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EN EL TRANVÍA (1931)

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Al penetrar en el tranvía la joven pareja, el ambiente se llena de un aroma exótico que atrae la curiosidad de una monja, único viajero del destartalado Sol-Ventas.

Es joven. Tiene unas cejas negras y anchas. En la barbilla, una pequeña cicatriz le finge un hoyuelo gracioso. Sus ojos grandes, redondos, bobos, miraban al exterior vagamente, sin dejarse prender un solo instante por los agujeros de los balcones; las moles blancas, grises o rojas de los edificios; sus persianas verdes o amarillentas.

Bajo la falda, de innumerables pliegues, le asoman las puntas chatas de las botas. Las manos se hunden en las profundas bocamangas de estameña obscura.

Inmóvil. Solo la aparición de la joven pareja logra distender ligeramente sus labios apretados; solo la joven pareja consigue estremecer los párpados de sus redondos ojos bobos.

Se sientan en un extremo del coche, muy juntos los cuerpos, y ella le pasa al hombre un brazo por debajo del suyo y le oprime con ternura.

La monja desvía los ojos con un marcado mohín de desagrado y los dirige hacia el cobrador, que lía un cigarrillo en la plataforma, entre los dedos cortos y torpes. Pero enseguida los fija de nuevo en la joven pareja, que se contempla en silencio, y comienza a sentirse presa de extraña inquietud que la impele a sonreír. Ha cogido entre sus dedos redondos el borde de uno de aquellos pliegues innumerables de su hábito, y lo retuerce con fuerza. Luego se mira las punteras de sus botas horribles, y las esconde enteramente debajo de la falda pesada. Después se pone a observar al hombre, cuyos ojos entornados envuelven a la mujer en caricias imaginadas, cuyas manos delgadas, finas, buscan una mano desnuda de la amada, abandonada sobre su brazo.

Tan próximos, que la misma sensación de vértigo que tiende a enlazarlas las aparta de pronto, y ambos miran fijamente al piso, coloreado por multitud de billetes rugosos, al tiempo que estrechan sus dedos muy fuerte.

«¡Dios mío, se van a besar aún!», piensa la monja, y comienza a contar rápidamente las bolas negras de su rosario, evitando la influencia de la joven pareja. Pero sus ojos bobalicones, curiosos de súbito, no la obedecen, y se posan sobre los zapatos claros de la mujer; sobre sus piernas, encubiertas por un vestido obscuro; en sus uñas, pintadas de rojo, y en el perfil moreno del hombre; en la sombra que hacen las pestañas sobre sus ojos entornados.

Los dedos ágiles de la monja vuelan sobre las cuentas del rosario. «Señor, se van a besar aquí.»

Y el tranvía no llega nunca al punto de destino; trémulo, chirriante, se detiene frente a todas las señales eléctricas que halla al paso.

La monja ya no puede sostener las bolas de su cadena de penitencia, ya no sabe dónde dirigir su mirada estúpida y curiosa, y la lleva a los letreros negros: «Se prohíbe fumar»; a los azules, «Sombreros baratos»; a los rojos, «El supremo laxante», para detenerla, finalmente, indefectiblemente, en la joven pareja.

«¡Oh, se van a besar aquí!»

La frente le arde.

«¡Se van a besar aquí!»

Pero no. Porque él hace de pronto una indicación rápida al tranviario, y se apean del coche.

La monja vuelve la cabeza hasta verlos desaparecer entre la gente; suspira, turbada hasta el temblor; saca un breviario del bolsillo y comienza a mover muy deprisa los labios, fijos los ojos bobos en las páginas invertidas.

Trece cuentos

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