Читать книгу Tareas no hechas - Luis Miguel Rivas - Страница 10
ОглавлениеA finales del año pasado encontré en el periódico Universo Centro de Medellín una pequeña nota que denuncia de modo valiente el concepto generalizado e injusto de la inseparabilidad de la natilla y el buñuelo en la cultura antioqueña durante la época decembrina. El texto confrontaba una de esas creencias difundidas que, sin pasar por el cedazo de la razón, se han convertido en axioma y por tanto en retorcida y celebrada práctica cotidiana paisa. Como tantas otras: la costumbre de solucionar discusiones suprimiendo al otro, la práctica de utilizar el ingenio para tumbar a los demás, la imposición del punto de vista propio etiquetando al oponente, etc.
En el caso específico de la natilla y el buñuelo, me adhiero sin reservas a la posición de los redactores de Universo Centro. También creo que este dúo alimenticio no es producto de una unión esencial. No podemos hablar de ellos como si hubieran estado juntos desde el comienzo de los tiempos, a la manera de otras parejas como Batman y Robin, Garzón y Collazos o Uribe y José Obdulio.
No señores: la natilla y el buñuelo no están en el mismo nivel. La primera es un adminículo, una rémora, un complemento. Pero el buñuelo es autosuficiente, autónomo. Creo que la natilla solo existe en función del buñuelo y prueba de ello es que su preeminencia en la vida cotidiana se circunscribe a un mes en el año (pocas veces sola, siempre bajo la sombra del buñuelo) mientras que la masa redonda y frita sostiene su reinado independientemente de la época. En enero todo el universo antioqueño está hastiado de natilla. Hasta tal punto que a comienzos de 2009 un hombre que hacía su ronda por mi barrio pidiendo un poco de alimento me dijo apenas le abrí la puerta:
—¿Me puede hacer la caridad de regalarme algo de comer?… Pero por favor que no sea natilla.
Basta que cualquiera de ustedes en cualquier momento (por ejemplo en este mes de octubre en el que apenas está empezando diciembre) recorra cafeterías del Valle de Aburrá o de cualquier parte del país. Juro que encontrará buñuelos. Pero ¿se topará al menos con un pedazo de natilla? No.
El buñuelo además de autosuficiente es noble. Su condición de “parte de un combo” nunca le fue consultada y sin embargo nunca ha protestado. Asume esa imposición con el estoicismo de un sabio o con la humildad y docilidad de un ciudadano colombiano. En ese sentido, el buñuelo nos representa como pueblo.
Y estas no son simples disquisiciones. La realidad a veces nos envía sus mensajes como metáforas aclaradoras. Hace dos años me desplazaba por el lugar donde calcina el sol más asesino del mundo, a la hora más cancerígena: Avenida Oriental, doce del día, 23 de diciembre. En el cordón vial que divide las rutas norte y sur, en toda la Oriental con La Playa, estaban parados repartiendo volantes dos de esos dumis o muñecos publicitarios que llevan en su interior una acalorada y oprimida persona. Primero vi un gran buñuelo hecho de espuma, de aproximadamente 1,90 de altura y 1,50 de diámetro, con las dos manitos del cristiano saliendo del espacio donde un ser humano tendría la cintura. A su lado, imponente y amarillenta, una tajada de natilla también en espuma, de la misma altura pero en forma de triángulo invertido. La empresa Mi buñuelo ofrecía así su “combo navideño” a precios especiales.
Al pasar al lado de la natilla vi que esta se tambaleaba un poco. Seguí de largo y pensé en el calor y el sofoco de la persona que se escondía adentro. Me detuve, inquieto, al otro lado de la calle, junto a la clínica Soma y di vuelta para mirar. El buñuelo se movía incómodo y aparentemente feliz mientras extendía volantes a los transeúntes. La natilla seguía inclinándose a los lados de modo inusual y ahora la parte superior de la tajada daba vueltas haciendo círculos cada vez más anchos e imperfectos. De un momento a otro no hubo más vueltas, porque acto seguido la natilla se acogió sin reservas a la fuerza de gravedad y cayó como cae un costal de papas de un bus de escalera.
El buñuelo no se percató inicialmente, pero al dar vuelta vio a la tajada de natilla en decúbito dorsal sobre el pavimento. Se quedó impávido unos segundos y no atinó más que a llevar sus manos buscando una cabeza que no tenía. La gente, de afán para su almuerzo o su casa, pasaba de largo. No hubo ningún buen samaritano en este pueblo tan supuestamente adorador de la natilla. El buñuelo miró a todos lados, soltó los volantes y trató de inclinarse. Apoyó la parte de la bola donde deberían ir los oídos sobre la parte donde debería estar el pecho de la natilla. Se puso de pie y no sé cómo saltó a la calle.
Desde mi esquina vi al buñuelo estirando la mano derecha con desespero, tratando de parar un taxi. Se detuvo un taxi amarillo con forma de sacapuntas. El buñuelo abrió la puerta trasera y arrastró a la natilla hasta ella. Empezó por introducir el vértice de la tajada, pero la parte superior, más gruesa, no entraba. El sol picaba más, el semáforo cambió y el tráfico se empezó a congestionar. Entonces mi espíritu solidario reaccionó con pujanza paisa y corrí para ayudar. Entre el buñuelo, un lustrabotas, un corbatudo y yo bregamos, presionamos y empujamos, hasta que la natilla entró al taxi contradiciendo todas las leyes de la física.
Solucionado el asunto, el buñuelo (confirmando la nobleza, la solidaridad y la lealtad de su género) expresó la necesidad de acompañar a la tajada de natilla como acudiente en el hospital. Por cuenta propia trató de meterse en el taxi. Para ese momento un grupo conformado por altruistas espontáneos y choferes irritados se había acercado al taxi y todos juntos, dadas las circunstancias, nos unimos en la tarea de meter al buñuelo en el sacapuntas. Forcejeamos, presionamos, empujamos, hicimos palancas con manos, pies, cabezas, maletines y bolsos, hasta que luego de diez minutos y bañados en sudor, logramos embutir al buñuelo, volviendo a contradecir las leyes físicas y haciendo una demostración fáctica del concepto “empacado al vacío”. El taxi por fin partió voleando un pañuelo blanco y pitando sin misericordia.
Yo volví a mis asuntos y al calor asesino de la Avenida Oriental. El buñuelo y la natilla debieron haber llegado juntos a algún hospital. A pesar del dramático momento que acaba de vivir, un pensamiento me hizo sonreír: “Mis ideas no son simples especulaciones: la realidad comprueba que el buñuelo es fuerte, independiente y acepta la compañía de la natilla como quien acepta ser el protector de un hermano débil y dependiente”. Es claro: tenemos que empezar a cambiar nuestros valores. Buñuelos del mundo: ¡uníos!
Universo Centro, Medellín, núm. 8, diciembre de 2009