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Eduarda Mansilla

Recuerdos de viaje (1)

Capítulo V

Despues de este rápido boceto de la historia de los Estados Unidos, me ocurre ser del caso hacer una comparación, igualmente rápida, entre los prohombres que crearon las libertades norte americanas y aquellos que continuaron más tarde practicando y gozando de esas libertades. Mr. Laboulaye dice, que los “Norte americanos aman, sobre todo, su Constitución y que así como otros pueblos se agrupan en torno de su bandera, el Yankee, prefiere al constelado pabellón, su Constitución”.

Yo pienso que tienen razón, dada la índole de ese pueblo práctico y nada sentimental. Esa Constitución, para ellos ha resultado ser perfecta, pues al través de las vicisitudes de todo género, que ha atravesado, se ha mantenido siempre la misma, sin que á nadie ocurriera la idea de modificarla, de alterarla.

Indudablemente, al leer los nombres de los diversos Presidentes que han tenido los Estados Unidos, se nota un decrecimiento marcado en las personalidades. Otro tanto acontece con sus Congresos, sus magistraturas y sus municipios. Se diría, que á medida que la Union crece, se vigoriza y centuplica su poder, que su comercio rivaliza con el de la Inglaterra, y llega un momento en que disputa á la antigua metrópoli la supremacía de los mares, sus hombres van perdiendo, no sólo el prestigio del talento, sino aun algunas de esas virtudes del patricio, de que hizo tan justo alarde Jorge Washington, el primero, el mejor, el último.

Politician, se llama hoy á aquellos, que un día merecieron el sagrado título de patriotas.

El negociante, el industrial, esas fuerzas vivas de la Union Americana, desprecian á los politiqueros, y sobre todo, los aborrecen. Y, sinembargo, muchos tienen que ser aquellos á quienes tal nombre convenga pues por tal se entiende todo individuo que directamente tenga atingencias con la cosa pública.

Y como en la Union, cuya contestura administrativa es en extremo complicada, varían incesantemente todos los empleados, pues con el cambio de Presidente, cada cuatro años, se renuevan hasta los porteros de la Casa Blanca, indudablemente el número de politicians, ya activos, ya pasivos, es numeroso. El mal, según yo creo, consiste, no en la cantidad, sino en la calidad, porque cada candidato político, para triunfar, ofrece sin reserva, empleos y puestos en el Gobierno.

Van, vienen, se suceden, se trasforman las Presidencias, en ese país, que como un médano movedizo, cambia sin cesar la fisonomía de sus administraciones; pero la Constitución se mantiene siempre en alto, superior á todas las humanas flaquezas, á la fluctuación de las pasiones, y dejando imaginar al soñador, que en efecto el Espíritu Santo descendió sobre los patriotas congregados en Filadelfia.

Hé ahí el verdadero palladium de la gran nación: la fe en sus instituciones, que son para ellos la última palabra de la perfección política.

Con no poco esprit, el autor de Paris en América, dice: “Nosotros, los Franceses, en cuanto nos hallamos en algún apuro político, lo primero que nos ocurre es modificar, cambiar, hacer otra Constitución”.

Ojalá que los Argentinos tengan siempre presente tales peculiaridades, que constituyen toda la fisonomía política de esos dos países.

Sin sombra de exageración puede llamarse á la nación americana, la más conservadora del mundo, salvo la inglesa; los Yankees no son en realidad sino Ingleses republicanos, y su amor á la tradición es herencia de John Bull.

En sus hábitos, en sus ideas, en sus preocupaciones, el Norte americano es el Inglés, pues de todas las razas que han concurrido á la creación de los Estados Unidos, la que hasta hoy le ha impreso más profundamente su sello, es la del Reino Unido.

Entre nosotros, la fusión de las diversas razas europeas que á este suelo acuden, se ha efectuado más por completo: y el cosmopolitismo ha ido borrando las costumbres, los gustos, de la madre patria.

Aun en el idioma, se nota en Estados Unidos la anarquía que entre nosotros impera con relacion á la Lengua de la metrópoli. El inglés de los Yankees es nasal, y se halla en antagonismo de pronunciación con el de los Ingleses. El Norte americano aspira la h despues de la w, miéntras que el Inglés hace todo lo contrario. Son la c y la z pronunciadas por el Español y descuidadas por el Sud americano. Igualmente en la u y en la r hay gran diferencia de pronunciación.

Es curioso, ver que se repite el mismo fenómeno respecto de ciertos verbos y nombres que, trasplantados á las Américas, cambian totalmente de sentido; sin que sea posible darse cuenta del por qué de tal metamórfosis.

Los Yankees pretenden hablar mejor que los Ingleses; nosotros no adelantamos tal proposición: prescindimos de la España, como si la Lengua fuera nuestra propiedad exclusiva. Muy rara es esta divergencia en la identidad.

Daniel Webster, un Norte americano, escribe el mejor diccionario inglés que se conoce, y el Venezolano Bello, hace aclamar su gramática en España. Pero diccionarios y gramáticas no constituyen la Lengua.

Los Americanos corrompen su idioma, lo prostituyen con mezclas de mucho alemán, algo de irlandés, un poco de francés y aun algunas frases pescadas en el español mexicanizado, como: let us vámunus, que quiere decir simplemente vámonos ó si nos fuéramos; hacer las cosas con gosto (gusto), palabra que sea dicho de paso, me han sostenido ser ellos quienes pronuncian, con la perfección debida.

Nosotros tomamos al francés muchos giros y palabras y al italiano cuanto nos ocurre. Cuál será en el porvenir el resultado de tales anarquías? Es de preverse una dislocación gramatical completa, que hará espeluznarse de horror á los puristas, ya cada día más escasos en el mundo. Pero como decia Voltaire: Quelqu’un qui a plus d’ esprit que moi c’est tout le monde, y según vamos, la democracia por el número llegará quizá hasta imponer sus giros lingüísticos.

No quiero terminar este capítulo, sin hacer observar una similitud notable, que encuentro entre el Sajón de Europa y el trasplantado al Nuevo Mundo.

Dolorosa es la historia, que llamaré privada, de los Estados Unidos, en contacto con esas tribus salvajes, que poblaban los territorios de Nevada, Colorado, etc. Así que el Yankee tuvo una existencia política asegurada, no se contentó ya con comprar, como en otro tiempo, tierras á los indígenas, decidió destruir la raza por todos los medios á su alcance. Muerte, traición y rapiña, han sido las armas con las cuales los han combatido; promesas y engaños, hé ahí su política con los hijos del desierto.

“Dos justicias”, decía el Times de Londres, en su cuestión con el Brasil, “una para el fuerte, otra para el débil”. Y sus descendientes han sido fieles á tal pensamiento, más cínico que evangélico: el fariseísmo político de los Sajones ha hecho su camino, y la gran nación va adelante con su go ahead, destruyendo, pillando, anexando.

Existen en la Union, no obstante, comisionados, delegados y toda especie de empleados, en el Ministerio del Interior (Indian Department) cuya única misión es enriquecerse, robando sin pudor la pitanza de los pocos indios que aún quedan, y con los cuales la Aministración mantiene aparentemente buenas relaciones.

El Gobierno lo sabe, lo tolera; diré más, lo aprueba; y cuando quiere protejer á algún good friend, le nombra delegado del Indian Department.

Más de una vez he oído á algunos hijos de la Union, de corazón generoso, deplorar tan terribles abusos; pero esas eran gotas de agua que iban á perderse en el vasto océano de la complicada máquina gubernamental de la gran nacion.

Los Sajones que se han mezclado empero, con la raza negra, hánse mantenido distantes de los Pieles Rojas, con una antipatía digna de preocupar á los antropologistas, y que debe indudablemente tener una séria razón fisiológica.

Dicen algunos pensadores, que esta separación, esta antipatía congenial, es una de las causas del engrandecimiento de los Estados Unidos. Yo no sé hasta qué punto tengan razón.

Cuando he visto caciques Rojos, sentados á la mesa del Presidente de los Estados Unidos, en esa actitud reservada y digna, acompañada de un mirar melancólico y profundo, tan penetrante, he sentido respeto y enternecimiento por los descendientes de los dueños de la tierra, que hoy ocupa la Union, despojados, desdeñados, engañados por hombres que profesan una religión de igualdad y mansedumbre, y que, sinembargo, no practican el principal de sus preceptos: la fraternidad. No se me acuse de sentimentalismo, ó mejor dicho, écheseme en cara el sentir, no me será disgustoso.

Capítulo XII

La mujer Americana practica la libertad individual como ninguna otra en el mundo, y parece poseer gran dósis de self reliance (confianza en sí mismo).

En los hoteles hay siempre dos puertas, la grande, para los hombres y los recién llegados, y una más pequeña, llamada de las ladies y exclusiva para éstas.

Creo haber dicho que un Norte americano, no bajará nunca una escalera ó cruzará un corredor con el sombrero puesto, delante de una señora; conocida ó desconocida. Esta galantería, se entiende hasta el punto de creer, que una dama no debe entrar ni salir por la misma puerta que los hombres, en sitios tan concurridos por toda clase de individuos, como los hoteles. Imagino, que, tal refinamiento de cortesía, habrá de parecer exageración ó lisonja de mi parte, á aquellos que tan injustamente representan al Americano del Norte, como el prototipo de la más acabada vulgaridad.

Yo, por lo que á mi toca, los he hallado siempre muy corteses, suaves de maneras con las mujeres y los niños, y en extremo sensitivos en cuestiones de crítica social. En apoyo de lo que avanzo, citaré el siguiente episodio: Cuando Mrs. Trollope, después de haber viajado por la Union, donde fue acogida con suma amabilidad y aún cierto entusiasmo, por sus dotes literarios, escribia de vuelta á Inglaterra: Los Yankees son groseros y se sientan con los piés más altos que la cabeza. En los teatros, así que alguien se permitía estar ligeramente inclinado, no faltaba un chusco que gritaba: Trollope! Trollope! Y al punto el aludido, tenía buen cuidado de poner su cuerpo lo más vertical posible.

Verdad es que en los reading rooms (gabinetes de lectura), en los bar rooms, los Yankees gustan mucho de esa actitud, que consiste en extender las piernas y levantarlas casi á la altura de la cabeza, postura cómoda para los hombres y que tiene, según lo he oído decir á un médico, cierta influencia favorable sobre el cerebro. Sea de ello lo que fuera, delante de ladies, nunca, jamás, un Yankee se permitirá esa libertad, puedo asegurarlo. Habrá, sinembargo, quien sostenga lo contrario, que ciertas preocupaciones hacen camino; pero tales cuentos, pertenecen al repertorio, más ó ménos pintoresco, en que figuran, la navaja en las ligas de las damas Españolas, el traje de colores varios de los Brasileros y el cigarro de las Hispano americanas. En mis viajes, me han repetido sin cesar esta expresión: Fume Vd., señora; ya sabemos que es costumbre en su país. Al principio, este dicho me irritaba, lo confieso; pero luego llegó á causarme risa. Oh poder de la costumbre!

Curioso fuera el estudio de las preocupaciones é ideas falsas, que aún conservan las naciones unas de otras, en estos tiempos prácticos, en que Morse y Edison lo van acercando todo. De seguro, con el andar de la electricidad, la parte imaginativa de los individuos perderá un tanto de su brillo; pero, lo que en éste se pierda, será en provecho de la verdad.

En algunas ocasiones he observado, no obstante lo ya dicho, gran desnivel aparente, entre la mujer Norte americana y los hombres.

Parecíame que esas muchachas tan bellas, tan engalanadas, tan elegantes, que encontraba en los ómnibus, en los vapores, no podian ser hijas ni mujeres de los individuos que las acompañaban, un tanto sencillotes en sus trajes y en sus maneras.

Pero este fenómeno suele notarse en nuestro país; así, creo inútil estudiarlo detenidamente, por ahora.

Sin embargo, no resisto á la tentación de decir, que la diferencia es más de superficie que de realidad. Debajo de la corteza un tanto rústica de esos padres de familia, de esos maridos, que pasan el dia entero, ocupados en ganar el dinero para el hogar, down town (la parte comercial de la ciudad), hállase bondad y finura innatas. El Yankee es generoso como pocos; y sus mujeres, sus hijas, no tienen sino manifestar un deseo para que sea satisfecho. Verdaderas máquinas de trabajo, aquellos hombres, al parecer tan interesados, gastan cuanto ganan, para contentar á los suyos, y esto, qué indica? Es acaso vulgaridad? Todo lo contrario. Que cuanto más refinado es el sentimiento que la mujer inspira al hombre, mayor es la dosis de elevación que el corazón de éste encierra.

La mujer, en la Union Americana, es soberana absoluta; el hombre vive, trabaja y se eleva por ella y para ella. Es ahí que debe buscarse y estudiarse la influencia femenina y no en sueños de emancipación política. Qué ganarían las Americanas con emanciparse? Más bien perderían, y bien lo saben.

Las mujeres influyen en la cosa pública por medios que llamaré psicológicos é indirectos.

En el periodismo, véseles ocupando de frente un puesto que nada de anti-femenino tiene. Los periódicos en los Estados Unidos, el país más rico en publicaciones de ese género, cuentan con una falange que representa para ellos el elemento ameno. Mujeres son las encargadas de los artículos de los Domingos, de esa literatura sencilla y sana, que debe servir de alimento intelectual á los habitantes de la Union, en el día consagrado á la meditación.

Son ellas también las que, por lo general, traducen del alemán, del italiano y aun del francés, los primeros capítulos de los nuevos libros, con que el periódico engalana sus columnas; ellas las que dan cuenta cabal y exacta de las fiestas, cuyos detalles finísimos y acabados llevan el sello del connaisseur. Reporters femeninos, son los que describen con amore el color de los trajes de las damas, su corte, sus bellezas, sus misterios, sus defectos; y á fe que lo hacen concienzuda y científicamente. Los Yankees desdeñan, y con razón, ese reportismo que tiene por tema encajes y sedas; hallan sin duda la tarea poco varonil. Es lástima que en los demás países no suceda otro tanto.

En ello además, las mujeres tienen un medio honrado é intelectual para ganar su vida: y se emancipan así de la cruel servidumbre de la aguja, servidumbre terrible desde la invención de las máquinas de coser. Más tarde debía aparecer la mujer empleado, ya en el Correo ya en los Ministerios.

Una buena reporter gana en los Estados Unidos de doscientos cincuenta á trescientos duros mensuales.

Merced al frac y á la corbata blanca, penetra el reporter masculino; la gasa ó la muselina abren las puertas de los salones de baile á las muchachas reporters; éstas, por lo general, son jóvenes de dieciocho á veinte años. He visto siempre acoger con gran simpatía, á esa pléyade intelectual en todas partes, y yo tuve gran amistad y aprecio por miss Snead, la primer reporter de la Union. En dónde no se encontraba á la aérea y elegante escritora tan alegre y jocosa? Era curioso observarla. Parecía ocupada como las demás muchachas en bailar y en flirtear. Pero un solo detalle no se le escapaba, y al dia siguiente su crónica era de seguro la más completa; y casi siempre, por más que esto parezca inverosímil, la más benévola. Indudablemente, la tarea del reportismo concienzudo, ejerce una influencia benéfica en el espíritu de la mujer y ensancha las tendencias más ó ménos estrechas de su carácter y las aleja forzosamente de la crítica envidiosa.

No se crea por esto, sinembargo, que el reportismo femenino se compone puramente de miel y ambrosía. Oh, no! Y algunas veces he deplorado el mal gusto empleado para criticar, ya sea el atavío, ya el físico ó las maneras del desgraciado ó desgraciada, que en la gran falta incurría, de no caer en gracia á la autora de la crónica; pero, este mal no es especial á sexo alguno en ningún país. He leído cosas atroces referentes especialmente al Cuerpo Diplomático, de reporters barbudos ó con tez de rosa. Ese Corp, sin embargo, que es para los Americanos el prototipo de la elegancia y del buen tono, servía con frecuencia de blanco á tiros desapiadados; sin duda, á causa del gran ideal que evocaba, eran los reportes de ambos sexos más exigentes con él. El Sunday Gazette de Washington, solía traer críticas acervas sobre la mezquindad de la manera de vivir de uno ú otro Representante de naciones de primer órden, entrando en detalles penosísimos, no sólo para la víctima, sino hasta para sus colegas favorecidos. En ninguna parte la prensa trata esas cuestiones diplomático-sociales con mayor desparpajo. Entre nosotros, tales abusos, dieran quizá margen á reclamaciones: en los Estados Unidos nadie puede evitarlos, ni mucho menos castigarlos.

Ha visto Vd. el Opera House? Era la primer pregunta que en Filadelfia me hacían las señoras, y agregaban: No deje Vd. de admirar el chandelier; debilidad un tanto provincial era ésta; excusable, sinembargo, pues la mentada araña del teatro es hermosísima y alumbra por sí sola toda la sala muy espaciosa y acústica.

Il Ballo in Maschera horriblemente ejecutado por una compañía de tercer órden, fué el espectáculo á que asistí en Filadelfia. Llegaba yo de París, donde Mario terminaba su carrera musical, con esa partitura, en compañía de la Penco: no es de extrañarse, pues, si la representacion me pareció aún peor, quizá, de lo que en realidad lo fuera.

El público, no obstante acogió á los cantantes con especial benevolencia: fueron aplaudidos y hasta silbados, que los Yankees para expresar el colmo de su entusiasmo, hacen precisamente lo contrario de los demás pueblos, silban con furor. Prevenidos los artistas de antemano, de esta aberración, saben á qué atenerse, y el odioso silbido, acaricia más bien que hiere sus oídos. La Patti alguna vez me ha confesado el horror que los silbidos le produjeron siempre, á pesar de haber comenzado su carrera, en los Estados Unidos; yo creo que á mí me hubiera sucedido otro tanto: el palmoteo parece signo natural de contento.

Gusta mucho el pueblo Americano de la repetición de un motivo que ha sido bien ejecutado y lleva su exigencia, á veces, hasta el extremo de pedirlo, de exigirlo cuatro y cinco veces seguidas. Como se supone, la corrección musical nada gana con esos encores, pues los Yankees, es la palabra francesa que usan, en lugar del bis latino usual en Francia. No poca gracia me causó en un teatro de Minstrels (son éstos cantores que se pintan y disfrazan de negros, para cantar y bailar música bufa), ver en los costados del proscenio, dos grandes letreros con estas palabras: No enchores. Pregunté al amigo que nos acompañaba, y su explicacion despertó en mí tal acceso de risa, que al recordarla, aún me río. La h que figuraba en medio del encore era un presente sajón, hecho á la Lengua de Molière, que hubiera inspirado, de seguro, al autor des Precieuses ridicules, alguna chispeante sátira.

Capítulo XIX

El doctor Acosta, un compañero de viaje, es decir, de travesía trasatlántica, habíame pedido permiso algunas veces, para acompañarme á Brooklyn, repitiéndome: “Es un sitio delicioso y allí conocerá Vd. la buena sociedad Americana”.

Confieso que después de haber viajado ya tanto, la pereza me invadía; y con el calor creciente, postergaba la excursión de un día para otro.

Una tarde llegó, sinembargo, el momento de realizarla y me dejé conducir por el buen doctor, sin entrar en grandes averiguaciones, con un: Vamos! más resignado que entusiasta.

“Es cosa facilísima”, agregó mi compañero. “Además, esta noche mis amigas tienen concierto.”

Lo del concierto, algo me desconcertó; pensé en la sencillez de mi traje, que al fin soy lady: y casi volví á aplazar la partida para otra ocasión.

Pero, ya sea pereza, ya benevolencia, cosas que á veces se asemejan y confunden, me planté valerosamente mi sombrerito, empuñé el paragüita, mi inseparable compañero, suspirando otro Vamos resignado, y nos pusimos en marcha.

Mal acostumbrada, á pesar de la experiencia adquirida en Yankeeland; esperaba que mi buen amigo Acosta, me condujera al famoso Brooklyn, sino en la carroza dorada de Cendrillon, por lo ménos en uno de esos coches de á dos dollars la hora, que suelen estacionar en Union Square. Oh decepción! Mi amigo, que aunque rico y Colombiano, se había yankeezado completamente, así que salimos del hotel, dijo tranquilamente: “Ahora, no más, pasa el stage; esperemos”.

Qué hacer? Callar y subir al elevado ómnibus blanco de rayas azules que por Broadway conduce á los pasajeros, hasta Fulton Ferry, para atravesar el rio del Este. Aquello era viajar y no pasear; pero, qué remedio? Fijé mi vista en un paisaje maravilloso, pintado en el interior del ómnibus, que representaba una amazona, galopando ligera y contenta por entre peñascos azules, de un azul de añil crudo, y traté de distraerme con aquella maravilla artística.

Un momento llegué á imaginar que aquel ómnibus había sido expresamente alquilado por el galante Hipócrates Colombiano, para que con toda anchura efectuásemos los dos solos, la travesía hasta Brooklyn. No veía otros pasajeros y tampoco quién nos reclamara paga ó remuneración alguna.

Pero mi ilusión duró lo que dura una ilusión, en esa tierra práctica. Leí una inscripción repetida en varios sitios del vehículo, que suplica al viajero, deposite al entrar, diez centavos en la caja que se halla colocada bien á la vista, en el fondo del ómnibus, y que para no verla desde el primer momento, es menester ser ciego ó muy dado á ilusionarse, como yo.

El proceder es ingeniosísimo y en extremo práctico, para evitar el escollo de la falta de cambio. En ese caso, se toca una campanilla colocada al lado de la caja. El cochero pone dentro de un sobre cerrado hasta concurrencia de dos dollars de cambio; el pasajero abre el sobre, cambia y pone en la caja diez centavos.

Este sistema peligroso, ahorra á la Compañía un conductor y da buen resultado en aquel país de libertad y self respect: ignoro si podría implantarse con éxito en otras partes.

Bajar del stage (ómnibus) y embarcarse en el Ferry, es cosa de nada; y como por encanto hallarse en el ameno Brooklyn, que parece, por el silencio y tranquilidad que en él se disfruta, situado á muchas leguas del ruidoso Broadway.

Cottages sin pretensión y jardines á la antigua, es lo que abunda en ese faubourg de New York, con calles cubiertas de arboleda frondosa. La fisonomía de Brooklyn es especial; siéntese allí la tranquilidad, la paz de la familia inglesa, tal cual la pinta el autor del VICARIO DE WAKEFIELD. Parece que dentro de esos homes, plácidos, modestos, no puede albergarse sino la virtud. Al entrar en uno de ellos, la impresión que del exterior recibí, no hizo sino acentuarse.

Hasta el traje de las muchachas, las famosas amigas de mi cicerone, tenía un sello de sencillez ó provincialismo distinguido, que me ganó desde luego.

Nada de fast en el atavío de las Miss Duncan; todo era modesto y armonioso, aunque sin style, ó chic.

Fast es término intraducible y que mucho se usa en Estados Unidos. Fast es la muchacha que con frecuencia cambia de traje y de beau; fast es la que inventa modas estrafalarias y fast es adjetivo ménos encomiástico que despreciativo. Literalmente fast es ligero; pero, todos sabemos, que las lenguas por lo general son filosóficas y como tal, un tanto misteriosas.

Lo repito, las Miss Duncan no eran fast y en el cuadro sencillo en el cual se movian, quedaban primorosamente, con sus bandós lacios, sin escrespar, moda favorita de la época, sus vestidos grises sin crinolina ni volados, y sus puños y cuello de hilo lisos también, que se armonizaban perfectamente con su mirar reservado y sus modales fáciles.

La madre, allí había madre, era una bellísima anciana, paralítica, de tez delicada y facciones finas; y el padre un robusto viejo sonrosado, con talla de granadero y voz de bajo profundo.

En un parlor pequeño, con muebles de caoba forrados de crin, como se usaban aquí en otro tiempo, que eran muy frescos si no en extremo muelles, hallábase reunida la familia alrededor de una gran mesa, donde había libros, mapas, una esfera armilar y algunos instrumentos náuticos.

El padre había sido marino, y el hijo varón, un Benjamin de doce años, iba á seguir la misma carrera; ésto explicaba los compases, la esfera, la brújula y los mapas.

A la tibia luz del gas, apaciguado por una pantalla verde, todo el grupo de familia reunido en ese momento alrededor de la mesa del centro, estaba examinando con un gran lente de aumento, una mariposita dorada que prisionera se debatía entre dos vidrios.

La voz dulcísima de la madre, que decía: Let is go (SIC) (Déjenla ir); fué lo primero que oí al entrar en aquel recinto, en el cual reinaba una atmósfera de dulzura y de paz inapreciables.

La acojida que me hicieron fué perfecta, y la anciana madre, la belleza de la familia, me cautivó desde luego. “No puedo moverme”, dijo con voz plateada; y sin más cumplidos, agregó: “Niñas, abran el piano y toquen, que la señora no viene á fastidiarse”.

Mina y Sara tocaron á cuatro manos varias sonatas de Mendelssohn, de una manera prodigiosa: pocas veces he comprendido mejor esa música tan llena de misteriosos contrastes. El piano era, sin embargo, un instrumento viejo, de fábrica ya desconocida; pero, oh magia de la ejecución! aquellas dos hermanas, hubieran sacado sonidos dulces de una tabla rasa.

El robusto Comandante tocó luego la flauta con gran dulzura y corrección, acompañado por Mina, su favorita. Y como yo preguntara: “¿Qué melodía es ésta, tan bella y sencilla?” Respondió sonriendo el marino, un: Never mind (No importa) que me lo reveló compositor. La jóven le seguía, le adivinaba, porque siempre sus inspiraciones eran fugaces.

Acosta me había traicionado, me había engañado, me habia anunciado, habia exagerado mi talento musical, y cuando llegó el momento de cantar en aquel centro tan artístico, tan plácido y sencillo, me sentí muy acortada. Vencí no obstante mi timidez, que hubiera podido ser mal interpretada por aquellas gentes simpáticas y modestas, y con el corazón palpitante, canté la serenata de Schubert. Gustó mi canto, y de trozo en trozo llegué, después de hacerme un tanto de rogar, lo confieso, hasta cantar la Calesera, de Iradier.

Obtuve con ella tal éxito, que hasta la paralítica, bellísima anciana, repetía: Encore, encore! Y bon gré, mal gré, tuve que repetir mi andaluzada.

Como los Ingleses, los Yankees gustan muchísimo de la música española. La experiencia me enseñó más tarde á no buscar laureles en Yankeeland, con melodías italianas ó francesas: como especialidad adopté las canciones andaluzas.

Para pasar al comedor contiguo, donde nos esperaba el substantial te americano, las dos hermanitas hicieron rodar sin esfuerzo el sillón de la paralítica, y el galante Comandante, me ofreció el brazo.

Muy á mi satisfacción, resultó que el marino en sus mocedades, había visitado el Rio de la Plata y que, oh sorpresa! doña Augustina, esa sister of Rosas, de quien me habló con no poco encomio, era mi madre amada. No puedo expresar el enternecimiento que aquel recuerdo me produjo; She was divine (era divina!) repetía él entusiasta, “y nunca la olvidaré, opening (rompiendo) el baile con el Comodoro Golborough”.

Más tarde debia yo conocer al Almirante, que me repetía sin cesar su gran aventura en Buenos Aires, the opening (rompiendo) el baile with señora Augustina.

Era ya algo entrada la noche, cuando dejamos la grata mansión de los Duncan y corrimos en busca del último Ferry, que por suerte estaba tan sólo á punto de irse.

La despedida fué efusiva, prometí volver sin falta y lo prometí, muy deseosa de cumplir mi promesa. Pero, la suerte había dispuesto otra cosa.

“Doctor”, dije á mi amigo Acosta, “tienen beau Mina y Sara?”

“Creo que sí”, contestó.

“Y se casarán con ellos?”

“Puede que sí!” Fué la sibilina respuesta, que me dió el lacónico Colombiano. Y yo, mientras cruzábamos el rio, iba reflexionando en ese problema y aún tratando de imaginar, cómo serían, sino los dos, alguno de los beaux de mis nuevas amigas.

A haber tenido el don de segunda vista, hubiera descubierto entónces, lo que ví realizado algunos años después: Mina solterona, y Sara convertida en Mrs. Acosta. Ah! Era disimulado el doctor!

Creo del caso decir, que, á pesar de la quietud y falta de movimiento que reinaban en Brooklyn, no sucedía allí en esa época, lo que en Washington: es decir que las vacas y aun los cerdos, se pasearan á toda hora libremente por las calles, como ciudadanos de la Union; de tal suerte, que una noche, ya en el año 70, mi excelente amigo y colega del Brasil, hubo de romperse una pierna, por tropezar, delante de la puerta de la Legación Argentina, con una vaca negra, que dormia allí tranquila, bajo el amparo de nuestra bandera. No se trataba entónces del finchado Caballero Lisboa, sino del distinguido poeta y estadista Magalhaens, poco despues Barón de Itajuba.

El Consejo de Higiene de Washington, á cuya cabeza se hallaba entónces mi muy querido amigo y médico, el homeópata doctor Verdí, dió con ese motivo una disposición severa, que alejó para siempre de las calles de la Capital, las descarriadas vacas y vagabundos cerdos, con gran contentamiento del Diplomatical Corp, que gustaba de ganar sus casas después de las once de la noche.

El hombre propone... A pesar de mis deseos, no pude visitar en la próxima semana, ni el Asilo de Sordo-mudos, ni el cementerio, que, como dice cierto viajero, “es tan espacioso, que los muertos descansan allí con anchura, ó á sus anchas.”

Me contenté con hacer una larga visita á la Librería de Appleton; ese emporio magno, dónde hay indudablemente muchos, muchos, más volúmenes que en la famosa biblioteca de Alejandría, destruida, por los Turcos según unos, según otros por los Cristianos; como si no fuera más natural creer, que esa obra de vandalismo fué puramente debida á la iniciativa brutal de la soldadesca indómita.

Todos conocen esas artísticas ediciones norte americanas, que se llevan la palma en Europa como en América y dan á los libros un aspecto tan atractivo, que los hace no sólo leer sino conservar.

Los Norte americanos, como los Ingleses, tienen ódio á las ediciones á la rústica y no las ponen nunca en manos de los niños, esos grandes destructores, que sólo suelen respetar lo bello.

Qué preciosidades edita Appleton constantemente en materia de libros infantiles! Los Sajones son los primeros en ese género. Qué lujo de grabados, qué viñetas alegóricas, qué encuadernaciones doradas con ese relieve único, especialísimo á la librería americana! Y el texto? Esas juveniles de Abbot, Alcott, Marryat, Maylle Reed; interminable pléyade de escritores para la infancia y juventud, que escriben en prosa elegante y sonoros versos.

La mina que se encuentra al entrar á casa de Appleton, es de tal riqueza, que deslumbra, fascina y abruma. Parece imposible que el espíritu humano pueda producir tanto.

Yo confieso que en los Museos, como en las grandes Librerías, me siento tan empequeñecida, tan abrumada por la cantidad, que no acierto casi á discernir la calidad. Me ha sido siempre difícil leer en las Bibliotecas; aquel agrupamiento de libros, parece pesar sobre mi entendimiento y reducirlo á nada. Lo mismo me pasa con los cuadros; me parece que se dañan unos á otros; me producen confusión, sobre todo cuando por vez primera entro á un Museo. Una preciosa edicion de Motley, THE RISE OF THE DUTCH REPUBLIC, regateé ese dia, como dicen los franceses, en casa de Appleton; pero el librero fué tan inflexible cuanto mi estrecho budget, y no pude comprar aquella obra, mi favorita, vestida con el vistoso ropaje que tan bien le sentaba.

Quiso la fortuna compensarme de otra manera y aquella misma noche tuve la dicha de estrechar la mano del autor. Motley nos fué presentado por el banquero Phelps: para algo bueno sirven los banqueros; y escuché de los labios del gran historiador estas palabras:

“Señora V. me favorece; más fácil es escribir una buena historia que una buena novela; y V. ha escrito el Médico de San Luis.”

Hay horas dulces para los pobres autores! Motley iba entónces á Washington á conferenciar con el Secretario de Estado, que poco después le nombraba Ministro de los Estados Unidos, en esa Dutch Republic, cuyo nacimiento han pintado con paleta májica, especialmente en el primer tomo, donde aparece la gran figura del Emperador Cárlos V, sobre el cual, el patriota Americano arroja toda la odiosidad, que otros han acumulado sobre la cabeza del II Felipe y de su General el Duque de Alba, el destructor de Las Flandes. Motley moría doce años después, en esa tierra de libertades, cuna de Guillermo de Orange, ese Taciturno que ha trazado el Bostoniano con un vigor de colorido y un brío dignos de Tácito.

Con los cabellos grises, muy abundantes y crespos, la fisonomía del historiador americano, por su dulzura y algunos de sus rasgos, recordaba la del doctor Montes de Oca, que acaba de dejar tan gran vacío entre nosotros. Motley tenía modales muy elegantes, gran hábito del gran mundo, gustaba mucho de la sociedad europea, que había frecuentado en sus dilatados viajes y no mostraba nada del politician: verdad es que no lo era.

Alguna vez, más tarde, ví cruzar una sombra por la frente del olímpico Senador Sumner, cuando le manifesté mi admiracion por Motley.

“He is a dreamer.” Fué la respuesta de aquel personaje que no podía tolerar en América más reputación que la suya. Sumner era, sinembargo, á más de hombre de acción, gran pensador y su erudición vastísima, le señalaba como una excepción entre los politicians de los tiempos modernos.

No ha llegado el momento de hablar detenidamente del gran abogado, del triunfante defensor de la raza desheredada, del hombre más popular en la Union, de aquél que más contribuyó con su influencia á la caída del Sud y que, sinembargo, no fué nunca Presidente.

Pero, no quiero, ya que de él me ocupo, echar en olvido una pregunta algo cándida, que me dirijió en mi salón de Washington algunos años después.

“Supongo, querida señora, que allá en el Plata Vd. y Mr. Sarmiento son excepciones?” Mi respuesta no viene aquí al caso; hay cosas que deben decirse fuera de la patria, y callarse en ella.

1 En los textos escritos originalmente en español se ha respetado la escritura de la época. En los textos traducidos, en cambio, se ha aplicado la gramática vigente [N. de la T.].

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