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¿SEREMOS CAPACES DE DISFRUTAR ESTANDO A SOLAS CON NOSOTROS MISMOS? LOS RAROS ÉRAMOS RAROS
Оглавление«Jamás hallé compañero más sociable que la soledad», decía el escritor Henry David Thoreau. Este filósofo pasó dos años, dos meses y dos días aislado para demostrarnos que la clausura puede sentarle bien al ser humano. Walden, el libro que escribió a raíz de su experiencia, nos sirve aún de reflexión sobre cómo cambia nuestra mente después de una etapa de aislamiento.Thoreau, una de esas personas que creían que quizá no exista la libertad pero sí la liberación, se atrevió a escabullirse de la continua mirada de los demás para dar nacimiento a un yo más sereno. La experiencia le agradó y siempre conservó después ese gusto por la soledad elegida. Una gran parte de la humanidad ha realizado el mismo experimento por culpa del coronavirus. ¿Nos servirá para aprender a disfrutar de nuestra propia compañía?
Hasta el siglo XXI, aquellos que se aislaban de manera voluntaria como Thoreau sin importarles que los tacharan de raros estaban mal vistos. Se dice, por ejemplo, que en japonés no existe la palabra «excentricidad». El único concepto que se le asemeja (haaji) es una combinación de vergüenza y culpabilidad, que probablemente sea la mezcla de sentimientos más común que experimentaba cualquier persona que se salía del rebaño. Tal vez eso explique que solo nos hayan llegado crónicas aisladas de las escasas personas que intentaron mantener esa forma de vida.
Un ejemplo es el movimiento de los excéntricos ingleses: sus estrategias curiosas para buscar la soledad han pasado a la historia. El decimocuarto barón Berners conseguía, por ejemplo, que nadie invadiera su espacio en las reuniones sociales encasquetándose un bonete negro y unas gafas oscuras, sacando un gran termómetro y tomándose la temperatura cada cinco minutos mientras no hacía más que quejarse sobre su mal estado de salud. El quinto duque de Portland, otro modelo de ese movimiento, jamás dejó entrar a nadie en su dormitorio: cuando su médico lo visitaba, le pedía que le hiciera las preguntas a través de su criado, que era el único que podía acercarse a hablarle a su puerta.
Quizá la pandemia les hubiera sentado estupendamente a estos excéntricos ingleses. Preservar la salud fue, de hecho, su excusa para alejar el excesivo ruido social. Algo parecido a lo que nos ha ocurrido a muchas personas durante el confinamiento. Amigos y pacientes me hablaban en este período recluidos de una sensación que yo también viví: el alivio de tener una justificación para librarnos del ruido social.
Santiago Ramón y Cajal afirmaba que «El hombre es un ser social cuya inteligencia exige, para excitarse, el rumor de la colmena». Por supuesto, es cierto que todos echamos de menos la vida social. Pero somos muchos los que solo añoramos la verdadera comunicación con personas con las que conectamos a nivel profundo. Sin embargo, hemos agradecido descongestionarnos de la cháchara que no nos resulta nutritiva. El coronavirus nos libró por un tiempo de ese jefe al que teníamos que hacer como que escuchábamos, de aquellos padres de amigos de nuestros hijos con los que dejábamos de expresar nuestras opiniones para no poner en peligro el mundo social de nuestros retoños, de ese otro compañero de trabajo con el que necesitábamos fingir complicidad en asuntos que nos resultaban indiferentes o de las parejas de nuestros amigos a las que preguntábamos por sus asuntos aunque las respuestas nos resultaran indiferentes. La COVID-19 nos libró de una gran cantidad de ruido social y nos permitió concentrarnos en nuestras propias señales.