí en uno, varios o todos los aspectos. Ahí están las olimpiadas con esos superhombres y supermujeres. Pero no en mi entorno.

Al día siguiente salí a correr como de costumbre con un grupo de amigos. Uno de ellos se preparaba para las pruebas físicas de admisión en la Academia General del Ejército en Zaragoza. Era mayor que yo, claro. Yo no solamente corría a su ritmo, sino que iba saltando arbustos, bancos, hablando, cantando…

Las veces que más he corrido en mi vida (muy pocas) ha sido durante dos horas máximo. En aquella época, recién quitadas las pesas, mis amigos terminaban exhaustos mientras que yo llegaba a mi casa y hacía abdominales, flexiones de suelo, ejercitaba con mancuernas, etc. Puedo decir que estaba en plena forma.

Hoy, después de más de veinte años de aquello, y siguiendo con un entrenamiento sin pesas y a un nivel mucho menor, puedo decir que estoy a un 80 o un 90 % respecto de aquella época.

En la actualidad entreno dos o tres días a la semana con las mismas muñequeras y tobilleras de entonces, y hace poco he adquirido un chaleco lastrado con 10 kilos aumentable hasta 30 kilos, con lo que ahora entreno con 20 kilos, de forma habitual y espero poder llegar a los 40 kilos algún día.


Aunque estoy en fase de adaptación, ya soy capaz de realizar mis movimientos de kung-fu en el mismo periodo de tiempo que sin el peso extra. Y he aumentado un 50 % el número de flexiones en el suelo.

En resumen, el entrenamiento que he seguido todos estos años, además de aprender a comer bien, ha sido:

•Comienzo del entrenamiento con circuitos, carreras y juegos deportivos.

•Adaptación al peso de las muñequeras y tobilleras caminando y llevando a cabo una vida normal.

•Realización del entrenamiento anterior con pesas.

•Suma de las artes marciales al entrenamiento.

•Adaptación a un mayor lastre andando y llevando una vida normal.

•Realización del entrenamiento de artes marciales con el lastre anterior.

El entrenamiento Muteng que aquí veremos está fundamentado en las siguientes bases:

Entrenar duro.

Comer bien, y hacerlo en abundancia después de un gran esfuerzo.

Descansar. A mediodía echar la siesta siempre que sea posible. Y por la noche dormir como mínimo ocho horas.

Estudiar o leer. Forzar la mente a retener datos y cultivarla con conocimientos.

En nuestro entrenamiento tendremos en cuenta fundamentalmente tres factores:

•El estado físico, que es la forma y la condición física en la que nos encontramos en todo momento.

•El estado mental o el grado de conocimiento o sabiduría que cultivamos de igual modo que el físico.

•El estado de ánimo, también denominado chi, qi o energía vital, que es nuestra actitud emocional en un momento determinado y de la que podemos sacar energías renovadas en caso de necesidad.

Deberíamos imaginarnos estos tres factores como si estuviesen en tres botellas. Nunca tenemos que llenarlas o vaciarlas del todo. Lo difícil, y nuestro reto, es que permanezcan en un punto intermedio, en equilibrio.


Consideraciones finales

La realización de cualquier entrenamiento deportivo no solo contribuye a mejorar nuestra imagen, también disminuye el riesgo de infarto y ayuda a recuperarnos con mayor rapidez de cualquier dolencia. Al estimular la liberación de endorfinas (hormonas que producen sensación de placer), el deporte es un gran aliado frente a la depresión.

Se ha comprobado que es un factor importante en la reducción de la incidencia del cáncer de colon y el cáncer de mama.

Y lo más importante, ¡es muy divertido¡, y en compañía todavía es mejor. Pásatelo bien y, aun cuando estés realizando un entrenamiento durísimo, ¡disfruta!

Muteng

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