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LOS MELLIZOS (1932)

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Uno de ellos nació tres minutos antes que el otro, dándole este espacio de tiempo categoría de mayor edad ante el hermano que había nacido tres minutos después.

No se sabe por qué el mayor de los mellizos apareció en este mundo con la pierna derecha un poco más corta que la izquierda (la madre murió víctima del esfuerzo que supone el echar dos hombres al mundo, y el nombre del médico que la asistió se perdió en la nebulosa de los recuerdos de la familia Pérez González, honesta raíz de la clase media española a la que pertenecían los mellizos).

El renqueo fue la ligadura más fuerte que ató a los hermanos durante su larga vida. Al iniciar juntos sus primeros pasos, el mellizo de la pierna corta padeció un fugaz vértigo, determinado por su falta de equilibrio, y hubo de asirse a su hermano, con lo cual los dos fueron a dar en un piso de dura pizarra, que les hizo humedecer en un fuerte llanto simultáneo y les marcó con un doble chichoncete rosado.

Este accidente mínimo señaló el punto de partida de la similitud en sus vidas de mellizos.

Crecieron redondos. Eran dos bolas color de rosa, que rodaban juntas, unidas entre sí por el brazo derecho del hermano mayor, que buscaba el equilibrio de su cojera en el hombro del hermano tres minutos menor.

Más tarde asomaron al cuadrito tierno de una escuela de barrio. Llegaban a clase de los primeros, y eran igualmente correctos con los condiscípulos y dóciles ante el señor maestro.

Pero ¡cuánto hubo de luchar el profesor hasta conseguir que los mellizos pasaran sus lecciones sucesivamente! Porque ellos —extraños siameses unidos por el brazo derecho del hermano mayor—, cuando el nombre Pérez González era emitido por el profesor, se ponían en pie y lanzaban, simultáneamente, un monótono rosario de oraciones gramaticales.

En los primeros días de curso fueron el hazmerreír de la escuela. Llegaban, confundidos en el mismo afán de aspiración a unas buenas notas en los próximos exámenes. Se envolvían en trajecillos a listas y andaban deprisa a saltitos parejos, y con idéntico ritmo en la mutua renquera.

Porque los dos hermanos cojeaban. El menor habíase adaptado tan perfectamente al defecto físico del mayor que quien los miraba no podía apreciar con exactitud cuál de los dos era el cojo auténtico. Tan perfecta llegó a ser la adaptación, que cuando el mellizo menor se levantaba del banco del colegio, después de haber elevado hacia el profesor el aspa breve de su dedo índice, el entarimado de la clase se estremecía todo él con el ritmo de su renquera. Y la perfección culminó en un paso en falso, del mellizo sano, una vez en que le faltaron el brazo y el hombro del otro mellizo.

Su credencial de cojo se la dio una mujer que los vio en la calle, camino del colegio, el brazo de uno en el del otro, cartera a la espalda y las piernas derechas dando cortes al viento frío de una mañana de enero.

—¡Pobrecitos, cojos los dos!

Entonces los niños se miraron, y el mayor estuvo a punto de gritar a la mujer, torcido en una triste mueca: «¡Eh, señora, el cojo soy yo!».

Fue el menor quien exclamó, sonriendo:

—¡Pues claro que somos cojos!

Con lo cual reconoció el título con que le acababa de investir la espontaneidad callejera y estrechó los lazos íntimos que le unían al otro mellizo.

*

A los dieciocho años componían una escueta pareja de cirios enlutados (aquella familia Pérez González tenía de continuo algún difunto a quien llorar).

Su padre, don Gonzalo Pérez, era médico, hijo y nieto de médicos, y soñaba con que algún día sus hijos figurasen en un futuro registro fotográfico, editado por el Colegio de Médicos de Madrid, que luciría un centenar de rostros rasurados en las antesalas médicas de España, y en el comedor, tibio de coliflor hervida, de todas las viudas de médicos españoles.

Estudiaban los mellizos en la Facultad de San Carlos, y más bien parecían seminaristas que estudiantes de Medicina, con aquella apariencia de cera quebradiza, los recortados sombreros de fieltro negro partiendo por la mitad su translúcida frente y los libros beatamente reprimidos bajo el brazo izquierdo.

Nada tenían en común con la algarera juventud que bordaba de risas y claras palabras las mañanas alegres de la calle de Atocha, olorosas de aguardiente y de la flora medicinal del Jardín Botánico.

Como aconteciera en el colegio, diez años antes, su aparición en las aulas de la Facultad de Medicina promovió cierto revuelo de risas contenidas.

—Parecen dos figuras de cera escapadas del barracón de alguna feria.

—No, más bien son dos muñecos románticos, caídos de una vieja caja de música, que conservaran aún el eco de una nota incompleta y el tufillo a la naftalina del arcón en que reposaron muchos años.

—Tampoco harían mal papel como figuras desprendidas del reloj de la torre de Westminster, cuyas piernas hubiera trabado el minutero.

—Es cierto, y cuyo renqueo marcara el tictac de la hora de su desprendimiento.

El tiempo pasó un cepillo de olvido sobre el relieve grotesco de los mellizos, y el coro de comentarios que abriera la presencia de ambos fue sustituido por una blanda ternura colectiva. Les cedían el paso en las escaleras y corredores de la facultad. Les ofrecían cigarrillos y les hacían partícipes de la narración luminosa de sus aventuras.

No obstante, los mellizos sentían el vacío en torno a su doble amarillez. Los gritos de los otros estudiantes apagaban su delgada voz. El vigor ajeno los sacudía como a árboles raquíticos el viento de marzo, y la piel obscura de los mozos que se endurecían en excursiones domingueras al Alto del León los hacía aparecer más enjutos, y acentuaba el agrio limón de su tez.

La muerte de don Gonzalo los empujó hacia otros derroteros. De las aulas austeras de la facultad de la calle de Atocha, pasaron a un piso alto de la de Preciados, mezclándose a la sorda algarabía de los alumnos de una academia popular.

En vez de médicos fueron auxiliares de Correos por oposición.

Aprobaron el mismo día, y fueron tan exactos en las palabras y en la prontitud de la contestación, que el jurado calificador, en la imposibilidad de dividir la calificación máxima entre dos opositores, estableció (por primera vez en la historia de los exámenes de auxiliares a un cuerpo del Estado) la categoría de primero y primero bis al aprobar a los mellizos.

*

Fueron quedando solos. Desaparecían, uno a uno, los miembros de la familia Pérez González, y surgían lazos negros a una esquina de sus viejos retratos, colocados en las paredes de una sala grande, cuyos cortinajes de pana verde lagartija apenas dejaban paso a la fría luz de la calle de las Huertas.

Vivían cerca del paseo del Prado, en una rancia casona que miraba a un colegio de monjas. El piso de madera estaba minado por la polilla, y las alfombras que lo cubrían mostraban anchas calvas color ceniza. Los pasillos exhibían sucios calendarios. Había una cocina grande, en la que se apagaba lentamente una rojiza bombilla de carbón; un despacho cubierto de cuadros detestables, el retrato ampliado del difunto don Gonzalo, un mapa de España, el bajorrelieve en yeso de un corazón, en el cual la aorta se abría como una brecolera, y multitud de libros, de hojas húmedas y amarillentas.

Olía allí a chinches y a vejez.

Los propios mellizos envejecían. Habían cumplido cuarenta y cinco años; su piel agrio limón se cuarteaba, sin apenas haber gustado el contacto de una mujer.

Una criada vieja les atendía: les preparaba el frugal alimento, limpiaba la casa de parásitos y zurcía sus manguitos negros, que destrozaba la estrecha relación con una mesa de una estafeta de Correos.

Trabajaban por las mañanas y holgaban por las tardes. Y se les veía invariablemente, cada atardecer, calle Huertas abajo, hacia el Jardín Botánico, con su doble renqueo y su doble luto, reluciente de vejez en el punto más carnoso de su cuerpo. El sol doraba sus ralos cabellos aplastados sobre un deshilachado cuello, tieso de almidón, y brillaban sus botas de tafilete. Andaban despacito, sorteando con torpeza el cirio desmayado de su humanidad a los ómnibus que subían de la estación del Mediodía.

En el Botánico se acomodaban siempre en el mismo banco de madera, después de haber aventado el polvo, simultáneamente, con sus pañuelos blancos; luego sacaban un periódico, cuyas hojas se distribuían equitativamente, con una equidad establecida cuarenta años antes cuando compartían la lectura festiva del diario conservador que leía el finado don Gonzalo.

Y regresaban al anochecer, crujiente el doble renqueo por la arena adherida a sus botas, mientras la luna asomaba por encima del fieltro negro de sus sombreros y algún piano invisible salpicaba el ámbito obscuro de la calle con las notas —renqueantes también— de la Serenata de Schubert.

*

A los sesenta años los jubilaron, y como sus ingresos económicos disminuyeran, acordaron reducir sus gastos habituales, prescindiendo de la anciana sirvienta que había cerrado los ojos a todos los miembros de la familia Pérez González, e iniciándose ambos en los quehaceres domésticos.

Recorrían su camino tradicional, calle de las Huertas abajo, aventando, cada tarde, el polvo de un banco de madera, acogido a la sombra aterciopelada de un álamo blanco del Botánico. Juntos leían, juntos deletreaban las cartulinas escritas en latín, sujetas en cada uno de los árboles. Juntos marcaban un paso de minué cuando los críos les arrojaban a los pies alguna corteza de plátano, o de naranja, llevados del mal deseo de verlos contorsionarse en una doble pirueta de improvisados augustos.

La vejez les unía más y más cada día. Se aproximaban sus espíritus y envolturas, acortándose la distancia de un brazo al otro, doblándose el cirio quebradizo de sus cuerpos hasta llegar a constituir un solo tronco macilento. Ensordecían sus oídos y perdían facultad sus ojos, lo que establecía en torno de ellos una atmósfera densa, creándoles un mundo singular, de colores y ruidos apagados, de imprecisas formas, que solo para ellos existía, y que tenía su exacta expresión en la casa húmeda, poblada de parásitos y crespones difuntos. En el interior de la casa su doble voz era amortiguada por la muelle presión de las alfombras, la madera de los muebles y la pana de los cortinajes.

Los mellizos se desenvolvían en ella ampliamente; sus movimientos adquirían la desenvoltura de que la calle les privaba y su mutua ternura adquiría inflexiones más tiernas. Cobraban, en fin, interior y exteriormente, una más acusada personalidad, una corporeidad más concreta.

Esta plenitud de su ser, que se traducía por una más mutua y total entrega de sus pensamientos más recónditos, indujo una vez al mellizo mayor a decir al menor:

—Esta soledad en que vivimos, y que es nuestra mejor compañía hoy, será insoportable para el que «quede», cuando uno de nosotros falte (evitaba la palabra «muera»). ¿Qué será del que «quede»?

—Tienes razón, hermano. No habíamos pensado nunca en «eso».

La similitud había sido tan leal y precisa en sus vidas de mellizos que nunca les había herido la idea de que uno de ellos pudiera morir antes que el otro, dejando al que «quedase» colgado de un desamparo y de una falta de equilibrio eternos.

—¿Qué será del que «quede»?

El pensamiento los mortificaba constantemente y, como eran buenos creyentes, desgranaban cada noche una sarta de oraciones al Ángel de la Buena Muerte, rogándole que cuando les llegase su hora no se dejase, por descuido, un pábilo sin apagar.

*

El temor se acentuó con motivo de una enfermedad del mellizo mayor. Comenzó quejándose de un profundo dolor en el costado, y entre quejido y quejido, preguntaba a su hermano:

—¿Te duele muy fuerte?

Porque no concebían que la enfermedad les hiriera traidoramente y que a sus dolores no respondieran los del mellizo menor.

—¿Te duele mucho, hermano?

Y como la pregunta fuera envuelta en el temor a fallecer antes de tiempo, el otro mellizo se sintió obligado a quejarse de dolores imaginarios:

—Sí… Verás. Aquí… En el costado…

Respiró el otro:

—Ahí mismo, sí. Como si te clavaran una aguja, ¿verdad?

—Eso es.

Fue muy laborioso el trabajo que hubo de realizar hasta convencer al médico de que le «curase» enfermedades ilusorias, pero tanto lloró y rogó, que el doctor salió de la casa convencido de que realizaba una obra de conciencia, después de haber dejado en la mesa de noche una receta extendida por duplicado.

*

La enfermedad fue vencida, pero la idea de una muerte no simultánea les hizo imposible la vida, habiendo llegado a constituir para ellos una obsesión que alteraba su ordinario reposo. Muchas veces uno de los mellizos despertaba sobresaltado sorprendiendo al otro incorporado. «Ya sé lo que piensas —le decía—. Yo estaba soñando lo mismo, y el sufrimiento me hizo despertar.» «Y no sería raro que ocurriera… Ya tenemos cerca de setenta años.» «Pero si “ocurriera” como “debiera” ocurrir, no habría temor… Lo peor es que “quede” uno de los dos… Lógicamente, debo ser yo, por mayoría de edad quien…», resumía el mellizo tres minutos mayor. «No, no puede ser…» Su estrecha ligazón les sugería la imposibilidad de sobrevivirse el uno al otro. Tenían el convencimiento de que sus almas volarían simultáneamente, ligadas como lo habían estado sus vidas, durante cerca de setenta años, por el brazo derecho del mellizo mayor, y les espantaba la idea de morir con tres minutos de diferencia.

*

Tan fuerte llegó a ser aquel pensamiento, que decidieron anticiparse a «su hora», irle al encuentro, como garantía de que habían de realizar juntos el viaje. Pero como eran personas sensatas y repugnábales el causar la menor molestia, aunque fuera póstuma, escribieron una carta al juez de su distrito, en la que le participaban sus mutuas angustias, así como su mutuo fallecimiento, y otra a su portera, por la que le legaban sus muebles y los cuadros familiares, incluso el corazón de yeso, con la aorta de brecolera.

Para resolver su problema, no fueron muy originales. Como dos vulgares suicidas, se encaramaron a la balaustrada del Viaducto en el momento en que las churreras asoman al paisaje luminoso de las Vistillas y los guardias de seguridad apuran la primera copa del servicio. A esa hora, los mellizos, cogidos de la mano, cortaron por última vez con su cojera simultánea el viento madrileño, quebrándose definitivamente —agrio limón y seca cera— contra las agudas piedras de la calle Segovia.

Trece cuentos

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