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Eduarda Mansilla

Viajera distinguida en “Yankeeland”

En la literatura de viajes escrita por mujeres argentinas, Eduarda Mansilla es pionera. En mayo de 1880 sus Recuerdos aparecieron como folletín en La Gaceta Musical. En 1882 –veinte años después del viaje que relata y diez años antes de su muerte– se transformaron en libro: Recuerdos de viaje. La portada de la edición original indica que se trata del “Tomo primero”, el que comienza con el relato de su llegada desde Europa a los Estados Unidos cuando empezaba la Guerra de Secesión y concluye cuatro años más tarde, cuando los acontecimientos políticos de la Argentina obligaron a Eduarda y su familia a partir: “... fue menester decir adiós á Yankeeland para volver al Viejo Mundo. Con el andar de los tiempos, aquel adiós resultó ser tan sólo un hasta la vista. En un segundo tomo contaré mis impresiones de esa vuelta á la triunfante Union Americana”, anuncia la autora. Sin embargo, nunca escribió ese prometido segundo tomo.

Cuando el libro –escrito a instancias de sus amigos– se publicó en Buenos Aires, el nombre de Eduarda Mansilla era reconocido en los círculos culturales porteños desde hacía dos décadas. Había publicado dos novelas, el primer libro argentino de cuentos infantiles, y había colaborado con distintos diarios y revistas.

Hija de Agustina Ortiz de Rosas –hermana menor de Juan Manuel de Rosas– y el general Lucio N. Mansilla –héroe de la Independencia–, y hermana del destacado escritor y militar Lucio V. Mansilla, Eduarda tuvo acceso a una educación poco usual para las niñas de la época, que hizo de ella una mujer ilustrada, melómana y políglota. En la infancia, durante el bloqueo anglofrancés, ofició de traductora entre Rosas y el representante de Francia, y más tarde, durante su estadía en París publicó en francés una novela –Pablo ou le vie dans les Pampas– que mereció el elogio de Victor Hugo.

Su temprano interés por otras culturas y por el aprendizaje de otras lenguas la preparó para el rol de mediadora cultural que desempeñaría a raíz de su casamiento con Manuel Rafael García Aguirre. Hijos de familias políticamente enfrentadas, Eduarda y Manuel fueron equiparados con Romeo y Julieta. Depuesto Rosas, el marido de Eduarda fue representante diplomático de la Argentina en Europa.

Allí se encontraba en 1860, cuando le encomendaron una misión en los Estados Unidos, adonde se trasladó acompañado por su familia. Ese mismo año se editó por primera vez un libro escrito por Eduarda, El médico de San Luis. Unos meses después, el diario La Tribuna comenzó a publicar como folletín su novela Lucía Miranda. Las dos obras aparecían firmadas por “Daniel”: hacer de la escritura un acto público requería de una mujer valentía y también ciertos recaudos. Ante todo, reafirmar que no desplazaba a la maternidad y la familia –tradicionales atributos femeninos–, sólo se sumaba a ellos.

Eduarda viajaba cumpliendo con su deber, “seguir a su marido dondequiera que fije residencia”, para administrar el hogar nómada de un representante diplomático. En virtud del matrimonio obtenía los beneficios de ser “extranjera distinguida”, conocía lugares, se relacionaba con personajes ilustres, tenía acceso a otras culturas. Pero a diferencia, por ejemplo, de su propio hermano Lucio Victorio, era acompañante, no se desplazaba libremente por el mundo. Y era mucho lo que se esperaba de ella. Además de criar bien a sus hijos, para favorecer la imagen de su país tenía que dar muestra de su savoir faire.

Mientras acompañaba a su esposo en sus destinos diplomáticos, Eduarda Mansilla se desenvolvió con pericia, combinando recato femenino con una cuota de osadía. Frecuentó los más elevados círculos de la cultura y la política. Conoció a Abraham Lincoln. Fue recibida en la corte de Napoleón III y en la de Francisco José de Austria. En su salón recibió a Victor Hugo. Perfeccionó sus conocimientos musicales con Jules Massenet y Charles Gounod.

“Los talentos de su señora deben servirle mucho en Washington donde deberá establecerse”, recomendaría Sarmiento a García en 1868, al nombrarlo ministro plenipotenciario en los Estados Unidos (motivo del regreso de la familia García Mansilla a ese país). La señora de García colmó una vez más las expectativas, hizo gala de su encanto, de su sagacidad, de sus conocimientos, de sus dones musicales. Pero no olvidó que era escritora.

En 1879 llegó a Buenos Aires para hacer una visita a su madre. Su estancia se prolongaría cinco años. Quería dedicarse a escribir. Agustina Ortiz de Rosas apoyó su audaz decisión, que implicaba dejar en Europa marido e hijos al cabo de veinticinco años de matrimonio. Tal vez la propia experiencia norteamericana había influido en la decisión de Eduarda, insólita para una mujer de su época y sus valores familiares: en los Estados Unidos había conocido “damas muy distinguidas, que, después de divorciadas de su primer marido, por causas que ignoro, habían contraído matrimonio con el Master tal, bajo cuyo nombre yo las conocí, sin desmerecer por eso en la sociedad”, comenta en sus memorias de viajera.

A partir de ese momento la escritura dejaría de ser sólo un plus. El médico de San Luis aparecía ahora firmado con su nombre. Su regreso a la Argentina anunciaba un punto de inflexión en su vida. Los Recuerdos lo evidencian, en primer lugar, porque Manuel García está visiblemente ausente en casi todo el libro.

Como en una de sus tertulias, con agudeza, con saber mundano, Eduarda “dialoga” con los lectores sobre política, historia, arte, cultura, sociedad. Es una causeur que en su amena charla ofrece descripciones de la vida doméstica –la esfera de lo femenino– y de la sociedad y la política, espacios tradicionalmente masculinos. Así cautiva a hombres y mujeres.

Si en Pablo se proponía presentar la Argentina a los extranjeros, estas memorias de viaje intentaban ser una guía para los argentinos de la generación del 80 que, como ella, tuvieran el privilegio de viajar a la nueva metrópoli, los Estados Unidos. Eduarda reflexiona, opina, enuncia un juicio individual sobre los temas que interesan a su clase social desde su lugar de viajera experimentada. Explícita o implícita, su función de intérprete entre culturas –europea, norteamericana, argentina– es permanente.

Aunque amiga de Sarmiento y admirada por él como escritora, la suya era una voz femenina que se diferenciaba y hasta se oponía a la del propio Sarmiento en su visión del mundo yankee. Los Estados Unidos le despiertan, alternativamente, atracción y rechazo. “Nosotros les llamamos, con cierta candidez, hermanos del Norte y ellos, hasta ignoran nuestra existencia política y social”, se lamenta. Destaca que esa nación “ha alcanzado en un siglo, portentoso progreso, nivelándose hoy, por su grandeza y poderío, con las más grandes naciones de Europa”, y aun así, el viajero, que “comprende toda la riqueza y poderío que esta parte del mundo encierra”, halla “mucho que le sorprende pero poco que le seduzca”. Entre espantada y divertida, describe a la “Nueva” York como una falsificación, una versión vulgarizada –¿una forma de barbarie?– del viejo mundo, matriz de lo bello. Los norteamericanos, “pueblo práctico y nada sentimental”, parecen anteponer la utilidad a la belleza.

En este y en todos sus libros se detecta la intención –común a las escritoras argentinas de su generación, más allá de otras diferencias– de unir la perspectiva femenina a una nueva idea de nación. Los Recuerdos –síntesis del viaje de conocimiento de Sarmiento y el viaje estético del dandi que encarnaba su hermano Lucio– delinean un itinerario de aprendizaje que, pese a sus profundas y obvias contradicciones, resulta en una inevitable evolución de su mirada, su pensamiento: el refinamiento de la corte de Napoleón III da paso a la democracia de George Washington como marco de referencia para pensar el futuro de su país.

La escritura de Recuerdos de viaje incluía una finalidad política. Ella, que mantenía el vínculo afectivo con su tío Juan Manuel de Rosas y con su prima Manuelita, exiliados en Inglaterra, consideraba arbitrario e injusto el juicio histórico que se hacía sobre Rosas. La sociedad norteamericana dividida en norte y sur –Unión y Confederación–, que en más de un aspecto espejaba a la propia, le permitía discutir el conflicto civilización-barbarie (unitarios-federales) y avizorar su posible disolución a través del mestizaje, con el indio y –ahora también– con el inmigrante.

Después de haber dedicado el cuarto capítulo a reseñar la historia de los Estados Unidos, en el quinto Eduarda deplora que las virtudes de los patricios fundadores de esa nación fueran reemplazadas por los intereses personales de politicians y su red de clientelismo. Como es habitual, hace gala de su ilustración: cita a Byron para alabar a Washington –“el primero, el mejor, el último”–, al que el poeta consideraba poseedor de las virtudes de Lucio Quincio Cincinato, patricio de la república romana. Pese a estas observaciones, afirma que el mayor valor de la gran nación norteamericana, capaz de superar las flaquezas humanas, es la fe en sus instituciones, rasgo ausente en los argentinos.

Aun con oscilaciones y desde una posición de superioridad con respecto al indígena, en su obra literaria –Lucía Miranda, El médico de San Luis, Pablo ou la vie dans les Pampas– Eduarda Mansilla había propuesto la síntesis de aspectos positivos en lugar de la aniquilación del conquistado por parte del conquistador. Como su hermano Lucio en Una excursión a los indios ranqueles, ella debatía con su amigo Sarmiento en defensa del mestizaje que él condenaba. Esta vez retoma un eje presente a lo largo de sus memorias de viaje, la comparación entre la cultura norteamericana –sajona– y la criolla –latina– para abordar el tema central del capítulo: un doloroso aspecto de la historia –“que llamaré privada”– de los Estados Unidos. Y denuncia abiertamente la usurpación a los indígenas norteamericanos con la connivencia de los corruptos funcionarios del Indian Department. Habla de la política de “muerte, traición y rapiña”, de “promesas y engaños” con que el gobierno estadounidense combatió a esos pueblos que ella reconoce “hijos del desierto”, “dueños de la tierra”. La resonancia con la Campaña del Desierto argentina es manifiesta y, previendo que su discurso sea descalificado como mera expresión de emotividad femenina, advierte: “No se me acuse de sentimentalismo, ó mejor dicho, écheseme en cara el sentir, no me será disgustoso”.

Su testimonio tiene especial valor porque revela una zona común entre los Estados Unidos y la Argentina y porque, sorprendentemente, Eduarda abandona el habitual recurso a la frivolidad y el recato que le permiten eludir opiniones comprometedoras. En este capítulo las expresa con claridad y vehemencia.

En cambio, sus conceptos sobre las mujeres norteamericanas son ambivalentes. Dos formas de poder femenino se aúnan en la sociedad estadounidense: la autoridad maternal que rige el home –plácido, modesto, donde “no puede albergarse sino la virtud”–, y en el espacio público, el trabajo de periodistas y traductoras, un medio “honrado é intelectual para ganar su vida”. La autora argentina opina que este trabajo “las emancipa de la cruel servidumbre de la aguja, servidumbre terrible desde la invención de las máquinas de coser”. Sin embargo, no aboga por la emancipación femenina. En los Estados Unidos ve a la mujer como “soberana absoluta; el hombre vive, trabaja y se eleva por ella y para ella” y opina: “Qué ganarían las Americanas con emanciparse? Más bien perderían, y bien lo saben”.

Eduarda no desafía los valores tradicionales criollos. La función primordial de las mujeres es la maternidad. Pero en lugar de restringirlas al rol que la naturaleza les asigna, ella amplía un poco los límites de lo aceptable, por ejemplo, cuando dice: “Las mujeres influyen en la cosa pública por medios que llamaré psicológicos é indirectos. Mujeres son las encargadas de los artículos de los Domingos, de esa literatura sencilla y sana (...)”. La autoridad de esas crónicas dominicales deriva de la modestia y la armonía aprendidas en una familia “tal cual la pinta el autor de El vicario de Wakefield”, la obra que le había servido de modelo para El médico de San Luis. Así es el hogar que visita en Brooklyn, donde destaca “allí había madre” y donde la sorprende la mención de su “madre amada”.

Ella, que refiriéndose a la sociedad argentina dice que “la trasformación no se obtiene sin lucha, tanto en el órden moral como en el órden natural”, deja a la vista sus propias luchas, sus contradicciones. Mientras en su escritura revindica el poder materno, en su vida real se arriesga a la condena pública por haber dejado a sus hijos. Si bien recuerda que “soy lady”, más que diplomática consorte quiere ser una reporter al estilo de esas mujeres, una escritora para la infancia y la juventud como las que admira en su visita a la Librería de Appleton. Sabe que tiene cualidades suficientes para destacar en lo que emprenda. Lo confirman innumerables halagos, como la pregunta del senador Sumner –“Supongo, querida señora, que allá en el Plata Vd. y Mr. Sarmiento son excepciones?”– y también su respuesta, con la que cierra el capítulo.

Siempre sorprendente, Eduarda Mansilla expresó en una carta el deseo de que su producción escrita no siguiera publicándose después de su muerte. Su voluntad se cumplió, en parte, debido a que precisamente en uno de sus viajes se extravió un baúl que contenía obras inéditas. Por fortuna, aunque tardíamente, sus Recuerdos de viaje volvieron a publicarse.

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