Читать книгу Jalisco 1910-2010 - Luis Martín Ulloa - Страница 11
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ОглавлениеGuadalajara, poco después, comenzó a odiar a Pancho Villa. Y no por lo que decían los catrines cuando Julián Medina les pidió juntar un millón de pesos a los ricos de la ciudad. “Haiga como sea —les dijo a todos los citados en el patio de Palacio— pero mañana quiero ese dinero”. Y todos, o casi todos, o todos menos uno que otro, o todos a la vez, salieron mentándole la madre, y otras tantas para el coronel José Zertuche, comandante militar de la ciudad, quien se apresuró a sacar la pistola y a tirar de balazos con los ojos para matarlos pero sin herir a nadie, porque la vista como dice un corrido “es muy natural”, sea amable o maliciosa.
No, no fue por eso, parece, que los habitantes de esta noble y leal ciudad se enojaron con el general Francisco Villa, sino porque el caudillo revolucionario andaba en su tren particular, un pullman de lujo donde vivía y dormía, yendo y viniendo por El Bajío, bien acompañado de una señorita de “buena sociedad” de Guadalajara. Las mujeres tapatías la hacían comidilla en las tardes de bordado y canasta. La mala reputación de ella afrentaba a todas. No era natural brincar de casta y recatada a puta descarada. Bueno, así se lo oí a Doña Hortensia Farías y Álvarez del Castillo e igual lo repitió la señorita solterona Navarro Velarde, justo cuando le avisé que ya estaba su pedido anticipado de tamales de la Capilla de Jesús para el día de la Candelaria.
Se rumoraba por esos días que el carrancista Manuel M. Diéguez regresaba con sus tropas; venía tan molesto que estaba dispuesto a castigar a la veleidosa Guadalajara, que como a la Helena de Troya, ultrajada pero seducida (¿no perdona lo primero a lo segundo o al revés?) Quiso lo que no quería tener pero al tenerlo, quiso todo. Volvió a la misma vaina: reduciría a cenizas la ciudad y todas las vírgenes tapatías serían violadas al igual que todos los efebos, y todos los mochos, con sus propios blasones religiosos, serían ahorcados. Hasta entonces, tuve un miedo de a deveras (si lo tuve realmente).
Fue entonces que Julián Medina, organizando la resistencia en las afueras de la ciudad, volvió a Palacio, pero una multitud ya lo esperaba y le impedía el paso para entrar. La gente le gritaba que cuándo volvería Villa para defender la ciudad y acabar de una vez con Diéguez y no ver cumplido su deseo de destrucción. Y lo empujaban los varones con el hombro, pero las mujeres lo llevaban a empellones hasta el quiosco francés de la Plaza de Armas, con sus vientres y sus pechos. Y el coronel Julián Medina, seguido del doctor Mariano Azuela, se dejaba arrempujar. Y no teniendo más aislamiento que el quiosco, se encaramó en él. Había algunos guardias con sus rifles apuntando a la multitud.
Julián Medina, solo, en el centro del sitio, alzó las manos para que la gritería se acallara. Yo, ese día, no había hecho mandados; tenía miedo de la revolución, del incendio y de las violaciones a tanta jovencita que me enamoraba todos los días. Pero estaba justito frente al gobernador, a unos cuantos escalones de la plataforma del quiosco. Se hizo silencio con chis de boca callando unos a otros para escuchar lo que pudiera decir Don Julián Medina. Finalmente sólo el resoplido de los caballos se escuchaba al estornudar.
—¿Cuándo va a venir el general Pancho Villa a la ciudad para defendernos? —gritó una voz dura, sin quebrantar, de macho entrón.
—Vendrá en dos días, el 17 de enero, en su Pullman —respondió sereno Julián Medina.
—¿Y a qué horas exactamente? —le grité casi en son de burla sabiendo que la exactitud del tiempo no importaba mucho entre nosotros.
Y eso enojó al coronel gobernador Julián Medina.
Le arrebató el fusil a uno de sus guardias, apuntó hacia el reloj de Palacio de Gobierno y le hizo un hoyo, justo en el V de su numeración. Luego desenfundó su colt revólver y marcó otro orificio más pequeño en el III del reloj. Con gran entereza, luego gritó:
—A las cinco y cuarto de la tarde. Para que no lo olviden jamás, cabrones.