Читать книгу Jalisco 1910-2010 - Luis Martín Ulloa - Страница 9
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Оглавлениеunca fui a la escuela, y si ahora conozco el silabario es por querer leer lo que otros escribían en lugar de hablar, pues resulta otra manera de que te escuchen los que no están cuando hablas sobre cosas interesantes. Me entretenía en leer todo lo que cayera en mis manos.
Era mandadero en casas ricas, por allí, alrededor de Nuestra Señora del Carmen. Unas casonas de estilo francés, de puertas abiertas en los zaguanes y de cancel forjado para que el desconocido solamente admirara sus patios centrales, llenos de macetas y jaulas de jilgueros. Tocaba primero la aldaba de la puerta y luego la campanilla del cancel. Entonces me encargaban mandados hacia el mercado Corona o el Alcalde. Y se enojaban si tardaba mucho, pues mucho dependían de mí los guisos de las comidas.
Yo nomás iba de aquí para allá para juntar la oreja en los corrillos de la esquinas. Y todo era de alarmarse pues la revolución, que bien lejos se oía como si ocurriese a otros y no a nosotros, parecía por fin presentarse en la ciudad. Los tapatíos, que fuimos porfiristas (yo no), que fuimos reyistas (yo no), que fuimos del partido católico (yo no), esperábamos a que la venia de Dios nos salvase de los desmanes y de los muchos muertos y entuertos que consigo traía la mentada revolufia. “La revolución es un asunto de campesinos y no de comerciantes”, me decía el panadero del barrio de la Parroquia de Jesús María.
Pero el asunto crecía en el miedo de la gente. Qué ya derrotaron a Julián Medina, Pedro Zamora o Roberto Moreno, alegaban afuera del templo de Santa Mónica Bendita, sin ponerse de acuerdo si este o ese o aquel fueron muertos. “¡Vienen los carranclanes con el general Diéguez!”, gritaba una señora en los portales, greñuda, sucia, descalza, y más enloquecida por sus gestos de desesperación. Se le afiguraba que venía el fin del mundo. Y cómo no, si en verdad como dijo un señor en una conversación en “La Catedral” —una cantina que era pura burla del dueño al obispo, quien en contra esquina oficiaba misa— Diéguez llevaba un mes arrastrando doscientos carros y dos mil mulas para traer el equipo de guerra a lo largo de más de doscientos kilómetros entre Ixtlán, Nayarit, y Guadalajara por terrenos montañosos.
Llegaron el ocho de julio para proclamar el triunfo absoluto de la revolución. ¿Cuál revolución dijimos los presentes frente a Palacio de Gobierno, si no ha habido batalla, balazos, muertos ni heridos; si ni conocemos el olor de la pólvora fuera de los diablitos y cohetes en las fiestas barriales? En fin, Manuel M. Diéguez se convirtió en gobernador y comandante militar del estado de Jalisco. Sí, señor. Y yo con la panela en el morral y los birotes en las manos para la señora Olga Diaque, que seguramente no me perdonaría la tardanza.