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El daño que nos ha hecho tanta bondad

Yo no me explico cómo es que hay gente tan buena que hace tanto daño. Son personas sinceramente amables, cordiales, bonachonas, queridas y que, obnubilados por el convencimiento de su propia bondad, promueven ideas que derivan en corrupción, iniquidad y muerte. Son los ciudadanos ejemplares de una sociedad que es un mal ejemplo para los niños. No son monstruos, ni son “otros”, ni son distintos. Son nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros vecinos, nuestros amigos; somos nosotros mismos, sobre todo.

La otra vez me encontré en Medellín con una persona buena a la que aprecio y admiro, un hombre respetable en el sentido verdadero de la palabra, un veterano del periodismo, un intelectual honesto que como profesor me habló de la ética y la objetividad y la libertad de expresión y que además ejercía un cargo importante en un diario conservador local. Me saludó con esa afabilidad honesta y profunda que siempre ha tenido y que despierta unas inminentes ganas de abrazarlo y quererlo para siempre. Pero en esa ocasión no pude ejercer mi cariño completamente porque la consciencia de ciertas cosas enrarecía mi afecto. Mientras sentía su calor, se me pasaba por la cabeza y no podía creer que esa misma persona grande y admirable compartiera el espíritu de un periódico que se convirtió en instrumento de guerra contra una alcaldía democrática que quería hacer ciudadanía desligada de la moral católica; un periódico que le sacó el cuerpo a asuntos tan graves como el manejo corrupto de subsidios estatales, por defender a ultranza un gobierno que favorece a sus propietarios; un periódico que no asumió posiciones fuertes frente a hechos graves de irrespeto a la vida como los falsos positivos; que excluyó de sus páginas a los periodistas más lúcidos porque pensaban distinto; un medio de comunicación que ejerce la virulencia y la saña para atacar todo lo que pretende desvirtuar la hegemonía de una mentalidad católica en un mundo político que pugna por ser cada vez más racional y laico.

Todo eso lo recordé frente al rostro sincero y bueno de mi profesor. Con el enredo de sentimientos y los pensamientos, solo alcancé a decirle algunas palabras formales y me despedí. Si se hubiera tratado de un hombre perverso podría haberme enojado, haberlo confrontado en público, hasta haberlo insultado. Pero sentí a un hombre recto que ejercía una idea que él consideraba recta. Tal vez un ser bondadoso que aceptó ciertas prácticas como única salida para enfrentar a unos enemigos que consideraba malvados depredadores del mundo justo que él estaba encargado de proteger.

Luego, tratando de entender un poco me acordé de una película: Sed de mal, en la que Orson Welles interpreta a un viejo policía que busca desintegrar a una banda de criminales, para lo cual (conocedor de la lentitud e ineptitud de la policía oficial) echa mano de prácticas antiéticas y métodos ilegales que le abren un camino expedito a su justicia personal. Una situación típica del cine negro. Y de nosotros.

Como en el cine negro, hay un enemigo malvado al que se debe suprimir a como dé lugar. Parte del encanto que tiene ese género radica en que nos muestra héroes no muy distintos a nosotros mismos (un poco envilecidos para no ser aplastados por un mundo vil), que acaban con el mal principal satisfaciendo nuestros deseos de venganza y confundiendo en un solo sentimiento la revancha y la justicia. Al final caen los criminales: son atrapados o asesinados y el detective sigue su vida. Hay soluciones externas, pero en el orden de cosas y en el interior de los personajes (los criminales y el héroe) nada ha cambiado. Eso es lo que permite que podamos esperar una próxima aventura en la que el detective se enfrentará con otros malhechores. Si en esas historias se suprimiera la corrupción en sus bases, no habría más capítulos, moriría la novela negra, cosa que no queremos quienes disfrutamos del género.

El personaje de Welles concibe la degradación humana como el piso inmodificable desde el cual debemos partir, y por eso no busca “un mundo mejor” ni se atiene a idealismos de ese tipo sino que se propone algo más efectivo y visible: recuperar las condiciones enrarecidas pero estables que existían antes del crimen. Si el personaje se modificara por dentro o modificara su contexto no serían necesarios los redentores individuales y arbitrarios, y tocaría crear otro género narrativo en el que, por ejemplo, una sociedad entera se preocupara por acabar con la corrupción, impulsada por un criterio de justicia y no por una rabia visceral. Algo poco emocionante a primera vista y mucho más complejo que matar o encarcelar a los ladrones de turno.

Tareas no hechas

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