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UNA MUJER FEA (1932)

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Tan convencida estaba de su fealdad, que se abstuvo de darles la buena nueva a sus amigos por temor a que se burlasen. Fueron ellos quienes la rodearon al verla llegar la tarde de un domingo a Villa Josefina, el merendero donde se reunían casi todas las fiestas.

—¿Dónde has dejado a la pareja?

—¡Caray, qué reservona!

—¿Qué, cuándo es el buen día?

Ella se sonrojó y volvió la cabeza al otro lado (aún solía sonrojarse la virgen madura), fingiendo buscar algo.

—¡Bueno! ¡Pues vaya guasa!

Se sentó y se puso a mirar a las personas que ocupaban los veladores inmediatos; las parejas, que bailaban muy juntas, en un patio próximo; la botella y los vasos, mediados de tinto, que había sobre la mesa larga, de madera sucia y resquebrajada.

Y como en aquel instante viese comparecer a Faustino en la puerta del merendero, se turbó aún más.

Los otros, al advertirle, levantaron en alto sus vasos, bordeados de redondeles húmedos.

—¡A la salud de la nueva pareja!

—¡Vivan los novios!

Benita cogió un pedacito de pan que había en la mesa, hizo de él una bola y la aplastó con el índice contra la madera agrietada.

*

Faustino era demasiado guapo, más bien alto, grueso, el pelo muy negro, rizado, brillante; los dientes, chiquitos, blancos; la boca, muy pequeña y bien dibujada.

Como buen barbero, se jactaba de tocar bien la guitarra y de saber piropear como nadie a las jóvenes que pasaban ante la puerta de su establecimiento.

A Benita la conoció en Villa Josefina, adonde iba todos los domingos, con un compañero de trabajo y varios amigos horteras.

Salían con ellos tres muchachas: dos de ellas sirvientas; la otra, cajera de un comercio de confecciones. Las tres se relacionaban amorosamente («estaban arregladas», decían ellas) con los amigos de Faustino.

Las mujeres del grupo tenían del barbero un concepto nada amable. Le tildaban de presuntuoso y fatuo, fundadas quizá en que él, tan amigo de las mujeres, no las había requebrado nunca. «No sé qué esperará este.» «Lo menos, una duquesa.» «¡Claro, como es tan guapo!», se decían.

Una tarde, al despedirse, les anunció Sacramento, la dependienta: «El domingo que viene traeré pareja a Faustino». Riéronse los demás. «Oye, ¿dónde has encontrado esa joya?» «A lo mejor esta nos va a traer un retrato de la Venus de Milo.» Ella explicó: «No, en serio. Es una muchacha que borda para mi casa. Bueno, pero que no sirva de guasa, ¿eh? Os advierto que es fea con ganas. Me da lástima ver la vida que hace. No tiene familia. No sale nunca de su guardilla. La he dicho que si quería venir con la pandilla. No creáis que es una chavala; ya le andará rondando a los treinta. Supondréis que lo de antes fue pura broma. Ya sé que la pareja de Faustino tiene que venir de muy alto… y en avión, por lo menos».

Únicamente «por darle en las narices a Sacramento», quien a pesar de «hablarle» a uno de los muchachos del grupo, le «miraba con buenos ojos», acogió Faustino con afabilidad, y hasta con cierta finura, que reservaba solo para las hembras de su agrado, a Benita la bordadora.

Sí que era feílla la pobre. No había exagerado Sacramento al hablar de su fealdad. En cambio, hizo omisión de sus manos, que eran blancas y delicadas, como debieron de ser las manos de esas princesas de los cuentos infantiles que bordan mantos de oro detrás de los ventanales de sus palacios viejos.

Faustino no conocía manos semejantes, y en parte por tocar aquellas manos raras, en parte por «darle en la cara a la Sacramento», invitó a bailar a Benita. «Pero si yo no sé…» «No importa, aquí no vamos a ganar un concurso.» «¡Si no sé dar un paso siquiera!» «No se preocupe, ya aprenderá.»

Benita dio unas vueltas por el patio entre los brazos de Faustino. Le pisaba muchas veces; tropezaba a cada instante en los pies de su pareja, y le pedía varias veces perdón por sus tropezones. «¿Ve usted?… Ya le decía yo…»

En domingos sucesivos la acompañó a su casa, al regreso del merendero, y le hizo alguna confidencia acerca de su vida, solamente porque no era charlatana, ni entrometida, ni le gustaba oír anécdotas escabrosas, como a las otras mujeres del corro.

Ella le correspondió con su confianza; en primer lugar porque era efusiva; luego, por el deseo de estrechar su amistad con aquel hombre, que gustaba a sus amigas y que había puesto sus ojos, su confianza en ella, a pesar de su fealdad. Le dijo que ganaba diez pesetas al día, y que a fuerza de grandes privaciones había ahorrado unas pesetas, con las cuales pensaba establecer una tiendecilla modesta, que dedicaría a la confección de ropa interior.

Él también pensaba establecerse algún día, cuando alcanzase el premio gordo en navidad. «Cualquiera piensa en esas cosas como no le toque la lotería. Tiene uno un oficio de lo más miserable.»

*

Lentamente fueron aproximándose sus vidas.

Ahora la esperaba Faustino a la puerta de su casa para acompañarla al merendero.

Durante el camino hablaban poco. Él le preguntaba por sus planes, y ella respondía: «Se trabaja, pero ¡qué le vamos a hacer! Ahora miro todos los días los periódicos a ver si encuentro algún huequecito que me convenga. Preferiría que fuese en calle céntrica, pues la gente paga el sitio. En un barrio apartado no se hace una peseta».

Faustino pensaba: «¡Qué bien sabe vivir esta mujer!».

Una vez estuvo enfermo varias semanas.

Sacramento se lo dijo a Benita. «Está bastante malo Faustino. Vamos a ir a verle esta noche; si quieres venir… Te lo digo porque como sois tan amigos…» «Sí… Bueno. Pero no vayas a pensar que…» «¡Ni mucho menos! A ver si vas a creer que creo que te hace el amor. No es por nada, pero… En fin, que Faustino pica muy alto.»

El barbero estaba hospedado en un piso tercero de la calle de la Cabeza. Su alcoba, de techumbre muy baja, no tenía más ventilación que un ventanuco, que abría sobre un patio estrecho.

—No se puede respirar aquí —dijeron sus amigos.

—De compañía no anda mal —observó Sacramento, sacudiendo una chinche que caminaba por el borde de la almohada de Faustino.

Al despedirse, Benita le ofreció con timidez:

—Si le hiciera falta alguna cosa… ¡Como dice usted que aquí le atienden tan malamente!

No esperó respuesta afirmativa. Al día siguiente volvió a ver al enfermo, y al otro, y al otro; y ya todos los días.

Faustino la veía ir y venir por la habitación estrecha, pasar un trapo humedecido sobre los cristales del ventanuco, y acompañando con una frase de indiferencia todo cuanto hacía, para que perdiese importancia ante sus propios pensamientos, que le preguntaban con frecuencia: «¿Por qué haces esto con ese hombre? ¿Por qué te preocupas de tal modo?». Y cada día, al marcharse, dejaba sobre la mesita de noche un vaso de leche caliente y algunas galletas finas. También le dio a la patrona algún dinero, para que «le pusiera aparte un pucherito con un poco de gallina». «No se le olvide a usted; ya sabe que si no estos hombres no se ocupan de nada.»

Con estas cosas, después de su enfermedad, Faustino se encontró unido a Benita por un lazo fuerte: la gratitud.

*

Un día Benita se sorprendió mirándose al espejo más tiempo del que tenía por costumbre. Porque, habitualmente, apenas se detenía a contemplar su boca, grande y desdibujada, ni su cuerpo, que jamás inspiró a los hombres una frase afable o grosera, ni sus ojos, donde la alegría de sentirse joven no había brillado nunca.

Y recordó rostros extraños. El de aquella misma Sacramento, su compañera de trabajo; en sus ojeras falsas, en su lunar, también falsificado: en todas sus graciosas mentiras físicas, que excitaban el entusiasmo de los hombres, y comprendió que todos aquellos mejunjes no harían de ella otra cosa que poner de manifiesto la pequeña redondez de sus ojos y la abertura desmesurada de la boca, adonde asomaban los dientes separados, de forma cónica.

Y se apartó del espejo, y empezó a llorar.

Fue cuando tuvo la seguridad de estar enamorada de Faustino y de que sus cuidados de días anteriores no fueron otra cosa que amor, y pensó que aquella misma afabilidad de Faustino hacia ella, desde el instante de conocerse, pudiera ser amor también. Aunque él era demasiado guapo, y ella demasiado fea, en el amor se dan casos tan raros.

Ante estos pensamientos secó sus lágrimas y, al acercarse casualmente otra vez al espejo, le parecieron menos feos sus ojos, humedecidos por el llanto.

*

Los amigos, sabedores de las visitas de Benita a casa de Faustino, empezaron a tejer una espesa urdimbre de maledicencia.

—Ya sabemos, ya…

—No la hagas y no la temas.

—Os aseguro que…

—A otro perro con ese hueso.

Faustino protestó:

—No consiento que digáis burradas. La Beni es una santa.

—Bueno; no te pongas trágico, tú.

—Claro. Y peor para ti, si no es verdad.

El temor de que llegase a oídos de Benita el concepto falso que se tenía de su virtud, y que le perseguía constantemente como el remordimiento de una culpa, fue el único impulso que empujó un día la mano de Faustino hacia el brazo de Benita, sí que también el único gesto sentimental de su vida.

—Mira, Beni: cuando quieras nos casamos. ¿A qué pensarlo tanto? Eso de los papeles se arregla en cuatro días.

¡Entonces sí que brillaron de juventud los ojos redondos de Benita!

*

Se casaron.

Benita entregó a Faustino sus ocho mil pesetas, ahorradas a costa de muchos sacrificios. Desistió de sus sueños de la tiendecita de confección en la calle céntrica para que él realizara el suyo de la peluquería en la calle modesta.

Benita era feliz en su cocina, lavando los paños blancos de la tienda, y al cuidado de que no le faltase nunca carbón a la olla del agua para afeitar.

Con frecuencia, empinándose un poquito, atisbaba detrás de la vidriera de la tienda la figura de su marido, ennoblecida por la bata blanca de faena, que tanto le asemejaba a un hombre de ciencia —un químico o un doctor en Medicina—, y se sentía orgullosa de ser la esposa legítima de aquel hombre tan guapo, que olía siempre a los perfumes intensos de las lociones y que sabía como pocos hacer vibrar una guitarra.

Él se sentía halagado con la sumisión de aquella mujer que adivinaba sus menores deseos y recibía sus espaciadas caricias con gratitud felina. Le estaba agradecido porque había independizado su vida, y a veces la alegría de sentirse libre le impulsaba a decirle:

—Anda, vámonos un rato a un bar.

Y le daba golpecitos cariñosos en las manos, única gracia del cuerpo desgraciado.

Pero lo más frecuente era que agarrase el estuche de la guitarra y se marchara.

—Me voy a casa de un cliente.

En un principio le esperaba Benita en la cocina, planchando los paños de la barbería, que despedían el mismo olor a colonias fuertes que las manos de Faustino, hasta que el sueño la rendía sobre la mesa tibia. Después, cuando veía salir a su marido, se acostaba y adormecía llorando; un llanto que amortiguó enseguida el brillo fugaz de juventud que los primeros días de matrimonio regalaron a sus feos ojos.

*

—¡Claro!

Le dijeron que Faustino «había puesto cuarto a una mujer del barrio», y no tuvo otra exclamación.

—¡Claro!

Comprendió entonces que su marido nunca le tuvo amor. Pensó que en su acercamiento a ella no hubo más que lástima, y le agradeció profundamente aquella ternura de que la había rodeado en los primeros días de convivencia.

Así se resignaba a los caprichos de él, a sus exigencias, con una sumisión de mártir que apaciguaba las iras violentas de Faustino, quien se decía: «Es una infeliz que no tiene la culpa de que yo me haya sentido romántico y haya hecho la mayor tontería de mi vida».

Casi todas las noches dormía en casa de su amante: una mala cantante de ópera que le llamaba «mi capricho» y «Fígaro mío», y que firmaba las cartas que le dirigía con un cursi tutta tua que encantaba al barbero.

La cantante dio pronto fin de las escasas ganancias que rendía la tienda.

A Faustino no le causó gran extrañeza que le dijera una mañana su mujer:

—Hoy habrá que empeñar tu traje nuevo para pagar la contribución.

—Pues me has partido —fue lo único que objetó—; tengo que salir a la noche. Podías llevar algo tuyo.

—Como quieras. Yo lo decía porque por tu traje darán más.

Siempre igual. Sumisa.

Faustino pensaba: «Si a esta mujer se le ocurriese marcharse…».

Su gratitud, su compasión hacia Benita se habían agotado. Ya no tenía una palabra cariñosa para ella, ni una ligera caricia para sus manos, que las faenas rudas fueron deformando. Solo un pensamiento persistente: «¡Si se cansara de mí esta mujer!». Porque ya la inminente ruina le hacía presentir una insoportable vida de escaseces junto a una esposa hacia la que no sentía la menor atracción.

Para despertar su furor y originar un motivo de ruptura fingía olvidar las cartas de su amante encima de los muebles, y preguntaba después: «¿Has visto por aquí una carta mía?». Y ella, «Sí. Ahí está», sin el menor gesto de rebelión.

Al fin se vieron precisados a traspasar su establecimiento.

El poco dinero que percibieron lo emplearon en pagar las deudas que tenían contraídas.

Benita lloró al despedirse de aquella casa, donde tan dichosa fuera durante dos o tres meses.

Se trasladaron a una guardilla, lo más lejos posible de la barriada que conoció sus días de abundancia.

Pretextando buscar trabajo, Faustino pasaba el día fuera de casa.

Benita ya no esperaba la frase afable, ni el golpecito cariñoso en sus manos, que habían encallecido. Su única preocupación era que no le faltase a su marido un botón en la americana y dos pesetas en el bolsillo del chaleco. Por lograrlo había ido malvendiendo una a una sus prendas de vestir, y hasta su traje nupcial, guardado durante dos años en el fondo de un baúl, entre membrillos olorosos.

*

Una mañana le dijo a Faustino:

—Ya no queda en casa otra cosa que la guitarra…

—¡La guitarra!

—He preguntado en la casa de empeño y dan ocho duros.

—¿Y quién te manda a ti preguntar eso, idiota? ¡Vender mi guitarra! Antes muérete tú y toda tu casta.

Como ella tratara de justificarse, le dio un fuerte empujón y salió.

Iba pensando por el camino: «Hoy sí que se larga».

Pero cuando regresó, la encontró en la cocina, guisando.

—He estado en casa de mi antiguo jefe. Me ha dado cinco duros. Además, me ha prometido colocarte. Le han hecho diputado hace unos días. ¡Fíjate, un segurito!

Faustino calló.

Y como no era en modo alguno un sentimental, no se le ocurrió otra casa que coger un tenedor y pinchar una patata que flotaba en el lago verdoso de la sartén.


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