Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт, Antoine De Saint-exupéry - Страница 3

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Cuando yo era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces.

«Antes de criticar a nadie», me dijo, «recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú».

Eso fue todo, pero, dentro de nuestra reserva, siempre nos hemos entendido de un modo poco común, y comprendí que sus palabras significaban mucho más. En consecuencia, suelo reservarme mis juicios, costumbre que me ha permitido descubrir a personajes muy curiosos y también me ha convertido en víctima de no pocos pesados incorregibles. La mente anómala detecta y aprovecha enseguida esa cualidad cuando la percibe en una persona corriente, y se dio el caso de que en la universidad me acusaran injustamente de intrigante, por estar al tanto de los pesares secretos de algunos individuos inaccesibles y difíciles. La mayoría de las confidencias no las buscaba yo: muchas veces he fingido dormir, o estar sumido en mis preocupaciones, o he demostrado una frivolidad hostil al primer signo inconfundible de que una revelación íntima se insinuaba en el horizonte; porque las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos los términos en que las hacen, por regla general son plagios y adolecen de omisiones obvias. No juzgar es motivo de esperanza infinita. Todavía creo que perdería algo si olvidara que, como sugería mi padre con cierto esnobismo, y como con cierto esnobismo repito ahora, el más elemental sentido de la decencia se reparte desigualmente al nacer.

Y, después de presumir así de mi tolerancia, me veo obligado a admitir que tiene un límite. Me da lo mismo, superado cierto punto, que la conducta se funde sobre piedra o sobre terreno pantanoso. Cuando volví del Este el otoño pasado, era consciente de que deseaba un mundo en uniforme militar, en una especie de vigilancia moral permanente; no deseaba más excursiones desenfrenadas y con derecho a privilegiados atisbos del corazón humano. La única excepción fue Gatsby, el hombre que da título a este libro: Gatsby, que representaba todo aquello por lo que siento auténtico desprecio. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos logrados, entonces había en Gatsby algo magnífico, una exacerbada sensibilidad para las promesas de la vida, como si estuviera conectado a una de esas máquinas complejísimas que registran terremotos a quince mil kilómetros de distancia. Tal sensibilidad no tiene nada que ver con esa sensiblería fofa a la que dignificamos con el nombre de «temperamento creativo»: era un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica como nunca he conocido en nadie y como probablemente no volveré a encontrar. No: Gatsby, al final, resultó ser como es debido. Fue lo que lo devoraba, el polvo viciado que dejaban sus sueños, lo que por un tiempo acabó con mi interés por los pesares inútiles y los entusiasmos insignificantes de los seres humanos.

Mi familia ha gozado, desde hace tres generaciones, de influencia y bienestar en esta ciudad del Medio Oeste. Los Carraway son como un clan, y existe entre nosotros la tradición de que descendemos de los duques de Buccleuch, pero el verdadero fundador de nuestra rama familiar fue el hermano de mi abuelo, que llegó aquí en 1851, pagó por que otro fuera en su lugar a la Guerra Civil, y fundó la empresa de ferretería al por mayor de la que hoy día se ocupa mi padre.

No llegué a conocer a mi tío abuelo, pero dicen que me parezco a él, especialmente al adusto retrato que mi padre tiene colgado en su despacho. Terminé los estudios en New Haven en 1915, exactamente un cuarto de siglo después que mi padre, y poco más tarde participé en esa abortada migración teutónica conocida como la Gran Guerra. Disfruté de tal modo la contraofensiva que volví lleno de desasosiego. El Medio Oeste ya no me parecía el centro candente del mundo, sino el último y miserable confín del universo, y decidí irme al Este y aprender los secretos de la compraventa de bonos. Todos mis conocidos se dedicaban a los bonos, así que pensé que el negocio podría mantener a uno más. Mis tías y mis tíos debatieron el asunto como si me estuvieran buscando colegio, y por fin dijeron: «Bien, bien…, sí», muy serios, con expresión de duda. Mi padre aceptó financiarme durante un año y, después de varios aplazamientos, me fui al Este en la primavera de 1922, para siempre, o eso creía.

Lo práctico era buscar alojamiento en la ciudad, pero hacía mucho calor, y yo llegaba de un país generoso en césped y árboles hospitalarios, de modo que cuando un compañero de oficina me sugirió alquilar juntos una casa en un pueblo de los alrededores, me pareció una gran idea. Él encontró la casa, un bungalow de cartón maltratado por los elementos, a ochenta dólares al mes, pero a última hora la empresa lo mandó a Washington, y me fui solo al campo. Tenía un perro, o por lo menos lo tuve unos días, hasta que se escapó, un Dodge viejo y una señora finlandesa, que me hacía la cama y el desayuno, y murmuraba refranes finlandeses junto a la cocina eléctrica.

Me sentí solo durante un día, más o menos, hasta que una mañana alguien que había llegado después que yo me paró en la carretera.

—¿Cómo se va a West Egg? —me preguntó, despistado.

Se lo dije. Y, cuando proseguí mi camino, ya no me sentía solo. Yo era un guía, un explorador, uno de los primeros colonos. Aquel hombre me había conferido el honor de ser ciudadano del lugar.

Y así, con la luz del sol y la explosión espléndida de las hojas que crecían en los árboles como crecen las cosas en las películas a cámara rápida, tuve la certeza bien conocida de que la vida vuelve a empezar con el verano.

¡Había tanto que leer, por una parte, y tanta salud que aspirar del aire nuevo y vivificador! Compré un montón de libros sobre la banca, el crédito y el mercado de valores, que, de pie en la estantería, encuadernados en rojo y oro, como dinero recién salido de la fábrica, prometían revelarme los radiantes secretos que sólo Midas, Morgan y Mecenas conocían. Y tenía además el elevado propósito de leer muchos otros libros. En la universidad había sentido ciertas inclinaciones literarias —un año escribí para el Yale News una serie de artículos de fondo llenos de tópicos y de solemnidad— y ahora iba a revivir aquello hasta volver a convertirme en el más limitado de todos los especialistas, «el hombre completo». Esto no es sólo un epigrama, porque, después de todo, a la vida se la observa mejor desde una sola ventana.

Fue una casualidad que alquilara una casa en una de las comunidades más extrañas de América del Norte. Estaba en esa isla estrecha y bulliciosa que se extiende al este de Nueva York y donde se forman, entre otras curiosidades naturales, dos raras masas de tierra. A unos treinta kilómetros de la ciudad dos huevos enormes, de idéntico perfil y separados únicamente por una pequeña bahía, destacan en el volumen de agua salada más domesticado del hemisferio occidental, el estrecho de Long Island, gran corral de humedad. No son perfectamente ovales —como el huevo de Colón, los dos están aplastados por la parte en la que se apoyan—, pero su parecido físico debe de ser fuente de perpetua maravilla para las gaviotas que los sobrevuelan. Para las criaturas sin alas resulta un fenómeno más interesante su disimilitud en cualquier detalle que no sea la forma y el tamaño.

Yo vivía en West Egg, el…, bueno, el menos elegante de los dos huevos, aunque ésta sea la fórmula más superficial para expresar el raro contraste entre ambos, bastante siniestro. Mi casa estaba en el extremo del huevo a unos cincuenta metros del estrecho, comprimida entre dos imponentes mansiones que se alquilaban a doce o quince mil dólares por temporada. La que se alzaba a mi derecha era colosal sin discusión, copia fiel de algún Hôtel de Ville de Normandía, con una torre en uno de los laterales, extraordinariamente nueva bajo una barba rala de hiedra joven, una piscina de mármol, y veinte hectáreas de jardines y césped. Era la mansión de Gatsby. O, con mayor precisión, puesto que yo no conocía a mister Gatsby, era la mansión de un caballero que se llamaba así. Mi casa era un horror, pero un horror insignificante, en el que nadie había reparado, así que contaba con vistas al mar y a una parte del césped de mi vecino, además de con la reconfortante proximidad de los millonarios, y todo por ochenta dólares al mes.

Al otro lado de la pequeña bahía los palacios blancos del elegante East Egg rutilaban en el agua, y la historia de aquel verano empieza precisamente la noche en que fui a cenar a casa de Tom Buchanan. Daisy era prima lejana mía, y a Tom lo conocía de la universidad. Y, recién acabada la guerra, pasé con ellos en Chicago un par de días.

El marido de Daisy, entre otros logros físicos, había sido uno de los extremos con más potencia que jamás jugó al fútbol en New Haven: una figura nacional, podría decirse, uno de esos hombres que a los veintiún años alcanzan en algún tipo determinado de actividad tal grado de excelencia, que todo lo que viene después sabe a decepción. Su familia era desmedidamente rica —hasta el punto de que en la universidad su liberalidad con el dinero era motivo de censura—, pero ahora se había trasladado de Chicago al Este, con un estilo de vida que cortaba la respiración; por ejemplo, se había traído una cuadra de ponis de polo de Lake Forest. Era difícil entender que un miembro de mi generación fuese lo suficientemente rico para permitirse una cosa así.

No sé por qué se vinieron al Este. Habían pasado un año en Francia sin ningún motivo concreto, y luego habían ido de un sitio a otro, sin sosiego, a donde se jugara al polo o se reunieran los ricos. Ahora se habían mudado para siempre, me dijo Daisy por teléfono, pero no lo creí: no podía ver el corazón de Daisy, pero sabía que Tom seguiría buscando ansiosa y eternamente la turbulencia dramática de algún irrecuperable partido de fútbol.

Y entonces, una tarde de viento y calor, fui a East Egg para ver a dos viejos amigos a los que apenas conocía. Su casa era incluso más exquisita de lo que me esperaba, una alegre mansión colonial roja y blanca, de estilo georgiano, con vistas a la bahía. El césped nacía en la playa y se extendía a lo largo de medio kilómetro hasta la puerta principal, salvando relojes de sol, senderos de terracota y jardines encendidos, para, por fin, al llegar a la casa, como aprovechando el impulso de la carrera, escalar la pared transformado en enredaderas saludables. Rompía la fachada una sucesión de puertas de cristales, que refulgían con reflejos de oro y se abrían de par en par al viento y al calor de la tarde, Tom Buchanan, en traje de montar, estaba de pie en el porche, con las piernas abiertas.

Había cambiado desde los tiempos de New Haven. Ahora era un hombre de treinta años, fuerte, rubio como la paja, con un rictus de dureza en la boca y aires de suficiencia. Los ojos, brillantes de arrogancia, dominaban su cara y le daban aspecto de estar echado agresivamente hacia delante, siempre. Ni siquiera la elegancia ostentosa y afeminada del traje de montar lograba ocultar el enorme vigor de ese cuerpo: parecía llenar aquellas botas relucientes hasta tensar los cordones que las remataban, y era perceptible la reacción de la imponente masa muscular cuando el hombro se movía bajo la chaqueta ligera. Era un cuerpo capaz de desarrollar una fuerza enorme: un cuerpo cruel.

Cuando hablaba, su voz de tenor, ronca y bronca, aumentaba la impresión de displicencia que transmitía. Aquella voz tenía un dejo de desprecio paternal, incluso hacia la gente que le caía simpática. Había hombres en New Haven que lo detestaban.

«Bueno, no vayas a pensar que mi opinión es definitiva», parecía decir, «sólo porque sea más fuerte y más hombre que tú». Pertenecíamos a la misma asociación de estudiantes, y aunque nunca fuimos amigos íntimos, siempre tuve la impresión de caerle bien, de que necesitaba mi estima con aquel ansia triste, dura y desafiante, tan suya.

Hablamos unos minutos en el porche, al sol.

—Está bien este sitio —dijo, mirando a todas partes con ojos inquietos.

Hizo que me volviera, cogiéndome del brazo, y fue señalando con la mano grande y abierta el panorama que se extendía ante nosotros, incluyendo en su recorrido un jardín a la italiana, dos mil metros cuadrados de rosales de penetrante e intenso olor, y una lancha motora, chata de proa, a la que zarandeaba la marea a poca distancia de la costa.

—Era de Demaine, el del petróleo —otra vez me obligó a volverme, brusco y cortés—. Entremos.

Atravesamos un vestíbulo de techo muy alto hasta un espacio rosa y luminoso, que se unía frágilmente a la casa por dos puertas de cristales. Las cristaleras estaban entreabiertas y brillaban, blancas, en contraste con la hierba fresca del exterior, que casi parecía entrar dentro de la casa. En la habitación soplaba una brisa ligera: agitaba las cortinas como banderas pálidas y divididas entre el interior y el exterior, las retorcía hacia el techo, una especie de tarta de boda, y rizaba el tapiz de color vino, oscureciéndolo, como el viento oscurece el mar.

El único objeto que permanecía absolutamente inmóvil en la habitación era un enorme sofá en el que dos jóvenes flotaban como sobre un globo sujeto a tierra. Las dos iban de blanco y sus vestidos ondeaban y aleteaban como recién llegados de un vuelo fugaz alrededor de la casa. Tuve que permanecer de pie un rato, escuchando los latigazos de las cortinas y el chirriar de un cuadro en la pared. Entonces se oyó una explosión: Tom Buchanan había cerrado las ventanas traseras, y cesó el viento atrapado en la habitación, y las cortinas, los tapices y los vestidos de las dos mujeres volvieron a posarse lentamente en el suelo.

No conocía a la más joven. Se había tendido en la parte que ocupaba en el sofá, completamente quieta, con el mentón un poco levantado, como si mantuviera en equilibrio algo que estaba a punto de derrumbarse. Si me había visto de reojo, no lo demostró, y casi me sorprendí murmurando una disculpa por haberla molestado al entrar en la habitación.

La otra chica, Daisy, hizo ademán de levantarse —se inclinó hacia delante con expresión decidida—, y entonces se rio, con una risilla absurda y encantadora, y yo también me reí y me acerqué.

—Estoy pa… paralizada de felicidad.

Volvió a reírse, como si hubiera dicho algo muy ingenioso, y retuvo mi mano un instante, mirándome a los ojos, prometiendo que no había nadie en el mundo a quien deseara ver más. Así era ella. Me dijo en un susurro que el apellido de la joven equilibrista era Baker. (He oído decir que el único fin del susurro de Daisy era que la gente se inclinara hacia ella: una crítica irrelevante que no disminuía su encanto.)

Pero los labios de miss Baker se movieron, se inclinó casi imperceptiblemente para saludarme, e inmediatamente volvió a erguirse: el objeto que mantenía en equilibrio se había tambaleado y le había dado un susto. Otra vez me vino a los labios una especie de disculpa. Ante las demostraciones de suficiencia absoluta casi siempre me rindo, anonadado.

Miré de nuevo a mi prima, que empezó a hacerme preguntas con voz grave, perturbadora. Era una de esas voces que el oído sigue en sus descensos y subidas, como si cada frase fuera una sucesión de notas que jamás volverán a sonar juntas. Tenía una cara triste y deliciosa, con detalles luminosos —los ojos luminosos y la luz apasionada de la boca— y había en su voz una emoción que los hombres que la habían querido no podían olvidar: una vehemencia cantarina, un «óyeme» susurrado, la promesa de que acababa de vivir momentos felices y vibrantes y que momentos felices y vibrantes esperaban en la próxima hora.

Le conté que había pasado un día en Chicago, camino del Este, y que todo el mundo me había dado besos para ella.

—¿Me echan de menos? —exclamó extasiada.

—La ciudad entera está desolada. Todos los coches llevan la rueda izquierda trasera pintada de negro en señal de luto y, de noche, nunca se acaba el llanto en la orilla septentrional del lago.

—¡Es maravilloso! ¡Tenernos que volver, Tom! ¡Mañana! —e incoherentemente añadió—. Tienes que ver a la niña.

—Me encantaría.

—Está durmiendo. Tiene tres años. ¿No la has visto nunca?

—Nunca.

—Bueno, tienes que verla. Es…

Tom Buchanan, que no había parado de rondar por la habitación, se detuvo y me apoyó una mano en el hombro.

—¿A qué te dedicas, Nick?

—Vendo bonos.

—¿Con quiénes?

Se lo dije.

—Es la primera vez que oigo esos nombres —señaló tajantemente.

Me molestó.

—Los oirás —lo corté—. Los oirás si te quedas en el Este.

—Me quedaré en el Este, sí, no te preocupes —dijo, mirando a Daisy y luego otra vez a mí, como si esperara que añadiéramos algo—. Sería un imbécil de mierda si viviera en cualquier otra parte.

Entonces miss Baker soltó un «¡Por supuesto!» tan inesperado que me sobresalté: eran las primeras palabras que pronunciaba desde que yo había entrado en la habitación. Aquello la sorprendió tanto como a mí, evidentemente, porque bostezó y con una serie de movimientos ágiles y rápidos se puso de pie.

—No puedo moverme —se quejó—. Llevo tumbada en ese sofá desde que tengo uso de razón.

—A mí no me mires —replicó Daisy—. Llevo toda la tarde intentando llevarte a Nueva York.

—No, gracias —dijo miss Baker, a la vista de los cuatro cócteles que llegaban de la cocina en aquel preciso instante—. Estoy en pleno periodo de entrenamientos.

Su anfitrión la miró incrédulo.

—¡Entrenamientos! —Tom se bebió el cóctel como si fuera una gota en el fondo de un vaso—. No entiendo cómo consigues lo que consigues.

Miré a miss Baker, preguntándome qué sería lo que conseguía. Disfrutaba mirándola. Era una chica delgada, de pechos pequeños, que andaba muy derecha, algo que acentuaba echando los hombros hacia atrás como un cadete. Los ojos, grises, irritados por el sol, me correspondieron con igual curiosidad desde una cara triste, simpática, insatisfecha. Entonces me di cuenta de que la había visto antes en alguna parte, en persona o en una foto.

—Usted vive en West Egg —sentenció con desprecio—. Conozco a uno de allí.

—Yo no conozco a una sola…

—Tiene que conocer a Gatsby.

—¿Gatsby? —preguntó Daisy—. ¿Qué Gatsby?

Antes de que pudiera contestarle que era mi vecino, fue anunciada la cena; entrelazando fuerte y perentoriamente su brazo con el mío, Tom Buchanan me arrastró fuera de la habitación como si moviera una pieza en un tablero de ajedrez.

Delgadas y lánguidas, con las manos posadas sin peso en las caderas, las dos jóvenes nos precedieron en el porche rosa, abierto a la puesta de sol, donde, sobre la mesa, un viento apacible hacía temblar la luz de cuatro velas.

—¿Por qué velas? —protestó Daisy, frunciendo las cejas. Las apagó con los dedos—. El día más largo del año será dentro de dos semanas —nos miró radiante—. ¿No os pasáis el año esperando la llegada del día más largo y luego, cuando llega, ni os dais cuenta? Yo me paso el año esperando la llegada del día más largo y cuando llega ni me doy cuenta.

—Tenemos que planear algo —bostezó miss Baker, sentándose a la mesa como si se metiera en la cama.

—Estupendo —dijo Daisy—. ¿Qué podemos planear? —se volvió hacia mí, insegura—. ¿Qué planea la gente?

Antes de que pudiera contestarle, se quedó mirándose el dedo meñique con expresión de espanto.

—¡Mira! —se quejó—. Me he hecho daño.

Todos miramos. Tenía un cardenal en el nudillo.

—Has sido tú, Tom —dijo, acusando a su marido—. Sé que ha sido sin querer, pero has sido tú. Eso me pasa por haberme casado con un bruto, con una mole, con un grandísimo, inconmensurable ejemplar de…

—No soporto la palabra mole —dijo Tom, molesto—, ni de broma.

—Una mole —insistió Daisy.

A veces miss Baker y ella hablaban a la vez, sin levantar la voz, con una incoherencia bromista que jamás caía en el simple parloteo, tan imperturbable como sus vestidos blancos, como sus ojos impersonales y libres de todo deseo. Allí estaban las dos, y nos aceptaban a Tom y a mí, esforzándose si acaso, por educación y amabilidad, en entretenernos o entretenerse. Sabían que pronto acabaría la cena, como también acabaría la velada, que sería olvidada sin mayor importancia. Era muy distinto en el Oeste, donde una velada se precipitaba de fase en fase hacia su final en una sucesión de expectativas siempre defraudadas o en la pura angustia del momento.

—Haces que me sienta un ser incivilizado, Daisy —confesé al segundo vaso de un clarete con ligero sabor a corcho, pero impresionante—. ¿No puedes hablar de cosechas o algo por el estilo?

No quería decir nada en especial con mi observación, pero fue recibida de un modo inesperado.

—La civilización se derrumba —estalló Tom—. Me he vuelto terriblemente pesimista. ¿Has leído El ascenso de los imperios de color, de un tal Goddard?

—La verdad es que no —respondí sorprendido por su tono.

—Bueno, es un gran libro, y debería leerlo todo el mundo. Su tesis es que, si no nos mantenemos en guardia, la raza blanca acabará… acabará hundiéndose completamente. Es un hecho científico, comprobado.

—Tom se está volviendo muy profundo —dijo Daisy, con un despreocupado aire de tristeza—. Lee libros profundos, llenos de palabras larguísimas. ¿Qué palabra era esa que…?

—Bueno, son libros científicos —insistió Tom, mirándola con impaciencia—. Ese Goddard ha entrado a fondo en el asunto. A nosotros, que somos la raza dominante, nos toca mantenernos vigilantes para que las otras razas no se hagan con el control de todo.

—Tenemos que aplastarlos —murmuró Daisy, guiñándole feroz al sol ardiente.

—Deberíais vivir en California —empezó miss Baker, pero Tom la interrumpió, agitándose pesadamente en su silla.

—La idea es que somos nórdicos. Yo soy nórdico, y tú, y tú, y… —después de un instante de duda infinitesimal, incluyó a Daisy agachando ligeramente la cabeza, y Daisy volvió a guiñarme—. Y nosotros hemos producido todas las cosas que constituyen la civilización, sí, la ciencia y el arte, y todo lo demás. ¿Entiendes?

Había algo patético en su concentración, como si su suficiencia, más profunda que nunca, ya no le bastara. Cuando, casi inmediatamente, sonó el teléfono dentro de la casa y el mayordomo salió del porche, Daisy aprovechó el momento de pausa y se inclinó hacia mí.

—Voy a contarte un secreto de familia —murmuró con entusiasmo—. Es sobre la nariz del mayordomo. ¿Quieres saber la historia de la nariz del mayordomo?

—Para eso he venido esta noche.

—Bueno, no ha sido siempre mayordomo: solía limpiarle la plata a cierta gente de Nueva York que tenía una cubertería de plata para doscientas personas. Se pasaba limpiándola de la mañana a la noche, hasta que empezó a afectarle a la nariz…

—Las cosas fueron de mal en peor —sugirió miss Baker.

—Sí. Las cosas fueron de mal en peor, hasta que por fin tuvo que dejar el trabajo.

Por un instante, con romántico afecto, la última luz del sol le dio en la cara, resplandeciente: su voz me obligó a inclinarme hacia ella mientras la escuchaba sin respirar. Y luego el resplandor desapareció, cada una de las luces la fue abandonando con pesar, sin querer irse, como esos niños que tienen que dejar al anochecer el placer de la calle.

El mayordomo volvió y murmuró unas palabras al oído de Tom, que frunció las cejas, apartó la silla de la mesa y, sin una palabra, se metió en la casa. Como si aquella ausencia hubiera acelerado algo en su interior, Daisy volvió a acercárseme, y su voz se iluminaba, cantaba.

—Qué alegría verte en mi mesa, Nick. Me recuerdas a… una rosa, exactamente una rosa. ¿No? —se volvió hacia miss Baker en busca de confirmación—. Exactamente una rosa, ¿verdad?

No era verdad. Ni de lejos parezco una rosa. Daisy sólo estaba improvisando, pero desprendía una calidez excitante, como si su corazón quisiera escapar y entregarse oculto en una de aquellas palabras entrecortadas, perturbadoras. Entonces, de pronto, lanzó la servilleta a la mesa y entró en la casa.

Miss Baker y yo intercambiamos una mirada relámpago, premeditadamente desprovista de significado. Iba a hablar cuando ella se irguió en la silla, alerta, y dijo «Shhh», avisándome. De la habitación contigua llegaban murmullos apagados y apasionados, y miss Baker se adelantó, sin ninguna vergüenza, para intentar oír. El murmullo vibró en los límites de la coherencia, se hizo más débil, se elevó en una especie de arrebato, y cesó definitivamente.

—Ese mister Gatsby del que usted habla es vecino mío —dije.

—Calle. Quiero enterarme de lo que pasa.

—¿Pasa algo? —pregunté inocentemente.

—¿Está diciéndome que no lo sabe? —dijo miss Baker, sorprendida de verdad—. Yo creía que lo sabía todo el mundo.

—Yo no.

—Ah… —dijo, dubitativa—. Tom tiene una mujer, en Nueva York.

—¿Una mujer? —repetí sin comprender.

Miss Baker asintió.

—Podría tener la decencia de no llamarlo a la hora de la cena. ¿No cree?

Casi antes de que captara el sentido de sus palabras, nos llegó el frufrú de un vestido y el crujir de unas botas de cuero, y Tom y Daisy estaban de vuelta a la mesa.

—¡Era inevitable! —exclamó Daisy con una alegría forzada.

Se sentó, miró escrutadoramente a miss Baker y luego a mí, y continuó:

—Me he asomado un momento al jardín. ¡Qué romántico! Hay un pájaro en el césped que debe de ser un ruiseñor llegado en un transatlántico de la compañía Cunard o de la White Star Line. Está cantando… —y su voz cantó—. ¿No te parece romántico, Tom?

—Muy romántico —respondió Tom antes de dirigirse a mí con tono abatido—. Si todavía hay luz después de la cena, me gustaría llevarte a las cuadras.

El teléfono sonó dentro de la casa como una alarma y, mientras Daisy negaba rotundamente con la cabeza mirando a Tom, la idea de las cuadras, y todas las ideas, se desvanecieron en el aire. Entre los fragmentos rotos de los últimos cinco minutos en la mesa, recuerdo que habían vuelto a encender las velas, quién sabe para qué, y que tenía conciencia de querer mirar a fondo a todos, y que, sin embargo, evitaba mirar a nadie. Era incapaz de adivinar lo que pensaban Daisy y Tom, pero tampoco estaba seguro de que miss Baker, que parecía en posesión de un escepticismo inquebrantable, pudiera obviar la perentoriedad estridente y metálica de la quinta comensal. Para ciertos temperamentos la situación quizá resultara sugestiva. Mi instinto me pedía llamar inmediatamente a la policía.

Nadie, es innecesario decirlo, volvió a mencionar los caballos. Tom y miss Baker, separados por un metro de crepúsculo, se dirigieron a la biblioteca, como a velar un cadáver perfectamente tangible, mientras, intentando parecer gratamente interesado y un poco sordo, yo seguía a Daisy a través de una serie de galerías que partían del porche. Nos sentamos en la penumbra, en un sofá de mimbre.

Daisy puso la cara entre las manos como para sentir sus rasgos perfectos, y su mirada se perdió poco a poco en la oscuridad de terciopelo. Me di cuenta de que la dominaba la fuerza de sus emociones y, pensando que así la tranquilizaría, le pregunté por la niña.

—Tú y yo no nos conocemos demasiado, Nick —dijo de pronto—. Aunque seamos primos. No fuiste a mi boda.

—No había vuelto de la guerra.

—Es verdad —dudó—. Bueno, lo he pasado mal, Nick, y me he vuelto una cínica.

Tenía, evidentemente, razones para serlo. Esperé, pero no dijo nada más, y al cabo de un momento volví sin demasiada convicción al tema de su hija.

—Supongo que habla y… come, y esas cosas.

—Ah, sí —me miró, ausente—. Oye, Nick: deja que te cuente lo que dije cuando nació. ¿Quieres saberlo?

—Por supuesto.

—Eso te demostrará lo que he llegado a sentir acerca de… todo. Bueno, la niña tenía menos de una hora y Tom estaba Dios sabe dónde. Me desperté de la anestesia con una sensación de profundo abandono, y le pregunté a la enfermera si era niño o niña. Me dijo que era una niña, y volví la cabeza y me eché a llorar. «Estupendo», dije, «me alegra que sea una niña. Y espero que sea tonta. Es lo mejor que en este mundo puede ser una chica: una tontita preciosa». Ya ves, creo que la vida es terrible —continuó, muy convencida—. Todo el mundo lo piensa, las personas de ideas más avanzadas. Y yo lo sé. He estado en todas partes, he visto todo y he hecho todo —lanzó una mirada desafiante a su alrededor, a la manera de Tom, y se echó a reír con impresionante desprecio—. Sofisticada… Dios mío, ¡qué sofisticada soy!

En cuanto la voz se apagó y dejó de exigirme atención y confianza, tuve conciencia de la insinceridad básica de todo lo que había dicho. Y me sentí incómodo, como si toda la velada hubiera sido una trampa para extraer de mí una contribución sentimental. Esperé y, en efecto, al momento me miró con una espléndida sonrisa de satisfacción, como si me hubiera confesado su pertenencia a una distinguida sociedad secreta a la que tanto ella como Tom estaban afiliados.

Dentro de la casa, el salón carmesí florecía de luz. Tom y miss Baker se sentaban en los extremos del amplio sofá, y miss Baker leía en voz alta un artículo del Saturday Evening Post: las palabras, en un susurro, sin inflexiones, se fundían en una melodía de efectos sedantes. La luz de la lámpara resplandecía en las botas de montar, perdía brillo en el pelo amarillo otoñal de miss Baker, y destellaba en el papel cada vez que pasaba la página y palpitaba la delicada musculatura de sus brazos.

Cuando entramos, nos obligó, alzando una mano, a mantener silencio unos segundos.

—Continuará —dijo, y arrojó la revista sobre la mesa— en nuestro próximo número.

El cuerpo impuso su poder con un movimiento impaciente de las rodillas, y miss Baker se puso de pie.

—Las diez —señaló, como si comprobara la hora en el techo—. Es hora de que esta niña buena se acueste.

—Jordan participa mañana en el torneo de Westchester —explicó Daisy.

—Ah, ¡eres Jordan Baker!

Ahora sabía por qué su cara me resultaba familiar: aquella expresión agradable y desdeñosa me había mirado desde muchas fotografías en huecograbado en las páginas de noticias sobre la vida deportiva en Asheville, Hot Springs y Palm Beach. También me habían llegado chismes sobre ella, una historia negativa y desagradable, de la que me había olvidado hacía tiempo.

—Buenas noches —dijo en voz baja—. ¿Te importaría despertarme a las ocho?

—Si piensas levantarte.

—Pienso levantarme. Buenas noches, mister Carraway. Nos veremos pronto.

—Claro que os veréis pronto —confirmó Daisy—. E incluso pienso organizar una boda. Ven a menudo, Nick, y ya veré yo…, ay, cómo juntaros. Ya sabes… Encerraros sin querer en un armario, o lanzaros al mar en un bote, cosas así…

—Buenas noches —dijo miss Baker desde la escalera—. No he oído ni una palabra.

—Es una chica estupenda —dijo Tom al cabo del rato—. No deberían dejarla viajar así por el país.

—¿Quién no debería? —preguntó Daisy, fría.

—Su familia.

—Su familia es una tía que debe de tener mil años. Además, Nick la va a cuidar, ¿verdad, Nick? Jordan va a pasar con nosotros este verano bastantes fines de semana. Creo que tener un hogar le hará mucho bien.

Daisy y Tom se miraron un momento en silencio.

—¿Es de Nueva York? —pregunté inmediatamente.

—De Louisville. Allí pasamos juntas la adolescencia inmaculada. La adolescencia inmaculada y maravillosa…

—¿Le has estado contando secretos a Nick en la terraza? —preguntó Tom de repente.

—¿Te he contado secretos? —me miró Daisy—. No me acuerdo, pero creo que hemos hablado de la raza nórdica. Sí, estoy segura. Casi sin darnos cuenta, ya sabes, lo primero que…

—No te creas todo lo que te cuenten, Nick —me aconsejó Tom.

Dije despreocupadamente que no me habían contado nada, y pocos minutos después me levanté para irme a casa. Me acampanaron a la puerta y se detuvieron, juntos, en un radiante cuadrado de luz. Cuando arrancaba el coche, Daisy gritó perentoriamente: «¡Espera!»

—Se me ha olvidado preguntarte algo importante. Nos han llegado noticias de que te has prometido con una chica del Oeste.

—Es verdad —corroboró Tom con calor—. Nos han dicho que te habías prometido.

—Es mentira. Soy demasiado pobre.

—Pues nos lo han dicho —insistió Daisy y, para mi sorpresa, volvía a abrirse como una flor—. Nos lo han dicho tres personas, así que tiene que ser verdad.

Yo sabía, por supuesto, a qué se referían, pero no estaba ni vagamente prometido. El hecho de que los cotilleos hubieran dado por publicadas las amonestaciones fue una de las razones de que me fuera al Este. No se puede dejar de salir con una vieja amiga por culpa de las habladurías, y, por otra parte, tampoco tenía intención de casarme por lo que dijeran unos y otros.

El interés de Tom y Daisy me conmovió bastante: me parecieron más cercanos, menos remotamente ricos. Sin embargo, ya en el coche, me sentía confuso y un poco disgustado. Pensaba que la obligación de Daisy era salir corriendo de la casa con la niña en brazos, aunque, por lo visto, no tenía la menor intención de hacer tal cosa. En cuanto a Tom, que tuviera «una mujer en Nueva York» era menos sorprendente que el hecho de que un libro lo hubiera deprimido tanto. Algo lo llevaba a roer lo más superficial de unas cuantas ideas rancias como si su egoísmo, físico, rotundo, ya no bastara para alimentar a su corazón apremiante.

Se notaba el verano en los tejados de los hoteles de carretera y en las estaciones de servicio, donde los surtidores rojos, nuevos, se levantaban sobre charcos de luz, y cuando llegué a mi casa en West Egg aparqué el coche en el cobertizo y me senté un rato en el jardín, en un cortacésped abandonado. Ya no soplaba el viento, que había dejado una noche clara y ruidosa, con alas que batían en los árboles y el sonido persistente de un órgano, como si el fuelle poderoso de la tierra insuflara vida a las ranas. La silueta de un gato se movió vacilante a la luz de la luna y, al volver la cabeza para mirarlo, vi que no estaba solo: a unos quince metros de distancia una figura había surgido de la sombra de la mansión de mi vecino y de pie, con las manos en los bolsillos, contemplaba la pimienta plateada de las estrellas. Algo en la lentitud de sus movimientos y en la seguridad con que apoyaba los pies en el césped me sugirió que se trataba de mister Gatsby, que había salido a calcular qué parte le correspondía del firmamento local.

Decidí llamarlo. Miss Baker había mencionado su nombre durante la cena, y eso serviría de presentación. Pero no lo llamé, porque de pronto dio pruebas de sentirse a gusto solo: extendió los brazos de un modo extraño hacia el agua oscura y, aunque yo estaba lejos, habría jurado que temblaba. Miré al mar en un gesto automático… y no vi nada, salvo una luz verde, lejana y mínima, que quizá fuera el extremo de un muelle. Cuando fui a mirar otra vez a Gatsby, había desaparecido, y yo volvía a estar solo en la oscuridad sin sosiego.

2

A medio camino entre West Egg y Nueva York la carretera confluye de pronto con la línea del ferrocarril y corre a su lado cerca de cuatrocientos metros, como si quisiera evitar cierta extensión de tierra desolada. Es un valle de cenizas: una granja fantástica donde las cenizas crecen como el trigo hasta convertirse en cordilleras, colinas y jardines grotescos; donde las cenizas toman la forma de casas y chimeneas y humo y, por fin, en un esfuerzo trascendental, de hombres de ceniza que se agitan como sombras y se deshacen en el aire polvoriento. De vez en cuando una fila de vagones grises se arrastra por una vía invisible, se estremece en un crujido espectral y se detiene, e inmediatamente los hombres de ceniza salen como un enjambre con palas que parecen de plomo y levantan una nube impenetrable que nos oculta sus misteriosas operaciones.

Pero sobre la tierra gris y las ráfagas de polvo inhóspito que soplan incesantemente sobre ella, se distinguen, al cabo de un momento, los ojos del doctor T. J. Eckleburg. Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y gigantes: sus pupilas casi alcanzan un metro de altura. No miran desde una cara, sino desde unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz inexistente. Algún oculista insensato y bromista los debió de poner ahí para aumentar su clientela en la zona de Queens, y luego se hundió en la ceguera eterna, o los olvidó y se fue a otra parte. Pero sus ojos, algo deslucidos por los muchos días expuestos a la lluvia y al sol sin recibir jamás una mano de pintura, siguen meditando tristemente sobre el solemne vertedero.

Un riachuelo sucio limita el valle de cenizas por uno de sus flancos, y, cuando el puente levadizo se alza para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes pueden quedarse media hora contemplando el lúgubre lugar mientras esperan. Es inevitable detenerse allí, aunque sea un momento, y precisamente por eso conocí a la amante de Tom Buchanan.

El hecho de que tuviese una amante era muy comentado en los ambientes que frecuentaba Tom. Sus amistades consideraban una ofensa que se presentara con ella en los bares de moda y, dejándola en una mesa, se paseara por el local, charlando con unos y otros. Yo sentía curiosidad por verla, pero no quería que me la presentaran, como ocurrió por fin. Una tarde fui con Tom a Nueva York en tren, y cuando nos detuvimos junto a los montones de ceniza se levantó de un salto y, cogiéndome por el codo, me forzó literalmente a bajar del vagón.

—Nos apeamos —enfatizó lo obvio—. Quiero presentarte a mi chica.

Creo que había bebido demasiado en la comida, y la determinación con que me obligaba a acompañarlo bordeaba la violencia. Su arrogancia daba por supuesto que un domingo por la tarde yo no tenía otra cosa mejor que hacer.

Lo seguí cuando saltó la barrera del tren, pintada de blanco, y retrocedimos unos cien metros por la carretera bajo la mirada insistente del doctor Eckleburg. El único edificio a la vista era una casa de ladrillo amarillo que se levantaba en el límite de la tierra baldía, en una especie de calle principal mínima que bastaba para satisfacer sus necesidades y desembocaba en la nada absoluta. Había tres negocios: uno se alquilaba y otro era un restaurante que abría toda la noche y al que se llegaba par un camino de cenizas. El tercero era un garaje —Reparaciones. GEORGES B. WILSON. Compraventa de automóviles—, en el que entré detrás de Tom.

El interior, vacío, era miserable: el único coche visible eran los restos polvorientos de un Ford, encogido en un rincón oscuro. Estaba pensando que aquel garaje fantasmal sólo podía ser una cortina de humo que ocultaba lujosos y románticos apartamentos en la planta de arriba, cuando apareció el dueño en la puerta de la oficina, limpiándose las manos con un trapo. Era un hombre rubio, apocado, anémico y de cierta belleza desvaída. Nos vio y los ojos, azules, húmedos y muy claros, se le iluminaron de esperanza.

—Hola, Wilson, viejo —dijo Tom jovialmente, dándole una palmada en el hombro—. ¿Cómo va la cosa?

—No me puedo quejar —respondió Wilson sin convencer a nadie—. ¿Cuándo va usted a venderme el coche?

—La semana que viene: tengo al chófer arreglándolo.

—No se da prisa, ¿verdad?

—Se equivoca —dijo Tom con frialdad—. Pero, si lo cree así, quizá lo mejor sea que le venda el coche a otro.

—No es eso lo que digo —se apresuró a explicar Wilson—. Lo que digo es que…

Su voz se fue apagando y Tom miró impaciente a su alrededor. Entonces oí pasos en la escalera y, al momento, la pesada silueta de una mujer tapó la luz de la puerta de la oficina. Debía de tener unos treinta y cinco años, y estaba un poco gorda, pero lucía sus carnes con esa sensualidad de la que algunas mujeres son capaces. No había rasgos ni atisbo de belleza en su cara, que surgía de un vestido de seda azul oscuro a lunares, pero aquella mujer poseía una vitalidad inmediatamente perceptible, como si los nervios de su cuerpo estuvieran siempre al rojo vivo. Sonreía con calma, y pasando a través del marido como si fuera un fantasma, le estrechó la mano a Tom, mirándolo intensamente a los ojos. Se humedeció los labios y, sin volverse, le dijo a su marido con una voz suave y ordinaria:

—Trae sillas, que se pueda sentar la gente.

—Ah, sí —asintió inmediatamente Wilson, y fue a la oficina, confundiéndose en el acto con el color cemento de las paredes.

Polvo blanco y ceniciento le cubría el traje oscuro y el pelo pálido como cubría todo lo que había a su alrededor, excepto a su mujer, que se había acercado a Tom.

—Quiero verte —dijo Tom con decisión—. Coge el próximo tren.

—Muy bien.

—Espérame en el puesto de periódicos del andén de abajo.

La mujer asintió y se separó de Tom en el momento preciso en que George Wilson salía de la oficina con dos sillas.

La esperamos en la carretera, donde no podían vernos. Faltaban pocos días para el Cuatro de Julio, y un niño italiano, gris y escuálido, ponía una fila de petardos en la vía del tren.

—Terrible lugar, ¿verdad? —dijo Tom, intercambiando con el doctor Eckleburg una mirada de disgusto.

—Horrible.

—A ella le viene bien salir.

—¿Al marido no le importa?

—¿Wilson? Cree que va a Nueva York a ver a su hermana. Es tan tonto que ni siquiera sabe que está vivo.

Así que Tom Buchanan, su chica y yo fuimos juntos a Nueva York. O no exactamente juntos, porque mistress Wilson viajó discretamente en otro vagón. Era una deferencia de Tom con la susceptibilidad de los habitantes de East Egg que pudieran ir en el tren.

Mistress Wilson se había cambiado el vestido por uno de muselina marrón estampada que se le ajustó restallante a las anchas caderas cuando Tom la ayudó a apearse en el andén de Nueva York. En el puesto de periódicos compró el Town Tattle y una revista de cine, y en el drugstore de la estación crema facial y un perfume. Arriba, en la entrada solemne y llena de ecos, rechazó cuatro taxis antes de elegir uno, nuevo, de color lavanda, con la tapicería gris, y en él nos alejamos de la gran estación, hacia la espléndida luz del sol. Pero inmediatamente mistress Wilson dejó de prestar atención a la ventanilla, se inclinó hacia delante, y golpeó en el cristal que nos separaba del chófer.

—Quiero uno de esos perros —dijo muy seria—. Quiero uno para el apartamento. Es bueno tener… un perro.

Dimos marcha atrás en busca de un viejo ceniciento que se parecía de un modo absurdo a John D. Rockefeller. En una cesta que le colgaba del cuello se encogían de miedo un puñado de cachorros recién nacidos, de raza indeterminada.

—¿Qué tipo de perros son? —preguntó mistress Wilson con verdadera ilusión, cuando el hombre se acercó a la ventana del taxi.

—De todos los tipos. ¿Qué tipo busca usted, señora?

—Me gustaría un perro policía, pero supongo que no tendrá ninguno de esa raza.

El hombre miró con ojos inseguros dentro de la cesta, metió la mano y sacó un cachorro que no paraba de moverse, cogiéndolo por el cuello.

—No es un perro policía —dijo Tom.

—No, no es exactamente un perro policía —dijo el hombre, con algo de decepción—. Yo más bien diría que es un Airedale —pasó la mano por el lomo pardo, que parecía un paño de cocina—. Fíjese en el pelo. Qué pelo. Este perro jamás le dará la lata con un resfriado.

—Me parece precioso —dijo mistress Wilson con entusiasmo—. ¿Cuánto cuesta?

—¿Este perro? —el hombre lo miró con verdadera admiración—. Para usted serán diez dólares.

El Airedale —indudablemente había implicado algún remoto Airedale en el asunto, aunque aquellas patas fueran llamativamente blancas— cambió de dueño y fue a caer en el regazo de mistress Wilson, que acarició con arrobo aquel pelaje a prueba de las inclemencias del tiempo.

—¿Es niño o niña? —dijo con delicadeza.

—¿Este perro? Es niño.

—Es una perra —dijo Tom terminantemente—. Aquí tiene su dinero. Vaya y cómprese diez perros más.

Entramos en la Quinta Avenida, cálida y adormilada, casi pastoral, en la tarde veraniega de domingo. No me hubiera extrañado ver aparecer en una esquina un gran rebaño de ovejas blancas.

—Pare —dije—. Tengo que dejaros aquí.

—De eso nada —me interrumpió Tom—. Myrtle se ofendería si no subes al apartamento. ¿Verdad, Myrtle?

—Venga —me insistió mistress Wilson—. Llamaré por teléfono a mi hermana Catherine. Los que entienden dicen que es muy guapa.

—Me gustaría ir, pero…

No nos detuvimos, volvimos a acortar por Central Park hacia el oeste y las calles Cien. En la calle Ciento cincuenta y ocho el taxi se paró ante un trozo del gran pastel blanco de un edificio de apartamentos. Lanzando al vecindario una mirada de reina que vuelve al hogar, mistress Wilson cogió el perro y sus otras compras y entró en la casa con aires de grandeza.

—Voy a llamar a los McKee —anunció mientras subíamos en el ascensor—. Y a mi hermana, claro.

El apartamento estaba en el ático: una pequeña sala de estar, un pequeño comedor, un pequeño dormitorio y un cuarto de baño. Hasta la puerta del cuarto de estar se acumulaban los muebles, tapizados y demasiado grandes, y dar un paso significaba tropezarse con escenas de damas columpiándose en los jardines de Versalles. El único cuadro era una fotografía muy ampliada, desenfocada, de lo que parecía ser una gallina posada en una piedra. Mirada desde lejos, sin embargo, la gallina se convertía en una cofia, y el semblante de una dama anciana y corpulenta resplandecía en la habitación. Había encima de la mesa varios números atrasados de Town Tattle, un ejemplar de Simón, llamado Pedro y algunas revistas de cotilleos de Broadway. Mistress Wilson se preocupó del perro ante todo. Un ascensorista fue de mala gana a por leche y un cajón con paja, a lo que añadió por iniciativa propia una lata de galletas para perro grandes y duras, una de las cuales pasó la tarde deshaciéndose apáticamente en el cuenco de leche. Y, mientras, Tom sacó una botella de whisky de una cómoda cerrada con llave.

Sólo me he emborrachado dos veces en mi vida, y la segunda fue aquella tarde, así que una confusa capa de niebla empaña todo lo que pasó, aunque un sol espléndido iluminó el apartamento hasta pasadas las ocho. Sentada encima de Tom, mistress Wilson llamó por teléfono a varias personas, y luego se acabaron los cigarrillos, y bajé a comprar a la tienda de la esquina. Cuando volví, los amantes habían desaparecido, y yo me senté prudentemente en el cuarto de estar y leí un capítulo de Simón, llamado Pedro: o era infame o el whisky distorsionaba las cosas, porque aquello no tenía ningún sentido.

En el momento en que Tom y Myrtle (después de la primera copa mistress Wilson y yo nos tuteamos) reaparecieron, los invitados empezaron a llegar al apartamento.

La hermana, Catherine, era una chica delgada y con mucho mundo de unos treinta años, pelirroja, pelada como un muchacho y peinada con brillantina, y de una blancura láctea, cosmética. Se había depilado las cejas y se las había repintado en un ángulo más elegante, pero los esfuerzos de la naturaleza para restaurar la línea antigua le daban a la cara una expresión incoherente. Cuando Catherine se movía, el cascabeleo en sus brazos de las innumerables pulseras baratas producía un tintineo incesante. Entró con tal ansiedad de propietaria, y miró el mobiliario tan posesivamente, que pensé que quizá fuera aquélla su casa. Pero se lo pregunté y se echó a reír de un modo exagerado, repitiendo mi pregunta en voz alta. Me dijo que vivía con una amiga en un hotel.

Mister McKee era un hombre femenino, pálido, el vecino del piso de abajo. Acababa de afeitarse, porque tenía una mancha blanca de espuma en la mejilla, y mostró un extraordinario respeto al saludar a cada uno de los presentes. Me informó de que trabajaba «en el mundillo artístico», y más tarde me enteré de que era fotógrafo y de que había hecho la borrosa ampliación de la madre de mistress Wilson que flotaba en la pared como un ectoplasma. Su mujer era estridente, lánguida, bella y horrible. Me dijo con orgullo que su marido la había fotografiado ciento veintisiete veces desde el día de la boda.

Mistress Wilson se había cambiado de ropa poco antes, y ahora lucía un complicado vestido de tarde de gasa color crema que dejaba a su paso un frufrú permanente cuando se movía por la habitación. Bajo la influencia del vestido su personalidad también experimentó un cambio. La intensa vitalidad del garaje, tan perceptible, se había transformado en una impresionante fatuidad. Su risa, sus gestos, sus afirmaciones fueron volviéndose más afectados por momentos, y, conforme ella se expandía, la habitación menguaba a su alrededor, hasta que, ruidosa y chirriante, mistress Wilson pareció girar sobre una peana en el aire lleno de humo.

—Tesoro —le gritó a su hermana, con voz remilgada y aguda—, toda esa gentuza te engañará siempre. Sólo piensan en el dinero. Vino una mujer la semana pasada a arreglarme los pies y, cuando me dio la cuenta, era como si me hubiera operado de apendicitis.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó mistress McKee.

—Mistress Eberhardt. Se dedica a arreglar pies a domicilio.

—Me encanta tu vestido —observó mistress McKee—. Me parece maravilloso.

Mistress Wilson rechazó el cumplido levantando desdeñosamente una ceja.

—Está viejísimo —dijo—. Sólo me lo pongo cuando no me importa la pinta que llevo.

—Pues te sienta de maravilla, no sé si me entiendes —continuó mistress McKee—. Si Chester te fotografiara en esa pose, haría algo aprovechable.

Todos miramos en silencio a mistress Wilson, que se apartó de los ojos un mechón de pelo y nos devolvió la mirada con una sonrisa radiante. Mister McKee la estudió con atención, ladeando la cabeza, y luego se puso la mano delante de la cara y la movió hacia atrás y hacia delante.

—Cambiaría la luz —dijo al cabo de un momento—. Me gustaría resaltar el modelado de las facciones, e intentaría captar el pelo de la nuca.

—Yo no cambiaría la luz —proclamó mistress McKee—. Me parece que es…

Su marido dijo «Shsss» y todos volvimos a mirar a la modelo, cuando Tom bostezó audiblemente y se puso de pie.

—Beban algo, pareja —les dijo a los McKee—. Trae más hielo y más agua mineral, Myrtle, antes de que se duerma todo el mundo.

—Mira que le dije al chico que trajera hielo —Myrtle levantó las cejas, desesperada por la holgazanería de las clases bajas—. ¡Qué gente! Tienes que estar detrás de ellos todo el tiempo.

Me miró y se rio sin motivo. Luego cogió y besó al perro en un arrebato y entró majestuosamente en la cocina como si un equipo de cocineros estuviera esperando sus órdenes.

—En Long Island he hecho cosas muy interesantes —declaró mister McKee.

Tom lo miró sin entenderlo.

—Dos las tenemos enmarcadas abajo.

—¿Dos qué? —preguntó Tom.

—Dos estudios. Uno lo he titulado Montauk Point: las gaviotas, y el otro Montauk Point: el mar.

Catherine, la hermana, se sentó a mi lado en el sofá.

—¿Tú también vives en Long Island? —me preguntó.

—Vivo en West Egg.

—¿Sí? Estuve allí en una fiesta, hace un mes más o menos. En casa de un tal Gatsby. ¿Lo conoces?

—Vive al lado de mi casa.

—Dicen que es sobrino o primo del káiser Guillermo. Que por eso tiene tanto dinero.

—¿Sí?

Asintió.

—Me da miedo. No me gustaría nada que la tomara conmigo.

Esta apasionante información sobre mi vecino fue interrumpida por mistress McKee, que de repente señalaba a Catherine con el dedo.

—Chester, creo que podrías hacer algo con ella —proclamó, pero el señor McKee se limitó a asentir con aire de aburrimiento, y volvió a concentrar su atención en Tom.

—Si pudiera introducirme, me gustaría trabajar más en Long Island. Lo único que pido es que me dejen empezar.

—Hable con Myrtle —dijo Tom, soltando una risotada y aprovechando que mistress Wilson llegaba de la cocina con una bandeja—. Ella le dará una carta de presentación, ¿verdad, Myrtle?

—¿Dar qué? —preguntó, sorprendida.

—Le darás a McKee una carta de presentación para tu marido, para que haga unos cuantos estudios suyos —siguió moviendo los labios, en silencio, mientras inventaba—. George B. Wilson en el surtidor de gasolina, o algo así.

Catherine se inclinó sobre mí, muy cerca, y me murmuró al oído:

—Ninguno de los dos soporta a la persona con la que están casados.

—¿No?

—No los aguantan —miró a Myrtle y luego a Tom—. Y digo yo: ¿por qué siguen viviendo con esas personas si no las aguantan? Si yo fuera ellos, me divorciaría y volvería a casarme inmediatamente.

—¿Ella tampoco quiere a Wilson?

La respuesta fue inesperada, porque vino de Myrtle, que había oído mi pregunta. Y fue violenta y obscena.

—Ya ves —exclamó Catherine triunfalmente. Volvió a bajar la voz—. Es la mujer de él la que los separa. Es católica, y los católicos no creen en el divorcio.

Daisy no era católica, y me impresionó un poco lo rebuscado de la mentira.

—Cuando se casen —continuó Catherine— se irán al Oeste por un tiempo, hasta que todo haya pasado.

—Sería más discreto irse a Europa.

—Ah, ¿te gusta Europa? —exclamó, sorprendiéndome—. Acabo de volver de Montecarlo.

—¿Sí?

—El año pasado. Fui con otra chica.

—¿Estuvisteis mucho tiempo?

—No, fuimos a Montecarlo y volvimos. Fuimos vía Marsella. Teníamos más de mil doscientos dólares cuando empezamos, y en dos días nos habían desplumado hasta el último centavo. Lo pasamos fatal en el viaje de regreso, te lo puedo asegurar. ¡Dios mío, qué ciudad tan aborrecible!

El cielo del atardecer, semejante a la miel azul del Mediterráneo, resplandeció un instante en la ventana, y entonces la voz estridente de mistress McKee me devolvió a la habitación.

—También yo estuve a punto de cometer un error —afirmaba con energía—. Estuve a punto de casarme con un judío insignificante que llevaba años detrás de mí. Yo sabía que no estaba a mi altura. Y todos me decían: «Lucille, ese hombre no está a tu altura». Pero se habría salido con la suya, seguro, si no hubiera conocido a Chester.

—Sí, pero escucha —dijo Myrtle Wilson, moviendo la cabeza arriba y abajo—, tú por lo menos no te casaste.

—Por supuesto.

—Yo sí me casé —dijo Myrtle, en un tono de ambigüedad.

—¿Por qué te casaste, Myrtle? —preguntó Catherine—. Nadie te obligó.

Myrtle meditó la respuesta.

—Me casé porque creí que era un caballero —dijo por fin—. Creí que sabía lo que es una buena educación, pero no valía ni para limpiarme los zapatos con la lengua.

—Pues durante un tiempo estuviste loca por él —dijo Catherine.

—¡Loca por él! —exclamó Myrtle con incredulidad—. ¿Quién ha dicho que estaba loca por él? Jamás he estado más loca por él que por ese hombre.

De repente me señaló con el dedo, y todos me miraron acusadoramente. Intenté que mi expresión dejara claro que yo no aspiraba a ningún tipo de aprecio.

—Mi única locura fue casarme. E inmediatamente supe que me había equivocado. Él le pidió prestado a no sé quién su mejor traje para la boda, y no me dijo ni una palabra, y el hombre vino a por su traje un día que mi marido no estaba. «Ah, ¿el traje es suyo?», dije, «pues ahora me entero». Se lo di y luego me eché en la cama y me pasé la tarde llorando sin parar.

—Tendría que separarse —me resumió Catherine—. Llevan once años viviendo en el altillo de ese garaje. Y Tom es el primer amigo que ha tenido.

La botella de whisky —la segunda— ahora estaba muy solicitada por todos los presentes, exceptuando a Catherine, que «se sentía bien sin nada». Tom llamó al conserje y lo mandó a por unos sándwiches famosos que valían por una cena completa. Yo tenía ganas de irme y pasear hacia el este en dirección al parque, a la luz suave del crepúsculo, pero cada vez que intentaba despedirme me veía enredado en alguna ruidosa discusión sin sentido, que me retenía, como si me hubieran atado. Dominando la ciudad, sin embargo, nuestra fila de ventanas iluminadas ofrecería su parte de secreto humano al observador ocasional de las calles oscuras, algo que también era yo, mirando y maravillándome. Yo estaba dentro y fuera, a la vez encantado y repelido por la inagotable variedad de la vida.

Myrtle acercó su silla, y de repente su aliento cálido derramó sobre mí la historia del primer encuentro con Tom.

—Fue en esos dos asientos pequeños, uno frente a otro, que siempre son los últimos que quedan libres en el tren. Iba a Nueva York a ver a mi hermana y a pasar la noche. Tom iba vestido de etiqueta, con zapatos de charol, y yo no podía quitarle los ojos de encima, pero, si él me miraba, fingía leer el anuncio que había más arriba de su cabeza. Cuando llegamos a la estación, lo sentí cerca, y la pechera blanca de su camisa me oprimía el brazo, así que le dije que iba a llamar a un policía, pero él sabía que no era verdad. Yo estaba tan excitada cuando me subí con él al taxi que apenas si me di cuenta de que no tomaba el metro. Lo único que pensaba, una y otra vez, era: «No vas a vivir eternamente; no vas a vivir eternamente».

Se volvió hacia mistress McKee y resonó en la habitación su risa artificial.

—Tesoro —exclamó—, te regalaré el vestido en cuanto me lo quite. Mañana pienso comprarme otro. Voy a hacer una lista de todas las cosas que necesito. Un masaje y una permanente, un collar para el perro, uno de esos ceniceros tan lindos con un dispositivo para tragarse la ceniza, y una corona con lazo de seda negro para la tumba de mi madre, que dure todo el verano. Voy a hacer una lista con todas las cosas que tengo pendientes para que no se me olviden.

Eran las nueve, y casi inmediatamente miré el reloj y vi que eran las diez. Mister McKee se había quedado dormido en su silla, con los puños cerrados sobre el regazo. Parecía la foto de un hombre de acción. Cogí el pañuelo y le limpié de la mejilla la espuma de afeitar seca que me había inquietado toda la tarde.

El perrillo miraba desde encima de la mesa, cegado por el humo, y de vez en cuando gemía débilmente. La gente desaparecía, reaparecía, hacía planes para ir a algún sitio, y entonces se perdía, se buscaba, se encontraba a un metro de distancia. En torno a la medianoche Tom Buchanan y mistress Wilson, de pie, cara a cara, discutieron apasionadamente si mistress Wilson tenía derecho a pronunciar el nombre de Daisy.

—¡Daisy! ¡Daisy! ¡Daisy! ¡Dai..! —gritó mistress Wilson—. ¡Lo diré todas las veces que me dé la gana!

Con un movimiento seco y expeditivo, Tom Buchanan le rompió la nariz con la mano abierta.

Entonces hubo en el suelo del cuarto de baño toallas empapadas de sangre, y voces indignadas de mujeres, y, por encima de la confusión, un quejido de dolor inacabable y entrecortado. Mister McKee se despertó y buscó aturdido la puerta. No había terminado de salir cuando se volvió y vio la escena: Catherine y su mujer, que gritaban y protestaban e intentaban ofrecer algún consuelo mientras, con cosas del botiquín en la mano, tropezaban en todos los muebles que atestaban la habitación, y la desesperada figura del sofá, que no dejaba de sangrar e intentaba proteger con las páginas del Town Tattle la tapicería y sus escenas de Versalles. Entonces mister McKee dio media vuelta y reemprendió el camino hacia la puerta. Cogí mi sombrero del candelabro donde lo había dejado, y lo seguí.

—Venga a comer un día —sugirió, mientras bajaba y gemía el ascensor.

—¿Adónde?

—A cualquier sitio.

—No toque la palanca —se quejó el ascensorista.

—Perdone —dijo mister McKee muy digno—. No me he dado cuenta.

—Estupendo —dije yo—. Será un placer.

… Y luego yo estaba de pie, junto a la cama, y mister McKee, entre las sábanas y en ropa interior, sentado, tenía en las manos una carpeta grande.

—La bella y la bestia… Soledad… El caballo de la vieja tienda de ultramarinos… El puente de Brooklyn…

Después me vi derrumbado, medio dormido, en el andén más hondo y frío de la Pennsylvania Station, con la mirada fija en la primera edición del Tribune y esperando el tren de las cuatro de la mañana.

3

Llegaba música de la casa de mi vecino en las noches de verano. En sus jardines azules hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas entre los murmullos, el champagne y las estrellas. Cuando por las tardes subía la marea, yo miraba a los invitados, que se tiraban desde el trampolín de la balsa de Gatsby, o tomaban el sol en la arena caliente de su playa privada mientras dos lanchas motoras surcaban las aguas del estrecho y remolcaban a esquiadores acuáticos sobre cataratas de espuma. Los fines de semana el Rolls-Royce de Gatsby se convertía en autobús y, desde las nueve de la mañana hasta la madrugada, traía y llevaba a grupos de la ciudad, mientras una furgoneta volaba como un bicho amarillo a esperar a todos los trenes. Y los lunes ocho criados, incluyendo un jardinero extra, se pasaban el día limpiando, fregando, dando martillazos, podando y arreglando el jardín, remediando los estragos de la noche anterior.

Una frutería de Nueva York mandaba todos los viernes cinco cajas de limones y naranjas, y todos los lunes esos mismos limones y naranjas salían por la puerta trasera en una pirámide de cáscaras sin pulpa. En la cocina había una máquina que podía exprimir doscientas naranjas en media hora si el pulgar del mayordomo apretaba doscientas veces un botón.

Al menos una vez cada quince días un ejército de proveedores se presentaba con más de cien metros de lona y suficientes luces de colores como para convertir el enorme jardín de Gatsby en un árbol de Navidad. En las mesas del buffet, adornadas con entremeses deslumbrantes, jamones cocidos con especias se apretaban contra ensaladas arlequinadas, pastelillos de carne de cerdo y pavos color de oro viejo, como encantados. En el vestíbulo principal ponían un bar, con una auténtica barra de metal donde apoyar el pie, y provisto de ginebras, bebidas alcohólicas y licores olvidados desde hacía tanto tiempo que la mayoría de las invitadas eran demasiado jóvenes para distinguir unos de otros.

A las siete ha llegado la orquesta, nada de un simple quinteto, sino toda una banda de oboes y saxofones y trombones y violas y cornetas y flautines y bombos y tambores. Los últimos nadadores acaban de volver de la playa y se están vistiendo en la planta de arriba; los coches de Nueva York aparcan en quíntuple fila en el camino de entrada, y los vestíbulos, los salones y las galerías ya atraen las miradas con sus colores básicos y los cortes de pelo raros y a la última moda, y chales que superan los sueños de la antigua Castilla. El bar bulle de animación, y las incesantes rondas de cócteles atraviesan flotando el jardín, y lo impregnan, y hasta el aire se vivifica con las conversaciones y las risas, y las insinuaciones sin importancia y las presentaciones olvidadas al instante, y los encuentros entusiastas entre mujeres que jamás han sabido el nombre de la otra.

Las luces se hacen más intensas a medida que la Tierra se aleja del sol dando bandazos, y la orquesta toca música de cóctel, y la ópera de las voces sube un tono. Cada vez la risa es más fácil, se prodiga más, se derrama ante cualquier palabra alegre. Los grupos cambian con más rapidez, crecen con los recién llegados, se disuelven y se forman en el mismo suspiro; ya se ven, vagabundeando, chicas seguras de sí mismas que serpentean entre invitados más sólidos y más estables, se convierten por un momento fugaz y feliz en el centro de un grupo, y, con la emoción del triunfo, desaparecen silenciosamente entre la marea de caras y voces y colores bajo la luz que cambia sin cesar.

De repente una de esas gitanas, vibrante en su vestido de ópalo, coge al vuelo un cóctel, se lo bebe valientemente de un trago y, moviendo las manos como Frisco, baila sola en la pista de lona. Momentáneo silencio: el director de la orquesta se ve obligado a acoplarse al ritmo de la chica, y las habladurías se disparan mientras corre la falsa noticia de que es la suplente de Gilda Gray en el Follies. Ha empezado la fiesta.

Creo que la primera noche que estuve en casa de Gatsby fui uno de los pocos que habían sido invitados de verdad. La gente no estaba invitada: iba. Se subían en coches que los llevaban a Long Island, y, no sé cómo, acababan en la puerta de Gatsby. Una vez allí, alguien que conocía a Gatsby los presentaba y, a partir de ese momento, se comportaban según las normas de conducta propias de los parques de atracciones. Y alguna noche llegaban y se iban sin ni siquiera conocer a Gatsby: llegaban a la fiesta con una ingenuidad de corazón que les servía de entrada.

A mí me invitaron de verdad. Un chófer en uniforme azul turquesa, color de huevo de petirrojo, cruzó el césped de mi casa el sábado a primera hora con una nota de su patrón asombrosamente formal: Gatsby se sentiría muy honrado, decía, si yo pudiera asistir a su «pequeña fiesta» aquella noche. Me había visto varias veces, y desde hacía tiempo tenía intención de hacerme una visita, pero una singular combinación de circunstancias lo había impedido. Firmaba Jay Gatsby, con majestuosa caligrafía.

Embutido en un flamante traje de franela blanca pisé su césped un poco después de las siete y vagabundeé incómodo entre remolinos de gente a la que no conocía, aunque de vez en cuando encontraba una cara que había visto en el tren.

Me impresionó la cantidad de ingleses jóvenes que había por todas partes: todos bien vestidos, todos con pinta de tener hambre, todos hablándoles en voz baja y muy en serio a americanos sólidos y prósperos. Di por supuesto que vendían algo: bonos, seguros o automóviles. Por lo menos eran angustiosamente conscientes del dinero fácil que se movía alrededor y estaban convencidos de que sería suyo a cambio de unas cuantas palabras en el tono justo.

En cuanto llegué, intenté saludar a mi anfitrión, pero las dos o tres personas a quienes pregunté por él me miraron tan asombradas y negaron con tanta vehemencia conocer los movimientos de Gatsby, que me escabullí en dirección a la mesa de los cócteles, el único sitio del jardín donde alguien sin compañía podía quedarse un rato y no parecer solo y perdido.

Había decidido por puro desconcierto emborracharme escandalosamente cuando Jordan Baker salió de la casa y se detuvo en lo alto de la escalinata de mármol para, retrepándose un poco, observar el jardín con interés y desdén.

Me recibieran bien o mal, creí necesario pegarme a alguien antes de empezar a ponerme afectuoso con todo el que pasara.

—¡Hola! —rugí, avanzando hacia ella.

Mi voz, en el jardín, sonó demasiado alta, anormal.

—Había pensado que quizá estuviera aquí —respondió como ausente cuando subí la escalera—. Recordaba que usted vivía en la casa de al lado…

Me cogió la mano de un modo impersonal, como una promesa de que se ocuparía de mí en unos segundos, y prestó oído a dos chicas que llevaban vestidos idénticos, amarillos, y se habían detenido al pie de la escalinata.

—¡Hola! —gritaron al unísono—. Qué pena que no ganaras.

Hablaban del torneo de golf. Jordan Baker había perdido en las finales la semana anterior.

—No sabes quiénes somos —dijo una de las chicas de amarillo—, pero te conocimos aquí hace cosa de un mes.

—Os habéis teñido el pelo —contestó Jordan, y yo me sobresalté, pero las chicas habían seguido despreocupadamente su camino y las palabras las oyó la luna prematura, salida como la cena, sin duda, de la cesta del proveedor.

Con el brazo delgado y dorado de Jordan descansando en el mío, bajamos la escalinata y deambulamos por el jardín. Una bandeja de cócteles se nos acercó flotando en el crepúsculo y nos sentamos a una mesa con las dos chicas de amarillo y tres hombres, que se presentaron, los tres, como mister Mmmm.

—¿Venís mucho a estas fiestas? —preguntó Jordan a la chica que tenía al lado.

—La última fue en la que te conocí —respondió la chica con voz segura, enérgica. Se volvió a su amiga—. Tú, igual, ¿no, Lucille?

Así era.

—Me encanta venir —dijo Lucille—. Me da lo mismo hacer lo que sea, así que siempre me lo paso bien. La última vez se me rompió el vestido con una silla, y él me pidió mi nombre y dirección, y, antes de que pasara una semana, recibí un paquete de Croirier con un traje de noche nuevo.

—¿Te quedaste con él? —preguntó Jordan.

—Por supuesto. Me lo iba a poner esta noche, pero me queda ancho de pecho y me lo tengo que arreglar. Es azul gas con adornos lavanda. Doscientos sesenta y cinco dólares.

—Un tipo que hace esas cosas no es normal —dijo la otra chica con vehemencia—. No quiere tener problemas con nadie.

—¿Quién no quiere tener problemas? —pregunté.

—Gatsby. Alguien me dijo…

Las dos chicas y Jordan acercaron la cabeza confidencialmente.

—Alguien me dijo que una vez mató a un hombre.

Todos sentimos un escalofrío. Los tres mister Mmmm acercaron también la cabeza, ansiosos de oír.

—No creo que llegue a tanto —respondió Lucille, escéptica—. Es más probable que fuera espía de los alemanes durante la guerra.

Uno de los hombres lo confirmó:

—Se lo oí a un hombre que lo conocía bien. Se había criado con él en Alemania —nos aseguró categóricamente.

—No —dijo la primera chica—, eso es imposible, porque hizo la guerra en el ejército americano —viendo que volvía a ganarse nuestra credulidad, se inclinó hacia nosotros con entusiasmo—. Fijaos en él cuando crea que nadie lo mira. Estoy segura de que mató a un hombre.

Entornó los ojos y se estremeció. Lucille se estremeció. Todos nos volvimos a mirar donde estaba Gatsby. Prueba de las románticas especulaciones que inspiraba era que murmuraran a su costa aquellos que habían encontrado en este mundo poco sobre lo que poder murmurar.

Habían empezado a servir la primera cena (servían otra después de medianoche), y Jordan me invitó a reunirme con su grupo, en una mesa al otro lado del jardín. Eran tres matrimonios y el acompañante de Jordan, un estudiante insistente, aficionado a las indirectas desagradables, y con la obvia impresión de que, antes o después, Jordan iba a entregarle su persona en mayor o menor grado. En vez de desperdigarse, el grupo había conservado una homogeneidad honorable, asumiendo la representación de la muy seria nobleza rural: East Egg manifestaba su condescendencia hacia West Egg, pero no bajaba la guardia contra su alegría espectroscópica.

—Vámonos —murmuró Jordan al cabo de media hora más bien insípida y desperdiciada—; esto es demasiado fino para mí.

Nos levantamos, y explicó al grupo que íbamos a buscar al anfitrión; yo no lo conocía, dijo, y eso hacía que me sintiera incómodo. El estudiante asintió con un gesto melancólico, cínico.

Había mucha gente en el bar, donde miramos primero, pero Gatsby no estaba. Jordan no lo vio desde lo alto de la escalinata, y tampoco estaba en la galería. Abrimos al azar una puerta que parecía importante y entramos en una biblioteca gótica, de techos altos y paredes recubiertas de roble inglés tallado, probablemente transportada completa desde alguna ruina de ultramar.

Un individuo corpulento, de mediana edad, con gafas enormes y ojos de búho, algo borracho, se sentaba en el filo de una mesa grande y, titubeante, se concentraba en mirar los anaqueles de libros. Cuando entramos, giró sobre sí mismo, nervioso, y examinó a Jordan de pies a cabeza.

—¿Qué les parece? —preguntó con verdadero ímpetu.

—¿Qué?

Señaló hacia los libros con la mano.

—Eso. Y no tienen que molestarse en comprobarlo. Lo he comprobado yo. Son de verdad.

—¿Los libros?

Asintió.

—Absolutamente de verdad: tienen páginas y todas esas cosas. Pensé que serían de cartón hueco, resistente. Pero son absolutamente de verdad. Páginas y… Fíjense, déjenme que se lo demuestre.

Dando por sentado nuestro escepticismo, se precipitó hacia los estantes y volvió con el primer volumen de las Conferencias de Stoddard.

—¡Miren! —exclamó triunfalmente—. Es una pieza auténtica de material impreso. Había conseguido engañarme. Este tipo es un verdadero Belasco. ¡Qué triunfo! ¡Qué meticulosidad! ¡Qué realismo! Y también supo dónde pararse: las páginas están sin cortar, sin abrir. ¿Pero qué esperaban ustedes? ¿Qué querían?

Me arrebató el libro y lo devolvió corriendo a su estante, murmurando que si quitáramos un ladrillo toda la biblioteca podría venirse abajo.

—¿Quién les ha traído? —preguntó—. ¿O ustedes han venido por su cuenta? A mí me han traído. A casi todo el mundo lo traen.

Jordan lo miraba muy atenta, feliz, sin responder.

—A mí me ha traído una mujer que se llama Roosevelt —continuó—. Mistress Claud Roosevelt. ¿No la conocen? Yo la conocí anoche, no sé dónde. Llevo casi una semana borracho, y pensé que sentarme un rato en una biblioteca a lo mejor me despejaba.

—¿Ha funcionado?

—Un poco, sí, creo. Todavía es pronto para decirlo. Sólo llevo aquí una hora. ¿Les he dicho lo de los libros? Son de verdad. Son…

—Nos lo ha dicho.

Le estrechamos la mano solemnemente y salimos.

Ahora bailaban en la pista del jardín: viejos que empujaban a las chicas en desangelados círculos eternos, parejas de clase alta que se abrazaban tortuosamente, a la moda, sin salir nunca de los rincones, y muchas chicas que bailaban solas y de vez en cuando relevaban al banjo o al percusionista de la orquesta. A medianoche había aumentado la alegría. Un famoso tenor cantó en italiano, una contralto muy conocida cantó jazz, y entre número y número la gente montaba su propio espectáculo sensacional en cualquier sitio del jardín, mientras estallaban las risas y, vacías y felices, subían al cielo de verano. Dos actrices gemelas, que resultaron ser las chicas de amarillo, se disfrazaron de niñas para su actuación, y el champagne fue servido en copas más grandes que lavafrutas. La luna estaba más alta y sobre el estrecho flotaba un triángulo de escamas de plata, que temblaba ligeramente con el repiqueteo seco y metálico de los banjos en el jardín.

Yo seguía con Jordan Baker. Estábamos en una mesa con un hombre más o menos de mi edad y una chiquilla que armaba mucho ruido y a la menor provocación daba rienda suelta a unas carcajadas incontrolables. Me divertía. Me había bebido dos lavafrutas de champagne y la escena se había convertido ante mis ojos en algo importante, elemental y profundo.

En un momento de respiro en la fiesta el hombre me miró y sonrió.

—Su cara me resulta familiar —dijo, muy educado—. ¿No estuvo en la Tercera División durante la guerra?

—Sí, sí. Estuve en el Veintiocho de Infantería.

—Yo estuve en el Dieciséis hasta junio del año 18. Sabía que te había visto en alguna parte.

Charlamos un rato de las aldeas húmedas y grises de Francia. Evidentemente vivía en el vecindario, porque me dijo que acababa de comprarse un hidroplano y que iba a probarlo por la mañana.

—¿Vienes conmigo, compañero? Sólo en la orilla, por el estrecho.

—¿A qué hora?

—A la que prefieras.

Iba a preguntarle su nombre, tenía la pregunta en la punta de la lengua, cuando Jordan miró a su alrededor y sonrió.

—¿Te lo pasas bien por fin?

—Mucho mejor —me volví otra vez a mi nuevo amigo—. Esta fiesta me parece rarísima. Ni siquiera he visto al anfitrión. Yo vivo ahí —moví la mano hacia el seto, invisible en la distancia—, y ese Gatsby me mandó una invitación con el chófer.

Me miró un momento como si no me entendiera.

—Gatsby soy yo —dijo de pronto.

—Perdona —exclamé—. Te ruego que me perdones.

—Pensaba que lo sabías, compañero. Creo que no soy un buen anfitrión.

Me miró con comprensión, mucho más que con comprensión. Era una de esas raras sonrisas capaces de tranquilizarnos para toda la eternidad, que sólo encontramos cuatro o cinco veces en la vida. Aquella sonrisa se ofrecía —o parecía ofrecerse— al mundo entero y eterno, para luego concentrarse en ti, exclusivamente en ti, con una irresistible predisposición a tu favor. Te entendía hasta donde querías ser entendido, creía en ti como tú quisieras creer en ti mismo, y te garantizaba que la impresión que tenía de ti era la que, en tus mejores momentos, esperabas producir. Y entonces la sonrisa se desvaneció, y yo miraba a un matón joven y elegante, uno o dos años por encima de los treinta, con un modo de hablar tan ceremonioso y afectado que rozaba el absurdo. Ya antes de que se presentara, me había dado la sensación de que elegía las palabras con cuidado.

Casi en el mismo instante en que Gatsby se identificaba, el mayordomo se le acercó corriendo para decirle que tenía una llamada de Chicago. Se disculpó con una ligera inclinación ante cada uno de nosotros.

—Si necesitas algo, pídelo, compañero —me dijo—. Discúlpame. Te veré más tarde.

En cuanto se fue, me volví a Jordan, porque necesitaba comentarle mi sorpresa. Me esperaba que mister Gatsby fuera un señor de mediana edad, gordo y colorado.

—¿Quién es? —pregunté—. ¿Lo sabes?

—Sólo es uno que se llama Gatsby.

—Sí, pero ¿de dónde es? ¿A qué se dedica?

—A ti también te ha dado ya por el asunto —contestó con una sonrisa desvaída—. Bueno, un día me dijo que había estudiado en Oxford.

Un borroso pasado iba tomando forma detrás de Gatsby, pero se disolvió a la siguiente frase de Jordan:

—Pero no me lo creo.

—¿Por qué no?

—No lo sé —insistió—. Pero no me creo que fuera a Oxford.

Algo en su tono me recordó a la otra chica, «Creo que mató a un hombre», y tuvo el efecto de estimular mi curiosidad. Hubiera aceptado sin problemas la información de que Gatsby había surgido de los pantanos de Louisiana o del East Side de Nueva York. Eso era comprensible. Pero —por lo que mi experiencia provinciana me permitía suponer— un hombre joven no sale de la nada con toda tranquilidad y se compra un palacio en Long Island.

—El caso es que da fiestas muy concurridas —dijo Jordan, cambiando de tema con un educado fastidio ante lo concreto—. Y a mí me gustan las fiestas con mucha gente. Son muy íntimas. En las fiestas con poca gente la intimidad es nula.

Retumbó el bombo, y la voz del director de orquesta se elevó de pronto entre la ecolalia del jardín.

—Señoras y señores —gritó—. A petición de mister Gatsby vamos a tocar para todos ustedes la última obra de mister Vladimir Tostoff, que tanta atención mereció en el Carnegie Hall el pasado mayo. Si leen los periódicos sabrán que causó auténtica sensación —sonrió con jovial condescendencia, y añadió—. ¡Y qué sensación! —y todo el mundo se echó a reír.

—La pieza —concluyó con energía— se titula La historia del mundo en jazz, según Vladimir Tostoff.

Se me escapó la naturaleza de la composición de mister Tostoff porque, en el momento en que empezaba, vi a Gatsby, que, solo, iba mirando con aprobación a los distintos grupos desde la escalinata de mármol. Tenía la cara bronceada, tersa la piel, atractiva, y parecía que le arreglaban todos los días el pelo, muy corto. No encontré nada siniestro en él. Me pregunté si el hecho de que no bebiera lo ayudaba a distinguirse de sus invitados, pues me dio la impresión de que se volvía cada vez más correcto conforme la alegría fraternal aumentaba. Cuando La historia del mundo en jazz acabó, las chicas apoyaron la cabeza en el hombro de los hombres como adolescentes, las chicas caían de espaldas, desmayadas, de broma, en brazos de los hombres, o entre el grupo, sabiendo que alguien detendría su caída. Pero nadie se dejaba caer en brazos de Gatsby, y ningún corte de pelo a la francesa tocó el hombro de Gatsby y ningún cuarteto lo incluyó entre sus cantantes.

—Disculpen.

El mayordomo de Gatsby estaba de repente a nuestro lado.

—¿Miss Baker? —preguntó—. Perdone que la moleste, pero mister Gatsby quisiera hablar a solas con usted.

—¿Conmigo? —exclamó Jordan, sorprendida.

—Sí, madame.

Se levantó despacio, me miró y enarcó las cejas en señal de asombro, y siguió al mayordomo hacia la casa. Me di cuenta de que llevaba el traje de noche, y todos sus vestidos, como si fueran prendas deportivas. Sus movimientos tenían una gracia especial: parecía haber aprendido a andar en las mañanas frescas y despejadas de los campos de golf.

Estaba solo y eran casi las dos. Confusos y enigmáticos ruidos salían desde hacía un rato de un salón con muchas ventanas que se abrían a la terraza. Eludiendo al estudiante de Jordan, en ese momento enfrascado en una conversación sobre obstetricia con dos coristas, y que suplicaba mi compañía, entré en la casa.

El salón estaba lleno de gente. Una de las chicas de amarillo tocaba el piano, y a su lado, de pie, una señora joven y pelirroja, miembro de una famosa compañía de revistas, entonaba una canción. Había bebido una dosis considerable de champagne y, de modo poco profesional, en el curso de la canción decidió que todo era muy triste, muy triste: no sólo cantaba, lloraba también. Introducía en cada pausa de la canción hipidos y sollozos entrecortados, antes de volver a la letra con voz temblorosa de soprano. Las lágrimas le corrían por las mejillas; no con total libertad, sin embargo, pues cuando entraban en contacto con las pestañas, muy pintadas, tomaban un color de tinta y seguían su camino en lentos riachuelos negros. Alguien sugirió con humor que cantara las notas que se le escribían en la cara, momento en el que levantó las manos, se derrumbó en un sillón y se hundió en el profundo sueño del vino.

—Se ha peleado con un hombre que dice ser su marido —explicó una chica a mi lado.

Miré a mi alrededor. La mayoría de las mujeres que quedaban se estaban peleando con hombres que decían ser sus maridos. Incluso el grupo de Jordan, el cuarteto de East Egg, se había roto, dividido por la disensión. Uno de los hombres hablaba con inusitada intensidad con una actriz muy joven, y su mujer, después de intentar reírse de la situación haciéndose la digna y la indiferente, perdió completamente el control y recurrió a los ataques por los flancos. Aparecía de repente una y otra vez como un diamante enfadado y decía al oído del marido: «¡Me lo prometiste!»

La resistencia a irse a casa no era exclusiva de los hombres desobedientes. El vestíbulo lo ocupaban ahora dos hombres lamentablemente sobrios y sus mujeres absolutamente indignadas. Las mujeres habían congeniado y hablaban levantando ligeramente la voz.

—Siempre que ve que me lo estoy pasando bien quiere irse a casa.

—No he conocido nunca a nadie tan egoísta.

—Siempre nos vamos los primeros.

—Y nosotros.

—Bueno, esta noche somos casi los últimos —dijo uno de los hombres tímidamente—. La orquesta se fue hace media hora.

A pesar de que las mujeres coincidieran en que tanta malevolencia resultaba inconcebible, la discusión terminó en un breve cuerpo a cuerpo, y las dos mujeres fueron levantadas en volandas y, pataleando, desaparecieron en la noche.

Mientras esperaba en el vestíbulo a que me dieran el sombrero, la puerta de la biblioteca se abrió y Jordan Baker y Gatsby salieron juntos. Él decía una última frase, pero la ansiedad que demostraba se ciñó precipitadamente al más estricto formalismo cuando varias personas se le acercaron para despedirse.

El grupo de Jordan la llamaba con impaciencia desde el porche, pero se entretuvo un momento para darme la mano.

—Acabo de enterarme de algo asombroso, lo más asombroso que he oído nunca —murmuró—. ¿Cuánto tiempo hemos pasado ahí dentro?

—Una hora, más o menos.

—Ha sido… simplemente asombroso —repitió, abstraída—. Pero he jurado no decírselo a nadie, y aquí me tienes, tentándote con lo que no puedo darte —me bostezó en la cara con mucha elegancia—. Ven a verme, por favor… Guía de teléfonos… El número de mistress Sigourney Howard… Mi tía… —se iba deprisa mientras hablaba, y su mano morena me hizo un alegre saludo cuando en la puerta se fundió con el grupo.

Un poco avergonzado por haberme quedado hasta tan tarde en mi primera visita, me reuní con los últimos invitados de Gatsby, que se congregaban a su alrededor. Quería explicarle que había estado buscándolo al principio de la fiesta y disculparme por no haberlo reconocido en el jardín.

—No te preocupes —me ordenó categóricamente—. No le des más vueltas, compañero —no había en aquella expresión familiar más familiaridad que en la mano reconfortante que me pasó por el hombro—. Y no olvides que mañana por la mañana probamos el hidroplano, a las nueve.

Y el mayordomo, a su espalda:

—Lo llaman de Filadelfia, señor.

—Sí, ahora mismo. Diga que ahora mismo me pongo… Buenas noches.

—Buenas noches.

—Buenas noches —sonrió, y de pronto pareció que el estar entre los últimos que se iban tenía un significado entrañable, como si eso fuera lo que Gatsby había deseado desde el principio—. Buenas noches, compañero… Buenas noches.

Pero mientras bajaba las escaleras vi que la fiesta no había terminado todavía. A unos quince metros de la puerta los faros de los coches iluminaban una escena rara y tumultuosa. En la carretera, en la cuneta, sin haber llegado a volcar, pero habiendo perdido una rueda por la violencia del golpe, yacía un cupé nuevo que había salido del camino de entrada a la casa de Gatsby menos de dos minutos antes. Un pronunciado saliente en la pared explicaba la pérdida de la rueda, que ahora atraía toda la atención de un grupo de chóferes curiosos. Pero, como habían bloqueado la carretera con sus coches, llevaba oyéndose un rato la ruidosa y disonante protesta de los que venían detrás, y eso aumentaba la violenta confusión de la escena.

Un hombre con un guardapolvo muy largo se había bajado del coche siniestrado y, en mitad de la carretera, sus ojos iban del coche a la rueda y de la rueda a los espectadores, afable y perplejo a la vez.

—Fíjense, se ha metido en la cuneta.

El hecho le producía verdadero asombro, y reconocí primero aquel inusitado sentido de lo maravilloso, y luego al individuo: era el usuario de la biblioteca de Gatsby.

—¿Cómo ha sido?

Se encogió de hombros.

—No tengo ni idea de mecánica —dijo rotundamente.

—Pero ¿cómo ha sido? ¿Ha chocado con la pared?

—No me lo pregunte —dijo Ojos de Búho, lavándose las manos a propósito del accidente—. No tengo mucha idea de lo que es conducir, casi ninguna. Ha sido, y eso es todo lo que sé.

—Pues si no conduce bien, no debería conducir de noche.

—Pero si no sé conducir —respondió, indignado—. No he conducido en mi vida.

Un silencio reverencial envolvió a los mirones.

—¿Quiere suicidarse?

—¡Tiene suerte de que sólo haya sido una rueda! ¡No sabe conducir! ¡Ni siquiera había cogido un coche en su vida!

—No me entienden —explicó el criminal—. Yo no conducía. Hay otro hombre en el coche.

La impresión que provocó esta declaración se dejó oír en un «Ahhh» inacabable mientras la puerta del coche se abría muy despacio. La multitud —era ya una multitud— retrocedió instintivamente, y cuando la puerta acabó de abrirse se produjo un silencio espectral. Entonces, muy poco a poco, por partes, un individuo pálido y bamboleante salió del coche siniestrado, tanteando sin mucha seguridad el suelo con un descomunal zapato de baile.

Cegada por el resplandor de los faros y confundida por el incesante gemir de las bocinas, la aparición se tambaleó unos segundos antes de reparar en el hombre del guardapolvo.

—¿Qué pasa? —preguntó muy tranquilo—. ¿Nos hemos quedado sin gasolina?

—¡Mire!

Media docena de dedos señalaron hacia la rueda amputada. La miró fijamente un momento y luego miró hacia arriba como si sospechara que había llovido del cielo.

—Se ha desprendido.

Asintió.

—Al principio no me di cuenta de que nos habíamos parado.

Silencio. Luego, tomando aire y poniéndose muy derecho, preguntó con decisión:

—¿Podrían decirme dónde hay una gasolinera?

Por lo menos una docena de hombres, algunos apenas en mejor estado que él, le explicaron que la rueda y el coche ya no estaban unidos por ningún tipo de vínculo material.

—Salir marcha atrás —sugirió al cabo de un momento—. Meter la marcha atrás.

—¡Pero si le falta una rueda!

El hombre dudó.

—No se pierde nada con probar —dijo.

El aullido de las bocinas iba in crescendo. Di media vuelta y, pisando el césped, me fui a casa. Me volví a mirar una vez. La luna, como una hostia, brillaba sobre la casa de Gatsby para que la noche fuera tan hermosa como antes: había sobrevivido a las risas y a los ruidos del jardín, todavía iluminado. Un vacío repentino parecía fluir ahora de las ventanas y las puertas inmensas, envolviendo en un aislamiento absoluto al anfitrión, que seguía en el porche, con la mano levantada en un protocolario gesto de despedida.

Al releer lo que llevo escrito, creo haber dado la impresión de que los acontecimientos de tres noches separadas entre sí por varias semanas me absorbieron por completo. Todo lo contrario: sólo fueron acontecimientos sin importancia en un verano muy ajetreado, y, hasta mucho después, me absorbieron infinitamente menos que mis propios asuntos.

Pasé trabajando la mayor parte del tiempo. A primera hora de la mañana, el sol proyectaba mi sombra hacia el oeste y yo descendía a toda prisa los blancos abismos que llevan de la zona baja de Nueva York al Probity Trust. Conocía por sus nombres a los otros empleados y a los jóvenes vendedores de bonos, y en restaurantes atestados y oscuros comía con ellos salchichas de cerdo, puré de patatas y café. Incluso tuve una breve aventura con una chica que vivía en Jersey City y trabajaba en el departamento de contabilidad, pero su hermano empezó a mirarme con malos ojos, y cuando la chica se fue de vacaciones en julio, di por terminado el asunto.

Solía cenar en el Yale Club —no sé por qué razón, aquél era el acontecimiento más triste de la jornada—, y luego subía a la biblioteca y estudiaba a conciencia, durante una hora, inversiones y valores. Siempre andaban por allí unos cuantos juerguistas, pero jamás entraban en la biblioteca, así que era un buen sitio para trabajar. Después, si hacía buena noche, daba un paseo por Madison Avenue, pasaba el viejo Murray Hall Hotel y, por la calle Treinta y tres, llegaba a la Pennsylvania Station.

Empezaba a gustarme Nueva York, la sensación nocturna de aventura y riesgo, y el placer que el constante fluctuar de hombres, mujeres y vehículos procuraba a la mirada inquieta. Me gustaba pasear por la Quinta Avenida y elegir a alguna mujer romántica entre la multitud e imaginar que, en cinco minutos, yo entraría en su vida, y que nunca lo sabría nadie ni nadie lo desaprobaría. A veces, en mi imaginación, la seguía hasta su apartamento, en la esquina de alguna calle escondida, y se volvía y me sonreía antes de cruzar una puerta y desvanecerse en el calor y la oscuridad. En el crepúsculo encantado de la metrópolis algunos días la soledad se volvía obsesiva, e incluso la sentía en otros, empleados jóvenes y pobres que mataban el tiempo delante de los escaparates y esperaban la hora de cenar solos en un restaurante; empleados jóvenes que, al anochecer, desperdiciaban los momentos más maravillosos de la noche y de la vida.

A las ocho, otra vez, cuando la calzada en penumbra de las calles Cuarenta se llenaba de la agitación de los taxis, en filas de cinco, que iban a la zona de los teatros, sentía una opresión en el corazón. Se unían las siluetas en el interior de los taxis a la espera de reemprender la marcha, cantaban las voces, chistes que yo no oía provocaban risas, y cigarrillos encendidos trazaban ininteligibles espirales. Imaginando que yo también corría hacia la alegría y compartía su entusiasmo más íntimo, les deseaba lo mejor.

Perdí de vista a Jordan Baker, y a mediados de verano volví a encontrármela. Al principio me halagaba ir con ella a los sitios porque era campeona de golf y todo el mundo la conocía. Y luego hubo algo más. No es que me hubiera enamorado, pero sentía una especie de curiosidad, de ternura. La cara de orgulloso aburrimiento que ofrecía al mundo ocultaba algo —casi todas las poses terminan ocultando algo, si no lo ocultan desde el principio—, y un día descubrí lo que era. Habíamos ido a una fiesta en Warwick, y Jordan dejó bajo la lluvia, sin subirle la capota, el coche que le habían prestado, y luego mintió sobre el incidente, y entonces me vino a la cabeza lo que contaban de ella y que no conseguí recordar aquella noche en casa de Daisy. En su primer gran torneo de golf hubo un escándalo que estuvo a punto de salir en los periódicos: alguien insinuó que en las semifinales Jordan movió una pelota que había caído en mal sitio. El caso alcanzó proporciones de escándalo y luego se desinfló. Un caddy se retractó de sus declaraciones y el único testigo admitió que podría haberse equivocado. Retuve, sin embargo, el incidente y el nombre.

Jordan Baker evitaba instintivamente a los hombres inteligentes y perspicaces, y entonces comprendí que lo hacía porque se sentía más segura en una esfera en la que apartarse de la norma resultara prácticamente imposible. Era una tramposa incurable. No soportaba estar en desventaja y, por ese rasgo negativo, supongo que había empezado a recurrir a subterfugios desde muy joven para conservar frente al mundo aquella sonrisa fría e insolente y, al mismo tiempo, satisfacer las exigencias de su cuerpo fuerte y feliz.

A mí no me importaba. Que una mujer haga trampas es algo que nadie critica demasiado. Me molestó en un principio, y luego lo olvidé. En aquella fiesta, en casa de alguien de Warwick, tuvimos una curiosa conversación sobre cómo conducir un coche. Empezó porque pasó tan cerca de unos trabajadores que el guardabarros rozó un botón de la chaqueta de uno de ellos.

—Conduces fatal —protesté—. O tienes más cuidado, o deberías dejar de conducir.

—Tengo cuidado.

—No, no tienes cuidado.

—Bueno, ya otros tienen cuidado —dijo sin pensarlo dos veces.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—No se cruzarán en mi camino —insistió—. Hacen falta dos para que haya un accidente.

—Supón que te encuentras con alguien tan imprudente como tú.

—Espero no encontrármelo jamás —respondió—. Detesto a los imprudentes. Por eso me gustas.

Sus ojos grises, irritados por el sol, miraban hacia delante, impertérritos, pero Jordan había modificado astuta y deliberadamente la naturaleza de nuestra relación, y por un momento creí que la quería. Pero pienso las cosas detenidamente y me someto a una considerable cantidad de reglas interiores que actúan como freno a mis deseos, y sabía que mi primera obligación era liberarme del lío que había dejado pendiente en mi ciudad natal. Escribía todas las semanas y seguía firmando: «Con cariño, Nick», pero de lo único que me acordaba era de una chica a la que, cuando jugaba al tenis, se le formaba un fino bigote de sudor, y, sin embargo, existía un vago compromiso que debía romper con delicadeza para sentirme libre.

Todo el mundo se cree poseedor de por lo menos una de las virtudes cardinales. La mía es ésta: soy una de las pocas personas honradas que he conocido en mi vida.

4

Los domingos por la mañana, mientras las campanas repicaban en las iglesias de la costa, el mundo entero y su amante volvían a casa de Gatsby y resplandecían de alegría en el césped.

—Es un traficante de licores —decían las jóvenes, entre flores y cócteles—. Una vez mató a un hombre que descubrió que era sobrino de Van Hindenburg y primo segundo del diablo. Cógeme una rosa, tesoro, y llena un poco más esa copa.

Una vez apunté en los espacios en blanco de un horario de trenes el nombre de quienes fueron a casa de Gatsby aquel verano. Ya es un horario viejo, y se desintegra por los dobleces. El encabezamiento dice: «Este horario entra en vigor el 5 de julio de 1922». Pero todavía puedo leer esos nombres grises, que os darán una impresión más exacta que mis generalidades a propósito de quienes aceptaron la hospitalidad de Gatsby y le rindieron el sutil homenaje de no saber nada de él.

De East Egg llegaban los Chester Becker y los Leech, y un tal Bunsen, a quien conocí en Yale, y el doctor Webster Civet, que se ahogó el verano pasado en Maine. Y los Hornbeam y los Willie Voltaire, y el clan Blackbuck al completo, unos que se juntaban siempre en una esquina y arrugaban la nariz como las cabras a todo el que se les acercara. Y los Ismay y los Chrystie (o, más exactamente, Hubert Auerbach y la mujer de mister Chrystie), y Edgar Beaver, a quien, contra toda razón, el pelo se le volvió blanco como el algodón una tarde de invierno, o eso dicen.

Clarence Endive era de East Egg, si no recuerdo mal. Sólo apareció una vez, en pantalones de golf blancos, y se peleó con una sabandija, un tal Etty, en el jardín. De rincones más apartados de la isla llegaron los Cheadle y los O. R. P. Schraeder, y los Stonewall Jackson Abrams de Georgia, y los Fishguard y los Ripley Snell. Snell estuvo en casa de Gatsby tres días antes de ir a la cárcel, tan borracho que el automóvil de la señora de Ulysses Swett le pasó por encima de la mano derecha en el camino de grava. Vinieron también los Dancie, y S. B. Whitebait, que ya tenía sus buenos sesenta años, y Maurice A. Flink, y los Hammerhead, y Beluga, el importador de tabaco, y las chicas de Beluga.

De West Egg llegaron los Pole y los Mulready y Cecil Roebuck, y Cecil Schoen y el senador Gulick y Newton Orchid, que dirigía Films Par Excellence, y Eckhaust y Clyde Cohen y Don S. Schwartze (el hijo) y Arthur McCarty, todos relacionados de un modo u otro con el cine. Y los Catlip y los Bemberg y G. Earl Muldoon, hermano de ese Muldoon que más tarde estranguló a su mujer. Da Fontano, el promotor, también se dejó ver por allí, y Ed Legros y James B. (alias Matarratas) Ferret y los De Jong y Ernest Lilly: todos venían a jugar, y cuando Ferret andaba perdido por el jardín significaba que lo habían desplumado y que las acciones de Associated Traction subirían al día siguiente.

Un tal Klipspringer iba tan a menudo y se quedaba tanto tiempo que acabaron llamándolo «el Interno»: dudo que tuviera otra casa. Del mundo del teatro estaban Gus Waize y Horace O’Donavan y Lester Myer y George Duckweed y Francis Bull. También de Nueva York estaban los Chrome y los Backhysson y los Dennicker y Russel Betty y los Corrigan y los Kelleher y los Dewar y los Scully y S. W. Belcher y los Smirke y los jóvenes Quinn, que ya se han divorciado, y Henry L. Palmetto, que se mató tirándose al metro en Times Square.

Benny McClenahan se presentaba siempre con cuatro chicas. No eran nunca las mismas, pero eran todas tan idénticas que inevitablemente parecía que habían estado antes en la casa. He olvidado sus nombres: Jaqueline, creo, o Consuela o Gloria o Judy o June, y sus apellidos eran melodiosos nombres de flores y de meses, o, más austeros, de los grandes capitalistas americanos, de quienes, si se las presionaba lo suficiente, acababan confesando ser primas.

Además de toda esa gente, recuerdo que Faustina O’Brien vino una vez por lo menos, y las chicas Baedeker y el joven Brewer, a quien una bala le arrancó la nariz en la guerra, y mister Albrucksburger y miss Haag, su novia, y Ardita Fitz-Peters y mister P. Jewett, que presidió la Legión Americana, y miss Claudia Hip, con un individuo que decía ser su chófer, y el príncipe de no sé qué, a quien llamábamos Duque, y cuyo nombre, si alguna vez lo supe, he olvidado.

Toda esa gente fue a casa de Gatsby aquel verano.

A las nueve, una mañana de finales de julio, el coche magnífico de Gatsby subió traqueteando el camino de piedras que llevaba a mi puerta y entonó con la bocina una explosiva melodía de tres notas. Era la primera vez que Gatsby venía a verme, aunque yo había ido a dos de sus fiestas, me había montado en su hidroplano y, ante sus insistentes invitaciones, había usado su playa con frecuencia.

—Buenos días, compañero. Hoy comes conmigo y he pensado que podríamos ir juntos en el coche.

Se mantenía en equilibrio en el estribo del automóvil con esa facilidad de movimientos tan característicamente americana que procede, supongo, de la ausencia de trabajos pesados en la juventud y, más aún, de la gracia informe de nuestros deportes, tan esporádicos, tan nerviosos. Era una cualidad que, en forma de agitación, se transparentaba bajo sus puntillosos modales. Nunca estaba quieto del todo: un pie no paraba de golpear el suelo o una mano impaciente no acababa nunca de abrirse y cerrarse.

Vio que miraba el coche con admiración.

—Es bonito, ¿verdad, compañero? —saltó del estribo para que lo admirara mejor—. ¿No lo habías visto?

Lo había visto. Todo el mundo lo había visto. Era de un color crema intenso, con rutilantes cromados, y, de una longitud monstruosa, aún lo hacía más grande una acumulación triunfal de compartimentos para sombreros, provisiones y herramientas, y un laberinto de parabrisas sucesivos que reflejaban una docena de soles. Protegidos por muchas capas de cristal, en una especie de invernadero de piel verde, salimos hacia la ciudad.

Puede que hubiera hablado con Gatsby cinco o seis veces en los últimos tiempos y había descubierto, decepcionado, que tenía poco que decir. Así que mi primera impresión (que se trataba de una persona interesante, de un interés indefinido pero cierto) se fue borrando poco a poco y Gatsby se convirtió simplemente en el dueño del aparatoso albergue de carretera de al lado de mi casa.

Y entonces llegó aquel viaje desconcertante. No habíamos pasado todavía West Egg Village cuando Gatsby empezó a dejar sin terminar sus elegantísimas frases y a golpearse con la palma de la mano, inseguro, la rodilla del traje color caramelo.

—Dime, compañero —soltó de pronto—, ¿qué piensas de mí?

Un poco abrumado, recurrí a las evasivas y generalidades que merece esa pregunta.

—Bien, voy a contarte algo de mi vida —me interrumpió—. No quiero que te hagas una idea equivocada sobre mí con todas esas historias que habrás oído.

Así que conocía todas las acusaciones disparatadas que sazonaban la conversación en sus salones.

—Juro por Dios que te diré la verdad —su mano derecha ordenó inmediatamente que estuviera preparado el castigo divino—. Soy hijo de una familia acomodada del Medio Oeste. Todos los míos han muerto. Crecí en América pero me eduqué en Oxford, porque, desde hace muchos años, todos mis antepasados se han educado allí. Es una tradición familiar.

Me miró de reojo, y comprendí por qué Jordan Baker creía que Gatsby mentía. Pronunció deprisa la frase «me eduqué en Oxford», o casi se la tragó, o se le atragantó, como si ya le hubiera dado problemas antes. Con esta duda toda su declaración se vino abajo, y me pregunté si, al fin y al cabo, no había en él algo siniestro.

—¿De qué parte del Medio Oeste? —pregunté sin mucho interés.

—De San Francisco.

—Ya.

—Mi familia murió y heredé una buena cantidad de dinero.

Su voz era solemne, como si el recuerdo de aquella repentina extinción del clan todavía le pesara en el alma. Por un momento sospeché que me estaba tomando el pelo, pero me bastó mirarlo para convencerme de lo contrario.

—Entonces viví como un joven rajá en todas las capitales de Europa: París, Venecia, Roma, coleccionando joyas, principalmente rubíes, practicando la caza mayor, pintando un poco, exclusivamente para mí, e intentando olvidar algo muy triste que me había pasado hacía mucho tiempo.

A duras penas pude contener una carcajada incrédula. Aquellas frases eran tan tópicas y tan poco convincentes que la única imagen que conseguían evocar era la de un monigote con turbante que sudaba serrín mientras perseguía a un tigre por el Bois de Boulogne.

—Luego llegó la guerra, compañero. Fue un gran alivio, y puse todo mi empeño en morir, pero era como si un encantamiento protegiera mi vida. Recibí la graduación de primer teniente al comienzo de la guerra. En el bosque de Argonne conduje adelante a lo que quedaba de mi batallón de ametralladoras hasta que, a un flanco y a otro, despejamos un espacio de cerca de un kilómetro por el que la infantería no podía avanzar. Resistimos allí dos días y dos noches, ciento treinta hombres con dieciséis ametralladoras Lewis, y cuando por fin llegó la infantería encontró las enseñas de tres divisiones alemanas entre los montones de muertos. Me ascendieron a mayor, y todos los gobiernos aliados me condecoraron, incluso Montenegro, ¡el pequeño Montenegro, a orillas del mar Adriático!

¡El pequeño Montenegro! Resaltaba las palabras y las confirmaba con una sonrisa. La sonrisa se hacía cargo de la turbulenta historia de Montenegro y apoyaba las luchas heroicas del pueblo montenegrino. Apreciaba en su conjunto la cadena de circunstancias nacionales que habían desembocado en la condecoración concedida por el pequeño y ardiente corazón de Montenegro. Mi incredulidad fue superada por la fascinación: era como ojear a toda prisa un montón de revistas baratas.

Se metió la mano en el bolsillo, y un trozo de metal atado a una cinta me cayó en la palma.

—Es la condecoración de Montenegro.

Para mi asombro, la medalla parecía auténtica. «Orderi di Danilo», se leía en círculo, «Montenegro, Nicolas Rex».

—Dale la vuelta.

«Mayor Jay Gatsby», leí: «Por su extraordinario valor».

—Hay otra cosa que siempre me acompaña. Un recuerdo de los días de Oxford. Está hecha en el patio del Trinity. El que aparece a mi izquierda es ahora conde de Doncaster.

Era la foto de un grupo de jóvenes con la chaqueta de la universidad: perdían el tiempo bajo una arcada a través de la que se veía un ejército de chapiteles. Allí estaba Gatsby, que parecía un poco más joven, aunque no mucho. Tenía un bate de críquet en la mano.

Así que todo era verdad. Vi la piel de los tigres, flamantes trofeos en su palacio sobre el Gran Canal. Lo vi abriendo un cofre de rubíes para aliviar en las profundidades de su fulgor carmesí el dolor de su corazón roto.

—Voy a pedirte hoy un gran favor —dijo, mientras volvía a meterse sus recuerdos en el bolsillo con satisfacción—, y por eso he creído que debías saber algo sobre mí. No quería que pensaras que soy un don nadie. Ya ves, suelo mezclarme con desconocidos porque voy de un sitio a otro intentando olvidar eso tan triste que me pasó una vez —titubeó—. Esta tarde sabrás qué fue.

—¿En la comida?

—No, esta tarde. Me he enterado por casualidad de que tomas el té con miss Baker.

—¿Quieres decirme que te has enamorado de miss Baker?

—No, compañero, no. Pero miss Baker ha accedido amablemente a hablarte del asunto.

Yo no tenía la menor idea de la naturaleza «del asunto», pero me sentía más contrariado que interesado. No había invitado a Jordan a tomar el té para hablar de mister Jay Gatsby. Estaba seguro de que iba a pedirme algo absolutamente fantástico y, por un momento, lamenté haber pisado alguna vez su césped superpoblado.

No volvió a pronunciar una palabra. Su corrección crecía a medida que nos acercábamos a la ciudad. Pasamos Port Roosevelt y la visión de sus transatlánticos pintados con una franja roja, y aceleramos en las calles pobres, adoquinadas, flanqueadas por los bares oscuros, con clientes todavía, de los dorados y desvaídos primeros años del siglo XX. Entonces el valle de cenizas se abrió a derecha e izquierda, y, al cruzarlo, durante unos segundos vislumbré a mistress Wilson, afanándose en el surtidor de gasolina con jadeante vitalidad.

Con guardabarros que sobresalían como alas, salpicamos luz a través de media Astoria, sólo media, porque, mientras zigzagueábamos entre los pilares del tren elevado, oí el conocido petardeo de una motocicleta, y un policía frenético corría a nuestro lado.

—¡Muy bien, compañero! —gritó Gatsby.

Redujimos la velocidad. Sacó una tarjeta blanca de la cartera y la agitó ante los ojos del motorista.

—Todo en orden —admitió el policía, llevándose la mano a la gorra—. Le reconoceré la próxima vez, mister Gatsby. ¡Discúlpeme!

—¿Qué le has enseñado? ¿La foto de Oxford?

—Una vez tuve ocasión de hacerle un favor al jefe de la policía, y me manda todos los años una felicitación de Navidad.

En el gran puente la luz del sol parpadeaba sin fin a través de las vigas sobre los coches en movimiento, y la ciudad se alzaba al otro lado del río en blancas aglomeraciones, en terrones de azúcar construidos, como por un deseo, con dinero inodoro. La ciudad vista desde el puente de Queensboro es siempre la ciudad vista por primera vez, virgen en su primera promesa de todo lo misterioso y maravilloso del mundo.

Un muerto nos adelantó en un coche fúnebre cubierto de flores, seguido por dos carrozas con las cortinas echadas, y por carrozas más animadas para los amigos. Los amigos, que tenían el labio superior propio del sureste de Europa, muy fino, nos dirigieron miradas trágicas, y me alegré de que la visión del espléndido coche de Gatsby estuviera incluida en su fiesta sombría. Cuando cruzábamos Blackwell’s Island, nos adelantó una limusina conducida por un chófer blanco, en la que viajaban tres negros muy a la moda, dos chicos y una chica. Me reí a carcajadas cuando sus ojos giraron como huevos hacia nosotros con orgullosa rivalidad.

«Todo es posible ahora que hemos cruzado este puente», pensé; «absolutamente todo». Incluso Gatsby era posible, sin especial asombro.

Mediodía excelente. En una bodega bien ventilada de la calle Cuarenta y dos me reuní con Gatsby para comer. Parpadeando para quitarme de los ojos la luz de la calle, lo entreví en la antesala. Hablaba con otro hombre.

—Mister Carraway, le presento a mi amigo mister Wolfshiem.

Un judío menudo y chato levantó su gran cabeza y me miró con dos estupendas matas de pelo que le crecían generosamente en los orificios de la nariz. Tardé unos segundos en descubrir sus ojillos en la semioscuridad.

—… Así que lo miré —dijo mister Wolfshiem, estrechándome la mano con energía—, ¿y qué cree que hice?

—¿Qué? —pregunté por cortesía.

Pero era evidente que no se dirigía a mí, porque me soltó la mano y apuntó a Gatsby con su nariz, muy expresiva.

—Le di el dinero a Katspaugh y le dije: «Muy bien, Katspaugh, no le pagues ni un centavo hasta que cierre la boca». La cerró en el acto.

Gatsby nos cogió del brazo y nos llevó hacia el comedor, y mister Wolfshiem, tragándose una frase que acababa de empezar, se quedó ensimismado, como un sonámbulo.

—¿Whisky con soda y hielo? —preguntó el maître.

—Está bien este restaurante —dijo mister Wolfshiem, mirando las ninfas presbiterianas del techo—. Pero me gusta más el de enfrente.

—Sí, whisky con soda —asintió Gatsby, y a mister Wolfshiem—. En el de enfrente hace demasiado calor.

—Hace calor y es pequeño, sí —dijo mister Wolfshiem—, pero está lleno de recuerdos.

—¿Qué sitio es? —pregunté.

—El viejo Metropole.

—El viejo Metropole —repitió triste y meditabundo mister Wolfshiem—. Lleno de caras muertas y desaparecidas. Lleno de amigos que se han ido para siempre. No olvidaré mientras viva la noche que mataron a Rosy Rosenthal. Éramos seis a la mesa, y Rosy había comido y bebido mucho aquella noche. Cuando ya era casi de día, el camarero se le acercó con un gesto raro y le dijo que alguien quería hablar con él en la calle. «Muy bien», dijo Rosy, y empezó a levantarse. Yo lo obligué a sentarse: «Que vengan aquí esos hijos de puta si quieren verte, Rosy, pero no se te ocurra salir de esta habitación». Eran las cuatro de la mañana, y si hubiéramos levantado las persianas habríamos visto la luz del día.

—¿Y salió? —pregunté inocentemente.

—Por supuesto que salió —la nariz de mister Wolfshiem se dirigió fulminante hacia mí, indignada—. Se volvió en la puerta y dijo: «¡Que el camarero no se lleve mi café!» Luego salió a la acera, le pegaron tres tiros en la barriga y se dieron a la fuga.

—Electrocutaron a cuatro —dije, haciendo memoria.

—A cinco, contando a Becker —las ventanas de la nariz se abrieron ante mí con interés—. Tengo entendido que busca usted coneggsiones para sus negocios.

La yuxtaposición de aquellas dos frases me dejó perplejo. Gatsby respondió por mí.

—Ah, no —exclamó—. No es éste.

—¿No? —Mister Wolfshiem parecía desilusionado.

—Es sólo un amigo. Ya te dije que hablaríamos de eso en otro momento.

—Le pido disculpas —dijo mister Wolfshiem—. Me he equivocado.

Un suculento estofado llegó, y mister Wolfshiem, olvidando la atmósfera sentimental del viejo Metropole, empezó a comer con una delicadeza feroz. Sus ojos, entretanto, recorrieron muy despacio todo el local. Y, para completar el arco, se volvió a inspeccionar a las personas que tenía detrás. Creo que, si yo no hubiera estado presente, habría echado un vistazo debajo de la mesa.

—Óyeme, compañero —dijo Gatsby, inclinándose hacia mí—. Me temo que esta mañana, en el coche, te he molestado.

Allí estaba de nuevo la sonrisa, pero esta vez no cedí.

—No me gustan los misterios —respondí—, y no entiendo por qué no me hablas con franqueza y me dices lo que quieres. ¿Por qué me lo tiene que decir miss Baker?

—No es nada turbio —me aseguró—. Miss Baker es una gran deportista, ya sabes, y jamás haría nada incorrecto.

De repente miró el reloj, se puso en pie de un salto y salió a toda prisa de la habitación, dejándome con mister Wolfshiem en la mesa.

—Tiene que hablar por teléfono —dijo mister Wolfshiem, siguiéndolo con la mirada—. Un tipo estupendo, ¿verdad? Da gusto verlo y es un perfecto caballero.

—Sí.

—Estudió en Oggsford.

—¡Ah!

—Fue al Oggsford College, en Inglaterra. ¿Conoce el Oggsford College?

—Algo he oído.

—Es uno de los más famosos colleges del mundo.

—¿Hace mucho que conoce a Gatsby? —pregunté.

—Varios años —contestó, complacido—. Tuve el placer de conocerlo recién acabada la guerra. Pero supe que había descubierto a un hombre de excelente crianza después de hablar con él una hora. Me dije: «Éste es el tipo de hombre al que llevarías encantado a casa y le presentarías a tu madre y a tu hermana» —hizo una pausa—. Veo que está mirando mis gemelos.

Yo no estaba mirando los gemelos, pero los miré entonces. Estaban hechos con piezas de marfil extrañamente familiares.

—Los mejores ejemplares de molares humanos —me informó.

—¡No me diga! —los examiné—. Es una idea muy interesante.

—Sí —se cubrió de un tirón los puños de la camisa con las mangas de la chaqueta—. Sí, Gatsby es muy respetuoso con las mujeres. Ni se atrevería a mirar a la mujer de un amigo.

Cuando el merecedor de aquella confianza instintiva volvió y se sentó a la mesa, mister Wolfshiem se bebió el café de un tirón y se levantó.

—Ha sido un placer comer con ustedes —dijo—, pero voy a dejarlos. Son jóvenes y no quiero que me consideren un pesado.

—No tengas prisa, Meyer —dijo Gatsby, sin entusiasmo.

Mister Wolfshiem levantó la mano en una especie de bendición.

—Eres muy amable, pero pertenezco a otra generación —anunció solemnemente—. Ustedes se quedan aquí y hablan de sus diversiones, de sus amigas, de sus… —un vago movimiento de la mano sustituyó a un nombre imaginario—. En lo que a mí concierne, tengo cincuenta años y no quiero seguir imponiéndoles mi presencia.

Cuando nos dio la mano y se volvió, le temblaba la nariz trágica. Me pregunté si había dicho yo algo que pudiera ofenderlo.

—A veces se pone muy sentimental —me explicó Gatsby—. Hoy tiene uno de sus días sentimentales. Es todo un personaje en Nueva York, vecino de Broadway.

—¿Es actor?

—No.

—¿Dentista?

—¿Meyer Wolfshiem? No, es jugador —Gatsby titubeó antes de añadir fríamente—. Es el hombre que amañó la serie final de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.

—¿Amañó la serie final? —repetí.

La idea me dejó estupefacto. Recordaba, por supuesto, que en 1919 amañaron el campeonato, pero, si hubiera pensado en el asunto, me habría parecido algo que pasó simplemente, el eslabón final de una cadena inevitable. No se me hubiera ocurrido nunca que un hombre pudiera jugar con la buena fe de cincuenta millones de personas con la determinación de un ladrón que revienta una caja fuerte.

—¿Cómo se le ocurrió hacer una cosa así? —pregunté.

—Se le presentó la oportunidad.

—¿Por qué no está en la cárcel?

—No lo pueden coger, compañero. Es listo.

Insistí en pagar la cuenta. Cuando el camarero me dio el cambio, descubrí a Tom Buchanan al fondo del local abarrotado.

—Acompáñame un momento —dije—. Tengo que saludar a alguien.

Tom nos vio, se levantó y dio unos pasos hacia nosotros.

—¿Dónde te has metido? —preguntó con calor—. Daisy está furiosa porque no nos has llamado.

—Le presento a mister Gatsby, mister Buchanan.

Se estrecharon la mano brevemente, y la cara de Gatsby adoptó una expresión de incomodidad y tensión que yo no le conocía.

—¿Dónde te has metido? —insistió Tom—. ¿Cómo se te ha ocurrido venir a comer tan lejos?

—He venido a comer con mister Gatsby.

Me volví hacia Gatsby, pero ya no estaba.

Un día de octubre de 1917… (dijo Jordan Baker aquella tarde, sentada muy derecha en una silla del café al aire libre del Hotel Plaza)… iba dando un paseo, por la acera y por el césped. Me gustaba más el césped porque tenía unos zapatos ingleses con tacos de goma en las suelas que se hundían en la tierra blanda. Y tenía una falda escocesa nueva que se levantaba un poco al viento a la vez que en todas las casas se tensaban las banderas rojas, blancas y azules y decían tut-tut-tut-tut con tono de desaprobación.

La bandera más grande y el césped más grande eran los de la casa de Daisy Fay. Daisy acababa de cumplir dieciocho años, dos más que yo, y era, de lejos, la chica más solicitada de Louisville. Vestía de blanco, tenía un pequeño descapotable, y el teléfono no dejaba de sonar en su casa: los jóvenes oficiales de Camp Taylor exigían con emoción el privilegio de monopolizar a Daisy aquella noche. «¡Una hora por lo menos!»

Cuando llegué a la altura de su casa aquella mañana el descapotable blanco estaba junto a la acera, y ella estaba sentada al volante con un teniente al que yo no había visto antes. Estaban tan absortos el uno en el otro que Daisy no me vio hasta que me tuvo a metro y medio de distancia.

—Hola, Jordan —gritó inesperadamente—. Ven.

Me halagó que quisiera hablar conmigo, porque de todas las chicas mayores era la que yo más admiraba. Me preguntó si iba a la Cruz Roja a hacer paquetes de vendas. Sí, iba a la Cruz Roja. Bueno, ¿me importaría avisar de que ella no podía ir ese día? El oficial miraba a Daisy mientras hablaba, de una manera que cualquier chica desearía que la miraran alguna vez, y me pareció tan romántico aquel momento que no lo he olvidado. El oficial se llamaba Jay Gatsby, y no volví a ponerle los ojos encima hasta cuatro años después. Incluso cuando me lo encontré de nuevo, en Long Island, no me di cuenta de que se trataba del mismo hombre.

Aquello fue en 1917. Al año siguiente yo también tenía algunos admiradores, y empecé a participar en torneos, así que no vi mucho a Daisy. Ella salía con un grupo algo mayor, cuando salía con alguien. Circulaban rumores disparatados sobre ella, sobre cómo su madre la había descubierto preparando el equipaje para irse a Nueva York a despedir a un soldado destinado a ultramar. Se lo impidieron terminantemente, pero Daisy le retiró la palabra a su familia durante semanas. Desde entonces no volvió a tontear con los soldados, sólo con jóvenes cortos de vista o con los pies planos, inútiles para el servicio militar.

Para otoño ya estaba otra vez alegre, más alegre que nunca. Debutó en sociedad después del armisticio, y en febrero estaba prometida con un tipo de Nueva Orleans, o eso se dijo. En junio se casó con Tom Buchanan, de Chicago, con pompa y solemnidad nunca vistas en la historia de Louisville. El novio llegó con cien personas en cuatro vagones privados, y alquiló una planta entera del Hotel Muhlbach, y el día antes de la boda le regaló a la novia un collar de perlas valorado en trescientos cincuenta mil dólares.

Fui una de las damas de honor. Entré en el dormitorio de Daisy media hora antes de la cena de gala que precedió al día de la boda y me la encontré tendida en la cama, bella como una noche de junio en su vestido de flores… y totalmente borracha. Tenía una botella de Sauternes en una mano y una carta en la otra.

—Feli… Felicítame —murmuró—. No había bebido nunca, pero me encanta.

—¿Qué te pasa, Daisy?

Yo estaba asustada, de verdad. Nunca había visto así a una chica.

—Ten, cielo —buscó a tientas en una papelera que tenía encima de la cama y sacó el collar de perlas—. Baja y devuélveselo a su dueño. Dile a todo el mundo que Daisy ha cambiado de idea. Di: «¡Daisy ha cambiado de idea!».

Se echó a llorar, y lloró, lloró. Salí corriendo y encontré a la criada de su madre. Cerramos la puerta con llave y la bañamos en agua fría. No se separaba de la carta. Se metió en la bañera con ella y la estrujó hasta convertirla en una bola húmeda, y sólo me dejó que la pusiera en la jabonera cuando vio que se estaba convirtiendo en copos de nieve.

Pero no volvió a pronunciar palabra. La hicimos oler amoniaco, le pusimos hielo en la frente y la volvimos a meter en el vestido, y media hora más tarde, cuando salimos del dormitorio, el collar de perlas lucía en el cuello de Daisy y el incidente había acabado. Al día siguiente, a las cinco de la tarde, se casó con Tom Buchanan sin la menor vacilación y emprendió un viaje de tres meses por los Mares del Sur.

Los vi en Santa Bárbara cuando volvieron, y pensé que jamás había visto a una chica tan loca por su marido. Si Tom salía un momento de la habitación, Daisy miraba a su alrededor nerviosa y decía: «¿Adónde ha ido Tom?», y se quedaba como ausente hasta que lo veía entrar por la puerta. Se sentaba en la arena con la cabeza de Tom en el regazo durante horas, acariciándole los ojos con los dedos y mirándolo con insondable placer. Era conmovedor verlos juntos: hacía que te rieras, en silencio, de fascinación. Era agosto. Una semana después de que me fuera de Santa Bárbara, Tom chocó con una furgoneta en la carretera de Ventura una noche, y perdió una de las ruedas delanteras de su coche. La chica que iba con él también salió en los periódicos, porque se rompió un brazo: era una de las camareras del Hotel Santa Bárbara.

En abril del año siguiente Daisy tuvo una niña, y se fueron a Francia un año. Los vi una primavera en Cannes, y más tarde en Deauville, antes de que volvieran a Chicago, donde se instalaron. Daisy tenía mucho éxito en Chicago, como sabes. Entraban y salían con un grupo al que le gustaba divertirse, todos jóvenes, ricos y desenfrenados, pero la reputación de Daisy quedó perfectamente a salvo. Quizá porque no bebe. Es una gran ventaja no beber entre gente que bebe mucho. No hablas de más y en el momento oportuno puedes permitirte alguna irregularidad menor pues todos están tan ciegos que ni se dan cuenta o no les importa. Puede que Daisy jamás se metiera en amoríos… pero con esa voz que tiene…

Y, bueno, hace unas seis semanas, oyó el nombre de Gatsby por primera vez al cabo de los años. Fue cuando te pregunté en West Egg —¿te acuerdas?— si conocías a Gatsby. Después de que te fueras, Daisy entró en mi habitación, me despertó y dijo: «¿Qué Gatsby?». Y cuando se lo describí —yo estaba medio dormida— dijo con una voz rarísima que debía de ser el hombre que ella conocía. Hasta ese momento no había relacionado a aquel Gatsby con el oficial del descapotable blanco.

Cuando Jordan Baker terminó de contármelo todo hacía media hora que nos habíamos ido del Plaza y cruzábamos Central Park en una victoria, uno de esos coches de caballos para turistas. El sol se había hundido detrás de los edificios de apartamentos de las estrellas de cine en las calles Cincuenta de la zona oeste, y en el calor del crepúsculo se elevaban voces claras e infantiles, como una reunión de grillos en la hierba:

Soy el jeque de Arabia.

Tu amor me pertenece.

De noche cuando duermas

me arrastraré a tu tienda.

—Ha sido una coincidencia curiosa.

—No. No ha sido una coincidencia.

—¿Cómo que no?

—Gatsby compró esa casa porque Daisy vivía al otro lado de la bahía.

Así que no sólo suspiraba por las estrellas aquella noche de junio. Y entonces Gatsby cobró vida para mí: de repente salió del útero de su esplendor inútil.

—Quiere saber —continuó Jordan— si invitarías a Daisy a tu casa una tarde para que luego se presentara él.

La modestia de la petición me desconcertó. Había esperado cinco años y había comprado una mansión donde repartía luz de estrellas entre polillas que acudían al azar, sólo para poder «presentarse» una tarde en el jardín de un extraño.

—¿Y tenía yo que saber toda la historia antes de que me pidiera algo tan insignificante?

—Está asustado. Ha esperado mucho tiempo. Pensaba que podías molestarte. En el fondo, ya ves, no es tan duro como parece.

Algo me preocupaba.

—¿Por qué no te pide que le prepares una cita?

—Quiere que Daisy vea su casa —me explicó—. Y tu casa está al lado.

—¡Ah!

—Creo que abrigaba cierta esperanza de ver a Daisy alguna noche en una de sus fiestas —continuó Jordan—. No fue así. Entonces empezó a preguntarle a la gente, como por casualidad, si la conocían, y yo fui la primera con la que dio. Fue la noche que me llamó durante la fiesta y tendrías que haber oído de qué manera tan rebuscada y estudiada me habló del asunto. Sugerí inmediatamente, como es natural, un almuerzo en Nueva York, y creí que iba a perder los nervios: «¡No quiero hacer nada incorrecto! Quiero verla en la casa de al lado». Cuando le dije que eras amigo íntimo de Tom, estuvo a punto de abandonar la idea. No sabe mucho de Tom, aunque dice que ha leído durante años un periódico de Chicago sólo con la esperanza de ver el nombre de Daisy.

Había oscurecido y, al pasar bajo un puentecillo, mi brazo rodeó el hombro dorado de Jordan, la atraje hacia mí y la invité a cenar. Ya no pensaba en Daisy ni en Gatsby, sino en aquella persona sana, difícil, concreta, que profesaba un escepticismo universal, y que echaba el cuerpo hacia atrás, satisfecha, dentro del círculo de mi brazo. Una frase empezó a martillearme los oídos en una especie de embriaguez: «Sólo existen los perseguidos y los perseguidores, los activos y los cansados».

—Y Daisy debería tener algo en la vida —murmuró Jordan.

—¿Quiere ver a Gatsby?

—No tiene que enterarse. Gatsby no quiere que sepa nada. Sólo tienes que invitarla a tomar el té.

Dejamos atrás una barrera de árboles en penumbra y las fachadas de la calle Cincuenta y nueve, una franja de luz débil y pálida, brillaron sobre el parque. A diferencia de Gatsby y Tom Buchanan, yo no tenía una chica cuyos rasgos incorpóreos flotaran en las cornisas oscuras y los cegadores anuncios luminosos, así que atraje hacia mí a la chica que tenía al lado, estrechándola entre mis brazos. Su boca desdeñosa, triste, sonrió, así que la atraje más, hacia mi cara esta vez.

5

Cuando volví a West Egg aquella noche, temí por un momento que mi casa estuviera en llamas. Eran las dos y la punta de la península fulguraba con una luz que caía irreal sobre los setos y producía destellos alargados en los cables eléctricos de la carretera. Al doblar una esquina, vi que era la casa de Gatsby, iluminada de la torre al sótano.

Al principio pensé que se trataba de otra fiesta, una francachela descomunal y salvaje que había terminado con los invitados jugando al escondite por toda la casa. Pero no se oía un ruido. Sólo el viento en los árboles, el viento, que agitaba los cables y provocaba que las luces se apagaran y volvieran a encenderse como si la casa parpadeara en la oscuridad. Mientras mi taxi se alejaba gimiendo, vi que Gatsby se acercaba a través del césped.

—Tu casa parece la Exposición Universal —dije.

—¿Sí? —se volvió a mirar, como ausente—. He estado echándoles un vistazo a algunas habitaciones. Vámonos a Caney Island, compañero. En mi coche.

—Es muy tarde.

—¿Y si nos damos un baño en la piscina? No la he usado en todo el verano.

—Tengo que acostarme.

—Muy bien.

Esperó, mirándome, conteniendo la impaciencia.

—He hablado con miss Baker —dije al momento—. Mañana llamaré por teléfono a Daisy y la invitaré a tomar el té.

—Ah, perfecto —dijo, como si le resultara indiferente—. No quiero causarte ninguna molestia.

—¿Qué día te viene bien?

—¿Qué día te viene bien a ti? —me corrigió inmediatamente—. No quiero causarte ninguna molestia, de verdad.

—¿Pasado mañana?

Lo pensó unos segundos. Y, poco convencido, dijo:

—Habría que cortar el césped.

Miramos la hierba: una línea bien definida marcaba dónde acababa mi césped desigual, abandonado, y empezaba a extenderse el suyo, más oscuro, perfectamente cuidado. Sospeché que se refería a mi hierba.

—Hay otra cosa sin importancia —dijo, inseguro, titubeante.

—¿Prefieres que lo retrasemos unos días? —pregunté.

—No, no es eso. Pero… —probó varios comienzos—. Bueno, he pensado… Sí, mira, compañero, tú no ganas mucho dinero, ¿verdad?

—No mucho.

Esto pareció tranquilizarlo y continuó con más confianza.

—Era lo que pensaba, si puedes perdonar mi… Tengo, como complemento, un pequeño negocio, algo accesorio, ya sabes. Y he pensado que si tú no ganas mucho… Vendes bonos. ¿No es así, compañero?

—Lo intento.

—Bueno, esto podría interesarte. No te exigiría demasiado tiempo y podrías sacarle un buen dinero. Es algo confidencial.

Ahora me doy cuenta de que, en otras circunstancias, aquella conversación podría haber provocado una de las crisis de mi vida. Pero, dado que Gatsby hacía su oferta de un modo poco sutil y sin el menor tacto por un servicio que aún había que prestar, no tuve más remedio que cortarlo en seco.

—Tengo demasiado trabajo —dije—. Te lo agradezco, pero no puedo aceptar más.

—No tendrías que tratar con Wolfshiem —evidentemente pensaba que yo, asustado, rehuía las «coneggsiones» mencionadas durante el almuerzo, pero le aseguré que se equivocaba.

Esperó un momento, atento a que yo empezara alguna conversación, pero me costaba reaccionar, tan abstraído estaba, y Gatsby volvió a su casa de mala gana.

La tarde había hecho que me sintiera irresponsable y feliz, y creo que, conforme entraba en mi casa, me sumergí en un sueño profundo. Así que no sé si Gatsby fue o no fue a Caney Island. O cuántas horas pasó «echándoles un vistazo a algunas habitaciones» mientras su casa fulguraba con ostentación. A la mañana siguiente llamé a Daisy desde la oficina y la invité a tomar el té.

—No traigas a Tom.

—¿Cómo?

—Que no traigas a Tom.

—¿Quién es Tom? —preguntó inocentemente.

El día convenido diluviaba. A las once un hombre con impermeable que arrastraba un cortacésped llamó a la puerta y me dijo que mister Gatsby lo mandaba a cortar la hierba. Eso me recordó que había olvidado decirle a mi asistenta finlandesa que viniera, así que fui en el coche a West Egg Village, a buscarla, por callejones blanqueados y empapados, y a comprar tazas, limones y flores.

Las flores no fueron necesarias, pues a las dos llegó de parte de Gatsby un auténtico invernadero con innumerables recipientes para contenerlo. Una hora después se abrió tímidamente la puerta, y Gatsby, con un traje de franela blanca, camisa plateada y corbata de color oro, entró de repente. Estaba pálido y bajo los ojos tenía sombras que indicaban la falta de sueño.

—¿Está todo en orden? —preguntó enseguida.

—La hierba tiene una pinta estupenda, si te refieres a eso.

—¿Qué hierba? —preguntó, como perdido—. Ah, la hierba del jardín —miró por la ventana, pero, a juzgar por su expresión, no creo que viera nada—. Sí, excelente —observó, distraído—. En un periódico he leído que dejaría de llover a eso de las cuatro. Creo que era el Journal. ¿Tienes todo lo necesario para preparar…, para el té?

Lo llevé a la cocina, donde miró con cierto rechazo a la finlandesa. Juntos examinamos los doce pasteles de limón de la tienda de delicatessen.

—¿Te parecen bien?

—¡Sí, por supuesto! ¡Estupendos! —y añadió, aunque sonó a falso—… compañero.

La lluvia amainó hacia las tres y media y se convirtió en una bruma húmeda, en la que flotaba alguna que otra gota minúscula, como de rocío. Gatsby ojeaba, ausente, un ejemplar de la Economía de Clay, se sobresaltaba cuando los pasos de la finlandesa hacían temblar el suelo de la cocina, y de vez en cuando miraba las ventanas empañadas como si una serie de acontecimientos invisibles pero alarmantes estuvieran sucediendo fuera. Se levantó por fin y, con voz insegura, me informó de que se iba a casa.

—¿Y eso por qué?

—No vendrá nadie a tomar el té. ¡Es demasiado tarde! —miró el reloj como si su tiempo fuera requerido con urgencia en otro sitio—. No puedo esperar todo el día.

—No seas tonto; faltan dos minutos para las cuatro.

Se sentó, abatido, como si le hubiera empujado, y en ese momento se oyó el ruido de un motor que entraba en el camino de mi casa. Los dos nos pusimos en pie de un salto y yo, un poco angustiado también, salí al jardín.

Bajo los lilos desnudos y goteantes subía por el camino un gran descapotable. Se detuvo. La cara de Daisy, ladeada bajo un tricornio de color lavanda, me miró con una sonrisa extasiada y luminosa.

—¿Aquí es donde vives, amor mío?

El susurro estimulante de su voz era bajo la lluvia un tónico fortísimo. Tuve que seguir la melodía un momento, arriba y abajo, sólo con el oído, antes de captar las palabras. Una veta de pelo mojado se le pegaba a la mejilla como una pincelada azul, y tenía la mano húmeda de gotas brillantes cuando se la cogí para ayudarla a apearse del coche.

—¿Te has enamorado de mí? —me dijo al oído—. Si no, ¿por qué tenía que venir sola?

—Ése es el secreto del castillo de Rackrent. Dile al chófer que se vaya y vuelva dentro de una hora.

—Vuelva dentro de una hora, Ferdie —y en un murmullo grave—. Se llama Ferdie.

—¿La gasolina le afecta a la nariz?

—No creo —dijo inocentemente—. ¿Por qué?

Entramos. Para mi sorpresa y confusión no había nadie en el cuarto de estar.

—Bueno, esto sí que tiene gracia.

—¿Qué tiene gracia?

Volvió la cabeza a la vez que sonaban unos golpes suaves y solemnes en la puerta. Fui a abrir. Era Gatsby, pálido como la muerte; con las manos hundidas como pesas en los bolsillos de la chaqueta, sobre un charco de agua, me miraba trágicamente a los ojos.

Con las manos todavía en los bolsillos de la chaqueta, cruzó a mi lado el recibidor majestuosamente, giró de pronto como si anduviera sobre un alambre, y desapareció en la sala de estar. No tenía ninguna gracia. Consciente de cómo me latía el corazón, le cerré la puerta a la lluvia, que iba en aumento.

Durante unos segundos no se oyó un ruido. Luego me llegó del cuarto de estar una especie de murmullo ahogado, una risa interrumpida, y la voz de Daisy, clara y artificial.

—Por supuesto que sí: me alegra muchísimo volver a verte.

Una pausa; se prolongó pavorosamente. No tenía nada que hacer en el recibidor, así que entré en la habitación.

Gatsby, con las manos todavía en los bolsillos, se había apoyado en la repisa de la chimenea, en una imitación forzada de la naturalidad absoluta, incluso del aburrimiento. La cabeza se echaba hacia atrás de tal modo que descansaba en la esfera de un difunto reloj, y desde esa postura miraba con ojos de perturbado a Daisy, asustada pero muy elegante, sentada en el filo de una silla.

—Ya nos conocíamos —murmuró Gatsby.

Me miró unos segundos, y los labios se abrieron en un fallido intento de risa.

Por suerte el reloj aprovechó ese momento para inclinarse peligrosamente bajo la presión de la cabeza de Gatsby, que se volvió y lo atrapó con dedos temblorosos para devolverlo a su sitio. Luego se sentó, rígido, con el codo en el brazo del sofá y la barbilla en la mano.

—Siento lo del reloj —dijo.

La cara me ardía como si estuviéramos en los trópicos. No fui capaz de encontrar ni un solo lugar común de los mil que tengo en la cabeza.

—Es un reloj viejo —dije estúpidamente.

Creo que, por un momento, los tres pensamos que se había hecho pedazos contra el suelo.

—Hace muchos años que no nos vemos —dijo Daisy, con la voz más neutra posible.

—Cinco años el próximo noviembre.

La respuesta automática de Gatsby nos paralizó un minuto más por lo menos. Los había hecho levantarse con la sugerencia desesperada de que me ayudaran a preparar el té en la cocina cuando la finlandesa del demonio lo trajo en una bandeja.

Entre la oportuna confusión de tazas y pasteles se estableció cierta cordialidad física. Gatsby se retiró a la sombra y, mientras Daisy y yo hablábamos, nos miraba alternativamente a uno y a otro, a fondo, con ojos llenos de tensión e infelicidad. Pero, puesto que la serenidad no era un fin en sí mismo, me excusé en cuanto pude y me levanté.

—¿Adónde vas? —preguntó Gatsby, alarmado.

—Volveré.

—Tengo que hablar contigo antes de que te vayas.

Me siguió a la cocina, descompuesto, cerró la puerta, y murmuró totalmente abatido:

—Dios mío.

—¿Qué pasa?

—Ha sido un error terrible —dijo, negando con la cabeza—, un error terrible, terrible.

—Te sientes violento, eso es todo —y por suerte añadí—. Daisy también se siente violenta.

—¿Se siente violenta? —repitió, incrédulo.

—Tanto como tú.

—No hables tan alto.

—Te estás portando como un niño —corté, impaciente—. No sólo eso: te estás portando como un maleducado. Ahí está Daisy, sola.

Levantó la mano para detener mis palabras, me lanzó una inolvidable mirada de reproche, y, abriendo la puerta con mucho cuidado, volvió a la otra habitación.

Yo salí por la puerta de atrás —el mismo camino que Gatsby, nervioso, había tomado media hora antes para dar la vuelta a la casa— y corrí hacia un inmenso y nudoso árbol negro cuyas hojas frondosas tejían una pantalla contra la lluvia. Otra vez diluviaba, y mi césped desigual, recién afeitado por el jardinero de Gatsby, abundaba en minúsculos pantanos enfangados y ciénagas prehistóricas. No había nada que mirar desde el pie del árbol, excepto la enorme casa de Gatsby, así que me dediqué a mirarla, como Kant el campanario de su iglesia, durante media hora. Un fabricante de cerveza la había construido al principio de la moda de la «arquitectura de época», diez años antes, y contaban que se había comprometido a pagar durante cinco años los impuestos de las casas de campo de todo el vecindario si los propietarios hacían los tejados de paja. Puede que el rechazo general disuadiera al cervecero de su plan de Fundar una Familia: inmediatamente empezó la decadencia. Sus hijos vendieron la casa cuando la corona fúnebre aún colgaba de la puerta. Los americanos, dispuestos a ser siervos e incluso impacientes por serlo, siempre se han mostrado reacios a ser gente de campo.

Media hora después, el sol volvió a brillar, y el automóvil del tendero tomó el camino de la casa de Gatsby con las materias primas para la cena de la servidumbre: estaba seguro de que Gatsby no comería nada. Una criada empezó a abrir las ventanas de la planta alta de la casa, apareció un instante en cada una, y, asomándose al amplio mirador principal, escupió meditativamente en el jardín. Era hora de volver. La lluvia, mientras duró, parecía el murmullo de las voces de Gatsby y Daisy, elevándose, creciendo de vez en cuando en ráfagas de emoción. Pero ahora, en el silencio nuevo, sentí que el silencio también había caído sobre la casa.

Entré —después de hacer todo el ruido posible en la cocina, salvo derribar la hornilla—, pero no creo que oyeran nada. Estaban sentados en los dos extremos del sofá, mirándose como si esperaran la respuesta a una pregunta, o flotara una pregunta en el aire, y todo vestigio de incomodidad había desaparecido. La cara de Daisy estaba llena de lágrimas, y cuando entré se levantó de un salto y empezó a secárselas con el pañuelo ante un espejo. Pero en Gatsby se había producido un cambio que era sencillamente desconcertante. Resplandecía literalmente. Sin una palabra o un gesto de alegría, irradiaba un nuevo bienestar que colmaba el cuarto.

—Ah, hola, compañero —dijo, como si no me viera desde hacía años.

Pensé por un momento que iba a darme la mano.

—Ha dejado de llover.

—¿Sí? —cuando entendió lo que yo acababa de decirle, que campanillas de sol centelleaban en la habitación, sonrió como un meteorólogo, como el patrocinador extasiado de la luz que volvía, y repitió la novedad a Daisy—. ¿Qué te parece? Ha dejado de llover.

—Me alegro, Jay —su garganta, llena de una belleza triste y dolorida, sólo hablaba de su felicidad inesperada.

—Quiero que me acompañéis a casa. Me gustaría enseñársela a Daisy.

—¿Estás seguro de que quieres que vaya yo?

—Absolutamente, compañero.

Daisy subió a lavarse la cara —y demasiado tarde me acordé, con humillación, de mis toallas— mientras Gatsby y yo esperábamos en el césped.

—Mi casa está bien, ¿verdad? —me preguntó—. Fíjate en cómo da la luz en la fachada.

Reconocí que era espléndida.

—Sí —la recorrió con la mirada, deteniéndose en el arco de cada puerta, en la solidez de cada torre—. Tardé tres años en ganar el dinero para comprarla.

—Creía que habías heredado tu dinero.

—Y lo heredé, compañero —dijo inmediatamente—, pero perdí casi todo en el gran pánico…, el pánico de la guerra.

Pensé que no sabía muy bien lo que decía, porque cuando le pregunté a qué tipo de negocios se dedicaba, me contestó: «Eso es asunto mío», antes de darse cuenta de que no era una respuesta adecuada.

—Ah, me he metido en varias cosas —corrigió—. Me he dedicado al negocio de los drugstores y al del petróleo. Pero he dejado los dos —me miró con más atención—. ¿Quieres decir que has pensado lo que te propuse la otra noche?

Antes de que pudiera responderle, Daisy salió de la casa y dos filas de botones de latón brillaron al sol.

—¿Esa enorme casa de ahí? —exclamó, señalando con el dedo.

—¿Te gusta?

—Me encanta, pero no sé cómo puedes vivir ahí completamente solo.

—La tengo siempre llena de gente interesante, día y noche. Gente que hace cosas interesantes. Gente famosa.

En lugar de tomar el atajo de la costa bajamos a la carretera y entramos por la gran cancela. Con susurros encantadores Daisy admiró este o aquel aspecto de la silueta feudal con el cielo como fondo, admiró los jardines, el olor chispeante de los junquillos, el burbujeante olor de los espinos y de los ciruelos en flor, y el pálido olor a oro de la milamores. Era extraño llegar a la escalinata de mármol y no encontrar un revuelo de vestidos radiantes, entrando y saliendo de la casa, y sólo oír el canto de los pájaros en los árboles.

Y dentro, mientras recorríamos salas de música a la María Antonieta y salones estilo Restauración, tuve la sensación de que había invitados escondidos detrás de cada sofá y cada mesa, con órdenes de guardar silencio, de ni respirar siquiera, hasta que hubiéramos pasado. Cuando Gatsby cerró la puerta de la «Merton College Library», hubiera jurado que oí la risa espectral del hombre de los ojos de búho.

Subimos a la segunda planta, pasamos por dormitorios de época tapizados en seda rosa y color lavanda y vivificados por flores frescas, y vestidores y salas de billar, y cuartos de baño con bañeras empotradas en el suelo, y aparecimos sin permiso en una habitación donde un hombre en pijama, tumbado y despeinado hacía ejercicios para el hígado. Era mister Klipspringer, el Interno. Esa mañana lo había visto deambular angustiado por la playa. Llegamos por fin al apartamento de Gatsby, un dormitorio con cuarto de baño, y un estudio estilo Adam, donde nos sentamos y bebimos un Chartreuse que guardaba en una alacena.

No había dejado de mirar a Daisy ni un momento, y creo que volvió a calcular el valor de todo lo que había en la casa según la reacción que provocaba en sus ojos bienamados. Y, a veces, miraba sus posesiones como aturdido, como si ante la presencia material y prodigiosa de Daisy nada fuera ya real. Estuvo a punto de caerse por las escaleras.

Su dormitorio era el más sencillo, salvo por un juego de tocador de oro puro mate que adornaba la cómoda. Daisy cogió el cepillo con deleite, y se alisó el pelo, ante lo cual Gatsby se sentó, se llevó la mano a los ojos y se echó a reír.

—Es lo más divertido, compañero —dijo, riendo—. No puedo… Cuando intento…

Había atravesado evidentemente dos estados de ánimo y alcanzaba un tercero. Después de la incomodidad y de la alegría irracional, ahora lo consumía el milagro de la presencia de Daisy. Se había dejado absorber por esa idea mucho tiempo, soñándola de principio a fin mientras esperaba apretando los dientes, por así decirlo, con un grado inimaginable de intensidad. Ahora, como reacción, empezaba a agotarse como un reloj con la cuerda pasada.

Se recuperó al momento y nos abrió dos pesados y poderosos armarios que contenían sus muchos trajes, batines y corbatas, y sus camisas, apiladas como ladrillos por docenas.

—Tengo en Inglaterra a alguien encargado de comprarme la ropa. Me manda una selección de prendas a principios de estación, en primavera y en otoño.

Cogió un montón de camisas y empezó a lanzarlas, una a una, ante nosotros, camisas de hilo puro, de seda tupida, de franela fina, que se desdoblaban al caer y cubrían la mesa en una confusión multicolor. Mientras expresábamos nuestra admiración, Gatsby siguió sacando camisas y el suave y suntuoso montón fue cobrando altura: camisas a rayas y con arabescos y estampados de color coral, verde manzana, lavanda y naranja claro, con monogramas de un tono añil. De repente, entre ruidos ahogados, Daisy hundió la cara en las camisas y empezó a llorar sin consuelo.

—Son unas camisas tan maravillosas —sollozó, y los pliegues, la tela, le apagaban la voz—. Lloro porque nunca había visto unas… unas camisas tan maravillosas.

Después de la casa, teníamos que ver los jardines y la piscina, el hidroplano y las flores propias del verano, pero volvía a llover, así que nos quedamos mirando desde la ventana de Gatsby las aguas onduladas del estrecho.

—Si no hubiera niebla, veríamos tu casa al otro lado de la bahía —dijo Gatsby—. Siempre tienes una luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero.

Daisy lo cogió del brazo de pronto, pero Gatsby parecía absorto en lo que acababa de decir. Quizá se daba cuenta de que el sentido colosal de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre. Comparado con la distancia inmensa que lo había separado de Daisy, la luz verde parecía muy cerca de ella, casi la tocaba. Parecía tan cerca como una estrella lo está de la luna. Y ahora volvía a ser una luz verde en un embarcadero. El número de objetos encantados había disminuido en uno.

Empecé a pasear por la habitación, examinando las cosas, imprecisas en la semioscuridad. Me llamó la atención la gran foto de un hombre ya mayor y vestido para navegar en yate, que colgaba de la pared, sobre el escritorio.

—¿Quién es?

—¿Ése? Es mister Dan Cody, compañero.

El nombre me resultó vagamente familiar.

—Murió hace años. Fue mi mejor amigo.

Había una foto pequeña de Gatsby, también vestido para navegar, encima del buró —Gatsby, desafiante, echaba la cabeza hacia atrás—, de cuando debía de tener dieciocho años, más o menos.

—Me encanta —exclamó Daisy—. ¡El tupé! Nunca me habías dicho que tenías tupé, ni yate.

—Mira —se apresuró a decir Gatsby—. Hay un montón de recortes de periódico… sobre ti.

Uno junto al otro, de pie, se pusieron a verlos. Iba a pedirle que me enseñara los rubíes cuando sonó el teléfono y Gatsby descolgó.

—Sí… De acuerdo, pero ahora no puedo hablar… No puedo hablar, compañero… Dije una ciudad pequeña. Pequeña… Él sabe lo que es una ciudad pequeña, ¿no? Si para él Detroit es una ciudad pequeña, no nos sirve…

Colgó.

—¡Ven, ven, deprisa! —gritó Daisy en la ventana.

Seguía lloviendo, pero las sombras se habían dividido a occidente y había sobre el mar una oleada rosa y oro de nubes que parecían espuma.

—¡Mira! —susurró Daisy, y calló unos segundos—. Me gustaría coger una de esas nubes rosa y subirte y empujarte.

Intenté irme entonces, pero no querían ni oír hablar del asunto; quizá se sintieran mejor solos si estaba yo.

—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo Gatsby—. Klipspringer va a tocar el piano.

Salió de la habitación gritando «Ewing» y volvió a los pocos minutos acompañado por un joven algo estropeado, aturdido, con gafas con la montura de concha y el pelo ralo y rubio. En aquel momento vestía una camisa deportiva, abierta en el cuello, zapatos con suela de goma y pantalones de dril de un color nebuloso.

—¿Hemos interrumpido sus ejercicios? —preguntó Daisy, muy educada.

—Estaba durmiendo —se quejó mister Klipspringer con un escalofrío de vergüenza—. Es decir, había estado durmiendo. Luego me levanté y…

—Klipspringer toca el piano —dijo Gatsby, interrumpiéndolo—. ¿Verdad, compañero?

—No lo toco bien. No…, casi ni sé tocarlo. Y llevo sin tocar…

—Vamos abajo —lo cortó Gatsby.

Giró un interruptor. Las ventanas grises desaparecieron cuando la casa se inundó de luz.

En la sala de música Gatsby sólo encendió una lámpara, junto al piano. Acercó una cerilla temblorosa al cigarrillo de Daisy, y se sentó con ella en un sofá al fondo de la habitación, donde no había más luz que la que, procedente del vestíbulo, rebotaba en el suelo flamante.

Cuando Klipspringer tocó El nido de amor giró en su taburete y, desolado, buscó a Gatsby en la penumbra.

—Ya ven, tendría que ensayar más. Les había dicho que no sé tocar. Y tendría que ensa…

—No hables tanto, compañero —ordenó Gatsby—. ¡Toca!

De día,

de noche,

¿no lo pasamos bien?

Fuera soplaba fuerte el viento y había, muy débiles, truenos en el estrecho. En West Egg ya estaban encendidas todas las luces; los trenes eléctricos, que llegaban de Nueva York cargados de gente, corrían a casa a través de la lluvia. Era la hora en que se produce un cambio profundo en la humanidad y la atmósfera genera tensión.

Hay una cosa segura, más segura que ninguna:

los ricos hacen dinero y los pobres hacen… niños.

En las horas muertas,

entre rato y rato.

Cuando fui a despedirme vi que la expresión de perplejidad había vuelto a la cara de Gatsby, como si acabara de sentir una duda levísima acerca de la calidad de su felicidad presente. ¡Casi cinco años! Incluso aquella tarde tuvo que haber algún momento en que Daisy no estuviera a la altura de sus sueños, no tanto por culpa de la propia Daisy, sino por la colosal vitalidad de su propia ilusión. Su ilusión iba más allá de Daisy, más allá de todo. Y a esa ilusión se había entregado Gatsby con una pasión creadora, aumentándola incesantemente, engalanándola con cualquier pluma que cogiera al vuelo. No hay fuego ni frío que pueda desafiar a lo que un hombre guarda entre los fantasmas de su corazón.

Mientras yo lo observaba, se recompuso perceptiblemente. Su mano cogió la de Daisy, ella le dijo algo al oído y, al sentir su voz, Gatsby se volvió a mirarla, emocionado. Creo que aquella voz era lo que más lo subyugaba, con su calidez febril y vibrante, porque no cabía en un sueño: aquella voz era una canción inmortal.

Se habían olvidado de mí, pero Daisy levantó la vista y me hizo una señal con la mano; Gatsby ya no tenía conciencia de quién era yo. Los miré una vez más y ellos me devolvieron la mirada, desde muy lejos, poseídos por la intensidad de la vida. Entonces salí de la habitación y bajé los escalones de mármol bajo la lluvia, dejándolos juntos.

6

Por aquel tiempo un periodista de Nueva York, joven y ambicioso, llegó una mañana a la puerta de Gatsby y le preguntó si tenía algo que decir.

—¿Algo que decir? ¿Sobre qué? —preguntó Gatsby, muy correcto.

—Bueno, alguna declaración que hacer.

Se supo al cabo de cinco minutos de confusión que aquel individuo había oído el nombre de Gatsby en el periódico en relación con algo que no quiso revelar o que no había entendido del todo. Era su día libre y había tomado inmediatamente la encomiable iniciativa de acercarse a «ver».

Disparaba al azar, pero su instinto periodístico era certero. La notoriedad de Gatsby, difundida por los cientos de personas que habían aceptado su hospitalidad para convertirse así en especialistas sobre su pasado, fue creciendo a lo largo del verano hasta el punto de que faltaba poco para que Jay Gatsby alcanzara la categoría de noticia. Leyendas contemporáneas, como la del «conducto subterráneo a Canadá», las relacionaban con él, y se decía con insistencia que no vivía en una casa, sino en un barco que parecía una casa y navegaba en secreto por la costa de Long Island. Por qué semejantes inventos eran una fuente de satisfacción para James Gatz, de Dakota del Norte, no es fácil de explicar.

James Gatz: ése era su verdadero nombre o, por lo menos, su nombre legal. Se lo cambió a la edad de diecisiete años en el momento exacto que fue testigo del comienzo de su carrera: cuando vio cómo el yate de Dan Cody echaba el ancla en el bajío más insidioso del lago Superior. Era James Gatz, el muchacho que haraganeaba por la playa aquella tarde con un jersey verde roto y unos pantalones de lona, pero ya era Jay Gatsby el que pidió prestado un bote de remos, se acercó al Tuolomee, e informó a Cody de que el viento podía sorprenderlo y destrozarlo en media hora.

Supongo que tenía preparado el nombre desde hacía mucho tiempo. Sus padres eran gente de campo, sin ambiciones ni fortuna: su imaginación jamás los aceptó como padres. La verdad era que Jay Gatsby, de West Egg, Long Island, surgió de la idea platónica de sí mismo. Era hijo de Dios —frase que, si significa algo, significa exactamente eso—, y debía ocuparse de los asuntos de su Padre, al servicio de una belleza inmensa, vulgar y mercenaria. Así que inventó el tipo de Jay Gatsby que un chico de diecisiete años podía inventarse, y fue fiel a esa idea hasta el final.

Durante un año recorrió la costa sur del lago Superior, cogiendo almejas y pescando salmones, o dedicándose a cualquier otra cosa a cambio de comida y cama. Su cuerpo, bronceado y cada día más fuerte, aprovechó instintivamente aquellos días vigorizantes de trabajo, entre la dureza y la indolencia. Muy pronto conoció mujeres y, como lo mimaban, acabaron resultándole despreciables: las jóvenes vírgenes porque no sabían nada; las otras porque se ponían histéricas con cosas que él, de una presunción aplastante, daba por sentadas.

Pero su corazón vivía en una revuelta turbulenta, constante. Las más grotescas y fantásticas ambiciones lo asaltaban de noche, en la cama. Un universo de extravagancias indecibles se desarrollaba en su cerebro mientras el reloj hacía tictac sobre el lavabo y la luna bañaba de luz húmeda la ropa, tirada de cualquier forma en el suelo. Cada noche aumentaba la trama de sus fantasías hasta que el sopor ponía fin a alguna escena especialmente viva con un abrazo de olvido. Durante cierto tiempo esas ensoñaciones fueron un desahogo para su imaginación: eran un indicio satisfactorio de la irrealidad de la realidad, una promesa de que la roca del mundo se fundaba firmemente sobre el ala de un hada.

El instinto de gloria futura lo había llevado meses antes a Saint Olaf, al pequeño Lutheran College, en el sur de Minnesota. Aguantó dos semanas, desmoralizado por la feroz indiferencia del lugar hacia los tambores de su destino, hacia el destino mismo, y aborreciendo el trabajo de conserje con que iba a pagarse la estancia. Volvió al lago Superior, y seguía a la busca de algo que hacer el día que el yate de Dan Cody echó el ancla en los bajíos de la costa.

Cody tenía cincuenta años entonces, y era un producto de los yacimientos de plata de Nevada, del Yukon y de todas las fiebres mineras desde 1875. Las operaciones con el cobre de Montana que lo hicieron mucho más que multimillonario lo encontraron todavía fuerte, físicamente hablando, pero próximo a la decrepitud intelectual, y, sospechándolo, un número infinito de mujeres intentó separarlo de su dinero. Los enredos de no demasiado buen gusto con los que la periodista Ella Kaye representó el papel de Madame de Maintenon a costa de la debilidad de Cody y lo empujó a hacerse a la mar en un yate eran habituales en el indigesto periodismo de 1902. Cody llevaba cinco años costeando orillas demasiado hospitalarias cuando, en Little Girl Bay, se convirtió en el destino de James Gatz.

Para el joven Gatz, que se apoyaba en los remos y miraba hacia cubierta, el yate representaba toda la belleza, todo el glamour del mundo. Supongo que le sonrió a Cody: probablemente había descubierto que cuando sonreía le caía bien a la gente. El caso es que Cody le hizo unas cuantas preguntas (de una de esas preguntas salió el nuevo nombre) y descubrió que era listo y ambicioso hasta la extravagancia. Pocos días después lo llevó a Duluth y le compró una chaqueta azul, seis pares de pantalones de dril blanco y una gorra de marino. Y cuando el Tuolomee zarpó hacia las Indias Occidentales y las costas de Berbería, Gatsby zarpó también.

Su función no era precisa: mientras permaneció con Cody fue sucesivamente camarero, segundo de a bordo, patrón de yate, secretario, e incluso carcelero, porque, sobrio, Dan Cody sabía a qué derroches era propenso borracho, y prevenía tales contingencias depositando cada día más confianza en Gatsby. El acuerdo duró cinco años, en los que el yate dio tres veces la vuelta al continente. Podría haber durado indefinidamente, pero Ella Kaye subió a bordo una noche en Boston y una semana después Dan Cody, de manera poco hospitalaria, se murió.

Recuerdo su retrato en el dormitorio de Gatsby, un hombre saludable, con el pelo gris y expresión dura, vacía: el pionero disipado que durante una fase de la vida de los Estados Unidos de América devolvió a la costa este la violencia salvaje de los burdeles y los tugurios de la frontera. A Cody se debía indirectamente que Gatsby apenas bebiera. Alguna vez, en las fiestas, las mujeres le echaban champagne en el pelo. Él tenía como costumbre no probar el alcohol.

Y de Cody heredó el dinero: veinticinco mil dólares que jamás recibió. Nunca entendió a qué artimaña legal recurrieron contra él, pero lo que quedaba de los millones acabó íntegro en manos de Ella Kaye. A Gatsby le quedó su educación, tan apropiada, tan singular: el vago perfil de Jay Gatsby adquirió la consistencia de un hombre.

Todo esto me lo contó mucho más tarde, pero lo escribo ahora con la idea de desmentir aquellos primeros rumores disparatados sobre sus antecedentes, que no eran ni remotamente verdad. Me lo contó además en un momento de confusión, cuando yo había llegado a creérmelo todo y a no creerme nada sobre él. Así que aprovecho esta breve interrupción, mientras Gatsby, por decirlo así, recobraba el aliento, para disipar toda esa serie de ideas falsas.

Hubo también una interrupción en mis relaciones con él. Durante algunas semanas dejamos de vernos y de hablar por teléfono —la mayor parte del tiempo la pasaba en Nueva York, dando vueltas con Jordan e intentando congraciarme con su tía, un vejestorio—, pero fui por fin a su casa un domingo por la tarde. No llevaba allí ni dos minutos cuando alguien apareció con Tom Buchanan, a tomar una copa. Me sobresalté, como es natural, aunque lo verdaderamente asombroso es que aquello no hubiera pasado antes.

Eran tres, a caballo: Tom, un tal Sloane y una mujer muy agradable, con un traje de amazona marrón, que ya conocía la casa.

—Estoy encantado de verles —dijo Gatsby, de pie en el porche—. Estoy encantado de que hayan venido.

¡Como si a ellos les importara!

—Siéntense. Cojan un cigarrillo o un puro —se movió deprisa por la habitación, pulsando timbres—. En un momento estarán listas las bebidas.

La presencia de Tom Buchanan lo afectaba profundamente. Pero se sentiría incómodo de todas formas hasta que no les sirviera algo, pues en el fondo se daba cuenta de que ése era el único motivo por el que habían ido a su casa. Mister Sloane no quería nada. ¿Limonada? No, gracias. ¿Un poco de champagne? Nada en absoluto, gracias… Lo siento.

100 Clásicos de la Literatura

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