Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт, Antoine De Saint-exupéry - Страница 14

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TRATADO PRIMERO

I

Como dice el filósofo al principio de la primera filosofía, todos los hombres, por naturaleza, desean saber. La razón de lo cual puede ser el que toda cosa impulsada por providencia de su propio natural, inclínase a su perfección; de aquí que, pues la ciencia es la última perfección de nuestra alma, y en ella reside nuestra última felicidad, todos, por naturaleza, a desearla estamos sujetos. En verdad, muchos están privados de esta nobilísima perfección, por diversas causas, que dentro del hombre y fuera de él le apartan del hábito de la ciencia.

Dentro del hombre puede haber dos defectos o impedimentos: uno, por parte del cuerpo; el otro, por parte del alma. Por parte del cuerpo lo hay cuando las partes están indebidamente dispuestas, así que nada puede percibir, como son los sordos, mudos y sus semejantes. Por arte del alma lo hay cuando la malicia vence en ella, de modo que da en seguir viciosos deleites, en los cuales tanto engaño recibe, que por ellos tiene por vil toda otra cosa.

Fuera del hombre, pueden ser asimismo comprendidas dos causas, una de las cuales es inductora de necesidad, la otra de pereza. La primera son las atenciones familiares y civiles, que necesariamente sujetan al mayor número de los hombres, de modo que no pueden permanecer en ocio de especulación. La otra es el defecto del lugar donde la persona ha nacido y se ha criado, pues a veces estará, no solamente privada de todo estudio, sino lejos de gente estudiosa.

Las dos primeras de estas causas, esto es, la primera por la parte de dentro y la primera por la parte de fuera, no son vituperables, sino merecedoras de excusa y perdón; las otras dos, y aun la una más que la otra, merecen ser reprobadas y abominadas. Manifiestamente, pues, puede ver quien bien considere que pocos son aquellos a quienes les es dado lograr el hábito por todos deseado, y casi innumerables los que, privados de este alimento, viven hambrientos siempre. ¡Oh, bienaventurados aquéllos pocos que se sientan a la mesa donde el pan de los ángeles se come, y míseros aquéllos que con las

bestias tienen pasto común! Mas como el hombre es, por naturaleza, amigo del hombre, y todo amigo se duele de que le falte algo a quien él ama, los que en tan alta mesa se alimentan no dejan de tener misericordia de aquéllos a quienes ven andar comiendo hierba y bellotas en un pasto animal. Y, pues la misericordia es madre de beneficio, siempre aquéllos que saben, ofrecen liberalmente de sus buenas riquezas a los verdaderamente pobres, y son como fuente viva de cuya agua se refrigera la sed natural susodicha. Así yo, que no me siento a la mesa bienaventurada, pero huyendo del pasto del vulgo, a los pies de los que en ella se sientan recojo lo que dejan caer, y conozco la mísera vida de los que tras de mí he dejado por la dulzura que pruebo en lo que poco a poco recojo, movido de misericordia, no olvidándolo, he reservado para los míseros alguna cosa, que ya he mostrado varias veces a sus ojos, haciéndoles con ello más deseosos. Por lo cual, queriendo prepararlos, es mi intención hacer un general convivio de cuanto les he mostrado y del pan que es menester a tales manjares, sin el cual no podrían comerlos en este convivio: de ese pan adecuado al manjar que es mi intención que les sea suministrado.

Y por eso no quiero que nadie se siente en él que tenga sus órganos mal dispuestos, tanto los dientes cuanto la lengua y el paladar, ni ningún asentador de vicios, porque su estómago está lleno de humores venenosos y contrarios, de suerte que no resistiría mi manjar. Mas venga todo aquél que por descuido familiar o civil haya quedado con hambre humana, y siéntese a una mesa con los demás igualmente privados; y pónganse a sus pies cuantos lo hayan estado por pereza, pues que no son dignos de asiento más elevado, y aquéllos y éstos tomen mi manjar con el pan, que yo se lo haré gustar y digerir. Los manjares de este convite serán ordenados de catorce maneras, es decir, en catorce canciones, tanto de amor como de virtudes materiales, los cuales sin este pan tenían sombra de alguna oscuridad, de modo que a muchos les era más manifiesta su belleza que su bondad; pero este pan, es decir, la presente exposición, será la luz que haga visible todo color de su sentido. Y si en la obra presente, que se llama Convivio, y quiero que tal sea, se habla más virilmente que en la Vida Nueva, no es mi intención, sin embargo, derogar aquélla en parte alguna, sino antes bien beneficiaría con ésta, mostrando cuán de razón es que sea aquélla férvida y apasionada y ésta templada y viril. Pues conviene decir y hacer en una edad de diferente manera que en otra; que ciertas costumbres son idóneas y laudables en una edad e inconvenientes y reprobables en otra, tal como más abajo, en el cuarto Tratado de este libro, se mostrará por vía de razón. Hablé en aquélla a la entrada de mi juventud, y en ésta ya la juventud pasada. Y como quiera que mi verdadera intención era otra que la que muestran por fuera las canciones susodichas, en mi intención mostrar aquéllas por explicación alegórica, después de expuesta la historia literal; de modo que una y otra razón darán sabor a los que están invitados a esta cena; a todos los cuales ruego que si el convite no fuese tan espléndido como conviene a su fama, imputen todo defecto, no a mi voluntad, sino a mis facultades; porque mi deseo es que mi liberalidad se cumpla.

II

Al principio de todo banquete bien dispuesto suelen los sirvientes tomar el pan preparado y purgarlo de toda mácula; como yo, en el presente escrito, ocupo el lugar de aquéllos, de dos máculas intento limpiar primeramente esta exposición, que hace las veces del pan en mi convite. Es la una, que no parece lícito que nadie hable de sí mismo; la otra es que no parece razonable hablar argumentando demasiado a fondo. De esta forma el cuchillo de mi juicio purga lo lícito e irracional.

No permiten los retóricos que nadie hable de sí mismo sin necesidad. Y de esto se aparta el hombre, porque no se puede hablar de nadie sin que el que habla no alabe o vitupere a aquellos de quienes habla; razones éstas ambas que hablan por sí en boca de cada cual. Así, para disipar una duda que surge en este punto, digo que peor está vituperar que alabar, pues que no se han de hacer ni una ni otra cosa. La razón de lo cual es que toda cosa vituperable por sí misma es más fea que la que lo es por accidente.

Despreciarse a sí propio es vituperable per se, porque el hombre debe contar al amigo su defecto secretamente, y nadie es más amigo del hombre que él mismo; de aquí que en la cámara de sus pensamientos, y no públicamente, debía reprenderse y llorar sus defectos. Con todo, por no poder y no saber conducirse bien, no es vituperado el hombre las más de las veces; mas por no querer lo es siempre, porque por nuestro querer y no querer se juzgan la malicia y la bondad. Y por eso quien a sí mismo se vitupera, demuestra que conoce su defecto y demuestra que no es bueno. Por lo cual se ha de abandonar el hablar de sí mismo con vituperio.

Se ha de huir de alabarse a sí mismo, como mal por accidente, en cuanto no se puede alabar sin que tal alabanza no sea más bien vituperio: es alabanza en la apariencia de las palabras y vituperio en su entraña. Porque las palabras están hechas para mostrar lo que no se sabe. De aquí que quien a sí mismo se alaba, demuestra que no cree ser tenido por bueno, pues que no le ocurre tal sin conciencia maliciada, la cual descubre alabándose a sí mismo y descubriéndola se vitupera.

Y aún más: han de huirse la propia alabanza y el propio vituperio igualmente, por la razón de que presta falso testimonio, porque no hay hombre que sea verdadero y justo medidor de sí mismo: tanto engaña la propia caridad.

De donde se deduce que cada cual tiene en su juicio las medidas del falso mercader, que vende con una y compra con otra; y cada cual examina su mal obrar con amplia medida, y con pequeña examina el bien; de modo que el número, la cantidad y el peso del bien le parecen mayores que si fuese apreciado con justa medida, y los del mal más pequeño. Porque hablando de sí mismo con alabanza, o al contrario, o dice falsedad respecto a la cosa de que habla, o dice falsedad respecto a su opinión; que lo uno y lo otro son falsedad.

Así pues, dado que el consentir es confesar, comete villanía quien alaba o vitupera a alguien en su casa, porque el que así es estimado no puede consentirlo ni negarlo sin caer en culpa de alabarse o menospreciarse Salvo la manera de la debida corrección, que no puede existir sin reproche de la falta que se propone corregir, y salvo el modo de honrar y glorificar debidamente, el cual no se puede pasar sin hacer mención de las obras virtuosas o de las dignidades virtuosamente conquistadas.

En verdad, volviendo al principal propósito, digo, como se ha indicado más arriba, que en ocasiones necesarias está permitido hablar de sí mismo. Y entre esas ocasiones necesarias, dos son más manifiestas: es la una cuando, sin hablar de sí mismo, no se puede uno defender de grande infamia y peligro, y entonces se permite, por la razón de que tomar de dos senderos el menos malo es como tomar uno bueno. Y esta necesidad movió a Boecio a hablar de sí mismo, a fin de que, bajo pretexto de consolación, disculpase la perpetua infamia de su destierro, demostrando cuán injusto era, ya que no se alzaba otro exculpador. Es la otra cuando, por hablar de sí mismo, se sigue gran utilidad a los demás por vía de doctrina; y esta razón movió a Agustín a hablar de sí mismo en las Confesiones, pues por el proceso de su vida, que fue de malo en bueno, de bueno en mejor y de mejor en óptimo, dio en ella ejemplo y doctrina, la cual no se podía aprender por testimonio más verdadero.

Por lo cual, si una y otra razón me excusan, el pan de mi levadura está purgado de su primera mácula. Muéveme temor de infamia, y muéveme el deseo de enseñar una doctrina que otro en verdad no puede ofrecer. Temo haber seguido la infamia de tanta pasión como creerá haberme dominado quien lea las susodichas canciones; la cual infamia cesa con este hablar yo de mí mismo por entero; el cual demuestra que, no la pasión, sino la virtud, ha sido la causa por que me moví. Es mi intención también mostrar el verdadero sentido de aquéllas, que nadie puede ver si yo no lo cuento, porque está oculto bajo figura de alegoría; y esto no solamente proporcionará deleite al oído, sino sutil adiestramiento para hablar así y entender los escritos ajenos.

III

Es merecedora de grande reprensión aquella cosa que, dispuesta para quitar algún defecto, a él induce precisamente; como quien fuese enviado a apaciguar una riña, y antes de apaciguarla comenzase otra. Así pues, dado que mi pan está purgado por una parte, es preciso que lo purgue por otra, para evitar tal reproche; que mi escrito, al cual puede llamársele casi Comentario, está dispuesto para quitar los defectos de las canciones susodichas, y tal vez sea un poco duro en algún pasaje. Dureza que es aquí consciente, y no por ignorancia, sino para evitar un defecto mayor. ¡Pluguiera, ay, al Dispensador del universo que la causa de mi excusa no hubiese existido nunca! Que así nadie me hubiera faltado ni yo sufrido pena injustamente; pena, digo, de destierro y pobreza. Pues que plugo a los ciudadanos de la muy hermosa y famosísima Florencia, hija de Roma, arrojarme fuera de su dulcísimo seno -en el cual nací y me crié hasta el logro de mi vida, y en el cual, y en buena paz con aquéllos, deseo de todo corazón reposar el cansado ánimo y acabar el tiempo que me haya sido concedido- por casi todos los lugares a los cuales se extiende esta lengua, he andado mendigando, mostrando contra mi voluntad la llaga de la suerte, que suele ser imputada al llagado injustamente muchas veces. En verdad, yo he sido barco sin vela ni gobierno, llevado a diferentes puertos, hoces y playas por el viento seco que exhala la dolorosa pobreza y como vil he aparecido a los ojos de muchos, que tal vez por la fama me habían imaginado de otra forma; en opinión de los cuales, no solamente envilecí mi persona, más disminuyó de precio toda obra mía, bien de las ya hechas, ya de la que estuviese por hacer. La razón por que tal acaece -no sólo en mí, sino en todos- pláceme apuntar aquí brevemente; primero, porque la estimación sobrepuja a la verdad, y luego porque la presencia empequeñece la verdad.

La buena fama, engendrada principalmente por la buena obra en la mente del amigo, es dada a luz por ésta primeramente; que la mente del enemigo, aunque reciba la simiente, no concibe. La mente que primero la da a luz, tanto para adornar más su regalo cuanto por caridad del amigo que lo recibe, no se atiene a los términos de la verdad, sino que los exagera. Y cuando los exagera para adornar lo que dice, habla contra conciencia; cuando es engaño de caridad lo que los exagera, no habla contra ella. La segunda mente que esto recibe, no solamente se conforma con la exageración de la primera, sino que en su referencia, efecto de aquélla, procura adornarla, y haciéndolo así engañada por su propia caridad, la exagera aún más de lo que a ella le llega, y con igual concordia y discordia de conciencia que la primera. Esto hacen la tercera receptora y la cuarta, dilatándose hasta el infinito. Y así, volviendo las causas susodichas en las contrarias, puede verse como la causa de la infamia se agranda del mismo modo. Por lo cual dice Virgilio en el cuarto libro de la Eneida: «Que la Fama vive de su movimiento, y andando, aumenta.

Claramente, pues, puede ver quien quiera que la imagen engendrada tan sólo por la fama, siempre es mayor que la cosa imaginada en su verdadero ser.

IV

Mostrada ya la razón de por qué la fama dilata el bien y el mal más de su verdadera cantidad, resta mostrar en este capítulo las razones que hacen ver por qué la presencia los restringe por el contrario; y una vez mostradas, vendremos luego al propósito principal, es decir, a la excusa susodicha. Digo, pues, que por tres causas la presencia hace a la persona de menos valor del que tiene. Una de las cuales es la puericia, no digo de edad, sino de ánimo; la segunda es la envidia: y éstas están en el que juzga; la tercera es la humana impureza, y ésta está en el que es juzgado.

La primera puede razonarse brevemente de este modo: la mayor parte de los hombres viven guiados de los sentidos y no conforme a razón, a guisa de párvulos; y estos tales no conocen las cosas sino simplemente por fuera; y no ven su bondad, a cual está ordenada a determinado fin, porque tienen cerrados los ojos de la razón, los cuales sí la ven. De aquí que luego ven cuanto pueden y juzgan según lo que han visto. Y como se forma una opinión de oídas, acerca de la fama de los otros, y la presencia está en desacuerdo con el juicio imperfecto que, no conforme a razón sino conforme al sentido juzga solamente, casi reputan mentira lo que primero han oído, y desprecian a la persona apreciada primero. De aquí que, según éstos que son como casi todos, la presencia restringe una y otra cualidad. Estos tales, tan pronto están deseosos como hartos; tan pronto alegres como tristes, con breves deleites y pesares; tan pronto amigos como enemigos: que todo lo hacen como párvulos, sin uso de razón.

La segunda se ve por estas razones: que toda comparación es para los viciosos motivo de envidia, y la envidia motivo de mal juicio, ya que no deja argumentar a la razón en favor de la cosa envidiada; así que la potencia juzgadora es entonces como el juez que oye solamente a una de las partes. De aquí que cuando estos tales ven a la persona famosa, al punto están ya envidiosos, porque ven que les iguala en prendas y dominio, y temen por la excelencia de aquélla ser menospreciados. Y éstos no solamente juzgan mal en su apasionamiento, pero difamando hacen juzgar mal a los demás. Por lo cual, la presencia disminuye lo bueno y lo malo de cada uno de los presentes; y digo lo malo, porque muchos, complaciéndose en las malas obras, tienen envidia a los que obran mal.

Es la tercera la humana impureza que se descubre por el propio a quien se juzga, y nunca cuando no hay con él trato ni conversación. Para evidenciar tal se ha de saber que el hombre está manchado por muchas partes; y que, como dice Agustín, «nada hay sin mancha». El hombre está manchado, ya por alguna pasión a la cual no puede a veces resistir, ya por algún miembro deforme, ya por algún golpe de la fortuna, ya por la infamia de sus padres o de algún pariente. Cosas que la fama no lleva consigo, mas sí la presencia, y por su conversación las descubre: estas máculas arrojan alguna sombra sobre la claridad de la bondad, de suerte que la hacen parecer menos clara y de menos valor. Y por eso es por lo que todo profeta es menos honrado en su patria; por eso es por lo que el hombre bueno debe conceder a pocos su presencia, y su familiaridad a menos aún, a fin de que su nombre sea reverenciado y no despreciado. Y esta tercera causa tanto puede estar en el mal cuanto en el bien, volviendo tales razones en sus contrarias. De aquí se ve por modo manifiesto que por la impureza, sin la cual no hay nadie, la presencia disminuye lo malo y lo bueno de cada uno más de lo que la verdad requiere.

De aquí pues que como se ha dicho más arriba, yo me he hecho presente a casi todos los itálicos, por lo cual, no sólo a aquéllos hasta quienes había corrido mi fama, mas también a los demás, tal vez les parezco más vil de lo que soy en verdad, por lo que tal vez mis cosas han parecido más livianas al presentarme yo, es preciso que en la obra presente, con más elevado estilo, dé muestra de cierta gravedad, que autoridad parezca; y baste esta excusa a la dificultad de mi Comentario.

V

Toda vez que está ya purgado este pan de las máculas accidentales, queda por excusar en él un elemento, esto es, el que sea vulgar y no latino; que por semejanza se puede decir de avena y no de trigo. Y de ello lo excusan brevemente tres motivos que me movieron a preferir éste al otro. Procede el uno del temor de desorden inconveniente; el otro, de prontitud de liberalidad; el tercero, del natural amor al habla propia. Y estas causas y sus razones, para satisfacción de lo que se pudiese reprochar por la razón ya notada, es mi intención argumentar en esta forma.

La cosa que más adorna y encomia las obras humanas, y que las lleva más derechamente a buen fin, es el hábito de aquellas disposiciones que están ordenadas a ese fin, del mismo modo que la serenidad de ánimo y fortaleza de cuerpo están ordenadas a fin caballeresco. Y así, quien está dispuesto al servicio ajeno, debe tener aquellas disposiciones ordenadas a tal fin, cuales son sujeción, conocimiento y obediencia, sin las cuales nadie está preparado para servir bien. Porque si no tiene cuantas condiciones se requieren, procede siempre en su servicio con trabajo y lentitud, y rara vez lo cumple. Y si no es obediente no sirve sino a su antojo y según su voluntad; lo cual es más servicio de amigo que de siervo. Por lo tanto, este Comentario es conveniente para evitar tal desorden, pues que es hacer las veces de siervo a las canciones infrascritas el estar sujeto a ellas en todos sus órdenes; y debe conocer las necesidades de su señor y serle obediente. Las cuales disposiciones hubiéranle faltado todas si hubiese sido latino y vulgar, ya que las canciones son vulgares.

Porque, primeramente, si hubiese sido latino, no era súbdito, sino soberano, tanto por nobleza como por virtud y belleza. Por nobleza, porque el latín es perpetuo e incorruptible, y el vulgar es inestable y corruptible. Por lo cual vemos que las escrituras antiguas de las comedias y tragedias latinas no se pueden trasmutar, lo mismo que tenemos hoy; lo cual no sucede en el vulgar, que se transforma por placentero artificio. De aquí que veamos en las ciudades de Italia, si lo consideramos bien, de cincuenta años a la fecha, cómo se han apagado, nacido y variado muchos vocablos; con que, si el poco tiempo así transforma, mucho más transforma mayor tiempo. Así que yo digo que si los que se partieron de esta vida hace mil años tornasen a sus ciudades, creeríanlas ocupadas por gente extranjera, dado lo que su lengua se desemeja de la de ellos. De esto se hablará en otra parte más cumplidamente, en un libro que es mi intención hacer, Deo concedente del Habla vulgar.

Además, el latín no sería súbdito, sino soberano, por virtud. Toda cosa es por naturaleza virtuosa en cuanto hace aquello a que está ordenada; y cuanto mejor lo hace, tanto más virtuosa es. Por lo cual decimos hombre virtuoso a aquél que vive en vida contemplativa o activa, a las cuales está naturalmente ordenado; decimos a un caballo virtuoso, porque corre mucho y fuerte, cosa a la cual está ordenado; decimos virtuosa a una espada que corta bien las cosas duras, a lo cual está ordenada. Así, el lenguaje que está ordenado para expresar el pensamiento humano es virtuoso cuando tal hace, y aquel que lo hace mejor, más virtuoso es. De aquí que, pues el latín expresa muchas cosas concebidas en la mente, que no puede hacer el vulgar -como saben los que poseen uno y otro lenguaje- es más su virtud que la del vulgar.

Además, no sería súbdito, sino soberano, por belleza. El hombre dice que es bella toda cosa cuyas partes se corresponden debidamente, porque de su armonía resulta complacencia. De aquí que el hombre parezca bello cuando sus miembros se corresponden debidamente; y decimos bello al canto, cuando sus voces, según las reglas del arte, son correspondientes entre sí. Con que es más bello aquel discurso en el que se corresponden más adecuadamente; y se corresponden más adecuadamente en latín que en vulgar, porque el vulgar obedece al uso y el latín al arte, por lo cual repútasele por más bello, más virtuoso y más noble. De aquí se concluye el propósito principal, es decir, que el comentario latino no hubiera sido súbdito de las canciones, sino soberano.

VI

Demostrado ya cómo el presente Comentario no hubiese sido súbdito de las canciones vulgares de haber sido latino, queda por demostrar cómo no hubiese sido conocedor ni obediente de aquéllas; y luego se verá en conclusión cómo para que cesasen inconvenientes desórdenes, fue menester hablar vulgarmente. Digo, pues, que el latín no hubiera sido siervo conocedor de su señor por esta razón:

Requiérese el conocimiento del siervo principalmente para conocer dos cosas por modo perfecto. Es la una el natural del señor, ya que hay señores de tan asnal naturaleza, que mandan lo contrario de lo que quieren; y otros que sin decir nada quieren ser servidos y comprendidos; y otros que no quieren que el siervo se mueva para hacer sus menesteres, si no se lo mandan. No es mi intención mostrar ahora la razón de estas variaciones -porque multiplicaría harto la digresión -sino en tanto hablo en general, que estos tales son como bestias a los cuales hace poco provecho la razón. De aquí que si el siervo no conoce el natural de su señor, es manifiesto que no le puede servir perfectamente. La otra cosa es que conviénele al siervo conocer a los amigos de su señor; que de otro modo no los podría honrar ni servir y así no serviría perfectamente a su señor, como quiera que son los amigos como parte de un todo, porque su todo es un querer y un no querer.

Y aún más: el Comentario latino no habría tenido el mismo conocimiento de estas cosas que el vulgar. Que el latín no conoce al vulgar y sus amigos, se prueba de esta suerte: el que conoce una cosa en general no la conoce perfectamente; así como quien ve de lejos un animal no lo conoce perfectamente, porque no sabe si es perro, lobo o carnero. El latín conoce al vulgar en general, pero no en particular; que si lo conociese en particular, conocería todos los vulgares, porque no hay razón de que conozca uno más que otro. Y así todo hombre que tuviese el hábito del latín, tendría el hábito de conocer todos los vulgares. Mas no es así: que un habituado al latín no distingue, si es de Italia, el vulgar alemán, el vulgar itálico o el provenzal. Por donde se manifiesta que el latín no conoce el vulgar. Y aún más, no conoce a sus amigos; porque es imposible conocer a los amigos no conociendo al principal; de aquí que si el latín no conoce el vulgar, como se ha probado más arriba, le es imposible conocer a sus amigos; y el latín no tiene conversación en lengua alguna con tantos como tiene el vulgar de aquella de quien todos son amigos, y, por consiguiente, no puede conocer a los amigos del vulgar. Y no hay contradicción al decir que el latín conversa también con algunos amigos del vulgar; porque, sin embargo, no es familiar de todos, y así no conoce a los amigos perfectamente; porque se requiere conocimiento perfecto y no defectivo.

VII

Probado que el Comentario latino no hubiera sido siervo conocedor, diré cómo no hubiera sido obediente. Obediente es aquel que tiene la buena disposición que se llama obediencia. La verdadera obediencia ha menester tres cosas, sin las cuales no puede existir: ser dulce, y no amarga; bien mandada por entero, y no espontánea, y con medida, y no desmesurada. Las cuales tres cosas érale imposible tener al Comentario latino; y por eso era imposible que fuese obediente. Que al latino le hubiese sido imposible ser obediente, se manifiesta por esta razón:

Toda cosa que de orden perverso procede, es laboriosa, y, por consiguiente, amarga, y no dulce; así como dormir por el día y velar por la noche, y andar hacia atrás y no hacia adelante. Mandar el súbdito al soberano procede de orden perverso; que el orden derecho es que el soberano mande al súbdito: así que es amargo y no dulce. Mas como es imposible obedecer dulcemente al amargo mandato, es imposible que cuando el súbdito manda sea dulce la obediencia del soberano. Por lo tanto, si el latín es soberano del vulgar, como más arriba se ha demostrado con varias razones, y las canciones, que hacen las veces de comandantes, son vulgares, es imposible que su razón sea dulce.

Además, la obediencia es bien mandada por entero, y de ningún modo espontánea, cuando aquello que por obediencia hace no lo hubiera hecho sin mandato, por propia voluntad, ni en todo ni en parte. Y así, si a mí me fuese mandado llevar puestos dos tabardos, y sin que me lo mandaran me pusiera uno, digo que mi obediencia no es enteramente bien mandada, sino espontánea en parte. Tal hubiera sido la del Comentario latino; y, por consiguiente, no hubiera sido obediencia enteramente bien mandada. Que tal hubiera sido, dedúcese de que el latino, sin el mandato de su señor, hubiera explicado muchas partes de su sentido -y explica quien bien considera los escritos latinos- lo cual hace el vulgar en parte alguna.

Hay además obediencia con mesura, y no desmesurada, cuando va al término del mandato, y no más allá; así como la naturaleza particular, obedece a la universal, cuando hácele al hombre treinta y dos dientes, y no más ni menos, y cuando le hace cinco dedos en la mano, y no más ni menos; y el hombre es obediente a la justicia cuando manda al pecador. Y esto tampoco lo hubiera hecho el latino; mas hubiera faltado, no sólo por defecto o sólo por exceso, sino por ambos; y así, su obediencia no hubiese sido mesurada, sino desmesurada, y, por consiguiente, no hubiera sido obediente. Que no hubiese sido el latino cumplidor del mandato de su señor, y que se hubiera excedido, puede demostrarse brevemente. Este señor, es decir, estas canciones a las cuales este Comentario está ordenado como siervo, mandan y quieren ser explicadas a todos aquellos a los cuales puede llegar su intelecto para que cuando hablen sean entendidas. Y nadie duda que si mandasen con la voz, no sería éste su mandato. Y el latino no las habría expuesto sino a los letrados; que los demás no las hubieran entendido así. De aquí que, pues son muchos más los no letrados que quieren entender aquéllas que los letrados, se sigue que no tendría eficacia su mandato como el vulgar, entendido de letrados y no letrados. A más de que el latino las hubiera expuesto a gente de otra lengua, como alemanes, ingleses y otros, y aquí hubiérase excedido ya de su mandato.

Porque contra su voluntad, hablando ampliamente, sería argumentado su sentido allí donde no pudieran llegar con su belleza. Mas sepan todos que ninguna cosa armonizada por musaico enlace se puede traducir de su habla a otra, sin romper toda su dulzura y armonía. Y ésta es la razón por la cual Homero no se tradujo del griego al latín, como los demás escritos que de ellos tenemos; y ésta es la razón por la cual los versos del Salterio no tienen dulzura de música ni de armonía; porque fueron traducidos del hebreo al griego y del griego al latín, y en la primera traducción vino a menos toda aquella dulzura. Así, pues, conclúyese de aquí lo que se prometió en el principio del capítulo anterior deste último.

VIII

Una vez demostrado con razones suficientes, cuan convenía porque cesasen inconvenientes desórdenes para esclarecer y demostrar las dichas canciones, comentario vulgar y no latino, es mi intención demostrar cómo también fue pronta liberalidad lo que hizo elegir entre éste y abandonar el otro. Puédese, pues, notar la pronta liberalidad en tres cosas, las cuales obedecen al vulgar y no hubieran obedecido al latino. Es la primera, dar a muchos; la segunda es dar cosas útiles; es la tercera, sin ser pedida la dádiva, darla.

Porque dar en provecho de uno es un bien; mas dar en provecho de muchos es un bien pronto, en cuanto toma semejanza de los beneficios de Dios, que es el bienhechor universal por excelencia. Y, además, es imposible dar a muchos sin dar a uno, puesto que uno va incluido entre muchos; mas muy bien se puede dar a uno sin dar a muchos. Por eso quien beneficia a muchos hace uno y otro bien; quien beneficia a uno, hace sólo un bien; de aquí que veamos a los hacedores de las leyes fijar sus ojos principalmente en los bienes comunes al componer aquéllas.

Además, dar cosas inútiles al que la recibe es, con todo, un bien, en cuanto el que da muéstrale al menos ser su amigo; pero no es un bien perfecto, y así, no es pronto; como cuando un caballero diese a un médico un escudo, y cuando el médico diese a un caballero escritos los Aforismos de Hipócrates o los de Galeno; porque dicen los sabios que el rostro de la dádiva debe ser semejante del que la recibe; es decir, que le convenga y le sea útil; por eso se llama liberalidad pronta del que así discierne al dar.

Mas dado que los razonamientos morales suelen dar deseo de ver su origen, es mi intención mostrar brevemente en este capítulo cuatro razones, por las cuales, necesariamente, para que haya pronta liberalidad en la dádiva, ha de ser útil para quien la reciba.

Primeramente, porque la virtud debe ser alegre y no triste en ninguna de sus obras. De aquí que si la dádiva no es alegre, ya en el dar, ya en el recibir, no hay en ella virtud perfecta ni pronta. Esta alegría no puede dar sino utilidad, que queda en el dador con dar y va al que la recibe por recibir. El dador, pues, debe proveer de suerte que quede de su parte la utilidad de la honestidad que está sobre toda otra utilidad; y hacer de suerte que vaya al que la recibe la utilidad del uso de la cosa donada; y así uno y otro estarán contentos, y, por consiguiente, habrá más pronta liberalidad.

Segundo, porque la virtud debe llevar las cosas cada vez a mejor. Así como sería obra vituperable hacer un azadón de una hermosa espada o hacer una hermosa alcuza de una hermosa cítara, del mismo modo es vituperable quitar una cosa de un lugar donde sea útil y llevarla adonde sea menos útil. De aquí que para que sea laudable el mudar las cosas, conviene siempre que sea a mejor, por lo que debe ser sobremanera laudable; y esto no puede hacerlo la dádiva, si al transmutarse no se hace más cara; ni puede hacerse más cara, si no le es más útil su uso al que la recibe que al que la da. Por lo cual se infiere que la dádiva ha de ser útil para quien la reciba, a fin de que haya en ella pronta liberalidad.

Tercero, porque la obra de la virtud por sí misma debe adquirir amigos, dado que nuestra vida necesita de ellos y que es el fin de la virtud que nuestra vida sea alegre. De aquí que, para que la dádiva haga amigo al que la recibe, ha de ser útil, puesto que la utilidad sella la memoria con la imagen de la dádiva; la cual es alimento de la amistad, tanto más fuerte cuanto mejor es; de aquí que suele decir Martín: «No se apartará de mi mente el regalo que me hizo Juan». Por lo cual, para que en la dádiva esté su virtud, que es la liberalidad, y que ésta sea pronta, ha de serle útil a quien la reciba.

Últimamente, porque la virtud debe obrar libremente y no por la fuerza. Hay acto libre cuando una persona va con su gusto a cualquier parte, la cual muestra con dirigir la vista hacia ella; hay acto forzado, cuando va a disgusto, lo cual muestra con no mirar adonde va. Así, pues, mira la dádiva hacia esa parte cuando considera la necesidad del que la recibe. Y como no puedo considerarla si no es útil, es menester, para que la virtud proceda con acto libre, que esté libre la dádiva en el lugar adonde va con el que la recibe, y, por consiguiente, ha de haber en la dádiva utilidad para el que la recibe, a fin de que haya allí pronta liberalidad.

La tercera cosa en que puede notarse la pronta liberalidad, es en dar sin petición; porque lo pedido es por una parte no virtud, sino mercadería; porque el que recibe compra todo aquello que el dador no vende; por lo cual dice

Séneca que nada se compra tan caro como aquello en que se gastan ruegos. De aquí que para que en la dádiva haya pronta liberalidad, y que se pueda notar en ella, es menester que esté limpia de toda mercadería; y así, la dádiva no ha de ser pedida. En cuanto a por qué es tan caro lo que se pide, no es mi intención hablar de ello aquí, ya que suficientemente se explicará en el último tratado de este libro.

IX

De las tres condiciones susodichas, que han de concurrir a fin de que haya pronta liberalidad en el beneficio, estaba apartado el Comentario latino, y el vulgar está de acuerdo con ellas, como se ve manifiestamente de este modo: el latino no hubiera servido para muchos; porque si traemos a la memoria lo que más arriba se ha dicho, los letrados extraños a la lengua itálica no hubieran podido obtener este servicio. Y los de esta lengua, si consideramos bien quiénes son, encontraremos que de mil, uno hubiera sido razonablemente servido, porque no lo habrían recibido; tan predispuestos están a la avaricia, que los aparta de toda nobleza de ánimo, la cual desea principalmente este alimento. Y en su vituperio digo que no se deben llamar letrados, porque no adquieren la letra para su uso, sino en cuanto por ella ganan dineros o dignidades; así como no se debe llamar citarista a quien tiene la cítara en casa para prestarla mediante un precio y no para usarla tocando. Volviendo, pues, al motivo principal, digo que puede verse manifiestamente cómo el latín hubiera beneficiado a pocos; más que el vulgar, servirá, en verdad, a muchos. Pues la bondad de ánimo que espera este servicio reside en aquellos que por torpe abandono del mundo han dejado la literatura a quienes la han convertido de dama en meretriz; y estos nobles son príncipes, barones y caballeros, y otra mucha gente noble, no solamente hombres, sino mujeres, que son muchos y muchas en esta lengua, vulgares y no letrados.

Además, el latín no hubiera sido el donante de útil dádiva, que será el vulgar; porque no hay cosa alguna útil, sino en cuanto se usa, ni está su bondad en potencia, lo cual no es existir perfectamente, como el oro, la margarita y los demás tesoros que están enterrados, porque los que están a mano del avaro están en más bajo lugar, que no hay tierra allí donde está escondido el tesoro. La verdadera dádiva de este Comentario es el sentido de las canciones a las cuales se hace, porque intenta principalmente inducir a los hombres a la ciencia y a la virtud, como se verá por el proceso de su tratado. No pueden tener el hábito de este sentido, sino aquellos en quienes está sembrada la verdadera nobleza del modo que se dirá en el cuarto Tratado; y éstos son casi todos vulgares, como lo son los nobles más arriba nombrados en este capítulo. Y no hay contradicción porque algún letrado sea de aquéllos, que, como dice mi maestro Aristóteles en el primer libro de la Ética: «Una golondrina no hace verano». Es, pues, manifiesto que el vulgar dará cosa útil. Y el latín no la hubiera dado.

Aún más: dará el vulgar dádiva no pedida, que no hubiera dado el latín, porque se dará a sí propio por Comentario, que nunca fue pedido por nadie, y esto no puede decirse del latín, que ha sido ya pedido por Comentario y por glosas a muchos escritos, como en sus principios puede verse claramente en muchos. Y así manifiesto es que pronta liberalidad me inclinó al vulgar antes que al latín.

X

Grande tiene que ser la excusa, cuando en convivio tan noble, por sus manjares y tan honroso por sus convidados, se sirve pan de avena y no de trigo; y tiene que ser una razón evidente la que le haga apartarse al hombre de aquello que por tanto tiempo han conservado los demás, como es el comentar en latín. Y así, la razón ha de ser manifiesta, pues es incierto el fin de las cosas nuevas, ya que nunca se ha tenido experiencia de ellas; de aquí que las cosas, usadas y conversadas, son comparadas en el proceso y en el fin. Por eso se movió la razón a ordenar que el hombre tuviese diligente cuidado al entrar en el nuevo camino, diciendo: «Que al estatuir las cosas nuevas, debe ser una razón evidente la que haga apartarse de lo que se ha usado por mucho tiempo». No se maraville nadie, pues, si es larga la digresión de mi excusa; antes bien, aguante como necesaria su extensión pacientemente. Prosiguiendo lo cual digo que -pues que está manifiesto cómo para que cesasen inconvenientes desórdenes, y por prontitud de liberalidad me incliné al Comentario vulgar y dejé el latino- quiere el orden de la excusa completa que demuestre yo cómo me movió a ello el natural amor del habla propia; que es la tercera y última razón que a ello me movió. Digo que el natural amor mueve principalmente al amador a tres cosas: es la una, magnificar al amado; la otra, ser celoso de él; la tercera, defenderlo, como puede verse que continuamente sucede. Y estas tres cosas me hicieron adoptarlo, es decir, a nuestro vulgar, al cual natural y accidentalmente amo y he amado.

Movióme a ello primeramente el magnificarlo. Y que con ello lo magnífico puede verse por esta razón: dado que por muchas condiciones de grandeza se pueden magnificar las cosas, es decir, hacerlas grandes, nada engrandece tanto como la grandeza de la propia bondad, la cual es madre y conservadora de las demás grandezas. De aquí que ninguna mayor grandeza puede tener el hombre que la de la obra virtuosa, que es su propia bondad, por la cual las grandezas de las verdaderas dignidades y de los verdaderos honores, del verdadero poderío, de las verdaderas riquezas, de los verdaderos amigos, de la fama clara y verdadera, son adquiridas y conservadas. Y yo doy esta grandeza a este amigo, en cuanto la bondad que tenía en potencia y oculta yo la reduzco en acto, y mostrándose en su obra propia, que es manifestar el sentido concebido.

Moviéronme a ello, en segundo lugar, los celos. Los celos del amigo hacen al hombre solícito y providente. De aquí que, pensando que por el deseo de entender estas canciones, algún iletrado tal vez hiciera traducir el Comentario latino al vulgar, y temiendo que el vulgar fuese empleado por alguien que le hiciera parecer feo, como hizo el que tradujo el latín de la Etica, me decidí a emplearlo yo, fiándome de mí más que de otro cualquiera.

Movióme a ello, además, el defenderlo de muchos acusadores, los cuales menosprécianle a él y encomian los otros, principalmente al de lengua de Oc, diciendo que es más bello y mejor aquél que éste, apartándose con ello de la verdad. Que por este Comentario se verá la gran bondad del vulgar de Sí, pues que -como se expresan con él casi como con el latín conveniente, adecuada y suficientemente altísimos y novísimos conceptos- su virtud no se puede manifestar bien en las cosas rimadas, por los adornos accidentales que en ellas están permitidos, es decir, la rima, el ritmo y el número regulado, del mismo modo que la belleza de una dama, cuando los adornos del tocado y de los vestidos hacen que se la admire más que a ella misma. De aquí que quien quiera juzgar bien a una dama la mire sólo cuando su natural belleza está sin compañía de ningún adorno accidental; así como estará este Comentario, en el cual se verá la ligereza de sus sílabas, la propiedad de sus condiciones y las suaves oraciones que de él se hacen; las cuales, quien bien considere, verá estar llenas de dulcísima y amabilísima belleza. Mas ya que es sobremanera virtuoso mostrar en la intención el defecto y la malicia del acusador, diré, para confusión de los que acusan al habla itálica, qué es lo que a hacer tal les mueve; y de ello haré ahora capítulo especial, por que más se denote su infamia.

XI

Para perpetua infamia y demérito de los hombres malvados de Italia, que encomia el vulgar ajeno y el propio desprecian, digo que su actitud proviene de cinco abominables causas. La primera es ceguedad de discreción; la segunda, excusa maliciosa; la tercera, ansia de vanagloria; la cuarta, argumento de envidia; la quinta y última, vileza de ánimo, es decir, pusilanimidad. Y cada una de estas maldades tiene tan gran secuela, que pocos son los que están libres de ellas.

De la primera se puede argumentar así: de igual manera que la parte sensitiva del alma tiene sus ojos, con los cuales aprende la diferencia de las cosas, en cuanto están por fuera coloreadas, así la parte racional tiene su vista, con la cual aprende la diferencia de las cosas, en cuanto están ordenadas a un fin; y ésta es la discreción. Y así como el que está ciego de los ojos sensibles anda siempre discerniendo el mal y el bien según los demás, así el que está ciego de la luz de la discreción anda siempre en su juicio según la opinión, derecho o torcido. De aquí que si el que guía es ciego, como ahora, es fatal que tanto él como el ciego que en él se apoya vayan a mal fin. Por eso está escrito que «el ciego servirá de guía al ciego, y ambos caerán en la fosa». Esta opinión ha estado mucho tiempo contra nuestro vulgar, por las razones que más abajo se dirán. Según ello, los ciegos arriba mencionados, que son casi infinitos, con la mano en el hombro de estos falsarios, han caído en la fosa de la falsa opinión, de la cual no saben salir. Del hábito de esta luz discrecional carecen principalmente las gentes del pueblo, porque, ocupadas desde el principio de su vida en algún oficio, a él enderezan su ánimo, por la fuerza de la necesidad, de tal suerte que no entienden de otra cosa. Y como el hábito de la virtud, tanto moral como intelectual, no se puede tener súbitamente, sino que conviene que por el uso se adquiera, y ellos ponen su costumbre en algún arte y no se curan de discernir las demás cosas, les es imposible tener discreción. Porque acaece que muchas veces gritan: «Viva su muerte y muera su vida», sólo con que uno a decir tal comience. Y es este peligrosísimo defecto en su ceguedad. Por lo cual Boecio considera vana la gloria popular, porque lo ve sin discreción. Éstos habían de llamarse borregos, y no hombres; porque si una oveja se arrojase de una altura de mil pasos, todas las demás iríanse tras ella; y si una oveja, por cualquier causa, salta al atravesar un camino, saltan todas las demás, aun no viendo nada que saltar, y yo vi tiempo ha tirarse muchas a un pozo, porque una saltó dentro de él, tal vez creyendo saltar una pared, no obstante el pastor, llorando y gritando, poníase delante con brazos y pecho.

La segunda conjura contra nuestro vulgar se hace por una excusa maliciosa. Son muchos los que quieren mejor ser tenidos por maestros que serlo; y para evitar lo contrario, es decir, el no ser tenidos, echan siempre la culpa a la materia del arte preparado o al instrumento; así como el mal herrero maldice del hierro que se le ofrece, el mal citarista maldice la cítara, creyendo echar la culpa del mal cuchillo o del tocar mal, al hierro y a la cítara y quitársela a él. Así son algunos, y no pocos, que quieren que los hombres les tengan por escritores; y por excusarse del no escribir o del escribir mal, acusan y culpan a la materia, es decir, al vulgar propio, y encomian el ajeno, el fabricar el cual no es su cometido. Y quien quiera ver cómo se ha de culpar al hierro, mire qué obras hacen los buenos artífices y conocerá la malicia de éstos que, maldiciendo, de él, creen excusarse. Contra estos tales exclama Tulio al principio de un libro suyo que se llama libro Del fin de los bienes, porque en su tiempo maldecían del latín romano y encomiaban la gramática griega, por parecidas causas a las que, según éstos, hacen vil el lenguaje itálico y precioso el de Provenza.

La tercera conjura contra nuestro vulgar se hace por deseo de vanagloria. Son muchos los que por exponer cosas escritas en lengua ajena y encomiarla, creen ser más admirados que sacándolas de la suya. Y sin duda que merece alabanza el aprender bien una lengua extraña; pero es vituperable el encomiarla más de lo justo por vanagloriarse de tal adquisición.

La cuarta se hace por un argumento de envidia. Como se ha dicho más arriba, siempre hay envidia donde hay alguna paridad. Entre los hombres de una misma lengua hay la paridad del vulgar; y porque el uno no sabe usarlo como el otro, nace la envidia. El envidioso argumenta luego, no censurando al que escribe por no saber escribir, mas vituperando aquello que es materia de su obra, para quitar -despreciando la obra por aquel lado- al que la escribe honra y fama, como el que condenase el hierro de una espada, no por condenar el hierro, sino toda la obra del maestro.

La quinta y última conjura procede de vileza de ánimo. El magnánimo siempre se magnifica en su corazón; y así el pusilánime, por el contrario, siempre se tiene en menos de lo que es. Y, como magnificar y empequeñecer siempre hacen referencia a alguna cosa, por comparación con la cual el magnánimo se engrandece y el pusilánime se empequeñece, sucede que el magnánimo siempre hace a los demás más pequeños de lo que son y el pusilánime siempre mayores. Y como con la medida que el hombre se mide a sí mismo mide sus cosas, que son como parte de sí mismo, sucede que al magnánimo sus cosas le parecen siempre mejores de lo que son y las ajenas menos buenas; el pusilánime cree que sus cosas valen poco y las ajenas mucho. De aquí que, muchos por esta cobardía desprecian su vulgar propio y aprecian el otro; y todos estos tales son los abominables malvados de Italia, que tienen por vil a este precioso vulgar, el cual, si en algo es vil, no sino en cuanto suena en la boca meretriz de estos adúlteros, conducidos por los cuales van los ciegos de quienes hice mención en la primera causa.

XII

Si manifiestamente por las ventanas de una casa saliesen llamas de fuego y alguien preguntase si allí dentro había fuego, y otro le respondiese que sí, no sabría discernir cuál de los dos merecía mayor desprecio. Y no de otro modo sería la pregunta y la respuesta de quien me preguntase si le tengo amor al habla propia, y yo le respondiera que sí, según las razones arriba propuestas. Mas con todo hay que mostrar que le tengo, no sólo amor, sino amor perfectísimo, y para condenar aún más a sus adversarios. Lo cual, mostrando a quien lo entienda, diré cómo de aquélla me hice amigo y cómo se confirmó la amistad.

Digo que -como puede verse que escribe Tulio en el tratado de la Amistad, de acuerdo con la opinión del filósofo, expuesta en el octavo y en el noveno de la Etica- la proximidad y la bondad son causas generadoras de amor; el beneficio, el deseo y la costumbre son causas acrescitivas de amor, y todas estas causas han contribuido a engendrar y confortar el amor que tengo a mi vulgar, como lo demostraré brevemente.

Tanto más próxima está la cosa cuanto de todas las cosas de su género está más unida a otra; por lo cual, de todos los hombres el hijo es el más próximo al padre, y de todas las artes, la medicina en la más próxima al médico, y la música al músico, porque están más unidas a ellos que las demás; de todas las tierras es más próxima aquella en donde está el hombre mismo, porque está más unida a él. Y así el vulgar propio está más próximo en cuanto está más unido, pues que sólo él está en la memoria antes que ningún otro; y que no está solamente unido per se, sino por accidente, en cuanto está unido con las personas más próximas, tal como los parientes y conciudadanos, y con la propia gente. Y éste es el vulgar propio, el cual no sólo está próximo, sino sobremanera próximo a todos. Por lo cual, si la proximidad es simiente de amistad, como se ha dicho arriba, está manifiesto que ha sido una de las causas del amor que yo tengo por mi habla, que está más próxima a mí que las demás. La susodicha causa, es decir, la de estar más unido aquello que está antes que nada en la memoria, originó la costumbre de la gente, que hace que sólo hereden los primogénitos, como más cercanos, y como más cercanos más amados.

Además, la bondad me hizo amigo de ella, y así debe saberse que toda bondad propia de alguna cosa es de desear en ella; tal como en la virilidad al estar bien barbado y en la feminidad estar bien limpia la barba en toda la cara; tal como en el podenco el buen olfato y en el galgo la ligereza. Y cuanto más propia es más digna de ser amada; por lo cual, dado que toda virtud es en el hombre digna de ser amada, lo es más la más humana; y tal es la justicia, la cual está solamente en la parte racional o intelectual, es decir, en la voluntad.

Es ésta tan digna de ser amada que, como dice el filósofo en el quinto de la Etica, sus enemigos la aman, como lo son ladrones y robadores; y por eso vemos que su contraria, es decir, la injusticia, es manifiestamente odiada: tales la traición, la ingratitud, la falsedad, el hurto, la rapiña, el engaño y sus similares. Los cuales son pecados tan inhumanos, que, para excusarse de su infamia, permítesele al hombre, por antigua usanza, que hable de sí mismo, como se ha dicho más arriba, y pueda decir que es fiel y lea. De esta virtud hablaré más adelante plenamente en el decimocuarto tratado; y dejando esto, vuelvo a mi propósito. Está, pues, probada la bondad de la cosa que más se encomia y ama en ella, y es de ver tal cual es. Y nosotros vemos que en toda cosa de lenguaje lo más amado y encomiado es el manifestar bien el concepto; con que está es su primera bondad. Y dado que la hay en nuestro vulgar, como se ha manifestado más arriba en otro capítulo, manifiesto está que ha sido una de las causas del amor que le tengo; pues que, como se ha dicho, la bondad es causa generadora de amor.

XIII

Dicho cómo en el habla propia están las dos cosas por las cuales me hice su amigo, es decir, proximidad a mí y bondad propia, diré cómo por beneficio y concordia de deseo y por benevolencia de antigua costumbre, la amistad se ha confirmado y hecho grande.

Digo primero que yo he recibido de ella grandísimos beneficios. Y por eso debe saberse que entre todos los beneficios es mayor aquel que es más precioso a quien lo recibe; y no hay cosa ninguna tan preciosa como aquella por la cual todas las demás se quieren; y todas las demás cosas se quieren por la perfección del que quiere. Por lo cual, dado que el hombre tiene dos perfecciones, una primera y una segunda -la primera le hace ser, la segunda le hace ser bueno-, si el habla propia hame sido causa de una y otra, he recibido de ella grandísimo beneficio. Y en cuanto a que lo haya sido de mi ser, si por mí no existiese, puede demostrarse brevemente.

¿No hay en toda cosa varias causas eficientes, aunque unas lo sean más que las otras, y de aquí que el fuego y el martillo sean causas eficientes del cuchillo, aunque principalmente lo sea el herrero? Este vulgar mío fue copartícipe con mis genitores, que en él hablaban, así como el fuego es el que prepara el hierro al herrero, que hace el cuchillo; por lo cual manifiesto está que ha concurrido a mi generación, y ha sido así causa en cierto modo de mi existencia. Además, este vulgar mío fue mi introductor en el camino de la ciencia, que es la última perfección en cuanto con él entré en el latín y con él me fue enseñado; el cual latín me fue luego camino para andar más adelante; y así está claro y por mí reconocido, que ha sido para mí un grandísimo bienhechor.

También ha sido mi compañero de deseo, y esto lo puedo demostrar así. Toda cosa desea naturalmente su conservación; de aquí que si el vulgar pudiese por sí desear, la desearía, y desearla sería el conseguir más estabilidad; y más estabilidad no podría tener sino ligándose con número y rimas. Y tal ha sido mi deseo, lo cual es tan manifiesto, que no ha menester testimonio. Por lo cual un mismo deseo ha sido el suyo y el mío; y por esta concordia la amistad se ha confirmado y acrecido.

También hemos tenido la benevolencia de la costumbre; que desde el principio de mi vida he tenido con él benevolencia y conversación, y lo he usado deliberando, interpretando y disputando. Por lo cual, si la amistad se acrece por la costumbre, como sensiblemente se demuestra, está manifiesto que en mí se ha acrecido sobremanera, ya que con el vulgar he empleado todo mi tiempo. Y así se ve que a tal amistad han concurrido todas las causas engendradoras y acrecedoras de amistad; de donde se infiere que no solamente amor, sino amor perfectísimo, es lo que yo debo tener y tengo.

Así, volviendo los ojos atrás y recogiendo las razones antedichas, puedese ver cómo el pan con que se deben comer los infrascritos manjares de las canciones está suficientemente purgado de máculas y del ser de avena; por lo cual, tiempo es ya de tratar de suministrar los manjares. Será el pan orzado, del cual se saciarán miles, y a mí me sobrarán las espuertas llenas. Será luz nueva, nuevo sol que surgirá donde el usual se ponga, y dará luz a aquellos que están en tinieblas y oscuridad, porque el sol usual no les alumbra.

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TRATADO SEGUNDO

Canción primera

Los que entendiendo movéis el tercer cielo, oíd el lenguaje de mi corazón,

que yo no se expresar, tan nuevo me parece.

El cielo que creó vuestra valía,

vos las que sois gentiles criaturas,

me trajo a aqueste estado en que me encuentro: de aquí, pues, que el hablar de la vida que llevo, parezca dirigirse dignamente a vos;

por ello os ruego que me lo entendáis.

Os diré la novedad del corazón, de cómo llora en él el alma triste

y cómo habla un espíritu contra ella,

que los rayos le traen de vuestra estrella. Solía ser vida del corazón doliente

un suave pensamiento que se iba

muchas veces a los pies de Vuestro Señor.

Donde una dama, veía estar en gloria, de quien hablábame tan dulcemente, que mi alma decía: «Yo allí ir quiero».

Ahora aparece quien a huir le obliga y se adueña de mí con fuerza tal,

que el temblor de mi corazón se muestra fuera. Éste me hace mirar a una dama,

y dice: «Quien ver quiere la salud, haga por ver los ojos de esta dama»,

si es que no teme angustias de suspiros.

Halla un contrario tal que lo destruye

el pensamiento humilde que hablarme suele de un ángela en el cielo coronada.

El alma llora, tanto aún le duele,

y dice: «¡Triste de mí, y cuán me huye el compasivo que me ha consolado!» De mis ojos dice esta afanosa.

¡Mal hora fue en la que los vio tal dama! ¿Por qué no me creían a mí de ella? Decía yo: «Sin duda en los sus ojos debe estar el que mata a mis iguales,

y no me valió darme entera cuenta

que no mirasen tal, pues que fui muerta».

«No fuiste muerta, pero estás perdida, alma nuestra que tanto te lamentas», dice un gentil espíritu de amor;

porque esa hermosa dama que tú sientes, tu propia vida ha trastrocado tanto,

que tienes miedo de ella, tan cobarde te has vuelto. Mírala cuán piadosa y cuán humilde,

cuán es sabia y cortés en su grandeza:

piensa, por tanto, en llamarla dama; pues que, si no te engañas, has de ver de tan altos milagros el adorno,

que dirás: «Amor, señor verdadero,

he aquí tu esclava, haz cuanto te plazca».

Canción creo yo que serán pocos

los que entender bien sepan tu lenguaje, tan obscura y trabajosamente lo dices;

de aquí que si por caso te acaeciera que te hallases delante de personas

que no creas que la hayan entendido, ruégote entonces que te consueles diciéndoles dilecta canción mía:

Considerad siquier cuán soy hermosa.

I

Ya que, hablando a manera de proemio, me ministro, mi pan está suficientemente preparado en el Tratado precedente, el tiempo pide y clama por que mi nave salga de puerto. Por lo cual, dirigido el timón de la razón al rumbo de mi deseo, lánzome al piélago con la esperanza de hallar camino suave y laudable puerto de salvación al fin de mi cena. Pero, a fin de que sea más provechoso mi alimento, antes de que llegue el primer manjar, quiero mostrar cómo se debe comer.

Digo que, tal como en el primer capítulo se ha referido, ha de ser esta exposición literal y alegórica. Y para dar a entender tal, es menester saber que los escritos puédense entender y se deben exponer principalmente en cuatro sentidos. Llámase el uno literal, y es éste aquél que no va más allá de la letra propia de la narración adecuada a la cosa de que se trata; de lo que es ciertamente ejemplo apropiado la tercera canción, que trata de la nobleza. Llámase el otro alegórico, y éste es aquel que se esconde bajo el manto de estas fábulas, y es una verdad escondida bajo bella mentira. Como cuando dice Ovidio que Orfeo con la cítara amansaba las fieras y conmovía árboles y piedras; lo cual quiere decir que el hombre sabio, con el instrumento de su voz, amansa y humilla los corazones crueles y conmueve a su voluntad a los que no tienen vida de ciencia y de arte; y los que no tienen vida racional, son casi como piedras. Y en el penúltimo Tratado se mostrará por qué los sabios hallaron este escondite. Los teólogos toman en verdad este sentido de otro modo que los poetas; mas como quiera que mi intención es seguir aquí la manera de los poetas, tomaré el sentido alegórico según es usado por los poetas.

El tercer sentido se llama moral; y éste es el que los lectores deben intentar descubrir en los escritos, para utilidad suya y de sus descendientes; como puede observarse en el Evangelio, cuando Cristo, subiendo al monte para transfigurarse, de los doce apóstoles llevóse tres consigo; en lo cual puede entenderse moralmente que en las cosas muy secretas debemos tener poca compañía.

Llámase el cuarto sentido anagógico, es decir, superior al sentido, y es éste cuando espiritualmente se expone un escrito, el cual, más que en el sentido literal por las cosas significadas, significa cosas sublimes de la gloria eterna; como puede verse en aquel canto del Profeta que dice que con la salida de

Egipto del pueblo de Israel hízose la Judea santa y libre. Pues aunque sea verdad cuanto según en la letra se manifiesta, no lo es menos lo que espiritualmente se entiende; esto es, que al salir el alma del pecado, se hace santa y libre en su potestad.

Y al demostrar esto, siempre debe ir delante lo literal, como aquél en cuyo sentido están incluidos los demás, y sin el cual sería imposible e irracional entender los demás y principalmente el alegórico. Es imposible, porque en toda cosa que tiene interior y exterior es imposible llegar adentro si antes afuera no se llega. Por lo cual, comoquiera que en los escritos el sentido literal es siempre lo de fuera, es imposible llegar a los demás sin antes ir al literal.

Además, es imposible, porque en todas las cosas naturales y artificiales es imposible proceder a la forma sin estar antes dispuesto el sujeto sobre el cual la forma ha de constituirse. Como es imposible que aparezca la forma del oro, si la materia, es decir su sujeto, no está primero digesta y preparada; ni que aparezca la forma del arca, si la materia, es decir, la madera, no está primero dispuesta y preparada. Por lo cual, dado que el sentido literal es siempre sujeto y materia de los demás, principalmente del alegórico, es imposible lograr venir primero a conocimiento de los demás que al suyo. Además es imposible, porque en todas las cosas naturales y artificiales es imposible proceder, si primero no se ha hecho el fundamento, como en la casa y en el estudio. Por lo cual, dado que el demostrar es edificación de ciencia y la demostración literal fundamento de las demás, principalmente de la alegórica, es imposible llegar a las demás antes que a aquélla.

Además, puesto que fuese posible, seria irracional, es decir, fuera de todo orden, y, por lo tanto, se procedería con mucho trabajo y mucho error. De aquí que, como dice el filósofo en el primero de la Física, la naturaleza quiere que en nuestro conocimiento se proceda ordenadamente, esto es, procediendo de lo que conocemos mejor a lo que no conocemos tan bien. Digo que quiere la naturaleza, en cuanto esta vía de conocimiento es naturalmente innata en nosotros. Y, por tanto, si los demás sentidos se entienden menos que el literal - como, en efecto, se ve manifiestamente- sería irracional proceder a demostrarlos, si antes no estuviese demostrado el literal. Por estas razones, pues, sobre cada canción argumentaré primero el sentido literal y después argumentaré su alegoría, esto es, la escondida verdad; y a veces tocaré incidentalmente a los demás sentidos, según las conveniencias de lugar y de tiempo.

II

Comenzando, pues, digo que ya la estrella de Venus por dos veces había girado en ese su círculo que la hace mostrarse vespertina y matutina, según los dos diversos tiempos, después del tránsito de aquella bienaventurada Beatriz que vive en el cielo con los ángeles y en la tierra con mi alma, cuando aquella dama gentil, de quien hice mención al fin de la Vida Nueva, aparecióse a mis ojos por vez primera, acompañada de Amor, y tomó puesto en mi mente. Y, como dicho está por mí en el librito alegado, acaeció que, más por su gentileza que por elección mía, consentí en ser suyo; porque compadecida con tanta misericordia de mi vida viuda se mostraba, que los espíritus de mis ojos hiciéronse grandes amigos suyos. Y una vez amigos, tal hicieron dentro de mí, que mi beneplácito mostróse contento con desposarse con aquella imagen.

Mas, como amor no nace súbitamente ni se hace grande y perfecto, sino que necesita algún tiempo y alimento de pensamientos, principalmente allí donde hay pensamientos contrarios que lo impiden, fue menester, antes que este nuevo amor fuese perfecto, mucha batalla entre el pensamiento que le alimentaba y aquel que le era contrario, el cual tenía aún la fortaleza de mi mente por la gloriosa Beatriz. Porque el uno recibía socorro continuamente por la parte de delante, y el otro por detrás, por parte de la memoria. Y el socorro de delante aumentaba todos los días -lo que no podía el otro- de tal suerte, que impedía volver el rostro atrás. Por lo que me pareció tan admirable y asimismo tan duro de sufrir, que resistirle no pude; y casi gritando -por disculparme de la novedad, en la cual parecíame hallarme falto de fortaleza- dirigí la voz hacia aquella parte de donde procedía la victoria del nuevo pensamiento, que era victoriosísimo, como virtud celestial, y comencé a decir:

Los que entendiendo movéis el tercer cielo.

Para bien emprender la comprensión de tal canción es menester conocer primero sus partes, y así será fácil su comprensión a la vista. A fin de que no sea menester repetir estas palabras en la exposición de las demás, digo que es mi intención guardar el orden que se adoptará en este Tratado para todos.

Así, pues, digo que la canción propuesta contiene tres partes principales. La primera es el primer verso de ella, en la que se induce a oír lo que decir

intento a ciertas inteligencias, o, siguiendo el modo más usado, digamos ángeles, los cuales están en la revolución del cielo de Venus, como motores de

él. Son la segunda los tres versos que siguen tras el primero, en la cual se manifiesta lo que dentro se sentía espiritualmente entre diversos pensamientos.

La tercera es el quinto y último verso, en la cual suele el hombre hablar a la obra misma, como para confortarla. Y todas estas tres partes se han de demostrar por orden, como se ha dicho más arriba.

III

Para ver más latinamente el sentido literal, que es el ahora propuesto, de la primera parte arriba dividida, ha de saberse quiénes y cuántos son los llamados a oírme, y cuál es el tercer cielo que digo que ellos mueven. Y primero hablaré del cielo; luego hablaré de aquellos a quienes hablo. Y aunque de estas cosas a la verdad poco puede saberse, en aquello que ve la humana razón se deleita más que con lo mucho y lo cierto de las cosas de las cuales se juzga conforme al sentido, según la opinión del filósofo, en De los animales.

Digo, pues, que del número y situación de los cielos se ha opinado por muchos diversamente, aunque la verdad se encuentre por último. Aristóteles creyó, siguiendo únicamente la antigua rudeza de los astrólogos, que había también ocho cielos, el último de los cuales, y que todo contenía, era aquel donde están fijas las estrellas, es decir, la octava esfera; y que más allá de él no había otro alguno. También creyó que el cielo del sol estaba inmediato al cielo de la luna, es decir, el segundo respecto a nosotros, y puede ver quien quiera esta errónea opinión en el segundo libro de Cielo y Mundo, que está en el segundo de los libros naturales. A la verdad, se excusa de ello en el duodécimo de la Metafísica, donde demuestra haber seguido incluso la opinión ajena allí donde le ha sido menester hablar de Astrología.

Tolomeo luego, advirtiendo que la octava esfera se movía con varios movimientos, al ver apartarse su círculo del círculo derecho que se mueve de Oriente a Occidente, obligado por los principios de la Filosofía, que necesariamente pide un primer móvil simplicísimo, supuso que había otro cielo a más del estrellado, el cual hacía aquella revolución de Oriente a Occidente. La cual digo que se cumple casi en veinticuatro horas, es decir, en veintitrés horas y catorce partes de las quince de otra, señalando burdamente. Así que, según él y según lo que se tiene en Astrología y en Filosofía -pues que fueron vistos tales movimientos-, nueve son los cielos movibles; la situación de los cuales es manifiesta y determinada, según lo que por arte perspectiva, aritmética y geométrica se ha visto sensible y racionalmente, y por otras experiencias sensibles; como en el eclipse del sol se demuestra sensiblemente que la luna está bajo el sol; y como por testimonio de Aristóteles, que vio con los ojos -según lo que dice en el segundo de Cielo y Mundo- a la luna, estando media entrar por bajo de Marte, por la parte oscura, y estar Marte tan celado, que reapareció por la parte de luz de la luna que estaba hacia Occidente.

IV

Y éste es el orden de la situación; el primero de los enumerados es aquel donde está la luna; el segundo es aquel donde está Mercurio; el tercero es aquel donde está Venus; el cuarto es aquel donde está el sol; el quinto es aquel donde está Marte; el sexto es aquel donde está Júpiter; el séptimo, aquel donde está Saturno; el octavo es el de las estrellas fijas; el noveno es aquel que no es sensible sino por el movimiento que arriba se ha dicho, al cual muchos llaman cielo cristalino, esto es, diáfano o transparente. En verdad, a más de todos éstos, los católicos ponen al cielo empíreo, que quiere decir tanto como cielo de llama o luminoso; y suponen que es inmóvil por tener en sí en cuanto a cada parte lo que su materia quiere. Y éste es causa del velocísimo movimiento del primero movible; pues por el ferventísimo deseo que cada una de las partes del noveno cielo, inmediato a aquél, tiene de estar unida con cada una de las partes del divinísimo y quieto décimo cielo, se dirige a él con tanto deseo, que su velocidad es casi incomprensible. Y quieto y pacífico es el lugar de aquella suma deidad, que es única en verse por completo. Es éste el lugar de los espíritus bienaventurados, según lo quiere la Santa Iglesia, que no puede decir mentira; y aún más Aristóteles parece opinar así, a quien bien lo entienda, en el primero de Cielo y Mundo. Éste es el soberano edificio del mundo, en el cual todo el mundo se incluye y fuera del cual nada existe; y no está en lugar alguno, sino que sólo fue formado en la primera Mente, a la cual llaman los griegos Protonoe. Esto es aquella magnificencia de que habló el salmista, cuando dice a Dios: «Levantóse tu magnificencia sobre los cielos». Y así, recogiendo cuanto se ha dicho, parece ser que hay diez cielos, de los cuales el de Venus es el tercero; del cual se hace mención en aquella parte que es mi intención explicar.

Y ha de saberse que cada cielo debajo del cristalino tiene dos firmes polos en cuanto a sí propio; y el noveno los tiene firmes, fijos e inmutables en todos los respectos; y cada cual, así el noveno como los demás, tiene un círculo, que se puede llamar ecuador de su propio cielo; el cual, en cualquier parte de su revolución, está igualmente remoto del uno y del otro polo, como puede ver sensiblemente quien dé vueltas a una manzana o a otra cosa redonda. Y este círculo, tiene más rapidez en su movimiento que cualquier otra parte de su cielo en cada cielo, como puede ver quien bien considere. Y cada parte, cuanto más cerca está de él, tanto más rápidamente se mueve; cuanto más remota está y más cerca del polo, más tarde es; porque su revolución es menor, y necesariamente ha de ser al mismo tiempo que la mayor. Digo, además, que cuanto más cercano está el cielo al círculo del ecuador, tanto más noble es en comparación con sus polos; porque tiene más movimiento, más actualidad, más vida y más forma, y le toca más de aquello que está sobre él, y, por consiguiente, es más virtuoso. De aquí que las estrellas del cielo estrellado están más llenas de virtud entre sí cuanto más cerca están de este círculo.

Y sobre este círculo en el cielo de Venus, del cual se trata al presente, hay una esferilla que por sí misma gira en ese cielo; el cielo de la cual llaman los astrólogos epiciclo. Y así como la gran esfera gira con dos polos, así también gira esta pequeña; y así es más noble cuanto más cerca está de aquél; y sobre el arco o cúmulo de este círculo está fija la reluciente estrella de Venus. Y aunque se ha dicho que hay diez cielos, según la estricta verdad, este número no los comprende todos; que éste de que se ha hecho mención, es decir, el epiciclo, en el cual está fija la estrella, es un cielo per se o esfera; y no tiene una misma esencia con el que lo sustenta, aunque sea más connatural con él que con los demás, y con eso llámasele un cielo y denomínanse el uno y el otro por la estrella. No es cosa de tratar al presente cómo son los demás cielos y las demás estrellas; basta lo que se ha dicho de la verdad del tercer cielo, del cual entiendo al presente y del cual cumplidamente se ha explicado lo que al presente es menester.

V

Una vez mostrado en el capítulo precedente cuál es este tercer cielo y cómo está dispuesto en sí mismo, queda por demostrar quiénes son los que le mueven. Debe, pues, saberse primeramente que los motores de aquél son sustancias privadas de materia, es decir, inteligencias, a las cuales la gente vulgar llama ángeles. Y de estas criaturas, así como de los cielos, han opinado muchos diversamente, aunque la verdad se haya encontrado. Hubo ciertos filósofos, de los cuales parece ser Aristóteles en su Metafísica -aunque en el primero de Cielo y Mundo incidentalmente parezca opinar de otro modo-, que creyeron que éstas eran solamente tantas cuantas circunvoluciones hubiese en el cielo, y no más; diciendo que las demás estarían eternamente en vano, sin empleo; lo cual era imposible, dado que su existencia es su ejercicio. Hubo otros, como Platón, hombre excelentísimo, que supusieron, no sólo tantas inteligencias cuántos son los movimientos del cielo, sino, además, cuántas son las especies de las cosas; y así, una especie todos los hombres, y otra todo el oro, y otra todas las riquezas, y así de todo; y quisieron que así como las inteligencias de los cielos son engendradoras de aquéllos, cada cual del suyo, así éstas fueron engendradoras de las demás cosas y ejemplos cada una de su especie, y llámales Platón ideas, que vale tanto como decir formas y naturalezas universales. Los gentiles las llamaban dioses y diosas, aunque no las entendían filosóficamente como Platón; y adoraban sus imágenes y les hacían grandísimos templos, como a Juno, a la cual llamaron diosa del poder; como a Vulcano, al cual llamaron dios del fuego; como a Palas o Minerva, a la cual llamaron diosa de la sabiduría, y a Ceres, a la cual llamaron diosa de la cosecha. Las cuales opiniones así formadas manifiestan el testimonio de los poetas que pintan en diversos lugares el hábito de los gentiles en sus sacrificios y en su fe; y también se manifiestan en muchos nombres antiguos que les han quedado por nombre y sobrenombre a los lugares y edificios antiguos, como puede comprobar quien quiera. Y aunque estas opiniones nos han sido dadas por la razón humana y por experiencia nada liviana, no vieron todavía la verdad, ya fuese por defecto de la razón, ya por defecto de doctrina; que aún por la razón puede verse en cuánto mayor número están las criaturas susodichas que los efectos que los hombres pueden entender. Y la razón es ésta: nadie duda, filósofo ni gentil, judío ni cristiano, ni de secta alguna, que no estén llenas de toda bienaventuranza, ya todas, ya la mayor parte, y que aquellas bienaventuradas no estén en perfectísimo estado. Por lo cual, como quiera que aquella que es aquí la humana naturaleza, no sólo tiene una bienaventuranza, sino dos, como lo son la de la vida civil y la de la vida contemplativa, sería irracional que viésemos que aquéllas tenían bienaventuranza de la vida activa, es decir, civil, en el gobierno del mundo, y que no tenían la de la contemplativa, que es más excelente y más divina. Y dado caso que aquella que tiene la bienaventuranza del gobernar no pueda tener la otra, porque su intelecto es uno y perpetuo, es menester que haya otras fuera de este ministerio, que vivan especulando solamente. Y como esta vida es más divina, y cuanto más divina es la cosa más semejante es a Dios, manifiesto está que esta vida es más amada por Dios; y si es más amada, más amplia le ha sido su bienaventuranza, y si más amplia le ha sido concedida, más vivientes le ha dado que a la otra; por lo que se deduce que es mucho mayor el número de aquellas criaturas de lo que los efectos demuestran. Y no está en contra de lo que parece decir Aristóteles en el décimo de la Ética, de que a las sustancias separadas les sea también necesaria la vida especulativa. Asimismo, a la especulación de algunas sigue la circunvolución del cielo, que es gobierno del mando, el cual es como una civilidad comprendida en la especulación de los motores. La otra razón es que ningún efecto es mayor que la causa; porque la causa no puede dar lo que no tiene; de donde, como quiera que el divino intelecto es causa de todo y principalmente del intelecto humano, el humano no sobrepuja a aquél; antes bien, es desproporcionadamente sobrepujado; conque si nosotros, por la razón susodicha y por otras muchas, entendemos que Dios ha podido hacer innumerables criaturas espirituales, manifiesto es que ha hecho tal mayor número. Otras muchas razones pueden verse; mas basten al presente. Y no se maraville nadie si éstas y otras razones que podamos tener de esto no se demuestran del todo, pues debemos, sin embargo, admirar del mismo modo su excelencia, que excede los ojos de la mente humana, como dice el filósofo en el segundo de la Metafísica, y afirma su existencia; ya que no teniendo ninguna idea de ellas, por la cual comience nuestro conocimiento, resplandece con todo en nuestro intelecto alguna luz de su vivísima esencia, en cuanto vemos las susodichas razones y otras muchas; del mismo modo que quien teniendo los ojos cerrados, afirma que el aire está iluminado por un poco de resplandor, o del mismo modo que el rayo que pasa por las pupilas del murciélago; que no de otra manera están cerrados nuestros ojos intelectuales, mientras el alma está atada y encarcelada por los órganos de nuestro cuerpo.

VI

Dicho está que, por defecto de doctrina, los antiguos no vieron la verdad de las criaturas espirituales, aunque el pueblo de Israel fuese en parte enseñado por sus profetas, en quienes Dios les había hablado por muchas maneras de hablar y por muchos modos, como dice el apóstol. Pero nosotros hemos sido enseñados en ellos por Él, que procede de Aquél; por Él que lo hizo; por Él que lo conserva; es decir, por el Emperador del Universo, que es Cristo, hijo del soberano Dios e hijo de María Virgen (mujer, en verdad, e hija de Joaquín y de

Ana), hombre verdadero, el cual fue muerto por nosotros porque nos trajo la vida; el cual fue luz que nos ilumina en las tinieblas, como dice Juan

Evangelista, y que nos dijo la verdad de-aquella cosa que nosotros no podíamos saber ni ver sin él verdaderamente. La primera cosa y el primer secreto que tal mostró fue una de las criaturas antes dichas: lo fue aquel su gran legado, que se llegó a María, joven doncella de trece años, de parte del Salvador celestial.

Este nuestro Salvador dijo con su boca que el Padre podía darle muchas legiones de ángeles. No negó esto cuando le fue dicho que el Padre había mandado a los ángeles que le ayudasen y sirviesen. Por lo cual nos es manifiesto que aquellas criaturas existen en grandísimo número; y por eso su esposa y secretaria la Santa Iglesia -de la cual dice Salomón: «¿Quién en ésta que sube del desierto, llena de las cosas que deleitan, apoyada en su amigo? - dice, cree y predica aquellas nobilísimas criaturas son casi innumerables; y las divide en tres jerarquías, que vale tanto como decir tres principados santos o divinos. Y cada jerarquía tiene tres órdenes; así que la Iglesia tiene y afirma nueve órdenes de criaturas espirituales. El primero es el de los ángeles; el segundo, el de los arcángeles; el tercero, el de los tronos; y estos tres órdenes forman la primera jerarquía; primera no en cuanto a nobleza, no en cuanto a creación -que más nobles son las otras y todas fueron creadas juntamente-, sino primera en cuanto a nuestra subida a su altura. Luego están las dominaciones, después las virtudes, luego los principados; y éstos forman la segunda jerarquía. Sobre éstos están las potestades y los querubines, y sobre todos están los serafines; y éstos forman la tercera jerarquía. Y es razón potísima de su especulación, tanto el número en que están las jerarquías como aquel en que están las órdenes. Pues dado que la Divina Majestad tiene tres personas, con una sola sustancia, puédese contemplarla triplemente. Porque se puede contemplar la potencia suma del Padre, la cual mira a la primera jerarquía, esto es, aquella que es primera por nobleza y que nosotros consideramos última. Y puédese contemplar, la suma Sabiduría del Hijo; y ésta mira a la segunda jerarquía. Y puédese contemplar la suma y ferventísima Caridad del Espíritu Santo; y ésta mira a la tercera jerarquía, la cual, más próxima a nosotros, ofrece los dones que recibe. Y dado que cada persona de la Divina Trinidad puede considerarse triplemente, hay en cada jerarquía tres órdenes que contemplan diversamente. Puédese considerar al Padre, sólo respecto a Él; y ésta es la contemplación que hacen los serafines, los cuales ven más de la primera causa que toda otra naturaleza angélica. Puédese considerar al Padre en cuanto tiene relación con el Hijo, es decir, cómo se separa de Él y cómo con Él se une; y esto es lo que contemplan los querubines. Puédese también considerar al Padre en cuanto de Él procede el

Espíritu Santo, y cómo se separa de Él, y cómo con Él se une; y ésta es la contemplación que hacen las potestades. Y de este modo se puede especular acerca del Hijo y del Espíritu Santo. Por lo cual son menester nueve maneras de espíritus contemplativos para mirar la luz que únicamente se ve por entero a sí misma. Mas no se ha de callar aquí una palabra. Y así digo que todos estos órdenes se perdieron apenas fueron creados, acaso en su décima parte, para restaurar la cual fue luego creada la humana naturaleza. Los números, los órdenes, las jerarquías, narran los cielos movibles, que son nueve; y el décimo anuncia la unidad y estabilidad de Dios. Y por eso dice el salmista: «Los cielos proclaman la gloria de Dios, y la obra de sus manos anuncia el firmamento». Por lo cual es de razón creer que los motores del cielo de la luna sean del orden de los ángeles; y los de Mercurio sean los arcángeles; y los de Venus sean los tronos, los cuales, nacidos del amor del Espíritu Santo, hacen su obra connatural en él, es decir, el movimiento de aquel cielo lleno de amor. Del cual toma la forma de dicho cielo un virtuoso ardor, por el cual las almas de aquí abajo se encienden en amor, conforme a su disposición. Y como los antiguos advirtieron que aquel cielo era aquí abajo causa de amor, dijeron que Amor era hijo de Venus, como lo atestigua Virgilio en el primero de la Eneida, donde dícele Venus al Amor: «Hijo, virtud mía, hijo del Sumo Padre, que de los dardos de Tifeo no te curas». Y Ovidio, en el quinto de Metamorfoseos, cuando dice que Venus le dijo al Amor: «Hijo, armas mías, poder mío». Y existen estos tronos, que al gobierno de estos tronos están entregados, no en gran número, acerca del cual opinan diversamente filósofos y astrólogos, conforme a las diversas opiniones acerca de sus circunvoluciones, aunque todos están acordes en que son tantos cuantos movimientos hace; los cuales, según se encuentra epilogada en el Libro de la agregación de las estrellas, por la mejor demostración de los astrólogos son tres: uno, en cuanto la estrella se mueve por su epiciclo; otro, en cuanto el epiciclo se mueve con todo el cielo juntamente con el del sol; el tercero, en cuanto todo aquel cielo se mueve, siguiendo el movimiento de la estrellada esfera de Occidente a Oriente, en cien años un grado. De modo que para estos tres movimientos hay tres motores. Además se mueve todo este cielo y gira con el epiciclo, de Oriente a Occidente, una vez cada día natural. El cual movimiento Dios sólo sabe si lo produce el intelecto o la rapidez del primero movible; a mí paréceme presuntuoso juzgar tal. Estos motores producen únicamente entendiendo la circunvolución en el sujeto propio que mueve cada cual. La nobilísima forma del cielo, que tiene en sí el principio de esta naturaleza pasiva, gira tocada de la virtud motriz que a ello entiende; y digo tocada, no corporalmente, sino por tacto de virtud que a aquél se dirige. Y estos motores son aquellos a los cuales se pretende hablar y a los cuales hago mi demanda.

Conforme a lo que se dijo más arriba, en el tercer capítulo de este Tratado, para entender bien la primera parte de la canción propuesta, era menester hablar de aquellos cielos y de sus motores; y en los tres precedentes capítulos, de ellos se ha hablado. Digo, por lo tanto, a aquellos que demostré ser motores del cielo de Venus: los que entendiendo -es decir, con sólo el intelecto, como se ha dicho más arriba-, movéis el tercer cielo, oid el lenguaje; y no digo oíd, con el oído que tienen, que es entender con el intelecto. Digo oíd el lenguaje de mi corazón; esto es, que está dentro de mí, que aun no se ha mostrado de por de fuera. Ha de saberse que en toda esta canción, según uno y otro sentido, tómase el corazón por el secreto interior y no por ninguna parte especial del alma o del cuerpo.

Luego que les he llamado a oír lo que decir quiero, señalo dos razones por las cuales es menester que les hable: es la una la novedad de mi condición, la cual, por no ser experimentada de los demás hombres, no sería comprendida como de aquellos que entienden sus efectos en su obra. Y apunto esta razón cuando digo: «Que yo no sé expresar, tan nuevo me parece». La otra razón es: cuando el hombre recibe beneficio o injuria primeramente si puede buscar al que se lo hizo antes que a otros, a fin de que si es beneficio se muestre reconocido hacia el bienhechor; y si es injuria, induzca al que tal hizo a buena misericordia con dulces palabras. Y apunto esta razón cuando digo: el cielo que creó vuestra valía, vos las que sois gentiles criaturas, me trajo a aqueste estado en que me encuentro; es decir, vuestra obra, vuestra circunvolución, es la que a la presente condición me ha traído. Por lo cual concluyo y digo que el hablarles yo a ellas debe ser como se ha dicho; y tal digo en: de aquí, pues, que el hablar de la vida que llevo parece dirigirse dignamente a vos.

Y después de señaladas estas razones, ruégoles entendimiento, cuando digo: por eso os ruego que me lo entendáis. Mas como en toda suerte de discurso, el que lo dice debe atender principalmente a la persuasión, es decir, a la complacencia del auditorio, que es principio de todas las demás persuasiones, como los retóricos saben, y es la más poderosa persuasión para hacer atento al auditorio el prometer decir nuevas y grandes cosas; sigo yo al ruego hecho para que me escuchen con esta persuasión, es decir, complacencia, anunciándoles mi intención, la cual es decir cosas nuevas, esto es, la división que hay en mi alma, y grandes cosas, esto es, la valía de su otra estrella. Y digo esto en las últimas palabras de esta primera parte: os diré la novedad del corazón, de cómo llora en él el alma triste y cómo habla un espíritu contra ella, que los rayos le traen de nuestra estrella.

Para la plena comprensión de estas palabras, digo que éste no es sino un pensamiento frecuente para encomiar y embellecer esta nueva dama: y este alma no es sino otro pensamiento acompañado de consentimiento, que repugnando éste, encomia y embellece la memoria de la gloriosa Beatriz. Mas como aun el último sentido de la mente, es decir, el consentimiento, teníase por este pensamiento que la memoria ayudaba, llamóle a él alma y al otro espíritu; del mismo modo que solemos llamar la ciudad a los que la tienen y no a los que la combaten, aunque unos y otros sean ciudadanos.

Digo, además, que este espíritu viene por los rayos de la estrella; porque ha de saberse que los rayos de cada cielo son el camino por el cual desciende su virtud a estas cosas de aquí abajo. Y como los rayos no son otra cosa que una luz que viene por el aire desde el principio de la luz hasta la cosa iluminada, y no hay luz sino en la parte de la estrella, porque el otro cielo es diáfano -es decir, transparente-, no digo que venga este espíritu -es decir, este pensamiento- de todo su cielo, sino de su estrella. La cual es de tanta virtud, por la nobleza de sus motores, que en nuestras almas y en las demás cosas nuestras tienen grandísimo poder, no obstante estar a una distancia de nosotros, cuando esté más cerca, de ciento sesenta y siete veces la que hay al centro de la tierra, que es de tres mil doscientas cincuenta millas. Y ésta es la exposición literal de la primera parte de la canción.

VII

Puede ser suficientemente comprendida, por las palabras antedichas, el sentido literal de la primera parte; por lo cual hemos de proceder con la segunda, en la que se manifiesta lo que de la batalla sentía en mi interior. Y esta parte tiene dos divisiones, y en la primera, es decir, en el primer verso, narro las cualidades de esta diversidad, según la raíz que de ellas tenía dentro de mí. Y primeramente lo que decía la parte que perdía; lo cual está en el verso que hace el segundo de esta parte y tercero de la canción.

Así, pues, para evidencia del sentido de la primera división, ha de saberse que las cosas deben ser denominadas por la última nobleza de su forma, del mismo modo que el hombre por la razón y no por el sentido ni por lo que sea menos noble. De aquí que cuando se dice que vive el hombre, debe entenderse que el hombre usa de la razón, que es su vida especial. Y acto de su parte más noble. Y por eso quien se aparta de la razón y usa sólo la parte sensitiva, no vive como hombre sino que vive como bestia, cual dice el excelentísimo Boecio: «Vive el asno». Con verdad hablo, ya que el pensamiento es acto propio de la razón, que como las bestias no piensan, es que no lo tienen; y no digo sólo las bestias menores, más aún aquellas que tienen apariencia humana y espíritu de pécora o de otra bestia abominable. Digo, pues, que vida de mi corazón, es decir, de mi interior, solía ser un suave pensamiento -suave vale tanto cuanto embellecido, dulce, placentero, deleitoso-, y este pensamiento íbase muchas veces a los pies del Señor de éstos a quienes hablo, que no es sino Dios; es decir, que yo, pensando, contemplaba el reino de los bienaventurados. Y digo al punto la causa final, por la cual yo ascendía pensando, cuando digo: donde una dama veía estar en gloria, para dar a entender que yo estaba cierto, y lo estoy por su graciosa revelación, de que ella estaba en el cielo. Por lo cual yo, pensando tantas veces cuantas me era posible, íbame allí como arrebatado.

Luego a seguida digo el efecto de este pensamiento, para dar a entender su dulzura, la cual era tanta que me hacía desear la muerte para ir adonde ella estaba; y digo, esto en: de quien hablábame tan dulcemente, que mi alma decía: yo allí ir quiero. Y ésta es la raíz de una de las diferencias en mí. Y ha de saberse que aquí se dice pensamiento y no alma de aquel que subía a ver a la bienaventurada, porque era pensamiento especial para aquel acto. Entiéndese por alma, como se ha dicho en el capítulo precedente, al pensamiento general con consentimiento.

Luego, cuando digo: ahora aparece quien a huir le obliga, narro la raíz de la otra diferencia, diciendo que, del mismo modo que este pensamiento de arriba suele ser vida de mi vida, así aparece otro que hace cesar aquél. Digo huir, por mostrar cuán contrario es, ya que naturalmente un contrario ahuyenta al otro; y el que huye muestra huir por falta de virtud. Y digo que este pensamiento que de nuevo aparece tiene poder para tomarme y vencer mi alma, diciendo que se enseñorea tanto, que el corazón, es decir, mi interior, tiembla y mi exterior muestra nuevo semblante.

De seguida nuestro el poderío de este nuevo pensamiento por su efecto, diciendo que me hace mirar a una dama y me dice palabras lisonjeras; es decir, habla ante los ojos de mi afecto inteligible, por mejor inducirme, prometiéndome que la vista de sus ojos es su salud. Y por mejor hacérselo creer al alma inexperta, dice que no debe mirar los ojos de esta dama nadie que tema angustia de suspiros. Y es una bella manera retórica cuando parece por de fuera afearse la cosa y verdaderamente por dentro se embellece. No podía este nuevo pensamiento de amor inducir mejor a mi mente a consentir, que con hablar profundamente de la virtud de sus ojos.

VIII

Una vez mostrado cómo y por qué nace el amor y la diversidad que me combatía, es menester proceder a explicar el sentido de aquella parte en la cual contienden en mí diversos pensamientos. Digo que primeramente es menester hablar de la parte del alma, es decir, del antiguo pensamiento, y luego del otro, por la razón de que siempre aquello que se propone decir el que habla se debe reservar para después, porque lo último que se dice queda mejor en el ánimo del oyente. De aquí que, pues es mi intención más bien el decir y razonar lo que la obra de éstos a quienes hablo hace, que lo que deshace, fue de razón el hablar y razonar primeramente de la condición de la parte que se corrompía y luego de aquella otra que se engendraba.

En verdad, aquí nace una duda sin declarar la cual no se ha de pasar adelante. Podría decir alguien: dado que amor sea efecto de estas inteligencias -a quienes hablo-, y aquél de antes fuese amor del mismo modo que éste después, ¿por qué la virtud corrompe al uno y engendra al otro? -toda vez que antes debiera salvar a aquél, por la razón de que toda causa ama a su efecto, y, amándole, salva al otro-. A esta pregunta puede responderse brevemente que el efecto de éstos es amor, como se ha dicho; y como no lo pueden salvar sino en aquellos sujetos que están sometidos a su circunvolución, lo transmiten de aquella parte que está fuera de su potestad a la que cae dentro de ella; es decir, del alma partida de esta vida a lo que en ella está; del mismo modo que la humana naturaleza transmite en la forma humana su conservación, del padre al hijo, ya que no puede perpetuamente en el mismo padre conservar su efecto. Digo efecto, en cuanto el alma y el cuerpo unidos son efecto de aquella que perpetuamente dura, que se ha convertido en naturaleza sobrehumana; así se resuelve la cuestión.

Mas ya que se ha apuntado aquí algo acerca, de la inmortalidad del alma, haré una digresión hablando de ella, porque con esto daré cumplido fin al hablar de lo que en vida fue la bienaventurada Beatriz, de la cual no quiero hablar más en este libro. A modo de proposición, digo que, de todas las bestialidades, es la más estulta, vil y dañosa la que cree que no hay otra vida después de ésta; por lo cual, si revolvemos todos los escritos, tanto de los filósofos como de los demás sabios escritores, están todos concordes en que en nosotros hay algo de perpetuidad. Y esto parece opinar Aristóteles en el tratado del Alma; esto parece opinar todo estoico; esto parece opinar Tulio, especialmente en el libro De la vejez; esto parecen opinar todos los poetas que han hablado conforme a la fe de los gentiles; esto quiere toda ley, judíos, sarracenos, tártaros, y todos cuantos viven según una razón. Pues que si todos estuviesen engañados, se seguiría una imposibilidad que aun el comprenderla sólo sería horrible. Todos estamos ciertos de que la naturaleza humana es la más perfecta de todas las naturalezas de aquí abajo; y esto nadie lo niega, y Aristóteles lo afirma cuando dice en el duodécimo libro de los Animales que el hombre es, de todos los animales, el más perfecto. De aquí que, dado que muchos que viven sean enteramente mortales, como animales brutos, y estén mientras viven sin esperanza tal, es decir, de otra vida, si nuestra esperanza fuese vana, mayor sería nuestra falta que la de ningún otro animal, puesto que han sido ya muchos los que han dado esta vida por aquélla; y así se seguiría que el animal más perfecto, es decir, el hombre, fuese el imperfectísimo -lo cual es imposible-, y que aquella parte, es decir, la razón, que es su perfección mayor, fuese la causa de su mayor defecto; decir lo cual parece extravagante. Y seguiríase, ademas, que la naturaleza, contra sí misma, había puesto tal esperanza en la mente humana, pues que ya se ha dicho cómo muchos han corrido a la muerte del cuerpo para vivir en la otra vida; y esto es asimismo imposible.

Además vemos la continua experiencia de nuestra inmortalidad en las adivinaciones de nuestros sueños, los cuales no podrían existir si no hubiese en nosotros una parte inmortal, puesto que inmortal ha de ser el revelador, ya sea corpóreo o incorpóreo, si se piensa con sutileza. Y digo corpóreo o incorpóreo por las diversas opiniones que de ello encuentro, y aquel que esté movido o informado por informador inmediato debe ser proporcionado al informador; y del mortal al inmortal no hay proporción alguna.

Certifícalo, además, la veracísima doctrina de Cristo, la cual es vía, verdad y luz: vía, porque por ellos, sin impedimento, caminamos a la feliz inmortalidad; verdad, porque no padece error; luz, porque nos ilumina en las tinieblas de la ignorancia mundana. Esta doctrina digo que nos hace creyentes sobre todas las demás razones, porque nos la ha dado Aquel que ve y mide nuestra inmortalidad, la cual no podemos ver perfectamente mientras nuestra inmortalidad esté mezclada con nuestro ser mortal; mas lo vemos perfectamente; y por la razón lo vemos con sombra de oscuridad, a causa de la mezcla de lo mortal con lo inmortal. Y debe ser argumento poderosísimo esto de que en nosotros exista lo uno y lo otro; yo así lo creo, así lo afirmo y así estoy cierto de pasar a otra vida mejor después de ésta, allí donde vive aquella gloriosa dama de la que mi alma estuvo enamorada, cuando contendía como se dirá en el capítulo siguiente.

IX

Tornando a mi propósito, digo que en el verso que comienza: halla contrario tal que lo destruye, es mi intención manifestar lo que dentro de mí hablaba mi alma, es decir, el antiguo pensamiento contra el nuevo. Y primero manifiesto brevemente la causa de su lamentoso discurso, cuando digo: halla contrario tal que lo destruye el pensamiento humilde que hablarme suele de un ángela en el cielo coronada. Esto es aquel pensamiento especial del cual se ha dicho más arriba que solía ser vida del corazón doliente.

Luego cuando digo: el alma llora, tanto aún le duele, manifiesto que mi alma está aún de su parte y habla con tristeza; y digo que dice palabras de lamentación, como si se maravillase de la súbita transmutación, al decir: ¡Triste de mí y cuán me huye el compasivo que me ha consolado! Bien puede decir consolado, que en su gran pérdida, habíale dado mucha consolación este pensamiento que subía al cielo.

Luego después digo que se vuelve todo mi pensamiento, es decir, el alma, a la cual llamo esta afanosa, y habla contra los ojos; y esto se manifiesta en De mis ojos habla esta afanosa. Y digo que dice de ellos y contra ellos tres cosas: es la primera que maldice la hora en que esta dama los vio. Y ha de saberse en este punto que, aunque en un momento dado puedan presentarse muchas cosas a la vista, en verdad sólo se ve aquella que viene en línea recta al extremo de la pupila, y sólo ella se graba en la imaginación. Y esto sucede porque el nervio por el cual corre ni espíritu visual está dirigido a aquella parte; y por eso unos ojos parecen mirar a otros sin que mutuamente se vean; porque del mismo modo que el ojo que mira recibe la forma en la pupila por línea recta, así por la misma línea su forma va a aquel a que está mirando; y muchas veces, al apuntar en esta línea, dispara el arco de aquel a quien toda arma es ligera. Por eso cuando digo que tal dama los vio, es tanto como decir que se miraron sus ojos y los míos.

La segunda cosa que dice es que reprende su desobediencia cuando dice:

¿Y por qué no me creían a mí de ella?

Luego procede a la tercera cosa, y dice: que no debe reprenderse a sí mismo, sino a ellos por no obedecer; ya que dice que alguna vez había dicho de esta dama: en sus ojos tendría fuerza sobre mí, si tuviese libre el camino de venir; y dice esto en: Yo decía. En sus ojos, etc. Y ha de creerse, por lo tanto, que mi alma conocía estar dispuesta a recibir el acto de esta dama; y por eso lo tenía; que el acto del agente se advierte en el dispuesto paciente, como dice el filósofo en el segundo libro Del alma. Y por eso, si la cosa tuviese espíritu de temor, más temería ir al rayo del sol que no la piedra; porque su disposición recibe aquel concepto más fuerte.

Por último, manifiesta el alma en su discurso haber sido peligrosa su presunción, cuando dice: Y no me valió el darme entera cuenta que no mirasen tal, pues que fui muerta. Que no mirasen a aquel de quien primero había dicho: al que mató los míos; y así termina sus palabras, a las cuales responde el nuevo pensamiento, como se declarará en el siguiente capítulo.

X

Mostrado está el sentido de aquella parte en que habla el alma, es decir, el antiguo pensamiento que se corrompe. Ora debe mostrarse de seguida el sentido de la parte en que habla el nuevo pensamiento adverso. Y esta parte contiénese toda en el verso que comienza: No fuiste muerta. Para entender bien lo cual ha de dividirse en dos; pues en la primera parte, que comienza: No fuiste muerta, dice, por lo tanto -continuando hasta sus últimas palabras-: No es verdad que hayas muerto; mas la causa por que te parece estar muerta es un desmayo en que has caído vilmente por esta dama que se te ha aparecido. Y aquí es de notar, como dice Boecio en su Consolación, que «todo súbito cambio de cosas no sucede sin algún desfallecimiento de ánimo». Y esto quiere decir el reproche de este pensamiento, el cual se llama gentil espíritu de amor, para dar a entender que mi consentimiento se plegaba ante él; y así se puede entender esto principalmente, y conocer su victoria, cuando dice antes:

Alma nuestra, haciéndose familiar de aquélla.

Luego, como se ha dicho, ordena lo que ha de hacer esta alma reprendida para llegar a ella, y así le dice: Mira cuán piadosa y cuán humilde. Dos cosas son éstas que son remedio propio del temor de que parecía sobrecogido el

ánimo; las cuales grandemente unidas, hacen esperar bien de la persona, y principalmente la piedad, la cual, hace resplandecer con su luz toda otra bondad. Por lo cual Virgilio, hablando de Eneas, piadoso le llama en su mayor alabanza; mas piedad no es lo que cree el vulgo, esto es, dolerse del mal ajeno; antes bien, éste es especial efecto suyo, que se llama misericordia y es compasión. Mas la piedad no es compasiva, antes bien, es una noble disposición del ánimo, preparada para recibir amor, misericordia y otras caritativas pasiones.

Luego dice: Mira, además, cuán es sabia y cortés en su grandeza. Donde dice tres cosas, las cuales, según aquellas que pueden ser adquiridas por nosotros, hacen a la persona en muy gran manera amable. Dice sabia. Ahora bien, ¿qué hay más hermoso en una dama que es saber? Dice cortés. Ninguna cosa le cuadra mejor a una dama que la cortesía. Y no se engañan también con este vocablo los míseros vulgares que creen que la cortesía no es sino la generosidad; porque la generosidad es una cortesía especial, no general.

Cortesía y honestidad son una misma cosa, y como antiguamente las virtudes y buenas costumbres usábanse en las cortes -como hoy se usa lo contrario-, se sacó este vocablo de las cortes; y tanto fue decir cortesía, cuanto uso de corte. Vocablo que si hoy se dedujese de las cortes, principalmente de Italia, no sería otra cosa que decir torpeza. Dice en su grandeza. La grandeza temporal, a la cual se hace aquí referencia, está especialmente bien acompañada con las dos bondades antedichas; porque es como una luz que muestra lo bueno y lo demás de la persona claramente. ¡Y cuánto saber y cuánta virtuosa costumbre no se descubren por no tener esta luz! ¡Y cuánta materia y cuánto vicio se disciernen gracias a esta luz! Más les valiera a los míseros locos, estultos y viciosos, estar en baja condición, que ni en el mundo, ni después de esta vida serán tan infamados. En verdad, por esto dice Salomón en el Eclesiastés: «Y otra pésima enfermedad vi bajo el sol; a saber, riquezas conservadas para mal de su dueño». Luego a seguida le ordena, es decir, a mi alma, que de ora llame a esta su dama, prometiéndole que se alegraría grandemente de ello, cuando se dé entera cuenta de sus gracias; y dice esto en: Pues que si no te engañas, lo verás. No dice más hasta el fin de este verso. Y aquí termina el sentido literal de todo cuanto digo en esta canción, hablando a aquellas inteligencias celestiales.

XI

Por último, según lo que más arriba dijo la letra de este Comentario cuando dividí las partes principales de esta canción, vuelvo el rostro de mi discurso a la canción misma, y a ella le hablo. Y a fin de que esta parte sea plenamente comprendida, digo que generalmente se llama en toda canción Tornada, porque los troveros que primero la usaron lo hicieron para que, una vez cantada la canción, se tornase a ella con cierta parte del canto. Pero yo rara vez lo hice con tal intención; y para que los demás se diesen cuenta, rara vez empleé el orden de la canción en cuanto es preciso al número y a la nota; mas lo hice sólo cuando era menester decir alguna cosa para ornamento de la canción fuera de su sentido, como se verá en ésta y en las demás. Y por eso digo ahora que la bondad y la belleza de cada razonamiento están partidas y divididas entre ellas, pues que la bondad está en el sentido, y la belleza en el ornamento de las palabras; y una y otra están con deleite, si bien la bondad sea la más deleitosa. Por donde, dado que la bondad de esta canción fuese difícil de ser entendida por las diferentes personas que en ella se lanzan a hablar, por lo que se requieren muchas distinciones, y fuese fácil ver la belleza, me pareció necesario a la canción que los demás pusiesen mas atención a la belleza que a la bondad. Y esto es lo que digo en esta parte.

Mas como sucede muchas veces que el amonestar parece presuntuoso en ciertas condiciones, suele el retórico hablar indirectamente a otro, dirigiendo sus palabras, no a aquel a quien se las dice, sino a otra persona. Y esta manera es la que aquí, en verdad, se emplea; porque las palabras van a la canción y la intención a los hombres. Digo, por lo tanto: Yo creo, canción, que raros serán, esto es, pocos, los que te entiendan bien. Y digo la causa, que es doble. Primero, porque hablas trabajosamente -digo trabajosamente por lo que ya se ha dicho-; y luego, porque hablas oscuro -oscuro digo, en cuanto a la novedad del sentido-. Luego después la amonesto y digo: Si por ventura sucede que vas allí donde estén personas que, según tu entender, te parezca dudar, no desfallezcas, mas diles: Pues que no veis mi bondad, parad mientes al menos en mi belleza. Con lo cual no quiero decir otra cosa, sino como se ha dicho más arriba. ¡Oh, hombres, que no podéis ver el sentido de esta canción!

No la rechacéis, sin embargo; mas parad mientes en su belleza, que es grande, tanto por construcción, la cual compete a los gramáticos, cuanto por el orden del discurso, que compete a los retóricos, y por el número de sus partes, que compete a los músicos. Las cuales cosas puede ver cuán bellas son quien bien las considere. Y éste es todo el sentido literal de la primera canción, que por primer manjar hase antes entendido.

XII

Pues que ya se ha declarado suficientemente el sentido literal, hay que proceder a la exposición alegórica y verdadera. Y por eso, principiando una vez más desde el comienzo, digo que según perdí el primer deleite de mi alma, de que se ha hecho mención más arriba, con tristeza tanta me compungí, que ningún consuelo me bastaba. Con todo, después de algún tiempo, mi imaginación, que proponíase sanar, decidió -pues que ni mi consuelo ni el ajeno me servían- volver al modo que de consolarme había tenido algún desconsolado. Y púseme a leer el libro, desconocido para muchos, de Boecio, en el cual, maltrecho y desgraciado, habíase consolado él. Y oyendo además que Tulio había escrito otro libro, en el cual, hablando de la amistad, había apuntado palabras de la consolación de Lelio, hombre excelentísimo, en la muerte de Escipión su amigo, púseme a leerlo. Y aunque al principio me fuese duro penetrar su sentido, lo penetré al fin tanto cuanto podían el arte de la gramática que yo tenía y mi ingenio, por medio del cual ingenio veía muchas cosas, como casi soñando veía antaño; tal como en la Vida Nueva puede verse.

Y así como suele suceder que el hombre va buscando plata, y sin intención encuentra oro, que preséntale oculta ocasión, no tal vez sin divino mandato, yo, que buscaba consolarme, no solamente encontré remedio a mis lágrimas, sino palabras de entonces de ciencias y de libros, considerando las cuales, juzgaba justamente que la filosofía, señora de estos autores, de estas ciencias y de estos libros, era sublime cosa. Y me la imaginaba formada como una dama gentil; y no podía imaginármela en acto alguno que no fuese misericordioso; por lo cual, tan de grado la miraba el sentido de la verdad, que apenas podía apartarlo de ella. Y de este fantasear comencé a ir hacia donde ella se mostraba verdaderamente, es decir, en las escuelas de los religiosos y en las disputas de los filosofantes; así que en poco tiempo, treinta meses a lo sumo, comencé a sentir tanto su dulzura, que su amor ahuyentaba y destruía todo otro pensamiento. Por lo cual, elevándome del pensamiento del primer amor a la virtud de éste, como maravillándome, abrí la boca al hablar en la canción propuesta, mostrando mi condición bajo figura de otras cosas; porque de la dama de que yo me enamoraba, no era digna la rima de ningún lenguaje vulgar, ni estaban los oyentes tan bien dispuestos, que tan presto aprendieran las palabras no ficticias, y hubieran prestado tan poca fe al sentido verdadero como al ficticio, porque del verdadero creíase que estuviese por entero dispuesto a aquel amor como no se creía de éste. Comencé, por lo tanto, a decir:

Los que entendiendo movéis el tercer cielo.

Y como, según se ha dicho, esta dama fue la hija de Dios y reina de todo, la muy noble y hermosísima Filosofía, se ha de ver quiénes fueron estos motores y este tercer cielo. Y primero el tercer cielo, conforme al orden indicado. Y no es menester proceder aquí dividiendo y exponiendo a la letra; porque por medio de la pasada explicación, traducida la palabra ficticia, de lo que suena a lo que quiere decir, este sentido se ha declarado suficientemente.

XIII

Para ver lo que por tercer cielo se entiende, primeramente se ha de ver lo que quiero decir por este solo vocablo: cielo, y luego se verá cómo y por qué nos fue menester este tercer cielo. Digo que por cielo entiendo la ciencia, y por cielos las ciencias, por tres semejanzas que los cielos tienen con las ciencias, principalmente por el orden y número en que parecen convenir, como se verá tratando del vocablo tercer.

La primera semejanza es la revolución de uno y otro en torno a un inmóvil suyo. Porque todo cielo movible da vueltas en torno a su centro, el cual no se mueve; ciencia se mueve en torno a su objeto, el cual no mueve aquélla, porque ninguna ciencia demuestra el propio objeto, sino que lo presupone.

La segunda semejanza es la iluminación de uno y otro. Porque todo cielo ilumina las cosas visibles; y así cada ciencia ilumina las inteligencias.

Y la tercera semejanza es el inducir la perfección en las cosas dispuestas. En la cual inducción, en cuanto a la primera perfección, esto es, de la generación sustancial, están concordes todos los filósofos en que su causa son los cielos, aunque lo expliquen diversamente: quiénes, por los motores, como

Platón, Avicena y Algacel; quiénes, por las estrellas -especialmente las almas humanas-, como Sócrates, y también Platón y Dionisio Académico; y quiénes por virtud celestial, que está en el calor natural del germen, como Aristóteles y las demás peripatéticos. Así, las ciencias son causa de la inducción de la segunda perfección en nosotros; por hábito de las cuales, podemos especular la verdad, que es nuestra última perfección, como dice el filósofo en el sexto libro de la Ética, cuando dice lo bueno y verdadero del intelecto. Por éstas y otras semejanzas, puédese llamar cielo a la ciencia.

Ahora hemos de ver por qué se dice tercer cielo. Para lo cual es menester considerar una comparación que hay en el orden de los cielos con el de las ciencias. Como se ha referido, pues, más arriba, los siete cielos más próximos a nosotros son los de los planetas; luego hay otros dos cielos sobre éstos movibles, y uno, sobre todos, quieto. A los siete primeros corresponden las siete ciencias del Trivio y del Cuatrivio, a saber: Gramática, Dialéctica, Retórica, Aritmética, Música, Geometría y Astrología. A la octava esfera, es decir, a la estrellada, corresponde la ciencia natural, que se llama Física, y la primera ciencia, que se llama Metafísica; a la novena esfera corresponde la ciencia moral; y al cielo quieto corresponde la ciencia divina, que se llama

Teología. Y hemos de ver brevemente la razón de que esto sea así.

Digo que el cielo de la Luna se asemeja a la Gramática, porque se puede comparar con ella. Porque si se mira bien a la luna, se ven dos cosas propias de ella que no se ven en las demás estrellas; es la una la sombra que hay en ella, la cual no es otra cosa sino raridad de su cuerpo, en la cual no pueden terminar los rayos del sol y repartirse como en las demás partes; es la otra la variación de su luminosidad, que ora luce por un lado, ora luce por, el otro, según el sol la ve. Y la Gramática tiene estas dos propiedades, porque, por su infinitud, los rayos de la razón en mucha parte no terminan en ella, especialmente en los vocablos; y luce, ora por aquí o por allá, en cuanto están en uso ciertos vocablos, ciertas declinaciones, ciertas construcciones que antes no lo estuvieron, y muchas lo estuvieron que todavía lo estarán; como dice

Horacio en el principio de la Poetría, cuando dice: «Renacerán muchos vocablos que habían decaído», etc.

El cielo de Mercurio se puede comparar a la Dialéctica por dos propiedades: porque Mercurio es la estrella más pequeña del cielo; porque la cantidad de su diámetro no es más que de doscientas treinta y dos millas, según expone Alfragano, que dice ser aquél una vigésimoctava parte del diámetro de la tierra, el cual tiene seis mil quinientas millas. La otra propiedad es que está más velada de los rayos del sol que ninguna otra estrella. Y estas dos propiedades existen en la Dialéctica; porque la Dialéctica tiene menos cuerpo que ninguna otra ciencia; por lo cual está perfectamente compilada y terminada en todo el texto que en el arte antigua y en la nueva se encuentra; y está más velada que ninguna otra ciencia, en cuanto procede con argumentos más sofísticos y probables que otra alguna.

El cielo de Venus se puede comparar a la Retórica por dos propiedades: una es la claridad de su aspecto, que es más suave a la vista que ninguna otra estrella; otra es su aparición, ora a la mañana, ora a la tarde. Y estas dos propiedades existen en la Retórica, porque la Retórica es la más suave de todas las ciencias, porque tal se propone principalmente. Aparece de mañana, cuando el retórico habla a la vista del oyente; aparece de noche, es decir, detrás, cuando el retórico habla por el remoto medio de la letra.

El cielo del Sol se puede comparar a la Aritmética por dos propiedades: una es que de su luz se informan todas las demás estrellas; la otra es que los ojos no pueden mirarla. Y estas dos propiedades existen en la Aritmética, porque de su luz se iluminan todas las ciencias, ya que sus objetos todos son considerados bajo algún número, y en la consideración de aquéllos, siempre con número se procede. Del mismo modo que en la ciencia natural es objeto el cuerpo movible, el cual cuerpo tiene en sí razón de continuidad, y ésta tiene en sí razón de número infinito. Y la condición más principal de la ciencia natural es considerar los principios de las cosas naturales, las cuales son tres, a saber: materia, privación y forma; en los cuales se ve este número, no sola mente en todos juntos, sino que además en cada uno hay número, si se considera con sutileza. Porque Pitágoras, según dice Aristóteles en el primer libro de la

Metafísica, suponía principios de las cosas naturales lo par y lo impar, considerando que todas las cosas son número. La otra propiedad del sol vese todavía en el número, del cual trata la Aritmética, porque el ojo del intelecto no le puede mirar; ya que el número, considerado en sí mismo, es infinito; y esto no lo podemos entender nosotros.

El cielo de Marte se puede comparar a la Música, por dos propiedades: es la una su más hermosa relación, porque, enumerando los cielos movibles, por cualquiera que se comience, ya sea el ínfimo o el sumo, el cielo de Marte es el quinto; está en medio de todos, a saber: de los primeros, los segundos, los terceros y los cuartos. La otra es que Marte seca y enciende las cosas; porque su color es semejante al del fuego, y por eso aparece de color de fuego, cuándo más, cuándo menos, según el espesor y raridad de los vapores que le siguen; los cuales se encienden muchas veces por sí mismos, tal como está determinado en el libro primero de la Meteora. Y por eso dice Albumassar que el encendimiento de tales vapores significa muertes de reyes y transmutación de reinos; porque son efectos del señorío de Marte. Y Séneca dice por eso que en la muerte de Augusto emperador vio en lo alto una bola de fuego. Y en

Florencia, al principio de su destrucción, fue vista en el aire, en figura de cruz, una gran cantidad de estos vapores secuaces de a estrella de Marte. Y estas dos propiedades existen en la música, la cual es toda ella relativa, como se ve en las palabras armonizadas y en los cantos, de los cuales resulta tanto más dulce armonía cuanto más bella es la relación; la cual en tal ciencia es más bella que ninguna, porque principalmente se la propone. Además, la música atrae a sí los espíritus humanos, que son casi principalmente vapores del corazón, de modo que casi cesan de obrar por completo; de tal modo está el alma entera cuando se la oye, y la virtud de todos ellos corre al espíritu sensible que recibe el sonido.

El cielo de Júpiter se puede comparar a la Geometría por dos propiedades: es la una que se mueve entre dos cielos que repugnan a su buena temperatura, como son el de Marte y el de Saturno. Por lo cual, Tolomeo dice en el libro alegado que Júpiter es estrella de complexión templada, en medio del frío de Saturno y del calor de Marte. La otra es que se muestra entre todas las estrellas, blanca, como plateada. Y estas cosas existen en la ciencia de la Geometría. La Geometría se mueve entre dos que la repugnan, como son el punto y el círculo -y digo círculo en sentido amplio, a toda cosa redonda, ya sea cuerpo, ya superficie-; porque, como dice Euclides, el punto es principio de aquélla, y, según dice, el círculo es su figura más perfecta, por lo cual tiene razón de fin. Así que entre punto y círculo, como entre principio y fin, se mueve la Geometría. Y estos dos repugnan a su certeza; porque el punto, por su indivisibilidad, es inconmensurable, y el círculo, por su arco, es imposible se le cuadre perfectamente, y, por lo tanto, es imposible medirle con precisión. Y además la Geometría es blanquísima, en cuanto no tiene mácula de error, y ciertísima por sí y por su sierva, que se llama perspectiva.

El cielo de Saturno tiene dos propiedades, por las cuales se puede comparar a la Astrología: una es la tardanza de su movimiento por los doce signos; que veintinueve años y más, según los escritos de los astrólogos, necesita de tiempo su círculo; la otra es que está más alto que todos los demás planetas. Y estas dos propiedades existen en la Astrología; porque para cumplir su círculo, es decir, en su aprendizaje, ha menester grandísimo espacio de tiempo, tanto para sus demostraciones, que son más que de ninguna otra de las ciencias susodichas, como para la experiencia que para discernir bien en ella se necesita. Además está más alta que todas las demás, porque, como dice Aristóteles en el principio Del alma, la ciencia es alta en nobleza, por la nobleza de su objeto y por su certeza. Ésta, más que ninguna de las susodichas, es noble y alta por su objeto alto y noble, como es el movimiento del cielo; es alta y noble por su certeza, la cual no tiene defecto, como procedente de perfectísimo y regular principio. Y si alguno la cree con defecto, no es de ella, sino, como dice Tolomeo, de nuestra negligencia, y a ésta se debe imputar.

XIV

Después de las comparaciones hechas de los siete primeros cielos, hay que proceder con los otros, que son tres, como varias veces se ha referido. Digo que el cielo estrellado se puede comparar a la Física por tres propiedades y a la Metafísica, por otras tres; porque muéstranos de sí dos cosas visibles, como son las muchas estrellas, y la Galaxia, es decir, ese blanco círculo que el vulgo llama Camino de Santiago; y muéstranos uno de los polos y el otro nos esconde; y muéstranos un solo movimiento de Oriente a Occidente que casi nos lo esconde. Por lo cual hemos de ver por orden, primero, la comparación de la Física, y luego, la de la Metafísica.

Digo que el cielo estrellado nos muestra muchas estrellas; porque, según han visto los sabios de Egipto, hasta la última estrella que descubrieron en el meridiano, suponen mil veintidós cuerpos de estas estrellas de que hablo. Y en esto tiene grandísima semejanza con la Física, si se consideran sutilmente estos tres números, a saber: dos, veinte y mil; porque por el dos se entiende el movimiento local, que es de necesidad de un punto a otro. Y por el veinte significa el movimiento de la alteración, pues dado que del diez para arriba no se va alternando sino ese diez con los otros nueve y consigo mismo, y la más hermosa alteración que recibe es la suya propia, y la primera que recibe es veinte, es de razón que este número signifique dicho movimiento. Y por el mil significa el movimiento de aumento, porque en el nombre, es decir, este mil, es el número mayor, y no se puede aumentar más sino multiplicando éste. Y sólo estos tres movimientos muestra la Física, como está probado en el quinto de su primer libro.

Y por la Galaxia tiene semejanza este cielo grande con la Metafísica. Porque se ha de saber que los filósofos han tenido diversas opiniones acerca de la Galaxia. Porque los pitagóricos dijeron que el sol erró alguna vez en su camino, y, pasando por otras partes inadecuadas a su hervor, quemó el lugar por donde pasara; y quedó aquella señal del incendio. Y creo que se inspiraron en la fábula de Faetonte, que refiere Ovidio en el principio del segundo de Metamorfoseos. Otros -como Anaxágoras y Demócrito- dijeron que aquello era luz del sol reflejada en aquella parte. Y estas opiniones afirmaron con razones demostrativas. Lo que de ello nos dijera Aristóteles no puede saberse con certeza, porque su sentido no es el mismo en una que en otra transcripción. Y creo que fuese error de los transcriptores; porque en la Nueva parece decir que ello es una acumulación en aquella parte, bajo las estrellas, de los vapores que siempre arrastran; y esto no parece ser cierto. En la Antigua dice que la

Galaxia no es sino una multitud de estrellas fijas en aquella parte, y tan pequeñas, que de aquí abajo no las podemos distinguir; mas de ellas procede esa albura a que llamamos Galaxia. Y puede ser que el cielo en esa parte sea más espeso, y de ahí que retenga y muestre luz tal; y esta opinión parecen tener con Aristóteles, Avicena y Tolomeo. Por donde, dado que la Galaxia sea un efecto de esas estrellas, las cuales nosotros no podemos ver, mas por su efecto entendemos tales cosas, y pues la Metafísica trata de las sustancias primeras, las cuales no podemos de la misma manera entender sino por sus efectos, manifiesto está que el cielo estrellado tiene gran semejanza con la Metafísica.

Además, por el polo que vemos, significa las cosas que no tienen materia, que no son sensibles, de las cuales trata la Metafísica; y por eso tiene dicho cielo grande semejanza con una y con otra ciencia. Además, por los dos movimientos, significa estas dos ciencias; porque por el movimiento en que se revuelve cada día y hace una nueva circunvolución de punto a punto, significa las cosas corruptibles, que cotidianamente cumplen su camino, y su materia se muda de forma en forma; y de éstas trata la Física. Y por el movimiento casi insensible que hace de Occidente a Oriente, de un grado en cien años, significa las cosas incorruptibles, las cuales tuvieron en Dios comienzo de creación y no tendrán fin; y de éstas trata la Metafísica. Y por eso digo que este movimiento significa aquéllas que ese circunvolución comenzó y que no tendría fin; porque fin de la circunvolución es volver a un mismo punto, al cual no volverá este cielo, conforme a este movimiento. Porque desde el comienzo del mundo ha girado poco más de la sexta parte; y nosotros estamos ya en la última edad del siglo, y esperamos, en verdad, la consumación del celestial movimiento. Y así, manifiesto es que el cielo estrellado, por muchas propiedades, se puede comparar a la Física y a la Metafísica.

El cielo cristalino contado antes como primero movible, tiene semejanza asaz manifiesta con la Filosofía moral; porque la Filosofía moral, según dice Tomás acerca del segundo de la Ética, nos prepara para las demás ciencias.

Pues como dice el filósofo en el quinto de la Ética, la justicia legal prepara las ciencias para aprender, y ordena, para que no sean abandonadas, que aquéllas sean aprendidas y enseñadas; así el dicho cielo ordena con su movimiento la cotidiana revolución de todos los demás; por la cual cada uno de todos ellos reciben aquí abajo la virtud de todas sus partes. Porque si la revolución de éste no ordenase tal, poco de su virtud o de su vista llegaría aquí abajo. De donde, suponiendo que fuese posible que este noveno cielo no se moviese, la tercera parte del cielo no se hubiera visto aún en ningún lugar de la tierra; y Saturno permanecería oculto catorce años y medio a todos los lugares de la tierra, y Júpiter se escondería seis años, y Marte casi un año, y el Sol ciento ochenta y dos días y catorce horas -digo días, por decir tanto tiempo cuanto miden esos días-, y Venus y Mercurio casi como el Sol se celarían y se mostrarían, y la Luna durante catorce días y medio permanecería oculta a todas las gentes. No habría aquí abajo, en verdad, generación ni vida de animales ni de plantas; no habría noche, ni día, semana, mes ni año; mas todo el universo estaría desordenado, y el movimiento de los demás sería vano. Y no de otro modo, al cesar la Filosofía moral, las demás ciencias estarían ocultas algún tiempo, y no habría generación, ni vida feliz, y en vano estarían escritas y halladas de antiguo. Por lo cual manifiesto está que este cielo tiene semejanza con la Filosofía moral.

Además, el cielo empíreo, por su paz, aseméjase a la divina creencia que llena está de toda paz; la cual no padece litigio alguno de opiniones o argumentos sofísticos, por la excelentísima certeza de su objeto, que es Dios. Y de ésta dice Él a sus discípulos: «Mi paz os doy, mi paz os dejo», dándoles y dejándoles su doctrina, que e la ciencia de que yo hablo. De ésta dice Salomón: «Sesenta son las reinas y ochenta las amigas concubinas; y de las siervas adolescentes nos puede contar el número; una es mi paloma y mi perfecta». A todas las ciencias llama reinas, amantes y siervas; y a ésta llama paloma porque no hay en ella mácula de litigio; y a ésta llama perfecta, porque hace ver la verdad perfectamente, en la cual se aquieta nuestra alma. Y por eso, así razonada la comparación de los cielos con las ciencias, puede verse que por el tercer cielo entiendo la Retórica, la cual se asemeja al tercer cielo, como más arriba se muestra.

XV

Por las semejanzas dichas puede verse quienes son estos motores a quienes hablo, que son motores de aquél; como Boecio y Tulio, los cuales, con la suavidad de su discurso, me inclinaron, como se ha dicho antes, al amor, esto es, al estudio de esta dama gentilísima, la Filosofía, con los rayos de su estrella, la cual es la escritura de aquélla; por donde, en toda ciencia, la escritura se estrella llena de luz, la cual aquella ciencia demuestra. Y, una vez manifestado esto, puede verse el verdadero sentido del primer verso de la canción propuesta, por la exposición ficticia y literal. Y por esta misma exposición puede entenderse suficientemente el primer verso hasta aquella parte donde dice: Éste me hace mirar a una dama. Ahora bien; ha de saberse que esta dama es la Filosofía; la cual es en verdad dama llena de dulzura, adornada de honestidad, admirable de sabiduría, gloriosa de libertad, como en el tercer Tratado, donde se tratará de su nobleza, está manifiesto.

Y allí donde dice: Quien quiera ver la salud haga por ver los ojos de esta dama, los ojos de esta dama son sus demostraciones, las cuales, dirigidas a los ojos del intelecto, enamoran el alma libre en las condiciones. ¡Oh, dulcísimos e inefables semblantes y súbitos raptadores de la mente humana, que en las demostraciones, en los ojos de la Filosofía aparecéis, cuando ésta a sus amantes habla! En verdad, en nosotros está la salud por la cual quien os mira es bienaventurado y salvo de la muerte, de la ignorancia y de los vicios.

Donde se dice: Si es que no teme angustia de suspiros, aquí se ha de entender, si no teme labor de estudio y litigio de dudas, las cuales, desde el principio de las miradas de esta dama, surgen multiplicándose, y luego, continuando su luz, producen así como nubecillas matutinas al rostro del Sol, y permanece libre y lleno de certeza el intelecto familiar, como el aire de los rayos meridianos, purgado e ilustrado.

El tercer verso se entiende todavía por la exposición literal hasta donde dice: El alma llora. Aquí se ha de tener en cuenta alguna moralidad que se puede notar en estas palabras; que no debe el hombre olvidar por un amigo mayor los vicios recibidos del menor; mas si se ha de seguir sólo al uno y dejar al otro, se ha de seguir al mejor, abandonando al otro con alguna honesta lamentación; en la cual da ocasión de que le ame más aquel a quien sigue.

Luego, donde dice: De mis ojos, no quiere decir sino que fue dura la hora en que la primera demostración de esta dama entró en los ojos de mi intelecto, la cual fue causa muy inmediata de este enamoramiento. Y allí donde dice: Mis iguales, se entienden las almas libres de los míseros y viles deleites y de los hábitos vulgares, y dotadas de ingenio y de memoria, y dice luego: mata; y dice luego: soy muerta; lo cual parece contrario a lo dicho más arriba de la salud de esta dama. Mas ha de saberse que aquí habla una de las partes y allí habla la otra; las cuales litigan diversamente, según está manifiesto más arriba. Por donde no es de maravillar si allí dice sí y aquí dice no, si bien se considera quién desciende y quién sube.

Luego, en el cuarto verso, donde dice: Un gentil espíritu de amor, entiéndese un pensamiento que nace de mi estudio. Por lo cual ha de saberse que por amor en esta alegoría se entiende siempre ese estudio, el cual es aplicación del ánimo enamorado de la cosa a la cosa misma. Luego cuando dice: De tan altos milagros el adorno, anuncia que en ella se verá el ornamento de los milagros; y dice verdad: que los adornos de las maravillas es el ver la causa de aquéllas, las cuales demuestra, como en el principio de la Metafísica parece sentir el filósofo, diciendo que para ver estos adornos comenzaron los hombres a enamorarse de esta dama. Y de este vocablo, a saber, maravilla, se tratará plenamente en el siguiente Tratado. Todo lo demás que sigue luego de esta canción está suficientemente manifiesto por la argumentación. Y así, al fin de este segundo Tratado, digo y afirmo que la dama de quien me enamoré después del primer amor fue la bellísima y honestísima hija del Emperador del Universo, la cual Pitágoras puso por nombre Filosofía. Y aquí se termina el segundo Tratado, que, como primer manjar, se ha servido antes.

****

TRATADO TERCERO

Canción segunda

Amor, que en la mente me habla de mi dama con gran deseo, frecuentemente me trae de ella cosas

que el intelecto acerca de ellas desvaría.

Su hablar suena tan dulcemente,

que el alma que la escucha, y que tal oye dice: «¡Ay, triste de mí! ¡Que yo no puedo decir lo que oigo de mi dama!»

Cierto que he de dejar ya por el pronto,

si he de hablar de lo que decir la oigo,

lo que a entender no alcanza mi intelecto, y de lo que comprende

gran parte, que decirla no sabría.

Mas si mis rimas no tuvieran defecto,

en cuanto a la alabanza que hagan de ella,

cúlpese de ello al débil intelecto,

y al habla nuestra, que no tiene fuerza para copiar cuanto el amor le dicta.

No ve ese sol, que en torno al mundo gira, cosa tan gentil, sino en la hora

en que luce en la parte en donde mora la dama, de quien amor hablar me hace. Todo intelecto de allá arriba mírala,

y la gente que aquí se enamora

en sus pensamientos la encuentra aún, cuando amor deja sentir su paz.

Su ser tanto complace a Aquel que se lo dio, que infunde siempre en ella su virtud,

más allá del dominio de nuestro natural.

Su alma pura,

que de Él recibe esta salud,

lo manifiesta en cuanto conmigo lleva, que sus bellezas cosas vistas son.

Y los ojos de los que están donde ella luce, mensajeros envían al corazón lleno de deseos, que toman aire y se truecan en suspiros.

A ella desciende la virtud divina, cual sucede en el ángel que la ve;

y si hay una dama gentil que no lo crea, vaya con ella y contemple sus actos. Allí donde ella habla, desciende

un espíritu del cielo, portador de fe. Como el alto valor que ella posee,

está más allá de lo que a nosotros cumple.

Los actos suaves que ella muestra a los demás, van llamando al amor, en competencia,

en aquella voz que lo hace oír. De ella decir se puede:

Noble es cuanto en la dama se descubre, y hermoso cuanto a ella se asemeja;

y puédese decir que su semblante ayuda a consentir en lo que parece maravilla; por donde nuestra fe recibe apoyo.

Por eso fue así ordenada por siempre. Cosas se advierten en su continente que muestran placeres del paraíso; quiero decir en los ojos y en su dulce risa, en donde Amor tiene su lugar propio. Deslumbran nuestro intelecto,

como el rayo del sol a un rostro frágil; y, pues no las puedo mirar fijamente, heme de contentar con decir poco.

Su belleza llueve resplandores de fuego, animados de espíritu gentil,

creador de todo buen pensamiento;

y rompen como un trueno

los vicios innatos que a los demás hacen viles. Por eso la dama que vea su belleza

en entredicho, porque no parece humilde y quieta, mire a la que es ejemplo de humildad.

Éste que humilla a todo ser perverso,

fue por Aquél pensada que creó el Universo. Canción, parece que hablas al contrario

de cuanto dice una hermana que tienes;

pues que esta dama que tan humilde muestras,

ella la llama fiera y desdeñosa.

Sabes que el cielo siempre es luciente y claro, y cuán no se enturbia en sí jamás;

mas nuestros ojos asaz

llaman a la estrella tenebrosa;

así cuando ella la llama orgullosa no la considera conforme a verdad; mas según lo que ella creía. Porque el alma tenía,

y aún teme tanto, que paréceme fiero

todo cuanto veo allí donde ella me oiga. Excúsate así, si lo has menester,

y cuando puedas, a ella te presenta, y dile: «Mi señora, si os es grato,

yo por doquier tengo de hablar de vos».

I

Como en el Tratado precedente se refiere, mi segundo amor tuvo comienzo en el semblante misericordioso de una dama. El cual amor, luego, encontrando mi vida dispuesta para su ardimiento, a guisa de fuego, se encendió de pequeña en grande llama; de tal modo que no solamente velando, sino durmiendo, dábame su luz en la cabeza. Y no se podría decir ni entender cuán grande era el deseo que de verla me daba amor. Y no solamente estaba así tan deseoso de ella, sino de todas las personas que tuviesen con ella alguna proximidad, ya de familia, ya de algún parentesco. ¡Oh, cuántas noches hubo en que cerrados ya los ojos de las demás personas descansaban durmiendo, y los míos miraban fijamente en el habitáculo de mi amor! Y del mismo modo que el multiplicado incendio quiere mostrarse al exterior (porque estar oculto es imposible), me entraron ganas de hablar de amor, el cual no podía existir en modo alguno. Y aunque podía tener poco dominio de mi consejo, sin embargo, tanto por voluntad de amor o por mi solicitud me acerqué a él varias veces, que deliberé y vi que, hablando de amor, no había discurso más hermoso y de más provecho que aquel en que se encomiaba la persona a que se amaba.

Y para esta deliberación me serví de tres razones, una de las cuales fue el propio amor de sí mismo, el cual es principio de todos los demás; del mismo modo que ve cada cual que no hay modo más lícito ni cortés de hacerse honor a sí mismo que honrar al amigo.

Porque dado que no pueda haber amistad entre desiguales, donde quiera que se ve amistad se supone igualdad, y donde quiera que se entiende amistad, son comunes la alabanza y el vituperio. Y de esta razón, dos grandes enseñanzas se pueden deducir: es la una el no querer que ningún vicioso se muestre amigo, porque con ello se cobra opinión nada buena de aquel que se hace amigo; la otra es que nadie debe censurar a su amigo públicamente, porque a sí mismo se da con un dedo en el ojo, si bien se mira la razón antedicha.

La segunda razón fue el deseo de la duración de esta amistad. Por lo cual, se ha de saber que, como dice el filósofo en el noveno de la Ética, en la amistad de las personas de condición desigual ha de haber, para conservar aquélla, una proporción tal entre ellas, que casi reduzca la desigualdad, como entre el señor y el siervo. Porque aunque el siervo no puede devolver igual beneficio, al señor cuando es favorecido por éste, debe sin embargo devolvérselo cuanto mejor pueda con tanta solicitud y franqueza, que lo que es igual per se, se haga igual por la demostración de buena voluntad en que la amistad se manifiesta, afirma y conserva. Por lo cual yo, considerándome más pequeño que esta dama y viéndome favorecido por ella, me esfuerzo en encomiarla según mi facultad, la cual, si no es igual de por sí, al menos la pronta voluntad demuestra que si más pudiese más haría, y así se hace igual a la de esta dama gentil.

La tercera razón fue un argumento de previsión, porque, como dice Boecio: «No basta con mirar solamente aquello que está ante los ojos, es decir, el presente; y por eso nos es dada la previsión, que mira más allá de aquello a lo que puede suceder». Digo que pensé que muchos a mis espaldas acusaríanme quizás de liviandad de ánimo, oyendo que había trocado mi primer amor. Por lo cual, para disculparme de este reproche, no había ningún argumento mejor que decir cómo era la dama que me había cambiado. Porque por su excelencia manifiesta se puede considerar su virtud; y por la comprensión de su grandísima virtud se puede pensar que toda estabilidad de ánimo es mudable por ella; y así no me juzgarían liviano y nada estable. Me propuse, pues, alabar a esta dama, si no como ella mereciese, al menos en cuanto yo pudiese; y comencé a decir:

Amor, que en la mente me habla.

Esta canción tiene principalmente tres partes. La primera es todo el primer verso, en el cual se habla a manera de proemio. La segunda son los tres versos siguientes, en los cuales se trata de lo que se quiere decir, esto es, la alabanza de la gente; la primera de las cuales comienza: No ve ese sol que en torno al mundo gira. La tercera parte es el quinto y último verso, en el cual, dirigiendo mis palabras a la canción, la purgo de toda duda. Y de estas tres partes se ha de hablar por orden.

II

Empezando, pues, por la primera parte, que ordenada fue a modo de proemio de esta canción, digo que es menester dividirla en tres partes. Porque, primero, se apunta la inefable condición de este tema; segundo, se refiere mi insuficiencia. para tratarlo con perfección; y comienza esta segunda parte en:

Cierto que he de dejar ya por el pronto. Por último, me excuso con insuficiencia, de la cual no se debe atribuirme la culpa; y comienzo esto cuando digo: Mas si mis rimas tuvieran defecto.

Digo pues: Amor, que en la mente me habla, donde principalmente se ha de ver quién es el que así razona y qué lugar es ése en el que digo que habla. Amor, tomándolo en verdad y considerándolo sutilmente, no es sino unión espiritual del alma con la cosa amada, a la cual unión corre el alma por su propia naturaleza pronto o tarde, según esté libre o impedida. Y la razón de tal naturalidad puede ser ésta: toda forma substancial procede de su primera causa, la cual es Dios, conforme está escrito en el libro de las causas; y no reciben diversidad por aquélla, que es simplicísima, sino por las causas secundarias y la materia a que desciende, por lo cual escrito está en el mismo libro, tratando de la infusión de la bondad divina: «y hacen diversas las bondades y dones por el concurso de la cosa que recibe». Por lo cual, dado que todo efecto conserve algo de la naturaleza de su causa, como dice Alpetragio cuando afirma que lo que es causado por cuerpo circular tiene en algún modo esencia circular, toda forma tiene en alguna manera esencia de la naturaleza divina, no porque la naturaleza divina se haya dividido y comunicado a aquéllas, sino que participan de ella, casi del mismo modo que las demás estrellas participan de la naturaleza del sol. Y cuanto más noble es la forma, tanto más tiene de esta naturaleza. Por donde el alma humana, que es la forma más noble de cuantas se han engendrado bajo el cielo, participa más de la naturaleza divina que ninguna otra. Y como es naturalísimo en Dios el querer ser -porque, como se lee en el libro alegado, lo primero es el ser y antes de él no hay nada-, el alma humana quiere ser con todo su deseo. Como su ser depende de Dios, y por Aquél se conserva, naturalmente desea y quiere estar unida a Dios para fortificar su ser. Y como en las bondades de la naturaleza muéstrase la razón divina, acaece que naturalmente el alma humana se une por vía espiritual con aquéllas, tanto más presto y fuertemente, cuanto más perfectas se muestran. El cual aspecto depende de que el conocimiento del alma sea claro o dificultoso. Y esta unión es la que nosotros llamamos amor, por el cual se puede conocer cómo es por dentro el alma, viendo por fuera a quienes ama. Este amor, es decir, la unión de mi alma con la dama gentil, en la cual se me mostraba asaz de la luz divina, es el razonador que digo; pues que de Él nacían continuos pensamientos que contemplaban y examinaban el mérito de la dama que espiritualmente habíase hecho una misma cosa conmigo.

El lugar en que digo que el tal me habla es la mente; mas con decir que es la mente, no se entiende mejor que antes; y por eso hemos de ver lo que esa mente significa propiamente. Digo pues, que el filósofo, en el segundo del

Alma, dividiendo sus potencias, dice que el alma tiene principalmente tres potencias, a saber: vivir, sentir y razonar; y dice también mover; mas ésta puede considerarse una con el sentir, porque toda alma que siente con todos los sentidos o con sólo alguno, se mueve; de modo que el mover es una potencia unida al sentir. Y, según dice, es manifiesto que estas potencias están entre sí, de suerte que la una es fundamento de la otra. Y la que es fundamento puede ser dividida por sí; mas la otra que sobre ésta se funda no puede ser dividida por aquélla. Por donde, la potencia vegetativa, por la cual se vive, es fundamento sobre el cual se siente, es decir, se ve, se oye, se gusta, se huele y se toca; y esta potencia vegetativa puede ser alma por sí sola, como vemos en las plantas todas. La sensitiva no puede existir sin aquélla; no se encuentra cosa alguna que sienta, que no viva. Y esta potencia sensitiva es fundamento de la intelectiva, es decir, de la razón; y por eso en las cosas animadas mortales no se encuentra la potencia razonadora sin la sensitiva; mas la sensitiva se encuentra sin ésta, como vemos en las bestias, en los pájaros y en los peces y en todo animal bruto. Ese alma que comprende todas estas potencias es la más perfecta de todas. Y el alma humana, la cual posee la nobleza de la última potencia, es decir, la razón, participa de la divina naturaleza a guisa de inteligencia sempiterna; porque el alma está en aquella soberana potencia tan ennoblecida y desnuda de materia, que la divina luz irradia en ella como en un ángel; y por eso el hombre es llamado por los filósofos divino animal. En esta nobilísima parte del alma hay más virtudes, como dice el filósofo principalmente en el tercero del Alma, donde dice que hay en ella una virtud que se llama científica y una que se llama razonadora o consejera; y con ésta hay ciertas virtudes, como dice Aristóteles en el mismo lugar, como la virtud inventiva y la judicativa. Y todas estas nobilísimas virtudes y las demás que están en aquella excelente potencia, tienen un mismo nombre con este vocablo, del cual se quería saber qué era, a saber, mente. Por lo cual es manifiesto que por mente se entiende esta última y nobilísima parte del alma.

Que tal es su comprensión se ve porque solamente del hombre y de las divinas sustancias es predicado esta mente, como puede verse claramente en

Boecio, que primero se la atribuye a los hombres, cuando dice en la Filosofía «Tú y Dios, que a ti en la mente de los hombres te puso»; luego se la atribuye a Dios, cuando dícele a Dios: «Todas las cosas produces del ejemplo supremo, oh, Tú hermosísimo, que en la mente llevas el hermoso mundo». Y nunca fue atribuida a ningún animal bruto, y aun a muchos hombres, que parecen defectuosos en la parte más perfecta, no parece que se deba ni se pueda atribuírseles; y por eso tales son llamados en la Gramática dementes, es decir, sin mente. Por donde ya puede verse lo que es mente, que es aquel fin, y preciosísima parte del alma, que es deidad. Y éste es el lugar donde digo que amor me habla de mi dama.

III

Digo que este amor hace su obra en mi mente, no sin causa; lo cual es de razón que se diga para dar a entender qué amor es éste, por el lugar en que obra. Porque ha de saberse que cada cosa, como se ha dicho más arriba, por la razón mostrada, tiene su amor especial, como los cuerpos simples tienen amor naturalizado en sí a su lugar propio; y por eso la tierra siempre desciende al centro; el fuego a la circunferencia sobre el cielo de la luna, y por eso siempre sube a él.

Los cuerpos compuestos primero, como son los minerales, tienen amor al lugar donde está ordenada su generación, y en él crecen y de él toman vigor y potencia. Por lo cual vemos cómo la calamita recibe siempre virtud de su generación.

Las plantas, que son las primeras animadas, tienen aún cierto lugar más que a otro, manifiestamente según requiere su complexión; y por eso vemos a ciertas plantas desarrollarse casi siempre a orillas del agua, y a otras en las cimas de las montañas, y a otras al pie de los montes, las cuales, si se las muda, o mueren del todo o viven tristes, como cosas separadas de sus amigos.

Los animales brutos tienen amor más manifiesto aún, no solamente al lugar, sino que los vemos amarse unos a otros.

Los hombres tienen su propio amor a las cosas perfectas y honestas.

Y como el hombre -aunque su forma sea toda ella una sola sustancia-, por su nobleza participa de la naturaleza de todas estas cosas, puede tener todos estos amores, y todos los tiene.

Porque por la naturaleza del cuerpo simple que gobierna la persona, ama naturalmente el andar cuesta abajo; por eso, cuando mueve su cuerpo hacia arriba, se fatiga más.

Por la segunda naturaleza del cuerpo mixto ama el lugar a su generación y aun el tiempo; y por eso cada cual naturalmente es más fuerte de cuerpo en el lugar donde es engendrado y en el tiempo de su generación que en otro. Por lo cual se lee en las historias de Hércules, y en el Ovidio Mayor y en el Lucano y otros poetas, que combatiendo con el gigante llamado Anteo, cada vez que el gigante se cansaba y tumbábase a lo largo en tierra -ya por su voluntad, ya forzado por Hércules-, resurgían en él la fuerza y el vigor de la tierra en que había sido engendrado. Dándose cuenta de lo cual, Hércules le cogió al fin, y abrazándole y levantándole del suelo, tanto tiempo le tuvo sin dejarlo unirse a la tierra, que con facilidad lo venció y mató. Y esta batalla acaeció en África, según los testimonios escritos.

Por la naturaleza tercera, a saber, lo de las plantas, tiene el hombre amor a cierto alimento, no en cuanto es sensible, sino en cuanto es nutritivo, y este tal alimento hace perfectísima la obra de esta naturaleza; y el otro no, sino imperfecta. Y por eso vemos que ciertos alimentos hacen a los hombres robustos, membrudos y colorados muy vivamente, y también lo contrario.

Por la naturaleza cuarta, de los animales, es decir, sensitiva, tiene el hombre otro amor, por el cual ama según la apariencia sensible, como bestia, y este amor tiene en el hombre principalmente oficio de rector, por su suprema operación en el deleite, principalmente del gusto y del tacto.

Por la quinta y última naturaleza, a saber, la verdadera humana, y, por mejor decir, angélica, esto es, racional, tiene el hombre amor a la verdad y a la virtud; y de este amor nace la verdadera y perfecta amistad, originada de la honestidad, de la cual habla el filósofo en el octavo de la Ética, cuando trata de la amistad.

De donde, como quiera que esta naturaleza se llama mente, como más arriba se ha mostrado, dije que amor me hablaba en la mente, para dar a entender que este amor era el que nace en aquella nobilísima naturaleza, es decir, de la verdad y la virtud, para excluir de mí toda falsa opinión, por la cual se sospechase que mi amor fuese tal por deleite sensible. Digo luego con gran deseo para dar a entender su continuidad y su fervor. Y digo que me trae frecuentemente cosas que hacen desvariar al intelecto, y digo verdad; porque mis pensamientos, hablando de ella, muchas veces querían deducir de ella cosas que yo no podía entender, y desvariaba de tal modo, que exteriormente casi parecía alienado, como quien mira con la vista en línea recta, que primero ve las cosas próximas claramente; luego, siguiendo adelante, las ve menos claras; luego, más allá, duda; luego, siguiendo mucho más allá, perdida la vista, nada ve.

Y ésta es una de las inefabilidades de lo que he tomado por tema. Y, por consiguiente, refiero la otra cuando digo: Su hablar, etc. Y digo que mis pensamientos -que son hablar de amor- suenan tan dulcemente, que mi alma, es decir, mi afecto, desea ardientemente poder referirlo con la lengua. Y como no puedo decirlo, digo que el alma se lamenta de ello diciendo ¡Ay, triste de mí!, que yo no puedo.

Y ésta es la otra inefabilidad, a saber, que la lengua no es completamente secuaz de aquello que el intelecto ve. Y digo: El alma que la escucha y que tal siente; escuchar, en cuanto a las palabras, y sentir, en cuanto a la dulzura del sonido.

IV

Una vez expuestas las dos inefabilidades de esta materia, hemos de proceder a explicar las palabras que declaran mi insuficiencia. Digo, por lo tanto, que mi insuficiencia procede doblemente, como doblemente trasciende la alteza de ésta del modo que se ha dicho.

Porque yo he de dejar por pobreza de intelecto mucho de la verdad que hay en ella y que casi irradia en mi mente, la cual, como cuerpo diáfano, lo recibe y no lo agota. Y digo esto en la partícula que sigue: Cierto que he de dejar ya por el pronto.

Luego, cuando digo: Y de lo que comprende, digo que, no sólo para aquello que el intelecto no aguanta, más aún para aquello que entiendo, no soy suficiente, porque mi lengua no tiene tal facundia que pueda decir lo que mi pensamiento razona. Por lo cual se ha de ver que, a la verdad, poco es lo que diré; ello resulta, si bien se mira, en gran alabanza de la que se habla principalmente. Y esa oración puede decirse muy bien que procede de la fábrica del retórico, la cual atiende en cada parte al principal propósito.

Luego, cuando dice Mas si mis rimas tuviesen defecto, excuso mi culpa, de la cual no debo ser culpado, al ver los demás que mis palabras son inferiores a la dignidad de ésta. Y digo que si hay defecto en mis rimas, es decir, en mis palabras, que están ordenadas para tratar de ésta, de ello se ha de culpar a la debilidad del intelecto y a la cortedad de nuestro idioma, el cual vencido está por el pensamiento de modo que no puede seguirle por entero, principalmente allí donde el pensamiento nace de amor, porque aquí el alma se ingenia más profundamente que en parte alguna.

Pudiera decir alguien: tú te excusas, y al mismo tiempo te acusas, porque argumento de culpa es y no de purgación, el echar la culpa al intelecto y al lenguaje, que es mío; pues que si es bueno, debo ser alabado en cuanto lo sea; y si es defectuoso, debo ser vituperado. A esto se puede responder brevemente que no me acuso, sino que me disculpo verdaderamente. Y por eso ha de saberse, según la opinión del filósofo en el tercero de la Ética, que el hombre es merecedor de alabanza o de vituperio sólo en aquellas cosas que está en su poder hacer o no hacer; pero en aquellas para las cuales no tiene poder, no merece vituperio o alabanza; porque una y otro han de atribuirse a los demás, aunque las cosas formen parte del hombre mismo. Por lo cual nosotros no debemos vituperar al hombre porque sea feo de cuerpo de nacimiento, porque no estuvo en su poder el ser hermoso; mas hemos de vituperar la mala disposición de la materia de que está hecho, que fue principio del pecado de la naturaleza. Y así no debemos alabar al hombre porque sea hermoso de cuerpo de nacimiento, pues que no fue él quien tal hizo; pero debemos alabar al artífice, es decir, a la naturaleza humana, que tanta belleza produce en su materia, cuando no se lo impide ésta. Por eso dijo bien el sacerdote al emperador que se reía escarneciendo la fealdad de su cuerpo:

«Dios es Nuestro Señor; Él nos hizo, y no nosotros a Él»; y están estas palabras del profeta en un verso del Salterio, escritas ni más ni menos como en la respuesta del sacerdote. Y por eso vemos que los desgraciados mal nacidos ponen todo su esfuerzo en acicalar su persona, que debe ser en todo honesta, que no hay más que hacer, sino adornar la obra ajena y abandonar la propia.

Volviendo, pues, a lo propuesto, digo que nuestro intelecto, por defecto de la virtud, de la cual deduce lo que ve -que es la virtud orgánica-, es decir, la fantasía, no puede ascender a ciertas cosas, porque la fantasía no le puede ayudar, pues que no tiene con qué; como son las sustancias mezcladas de materia; de las cuales, si podemos tener alguna de aquellas consideraciones, no las podemos entender ni comprender perfectamente. Y por ello no se ha de culpar al hombre, pues que no fue quien tal defecto hizo; antes bien, lo hizo la Naturaleza universal, es decir, Dios, que quiso privarnos en esta vida de esa luz; y sería presuntuoso razonar el por qué Él hiciera tal. De modo que si mi consideración me transportaba adonde el intelecto, faltábale fantasía;,si yo no podía entender, no soy culpable. Además se ha puesto límite a nuestro ingenio para todas sus obras, no por nosotros, sino por la Naturaleza universal; y por eso se ha de saber que son más amplios los términos del ingenio para pensar que para hablar, y más amplios para hablar que para señalar. Por lo tanto, si nuestro pensamiento, y no sólo el que no llega a perfecto intelecto, sino también aquel que termina en perfecto intelecto, es vencedor del lenguaje, no ha de culpársenos, pues que no somos autores de ello. Es por eso manifiesto que me disculpo en verdad cuando digo: cúlpese de ello al débil intelecto y al habla nuestra, que no tiene fuerza para copiar cuanto et amor le dicta. Por lo que se debe ver asaz claramente la buena voluntad, a la cual se debe respeto en los méritos humanos. Y así, entiéndase ora ya la primera parte principal de esta canción, que tenemos entre manos.

V

Una vez que, explicada la primera parte, se ha declarado su sentido, menester es seguir con la segunda. De la cual, a fin de ver mejor, se han de hacer tres partes, conforme a los tres versos que comprende. Porque en la primera parte encomio a esta dama por entero y en general, así en cuanto al alma cual en cuanto al cuerpo; en la segunda desciendo a la alabanza especial del alma, y en la tercera, a la alabanza especial del cuerpo. La primera parte comienza: No ve ese sol que en torno al mundo gira; la segunda comienza:

Desciende en ella la virtud divina; la tercera comienza: Cosas se advierten en su continente; y tales partes se han de razonar según este orden.

Digo pues: No ve ese sol que en torno al mundo gira; donde se ha de saber, para tener perfecta inteligencia de ello, cómo gira el sol en torno al mundo.

Primeramente digo que por el mundo yo no entiendo aquí todo el cuerpo del Universo, sino realmente la parte del mar y de la tierra, que, siguiendo la voz vulgar, así se acostumbra llamar. Por lo cual hay quien dice: «Ése ha visto todo el mundo», por decir la parte del mar y de la tierra.

Este mundo quisieron decir Pitágoras y sus secuaces que era una de las estrellas, y que otra de igual conformación le estaba opuesta; y llamábala Antictona. Y decía que estaban ambas en una esfera que daba vueltas de

Oriente a Occidente, y. por esta revolución giraba el sol en torno a nosotros y ora se veía y ora no. Y decía que en medio de éstas estaba el fuego, suponiéndole cuerpo más noble que el agua y que la tierra, y suponiéndole nobilísimo centro entre los lugares de los cuatro cuerpos simples. Y por eso decía que el fuego, cuando aparecía subir, en realidad, descendía al centro.

Platón fue luego de otra opinión, y escribió en un libro suyo, que se llama

Timeo, que la tierra y el mar eran el centro de todo, más que su redondo conjunto giraba en torno a su centro, siguiendo el primer movimiento del cielo; sino que tarda mucho, por su densa materia y por la grandísima distancia de aquél.

Estas opiniones son reputadas falsas en el segundo de Cielo y Mundo por aquel glorioso filósofo, al cual la naturaleza abrió más sus secretos, y por quien se ha demostrado que este mundo, es decir, la tierra, permanece fija y estable sempiternamente. Y las razones que Aristóteles dice para deshacer éstas y afirmar la verdad no es mi intención referir aquí; porque bástale a la gente a quien hablo el saber por su grande autoridad que la tierra está fija y no gira, y que con el mar es centro del cielo.

Este cielo gira en torno a ese centro continuamente, como vemos; en el cual giro ha de haber necesariamente dos firmes polos, y un círculo igualmente distante de aquéllos, que gire principalmente. De estos dos polos, el uno es manifiesto a casi toda la tierra descubierta, a saber, el septentrional; el otro está casi oculto a casi toda la tierra, a saber, el meridional. El círculo que en medio de éstos se entiende es aquella parte del cielo bajo la cual gira el sol cuando va con Aries y con Libra.

Por lo cual se ha de saber que si una piedra pudiese caer de este polo nuestro, caería más allá del mar Océano, precisamente sobre la superficie del mar, donde si estuviese un hombre, la estrella estaría siempre sobre su cabeza; y calculo que de Roma a este lugar, yendo derecho a través de los montes, habrá una distancia de casi dos mil setecientas millas, poco más o menos. Imaginemos, pues, para ver mejor, que en este lugar que dije hubiera una ciudad y que tenga por nombre María.

Digo, además, que si del otro polo, a saber, el meridional, cayese una piedra, caería sobre la superficie del mar Océano, que en esta bola está precisamente opuesto a María; y creo que de Roma, adonde caería esta segunda piedra, yendo derecho por el Mediodía, habrá una distancia de siete mil quinientas millas, poco más o menos. Y aquí imaginemos otra ciudad que tenga por nombre Lucía, a una distancia de cualquier parte que se tire la cuerda de diez mil doscientas millas; y entre una y otra, medio círculo de esta bola; de modo que los ciudadanos de María apoyen los pies contra los pies de los de Lucía.

Imaginémonos, además, un círculo sobre esta bola que esté en cualquiera de sus partes tan lejos de María cuanto de Lucía. Creo que este círculo -a lo que yo entiendo, por las opiniones de los astrólogos y por la de Alberto de la Magna en el libro De la naturaleza de los lugares y De las propiedades de los elementos, y aun por el testimonio de Lucano en su libro noveno -dividía esta tierra descubierta del mar Océano, allá en el Mediodía, casi por los límites del primer clima, donde están, entre otras gentes, los garamantas, que están casi siempre desnudos, a los cuales llegóse Catón con el pueblo de Roma huyendo del dominio de César.

Señalados estos tres lugares sobre esta bola, puede verse fácilmente cómo el sol gira en torno suyo. Digo, pues, que el cielo del sol da vueltas de Oriente a Occidente, no derechamente contra el movimiento diurno, es decir, del día y de la noche, sino torcidamente contrario. De modo que su medio círculo, que está por igual entre sus polos, en el cual está el cuerpo del sol, siega en dos partes opuestas el círculo de los dos primeros polos, a saber, en el principio del Aries y en el principio de la Libra; y de él parten dos arcos, uno hacia el Septentrión y otra hacia el Mediodía. Los puntos de los cuales arcos se alejan por igual del primer círculo por todas partes veintitrés grados, y uno de los puntos más; y uno de los puntos es el principio de Cáncer, y el otro es el principio de Capricornio. Por eso acaece que María ve en el principio del Aries, cuando el sol está bajo el medio círculo de los primeros polos, que el propio sol gira alrededor del mundo en torno a la tierra o al mar, como una muela, de la cual no aparece sino medio cuerpo; y que lo ve venir ascendiendo a guisa de tornillo de una tuerca, de tal modo que da noventa y una vueltas o poco más. Una vez dadas estas vueltas, su ascensión a María es casi tanta cuanta asciende en nosotros a la media tercia; que es igual del día y de la noche. Y si un hombre estuviese de pie en María y dirigiese siempre su vista al sol, le vería ir hacia la mano derecha. Luego por el mismo camino parece descender otras noventa y nueve vueltas o poco más, tanto que gira en torno a la tierra, o más bien al mar, no mostrándose del todo; y luego se esconde y comienza a verlo Lucía. Al cual ve subir y bajar en torno de sí con tantas vueltas cuantas ve María. Y si un hombre estuviese de pie en Lucía, siempre que volviese la cara hacia el sol, veríale caminar hacia su mano izquierda. Por lo cual puede verse que estos lugares tiene un día del año de seis meses y una noche de otro tanto tiempo; y cuando el uno tiene el día, el otro tiene la noche.

Es menester, además, que el círculo donde están los garamantas, como se ha dicho, sobre esta bola, vea girar el sol sobre sí mismo, no a modo de muela, sino de rueda, de la cual no puede ver en parte alguna sino media, cuando está bajo el Aries. Y luego lo ve apartarse de él e ir hacia María noventa y un días y algo más y tornar a él por otro tanto; y luego, cuando ha vuelto, va bajo la Libra, y también se aparta, y va hacia Lucía noventa y un días y algo más, y en otros tantos vuelve. Y este lugar, que rodea toda la bola, siempre tiene iguales el día y la noche, ya vaya el sol hacia una u otra parte, y dos veces al año tiene el estío de un grandísimo calor y dos pequeños inviernos. Es menester, además, que los dos espacios que están en medio de las dos ciudades imaginadas, y el círculo del medio, vean el sol invariablemente, según están remotos o próximos a estos lugares; como ora, por lo que se ha dicho, puede ver quien tenga noble ingenio, al cual está bien dejar un poco de trabajo. Por la cual puede verse ahora que por la divina providencia el mundo está de tal suerte ordenado que, vuelta la esfera del sol y tornada a un punto, esta bola en que estamos, en cada parte de sí recibe tanto tiempo de luz cuanto de tinieblas. ¡Oh, inefable Sabiduría que tal ordenaste, cuán pobre es nuestra mente para comprenderte!

Y vosotros, para cuya utilidad y deleite escribo, ¡en cuánta ceguedad vivís no elevando los ojos arriba a estas cosas, teniéndolos fijos en el fango de nuestra estulticia!

VI

En el precedente capítulo se ha mostrado de qué modo gira el sol; de suerte que ora se puede proceder a declarar el sentido de la parte a la cual se refiere. Digo, pues, que en esta primera parte empiezo a encomiar a esta dama por comparación con las demás cosas. Y digo que el sol, girando en torno al mundo, no ve cosa tan gentil como ella; por lo cual se sigue que la tal es, según las palabras, la más gentil de cuantas cosas ilumina el sol. Y digo: sino en la hora, etc. Por lo cual se ha de saber que entienden los astrólogos de dos maneras: es la una que del día y la noche hacen veinticuatro horas, es decir, doce del día y doce de la noche, sea el día grande o pequeño. Y estas horas hacen pequeñas o grandes en el día y en la noche, según que el día y la noche crecen o menguan. Y estas horas usa la Iglesia cuando dice: Prima, tercia, sexta y nona; y así llámanse horas temporales. La otra manera es que, haciendo del día y la noche veinticuatro horas, a veces tiene el día quince horas y la noche nueve, y a veces tiene la noche diez y seis y el día ocho, según crecen o menguan el día y la noche; y llámanse horas iguales. Y en el Equinoccio siempre éstas y las que se llaman temporales son una misma cosa, porque, siendo iguales el día y la noche, preciso es que así suceda.

Luego cuando digo: Todo intelecto de allá arriba mírala, la encomio sin referencia a cosa alguna. Y digo que las inteligencias del cielo la miran y que la gente noble de aquí abajo piensa en ella cuando tiene más de lo que les deleita. Y aquí se ha de saber que todo intelecto de allá arriba, conforme está escrito en el libro de las causas, conoce lo que está sobre él y lo que está bajo él; conoce, pues, a Dios como su causa; conoce, por lo tanto, lo que está debajo de él como su efecto. Y como quiera que Dios es Causa universal por excelencia de todas las cosas, conociéndole a Él conoce todas las cosas según el modo de la inteligencia. Por lo cual todas las inteligencias conocen la forma humana, en cuanto está regulada por la intención en la divina Mente. Principalmente la conocen las inteligencias motrices; porque son causas especialísima de aquélla y de toda forma general; y conocen a la más perfecta, en cuanto puede ser, como su regla y ejemplo. Y si esa humana forma, ejemplarizada e individualizada, no es perfecta, no es por culpa de dicho ejemplo, sino de la materia, que es individual. Por eso cuando digo: Todo intelecto de allá arriba mírala, no quiero decir sino que está hecha a manera del ejemplo intencional de la humana esencia que hay en la Mente divina, y por esa virtud, que existe principalmente en las mentes angélicas, que fabrican con el cielo estas cosas de aquí abajo.

Y a esta afirmación aludo cuando digo: Y la gente que aquí se enamora, etc.

Donde se ha de saber que toda cosa desea principalmente su perfección y en ella se aquietan todos sus deseos y por ella toda cosa es deseada. Y éste es ese deseo que siempre hace parecer truncado todo deleite; porque ningún deleite hay tan grande en esta vida que pueda quitar a nuestra alma la sed y que no quede siempre en el pensamiento el deseo que se ha dicho. Y como quiera que ésta es verdaderamente esa perfección, digo que la gente que aquí abajo recibe mayor deleite, cuando más paz tiene permanece quieta en sus pensamientos. Por eso digo que es tan perfecta cuanto puede serlo la humana esencia.

Luego, cuando digo: Su ser tanto complace a Aquel que se lo dio, muestro que esta dama no sólo es perfectísima en la humana generación, sino más que perfectísima, en cuanto recibe de la divina bondad más del débito humano. Por lo cual es de razón creer que del mismo modo que todo maestro ama más su mejor obra que las otras, así Dios ama más a la óptima persona humana que a todas las demás. Y como quiera que su generosidad no se constriñe por necesidad a término alguno, no cuida su amor del débito de aquél que recibe, sino que excede aquél en donación y en beneficio de virtud y de gracia. Por lo cual digo que ese Dios que da el ser a ésta, por caridad de su perfección, infunde en ella su bondad más allá de los términos que a nuestra naturaleza corresponden.

Luego, cuando digo: Su alma pura, pruebo lo que se ha dicho con testimonio sensible. Donde se ha de saber que, como dice el filósofo en el segundo del Alma, el alma es acto del cuerpo; y si es su acto, es su causa; y como quiera, según está escrito en el alegado libro de las causas, que toda causa infunde en su efecto, la bondad que de su propia causa recibe, infunde y entrega a su cuerpo parte de la bondad de su causa, que es Dios. Por lo cual, dado que en ésta se ven, en cuanto hace a la parte del cuerpo, cosas tan maravillosas que a todo el que mira hacen entrar en deseo de ver aquéllas, manifiesto es que su forma, es decir, su alma, que lo guía como causa propia, reciba milagrosamente la graciosa bondad de Dios. Y así pruebo con esta apariencia, que a más del débito de nuestra naturaleza -la cual es en ella perfectísima, como se ha dicho más arriba-, esta dama es favorecida por Dios y ennoblecida. Y éste es todo el sentido literal de la parte primera de la segunda parte principal.

VII

Encomiada esta dama en general, tanto en lo que hace al alma como en lo que hace al cuerpo, procedo a encomiarla en cuanto al alma especialmente. Y primero la encomio en cuanto su bien es grande en sí, luego la encomio en cuanto su bien es grande para los demás y útil al mundo. Y comienza esta segunda parte cuando digo: De ella decir se puede, etc.

Conque digo primeramente: A ella desciende la virtud divina. Donde se ha de saber que la divina bondad a todas las cosas desciende, y de otro modo no podrían existir; mas aunque esta bondad procede de simplicísimo principio, se recibe diversamente, ya más, ya menos, por parte de las cosas que la reciben. Por lo cual está escrito en el libro de las causas: «La primera bondad envía sus bondades sobre las cosas con una conmoción». En verdad, cada cosa recibe esta conmoción según el modo de su virtud y de su ser. Y ejemplo sensible de ello tenemos en el sol. Nosotros vemos cuán diversamente reciben los cuerpos la luz del sol, la cual es una y de una misma fuente derivada, como dice Alberto en el libro que hizo acerca del Intelecto, que ciertos cuerpos, por tener mezclada mucha claridad de diáfano, apenas el sol los ve se hacen tan luminosos, que multiplicándose en ellos la luz, despiden gran resplandor, como son el oro y algunas piedras. Hay algunos que, por ser diáfanos completamente, no solamente reciben la luz, sino que no la impiden, antes bien, la colorean con su color en las demás cosas. Y hay otros tan vencedores en la fuerza del diáfano, que irradian de tal suerte, que vencen la armonía del ojo y no dejan ver sin trabajo de la vista, como son los espejos. Otros hay sin diafanidad, hasta tal punto, que sólo un poco de luz reciben, como la tierra. Así la bondad de Dios es recibida de un modo por las substancias separadas, es decir, los ángeles, que no tienen grosera materia y son casi diáfanos por la pureza de su forma, y de otro modo por el alma humana, que aunque por una parte sea de materia libre, por otra está impedida -como hombre que está todo él metido en agua excepto la cabeza, del cual no se puede decir ni que esté del todo en el agua ni del todo fuera de ella-, y de otro modo, por los animales, cuya alma está toda hecha de materia, tanto cuanto está ennoblecida; y de otro modo, par los minerales, y por la tierra, de modo diferente que por los demás elementos; porque es materialísima, y por eso lo más remota y desproporcionada a la simplicísima y nobilísima Virtud primera, que solamente es intelectual, a saber, Dios.

Y aunque se hayan supuesto aquí grados generales, puédense, sin embargo, suponer grados singulares; es decir, que aquélla recibe de las almas humanas de diferente manera la una que la otra. Y como quiera que en el orden intelectual del universo se sube y desciende por grados casi continuos, desde la forma mas ínfima a la más alta, y de la más alta a la ínfima - como vemos en el orden sensible-, y entre la naturaleza angélica, que es cosa intelectual, y el alma humana, no hay grado alguno, sino que se suceden de una a otra en el orden de los grados, y entre el alma humana y el alma más perfecta de los animales brutos, no hay ningún intermediario, y nosotros vemos muchos hombres tan viles y de tan baja condición, que casi no parecen más que bestias, y así hay que suponer y creer firmemente que hay alguno tan noble y de tan alta condición, que casi no es más que un ángel, de otra manera no se continuaría la humana especie por parte alguna, lo cual no puede ser. A estos tales llama Aristóteles, en el séptimo de la Ética, divinos; y tal digo yo que es esta dama, de modo que la divina virtud de la gracia que desciende al ángel desciende a ella.

Luego, cuando digo: y si hay dama gentil que no lo crea, pruebo esto por la experiencia que de ella se puede tener en aquellas obras que son propias del alma racional, donde la luz divina irradia más fácilmente, a saber: en el habla y en los actos que suelen ser llamados maneras y comportamiento.

Por lo cual se ha de saber que de los animales, solamente el hombre habla y se rige por actos que se dicen racionales, porque él sólo tiene en sí mismo razón. Y si alguien quisiese decir, contradiciendo, que algunos pájaros hablan, como parece que los hay, principalmente la urraca y el papagayo, y que alguna bestia ejecuta actos racionales, como parecen hacer la mona y algún otro, respondo que no es verdad que hablen ni que tengan discernimiento, porque no poseen razón, de la cual es menester que estas cosas procedan. Ni está en ellas el principio de estas operaciones, ni conocen lo que las tales son, ni pretenden con ellas significar nada, sino que sólo imitan aquello que ven y oyen. Por dónde, del mismo modo que la imagen de los cuerpos se refleja en algún cuerpo lucido como el espejo, y la imagen corporal que el espejo muestra no es verdadera, así la imagen de la razón, es decir, los actos y el lenguaje que el alma bruta imita o muestra, no es verdadera.

Digo que si hay dama gentil que no lo crea, que vaya con ella y contemple sus actos -no digo hombre porque más honestamente se experimenta con las damas que con los hombres-, y digo lo que sentirá acerca de ella, con ella estando, al decir lo que hace con su hablar y con sus canciones. Porque su hablar, por su elevación y su dulzura, engendra en la mente de quien lo oye un pensamiento de amor, al cual llamo yo espíritu celestial, porque allá arriba tiene su principio y de allá arriba viene su sentido, como se ha referido. Del cual pensamiento se llega a la firme opinión de que ésta es maravillosa dama de virtud. Y sus actos, por su suavidad y su medida, hacen que despierte el alma y se sienta allí donde está sembrada su potencia por naturaleza. La cual siembra natural se hace como en el siguiente Tratado se explica.

Luego, cuando digo: De ella decir se puede, etcétera, es mi intención exponer cómo la bondad y virtud de su alma es útil y buena para los demás, y primero, cuán es útil a las otras damas, diciendo: Gentil es cuanto en la dama se descubre, donde doy a las damas ejemplo manifiesto, mirando al cual pueden ser gentiles con sólo seguirlo.

En segundo lugar refiero cuán útil es a todas las gentes, diciendo que su semblante ayuda nuestra fe, la cual es más que toda otra cosa útil y buena para el género humano, pues que por ella escapamos de eterna muerte y conquistamos la vida eterna. Y ayuda nuestra fe porque, como quiera que el principal fundamento de nuestra fe son los milagros hechos por Aquel que fue crucificado -el cual creó nuestra razón y quiso que fuese inferior a su poder- y hechos luego en su nombre por sus santos; y son muchos los obstinados que dudan, por alguna niebla, de esos milagros, y no pueden creer milagro alguno sin haber tenido experiencia visible de él, y esta dama es cosa tan visiblemente milagrosa, la cual las ojos de los hombres cotidianamente pueden experimentar, y nos hace posibles los demás, manifiesto es que esta dama, con su admirable semblante, ayuda nuestra fe. Y por eso digo por último que de tiempo eterno, es decir, eternamente, fue ordenada en la mente de Dios, en testimonio de la fe para los que en este tiempo viven. Y así termina la parte segunda de la segunda parte principal, según su sentido literal.

VIII

De los efectos de la divina Sabiduría, el hombre es el más admirable, considerando que la divina Virtud unió en una forma tres naturalezas y cuán sutilmente armonizado ha de estar su cuerpo con forma tal, estando organizado por casi todas sus virtudes. Por lo cual, por la mucha concordia con que es menester que tantos órganos se correspondan, de tanto número de hombres como hay, pocos son los perfectos. Y si esta criatura es tan admirable, ciertamente que no se ha de temer tan sólo el tratar de sus condiciones con las palabras, sino también con el pensamiento, conforme a aquellas palabras del Eclesiástico: «¿Quién buscaba la sabiduría de Dios que a todas las cosas precede?»; y aquéllas otras donde dice: «No pediré cosas más altas que tú; mas piensa las cosas que Dios te mandó, y no seas curioso de más obras suyas»; es decir, solícito. Yo, por tanto, que en esta tercera partícula me propongo hablar de alguna condición de tal criatura -en cuanto en su cuerpo aparece por bondad del alma, sensible belleza-, temerosamente e inseguro, me propongo comenzar a desatar, si no del todo, al menos alguna cosa de tanto nudo.

Digo, pues, que una vez declarado el sentido de aquella partícula en la cual esta dama es encomiada en cuanto hace al alma, hemos de proceder y ver como cuando digo: Cosas se muestran en su continente, la encomio en cuanto al cuerpo se refiere. Y digo que en su continente se advierten cosas que parecen placeres -algunos de ellos- del Paraíso. El más noble y el que está escrito ser fin de todos los demás, es contentarse, y esto es ser bienaventurado; y este placer se halla -aunque de otro modo- en el continente de ésta, porque, mirándola, la gente se contenta -tan dulcemente alimenta su belleza los ojos de los contempladores-; mas de otro modo que el contento del Paraíso, que es perpetuo, lo cual para nadie puede serlo éste.

Y como quiera que alguien pudiera preguntar dónde se muestra en ella tan admirable complacencia, distingo, en su persona dos partes, en las cuales se muestra más el humano placer o disgusto. Donde se ha de saber que allí donde el alma más se ejercita en su oficio, allí es donde más ornamento se propone y más sutilmente se emplea. Por lo cual vemos que el rostro del hombre, que es donde más se ejercita en su oficio, más que ninguna otra parte exterior, tan sutilmente se lo propone, que para utilizarse todo cuanto, en la materia le es posible, ningún rostro es igual a otro; porque la última potencia de la materia, la cual es en todos desigual casi por entero, aquí se reduce en acto.

Y como quiera que en la casa, principalmente en dos lugares, se ejercita el alma -porque en esos dos lugares tienen jurisdicción casi las tres naturalezas del alma, es decir, en los ojos y en la boca-, aquello adornan principalmente y allí hácelo todo hermoso, si le es posible. Y en estos dos lugares digo yo que se muestran estos placeres, al decir: en los ojos y en su dulce risa. Los cuales lugares, con bella comparanza, puédense llamar balcones de la dama que habita en el edificio del cuerpo; es, a saber: el alma, porque aquí, aunque velada, se muestra muchas veces.

Muéstrase en los ojos tan manifiestamente, que quien bien la mire puede conocer su presente pasión. Por donde, dado que son seis las pasiones propias del alma humana, de las cuales hace mención el filósofo en su

Retórica, a saber: gracia, celo, misericordia, envidia, amor y vergüenza, de ninguna de éstas puede apasionarse el alma sin que a la ventana de los ojos no asome su semblante, si con gran asombro no se cierra dentro. Por lo cual hubo quien se arrancó los ojos, porque la vergüenza interior no apareciese por de fuera como dice el Poeta Estazio del tebano Edipo, cuando dice que «con eterna noche absolvió su condenado pudor».

Muéstrase en la boca casi del mismo modo que el color tras el vidrio. Pues

¿qué es la risa sino un relampagueo del deleite del alma, esto es, una luz que, según está dentro, se muestra fuera? Y por eso es menester al hombre, para mostrar moderada su alma en la alegría, reír moderadamente con honesta severidad y poco movimiento de sus miembros; de modo que una dama que tal se muestre como se ha dicho, parece modesta y no disoluta. De aquí que el libro de las cuatro virtudes cardinales mande hacer esto: «Sea tu risa sin estrépito, es decir, sin cacarear como una gallina». ¡Ay, risa admirable de la dama de quien hablo, que sólo la vista la sentía!

Y digo que Amor lo trae aquí estas cosas como a su lugar propio; donde se puede considerar, amor doblemente. Primero, el amor del alma, especial de estos lugares; segundo, el amor universal, que dispone las cosas para amar y para ser amadas, y que prepara el alma al adorno de estas partes.

Luego, cuando digo: Deslumbran nuestro intelecto, me excluyo de ello, porque de tanta excelencia de belleza parece que debo tratar poco sobrepujando a aquélla; y digo que hablo poco, por dos razones. Es la una, que estas cosas que en su semblante se muestran deslumbran nuestro intelecto, es decir, el humano; y digo cómo lo deslumbran, del mismo modo que deslumbra el sol la vista débil, no la sana y fuerte. Es la otra, que no puede mirarlo fijamente, porque se le embriaga el alma; de modo que al punto de mirarlo desvaría en todos sus actos.

Luego, cuando digo: Su belleza llueve resplandores de fuego, recurro a tratar de su efecto; porque hablar de ella por entero no es posible; por donde se ha de saber que de todas aquellas cosas que vencen nuestro intelecto, de manera que no se puede ver lo que son, es muy conveniente tratar por sus efectos. Por donde hablando así podremos tener algún conocimiento de Dios, de sus sustancias separadas y de la primera materia. Y por eso digo que la belleza de aquélla llueve resplandores de fuego; es decir, ardimiento de amor y de caridad, animados de espíritu gentil, es decir, informado ardimiento de un espíritu gentil, o sea, recto deseo, por el cual y del cual se origina el buen pensamiento. Y no solamente hace esto, sino que deshace y destruye a su contrario, a saber: los vicios innatos, los cuales son principalmente enemigos de los buenos pensamientos.

Y aquí se ha de saber que hay ciertos vicios en el hombre para los cuales está predispuesto por naturaleza, del mismo modo que algunos están predispuestos a la ira por su complexión colérica; y estos vicios tales son innatos, es decir, connaturales. Otros son vicios consuetudinarios, en los cuales no tiene culpa la complexión, sino la costumbre; como lo es la intemperancia, y principalmente la del vino. Y estos vicios se huyen y reúnen por la buena costumbre, y hácese el hombre por ella virtuoso, sin costarle trabajo su moderación, como dice el filósofo en el segundo de la Ética. Verdaderamente hay esta diferencia entre las pasiones connaturales y las consuetudinarias, que las consuetudinarias desaparecen por entero con la buena costumbre; porque su principio, es decir, la mala costumbre, con su contrario se destruye; mas las connaturales, el principio de las cuales está en la naturaleza del apasionado, aunque se aligeran mucho con la buena costumbre, no desaparecen del todo, en cuanto al primer movimiento. Mas desaparecen del todo en cuanto a la duración, porque la costumbre es parangonable a la naturaleza, en la cual está el origen de aquélla. Y por eso es más de alabar el hombre que de mal natural se corrige y se gobierna contra el ímpetu de la naturaleza, que aquel de buen natural que se mantiene con buen gobierno, o, apartado de él, vuelve al camino recto; del mismo modo que es más de alabar el guiar un mal caballo que otro dócil. Digo, pues, que estos resplandores que de su beldad llueven, como se ha dicho, destruyen los vicios innatos, es decir, connaturales, para dar a entender que su belleza tiene poder bastante para renovar el natural de quienes la miran, lo cual es cosa milagrosa. Y esto confirma lo que se ha dicho más arriba en el otro capítulo, cuando digo que ello ayuda nuestra fe.

Por último, cuando digo: Por eso toda dama que vea su belleza, deduzco, so color de amonestar a otras, el fin para que fue hecha beldad tanta. Y digo que toda dama que vea censurar la propia belleza se mire en este ejemplo de perfección, donde se entiende que no sólo ha sido creada para mejorar el bien, sino para hacer de la cosa mala una cosa buena.

Y añade por fin: Ésta fue pensada por Aquel que creó el Universo, es, a saber: Dios; para dar a entender que, por divino propósito, la naturaleza produjo tal efecto. Y así termina toda la segunda parte principal de esta canción.

IX

El orden del presente Tratado requiere -pues que, según era mi intención, se han argumentado las dos partes de esta canción primeramente - que se proceda a la tercera, en la cual me propongo purgar la canción de un reproche que podía haberle sido contrario. Y es éste, que yo, antes de llegar a su composición, pareciéndome que esta dama habíaseme mostrado un tanto orgullosa y altiva, hice una baladita, en la cual llamé a esta dama orgullosa y despiadada, lo cual parece contrario a lo que más arriba se dice. Y por eso me dirijo a la canción, y so color de enseñarle cómo es menester que se disculpe, la disculpo; y a esta figura de hablar a las cosas inanimadas, llaman los retóricos Prosopopeya, y úsanla muy a menudo los poetas.

100 Clásicos de la Literatura

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