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Prólogo

Si fuéramos consecuentes, este prólogo no debería existir. Si nos acogiéramos al sentido que da título a este libro, las palabras se habrían disuelto antes de teclearse, serían otra tarea no hecha, digresiones que evitan llegar a un objetivo que tampoco se va a acercar por sus propios medios. Ni Mahoma va a la montaña ni la montaña viene a Mahoma. Tal vez lo mejor habría sido desviarse en el camino como un cachorro distraído, negarse a aportar el manido granito de arena. No contribuir al “trajín frenético y sin sentido de este mundo atareado con tantas inutilidades importantes que no nos dejan darnos cuenta para dónde vamos ni por qué ni qué sentido tiene seguir siendo tan cumplidores de un deber que hasta ahora no nos ha llevado a ninguna parte”, como pregona el primer bocado Tareas no hechas.

Pero no hubo forma.

Me explico. Hasta los paisas más renegados llevan en el interior a una matrona cantaletosa, maestra del chantaje culposo, que no baja la guardia en su tarea de clavarles las espuelas al costado. Vive bajo las costillas, cerca del páncreas, pero sus señalamientos resuenan en el cráneo. También habita los retratos en sepia de algunos abuelos que siquiera se murieron. Madre, prohombre y supervisor de planta de producción se mezclan en su talante. Jode con la convicción suprema de una labor que le fue encomendada por fuerzas celestiales y no va a descansar hasta borrar de la faz de la tierra al demonio supremo, el ocio, y desterrar con él a ese par de sinvergüenzas de vida disipada: la contemplación y la tranquilidad. Ni siquiera Luis Miguel Rivas, el más renegado de los paisas que conozco y a la vez el más paisa de ellos, pudo librarse de semejante inquisición.

Producto de ello es este libro, que tiene un prólogo, aunque no debería tenerlo. Pero no hay alternativa porque hizo su tarea el autor, el de verdad, que seguramente habría preferido estar contemplando un trébol al borde de una carretera sin pavimentar, andar “buscando nubes en el humo del cigarrillo” o mirando a una muchacha bonita en la distancia. Ese tipo al que la sensibilidad lo revuelca en el vórtice de eventos mínimos y cotidianos hasta dejarlo maniatado, ese distraído crónico logró completar este volumen de textos que escapan al encasillamiento. De modo que no tendría presentación que uno, cumplidor como un mayordomo lambón de finca antioqueña, fallara en su encargo.

Esa es la principal y verdadera razón para que exista este prólogo. La presentación de un libro que no la necesita porque la prosa del señor que lo escribió habla con una contundencia inusual. De un modo que no deja de asombrarme, he visto el universo de esa mente enrevesada hasta la sensatez, el mundo que se solidifica en las páginas que vienen, permear fronteras con la naturalidad y sutileza del musgo entre las compuertas de una represa. Cualquier parrafada que uno agregue a un proceso tan natural no será más que redundancia en un tono menor.

Sin embargo, ya está decidido y el mundo es así, hay que llenar este espacio reservado para el prólogo. Algo nos tenemos que inventar para justificar este local chichipato de centro comercial y, como quien pone una casa de cambios o una boutique de moza de traqueto, me la juego por una historia. Creo que es la mejor forma de dar cuenta de los alcances de un escritor que entre tantos prolegómenos estamos convirtiendo en una tarea no hecha más.

En 2011, la Feria del Libro de Guadalajara, la más importante de habla hispana, eligió a los 25 secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana. Entre los seleccionados había un colombiano, anónimo entre anónimos, Luis Miguel Rivas, quien viajó a México para estar presente en los diversos eventos de la celebración. La actividad central consistía en una lectura pública donde los autores compartían una muestra de su obra. Ese día, el público numeroso que abarrotó la sala, procedente de muchos países, pudo ver cómo bajo la mesa principal la pierna derecha del colombiano no dejaba de moverse en un espasmo nervioso mientras esperaba su turno. Era como si se esforzara por encender una buseta abúlica chancleteando una y otra vez el acelerador.

Le llegó la hora de leer. Parecía que lo iban a traicionar los nervios. La pierna intensificó su furor y la voz por poco no se le asoma más allá de los dientes. Ni uno de los que nos encontrábamos allí fuimos ajenos a su tensión. Respiramos aliviados, solidarizados, cuando con valentía de colegial en un acto de izada de bandera logró seguir adelante y alcanzar la velocidad crucero.

Leyó algo que sería parte de Tareas no hechas. Pero aún su matrona interior no lo había empujado completamente a esta nueva encomienda. Allí caminaban personajes que no temían exponer su fragilidad, subversivos que dudaban de las certezas y de aquellos que las pavonean, estaba también el absurdo de la vida delatado por seres a quienes les tallan los roles que les diseñó la sociedad, gente que no cabe en sí misma; en fin, hacían presencia sus fantasmas y obsesiones.

Hacía presencia Medellín. Ese homúnculo al que los hijos no tan pródigos nunca hemos dejado de cargar como una madre asfixiante que nos debate entre el amor y el odio. Ese pueblo “adocenado y chicanero”, como lo bautiza Tareas no hechas. En un principio, me angustié. Tal vez a una audiencia internacional nada le decían nuestras taras, ni las referencias a los buñuelos, ni los efluvios de fritura que se levantan en la Avenida Oriental bajo la canícula, ni la maldad afable de los paisas, ni…

Pero me equivoqué. A medida que el relato avanzaba, un silencio arrobado fue norma entre el público y apenas se interrumpió en momentos muy concretos para adobarse con risas. Luis Miguel continuaba leyendo con torpeza y nerviosismo. La pierna no se quedaba quieta. Sin embargo, la situación había cambiado radicalmente.

Un flujo paulatino y espectral anegó la sala. Hasta el último de los presentes se puso la camiseta de ese narrador de eses arrastradas, sin ninguna pretensión y pasos titubeantes. Apenas un segundo separó al punto final de un sólido aplauso. Por encima de la mesa, él sonreía abrumado; bajo ella, la pierna se estuvo quieta por fin. Es la única vez que he presenciado el escaso fenómeno de la literatura como experiencia masiva en vivo.

Cuando pienso en las razones de ese salto sobre de las diferencias culturales, puedo hacer fácilmente una lista de las cualidades de la prosa de Rivas: la austeridad y limpieza, la profundidad que no necesita ponerse un disfraz solemne, el humor, la ternura, la hijueputez en su justa medida… Pero, más allá de todo, achaco la solidez universal de sus escritos a un fenómeno concreto. Las crónicas, cuentos y textos híbridos como los que componen Tareas no hechas son noticias del abismo, “inminencias del barranco”, traídas por un explorador que visitó el fondo y supo encontrar allí, además de lo obvio, también risa y poesía. Eso no tiene nacionalidad. Estamos ante un método de extracción minera que solamente se consigue con mucha sensibilidad y un talento fuera de lo común.

Compruébenlo por ustedes mismos.

Andrés Burgos

Tareas no hechas

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