Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт, Antoine De Saint-exupéry - Страница 6

Оглавление

VOLUMEN I

CARTA I

A la señora SAVILLE, Inglaterra.

San Petersburgo, 11 de diciembre de 17**

Te alegrará saber que no ha ocurrido ningún percance al principio de una aventura que siempre consideraste cargada de malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera tarea es asegurarle a mi querida hermana que me hallo perfectamente y que tengo una gran confianza en el éxito de mi empresa.

Me encuentro ya muy al norte de Londres y, mientras camino por las calles de Petersburgo, siento la brisa helada norteña que fortalece mi espíritu y me llena de gozo. ¿Comprendes este sentimiento? Esta brisa, que llega desde las regiones hacia las que me dirijo, me trae un presagio de aquellos territorios helados. Animadas por ese viento cargado de promesas, mis ensoñaciones se tornan más apasionadas y vívidas. En vano intento convencerme de que el Polo es el reino del hielo y la desolación: siempre se presenta a mi imaginación como la región de la belleza y del placer. Allí, Margaret, el sol siempre permanece visible, con su enorme disco bordeando el horizonte y esparciendo un eterno resplandor. Allí —porque, con tu permiso, hermana mía, debo depositar alguna confianza en los navegantes que me precedieron—, allí la nieve y el hielo se desvanecen y, navegando sobre un mar en calma, el navío se puede deslizar suavemente hasta una tierra que supera en maravillas y belleza a todas las regiones descubiertas hasta hoy en el mundo habitado. Puede que sus paisajes y sus características sean incomparables, como ocurre en efecto con los fenómenos de los cuerpos celestes en estas soledades ignotas. ¿Qué no podremos esperar de unas tierras que gozan de luz eterna? Allí podré descubrir la maravillosa fuerza que atrae la aguja de la brújula, y podré comprobar miles de observaciones celestes que precisan solo que se lleve a cabo este viaje para conseguir que todas sus aparentes contradicciones adquieran coherencia para siempre. Saciaré mi ardiente curiosidad cuando vea esa parte del mundo que nadie visitó jamás antes y cuando pise una tierra que no fue hollada jamás por el pie del hombre. Esos son mis motivos y son suficientes para aplacar cualquier temor ante los peligros o la muerte, y para obligarme a emprender este penoso viaje con la alegría de un muchacho que sube a un pequeño bote, con sus compañeros de juegos, con la intención de emprender una expedición para descubrir las fuentes del río de su pueblo. Pero, aun suponiendo que todas esas conjeturas sean falsas, no podrás negar el inestimable beneficio que aportaré a toda la humanidad, hasta la última generación, con el descubrimiento de una ruta cerca del Polo que conduzca hacia esas regiones para llegar a las cuales, en la actualidad, se precisan varios meses; o con el descubrimiento del secreto del imán, lo cual, si es que es posible, solo puede llevarse a cabo mediante una empresa como la mía.

Estas reflexiones han mitigado el nerviosismo con el que comencé mi carta, y siento que mi corazón arde ahora con un entusiasmo que me eleva al cielo, porque nada contribuye tanto a tranquilizar el espíritu como un propósito firme: un punto en el cual el alma pueda fijar su mirada intelectual. Esta expedición fue mi sueño más querido desde que era muy joven. Leí con fruición las narraciones de los distintos viajes que se habían realizado con la idea de alcanzar el norte del océano Pacífico a través de los mares que rodean el Polo. Seguramente recuerdes que la biblioteca de nuestro buen tío Thomas se reducía a una historia de todos los viajes realizados con intención de descubrir nuevas tierras. Mi educación fue descuidada, aunque siempre me apasionó la lectura. Aquellos libros fueron mi estudio día y noche, y a medida que los conocía mejor, aumentaba el pesar que sentí cuando, siendo un niño, supe que la última voluntad de mi padre prohibía a mi tío que me permitiera embarcar y abrazar la vida de marino.

Esos fantasmas desaparecieron cuando, por vez primera, leí con detenimiento a aquellos poetas cuyas efusiones capturaron mi alma y la elevaron al cielo. Yo mismo me convertí también en poeta y durante un año viví en un Paraíso de mi propia invención; imaginaba que yo también podría ocupar un lugar en el templo donde se veneran los nombres de Homero y Shakespeare. Tú sabes bien cómo fracasé y cuán duro fue para mí aquel desengaño. Pero precisamente por aquel entonces recibí la herencia de mi primo y mis pensamientos regresaron al cauce que habían seguido hasta entonces.

Ya han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo esta empresa. Incluso ahora puedo recordar la hora en la cual decidí emprender esta aventura. Empecé por someter mi cuerpo a las penalidades. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al Mar del Norte, y voluntariamente sufrí el frío, el hambre, la sed y la falta de sueño; durante el día, a menudo trabajé más duro que el resto de los marineros, y dediqué mis noches al estudio de las matemáticas, la teoría de la medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas de las cuales un marino aventurero podría obtener gran utilidad práctica. En dos ocasiones me enrolé como suboficial en un ballenero groenlandés, y me desenvolví bastante bien. Debo reconocer que me sentí un poco orgulloso cuando el capitán me ofreció ser el segundo de a bordo en el barco y me pidió muy encarecidamente que me quedara con él, pues consideraba que mis servicios le eran muy útiles.

Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco protagonizar una gran empresa? Mi vida podría haber transcurrido entre lujos y comodidades, pero he preferido la gloria a cualquier otra tentación que las riquezas pudieran ponerme en mi camino. ¡Oh, ojalá que algunas palabras de ánimo me confirmaran que es posible! Mi valor y mi decisión son firmes, pero mi esperanza a veces duda y mi ánimo con frecuencia decae. Estoy a punto de emprender un viaje largo y difícil; y los peligros del mismo exigirán que mantenga toda mi fortaleza: no solo se me pedirá que eleve el ánimo de los demás, sino que me veré obligado a sostener mi propio espíritu cuando el de los demás desfallezca.

Esta es la época más favorable para viajar en Rusia. Los habitantes de esta parte se deslizan con rapidez con sus trineos sobre la nieve; el desplazamiento es muy agradable y, en mi opinión, mucho más placentero que los viajes en las diligencias inglesas. El frío no es excesivo, especialmente si vas envuelto en pieles, una indumentaria que no he tardado en adoptar, porque hay una gran diferencia entre andar caminando por cubierta y quedarse sentado sin hacer nada durante horas, cuando la falta de movilidad provoca que la sangre se te congele prácticamente en las venas. No tengo ninguna intención de perder la vida en el camino que va desde San Petersburgo a Arkangel.

Partiré hacia esta última ciudad dentro de quince días o tres semanas, y mi intención es fletar un barco allí, lo cual podrá hacerse fácilmente si le pago el seguro al propietario, y contratar a tantos marineros como considere necesarios entre aquellos que estén acostumbrados a la caza de ballenas. No tengo intención de hacerme a la mar hasta el mes de junio…, ¿y cuándo regresaré? ¡Ah, mi querida hermana! ¿Cómo puedo responder a esa pregunta? Si tengo éxito, transcurrirán muchos, muchos meses, quizá años, antes de que podamos encontrarnos de nuevo. Si fracaso, me verás pronto… o nunca.

Adiós, mi querida, mi buena Margaret. Que el Cielo derrame todas las bendiciones sobre ti, y me proteja a mí, para que pueda ahora y siempre demostrarte mi gratitud por todo tu cariño y tu bondad.

Tu afectuoso hermano,

R. WALTON.

CARTA II

A la señora SAVILLE, Inglaterra.

Arkangel, 28 de marzo de 17**

¡Qué despacio pasa el tiempo aquí, atrapado como estoy por el hielo y la nieve…! He dado un paso más para llevar a cabo mi proyecto. Ya he alquilado un barco y me estoy ocupando ahora de reunir a la tripulación; los que ya he contratado parecen ser hombres de los que uno se puede fiar y, desde luego, parecen intrépidos y valientes.

Pero hay una cosa que aún no me ha sido posible conseguir, y siento esa carencia como una verdadera desgracia. No tengo ningún amigo, Margaret: cuando esté radiante con el entusiasmo de mi éxito, no habrá nadie que comparta mi alegría; y si me asalta la tristeza, nadie intentará consolarme en la amargura. Puedo plasmar mis pensamientos en el papel, es cierto; pero ese me parece un modo muy pobre de comunicar mis sentimientos. Me gustaría contar con la compañía de un hombre que me pudiera comprender, cuya mirada contestara a la mía. Puedes acusarme de ser un romántico, mi querida hermana, pero siento amargamente la necesidad de contar con un amigo. No tengo a nadie junto a mí que sea tranquilo pero valiente, que posea un espíritu cultivado y, al tiempo, de mente abierta, cuyos gustos se parezcan a los míos, para que apruebe o corrija mis planes. ¡Qué necesario sería un amigo así para enmendar los errores de tu pobre hermano…! Soy demasiado impulsivo en mis actos y demasiado impaciente ante las dificultades. Pero hay otra desgracia que me parece aún mayor, y es haberme educado yo solo: durante los primeros catorce años de mi vida nadie me puso normas y no leí nada salvo los libros de viajes del tío Thomas. A esa edad empecé a conocer a los poetas más celebrados de nuestra patria; pero solo cuando ya no podía obtener los mejores frutos de tal decisión, comprendí la necesidad de aprender otras lenguas distintas a las de mi país natal. Ahora tengo veintiocho años y en realidad soy más ignorante que un estudiante de quince. Es cierto que he reflexionado más, y que mis sueños son más ambiciosos y grandiosos, pero, como dicen los pintores, necesitan armonía: y por eso me hace mucha falta un amigo que tenga el suficiente juicio para no despreciarme como romántico y el suficiente cariño hacia mí como para intentar ordenar mis pensamientos.

En fin, son lamentaciones inútiles; con toda seguridad no encontraré a ningún amigo en esos inmensos océanos, ni siquiera aquí, en Arkangel, entre los marineros y los pescadores. Sin embargo, incluso en esos rudos pechos laten algunos sentimientos, ajenos a lo peor de la naturaleza humana. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre de extraordinario valor y arrojo; y tiene un enloquecido deseo de gloria. Es inglés y, a pesar de todos sus prejuicios nacionales y profesionales, que no se han pulido con la educación, aún conserva algo de las cualidades humanas más nobles. Lo conocí a bordo de un barco ballenero; y cuando supe que se encontraba sin trabajo en esta ciudad, de inmediato lo contraté para que me ayudara en mi aventura.

El primer oficial es una persona de una disposición excelente y en el barco se le aprecia por su amabilidad y su flexibilidad en cuanto a la disciplina. De hecho, es de una naturaleza tan afable que no sale a cazar (el entretenimiento más común aquí, y a menudo, el único) solo porque no soporta ver cómo se derrama sangre inútilmente. Además, es de una generosidad casi heroica. Hace algunos años estuvo enamorado de una joven señorita rusa de mediana fortuna, y como mi oficial había amasado una considerable suma por sus buenos oficios, el padre de la muchacha consintió que se casaran. Antes de la ceremonia vio una vez a su prometida y ella, anegada en lágrimas, y arrojándose a sus pies, le suplicó que la perdonara, confesando al mismo tiempo que amaba a otro, pero que era pobre y que su padre nunca consentiría ese matrimonio. Mi generoso amigo consoló a la suplicante joven y, tras informarse del nombre de su amante, de inmediato partió en su busca. Ya había comprado una granja con su dinero, y había pensado que allí pasaría el resto de su vida, pero se la entregó a su rival, junto con el resto de sus ahorros para que pudiera comprar algún ganado, y luego él mismo le pidió al padre de la muchacha que consintiera el matrimonio con aquel joven. Pero el viejo se negó obstinadamente, diciendo que había comprometido su honor con mi amigo; este, viendo la inflexibilidad del padre, abandonó el país y no regresó hasta que no supo que su antigua novia se había casado con el joven a quien verdaderamente amaba. «¡Qué hombre más noble!», pensarás. Y es cierto, pero después de aquello ha pasado toda su vida a bordo de un barco y apenas conoce otra cosa que no sean maromas y obenques.

Pero no creas que estoy dudando en mi decisión porque me queje un poco, o porque imagine un consuelo a mis penas que tal vez jamás llegue a conocer. Mi resolución es tan firme como el destino, y mi viaje solo se ha retrasado hasta que el tiempo permita que nos hagamos a la mar. El invierno ha sido horriblemente duro, pero la primavera promete ser mejor, e incluso se dice que se adelantará considerablemente; así que tal vez pueda zarpar antes de lo que esperaba. No haré nada precipitadamente; me conoces lo suficiente como para confiar en mi prudencia y reflexión, puesto que ha sido así siempre que la seguridad de otros se ha confiado a mi cuidado.

Apenas puedo describirte cuáles son mis sensaciones ante la perspectiva inmediata de emprender esta aventura. Es imposible comunicarte esa sensación de temblorosa emoción, a medio camino entre el gozo y el temor, con la cual me dispongo a partir. Me dirijo hacia regiones inexploradas, a «la tierra de las brumas y la nieve», pero no mataré ningún albatros, así que no temas por mi vida.

¿Te veré de nuevo, después de haber surcado estos océanos inmensos, y tras rodear el cabo más meridional de África o América? Apenas me atrevo a confiar en semejante triunfo, sin embargo, ni siquiera puedo soportar la idea de enfrentarme a la otra cara de la moneda. Escríbeme siempre que puedas: tal vez pueda recibir tus cartas en algunas ocasiones (aunque esa posibilidad se me antoja muy dudosa), cuando más las necesite para animarme. Te quiero muchísimo. Recuérdame con cariño si no vuelves a saber de mí.

Tu afectuoso hermano,

R. WALTON.

CARTA III

A la señora SAVILLE, Inglaterra.

Día 7 de julio de 17**

Mi querida hermana:

Te escribo apresuradamente unas líneas para decirte que me encuentro bien y que he adelantado mucho en mi viaje. Esta carta llegará a Inglaterra por un marino mercante que regresa ahora a casa desde Arkangel; es más afortunado que yo, que quizá no pueda ver mi tierra natal durante muchos años. En cualquier caso, estoy muy animado: mis hombres son valientes y aparentemente fieles y resueltos; ni siquiera parecen asustarles los témpanos de hielo que continuamente pasan a nuestro lado flotando y que nos advierten de los peligros de la región en la que nos internamos. Ya hemos alcanzado una latitud elevadísima, pero estamos en pleno verano y aunque no hace tanto calor como en Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan velozmente hacia esas costas que tan ardientemente deseo encontrar, soplan con una reconfortante calidez que no esperaba.

Hasta este momento no nos han ocurrido incidentes que merezcan apuntarse en una carta. Quizá uno o dos temporales fuertes, y la rotura de un mástil, pero son accidentes que los marinos experimentados ni siquiera se acuerdan de anotar; y me daré por satisfecho si no nos ocurre nada peor durante nuestro viaje.

Adiós, mi querida Margaret. Puedes estar segura de que, tanto por mí como por ti, no me enfrentaré al peligro innecesariamente. Seré sensato, perseverante y prudente.

Da recuerdos de mi parte a todos mis amigos en Inglaterra.

Con todo mi cariño,

R.W.

CARTA IV

A la señora SAVILLE, Inglaterra.

Día 5 de agosto de 17**

Nos ha ocurrido un suceso tan extraño que no puedo evitar anotarlo, aunque es muy probable que nos encontremos antes de que estas cuartillas de papel lleguen a ti.

El pasado lunes (el día 31 de julio) estábamos prácticamente cercados por el hielo, que rodeaba al barco por todos lados, y apenas había espacio libre en el mar para mantenerlo a flote. Nuestra situación era un tanto peligrosa, especialmente porque una niebla muy densa nos envolvía. Así que decidimos arriar velas y detenernos, a la espera de que tuviera lugar algún cambio en la atmósfera y en el tiempo.

Alrededor de las dos levantó la niebla y comprobamos que había, extendiéndose en todas direcciones, vastas e irregulares llanuras de hielo que parecían no tener fin. Algunos de mis camaradas dejaron escapar un lamento y yo mismo comencé a preocuparme y a inquietarme, cuando de repente una extraña figura atrajo nuestra atención y consiguió distraernos de la preocupación que sentíamos por nuestra propia situación. Divisamos un carruaje bajo, amarrado sobre un trineo y tirado por perros, que se dirigía hacia el norte, a una distancia de media milla de nosotros; un ser que tenía toda la apariencia de un hombre, pero al parecer con una altura gigantesca, iba sentado en el trineo y guiaba los perros. Vimos el rápido avance del viajero con nuestros catalejos hasta que se perdió entre las lejanas quebradas del hielo.

Aquella aparición provocó en nosotros un indecible asombro. Creíamos que estábamos a cien millas de tierra firme, pero aquel suceso parecía sugerir que en realidad no nos encontrábamos tan lejos como suponíamos. En cualquier caso, atrapados como estábamos por el hielo, era imposible seguirle las huellas a aquella figura que con tanta atención habíamos observado.

Aproximadamente dos horas después de aquel suceso supimos que había mar de fondo y antes de que cayera la noche, el hielo se rompió y liberó nuestro barco. De todos modos, permanecimos al pairo hasta la mañana, porque temíamos estrellarnos en la oscuridad con aquellas gigantescas masas de hielo a la deriva que flotan en el agua después de que se quiebra el hielo. Aproveché ese tiempo para descansar unas horas.

Finalmente, por la mañana, tan pronto como hubo luz, subí a cubierta y me encontré con que toda la tripulación se había arremolinado en un extremo del barco, hablando al parecer con alguien que estaba sobre el hielo. Efectivamente, sobre un gran témpano de hielo había un trineo, como el otro que habíamos visto antes, que se había acercado a nosotros durante la noche. Solo quedaba un perro vivo, pero había un ser humano allí también y los marineros estaban intentando convencerle de que subiera al barco. Este no era, como parecía ser el otro, un habitante salvaje de alguna isla ignota, sino un europeo. Cuando me presenté en cubierta, mi oficial dijo: «Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.»

Al verme, aquel extraño se dirigió a mí en inglés, aunque con un acento extranjero. «Antes de que suba al barco», dijo, «¿tendría usted la amabilidad de decirme hacia dónde se dirige?».

Puedes imaginarte mi asombro al escuchar que se me hacía una pregunta semejante y por parte de un hombre que estaba a punto de morir, y para el cual yo había supuesto que mi barco sería un bien tan preciado que no lo habría cambiado por el tesoro más grande del mundo. De todos modos, contesté que formábamos parte de una expedición hacia el Polo Norte.

Tras oír mi respuesta pareció tranquilizarse y consintió subir a bordo. ¡Dios mío, Margaret…! Si hubieras visto al hombre que aceptó salvarse de aquel modo tan extraño, tu espanto no habría tenido límites. Tenía los miembros casi congelados y todo su cuerpo estaba espantosamente demacrado por el agotamiento y el dolor. Nunca había visto a un hombre en un estado tan deplorable. Intentamos llevarlo al camarote, pero en cuanto se le privó del aire puro, se desmayó. Decidimos entonces volverlo a subir a cubierta y reanimarlo masajeándolo con brandy, y obligándolo a beber una pequeña cantidad. En cuando comenzó a mostrar señales de vida, lo envolvimos en mantas y lo colocamos cerca de los fogones de la cocina. Muy poco a poco se fue recuperando, y tomó un poco de caldo, que le sentó maravillosamente.

Así transcurrieron dos días, antes de que le fuera posible hablar; en ocasiones temía que sus sufrimientos le hubieran mermado las facultades mentales. Cuando se hubo recobrado, al menos en alguna medida, lo hice trasladar a mi propio camarote y me ocupé de él todo lo que me permitían mis obligaciones. Nunca había conocido a una persona tan interesante: sus ojos muestran generalmente una expresión airada, casi enloquecida; pero hay otros momentos en los que, si alguien se muestra amable con él o le atiende con cualquier mínimo detalle, su gesto se ilumina, como si dijéramos, con un rayo de bondad y dulzura como no he visto jamás. Pero generalmente se muestra melancólico y desesperado, y a veces le rechinan los dientes, como si no pudiera soportar el peso de las desgracias que lo afligen.

Cuando mi invitado se recuperó un tanto, me costó muchísimo mantenerlo alejado de los hombres de la tripulación, que deseaban hacerle mil preguntas; pero no permití que lo incomodaran con su curiosidad desocupada, puesto que la recuperación de su cuerpo y mente dependían evidentemente de un reposo absoluto. De todos modos, en una ocasión mi lugarteniente le preguntó por qué se había adentrado tanto en los hielos con aquel trineo tan extraño.

Su rostro inmediatamente mostró un gesto de profundo dolor, y contestó: «Busco a alguien que huye de mí.»

«¿Y el hombre al que persigue viaja también del mismo modo?»

«Sí.»

«Entonces… creo que lo hemos visto, porque el día anterior a rescatarle a usted vimos a unos perros tirando de un trineo, e iba un hombre en él, por el hielo.»

Esto llamó la atención del viajero desconocido, e hizo muchas preguntas respecto a la ruta que había seguido aquel demonio (así lo llamó). Poco después, cuando ya estábamos los dos solos, me dijo: «Seguramente he despertado su curiosidad, como la de esa buena gente, pero es usted demasiado considerado como para hacerme preguntas.»

«Está usted en lo cierto. De todos modos, sería una impertinencia y una desconsideración por mi parte molestarle con cualquier curiosidad.»

«Sin embargo… me ha salvado usted de una situación difícil y peligrosa; ha sido usted muy caritativo al devolverme a la vida.»

Poco después me preguntó si yo creía que el hielo, al resquebrajarse, podría haber acabado con el otro trineo. Le contesté que no podía responder con certeza alguna, porque el hielo no se había quebrado hasta cerca de medianoche y el otro viajero podría haber alcanzado un lugar seguro antes, pero eso tampoco podría afirmarlo con certeza.

A partir de ese momento, el desconocido pareció muy deseoso de subir a cubierta para intentar avistar el trineo que le había precedido; pero lo he convencido de que se quede en el camarote, porque aún se encuentra demasiado débil para soportar el aire cortante. Pero le he prometido que alguno de mis hombres estará vigilando por él y que le dará cumplida noticia si se observa alguna cosa rara ahí fuera.

Esto es lo que puedo decir hasta el día de hoy respecto a este extraño incidente. El desconocido ha ido mejorando poco a poco, pero permanece muy callado, y parece inquieto y nervioso cuando en el camarote entra cualquiera que no sea yo. Sin embargo, sus modales son tan amables y educados que todos los marineros se preocupan por él, aunque han hablado muy poco con él. Por mi parte, comienzo a apreciarlo como a un hermano, y su constante y profundo dolor provoca en mí un sentimiento de comprensión y compasión. Debe de haber sido un ser maravilloso en otros tiempos, puesto que incluso ahora, en la derrota, resulta tan atractivo y encantador.

En una de mis cartas, mi querida Margaret, te dije que no encontraría a ningún amigo en este vasto océano; sin embargo, he encontrado a un hombre al que, antes de que su espíritu se hubiera quebrado por el dolor, yo habría estado encantado de considerar como a un hermano del alma.

Seguiré escribiendo mi diario respecto a este desconocido cuando me sea posible, si es que se producen acontecimientos novedosos que merezcan relatarse.

Día 13 de agosto de 17**

El aprecio que siento por mi invitado aumenta cada día. Este hombre despierta a un tiempo mi admiración y mi piedad hasta extremos asombrosos. ¿Cómo puedo ver a un ser tan noble destrozado por la desdicha sin sentir una tremenda punzada de dolor? Es tan amable y tan inteligente… y es muy culto, y cuando habla, aunque escoge sus palabras con elegante cuidado, estas fluyen con una facilidad y una elocuencia sin igual.

Ahora ya se encuentra muy restablecido de su enfermedad y está continuamente en cubierta, al parecer buscando el trineo que iba delante de él. Sin embargo, aunque parece infeliz, ya no está tan espantosamente sumido en su propio dolor, sino que se interesa también mucho por los asuntos de los demás. Me ha hecho muchas preguntas sobre mis propósitos y le he contado mi pequeña historia con franqueza. Parecía alegrarse de la confianza que le demostré y me sugirió algunas modificaciones en mi plan que me parecieron extremadamente útiles. No hay pedantería en su conducta, sino que todo lo que hace parece nacer exclusivamente del interés que instintivamente siente por el bienestar de aquellos que lo rodean. A menudo parece abatido por la pena y entonces se sienta solo e intenta vencer todo aquello que hay de hosco y asocial en su talante. Estos paroxismos pasan sobre él como una nube delante del sol, aunque su abatimiento nunca le abandona. He intentado ganarme su confianza, y espero haberlo conseguido. Un día le mencioné el deseo que siempre había sentido de contar con un buen amigo que me comprendiera y me ayudara con sus consejos. Le dije que yo no era ese tipo de hombres que se ofenden por los consejos ajenos. «Todo lo que sé lo he aprendido solo, y quizá no confío suficientemente en mis propias fuerzas. Así que me gustaría que ese compañero fuera más sabio y tuviera más experiencia que yo, para que me aportara confianza y me apoyara. No creo que sea imposible encontrar un verdadero amigo.»

«Estoy de acuerdo con usted», contestó el desconocido, «en considerar que la amistad no es solo deseable, sino un bien posible. Yo tuve antaño un amigo, el mejor de todos los seres humanos, así que creo que estoy capacitado para juzgar la amistad. Usted espera conseguirla, y tiene el mundo ante usted, así que no hay razón para desesperar. Pero yo… yo lo he perdido todo, y ya no puedo empezar mi vida de nuevo».

Cuando dijo eso, su rostro adoptó un expresivo gesto de serenidad y dolor que me llegó al corazón. Pero él permaneció en silencio y después se retiró a su camarote.

Aunque tiene el alma destrozada, nadie aprecia más que él las bellezas de la naturaleza. El cielo estrellado, el mar y todos los paisajes que nos proporcionan estas maravillosas regiones parecen tener aún el poder de elevar su alma. Un hombre como él tiene una doble existencia: puede sufrir todas las desgracias y caer abatido por todos los desengaños; sin embargo, cuando se encierre en sí mismo, será como un espíritu celestial, que tiene un halo en torno a sí, cuyo cerco no puede atravesar ni la angustia ni la locura.

¿Te burlas por el entusiasmo que muestro respecto a este extraordinario vagabundo? Si es así, debes de haber perdido esa inocencia que fue antaño tu encanto característico. Sin embargo, si quieres, puedes sonreír ante la emoción de mis palabras, mientras yo encuentro cada día nuevas razones para repetirlas.

Día 19 de agosto de 17**

Ayer el desconocido me dijo: «Naturalmente, capitán Walton, se habrá dado cuenta de que he sufrido grandes e insólitas desventuras. En cierta ocasión pensé que el recuerdo de esas desgracias moriría conmigo, pero usted ha conseguido que cambie de opinión. Usted busca conocimiento y sabiduría, como lo busqué yo; y espero de todo corazón que el fruto de sus deseos no sea una víbora que le muerda, como lo fue para mí. No sé si el relato de mis desgracias le resultará útil; sin embargo, si así lo quiere, escuche mi historia. Creo que los extraños sucesos que tienen relación con mi vida pueden proporcionarle una visión de la naturaleza humana que tal vez pueda ampliar sus facultades y su comprensión del mundo. Sabrá usted de poderes y acontecimientos de tal magnitud que siempre los creyó imposibles: pero no tengo ninguna duda de que mi historia aportará por sí misma las pruebas de que son verdad los sucesos de que se compone.»

Evidentemente, podrás imaginar que me sentí muy halagado por esa demostración de confianza; sin embargo, apenas podía soportar que tuviera que sufrir de nuevo el dolor de contarme sus desgracias. Estaba deseoso de oír el relato prometido, en parte por curiosidad, y en parte por el vivo deseo de intentar cambiar su destino, si es que semejante cosa estaba en mi mano. Expresé estos sentimientos en mi respuesta.

«Gracias por su comprensión», contestó, «pero es inútil; mi destino casi está cumplido. No espero más que una cosa, y luego podré descansar en paz. Comprendo sus sentimientos», añadió, viendo que yo tenía intención de interrumpirle, «pero está usted muy equivocado, amigo mío, si me permite que le llame así. Nada puede cambiar mi destino: escuche mi historia, y entenderá usted por qué está irrevocablemente decidido».

Luego me dijo que comenzaría a contarme su historia al día siguiente, cuando yo dispusiera de algún tiempo. Esta promesa me arrancó los más calurosos agradecimientos. He decidido que todas las noches, cuando no esté demasiado ocupado, escribiré lo que me cuente durante el día, con tanta fidelidad como me sea posible y con sus propias palabras. Y si tuviera muchos compromisos, al menos tomaré notas. El manuscrito sin duda te proporcionará un gran placer: pero yo, que lo conozco, y que escucharé la historia de sus propios labios, ¡con cuánto interés y con cuánto cariño lo leeré algún día, en el futuro…!

CAPÍTULO 1

Soy ginebrino por nacimiento; y mi familia es una de las más distinguidas de esa república. Durante muchos años mis antepasados han sido consejeros y magistrados, y mi padre había ocupado varios cargos públicos con honor y buena reputación. Todos los que lo conocían lo respetaban por su integridad y por su infatigable dedicación a los asuntos públicos. Dedicó su juventud a los aconteceres de su país y solo cuando su vida comenzó a declinar pensó en el matrimonio y en ofrecer a su patria hijos que pudieran perpetuar sus virtudes y su nombre en el futuro.

Como las circunstancias especiales de su matrimonio ilustran bien cuál era su carácter, no puedo evitar referirme a ellas. Uno de sus amigos más íntimos era un comerciante que, debido a numerosas desgracias, desde una posición floreciente cayó en la pobreza. Este hombre, cuyo nombre era Beaufort, tenía un carácter orgulloso y altivo, y no podía soportar vivir en la pobreza y en el olvido en el mismo país en el que antiguamente se había distinguido por su riqueza y su magnificencia. Así pues, habiendo pagado sus deudas, del modo más honroso que pudo, se retiró con su hija a la ciudad de Lucerna, donde vivió en el anonimato y en la miseria. Mi padre quería mucho a Beaufort, con una verdadera amistad, y lamentó mucho su retiro en circunstancias tan desgraciadas. También sentía mucho la pérdida de su compañía, y decidió ir a buscarlo e intentar persuadirlo de que comenzara de nuevo con su crédito y su ayuda.

Beaufort había tomado medidas muy eficaces para esconderse y transcurrieron diez meses antes de que mi padre descubriera su morada. Entusiasmado por el descubrimiento, se dirigió inmediatamente a la casa, que estaba situada en una calle principal, cerca del Reuss. Pero cuando entró, solo la miseria y la desesperación le dieron la bienvenida. Beaufort apenas había conseguido salvar una suma de dinero muy pequeña del naufragio de su fortuna, pero era suficiente para proporcionarle sustento durante algunos meses; y, mientras tanto, esperaba encontrar algún empleo respetable en casa de algún comerciante. Pero durante ese período de tiempo no hizo nada; y con más tiempo para pensar, solo consiguió que su tristeza se hiciera más profunda y más dolorosa, y al final se apoderó de tal modo de su mente que tres meses después yacía enfermo en una cama, incapaz de moverse.

Su hija lo atendía con todo el cariño, pero veía con desesperación cómo sus pequeños ahorros desaparecían rápidamente y no había ninguna otra perspectiva para ganarse el sustento. Pero Caroline Beaufort poseía una inteligencia poco común y su valentía consiguió sostenerla en la adversidad. Se buscó un trabajo humilde: hacía objetos de mimbre, y por otros medios pudo ganar un dinero que apenas era suficiente para poder comer.

Transcurrieron varios meses así. Su padre se puso peor; la mayor parte de su tiempo la empleaba Caroline en atenderlo; sus medios de subsistencia menguaban constantemente. A los diez meses, su padre murió entre sus brazos, dejándola huérfana y desamparada. Este último golpe la abatió completamente y cuando mi padre entró en aquella habitación, ella estaba arrodillada ante el ataúd de Beaufort, llorando amargamente. Se presentó allí como un ángel protector para la pobre muchacha, que se encomendó a su cuidado, y después del entierro de su amigo, mi padre la llevó a Ginebra y la puso bajo la protección de un conocido. Dos años después de esos acontecimientos, la convirtió en su esposa.

Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, descubrió que los deberes de su nueva situación le ocupaban tanto tiempo que tuvo que abandonar muchos de sus trabajos públicos y dedicarse a la educación de sus hijos. Yo era el mayor y estaba destinado a ser el sucesor en todos sus trabajos y obligaciones. Nadie en el mundo habrá tenido padres más cariñosos que los míos. Mi bienestar y mi salud fueron sus únicas preocupaciones, especialmente porque durante muchos años yo fui su único hijo. Pero antes de continuar con mi historia, debo contar un incidente que tuvo lugar cuando tenía cuatro años de edad.

Mi padre tenía una hermana que lo adoraba y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su matrimonio, ella había acompañado a su marido a su país natal y durante algunos años mi padre no tuvo apenas contacto con ella. Por esas fechas, ella murió, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado, que le comunicaba su intención de casarse con una dama italiana y le pedía a mi padre que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su hermana fallecida. «Es mi deseo que la consideres como si fuera tu propia hija», decía en la carta, «y que la eduques en consecuencia. La fortuna de su madre quedará a su disposición, y te remitiré los documentos para que tú mismo los custodies. Te ruego que reflexiones mi propuesta y decidas si prefieres educar a tu sobrina tú mismo o encomendar esa tarea a una madrastra».

Mi padre no lo dudó e inmediatamente viajó a Italia para acompañar a la pequeña Elizabeth a su futuro hogar. Muy a menudo oí decir a mi madre que, en aquel entonces, era la niña más bonita que había visto jamás y que incluso entonces ya mostraba signos de poseer un carácter amable y cariñoso. Estos detalles y su deseo de afianzar tanto como fuera posible los lazos del amor familiar determinaron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, y nunca encontró razones que le impidieran sostener semejante plan.

Desde aquel momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y, cuando crecimos, en mi amiga. Era tranquila y de buen carácter, pero divertida y juguetona como un bichito veraniego. Aunque era despierta y alegre, sus sentimientos eran intensos y profundos, y muy cariñosa. Disfrutaba de la libertad más que nadie, pero tampoco nadie era capaz de obedecer con tanto encanto a las órdenes o a los gustos de otros. Era muy imaginativa, sin embargo su capacidad para aplicarse en el estudio era notable. Elizabeth era la imagen de su espíritu: sus ojos de color avellana, aunque tan vivos como los de un pajarillo, poseían una atractiva dulzura. Su figura era ligera y airosa; y, aunque era capaz de soportar el cansancio y la fatiga, parecía la criatura más frágil del mundo. Aunque yo admiraba su inteligencia y su imaginación, me encantaba ocuparme de ella, como lo haría de mi animal favorito; nunca vi tantos encantos en una persona y en una inteligencia, unidos a tanta humildad.

Todo el mundo adoraba a Elizabeth. Si los criados tenían alguna petición que hacer, siempre buscaban su intercesión. No había entre nosotros ninguna clase de peleas o enfados. Porque, aunque nuestros caracteres eran muy distintos, incluso había armonía en esa diferencia. Yo era más calmado y filosófico que mi compañera. Sin embargo, no era tan dócil y sumiso. Era capaz de estar concentrado en el estudio más tiempo, pero no era tan constante como ella. Me encantaba investigar lo que ocurría en el mundo… ella prefería ocuparse en perseguir las etéreas creaciones de los poetas. El mundo era para mí un secreto que deseaba desvelar… para ella era un espacio que deseaba poblar con sus propias imaginaciones.

Mis hermanos eran considerablemente más jóvenes que yo, pero yo contaba con un amigo, entre mis compañeros de escuela, que compensaba esa deficiencia. Henry Clerval era hijo de un comerciante de Ginebra, un amigo íntimo de mi padre. Era un muchacho de un talento y una imaginación singulares. Recuerdo que cuando solo tenía nueve años escribió un cuento de hadas que fue la delicia y el asombro de todos sus compañeros. Su estudio favorito consistía en los libros de caballería y las novelas; y cuando era muy joven, puedo recordar que solíamos representar obras de teatro que componía él mismo a partir de aquellos libros, siendo los principales personajes de las mismas Orlando, Robín Hood, Amadís y San Jorge. No creo que hubiera un joven más feliz que yo. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros, encantadores. Nunca se nos obligó a estudiar y, por alguna razón, siempre teníamos algún objetivo a la vista que nos empujaba a aplicarnos con fruición para obtener lo que pretendíamos. Era mediante este método, y no por la emulación, por lo que estudiábamos. A Elizabeth no se le dijo que se aplicara especialmente en el dibujo, para que sus compañeras no la dejaran atrás, pero el deseo de agradar a su tía la empujaba a representar algunas escenas que le gustaban. Aprendimos latín e inglés, así que podíamos leer textos en esas lenguas. Y, lejos de que el estudio nos pudiera resultar odioso por los castigos, nos encantaba aplicarnos a ello, y nuestros entretenimientos eran lo que otros niños consideraban deberes. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos idiomas con tanta rapidez como aquellos que siguen una disciplina concreta con un método preciso, pero lo que aprendimos se imprimió más profundamente en nuestra memoria. En la descripción de nuestro círculo familiar he incluido a Henry Clerval porque siempre estaba con nosotros. Iba a la escuela conmigo y generalmente pasaba la tarde en nuestra casa; como era hijo único y no tenía con quién entretenerse en casa, su padre estaba encantado de que encontrara amigos en la nuestra; y, en realidad, nunca éramos del todo felices si Clerval no estaba con nosotros.

CAPÍTULO 2

Los acontecimientos que influyen decisivamente en nuestros destinos a menudo tienen su origen en sucesos triviales. La filosofía natural es el genio que ha ordenado mi destino. Así pues, en este resumen de mis primeros años, deseo explicar aquellos hechos que me condujeron a sentir una especial predilección por la ciencia. Cuando tenía once años, fuimos todos de excursión a los baños que hay cerca de Thonon. Las inclemencias del tiempo nos obligaron a quedarnos todo un día encerrados en la posada. En aquella casa, por casualidad, encontré un volumen con las obras de Cornelio Agrippa. Lo abrí sin mucho interés; la teoría que intentaba demostrar y los maravillosos hechos que relataba pronto cambiaron aquella apatía en entusiasmo. Una nueva luz se derramó sobre mi entendimiento; y, dando saltos de alegría, comuniqué aquel descubrimiento a mi padre. No puedo dejar de señalar aquí cuántas veces los maestros tienen ocasión de dirigir los gustos de sus alumnos hacia conocimientos útiles y cuántas veces lo desaprovechan inconscientemente. Mi padre observó sin mucho interés la cubierta del libro y dijo:

—¡Ah… Cornelio Agrippa! Mi querido Víctor, no pierdas el tiempo en estas cosas; no son más que tonterías inútiles.

Si en vez de esta advertencia, o incluso esa exclamación, mi padre se hubiera tomado la molestia de explicarme que las teorías de Agrippa ya habían quedado completamente refutadas y que se había instaurado un sistema científico moderno que tenía mucha más relevancia que el antiguo, porque el del antiguo era pretencioso y quimérico, mientras que las intenciones del moderno eran reales y prácticas… en esas circunstancias, con toda seguridad habría desechado el Agrippa y, teniendo la imaginación ya tan excitada, probablemente me habría aplicado a una teoría más racional de la química que ha dado como resultado los descubrimientos modernos. Es posible incluso que mis ideas nunca hubieran recibido el impulso fatal que me condujo a la ruina. Pero aquella mirada displicente que mi padre había lanzado al libro en ningún caso me aseguraba que supiera siquiera de qué trataba, así que continué leyendo aquel volumen con la mayor avidez.

Cuando regresé a casa, mi primera ocupación fue procurarme todas las obras de ese autor y, después, las de Paracelso y las de Alberto Magno. Leí y estudié con deleite las locas fantasías de esos autores; me parecían tesoros que conocían muy pocos aparte de mí; y aunque a menudo deseé comunicar a mi padre aquellos conocimientos secretos, sin embargo, su firme desaprobación de Agrippa, mi autor favorito, siempre me retuvo. De todos modos, le descubrí mi secreto a Elizabeth, bajo la estricta promesa de guardar secreto, pero no pareció muy interesada en la materia, así que continué mis estudios solo.

Puede resultar un poco extraño que en el siglo XVIII apareciera un discípulo de Alberto Magno; pero yo no pertenecía a una familia de científicos ni había asistido a ninguna clase en Ginebra. Así pues, la realidad no enturbiaba mis sueños y me entregué con toda la pasión a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida. Y esto último acaparaba toda mi atención; la riqueza era para mí un asunto menor, ¡pero qué fama alcanzaría mi descubrimiento si yo pudiera eliminar la enfermedad de la condición humana y conseguir que el hombre fuera invulnerable a cualquier cosa excepto a una muerte violenta!

Esas no eran mis únicas ensoñaciones; invocar la aparición de fantasmas y demonios era una sugerencia constante de mis escritores favoritos, y yo ansiaba poder hacerlo inmediatamente; y si mis encantamientos nunca resultaban exitosos, yo atribuía los fracasos más a mi inexperiencia y a mis errores que a la falta de inteligencia o a la incompetencia de mis maestros.

Los fenómenos naturales que tienen lugar todos los días delante de nuestros ojos no me pasaban desapercibidos. La destilación, de la cual mis autores favoritos eran absolutamente ignorantes, me causaba asombro, pero con lo que me quedé maravillado fue con algunos experimentos con una bomba de aire que llevaba a cabo un caballero al que solíamos visitar.

La ignorancia de mis filósofos en estas y muchas otras disciplinas sirvieron para desacreditarlos a mis ojos… pero no podía apartarlos a un lado definitivamente antes de que algún otro sistema ocupara su lugar en mi mente.

Cuando tenía alrededor de catorce años, estábamos en nuestra casa cerca de Belrive y fuimos testigos de una violenta y terrible tormenta. Había bajado desde el Jura y los truenos estallaban unos tras otros con un aterrador estruendo en los cuatro puntos cardinales del cielo. Mientras duró la tormenta, yo permanecí observando su desarrollo con curiosidad y asombro. Cuando estaba allí, en la puerta, de repente, observé un rayo de fuego que se levantaba desde un viejo y precioso roble que se encontraba a unas veinte yardas de nuestra casa; y en cuanto aquella luz resplandeciente se desvaneció, pude ver que el roble había desaparecido, y no quedaba nada allí, salvo un tocón abrasado. A la mañana siguiente, cuando fuimos a verlo, nos encontramos el árbol increíblemente carbonizado; no se había rajado por el impacto, sino que había quedado reducido por completo a astillas de madera. Nunca vi una cosa tan destrozada. La catástrofe del árbol me dejó absolutamente asombrado.

Entre otras cuestiones sugeridas por el mundo natural, profundamente interesado, le pregunté a mi padre por la naturaleza y el origen de los truenos y los rayos. Me dijo que era «electricidad», y me explicó también los efectos de aquella fuerza. Construyó una pequeña máquina eléctrica, e hizo algunos pequeños experimentos y preparó una cometa con una cuerda y un cable que podía extraer aquel fluido desde las nubes.

Este último golpe acabó de derribar a Cornelio Agrippa, a Alberto Magno y a Paracelso, que durante tanto tiempo habían sido reyes y señores de mi imaginación. Pero, por alguna fatalidad, no me sentí inclinado a estudiar ningún sistema moderno y este desinterés tenía su razón de ser en la siguiente circunstancia.

Mi padre expresó su deseo de que yo asistiera a un curso sobre filosofía natural, a lo cual accedí encantado. Hubo algún inconveniente que impidió que yo asistiera a aquellas lecciones hasta que el curso casi hubo concluido. La clase a la que acudí, aunque casi era la última del curso, me resultó absolutamente incomprensible. El profesor hablaba con gran convicción del potasio y el boro, los sulfatos y los óxidos, unos términos a los que yo no podía asociar idea alguna: me desagradó profundamente una ciencia que, a mi entender, solo consistía en palabras.

Desde aquel momento hasta que fui a la universidad, abandoné por completo mis antaño apasionados estudios de ciencia y filosofía natural, aunque aún leía con deleite a Plinio y a Buffon, autores que en mi opinión eran casi iguales en interés y utilidad.

En aquella época mi principal interés eran las matemáticas y la mayoría de las ramas de estudio que se relacionan con esa disciplina. También estaba muy ocupado en el aprendizaje de idiomas; ya conocía un poco el latín, y comencé a leer sin ayuda del lexicón a los autores griegos más sencillos. También sabía inglés y alemán perfectamente. Y ese era el listado de mis conocimientos a la edad de diecisiete años; y se podrá usted imaginar que empleaba todo mi tiempo en adquirir y conservar los conocimientos de aquellas diferentes materias.

Otra tarea recayó sobre mí cuando me convertí en maestro de mis hermanos. Ernest era cinco años más joven que yo y era mi principal alumno. Desde que era muy pequeño había tenido una salud delicada, razón por la cual Elizabeth y yo habíamos sido sus enfermeros habituales. Tenía un carácter muy dulce, pero era incapaz de concentrarse en ningún trabajo serio. William, el más joven de la familia, era aún muy niño y la criatura más bonita del mundo; sus alegres ojos azules, los hoyuelos de sus mejillas y sus gestos zalameros inspiraban el cariño más tierno. Así era nuestra vida familiar, de la cual permanecían siempre alejados las preocupaciones y el dolor. Mi padre dirigía nuestros estudios y mi madre formaba parte de nuestros juegos. Ninguno de nosotros gozaba de predilección alguna sobre los demás, y nunca se escucharon en casa órdenes autoritarias, pero nuestro cariño mutuo nos empujaba a obedecer y a satisfacer hasta el más mínimo deseo de los demás.

CAPÍTULO 3

Cuando alcancé la edad de diecisiete años, mis padres decidieron que debería ir a estudiar a la Universidad de Ingolstadt. Hasta entonces yo había asistido a los colegios de Ginebra, pero mi padre creyó necesario, para completar mi educación, que debería conocer otras costumbres y no solo las de mi país natal. Así pues, mi partida se fijó para una fecha cercana. Pero antes de que llegara el día acordado, sucedió la primera desgracia de mi vida: un presagio, podría decirse, de mis futuras desdichas.

Elizabeth había cogido la escarlatina, pero la dolencia no fue grave y se recuperó rápidamente. Durante la cuarentena a mi madre le habían dado numerosas razones para persuadirla de que no se ocupara de cuidarla. Y había accedido a nuestros ruegos, pero cuando supo que su niña del alma se estaba recuperando, no pudo seguir privándose de su compañía y entró en la habitación de la enferma mucho antes de que el peligro de la infección hubiera pasado. Las consecuencias de esta imprudencia fueron fatales: tres días después, mi madre enfermó. Las fiebres eran malignas y el gesto de quienes la atendían pronosticaba lo peor. En su lecho de muerte, la fortaleza y la bondad de aquella admirable mujer no la abandonaron. Juntó las manos de Elizabeth y las mías.

—Hijos míos —dijo—, había depositado todas mis esperanzas en vuestra unión. Ahora esa unión será el consuelo de vuestro padre. Elizabeth, mi amor, ocupa mi lugar y cuida de tus primos pequeños. ¡Cuánto lo siento…! ¡Cuánto siento tener que abandonaros…! He sido tan feliz y tan amada, ¿cómo no me va a ser difícil separarme de vosotros? Pero esas ideas no deberían preocuparme ahora; tendré que intentar resignarme con una sonrisa a la muerte y abrigaré la esperanza de encontraros en el otro mundo.

Murió tranquila, y sus rasgos expresaban cariño incluso en la muerte. No será necesario describir los sentimientos de aquellos cuyos amados lazos quedan rotos por ese irreparable mal, el vacío que deja en las almas y la desesperación que se muestra en la mirada. Transcurre mucho tiempo antes de que la mente humana pueda convencerse de que la persona a quien se ve todos los días, y cuya simple existencia parece parte de la nuestra, se ha ido para siempre; pasa mucho tiempo antes de que podamos convencernos de que la mirada brillante de un ser amado se ha apagado para siempre y de que el sonido de una voz familiar y querida se ha acallado definitivamente, y nunca más volverá a escucharse. Estas son las reflexiones de los primeros días. Pero cuando el paso del tiempo demuestra que la desgracia es una realidad, entonces comienza la amargura y el dolor. Sin embargo, ¿a quién no ha arrebatado esa cruel mano algún ser querido? ¿Y por qué debería describir yo una pena que todos han sentido y deben sentir? Al final llega el día en el que el dolor es más bien una complacencia que una necesidad, y la sonrisa que juega en los labios, aunque parezca un maldito sacrilegio, ya no se oculta. Mi madre había muerto, pero nosotros aún teníamos obligaciones que cumplir; debíamos seguir con nuestra vida y aprender a sentirnos afortunados mientras quedara uno de nosotros a quien la muerte no hubiera arrebatado.

Mi viaje a Ingolstadt, que había sido aplazado por esos acontecimientos, se volvió a plantear nuevamente. Conseguí que mi padre me diera un plazo de algunas semanas antes de partir. Ese tiempo transcurrió tristemente. La muerte de mi madre y mi inmediata partida nos deprimían, pero Elizabeth se esforzaba en devolver el espíritu de la alegría a nuestro pequeño círculo. Desde la muerte de su tía, su carácter había adquirido nueva firmeza y vigor. Decidió cumplir con sus deberes con la máxima precisión, y sintió que había recaído sobre ella el imperioso deber de dedicarse por entero a la felicidad de su tío y sus primos. Ella me consolaba, entretenía a su tío, educaba a mis hermanos; y nunca la vi tan encantadora como en aquel tiempo, cuando estaba constantemente intentando contribuir a la felicidad de los demás, olvidándose por completo de sí misma.

El día de mi partida finalmente llegó. Yo ya me había despedido de todos mis amigos, excepto de Clerval, que pasó con nosotros aquella última tarde. Lamentó amargamente que le fuera imposible acompañarme. Pero no había modo de convencer a su padre para que se separara de su hijo, porque pretendía que se convirtiera en socio de sus negocios y aplicaba su teoría favorita, según la cual los estudios eran un asunto superfluo a la hora de desenvolverse en la vida diaria. Henry tenía un espíritu delicado, no tenía ningún deseo de permanecer ocioso y en el fondo estaba encantado de convertirse en socio de su padre, pero creía que un hombre podía ser un perfecto comerciante y, sin embargo, poseer una apreciable cultura.

Estuvimos reunidos hasta muy tarde, escuchando sus lamentos y haciendo muchos y pequeños planes para el futuro. A la mañana siguiente, muy temprano, partí. Las lágrimas anegaron la mirada de Elizabeth; se derramaban en parte por la pena ante mi despedida y en parte porque pensaba que aquel mismo viaje debía haber tenido lugar tres meses antes, con la bendición de una madre.

Me derrumbé en la diligencia que debía llevarme y me sumí en las reflexiones más melancólicas. Yo, que siempre había estado rodeado por los mejores compañeros, continuamente comprometidos en intentar hacernos felices unos a otros… Ahora estaba solo. Debería buscarme mis propios amigos en la universidad a la que iba a acudir, y cuidar de mí mismo. Hasta ese momento, mi vida había transcurrido en un ambiente protegido y familiar, y esto había generado en mí una invencible desconfianza hacia los desconocidos. Amaba a mis hermanos, a Elizabeth y a Clerval: esos eran mis «viejos rostros conocidos», y me creía absolutamente incapaz de soportar la compañía de extraños. Tales eran mis pensamientos cuando comencé el viaje. Pero a medida que avanzaba, fui animándome y mis esperanzas resurgieron. Deseaba ardientemente adquirir más conocimientos. Cuando estaba en casa, a menudo pensaba que sería muy duro permanecer toda mi juventud encerrado en un solo lugar e incluso había deseado conocer mundo y buscarme un lugar en la sociedad entre otros seres humanos. Ahora mis deseos se habían visto satisfechos y, en realidad, habría sido absurdo lamentarlo.

Tuve tiempo suficiente para estas y muchas otras reflexiones durante el viaje a Ingolstadt, que resultó largo y aburrido. Las agujas de la ciudad por fin se ofrecieron a mi vista. Descendí del carruaje y me condujeron a mi solitario apartamento para que empleara la tarde en lo que quisiera.

CAPÍTULO 4

A la mañana siguiente entregué mis cartas de presentación y me personé ante algunos de los profesores principales y, entre otros, ante el señor Krempe, profesor de Filosofía Natural. Me recibió con afabilidad y me hizo algunas preguntas referidas a mis conocimientos en las diferentes ramas científicas relacionadas con la filosofía natural. Con miedo y tembloroso, es cierto, cité a los únicos autores que había leído sobre esas materias. El profesor me miró asombrado.

—¿De verdad ha perdido el tiempo estudiando esas necedades? —me dijo.

Contesté afirmativamente.

—Cada minuto, cada instante que ha desperdiciado usted en esos libros ha sido tiempo perdido, completa y absolutamente —añadió el señor Krempe con enojo—. Tiene usted el cerebro atestado de sistemas caducos y nombres inútiles. ¡Dios mío…! ¿En qué desierto ha estado viviendo usted? ¿Es que no había un alma caritativa que le dijera a usted que esas tonterías que ha devorado con avidez tienen más de mil años y son tan rancias como anticuadas? No esperaba encontrarme a un discípulo de Alberto Magno y de Paracelso en el siglo de la Ilustración y la ciencia. Mi querido señor, deberá usted comenzar sus estudios absolutamente desde el principio.

Y diciéndome esto, se apartó a un lado y escribió una lista de varios libros de filosofía natural que debía procurarme, y me despidió después de mencionar que a principios de la semana siguiente tenía intención de comenzar un curso sobre las características generales de la filosofía natural, y que el señor Waldman, un colega suyo, daría lecciones de química los días que él no dictara sus clases.

No regresé a casa muy decepcionado, porque yo también consideraba inútiles a los escritores que el profesor había reprobado de aquel modo tan enérgico…, pero tampoco me sentí muy inclinado a estudiar aquellos libros que había adquirido por recomendación suya. El señor Krempe era un hombrecillo pequeño y gordo de voz ronca y rostro desagradable, así que el profesor no me predisponía a estudiar su materia. Además, yo tenía mis reparos respecto a la utilidad de la filosofía natural moderna. Era bien distinto cuando los maestros de la ciencia perseguían la inmortalidad y el poder: aquellas ideas, aunque eran completamente inútiles, al menos tenían grandeza. Pero ahora todo había cambiado: la ambición del investigador parecía limitarse a rebatir aquellos puntos de vista en los cuales se fundaba principalmente mi interés en la ciencia. Se me estaba pidiendo que cambiara quimeras de infinita grandeza por realidades que apenas valían nada.

Tales fueron mis pensamientos durante dos o tres días que pasé completamente solo… pero al comenzar la semana siguiente, pensé en la información que el señor Krempe me había dado respecto a los cursos. Y aunque no tenía ninguna intención de ir a escuchar cómo aquel profesorcillo vanidoso repartía sentencias desde su púlpito, recordé lo que había dicho del señor Waldman, a quien yo no conocía, porque hasta ese momento había permanecido fuera de la ciudad.

En parte por curiosidad y en parte por distraerme, fui al aula en la que el señor Waldman entró poco después. Este profesor era un hombre muy distinto a su colega. Rondaría los cincuenta años, pero con un aspecto que inspiraba una gran bondad; algunos cabellos grises cubrían sus sienes, pero en la parte posterior de la cabeza eran casi negros. No era muy alto, pero caminaba notablemente erguido y su voz era la más dulce que yo había oído en mi vida. Comenzó la lección con una recapitulación de la historia de la química y de los avances que habían llevado a cabo muchos hombres de ciencia, pronunciando con fervor los nombres de los grandes sabios. Después ofreció una perspectiva general del estado actual de la ciencia y explicó muchas de sus bondades. Después de hacer algunos experimentos sencillos, concluyó con un panegírico dedicado a la química moderna; nunca olvidaré sus palabras.

—Los antiguos maestros de la ciencia —dijo— prometían imposibles y no consiguieron nada. Los maestros modernos prometen muy poco. Saben que los metales no pueden transmutarse y que el elixir de la vida es solo una quimera. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen hechas solo para escarbar en la suciedad y cuyos ojos parecen solo destinados a escudriñar en el microscopio o en el crisol, en realidad han conseguido milagros. Penetran en los recónditos escondrijos de la Naturaleza y muestran cómo opera en esos lugares secretos. Han ascendido a los cielos y han descubierto cómo circula la sangre y la naturaleza del aire que respiramos. Han adquirido nuevos y casi ilimitados poderes: pueden dominar los truenos del cielo, simular un terremoto, e incluso imitar el mundo invisible con sus propias sombras.

Salí de allí encantado con este profesor y su lección, y lo visité aquella misma tarde. En privado, sus modales eran incluso más amables y afectuosos que en público. Porque había una cierta dignidad en sus gestos durante sus clases que se tornaba afabilidad y amabilidad en su propia casa. Escuchó con atención mi pequeña historia referente a los estudios y sonrió cuando pronuncié los nombres de Cornelio Agrippa y Paracelso, pero sin el desprecio que el señor Krempe había mostrado. Dijo que «los modernos filósofos estaban en deuda con el infatigable esfuerzo de esos hombres que sentaron las bases del conocimiento. Ellos nos habían encomendado una tarea más sencilla: dar nuevos nombres y ordenar en clasificaciones comprensibles los hechos que, en buena parte, ellos habían sacado a la luz. El trabajo del hombre de genio, aunque esté equivocado o mal dirigido, muy pocas veces deja de convertirse en un verdadero beneficio para la humanidad». Escuché atentamente sus palabras, pronunciadas sin presunción alguna, y luego añadí que su lección había apartado de mí cualquier prejuicio contra los químicos modernos; y también le pedí que me aconsejara respecto a los libros que debía leer.

—Me alegra mucho tener un nuevo discípulo —dijo el señor Waldman—; y si se aplica usted al estudio tanto como parece sugerir su inteligencia, no tengo duda de que alcanzará el éxito. La química es esa rama de la filosofía natural en la cual se han hecho y se harán los avances más importantes. Por eso la escogí como disciplina principal en mi trabajo. Pero, al mismo tiempo, no he descuidado otras ciencias. Uno sería un triste químico si solo estudiara esa materia. Si su deseo realmente es llegar a ser un verdadero hombre de ciencia y no simplemente un experimentador frívolo, debería aconsejarle que se aplique a todas las ramas de la filosofía natural, incluidas las matemáticas.

Luego me llevó a su laboratorio y me explicó el uso de algunas de sus máquinas, aconsejándome sobre lo que debía comprar y prometiéndome que me dejaría utilizar su laboratorio cuando supiera lo suficiente para no estropear sus aparatos. También me dio la lista de libros que le había pedido, y luego nos despedimos.

Así terminó un día memorable para mí, porque entonces se decidió mi destino.

CAPÍTULO 5

Desde aquel día, la filosofía natural y particularmente la química se convirtieron prácticamente en mis únicas materias de estudio. Leí con avidez todos aquellos libros llenos de genialidades y sabiduría que los modernos investigadores habían escrito sobre aquellas materias. Acudí a las clases y cultivé la amistad de los científicos en la universidad; y encontré, incluso en el señor Krempe, una buena dosis de sentido común y verdadera sabiduría… unida, es verdad, a una fisonomía y unos modales desagradables, pero no por ello menos valiosa. En el señor Waldman descubrí a un verdadero amigo. El dogmatismo nunca enturbiaba su bondad e impartía sus clases con un aire de franqueza y buen carácter que desvanecía cualquier idea de pedantería. Fue quizá el amistoso carácter de este hombre lo que me inclinó más al estudio de aquella rama de la filosofía natural que él profesaba, y no tanto un amor intrínseco por la propia ciencia. Pero aquel estado de ánimo solo se produjo en los primeros pasos hacia el conocimiento; cuanto más me adentraba en la ciencia, más la buscaba solo por ella misma. Aquella dedicación, que al principio había sido una cuestión de deber y obligación, se tornó después tan apasionada e impaciente que muy a menudo las estrellas desaparecían en la luz de la mañana mientras yo aún permanecía trabajando en mi laboratorio.

Dado que me aplicaba al estudio con tanto celo, fácilmente puede comprenderse que progresé con mucha rapidez. De hecho, mi fervor científico era el asombro de los estudiantes y mi dominio de la materia, el de mi maestro. El profesor Krempe a menudo me preguntaba, con una maliciosa sonrisa en sus labios, cómo andaba Cornelio Agrippa, mientras el señor Waldman expresaba de corazón los elogios más encendidos ante mis avances. Así transcurrieron dos años, en los cuales no regresé a Ginebra, porque estaba enfrascado en cuerpo y alma en el estudio de ciertos descubrimientos que esperaba realizar. Nadie, salvo aquellos que lo han experimentado, pueden comprender la fascinación que ejerce la ciencia. En otras disciplinas, uno llega hasta donde han llegado aquellos que lo han precedido, y no puede llegar a saber nada más; pero en la investigación científica continuamente se alimenta la pasión por los descubrimientos y las maravillas. Una inteligencia de capacidad mediana que se empeña con pasión en un estudio necesariamente alcanza un gran dominio en dicha disciplina. Y yo, que continuamente intentaba alcanzar una meta y estaba dedicado a ese único fin, progresé tan rápidamente que al final de aquellos dos años hice algunos descubrimientos para la mejora de ciertos aparatos químicos, lo cual me procuró gran estima y admiración en la universidad. Cuando llegué a ese punto y hube aprendido todo lo que los profesores de Ingolstadt podían enseñarme, y teniendo en cuenta que mi estancia allí ya no me procuraría aprovechamiento alguno, pensé en regresar con los míos a mi ciudad natal, pero entonces se produjo un suceso que alargó mi estancia allí.

Uno de aquellos fenómenos que habían llamado especialmente mi atención era la estructura del cuerpo humano y, en realidad, la de cualquier animal dotado de vida. A menudo me preguntaba: ¿dónde residirá el principio de la vida? Era una pregunta atrevida y siempre se había considerado un misterio. Sin embargo, ¿cuántas cosas podríamos descubrir si la cobardía o el desinterés no entorpecieran nuestras investigaciones? Le di muchas vueltas a estas cuestiones y decidí que desde aquel momento en adelante me aplicaría muy especialmente a aquellas ramas de la filosofía natural relacionadas con la fisiología. Si no me hubiera animado una especie de entusiasmo sobrenatural, mi dedicación a esa disciplina me habría resultado tediosa y casi insoportable. Para estudiar las fuentes de la vida, debemos recurrir en primer lugar a la muerte. Enseguida me familiaricé con la ciencia de la anatomía, pero no era suficiente. Debía también observar la descomposición natural y la corrupción del cuerpo humano. Durante mi educación, mi padre había tomado todo tipo de precauciones para evitar que mi mente se viera impresionada por terrores sobrenaturales. Así que yo no recuerdo haber temblado jamás ante cuentos supersticiosos o haber temido la aparición de un espíritu. La oscuridad no ejercía ninguna influencia en mi imaginación; y un cementerio no era para mí más que un conjunto de cuerpos privados de vida y que, en vez de ser los receptáculos de la belleza y la fuerza, se habían convertido en alimento para los gusanos. Ahora estaba decidido a estudiar la causa y el proceso de esa descomposición y me vi forzado a pasar días y noches enteros en panteones y osarios. Mi atención se centró en todos aquellos detalles que resultan insoportablemente repugnantes a la delicadeza de los sentimientos humanos. Vi cómo las hermosas formas del hombre se degradaban y se pudrían; y observé detenidamente la corrupción de la muerte triunfando sobre las rosadas mejillas llenas de vida; vi cómo los gusanos heredaban las maravillas de los ojos y el cerebro. Me detuve, examinando y analizando todos los detalles y las causas a partir de los cambios que se producían en el proceso de la vida a la muerte, y de la muerte a la vida, hasta que en medio de aquella oscuridad una repentina luz se derramó sobre mí. Era una luz tan brillante y maravillosa, y sin embargo tan sencilla, que, aunque casi me encontraba aturdido ante las inmensas perspectivas que iluminaba, me sorprendió que yo —entre los muchos hombres de ingenio que se habían dedicado a la misma disciplina—, y solo yo, descubriera aquel asombroso secreto.

Recuerde: no estoy hablando de las imaginaciones de un loco. Lo que afirmo aquí es tan cierto como el sol que brilla en el cielo. Quizá algún milagro podría haberlo conseguido. Pero las etapas de mi descubrimiento eran claras y posibles. Después de muchos días y noches de increíble trabajo y cansancio, conseguí descubrir la causa de la generación y de la vida. Es más: había conseguido ser capaz de infundir vida en la materia muerta.

La sorpresa que experimenté al principio con este descubrimiento pronto dio paso a la alegría y al entusiasmo. Después de emplear tanto tiempo en aquella penosa labor, alcanzar finalmente la cima de mis deseos era lo más gratificante que me podía suceder. Pero este descubrimiento era tan grande y abrumador que todos los pasos mediante los cuales había llegado a él se borraron de mi mente poco a poco, y me centré únicamente en el resultado. Aquello que había sido el estudio y el deseo de los hombres más sabios desde la creación del mundo se encontraba ahora en mis manos… aunque no se me había revelado todo de golpe, como si fuera un juego de magia. La información que yo había obtenido, más que mostrarme el fin ya conseguido por completo, tenía otra naturaleza y más bien dirigía mis esfuerzos hacia el objetivo que tenía en mente. Era como aquel árabe que había sido enterrado con otros muertos y encontró un pasadizo para volver al mundo, con la única ayuda de una luz trémula y aparentemente inútil.

Veo, amigo mío, por su interés y por el asombro y la expectación que reflejan sus ojos, que espera que le cuente el secreto que descubrí… pero eso no va a ocurrir. Escuche pacientemente mi historia hasta el final y entonces comprenderá fácilmente por qué me guardo esa información. No voy a conducirle a usted, ingenuo y apasionado, tal y como lo era yo, a su propia destrucción y a un dolor irreparable. Aprenda de mí, si no por mis consejos, al menos por mi ejemplo, y vea cuán peligrosa es la adquisición de conocimientos y cuánto más feliz es el hombre que acepta su lugar en el mundo en vez de aspirar a ser más de lo que la naturaleza le permitirá jamás.

CAPÍTULO 6

Cuando me encontré con un poder tan asombroso en las manos, durante mucho tiempo dudé sobre cuál podría ser el modo de utilizarlo. Aunque yo poseía la capacidad de infundir movimiento, preparar un ser para que pudiera recibirlo con todo su laberinto inextricable de fibras, músculos y venas aún continuaba siendo un trabajo de una dificultad y una complejidad inconcebibles. Al principio dudé si debería intentar crear a un ser como yo u otro que tuviera un organismo más sencillo; pero mi imaginación estaba demasiado exaltada por mi gran triunfo como para permitirme dudar de mi capacidad para dotar de vida a un animal tan complejo y maravilloso como un hombre. En aquel momento, los materiales de que disponía difícilmente podían considerarse adecuados para una tarea tan complicada y ardua, pero no tuve ninguna duda de que finalmente tendría éxito en mi empeño. Me preparé para sufrir innumerables reveses; mis trabajos podían frustrarse una y otra vez y finalmente mi obra podía ser imperfecta; sin embargo, cuando consideraba los avances que todos los días se producen en la ciencia y en la mecánica, me animaba y confiaba en que al menos mis experimentos se convertirían en la base de futuros éxitos. Ni siquiera me planteé que la magnitud y la complejidad de mi plan pudieran ser razones para no llevarlo a cabo. Y con esas ideas en mente, comencé la creación de un ser humano. Como la pequeñez de los órganos constituían un gran obstáculo para avanzar con rapidez, contrariamente a mi primera intención, decidí construir un ser de una estatura gigantesca; es decir, aproximadamente de siete u ocho pies de altura y con las medidas correspondientes proporcionadas. Después de haber tomado esta decisión y tras haber empleado varios meses en la recogida y la preparación de los materiales adecuados, comencé.

Nadie puede siquiera imaginar la cantidad de sentimientos contradictorios que me embargaron durante ese tiempo. Cuando el éxito me empujaba al entusiasmo, la vida y la muerte me parecían ataduras ideales que yo sería el primero en romper y así derramaría un torrente de luz en nuestro oscuro mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador y fuente de vida; y muchos seres felices y maravillosos me deberían sus existencias. Ningún padre podría exigir la gratitud de su hijo tan absolutamente como yo merecería las alabanzas de esos seres. Avanzando en estas ideas, pensé que si podía insuflar vida en la materia muerta, quizá podría, con el correr del tiempo (aunque en aquel momento me parecía imposible), renovar la vida donde la muerte aparentemente había entregado a los cuerpos a la corrupción.

Aquellos pensamientos me animaban mientras proseguía con mi tarea con un entusiasmo infatigable. Mi rostro había palidecido con el estudio y todo mi cuerpo parecía demacrado por el constante confinamiento. Algunas veces, cuando me encontraba al borde mismo del triunfo, fracasaba, aunque siempre me aferraba a la esperanza que me aseguraba que al día siguiente o incluso una hora después podría conseguirlo. Y la esperanza a la que me aferraba era un secreto que solo yo poseía; y la luna observaba mis trabajos a medianoche mientras, con una ansiedad incansable e implacable, yo perseguía los secretos de la vida hasta sus más ocultos rincones. ¿Quién podrá concebir los horrores de mi trabajo secreto, cuando me veía obligado a andar entre las mohosas tumbas sin consagrar o torturando animales vivos para conseguir insuflar vida al barro inerte? Me tiemblan las manos ahora y siento deseos de llorar al recordarlo; pero en aquel entonces un impulso irrefrenable y casi frenético me obligaba a continuar adelante; era como si hubiera perdido el alma o la sensibilidad para todo excepto para lo que perseguía. En realidad fue como un estado de trance pasajero que, cuando aquel antinatural estímulo dejó de actuar sobre mí, solo me procuró una renovada y especial sensibilidad tan pronto como regresé a mis viejas costumbres. Recogí huesos de los osarios y profané con mis impúdicas manos los secretos del cuerpo humano. En una sala solitaria —o más bien en un desván, en la parte alta de una casa, y separado de los otros pisos por una galería y una escalera— preparé el taller para mi repugnante creación; mis ojos se salían de sus órbitas y se clavaban en los diminutos detalles de mi trabajo. Los quirófanos y el matadero me proporcionaban la mayor parte de mis materiales, y a menudo sentía que a mi naturaleza humana le repugnaba aquella ocupación, pero, aún apremiado por la ansiedad que constantemente me acuciaba, proseguí con el trabajo hasta que prácticamente le di fin.

Pasaron los meses de verano y yo seguía enfrascado, en cuerpo y alma, en mi único objetivo. Fue un verano maravilloso: los campos pocas veces habían ofrecido unas cosechas tan abundantes y los viñedos rara vez habían dado una vendimia tan exuberante. Pero mis ojos permanecían insensibles a los encantos de la naturaleza, y los mismos sentimientos que me forzaron a despreciar lo que ocurría a mi alrededor también me obligaron a olvidar a todos aquellos seres queridos que estaban muy lejos y a quienes no había visto desde hacía tanto tiempo. Yo sabía que mi silencio les inquietaba y recordaba perfectamente las palabras de mi padre: «Sé que mientras estés contento contigo mismo, pensarás en nosotros con cariño, y sabremos de ti regularmente. Y debes perdonarme si considero cualquier interrupción en tu correspondencia como una prueba de que también estás descuidando el resto de tus obligaciones.» Así que sabía perfectamente cuáles serían sus sentimientos; pero no podía apartar mi mente del trabajo, odioso en sí mismo, pero que se había apoderado irresistiblemente de mi imaginación. Era como si deseara apartar de mí todo lo relacionado con mis sentimientos o mis afectos, hasta que alcanzara el gran objetivo que había anulado toda mi vida anterior.

En aquel momento pensé que mi padre sería injusto si achacara mi silencio a una conducta viciosa o a una falta de consideración por mi parte; pero ahora estoy convencido de que no se equivocaba en absoluto cuando pensaba que probablemente yo no estaba libre de toda culpa. Un ser humano que desea ser perfecto siempre debe mantener la calma y la mente serena, y nunca debe permitir que la pasión o un deseo pasajero enturbie su tranquilidad. No creo que la búsqueda del conocimiento sea una excepción a esta regla. Si el estudio al cual uno se entrega tiene una tendencia a debilitar los afectos y a destruir el gusto que se tiene por esos sencillos placeres en los cuales nada debe interferir, entonces esa disciplina es con toda seguridad perjudicial, es decir, impropia de la mente humana. Si esta regla se observara siempre —si ningún hombre permitiera que nada en absoluto interfiriera en su tranquilidad y en sus afectos familiares—, Grecia jamás se habría visto esclavizada, César habría conservado su patria, América habría sido descubierta más gradualmente y los imperios de México y Perú no habrían sido destruidos.

Pero me he descuidado y estoy moralizando en la parte más interesante de mi relato; y sus miradas me recuerdan que debo continuar.

Mi padre no me hacía ningún reproche en sus cartas, y solo hizo referencia a mi silencio preguntándome con más insistencia que antes por mis ocupaciones. Pasó el invierno, la primavera y el verano mientras yo permanecía ocupado en mis trabajos, pero yo no vi cómo florecían los árboles ni cómo se llenaban de hojas —y estos eran espectáculos que antes siempre me habían proporcionado un enorme deleite. Tan ocupado estaba en mi trabajo. Las hojas de aquel año se marchitaron antes de que mi trabajo se hubiera acercado a su final. Y cada día me mostraba claramente que lo estaba consiguiendo. Pero mi ansiedad amargaba mi entusiasmo y, más que un artista ocupado en su entretenimiento favorito, parecía un esclavo condenado a la esclavitud encadenada en las minas o a cumplir con cualquier otro trabajo infame. Todas las noches tenía un poco de fiebre y me convertí en una persona nerviosa, hasta extremos dolorosos… era un sufrimiento que lamentaba tanto más cuanto que hasta entonces yo había gozado siempre de una excelente salud y siempre había presumido de estabilidad emocional. Pero yo creía que el aire libre y las diversiones eliminarían pronto aquellos síntomas, y me prometí disfrutar de esos entretenimientos cuando finalizara mi creación.

CAPÍTULO 7

Una lluviosa noche de noviembre conseguí por fin terminar mi hombre; con una ansiedad casi cercana a la angustia, coloqué a mi alrededor la maquinaria para la vida con la que iba a poder insuflar una chispa de existencia en aquella cosa exánime que estaba tendida a mis pies. Era ya la una de la madrugada, la lluvia tintineaba tristemente sobre los cristales de la ventana, y la vela casi se había consumido cuando, al resplandor mortecino de la luz, pude ver cómo se abrían los ojos amarillentos y turbios de la criatura. Respiró pesadamente y sus miembros se agitaron en una convulsión.

¿Cómo puedo explicar mi tristeza ante aquel desastre…? ¿O cómo describir aquel engendro al que con tantos sufrimientos y dedicación había conseguido dar forma? Sus miembros eran proporcionados, y había seleccionado unos rasgos hermosos… ¡Hermosos! ¡Dios mío! Aquella piel amarilla apenas cubría el entramado de músculos y arterias que había debajo; tenía el pelo negro, largo y grasiento; y sus dientes, de una blancura perlada; pero esos detalles hermosos solo formaban un contraste más tétrico con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las blanquecinas órbitas en las que se hundían, con el rostro apergaminado y aquellos labios negros y agrietados.

Los diferentes aspectos de la vida no son tan variables como los sentimientos de la naturaleza humana. Yo había trabajado sin descanso durante casi dos años con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Y en ello había empeñado mi tranquilidad y mi salud. Lo había deseado con un fervor que iba mucho más allá de la moderación; pero, ahora que había triunfado, aquellos sueños se desvanecieron y el horror y el asco me embargaron el corazón y me dejaron sin aliento. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí atropelladamente de la sala y durante largo tiempo estuve yendo de un lado a otro en mi habitación, incapaz de tranquilizar mi mente para poder dormir. Al final, una suerte de lasitud triunfó sobre el tormento que había sufrido, y me derrumbé vestido en la cama, tratando de encontrar unos instantes de olvido. Pero fue en vano; en realidad, sí dormí, pero me vi acosado por horrorosas pesadillas. Veía a Elizabeth, tan hermosa y joven, caminando por las calles de Ingolstadt; encantado y sorprendido, yo la abrazaba; pero cuando le daba el primer beso, sus labios palidecían con el color de la muerte; sus rasgos parecían cambiar, y pensaba que estaba sosteniendo en brazos el cadáver de mi madre muerta; una mortaja envolvía su cuerpo, y veía cómo los gusanos de la tumba se retorcían en los pliegues del lienzo. Me desperté sobresaltado y horrorizado: un sudor frío cubría mi frente, los dientes me castañeaban y tenía convulsiones en los brazos y las piernas, y entonces, a la pálida y amarillenta luz de la luna, que se abría paso entre los postigos de la ventana, descubrí al engendro… aquel monstruo miserable que yo había creado. Apartó las cortinas de mi cama y sus ojos… si es que pueden llamarse ojos, se clavaron en mí. Abrió la mandíbula y susurró algunos sonidos incomprensibles al tiempo que una mueca arrugó sus mejillas. Puede que dijera algo, pero yo no lo oí… alargó una mano para detenerme, pero yo conseguí escapar y corrí escaleras abajo. Me refugié en un patio que pertenecía a la casa en la que vivía, y allí me quedé durante el resto de la noche, paseando de un lado a otro, sumido en la más profunda inquietud, escuchando atentamente, captando y temiendo cada sonido como si fuera el anuncio de la llegada de aquel demoníaco cadáver al que yo desgraciadamente le había dado vida.

¡Oh…! ¡Ningún ser humano podría soportar el horror de aquel rostro! Una momia a la que se le devolviera el movimiento no sería seguramente tan espantosa como… Él. Yo lo había observado cuando aún no estaba terminado; ya era repulsivo entonces. Pero cuando aquellos músculos y articulaciones adquirieron movilidad, se convirtió en una cosa que ni siquiera Dante podría haber concebido.

Pasé una noche espantosa… a veces el pulso me latía tan rápido y tan fuerte que sentía las palpitaciones en cada arteria; en otras ocasiones, estaba a punto de derrumbarme en el suelo debido al sueño y la extrema debilidad; y mezclada con ese horror, sentí la amargura de la decepción. Las ilusiones, que habían sido mi sustento y mi descanso durante tanto tiempo, se habían convertido ahora en un infierno para mí. Y ese cambio había sido tan rápido, y la derrota tan absoluta…

Al fin llegó el alba, grisácea y lluviosa, e iluminó, ante mis doloridos y soñolientos ojos, la iglesia de Ingolstadt, con su aguja blanca y el reloj, que marcaba las seis de la mañana. El portero abrió las puertas del patio que durante toda la noche había sido mi refugio, y salí a las calles, y caminé por ellas a paso rápido, como si quisiera huir del monstruo al que temía ver aparecer ante mí al doblar cualquier calle. No me atrevía a volver al apartamento donde vivía, sino que me sentía impelido a continuar caminando, aunque estaba empapado por la lluvia que se derramaba a raudales desde un cielo negro y aterrador.

Continué caminando así durante algún tiempo, intentando mitigar, mediante un ejercicio físico violento, la pesada carga que oprimía mi espíritu. Crucé las calles sin saber claramente adónde me dirigía o qué estaba haciendo. Mi corazón palpitaba enfermo de miedo; y me apresuré con pasos inseguros, sin atreverme a mirar atrás,

como aquel que, en un sendero solitario,

hace su camino con temor y miedo,

y habiéndose girado una vez, continúa andando

y no gira más la cabeza,

porque sabe que un terrible demonio

le sigue muy de cerca.

Así continué caminando, hasta que al final llegué frente a la posada en la cual solían parar las diligencias y los carruajes. Allí me detuve, no sabía por qué, pero permanecí algunos minutos con la mirada clavada en un carruaje que venía hacia mí desde el otro extremo de la calle. Cuando estuvo más cerca, observé que era una diligencia suiza; se detuvo justo donde yo me encontraba; y, cuando se abrieron las puertas, vi a Henry Clerval, que bajó rápidamente en cuanto me vio.

—¡Mi querido Frankenstein! —exclamó—. ¡Cuánto me alegra verte! ¡Qué suerte que estuvieras aquí en el preciso momento de mi llegada…!

Nada podía ser mejor que el placer de volver a ver a Clerval: su presencia me recordaba a mi padre, a Elizabeth, y todas aquellas escenas hogareñas tan gratas a mi memoria. Le di un fuerte apretón de manos y, al menos durante un momento, olvidé mi horror y mi desgracia. De repente sentí, y por primera vez en muchos meses, una alegría tranquila y serena. Así, le di la bienvenida a mi amigo del modo más cordial y juntos caminamos hacia la universidad. Durante algún tiempo Clerval estuvo hablándome de nuestros amigos comunes y de la suerte que había tenido porque le habían permitido venir a Ingolstadt.

—Puedes creerme —dijo—: he tenido muchos problemas para convencer a mi padre de que no es absolutamente imprescindible que un comerciante lo ignore todo salvo la contabilidad; y, es más, creo que no conseguí convencerlo del todo, porque su única respuesta a mis súplicas era la misma que aquella que daba aquel maestro holandés en El vicario de Wakefield: «Gano diez mil florines al año sin necesidad de saber griego, y como maravillosamente sin el dichoso griego.» Pero el cariño que siente por mí al final ha vencido su aversión a los estudios, y me ha permitido emprender esta expedición al país de la sabiduría.

—¿Y mi padre, y mis hermanos, y Elizabeth? —pregunté.

—Muy bien, y muy felices —contestó—, solo un poco inquietos porque apenas han tenido noticias tuyas, y, por cierto, creo que tengo que regañarte en su nombre. Pero… mi querido Frankenstein —añadió, deteniéndose un poco y mirándome fijamente a la cara—, no me había fijado en el mal aspecto que tienes. Estás tan delgado y tan pálido… parece como si hubieras estado muchas noches en vela.

—Estás en lo cierto —contesté—; últimamente he estado muy ocupado en un asunto que no me ha permitido descansar lo suficiente, como ves; pero espero, y lo espero de verdad, que todas esas preocupaciones hayan terminado… Ya estoy libre, espero.

Yo estaba temblando mucho; era incapaz de pensar en los sucesos acontecidos la noche anterior, y desde luego ni siquiera podía hablar de ello. Así que caminaba con paso rápido y pronto llegamos a la universidad. Entonces pensé —y aquello me hizo estremecer— que la criatura que yo había abandonado en mis aposentos aún podía estar allí, viva y deambulando sin rumbo. Yo temía verlo, pero temía aún más que Henry pudiera descubrir al monstruo. Así que le rogué que permaneciera unos minutos al pie de la escalera, y subí corriendo a mi habitación. Antes de recobrarme del esfuerzo, ya tenía la mano en el picaporte, pero me detuve, y un escalofrío me estremeció. Abrí la puerta, de un golpe, como los niños que esperan encontrar a un fantasma aguardándolos al otro lado. Pero no había nadie. Avancé temerosamente… la sala estaba vacía, y mi dormitorio también estaba libre de aquel espantoso huésped. Apenas podía creer que hubiera tenido tanta suerte; pero cuando me aseguré de que mi enemigo realmente había huido, aplaudí de alegría y bajé corriendo para recoger a Henry.

Subimos a mi habitación y luego el criado trajo el desayuno: pero yo no podía contenerme. No era solo alegría lo que me embargaba; sentía que mi piel hormigueaba con un exceso de sensibilidad, y mi pulso latía violentamente. Era incapaz de quedarme quieto; saltaba sobre las sillas, aplaudía, y me reía a carcajadas. Al principio, Clerval atribuyó mi inusual estado de ánimo a la alegría por su llegada; pero cuando me observó más atentamente, vio una locura en mis ojos en la que no había reparado; y mis carcajadas destempladas y desenfrenadas lo asustaron y sorprendieron.

—Mi querido Frankenstein… —gritó—, por el amor de Dios, ¿qué ocurre? No te rías así. ¡Estás muy enfermo…! ¿Cuál es la causa de todo esto?

—No me preguntes —grité, cubriéndome los ojos con las manos, pues pensé que había visto al espectro entrando en la habitación—. ¡Él te lo dirá! ¡Oh, sálvame! ¡Sálvame…!

Imaginé que el monstruo me sujetaba; luché furiosamente y me derrumbé preso de un ataque de nervios.

¡Pobre Clerval! ¿Qué debió de pensar? El reencuentro, que él había esperado con tanta alegría, se tornaba de aquel modo tan extraño en amargura. Pero yo no fui testigo de su pena, porque estaba inconsciente y no recobré el conocimiento hasta mucho, mucho tiempo después.

CAPÍTULO 8

Aquello fue el comienzo de unas fiebres nerviosas que me tuvieron recluido en cama durante varios meses. Durante todo ese tiempo, solo Henry se ocupó de mí. Después averigüé que, sabiendo que mi padre era muy mayor y que no le sentaría bien un viaje tan largo, y lo mucho que mi dolencia afectaría a Elizabeth, Henry les había ahorrado ese sufrimiento ocultándoles la verdadera dimensión de mi enfermedad. Él sabía que nadie me cuidaría con más cariño y atención que él mismo; y, convencido de que me recuperaría, estaba seguro de que su actuación no había constituido en absoluto un perjuicio, sino lo mejor que podía hacer por ellos.

Pero yo estaba realmente muy enfermo, y seguramente nada, salvo las constantes y continuas atenciones de mi amigo, podría haberme devuelto a la vida. Siempre tenía ante mí la figura del monstruo al que yo había insuflado vida, y aparecía en mis delirios constantemente. Sin duda, mis palabras sorprendieron a Henry: al principio pensó que eran divagaciones de mi imaginación desordenada; pero la insistencia con la cual constantemente recurría al mismo tema le convenció de que mi trastorno tenía su origen en algún suceso insólito y terrible.

Muy poco a poco, y con frecuentes recaídas que asustaban e inquietaban a mi amigo, me fui recuperando. Recuerdo que la primera vez que fui capaz de observar las cosas de la calle con cierto placer, me di cuenta de que las hojas caídas habían desaparecido y que los tallos verdes comenzaban a brotar en los árboles. Fue una primavera maravillosa y la estación sin duda contribuyó en buena medida a mejorar mi salud durante mi convalecencia. También sentí que se reavivaban en mi pecho sentimientos de alegría y cariño, mi pesadumbre desaparecía, y muy pronto volví a estar tan alegre como antes de sufrir aquella fatal obsesión.

—Queridísimo Clerval —dije—, qué bueno y qué amable has sido conmigo. Todo el invierno, en vez de emplearlo en el estudio, tal y como habías planeado, lo has malgastado en mi habitación de enfermo… ¿Cómo podré recompensártelo? Lamento muchísimo haber sido la causa de este desastre. Espero que me perdones…

—Me lo recompensarás si no vuelves a enfermar —replicó Henry—, y ponte bueno cuanto antes. Y puesto que pareces de buen humor, quizá pueda hablarte de una cosa, ¿te importa?

Temblé. ¡Una cosa…! ¿Qué podría ser? ¿Podría estarse refiriendo a una cosa en la cual ni siquiera me atrevía a pensar?

—No te pongas nervioso —dijo Clerval, que se dio cuenta de que yo palidecía—. No diré nada si te inquieta. Pero tu padre y tu prima se alegrarían mucho si recibieran una carta tuya y de tu puño y letra. Ni siquiera sospechan lo enfermo que has estado y están preocupados por tu largo silencio.

—¿Eso es todo? —dije sonriendo—. Mi querido Henry, ¿cómo puedes imaginar que mis primeros pensamientos no estarían dedicados a aquellos seres queridos a quienes tanto amo y que tanto merecen mi amor?

—Dado que te veo tan animado —dijo Henry—, te encantará ver una carta que ha estado ahí desde hace algunos días; es de tu prima, creo.

Entonces puso la siguiente carta en mis manos:

PARA V. FRANKENSTEIN

Ginebra, 18 de marzo de 17**

Querido primo:

No puedo describirte la inquietud que tenemos todos por tu salud. No podemos evitar imaginar que tu amigo Clerval nos está ocultando la verdadera gravedad de tu enfermedad, porque hace ya varios meses desde que no recibimos una carta escrita por ti mismo; y todo este tiempo te has visto obligado a dictárselas a Henry. Seguramente, Victor, debes de haber estado muy enfermo; y esto nos entristece mucho, tanto casi como cuando murió tu querida madre. Mi padre está plenamente convencido de que estás gravemente enfermo y apenas hemos podido evitar que emprenda un viaje a Ingolstadt. Clerval siempre dice en sus cartas que te estás poniendo mejor; deseo fervientemente que nos confirmes esa idea muy pronto escribiéndonos de tu puño y letra, porque, Victor, de verdad, de verdad, todo esto nos tiene muy preocupados. Disipa nuestros temores, y seremos las criaturas más felices del mundo. La salud de mi tío es tan buena y está tan fuerte que parece haber rejuvenecido diez años desde el invierno pasado. Ernest está también tan cambiado que apenas lo reconocerías; tiene casi dieciséis años, ya sabes, y ha perdido aquel aspecto enfermizo que tenía hace algunos años; está muy bien y muy vigoroso, si puedo utilizar ese término, aunque resulta muy expresivo.

Mi tío y yo estuvimos conversando la pasada noche durante mucho rato sobre la profesión que debería elegir Ernest. Su mala salud habitual cuando era pequeño le ha impedido adquirir la costumbre de estudiar, y continuamente está en el campo, al aire libre, subiendo las montañas o remando en el lago. Así pues, yo propuse que se hiciera granjero, lo cual, como sabes, primo, ha sido siempre mi idea favorita. La vida del granjero es muy saludable y feliz… y al menos la profesión menos dañina de todas, o mejor dicho, la más beneficiosa. Mi tío tenía la idea de que estudiara para abogado, porque con su influencia podría llegar a ser juez. Pero, aparte de que no está hecho absolutamente para semejante ocupación, resulta ciertamente más digno ganarse la vida cultivando la tierra que siendo confidente y algunas veces cómplice de los vicios de otro, porque esa es la tarea de un abogado. Yo dije que la ocupación de un granjero próspero, si no era más honrosa, era al menos una ocupación más feliz que la de juez, cuya desgracia es estar enfangado siempre en la cara más oscura de la naturaleza humana. Mi tío sonrió y dijo que yo misma debería ser abogada, con lo cual se puso fin a nuestra conversación sobre aquel asunto.

Y ahora debo contarte una pequeña historia que te encantará. ¿Te acuerdas de Justine Moritz? Quizá no te acuerdes; así que te contaré su historia en pocas palabras. Madame Moritz, su madre, se había quedado viuda con cuatro niños, de los cuales Justine era la tercera. La niña había sido siempre la favorita de su padre; pero, por una extraña obsesión, su madre no podía soportarla y, después de la muerte del señor Moritz, la maltrataba horriblemente. Mi tía sabía todo esto y cuando Justine cumplió los doce años, consiguió convencer a su madre para que le permitiera vivir en nuestra casa. Las instituciones republicanas de nuestro país han promovido costumbres más sencillas y amables que las que prevalecen en las grandes monarquías que nos rodean. Y por esa razón hay menos diferencias entre las clases en las que se dividen los seres humanos; y las clases más bajas, no siendo ni tan pobres ni tan despreciadas como en otros lugares, son más educadas y dignas. Un criado en Ginebra no es lo mismo que un criado en Francia o Inglaterra… Así que Justine fue acogida en nuestra familia para aprender las obligaciones de un criado, las cuales en nuestro afortunado país no incluyen el sacrificio de la dignidad de un ser humano. Me atrevo a decir que ahora lo recordarás todo, porque Justine era tu gran favorita; y recuerdo haberte oído decir que si te encontrabas de mal humor, una mirada de Justine podría disiparlo por la misma razón que da Ariosto respecto a la belleza de Angélica: su rostro era todo franqueza y alegría. Mi tía se encariñó mucho con ella, lo cual la indujo a darle una educación superior a la que había previsto para ella. Este regalo se vio recompensado plenamente: Justine era la criatura más agradecida del mundo. No quiero decir que hiciera grandes gestos de agradecimiento —nunca la oí decir nada al respecto—, pero una podía ver en sus ojos que prácticamente adoraba a su protectora. Aunque era muy divertida, y en muchos sentidos descuidada, sin embargo prestaba la mayor atención a cada gesto de mi tía: la consideraba un modelo de perfección y siempre intentaba imitar sus palabras e incluso sus gestos, de modo que incluso ahora a menudo me recuerda a mi tía.

Cuando mi querida tía murió, todos estábamos demasiado ocupados con nuestro propio dolor para fijarnos en la pobre Justine, que la había cuidado durante su enfermedad con el mayor de los cariños. La pobre Justine estuvo muy enferma, pero el destino le tenía reservadas otras pruebas.

Uno tras otro, sus hermanos y su hermana habían muerto; y su madre se había quedado entonces, a excepción de su hija repudiada, sin hijos. La mujer comenzó a sentir remordimientos de conciencia y a pensar que las muertes de sus queridos hijos era una maldición del Cielo para castigar su parcialidad contra Justine. Ella era católica romana y yo creo que su confesor azuzó esas ideas que la mujer había concebido. Así pues, pocos meses después de tu partida a Ingolstadt, la madre arrepentida llamó a Justine y le pidió que volviera a casa. ¡Pobre muchacha! Lloró cuando abandonó nuestra casa; estaba muy cambiada desde la muerte de mi tía; el dolor había conferido cierta dulzura y una encantadora afabilidad a los gestos que antes habían llamado la atención por su viveza. Desde luego, vivir en casa de su madre no fue la mejor manera de devolverle la alegría. La pobre mujer no estuvo muy firme en su arrepentimiento. A veces le suplicaba a Justine que le perdonara su crueldad, pero con mucha más frecuencia la acusaba de ser la causa de las muertes de sus hermanos y su hermana. Aquellos constantes vaivenes emocionales finalmente condujeron a la señora Moritz a la enfermedad, lo cual al principio solo incrementó su irritabilidad, pero ahora ya descansa para siempre: murió con los primeros fríos, al principio del último invierno. Justine ha vuelto con nosotros, y te puedo asegurar que la quiero muchísimo. Es muy inteligente y cariñosísima, y guapa; y, tal y como mencioné antes, sus gestos y sus expresiones continuamente me recuerdan a mi querida tía.

Debo contarte alguna cosa más, Víctor, sobre nuestro pequeño William. ¡Ojalá pudieras verlo! Está muy alto para su edad, y tiene unos ojos azules risueños y dulces, pestañas muy oscuras y el pelo rizado. Cuando sonríe, aparecen dos pequeños hoyuelos en sus mejillas, siempre rosadas y saludables… su barbilla le hace una carita preciosa. Después de esta descripción solo puedo decir que nuestras visitas dicen mil veces al día: «Demasiado guapo para ser un niño.» Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita: es una niña preciosa de cinco años.

Y ahora, querido Víctor, supongo que te encantará saber algunos pequeños cotilleos sobre tus conocidos. La guapa señorita Mansfeld ya ha recibido las visitas de felicitación por su próximo matrimonio con un joven caballero inglés, John Melbourne. Su espantosa hermana Manon se casó el otoño pasado con el señor Hofland, el banquero rico. Y vuestro buen amigo del colegio, Louis Manoir, ha sufrido varias desgracias desde que Clerval partió de Ginebra. Pero ya ha recobrado el ánimo y se dice que está a punto de casarse con una francesa guapísima y muy alegre: madame Tavernier. Es viuda, y mucho mayor que Manoir, pero todo el mundo la admira y la aprecia.

Te he escrito con todo mi buen ánimo, querido primo, pero no puedo terminar sin preguntarte angustiada otra vez por tu salud. Querido Víctor: si no estás muy enfermo, escribe tú mismo y haz feliz a tu padre y a todos nosotros o… ni siquiera me atrevo a pensar en la otra posibilidad; ya estoy llorando… Escribe, mi querido Víctor.

Tu prima, que te quiere muchísimo,

ELIZABETH LAVENZA.

—¡Querida, querida Elizabeth…! —exclamé cuando hube terminado de leer su carta—. Escribiré inmediatamente y así aliviaré la angustia que deben de estar sintiendo.

Escribí, y la tarea me cansó muchísimo; pero mi recuperación había comenzado y continuaba satisfactoriamente: en otros quince días podría abandonar mi alcoba.

CAPÍTULO 9

Cuando me recuperé, uno de mis primeros cometidos fue presentar a Clerval a los distintos profesores de la universidad. Y al hacerlo, tuve que someterme a una suerte de tormentosos encuentros que reabrían las heridas que mi mente había sufrido. Desde aquella noche fatal —el final de mis trabajos y el principio de mis desgracias—, había anidado en mí una violenta antipatía por todo lo relacionado con la filosofía natural. Además, estando prácticamente recuperado, la simple visión del instrumental químico reavivaba toda la agonía de mis ataques nerviosos. Henry lo notó y apartó todos aquellos aparatos de mi vista; también cambió bastante mis aposentos, porque percibió que yo sentía aversión a la sala que antiguamente había sido mi taller. Pero aquellas precauciones de Clerval no sirvieron de mucho cuando visité a los profesores. Incluso el bueno del señor Waldman me torturó cuando elogió, con amabilidad y afecto, mis asombrosos avances científicos. Inmediatamente se dio cuenta de que me disgustaba la conversación; pero, ignorando cuál era la verdadera razón, atribuyó mis sentimientos a la modestia y me pareció evidente que cambiaba de asunto —de mis habilidades a la ciencia en general— con el deseo de captar mi interés. ¿Qué podía hacer yo? Él simplemente quería halagarme, pero solo conseguía atormentarme. Me sentí como si fuera colocando, uno a uno, ante mis ojos, todos aquellos instrumentos que iban a utilizarse posteriormente para darme una muerte lenta y cruel. Yo me retorcía con cada palabra suya, aunque no me atrevía a mostrar el dolor que sentía. Clerval, cuyas miradas y sentimientos siempre estaban prestos a descubrir de inmediato las emociones de los demás, no quiso hablar del tema, argumentando que no sabía nada de ello; y la conversación giró hacia otros asuntos de carácter general. Yo se lo agradecí en el alma, pero no dije nada. Vi claramente que estaba sorprendido, pero no intentó sonsacarme el secreto; y aunque yo lo quería con una mezcla de afecto y respeto sin límites, nunca me atreví a confesarle aquello que siempre estaba presente en mis pensamientos, porque temía que al explicárselo a otra persona solo consiguiera que dejara en mí una huella aún más profunda.

El señor Krempe no fue tan amable; y dada la condición de extrema sensibilidad, casi insoportable, en la que me encontraba entonces, sus encomios rudos y directos me causaron más dolor que la benevolente aprobación del señor Waldman.

—¡Maldito muchacho! —exclamó—. Señor Clerval: le digo a usted que nos ha sobrepasado a todos… Sí, sí: piense lo que quiera, pero de todos modos es la pura verdad. Un mozalbete que apenas hace tres años creía en Cornelio Agrippa tan firmemente como en el Evangelio, ahora se ha colocado a la cabeza de la universidad; y si no lo expulsamos pronto, nuestros puestos no estarán seguros… Sí, sí… —continuó, observando mi gesto de contrariedad—: el señor Frankenstein es muy modesto, una excelente cualidad en un hombre joven. Los jóvenes deberían ser más humildes, ya sabe a qué me refiero, señor Clerval; yo no lo era cuando era joven, pero eso se pasa cuando uno se hace mayor.

Entonces el señor Krempe comenzó un elogio de sí mismo y felizmente desvió la conversación de un asunto que verdaderamente me estaba matando.

Clerval no era un científico. Su imaginación era demasiado viva para implicarse en la minuciosidad de las ciencias. Los idiomas eran su principal interés, así que deseaba aprender lo necesario para continuar los estudios por su cuenta cuando regresara a casa. El persa, el árabe y el hebreo atrajeron su atención tan pronto como consiguió adquirir un perfecto dominio del griego y el latín. Por mi parte, la inactividad siempre me había disgustado, y ahora que deseaba huir de toda reflexión y me repugnaban mis antiguos estudios, encontré un gran alivio al convertirme en compañero de clase de mi amigo, y no hallé solo instrucción sino también consuelo en las obras de los autores orientales. Su melancolía es tranquilizadora y su alegría anima el alma hasta un grado que yo jamás había experimentado al estudiar a los escritores de otros países. Cuando uno lee sus textos, parece que la vida consiste en un cálido sol y jardines de rosas… en las sonrisas y los pucheros de una encantadora enemiga, y en la ardiente pasión que consume tu corazón. ¡Qué diferente de la viril y heroica poesía de Grecia y Roma!

El verano transcurrió en medio de aquellas ocupaciones, y mi regreso a Ginebra se fijó para finales de otoño; pero se retrasó por varios incidentes y llegó el invierno y la nieve, los caminos se pusieron intransitables y mi viaje hubo de aplazarse hasta la primavera siguiente. Lamenté muchísimo ese retraso, porque deseaba de todo corazón volver a ver mi ciudad natal y a mis seres queridos. Mi regreso solo se había retrasado tanto porque no deseaba dejar a Clerval solo en una ciudad extraña antes de que hubiera conocido a algunas personas. El invierno, de todos modos, transcurrió muy agradablemente; y aunque la primavera vino bastante tarde, su belleza compensó su tardanza. Ya se había cumplido el mes de mayo, y yo esperaba diariamente la carta que fijara la fecha de mi partida, cuando Henry me propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt para que pudiera despedirme del país en el que había vivido durante tanto tiempo. Accedí con placer a su proposición: estaba deseoso de hacer un poco de ejercicio, y Clerval siempre había sido mi compañero favorito en las caminatas de este tipo que yo solía emprender por los paisajes de mi país natal. Aquella excursión duró quince días. Mi salud y mi ánimo se habían restablecido hacía tiempo y habían adquirido renovado vigor con el aire saludable, los pequeños incidentes habituales del camino y la conversación de mi amigo. El estudio me había hecho antisocial: había evitado cualquier relación con mis compañeros. Pero Clerval inspiraba los mejores sentimientos de mi corazón; de nuevo me enseñó a amar las formas de la Naturaleza y las encantadoras caritas de los niños. ¡Qué buen amigo! ¡Cuán sinceramente me quisiste e intentaste animar mi espíritu hasta que estuvo al nivel del tuyo! Un objetivo egoísta me había mutilado y aniquilado, hasta que tu amabilidad y tu afecto animaron y despertaron mis sentidos. Conseguí volver a ser la persona alegre que había sido solo unos años antes, amando a todos y siendo amado por todos, sin penas ni preocupaciones: cuando me sentía feliz, la Naturaleza inanimada tenía el poder de proporcionarme las sensaciones más deliciosas. Un cielo claro y los campos verdes me extasiaban. Aquella estación fue verdaderamente maravillosa: las flores de la primavera estallaban en los parterres mientras las del verano estaban ya a punto de brotar. No me inquietaron los malos pensamientos que durante el año anterior, aunque intenté apartarlos por todos los medios, me habían agobiado como una carga insoportable. Henry disfrutaba con mi alegría y comprendía sinceramente mis sentimientos: se esforzaba en distraerme, y al tiempo me contaba qué sentimientos ocupaban su alma. Los recursos de su ingenio, en esta ocasión, fueron ciertamente asombrosos. Su conversación era muy imaginativa; y muy a menudo, imitando a los escritores persas y árabes, inventaba cuentos maravillosamente fantasiosos e interesantes. En otras ocasiones recitaba mis poemas favoritos o me enredaba en conversaciones que sostenía con notable ingenio.

Regresamos a la universidad un domingo: los campesinos disfrutaban en los bailes y todas las personas que nos encontramos parecían dichosas y felices. Yo mismo estaba muy animado, y caminaba embargado por sentimientos de alegría y júbilo.

CAPÍTULO 10

Cuando regresé a casa, me encontré la siguiente carta de mi padre.

PARA V. FRANKENSTEIN

Ginebra, 2 de junio de 17**

Querido Victor:

Probablemente has estado esperando impaciente una carta en la que fijara el día de tu regreso, y al principio estuve tentado de escribirte unas líneas, solo para decirte el día en el que podríamos esperarte… pero eso sería una cruel amabilidad, y no me atreví a hacerlo. ¡Cuál sería tu sorpresa, hijo mío, cuando esperaras una bienvenida alegre y feliz, y te encontraras, por el contrario, lágrimas y desconsuelo! ¿Y cómo puedo, Victor, contarte nuestra desgracia? La ausencia no puede haber endurecido tu corazón frente a nuestras alegrías y nuestras penas. ¿Y cómo puedo infligir dolor en mi hijo ausente? Quisiera prepararte para la dolorosa noticia, pero sé que es imposible. Ya sé que tu mirada estará buscando ahora, en estas hojas, las palabras que te revelarán las horribles noticias…

¡William ha muerto! El encantador muchacho cuyas sonrisas me encantaban y me animaban, aquel que era tan cariñoso y tan alegre, Victor… ¡ha sido asesinado!

No intentaré consolarte, simplemente te relataré las circunstancias de lo sucedido.

El pasado jueves (28 de mayo), mi sobrina, tus dos hermanos y yo fuimos a dar un paseo a Plainpalais. La tarde era cálida y tranquila, y prolongamos nuestro paseo más de lo normal. Ya casi había atardecido cuando decidimos regresar, y entonces descubrimos que Ernest y William, que se habían adelantado, habían desaparecido. Así que nos sentamos en un banco para esperar a que volvieran. Entonces vino Ernest y preguntó por su hermano: dijo que había estado jugando con él, y que William se había ido corriendo para esconderse, y que lo había estado buscando en vano y que después había estado esperando mucho rato, pero no había vuelto.

Esto nos asustó bastante y continuamos buscándolo hasta que cayó la noche; entonces Elizabeth aventuró que tal vez podía haber regresado a casa. Pero no estaba allí. Volvimos al lugar con antorchas, porque yo no podía vivir pensando que mi querido niño se había perdido y se había quedado a la intemperie, con la humedad y el rocío de la noche; Elizabeth también estaba angustiadísima. Alrededor de las siete de la mañana descubrí a mi pequeño, al que la tarde anterior había visto rebosante de vitalidad y salud: estaba tendido en la hierba, lívido e inmóvil… la marca de los dedos de su asesino estaba aún en su cuello.

Lo llevamos a casa, y la angustia visible en mi rostro le reveló el secreto a Elizabeth. Solo quería ver el cadáver. Al principio intenté evitárselo, pero ella insistió y, entrando en la habitación en la que yacía, apresuradamente examinó el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos, exclamó: «¡Oh, Dios mío! ¡He matado a mi querido niño…!»

Se desmayó y solo con mucha dificultad conseguimos reanimarla; cuando volvió en sí, no hizo más que llorar y suspirar. Me dijo que aquella misma tarde William le había estado dando guerra para que le permitiera llevar una miniatura muy valiosa que tu madre le había regalado. Este retrato ha desaparecido y, sin duda, fue el motivo por el cual el asesino cometió el crimen. Hasta el momento no hay ni rastro de él, aunque no hemos cesado en nuestras indagaciones para descubrirlo; pero eso no nos devolverá a mi querido William.

Vuelve, querido Victor: solo tú puedes consolar a Elizabeth. Llora constantemente y se acusa a sí misma, injustamente, de ser la causa de la muerte del niño… sus palabras me parten el corazón. Todos estamos muy abatidos; pero ¿no será ese un motivo más, hijo mío, para que regreses y seas nuestro consuelo? ¡Tu querida madre…! ¡Ay, Victor! ¡Te aseguro que doy gracias a Dios porque no vive para ver la muerte cruel y miserable de su pequeño!

Vuelve, Victor, pero no regreses albergando ideas de venganza contra el asesino, sino con sentimientos de paz y cariño que puedan curar las heridas de nuestro espíritu, en vez de abrirlas. Entra en esta casa de luto, hijo querido, pero con dulzura y afecto para aquellos que te aman, y no con odio hacia tus enemigos.

Tu desdichado padre, que te quiere,

ALPHONSE FRANKENSTEIN.

Clerval, que había estado observando mi rostro mientras leía la carta, se sorprendió al observar la desesperación que sucedía a la alegría que mostré al recibir noticias de mis seres queridos. Tiré la carta en la mesa y me cubrí el rostro con las manos.

—Mi querido Frankenstein —exclamó Henry cuando me vio llorar con amargura—, ¿es que siempre tienes que estar triste? Amigo mío, ¿qué ha ocurrido?

Le indiqué que cogiera la carta y la leyera, mientras yo iba de un lado a otro de la habitación, nervioso hasta la desesperación. Los ojos de Clerval también derramaron lágrimas cuando leyó el relato de mi desgracia.

—No puedo consolarte de ningún modo, amigo mío —dijo—. Tu tragedia es irreparable. ¿Qué piensas hacer?

—Ir inmediatamente a Ginebra; ven conmigo, Clerval, para pedir unos caballos.

Por el camino, Henry intentó animarme. No lo hizo con los tópicos habituales, sino mostrando una verdadera comprensión.

—Pobre William —dijo—, pobre chiquillo; ahora descansa junto a su angelical madre. Sus seres queridos están de luto y lo lloran, pero él ya descansa: ya no siente las garras del asesino; la hierba cubre su precioso cuerpo, y ya no sufre. Ya no podemos tener lástima por él; los que han quedado vivos son los que más sufren y, para ellos, el tiempo será el único consuelo. Aquellas máximas de los estoicos, según los cuales la muerte no se podía considerar un mal y que la mente del hombre debería estar por encima de la desesperación que produce la ausencia eterna del ser amado, no deberían ni siquiera tenerse en consideración… incluso Catón lloró sobre el cadáver de su hermano.

Clerval decía estas cosas mientras caminábamos aprisa por las calles; las palabras se grabaron en mi mente y las recordé después, cuando estuve en soledad. Pero en aquel momento, en cuanto llegaron los caballos, salté al cabriolé y le dije adiós a mi amigo.

El viaje fue muy triste. Al principio solo quería ir deprisa, porque deseaba consolar y confortar a mis seres queridos, tan apenados; pero a medida que me fui acercando a mi ciudad natal, fui también acortando el paso. Apenas podía soportar la avalancha de sentimientos que se agolpaban en mi mente. Pasé por paisajes que conocía bien desde mi juventud y que no había visto desde hacía casi cinco años. ¿Cómo habría cambiado todo durante todo ese tiempo? Un cambio enorme, repentino y desolador había tenido lugar; pero mil pequeñas circunstancias podrían haber producido otras alteraciones poco a poco, y aunque se hubieran producido más pausadamente, no serían menos decisivas. El temor me invadió; me daba miedo avanzar, aterrorizado ante mil peligros ocultos que me hacían temblar, aunque era incapaz de describirlos.

Me quedé en Lausana dos días, incapaz de seguir adelante. Contemplé el lago: las aguas parecían tranquilas; todo en derredor estaba en calma; y las montañas nevadas, los «Palacios de la Naturaleza», no habían cambiado. Poco a poco aquella calma y aquel paisaje celestial me reanimó, y continué mi viaje hacia Ginebra. El camino discurría junto a la orilla del lago, y se hacía cada vez más estrecho a medida que me acercaba a mi ciudad natal. Distinguí muy claramente las negras laderas del Jura y la brillante cumbre del Mont Blanc. Y lloré como un niño. «¡Queridas montañas…! ¡Mi precioso lago! ¿Cómo recibiréis a vuestro hijo pródigo? Vuestras cumbres son blancas, el cielo y el lago son azules… ¿Es esto un presagio de felicidad o una burla de mis desgracias?»

Me temo, amigo mío, que le resultaré tedioso si sigo entreteniéndome en estos prolegómenos; pero aquellos fueron días de relativa felicidad, y los recuerdo con placer. ¡Mi tierra, mi amada tierra! ¿Quién, sino uno de tus hijos, puede comprender el placer que sentí al ver de nuevo tus arroyos, tus montañas y, sobre todo, tu precioso lago?

Sin embargo, a medida que me acercaba a casa, la tristeza y el temor me invadieron. La noche se cerró a mi alrededor, y cuando apenas podía ver las oscuras montañas, mis sentimientos se tornaron más sombríos. Imaginé todos los peligros posibles y me convencí de que estaba destinado a convertirme en el más desdichado de todos los seres humanos. ¡Dios mío! ¡Cuánta razón tenía en mis presagios! Y solo me equivoqué en una única circunstancia: que, en todas las desgracias que imaginé y temí, no pude ni siquiera sospechar ni la centésima parte de la angustia que el destino me obligaría a soportar.

CAPÍTULO 11

Ya era noche cerrada cuando llegué; las puertas de Ginebra ya estaban cerradas; y decidí pernoctar en Secheron, una aldea que se halla a media legua al este de la ciudad. El cielo estaba sereno; y como me era imposible descansar, decidí ir a ver el lugar en el que mi pobre William había sido asesinado; mientras caminaba, vi que una tormenta se estaba formando al otro lado del lago. Vi cómo los rayos trazaban bellísimas figuras y subí a una colina desde la que podía ver cómo centelleaban. La tormenta avanzó hacia donde yo me encontraba, y pronto pude sentir cómo poco a poco iba cayendo la lluvia, al principio con gruesas gotas, aunque enseguida se desató con furiosa violencia.

Me levanté y caminé, aunque la oscuridad y la tormenta se hacían más intensas a cada instante, y los truenos estallaban con un terrorífico estrépito. Se oían los ecos en la Salêve, en el Jura y en los Alpes de Saboya; violentos destellos de rayos me cegaban los ojos, e iluminaban el lago; entonces, durante un instante, todo parecía quedar sumido en la oscuridad, hasta que el ojo se recobraba del destello anterior. La tormenta, como sucede a menudo en Suiza, apareció en varios lugares del cielo a un tiempo. La parte más violenta se encontraba exactamente al norte de la ciudad, sobre la parte del lago que se extiende entre el promontorio de Belrive y el pueblo de Copêt. Otra tormenta iluminaba el Jura con débiles destellos; y otra oscurecía y a veces descubría la Mole, una montaña escarpada situada al este del lago.

Mientras iba observando la tormenta —tan hermosa y, sin embargo, tan aterradora—, continué caminando con paso apresurado. Aquella noble batalla en los cielos elevaba mi espíritu; cerré los puños y exclamé a gritos: «¡William, mi querido ángel…! ¡Este es tu funeral, esta es tu elegía!» Cuando pronuncié esas palabras, entreví en la oscuridad una figura que se ocultó tras un grupo de árboles que había cerca. Permanecí observando fijamente, intentando divisar algo; seguro que no me había equivocado; el fulgor de un rayo iluminó aquello y me descubrió su gigantesca figura; y la deformidad de su aspecto, más espantosa que cualquier cosa humana, me confirmaron quién era. Era el engendro, el repulsivo demonio al que yo había dado vida. ¿Qué hacía allí? ¿Podría ser él el asesino de mi hermano? La simple idea me estremecía. Apenas esa sospecha cruzó mi imaginación, llegué a la conclusión de que era completamente cierta… mis dientes castañetearon, y me vi obligado a recostarme contra un árbol para mantenerme en pie. La figura pasó rápidamente frente a mí, y la volví a perder en la oscuridad. ¡Así que él era el asesino…! Nada que tuviera forma humana podría haber destruido la vida de aquel precioso niño. ¡Él era el asesino! No tenía ninguna duda. La simple existencia de aquella idea era una prueba irrefutable de los hechos. Pensé en perseguir a aquel demonio, pero habría sido en vano, porque otro relámpago lo iluminó y lo pude ver encaramándose entre las rocas de la pendiente casi perpendicular del Monte Salêve; enseguida alcanzó la cumbre y desapareció.

Permanecí inmóvil; los truenos cesaron, pero la lluvia aún continuó cayendo, y la escena quedó envuelta en una impenetrable oscuridad. Volví a pensar una vez más en los acontecimientos que, hasta ese momento, solo había intentado obviar: todos los pasos que di hasta completar mi creación, el resultado del trabajo de mis propias manos, vivo y junto a mi cama, y su desaparición. Casi habían transcurrido dos años desde la noche en la que se le dio la vida, ¿y aquel había sido su primer crimen? ¡Dios mío! Había arrojado al mundo a un engendro depravado cuyo único placer era el asesinato y el crimen, porque… ¿acaso no había asesinado a mi hermano?

Nadie puede imaginar la angustia que viví durante el resto de la noche, que pasé helado y empapado, a la intemperie. Pero no sentía las inclemencias del tiempo; mi imaginación estaba demasiado ocupada en escenas de maldad y desesperación. Pensé en el ser a quien había arrojado en medio de la humanidad y a quien había dotado de voluntad y de poder para ejecutar sus horrorosos proyectos, como aquel que había llevado a cabo, casi como si fuera mi propio vampiro, mi propio espíritu liberado de la tumba y obligado a destruir a todos aquellos que yo amaba.

Amaneció, y dirigí mis pasos hacia la ciudad; las puertas estaban abiertas y me encaminé hacia la casa de mi padre. Mi primera idea fue comunicar a todo el mundo lo que sabía del asesino y proponer que se organizara una persecución inmediata. Pero me contuve cuando pensé en la historia que tendría que contar. Me había encontrado a medianoche en los precipicios de una montaña inaccesible con un ser… al que yo mismo había creado y al que había dotado de vida. La historia era de todo punto inconcebible, y sabía bien que si cualquier otro me la hubiera contado a mí, la habría considerado como el producto enloquecido de un delirio. Además, la extraña naturaleza de la bestia conseguiría eludir la persecución, aun cuando yo consiguiera que me creyeran y los convenciera para que la pusieran en marcha. Además, ¿de qué serviría una persecución? ¿Quién podría arrestar a una criatura capaz de escalar las paredes verticales del Monte Salêve? Estas ideas me convencieron y decidí guardar silencio.

Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando entré en casa de mi padre. Les pedí a los criados que no despertaran a la familia y fui a la biblioteca para esperar a que se hiciera la hora en que solían levantarse. Habían transcurrido cinco años —habían pasado como un sueño, salvo por una marca indeleble— y ahora me encontraba en el mismo lugar en el que había abrazado a mi padre por última vez antes de mi partida hacia Ingolstadt. ¡Querido y venerado padre! Aún me quedaba él. Observé un retrato de mi madre, que colgaba sobre la chimenea. Era una pintura histórica, un retrato realizado por encargo de mi padre, y representaba a Caroline Beaufort, desesperada de dolor, arrodillada junto al ataúd de su querido padre. Su atuendo era rústico, y sus mejillas aparecían pálidas; pero había un aire de dignidad y belleza que difícilmente admitía un sentimiento de compasión. Debajo de este cuadro había un retrato en miniatura de William, y se me saltaron las lágrimas cuando me detuve en él. Cuando así estaba absorto, entró Ernest… me había oído llegar, y había bajado apresuradamente a recibirme. Mostró una inmensa alegría al verme.

—Bienvenido, mi queridísimo Victor —dijo—. Ah, ojalá hubieras venido hace tres meses: entonces nos habrías encontrado a todos alegres y contentos. Pero ahora somos tan desgraciados que me temo que solo te darán la bienvenida las lágrimas, en vez de las sonrisas. Nuestro padre está tan triste… parece que ha renacido en su espíritu la pena que sintió por la muerte de mamá, y la pobre Elizabeth no encuentra consuelo en nada.

Ernest comenzó a llorar mientras decía aquellas palabras.

—No, no… —le dije—, no me recibas así; intenta tranquilizarte, que no puedo sentirme absolutamente destrozado en el momento en que entro en la casa de mi padre después de una ausencia tan larga. Pero, dime, ¿cómo sobrelleva mi padre estas desgracias? ¿Y cómo está mi pobre Elizabeth?

—Necesita mucho consuelo —contestó Ernest—. Se culpa de haber causado la muerte de mi hermano, y eso la hace muy, muy desgraciada; pero desde que se ha descubierto al asesino…

—¿Se ha descubierto al asesino? —exclamé—. ¡Dios bendito! ¿Cómo puede ser? ¿Quién se atrevió a perseguirlo? Es imposible; ¡sería tanto como intentar atrapar los vientos o contener un torrente de la montaña con una rama!

—No sé qué quieres decir… —replicó Ernest—. Pero a todos nos entristeció cuando la descubrieron. Nadie podía creerlo al principio; y ni siquiera ahora Elizabeth está totalmente convencida, a pesar de todas las pruebas. En efecto, ¿quién podría imaginar que Justine Moritz, que había sido tan amable y tan cariñosa con toda la familia, podría llegar a ser tan malvada?

—¡Justine Moritz…! —grité—. ¡Pobre, pobre muchacha! ¡Así que la han acusado a ella…! Pero… es una equivocación; todo el mundo tiene que darse cuenta de eso. Nadie puede creerlo, ¿verdad, Ernest?

—Nadie lo creía al principio —dijo mi hermano—, pero se descubrieron varias circunstancias que nos obligaron a convencernos; y su propio comportamiento ha sido tan confuso y añade tal relevancia a las pruebas mostradas que, me temo, no deja lugar a dudas; la juzgarán hoy, así que podrás saberlo todo.

Me contó que la mañana en que se descubrió el asesinato del pobre William, Justine se puso enferma y se quedó en cama; y, varios días después, una de las criadas, cuando por casualidad revisaba el vestido que había llevado la noche del asesinato, descubrió en su bolsillo el retrato de mi madre, que hasta entonces se consideraba el móvil del crimen. La criada inmediatamente se lo mostró a uno de los otros criados, quien, sin decir ni una palabra a ninguno de la familia, fue al magistrado, que ordenó apresar a Justine. Cuando fue acusada de los hechos, su extrema confusión confirmó en gran medida la sospecha.

Era una historia extraña, pero no me convenció; y contesté con vehemencia:

—¡Estáis todos equivocados! ¡Yo conozco al asesino! Justine… pobre, pobre Justine, es inocente.

En ese instante entró mi padre. Vi la tristeza profundamente grabada en sus facciones, pero intentó darme la bienvenida cordialmente y, después de intercambiar tristes saludos, habría hablado de cualquier otra cosa que no fuera nuestra tragedia, si no hubiera exclamado Ernest:

—¡Dios bendito, papá! Victor dice que sabe quién asesinó al pobre William…

—Nosotros también, desgraciadamente —contestó mi padre—; y, desde luego, habría preferido no saberlo en vez de descubrir tanta depravación e ingratitud en una persona a la que tenía en gran estima.

—Querido padre —exclamé—, estáis equivocados. ¡Justine es inocente…!

—Si lo es —replicó mi padre—, que Dios impida que la condenen como culpable. Hoy la juzgarán, y espero, espero sinceramente, que la absuelvan.

Aquellas palabras me tranquilizaron. Estaba firmemente convencido en mi interior de que Justine, es más, de que ningún ser humano era culpable de aquel crimen. Así pues, no temía que pudiera aportarse ninguna prueba circunstancial con la suficiente fuerza como para inculparla; y con esta seguridad, me tranquilicé, esperando el juicio con inquietud pero sin augurar un mal resultado.

CAPÍTULO 12

Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempo había operado grandes cambios en su aspecto desde la última vez que la había visto. Cinco años antes era una muchacha bonita y alegre, a quien todos querían y mimaban. Ahora era una mujer tanto en la estatura como en la expresión de su rostro, que me pareció absolutamente adorable. Su frente, despejada y amplia daba cuenta de una sobrada inteligencia unida a una gran franqueza. Sus ojos eran avellanados y denotaban una extraordinaria dulzura, ahora mezclada con la tristeza por las recientes penas. Sus cabellos tenían un oscuro color castaño rojizo; su tez era blanca, y su figura, ligera y graciosa. Me saludó con todo el cariño.

—Tu llegada, mi queridísimo primo —dijo—, me llena de esperanza. Quizá descubras algún medio de demostrar la inocencia de mi pobre Justine. Ay, Dios mío… Si la culpan de asesinato, ¿quién podría estar seguro? Confío en su inocencia con tanta certeza como en la mía propia. Esta desgracia es el doble de cruel para nosotros. No solo hemos perdido a nuestro querido niño, sino que, además, un destino aún más cruel nos va a arrebatar a esta muchacha, a quien sinceramente aprecio. ¡Oh, Dios! Si la condenan, no volveré a saber qué es la alegría jamás. Pero no la condenarán, estoy segura de que no la condenarán; y volveré a ser feliz de nuevo, a pesar de la triste muerte de mi pequeño William.

—Es inocente, mi querida Elizabeth —dije—, y se demostrará; no temas nada, y tranquiliza tu espíritu con el convencimiento de que va a ser absuelta.

—¡Qué bueno eres! —contestó Elizabeth—. Todos los demás creen que es culpable, y eso me hace muy desgraciada; porque yo sé que eso es imposible, y ver a todos los demás tan decididamente predispuestos contra ella me hacía sentir perdida y desesperada.

Comenzó a llorar.

—Mi dulce sobrina —dijo mi padre—, seca tus lágrimas; si es inocente, como crees, confía en la justicia de nuestros jueces y en mi firme decisión de impedir que haya la más mínima sombra de parcialidad.

Pasamos unas horas muy tristes hasta las once, cuando estaba previsto que comenzara el juicio. Puesto que el resto de la familia estaba obligada a asistir en calidad de testigos, los acompañé al tribunal. Durante toda aquella maldita farsa de juicio, sufrí una verdadera tortura. Se iba a decidir si el resultado de mi curiosidad y mis experimentos ilegales eran la causa de la muerte de dos de mis seres queridos: el primero, un niño alegre, inocente y lleno de alegría; la otra, asesinada de un modo aún más terrible, con todos los agravantes de una infamia que podría hacer que aquel asesinato quedara registrado para siempre en los anales del horror. Justine también era una buena muchacha y poseía cualidades que le auguraban una vida feliz; ahora todo iba a quedar destruido y olvidado en una ignominiosa tumba… ¡y yo tenía la culpa! Mil veces me habría confesado culpable del crimen que se le achacaba a Justine; pero yo estaba ausente cuando se cometió, y una declaración semejante se habría considerado como la locura de un necio y ni siquiera podría exculpar a la que iba a ser castigada por mí.

Justine parecía tranquila. Iba vestida de luto; y sus facciones, siempre atractivas, se habían tornado exquisitamente hermosas por la gravedad de sus sentimientos. Incluso parecía confiar en su inocencia y no temblaba, aunque había muchas personas mirándola e insultándola. Toda la piedad que su belleza podría haber suscitado en los demás fue arrasada por el recuerdo de la enormidad que, se suponía, había cometido. Estaba tranquila, aunque su tranquilidad era evidentemente forzada; y como su confusión se había aducido anteriormente como una prueba de su culpabilidad, se esforzaba en mantener una apariencia de serenidad. Cuando entró en la sala del tribunal, miró a su alrededor e inmediatamente descubrió dónde estábamos sentados. Las lágrimas parecieron enturbiar su mirada, pero se recobró, y una mirada de triste cariño pareció atestiguar su irrefutable inocencia.

El juicio comenzó; y después de que el abogado hubiera sentado los cargos contra ella, se llamó a varios testigos. Algunos hechos casuales se confabularon contra ella, lo cual habría asombrado a cualquiera que no tuviera una prueba de su inocencia como la que tenía yo. Ella había estado fuera toda la noche en la cual se cometió el asesinato, y por la mañana temprano había sido vista por una mujer del mercado, no lejos del lugar donde posteriormente se encontró el cuerpo del muchacho asesinado. La mujer le preguntó qué hacía allí… pero ella la miró de un modo muy raro y solo le devolvió una respuesta confusa e ininteligible. Regresó a casa alrededor de las ocho, y cuando alguien le preguntó dónde había pasado la noche, contestó que había estado buscando al niño y preguntó vehementemente si alguien sabía algo del pequeño. Cuando trajeron el cuerpo a la casa, sufrió un violento ataque de histeria y tuvo que guardar cama durante varios días. Entonces se mostró públicamente el retrato que la criada había encontrado en su bolsillo, y un murmullo de indignación y horror recorrió la sala del tribunal cuando Elizabeth, con voz temblorosa, admitió que era el mismo que había puesto en el cuello del niño una hora antes de que se le echara en falta.

Se llamó entonces a Justine para que se defendiera. A medida que se había desarrollado el juicio, su rostro se había ido alterando. La sorpresa, el horror y el dolor se hacían ahora muy evidentes. A veces luchaba contra sus lágrimas; pero cuando se le pidió que hablara, hizo acopio de todas sus fuerzas y habló en un tono audible aunque con voz temblorosa.

—Dios sabe que soy absolutamente inocente —dijo—. Pero no espero que me absuelvan por lo que vaya a decir aquí: baso mi inocencia en la simple explicación de los hechos que se aducen contra mí; y espero que la reputación de la que siempre he gozado incline a mis jueces a una interpretación favorable allí donde alguna circunstancia aparezca como dudosa o sospechosa.

Entonces explicó que, con permiso de Elizabeth, había pasado aquella tarde, cuando se perpetró el crimen, en casa de una tía que vive en Chêne, una aldea que se encuentra aproximadamente a una legua de Ginebra. Cuando volvía, alrededor de las nueve, se encontró con un hombre que le preguntó si había visto al niño que se había perdido. Aquello la asustó y pasó varias horas buscándolo; entonces cerraron las puertas de Ginebra y se vio obligada a permanecer varias horas de la noche en una granja; pero, incapaz de descansar o dormir, se levantó muy pronto para volver a buscar a mi hermano. Si había llegado cerca del lugar en el que yacía el cuerpo, fue sin saberlo. Y no era sorprendente que se hubiera mostrado confusa cuando aquella mujer del mercado le hizo algunas preguntas, puesto que estaba desesperada por la pérdida del pobre William. Respecto al retrato en miniatura, no podía dar ninguna explicación.

—Ya sé cuán grave y fatalmente pesa esta circunstancia concreta contra mí —añadió la infeliz—, pero no puedo explicarlo; he confesado mi absoluta ignorancia al respecto, y solo me resta hacer suposiciones respecto a las razones por las cuales se colocó ese objeto en mi bolsillo. Pero también aquí tengo que detenerme. Creo que no tengo ningún enemigo en el mundo… y con seguridad, ninguno que pudiera haber sido tan malvado como para destruirme tan gratuitamente. ¿Lo puso el asesino ahí? No tengo conciencia de haberle dado ninguna oportunidad para que lo hiciera; y si ciertamente le ofrecí sin querer esa oportunidad, ¿por qué habría robado la joya el asesino si pensaba desprenderse de ella tan pronto?

»Pongo mi causa en manos de la justicia de los jueces, aunque comprendo que no hay lugar para la esperanza. Y ruego que se permita que se pregunte a algunos testigos respecto a mi carácter; y si sus testimonios no prevalecen sobre mi supuesta culpabilidad, tendré que ser condenada, aunque yo preferiría fundar mis esperanzas de salvación en mi inocencia.

Fueron citados varios testigos que la habían conocido desde hacía muchos años, y todos hablaron bien de ella; pero el temor y la aversión por el crimen del cual la creían culpable los tornó temerosos y poco vehementes. Elizabeth vio que incluso este último recurso, su disposición y su conducta excelentes e irreprochables, también iba a fallarle a la acusada, y entonces, aunque terriblemente nerviosa, pidió permiso para hablar.

—Soy —dijo— la prima del infeliz niño que fue asesinado… o más bien, su hermana, porque fui educada por sus padres y viví con ellos desde mucho antes incluso de que él naciera; así que tal vez se considere improcedente que declare aquí; pero cuando veo a una criatura como ella estar en peligro solo por la cobardía de sus supuestos amigos, deseo que se me permita hablar para poder decir lo que sé de su carácter. La conozco bien. He vivido en la misma casa, con ella, al principio durante cinco años, y más adelante, casi otros dos. Durante todo ese tiempo me ha parecido la criatura más amable y buena. Cuidó a mi tía en su última enfermedad con el mayor cariño y atención, y después se ocupó de su propia madre durante una larga y penosa enfermedad de un modo que causó la admiración de todos los que la conocían. Después de aquello, volvió a vivir en casa de mi tío, donde era apreciada y querida por toda la familia. Sentía un afecto muy especial por el niño que ha sido asesinado y siempre actuó para con él como una madre cariñosísima. Por mi parte, no dudo en afirmar que, a pesar de todas las pruebas que se presenten contra ella, yo creo y confío en su absoluta inocencia. No tenía ningún motivo para hacer algo así; y respecto a esa tontería que parece ser la prueba principal, si ella hubiera mostrado algún deseo de tenerla, yo se la habría dado de buen grado, tanto la aprecio y la valoro.

¡Maravillosa Elizabeth! Se oyó un murmullo de aprobación; pero se debió a su generosa intervención y no porque hubiera un sentimiento favorable hacia la pobre Justine, sobre la cual se volvió a desatar la indignación del público con renovada violencia, acusándola de la más perversa ingratitud. Ella lloraba mientras Elizabeth hablaba, pero no dijo nada. Mi nerviosismo y mi angustia fueron indescriptibles durante todo el juicio. Yo creía que era inocente… lo sabía. ¿Acaso el monstruo que había matado a mi hermano (no me cabía la menor duda), en su infernal juego, había entregado a aquella muchacha inocente a la muerte y a la ignominia? No podía soportar el horror de la situación; y cuando vi que la opinión pública y el rostro de los jueces ya habían condenado a mi infeliz víctima, abandoné la sala angustiado. Los sufrimientos de la acusada no eran comparables con los míos; ella se apoyaba en la inocencia, pero a mí las garras del remordimiento me desgarraban el pecho. Pasé una noche absolutamente miserable. Por la mañana volví al tribunal; tenía los labios y la garganta ardiendo. No me atrevía a lanzar la maldita pregunta, pero me conocían, y el oficial imaginó la razón de mi visita: se habían emitido los votos, todos eran negros, y Justine fue condenada.

CAPÍTULO 13

Ni siquiera puedo intentar describir lo que sentí entonces. Ya había experimentado sensaciones de horror anteriormente; y he tratado de expresarlo con las palabras adecuadas, pero en este caso las palabras no pueden proporcionar en absoluto una idea ajustada de la insoportable y nauseabunda desesperación que tuve que soportar. La persona a la que yo me había dirigido también añadió que Justine ya había confesado su culpabilidad.

—Esa confesión —apuntó— era casi innecesaria en un caso tan evidente, pero me alegro de que lo haya hecho; y, es más, a ninguno de nuestros jueces le gusta condenar a un criminal basándose en pruebas circunstanciales, aunque sean tan decisivas como en este caso.

Cuando regresé a casa, Elizabeth me pidió con ansiedad que le dijera cuál era el resultado.

—Prima mía —contesté—, se ha decidido lo que imaginas: todos los jueces prefieren que diez inocentes sean castigados antes que permitir que un culpable pueda escapar; de todos modos, ha confesado.

Aquello fue un nefasto golpe para la pobre Elizabeth, que había confiado firmemente en su inocencia.

—¡Dios mío…! —dijo—. ¿Cómo podré volver a creer jamás en la bondad humana? Justine, a quien amaba y apreciaba como a una hermana, ¿cómo pudo ofrecernos esas sonrisas solo para traicionarnos después? Sus dulces ojos parecían incapaces de enfadarse o estar de mal humor y, sin embargo, ha cometido un asesinato.

Poco después supimos que la pobre víctima había expresado su deseo de ver a mi prima. Mi padre no quería que fuera, pero dijo que decidiera según su propio juicio y sus sentimientos.

—Sí —dijo Elizabeth—; iré, aunque sea culpable; y tú, Victor, me acompañarás… no puedo ir sola.

La simple idea de aquella visita me torturaba, pero no podía negarme.

Entramos en aquella sombría celda y descubrimos a Justine sentada en un montón de paja, en una esquina; tenía las manos encadenadas y estaba con la cabeza apoyada en las rodillas; se levantó al vernos; y cuando nos dejaron a solas con ella, se arrojó a los pies de Elizabeth, llorando amargamente.

Mi prima también lloraba.

—¡Oh, Justine…! —dijo—. ¿Por qué me arrebataste el último consuelo que me quedaba? Yo confiaba en tu inocencia; y aunque estaba muy triste, no era tan desgraciada como ahora.

—¿También usted cree que soy tan malvada? —lloró Justine—. ¿También se une usted a mis enemigos para aplastarme? —Su voz se fue apagando entre sollozos.

—Levántate, mi pobre niña —dijo Elizabeth—, ¿por qué te arrodillas si eres inocente? Yo no soy uno de tus enemigos; creía en tu inocencia, a pesar de todas las pruebas, hasta que supe que tú misma te habías declarado culpable. Ahora dices que todo eso es falso; y puedes estar segura, mi querida Justine, que nada, en ningún momento, puede quebrar mi confianza en ti, salvo tu propia confesión.

—Confesé —dijo Justine—, pero confesé una mentira. Confesé porque así podría obtener la absolución, pero ahora esas mentiras y esas falsedades pesan en mi corazón más que todos mis pecados juntos. ¡Que el Dios del Cielo me perdone! Desde que fui condenada, mi confesor me ha estado apremiando; me ha amenazado y me ha gritado hasta que casi he comenzado a pensar que yo era la malvada criminal que él dice que soy. Me ha amenazado con la excomunión y con las llamas del infierno si persistía en mi obstinación. Mi querida señorita, no tenía a nadie que me ayudara… Todos me miraban como un maldito monstruo destinado a la ignominia y la perdición. ¿Qué podía hacer? En un momento de debilidad, firmé una mentira, y ahora solo yo me siento verdaderamente miserable. —Se detuvo, llorando, y luego prosiguió—: Pensé horrorizada, mi querida señorita, que usted creería que su Justine, a quien su bendita tía había honrado tanto con su aprecio y a quien usted tanto amaba, era un monstruo capaz de un crimen que nadie, salvo el mismísimo demonio, podría haber perpetrado. ¡Querido William, mi querido y bendito niño, pronto te veré en el Cielo y en la Gloria…! Eso me consuela, ahora que voy a sufrir la ignominia y la muerte.

—¡Oh, Justine…! —gritó Elizabeth llorando—. ¡Perdóname por haber desconfiado de ti un solo momento! ¿Por qué confesaste? No te lamentes, mi querida niña, yo proclamaré tu inocencia en todas partes y conseguiré que me crean. Aunque tú tengas que morir… tú, mi amiga, mi compañera de juegos, más que una hermana… morir… No, no podré sobrevivir a una desgracia tan horrible…

—Querida y dulce señorita, no llore… —contestó Justine—. Debería usted animarme con pensamientos sobre una vida mejor, y elevar mi espíritu sobre las pequeñas preocupaciones de este mundo de injusticia y violencia. No, mi buena Elizabeth, no me hunda usted en la desesperación.

Elizabeth abrazó a la desgraciada.

—Intentaré consolarte —dijo—, pero me temo que esta es una tragedia tan profunda y tan desgarradora que el consuelo apenas sirve de nada, porque no hay esperanza. Que el Cielo te bendiga, mi queridísima Justine, con una resignación y una fe que eleve tu espíritu por encima de este mundo. ¡Oh, cómo desprecio todas sus farsas y sus necedades! Cuando una criatura es asesinada, inmediatamente a otra se le arrebata la vida, con una lenta tortura, y luego los verdugos, con las manos aún teñidas de sangre inocente, creen que han llevado a cabo una gran acción. Lo llaman castigo justo… ¡qué espantosas palabras! Cuando se pronuncian esas palabras, ya sé que se van a infligir los peores castigos y los más horribles que el tirano más siniestro haya inventado jamás para saciar su inconcebible venganza. Ya sé que esto no te va a consolar, mi Justine, a menos que en realidad estés feliz de abandonar un agujero tan asqueroso como este. ¡Dios mío! Querría estar descansando en paz, con mi tía y mi dulce William… lejos de esta luz que me resulta odiosa y de los rostros de hombres que aborrezco.

Justine sonrió lánguidamente.

—Esto, querida señorita —dijo—, es desesperación y no resignación. No debo aprender la lección que usted me está enseñando… Hablemos de otra cosa, de algo que me procure alegría y no aumente mi amargura.

Durante esta conversación, yo me había apartado a una esquina de la celda, donde pude disimular la horrorosa angustia que me atenazaba. ¡Desesperación! ¿Quién se atrevía a hablar de eso? La pobre víctima, que al día siguiente iba a traspasar la terrorífica frontera entre la vida y la muerte, no sentía… ¡una agonía tan profunda y amarga como la mía! Los dientes me rechinaban y los apreté con fuerza, dejando escapar un gemido que nació en lo más profundo de mi alma. Justine se sobresaltó. Cuando vio quién era, se aproximó a mí.

—Querido señor —dijo—, es usted muy amable al visitarme; espero que usted no crea que soy culpable.

No pude responder.

—No, Justine —dijo Elizabeth—; él está más convencido de tu inocencia que yo; por eso, ni siquiera cuando supo que habías confesado lo creyó.

—Se lo agradezco de verdad —dijo Justine—. En estos últimos momentos siento la gratitud más sincera por aquellos que todavía piensan en mí con bondad. ¡Qué dulce es el cariño de los demás para una mujer tan desgraciada como yo! Casi me alivia de la mitad de mis penas; y siento como si pudiera morir en paz, ahora que usted, querida señorita, y su primo, han reconocido mi inocencia.

Así intentaba consolarse a sí misma y a los demás aquella pobre desgraciada. Es más, incluso pudo alcanzar la resignación que anhelaba; pero yo, el verdadero asesino, sentía que estaba viva en mi pecho la carcoma eterna que no permite ni la esperanza ni el consuelo. Elizabeth también lloraba y era desgraciada; pero la suya era también la tristeza de la inocencia, la cual, como una nube que pasa sobre la pálida luna, durante un instante la oculta, pero no puede matar su brillo. La angustia y la desesperación había penetrado hasta lo más profundo de mi corazón… Albergaba un infierno en mi interior que nada podía apagar.

Permanecimos varias horas con Justine, y solo con gran dificultad Elizabeth reunió valor para apartarse de ella.

—¡Ojalá muriera yo contigo! —gritó llorando—. ¡No soporto vivir en este mundo de dolor!

Justine adoptó un aire de alegría, aunque apenas podía contener sus amargas lágrimas.

—Adiós, querida señorita, mi queridísima Elizabeth; que el Cielo en su infinita bondad la bendiga y la proteja. Que sea esta la última desgracia que tenga usted que sufrir; viva y sea feliz para hacer felices a los demás.

Cuando regresábamos, Elizabeth me dijo:

—No sabes, mi querido Víctor, cuánto me ha tranquilizado saber que puedo estar segura de la inocencia de esa desafortunada muchacha. Jamás podría volver a vivir en paz si mi confianza en ella se hubiera visto defraudada. En esos momentos en que lo creí, sentí una angustia que no hubiera podido soportar durante mucho tiempo. Ahora mi corazón se siente aliviado. La inocente sufre, pero aquella a quien yo consideraba amable y buena no es una malvada, y eso me consuela.

¡Mi dulce prima! Tales eran tus pensamientos, puros y dulces como tus queridos ojos y tu voz. Pero yo… yo era un monstruo, y nadie jamás podría concebir la amargura que sufrí entonces.

CAPÍTULO 14

Cuando la mente ha estado intensamente ocupada en una rápida sucesión de acontecimientos, nada es más doloroso que la mortal calma de apatía y certidumbre que surge a continuación y que impide que el alma sienta ni esperanza ni temor. Justine murió. Descansó. Y yo estaba vivo. La sangre corría libremente por mis venas, pero un peso de desesperación y remordimiento me aplastaba el corazón y nada podía aliviar ese dolor. El sueño huía de mis ojos. Vagaba como un alma en pena, porque había cometido actos malvados y horribles que ni siquiera se pueden describir, y (estaba convencido) aún cometería más, muchos más. Sin embargo, mi corazón rebosaba de cariño y bondad. Mi vida había comenzado con buenas intenciones y había deseado que llegara el momento en que pudiera ponerlas en práctica y convertirme en una persona útil para mis semejantes. Ahora todo se había derrumbado. En vez de tener la conciencia tranquila, que me permitiera revisar mis actos con autocomplacencia y, a partir de ese punto, albergar promesas de nuevas esperanzas, estaba abrumado por los remordimientos y la culpa, y me entregaba a un infierno de torturas infinitas que ni siquiera pueden describirse.

Este estado de ánimo minó mi salud, que se había restablecido por completo desde el primer ataque que había sufrido. No soportaba la presencia de nadie; cualquier gesto de alegría o satisfacción era una tortura para mí. La soledad era mi único consuelo… una soledad profunda, negra, como la muerte. Mi padre observó con dolor el perceptible cambio que había tenido lugar en mi conducta y mis costumbres, e intentó razonar conmigo sobre la locura que suponía entregarse a un dolor desmesurado.

—¿Crees que yo no sufro, Victor? —dijo—. Nadie puede querer a un muchacho más de lo que yo quería a tu hermano —y las lágrimas anegaron sus ojos cuando dijo aquello—; pero… ¿no es nuestro deber para con los que siguen vivos intentar refrenarnos y no aumentar su tristeza mostrando un dolor exagerado? Y también es un deber para contigo mismo; porque la pena excesiva impide mejorar y sentirse alegre, e incluso impide realizar las tareas cotidianas sin las cuales ningún hombre puede vivir en sociedad.

Aquel consejo, aunque era bueno, era de todo punto inaplicable en mi caso; yo debería haber sido el primero en ocultar mi dolor y consolar a mis seres queridos… si los remordimientos no hubieran mezclado su amargura con el resto de mis emociones. En aquel momento solo podía responder a mi padre con una mirada de desesperación e intentar apartarme de su vista. Por aquel entonces nos fuimos a vivir a nuestra casa de Belrive. Este cambio me resultó especialmente agradable. El cierre de las puertas de la ciudad, habitualmente a las diez en punto, y la imposibilidad de permanecer en el lago después de esa hora convertían nuestra permanencia dentro de los muros de Ginebra en una obligación muy desagradable para mí. Ahora era libre. A menudo, después de que el resto de la familia se hubiera retirado a dormir, yo cogía el bote y pasaba la noche sobre las aguas: algunas veces, con las velas desplegadas, me dejaba arrastrar por el viento; y en otras ocasiones, después de remar hasta el centro del lago, dejaba que el bote siguiera su propio curso y me entregaba a mis dolorosas reflexiones. Muchas veces estuve tentado… cuando todo era paz a mi alrededor y yo era lo único que vagaba desasosegado y sin descanso en una escena tan maravillosa y celestial, si exceptúo a algún murciélago solitario o las ranas, cuyo croar áspero y rítmico se oía solo cuando me aproximaba a las orillas… Muchas veces, digo, estuve tentado de arrojarme al lago callado y en calma, para que las aguas me engulleran a mí y a mis calamidades para siempre. Pero me detenía cuando pensaba en la heroica y abnegada Elizabeth, a quien tanto quería, y cuya existencia estaba íntimamente ligada a la mía. Y también pensaba en mi padre y en el hermano que me quedaba; ¿acaso mi miserable deserción no los dejaría abandonados y desprotegidos, a merced de la maldad del monstruo que había arrojado entre ellos? En esos momentos me entregaba al llanto amargamente, y deseaba que la paz volviera a mi mente solo porque así podría intentar consolarlos y procurarles felicidad… pero no pudo ser: los remordimientos frustraban cualquier esperanza. Yo había sido el responsable de un mal irremediable y vivía con el constante temor de que el monstruo que yo había creado pudiera perpetrar algún nuevo crimen. Tenía el oscuro presentimiento de que aquello no había acabado y de que aún cometería algún crimen señalado, el cual, por su enormidad, casi borraría el recuerdo de sus maldades pasadas. En tanto quedara vivo alguien a quien yo pudiera amar, siempre tendría razones para tener miedo. La repugnancia que sentía hacia aquel maldito demonio apenas se puede concebir. Cuando pensaba en él, me rechinaban los dientes, mis ojos se inyectaban en sangre, y deseaba ardientemente destruir aquella vida que tan inconscientemente había creado. Cuando pensaba en sus crímenes y en su perversidad, el odio y la venganza se desataban en mi pecho y superaban todos los límites de lo racional. Habría ido en peregrinación al pico más alto de los Andes si hubiera sabido que podría arrojarlo al vacío desde allí; no deseaba otra cosa sino volver a verlo: así podría descargar todo mi inmenso odio sobre su cabeza y vengar las muertes de William y Justine.

Nuestra casa era la casa de la tristeza. La salud de mi padre se vio profundamente afectada por el horror de los recientes acontecimientos. Elizabeth estaba triste y abatida; ya no encontraba ningún placer en sus actividades cotidianas; y cualquier alegría le resultaba sacrílega para con los muertos; pensaba que la pena eterna y las lágrimas eran el justo homenaje que tenía que rendir por la inocencia que se había destruido y aniquilado de aquel modo. Ya no era la criatura feliz que en su primera juventud había vagado conmigo por las orillas del lago y hablaba con alegría de nuestras perspectivas futuras. Ahora se había convertido en una mujer seria y a menudo hablaba de la volubilidad de la fortuna y de la inestabilidad de la vida humana.

—Mi querido primo —me decía—, cuando pienso en la miserable muerte de Justine Moritz, me resulta imposible ver este mundo y todo lo que hay en él del mismo modo que antes. Antes consideraba las historias sobre el vicio y la injusticia que leía en los libros o que escuchaba a otros como cuentos de viejas o de demonios imaginarios; al menos, me parecían muy lejanos y más relacionados con la razón que con la imaginación; pero ahora la calamidad ha llegado a nuestra casa y todos los hombres me parecen monstruos sedientos de sangre de los demás. Pero estoy siendo ciertamente injusta. Todo el mundo creía que esa pobre muchacha era culpable; y si ella pudiera haber cometido el crimen por el que fue condenada, con toda seguridad habría sido la más depravada de todas las criaturas humanas. Solo por unas joyas… haber asesinado al hijo de su benefactor y amigo, un niño a quien ella misma había cuidado desde que nació y al que parecía querer como si hubiera sido el suyo propio… No puedo admitir jamás la ejecución de ningún ser humano, pero con toda seguridad habría pensado que un ser así no era digno de pertenecer a la sociedad. Sin embargo, era inocente. Lo sé, siento que era inocente. Tú eres de la misma opinión y eso me lo confirma. ¡Por Dios, Victor…! Si la mentira se parece tanto a la verdad, ¿quién puede estar seguro de alcanzar alguna felicidad? Siento como si estuviera caminando por el borde de un precipicio hacia el cual avanzan miles de seres que intentan arrojarme al abismo. William y Justine fueron asesinados, y el asesino escapa, fingiendo ser humano; anda libre por el mundo y quizá sea respetado. Pero aunque me condenaran a morir en el cadalso por esos mismos crímenes, no me cambiaría jamás por semejante monstruo.

Escuché sus palabras con una angustia indescriptible. Yo era, no físicamente, pero sí efectivamente, el verdadero asesino. Elizabeth leyó la angustia en mi rostro y, cogiéndome cariñosamente la mano, dijo:

—Mi queridísimo primo, tienes que tranquilizarte; esos acontecimientos me han afectado… ¡Dios sabe cuán profundamente! Pero no estoy tan destrozada como tú… Hay en tu rostro una expresión de dolor, y a veces de venganza, que me hace temblar; cálmate, mi querido Victor; daría mi vida por que estuvieras tranquilo. Verás como volveremos a ser felices: viviendo apaciblemente en nuestro país natal y apartados del mundo, ¿qué podría perturbar nuestra tranquilidad?

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras me lo decía, desmintiendo la misma felicidad que me prometía, pero al mismo tiempo sonreía de tal modo que podía apartar los demonios que se escondían en mi corazón. Mi padre, que vio en la tristeza que se reflejaba en mi cara solo una exageración de la pena que debía sentir naturalmente, pensó que un entretenimiento adecuado a mis gustos sería el mejor medio para que recuperara la serenidad acostumbrada. Fue por este motivo por el que nos habíamos trasladado al campo; y, animado por la misma razón, ahora propuso que podíamos hacer un viaje al valle de Chamonix. Yo ya había estado allí, pero Elizabeth y Ernest nunca lo habían visitado; y ambos habían expresado muy a menudo su deseo de ver aquel sitio, que todo el mundo les había descrito como un lugar maravilloso y sublime. Así pues, a mediados del mes de agosto, casi dos meses después de la muerte de Justine, partimos de Ginebra dispuestos a realizar ese viaje.

El tiempo era maravilloso; y si mi pena hubiera sido de esas que se pueden ahuyentar mediante cualquier entretenimiento pasajero, aquel viaje habría obtenido ciertamente el resultado que mi padre se había propuesto. En todo caso, me interesó un tanto el paisaje: a veces me apaciguaba, pero no podía mitigar del todo mi dolor. Durante el primer día, viajamos en un carruaje. Por la mañana habíamos visto en la distancia las montañas hacia las que nos dirigíamos poco a poco. Nos dimos cuenta de que el valle por el que transitábamos, y que estaba formado por el Arve, cuyo curso seguíamos, se cerraba sobre nosotros gradualmente; y cuando el sol se puso, vimos las inmensas montañas y precipicios descolgándose sobre nosotros por todas partes y oímos el sonido del río rugiendo entre las rocas y las cascadas precipitándose alrededor.

Al día siguiente proseguimos nuestro viaje en mulas; y a medida que ascendíamos más y más, el valle adquiría un aspecto más bello y frondoso. Los castillos en ruinas colgando de los precipicios en montañas pobladas de pinos, el Arve impetuoso, y las pequeñas granjas asomándose aquí y allá entre los árboles formaban una escena de singular belleza. Pero aún lo fue más, y se acercó a lo sublime, cuando vimos los poderosos Alpes, cuyas blancas y brillantes pirámides y cúpulas se elevaban como torres sobre todo lo existente en la Tierra: la morada de otra raza de seres. Cruzamos el puente de Pelissier, donde la quebrada que forma el río se abría ante nosotros, y comenzamos a ascender la montaña que se elevaba sobre él. Poco después, entramos en el valle de Chamonix. Este valle es desde luego maravilloso y sublime, pero no tan hermoso y pintoresco como el de Servox, que era el que acabábamos de dejar atrás. Está rodeado de montañas altas y nevadas, pero ya no vimos más castillos en ruinas ni tierras fértiles. Los inmensos glaciares se acercaban casi al camino; oímos el atronador retumbar de avalanchas que se desprendían y la huella de neblina que dejaban a su paso. El Mont Blanc, el supremo y magnífico Mont Blanc, se elevaba sobre las aiguilles que lo rodean, y su imponente cúpula dominaba el valle.

Durante aquel viaje, en ocasiones avancé junto a Elizabeth y me esforcé en señalarle las distintas maravillas del paisaje. Y a menudo forzaba a mi mula a quedarse atrás, para poder entregarme así a las penas de mis pensamientos. En otras ocasiones espoleaba al animal para que adelantara a mis compañeros de viaje, para poder olvidarme de ellos, del mundo y, sobre todo, de mí mismo. Cuando me encontraba a cierta distancia, me bajaba y me tiraba en la hierba, apesadumbrado por el horror y la desesperación. A las ocho de la tarde llegamos a Chamonix. Mi padre y Elizabeth estaban muy cansados. Ernest, que nos acompañaba, estaba encantado y muy animado. La única circunstancia que le molestaba era el viento del sur y la lluvia que ese viento prometía para el día siguiente.

Nos retiramos pronto a nuestros aposentos, pero no a dormir: al menos, yo no. Permanecí durante muchas horas asomado a la ventana, observando los pálidos resplandores que jugaban sobre el Mont Blanc… y escuchando el rumor del Arve, que corría bajo mi ventana.

CAPÍTULO 15

Al día siguiente, contrariamente a los pronósticos de nuestros guías, hizo muy bueno, aunque el cielo estaba nublado. Visitamos las fuentes del Arveiron y paseamos a caballo por el valle hasta la tarde. Aquellos paisajes sublimes y magníficos me proporcionaban todo el consuelo que podía recibir. Me elevaban por encima de la mezquindad; y aunque no podían disipar mi dolor, lo mitigaban y lo acallaban. En alguna medida, también, apartaban mi mente de los pensamientos en los que había estado sumida durante el último mes. Regresaba al atardecer, agotado pero menos desdichado, y conversaba con mi familia con más simpatía de lo que había sido mi costumbre desde hacía algún tiempo. Mi padre estaba contento, y Elizabeth, encantadísima.

—Mi querido primo —decía—, ¿ves cuánta felicidad nos traes cuando eres feliz? ¡No recaigas de nuevo!

A la mañana siguiente llovía torrencialmente y unas nieblas densas ocultaban las cimas de las montañas. Me levanté muy pronto, pero me sentía inusualmente melancólico. La lluvia me deprimía, los viejos temores volvieron a mi corazón, y me encontraba abatido. Sabía cuánto le desagradaría a mi padre este cambio repentino, y preferí evitarlo hasta que me recuperara lo suficiente, al menos, como para poder ocultar los sentimientos que me apesadumbraban. Supe que ellos se quedarían toda la tarde en la posada; y, como yo estaba muy acostumbrado a la lluvia y al frío, decidí subir el Montanvert solo. Recordaba la impresión que había causado en mi espíritu, cuando estuve allí por primera vez, la visión del gigantesco glaciar siempre en movimiento. En aquella ocasión me había embargado un éxtasis sublime que daba alas al alma y le permitía remontarse desde este oscuro mundo hasta la luz y la alegría. La contemplación de lo terrible y lo majestuoso en la naturaleza siempre ha tenido en realidad la capacidad de ennoblecer mi espíritu y de hacerme olvidar las preocupaciones pasajeras de la vida. Decidí ir solo, porque conocía bien el camino, y la presencia de otra persona arruinaría la solitaria grandeza del paisaje.

El ascenso es muy pronunciado, pero el camino se recorta en constantes revueltas que permiten ascender esas montañas casi verticales. Es un paisaje aterradoramente desolado. En mil lugares se aprecian los restos de los aludes invernales, donde los árboles yacen en tierra, quebrados y astillados: algunos, completamente destrozados; otros, inclinados y apoyados en los salientes rocosos de la montaña o recostados y atravesados sobre otros árboles. Cuando uno alcanza cierta altura, el camino se cruza con barranqueras cubiertas de nieve, desde donde suelen desprenderse continuamente piedras que caen rodando; una de esas quebradas es particularmente peligrosa, porque el más leve sonido, incluso el que se produce al hablar en voz alta, genera una vibración en el aire lo suficientemente violenta como para desatar la destrucción sobre la persona que se atrevió a hablar. Los abetos aquí no son ni altos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al paisaje. Miré abajo, al valle; imponentes nieblas se estaban elevando desde el río, que lo atravesaba, y se iban alzando en densas volutas en torno a las montañas del otro lado, cuyas cimas aparecían ocultas por nubes uniformes, mientras que la lluvia se precipitaba desde aquellos cielos oscuros y se añadía a la melancólica sensación que tenía de todo lo que me rodeaba. ¡Dios mío…! ¿Por qué presume el hombre de tener más sensibilidad que las bestias? Eso solo los convierte en seres más necesitados. Si nuestros impulsos se redujeran al hambre, la sed y el deseo, casi podríamos ser libres; pero nos vemos agitados por todos los vientos y por cada palabra pronunciada casi al azar o por cada paisaje que ese viento puede sugerirnos.

Dormimos, y un sueño es capaz de envenenar nuestro descanso.

Nos levantamos, y un pensamiento pasajero nos amarga el día.

Sentimos, imaginamos o razonamos; reímos, o lloramos,

abrazamos pesares amados, o apartamos nuestras cuitas;

no importa; porque sea alegría o pena,

el camino de su partida siempre está abierto.

El ayer del hombre jamás puede ser como su mañana;

¡nada puede durar, salvo la mutabilidad!

Ya era mediodía cuando llegué a la cumbre. Durante algún tiempo estuve sentado en la roca desde la que se dominaba el mar de hielo. La niebla envolvía aquel lugar y las montañas circundantes. De repente, una brisa disipó la niebla y yo descendí al glaciar. La superficie es muy quebrada, y se eleva como las olas de un mar enfurecido, o desciende mucho, y por todas partes se abren profundas grietas. Esa extensión de hielo tiene una legua de anchura, pero tardé casi dos horas en cruzarlo. La montaña que hay al otro lado es una roca desnuda y perpendicular. Desde aquella parte en la que ahora me encontraba, Montanvert se encontraba exactamente enfrente, a la distancia de una legua, y sobre él se elevaba el Mont Blanc con su terrible majestuosidad. Me quedé en una oquedad de la roca, observando aquel maravilloso e imponente paisaje. El mar o, más bien, el inmenso río de hielo, serpenteaba entre las montañas que lo abastecían, cuyas aéreas cumbres se elevaban sobre los abismos. Aquellas cimas heladas y deslumbrantes brillaban al sol, por encima de las nubes. Mi corazón, antes apenado, ahora se henchía con un sentimiento parecido a la alegría. Y exclamé:

—¡Espíritus errantes, si es verdad que vagáis y no encontráis descanso en vuestras angostas moradas, concededme esta leve felicidad o llevadme con vosotros y alejadme de las alegrías de la vida!

Apenas dije aquellas palabras, de repente descubrí la figura de un hombre a cierta distancia, avanzando hacia mí a una velocidad sobrehumana. Saltaba por encima de las grietas de hielo, entre las cuales yo había avanzado con tanta precaución; su estatura también, a medida que se aproximaba, parecía exceder con mucho a la de un hombre común. Tuve miedo… una niebla veló mis ojos, y sentí que la debilidad se apoderaba de mí. El viento gélido de las montañas rápidamente me reanimó. Me di cuenta, a medida que aquella figura se acercaba más y más (visión espantosa y aborrecida), de que era el engendro que yo había creado. Temblé de rabia y horror. Decidí esperar que se aproximara y, entonces, enfrentarme a él en un combate mortal. Se aproximó; su rostro delataba una amarga angustia mezclada con desdén y malignidad. Pero apenas pude darme cuenta de eso; la furia y el odio me habían privado por completo de todo razonamiento, y solo me recobré para lanzarle los insultos más furiosos de odio y de desprecio.

—¡Demonio! —exclamé—. ¿Te atreves a acercarte a mí? ¿Es que no temes que la furiosa venganza de mi brazo caiga sobre tu despreciable cabeza? ¡Apártate, alimaña miserable! ¡O mejor… quédate ahí para que pueda arrastrarte por el lodo…! ¡Y… oh, ojalá pudiera, con la destrucción de tu miserable existencia, devolverles la vida a aquellas criaturas a las que asesinaste diabólicamente!

—Esperaba este recibimiento —dijo el demonio—. Todos odian a los desgraciados… ¡cuánto me odiarán a mí, que soy el más desdichado de todos los seres vivos! Pero vos, mi creador, me odiáis y me rechazáis, a vuestra criatura, a quien estáis ligado por lazos que solo se desatarán con la muerte de uno de los dos. Os proponéis matarme… ¿Cómo os atrevéis a jugar así con la vida? ¡Cumplid con vuestro deber para conmigo, y yo cumpliré con vos y con el resto de la humanidad! Si aceptáis mis condiciones, os dejaré en paz, a ellos y a vos; pero si os negáis, alimentaré las fauces de la muerte hasta que se sacie incluso con vuestros seres más queridos.

—¡Monstruo abominable…! —grité furiosamente—. ¡Eres solo un demonio, y las torturas del infierno son una venganza demasiado dulce para los crímenes que has cometido! ¡Maldito demonio! ¡Y me reprochas tu creación! ¡Ven, para que pueda apagar la llama que encendí de un modo tan imprudente!

Mi furia estaba desatada. Salté sobre él, impelido por todos los sentimientos que pueden armar a un ser contra la existencia de otro. Él me esquivó fácilmente y dijo:

—¡Calmaos! Os suplico que me escuchéis, antes de que descarguéis vuestro odio sobre mi desventurada cabeza. ¿Acaso no he sufrido lo suficiente, que aún deseáis aumentar mi desdicha? Amo la vida, aunque solo sea para mí una sucesión de angustias, y defenderé la mía. Recordad que me habéis hecho más poderoso que vos mismo: soy más alto que vos; mis miembros, más ágiles. Pero no me dejaré arrastrar por la tentación de enfrentarme a vos. Soy vuestra criatura, y siempre seré fiel y sumiso ante vos, mi señor natural y mi rey, si vos cumplís también con vuestra parte, con las obligaciones que tenéis para conmigo. ¡Oh, Frankenstein…! No seáis justo con todos los demás, y me aplastéis a mí solo, a quien más debéis vuestra clemencia, vuestro cariño. Recordad que soy vuestra creación… yo debería ser vuestro Adán… pero, bien al contrario, soy un ángel caído, a quien privasteis de la alegría sin ninguna culpa; por todas partes veo una maravillosa felicidad de la cual solo yo estoy irremediablemente excluido. Yo era afectuoso y bueno: la desdicha me convirtió en un malvado. ¡Hacedme feliz, y volveré a ser bueno…!

—¡Apártate…! —contesté—. No te escucharé. No puede haber nada entre tú y yo. Somos enemigos. ¡Apártate de mí… o midamos nuestras fuerzas en una lucha en la que uno de los dos deba morir…!

—¿Cómo puedo conseguir que os apiadéis de mí? —dijo aquel engendro—. ¿No habrá súplicas que consigan que volváis vuestra benevolente mirada hacia la criatura que implora vuestra bondad y compasión…? Creedme, Frankenstein: yo era bueno… mi alma rebosaba de amor y humanidad; pero… ¿no estoy solo… miserablemente solo? Y vos, mi creador, me aborrecéis. ¿Qué esperanza puedo albergar respecto a vuestros semejantes, que no me deben nada? Me desprecian y me odian. Las montañas desoladas y los lúgubres glaciares son mi refugio. He vagado por estos lugares durante muchos días. Las grutas de hielo, a las que solo yo no temo, son mi hogar, y el único lugar al que los hombres no desean venir. Bendigo estos espacios tenebrosos, porque son más amables conmigo que vuestros semejantes. Si la humanidad entera supiera de mi existencia, como vos, cogería las armas para conseguir mi completa aniquilación. Así… ¿no he de odiar a aquellos que me aborrecen? No habrá tregua con mis enemigos. Soy desgraciado, y ellos compartirán mi desdicha. Pero en vuestra mano está recompensarme y librar a todos los demás de un mal que solo espera a que vos lo desencadenéis, y que no os engullirá en los torbellinos de su furia solo a vos y a vuestra familia, sino a muchísimos otros más. Permitid que se conmueva vuestra compasión y vuestra justicia, y no me despreciéis. ¡Escuchad mi historia! Cuando la hayáis oído, maldecidme o apiadaos de mí, de acuerdo con lo que consideréis que merezco. Pero escuchadme… Las leyes humanas permiten a los reos, no importa lo sanguinarios que sean, hablar en su propia defensa antes de ser condenados. Escuchadme, Frankenstein… Me acusáis de asesinato, y sin embargo destruiríais gustosamente vuestra propia criatura. ¡Oh, gloria a la eterna justicia del hombre! Pero no os pido que me perdonéis; escuchadme y luego, si podéis y así lo deseáis, destruid la obra que nació de vuestras propias manos.

—¿Por qué me traes a la memoria hechos cuyo simple recuerdo me hace estremecer, y de los cuales solo yo soy la triste causa y razón? —grité—. ¡Maldito sea el día en que viste la luz! ¡Y aunque me maldiga a mí mismo, malditas sean las manos que te crearon! ¡Me has hecho más desgraciado de lo que nadie puede imaginar! ¡No me has dejado la posibilidad de considerar si soy justo contigo o no! ¡Apártate, apártate de mi vista!

—Así lo haré, Creador, apartaré de vuestra vista a aquel a quien aborrecéis —contestó y puso delante de mis ojos sus espantosas manos, y yo las aparté con violencia—; pero podéis seguir escuchándome y concederme vuestra compasión. Por las virtudes que tuve una vez, os lo ruego: escuchad mi historia. Es larga y extraña, y la temperatura de este lugar no es adecuada para vuestra delicada sensibilidad; venid a la cabaña de las montañas. El sol aún está alto en el cielo; antes de que caiga y se oculte tras aquellas montañas e ilumine otro mundo, habréis escuchado mi historia y podréis decidir. De vos depende si he de apartarme para siempre de los lugares que ocupan los hombres y he de llevar una vida tranquila, sin hacer daño a nadie, o he de convertirme en el azote de vuestros semejantes y en la causa de vuestra ruina inmediata.

Y diciendo aquello, emprendió la marcha por el hielo. Lo seguí. Tenía el corazón destrozado y no le respondí; pero mientras avanzaba, sopesé los distintos argumentos que había utilizado, y al fin decidí escuchar su historia. En parte me vi empujado por la curiosidad, y la compasión terminó de inclinarme a ello. Hasta entonces solo lo consideraba el asesino de mi hermano, y deseaba con ansiedad que me confirmara o me negara aquella idea. Por vez primera también, sentí que un creador tenía deberes para con su criatura, y que antes de quejarme por su maldad debía conseguir que fuera feliz. Esos motivos me forzaron a aceptar su ruego. Cruzamos los hielos, pues, y ascendimos por las montañas que había al otro lado. El aire era frío, y la lluvia comenzaba a caer de nuevo. Entramos en la cabaña… el monstruo con aire de satisfacción, yo con el corazón oprimido y con los ánimos abatidos. Pero había decidido escucharle; y, sentándome junto al fuego que encendió, comenzó a contarme así su historia.

****

VOLUMEN II

CAPÍTULO 1

Solo con mucha dificultad recuerdo los primeros instantes de mi existencia. Todos los acontecimientos de aquel período se me aparecen confusos e indistintos. Una extraña sensación me embargaba. Veía, sentía, oía y olía al mismo tiempo, y eso ocurría incluso mucho tiempo antes de que aprendiera a distinguir las operaciones de mis distintos sentidos. Recuerdo que, poco a poco, una luz cada vez más fuerte se apoderó de mis nervios de tal modo que me obligó a cerrar los ojos. Luego la oscuridad me envolvió y me angustió. Pero apenas había sentido esto cuando, abriendo los ojos (o eso supongo ahora), la luz se derramó sobre mí de nuevo. Caminé, creo, y descendí; pero de repente descubrí un gran cambio en mis sensaciones. Antes estaba rodeado de cuerpos oscuros y opacos, inaccesibles a mi tacto o a mi vista; y ahora descubría que podía caminar libremente, y que no había obstáculos que no pudiera superar o evitar. La luz se hizo cada vez más opresiva y como el calor me agotaba cuando caminaba, busqué un lugar donde pudiera haber sombra. Fue en el bosque que hay cerca de Ingolstadt; y allí, junto a un arroyo, me tumbé durante unas horas y descansé, hasta que sentí las punzadas del hambre y la sed. Esto me obligó a levantarme y abandonar mi sueño, y comí algunos frutos del bosque que encontré colgando de los árboles o tirados por el suelo. Sacié mi sed en el arroyo; y luego, volviéndome a tumbar, me embargó el sueño. Ya era de noche cuando me desperté; también sentí frío, y se puede decir que instintivamente casi me asusté al descubrirme completamente solo. Antes de abandonar vuestros aposentos, como tuve sensación de frío, me había cubierto con algunas ropas; pero eran insuficientes para protegerme de los rocíos de la noche. Era un pobre desgraciado, indefenso y miserable. Ni sabía ni podía comprender nada; pero sintiendo que el dolor invadía todo el cuerpo, me senté y lloré.

Poco después, una hermosa luz fue cubriendo los cielos poco a poco y tuve una sensación de placer. Me levanté y observé una brillante esfera que se elevaba entre los árboles. La miré maravillado. Se movía lentamente; pero iluminaba mi camino, y de nuevo fui a buscar frutos. Todavía estaba aterido cuando, bajo uno de los árboles, encontré una enorme capa con la cual me cubrí, y me senté en la tierra. No había ideas claras en mi mente; todo me resultaba confuso. Sentía la luz, el hambre, la sed y la oscuridad; innumerables sonidos tintineaban en mis oídos, y por todas partes me llegaban distintos olores; lo único que podía distinguir era la luna brillante, y clavé mis ojos en ella con placer. Transcurrieron varios días y noches, y la esfera de la noche ya había menguado mucho cuando comencé a distinguir unas sensaciones de otras. Poco a poco empecé a discernir con facilidad el arroyo claro que me proporcionaba el agua y los árboles que me cubrían con su follaje. Me encantó descubrir por vez primera aquel sonido tan agradable que a menudo halagaba mis oídos, y que procedía de las gargantas de pequeños animales alados que a menudo la luz de mis ojos descubría. También comencé a ver con más precisión las formas que me rodeaban y a comprender las horas de la radiante luz que se derramaba sobre mí. A veces intentaba imitar las agradables canciones de los pájaros, pero me resultaba imposible. A veces deseaba expresar mis sensaciones a mi modo, pero el sonido desagradable e incomprensible que salió de mi garganta me aterró y me devolvió de nuevo al silencio.

La luna había desaparecido de la noche y se volvió a mostrar de nuevo con una forma más pequeña mientras yo aún vivía en el bosque. Por aquel entonces mis sensaciones habían llegado a ser ya bastante claras y mi mente todos los días concebía nuevas ideas. Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la luz y a percibir los objetos con sus formas precisas: ya distinguía a los insectos de las plantas y, poco a poco, unas plantas de otras. Descubrí que los gorriones apenas cantaban, salvo unas notas toscas, mientras que las de los mirlos eran dulces y encantadoras. Un día, cuando me hallaba aterido de frío, encontré un fuego que habían abandonado algunos mendigos vagabundos y me embargó un gran placer cuando sentí su calor. En mi alegría, alargué mi mano hacia las brasas vivas, pero rápidamente la aparté con un grito de dolor. Qué extraño, pensé, que la misma causa produjera al mismo tiempo efectos tan contrarios. Estudié con detenimiento la composición del fuego y, para mi alegría, descubrí que salía de la madera. Rápidamente recogí algunas ramas, pero estaban húmedas y no prendieron. Me quedé triste por esto y volví a sentarme para ver cómo funcionaba el fuego. La madera húmeda que había dejado cerca se fue secando y luego empezó a arder. Pensé en aquello; y tocando las distintas ramas, descubrí la causa y me ocupé de recoger una gran cantidad de madera que yo podría secar y así tendría mucha reserva para el fuego. Cuando vino la noche y con ella trajo el sueño, tuve mucho miedo de que mi fuego pudiera apagarse. Lo cubrí cuidadosamente con madera seca y hojas, y luego puse más ramas húmedas; y luego, extendiendo en el suelo mi capa, me tumbé y caí dormido. Por la mañana me desperté, y mi primera preocupación fue ver cómo estaba el fuego. Lo descubrí y una leve brisa lo avivó y lo prendió. También me fijé en eso y formé un abanico con ramas para avivar las brasas cuando estuvieran a punto de apagarse. Cuando vino la noche otra vez, vi con placer que el fuego daba luz además de calor; y el descubrimiento de este detalle me fue de mucha utilidad también a la hora de comer, porque vi que algunos restos de carne que los viajeros abandonaban habían sido asados y resultaban mucho más sabrosos que los frutos del bosque que yo recogía. Así pues, intenté preparar mi comida de la misma manera, poniéndola en las brasas vivas. Descubrí que los frutos se echaban a perder, pero las nueces mejoraban mucho. La comida, de todos modos, comenzó a escasear y a menudo pasaba todo el día buscando en vano algunas bellotas con las que calmar las punzadas del hambre. Cuando vi que ocurría esto, decidí abandonar el lugar en el que había vivido hasta entonces y buscar otro en el que pudiera satisfacer con más facilidad las pocas necesidades que tenía. Al emprender este viaje, lamenté muchísimo la pérdida de mi hoguera. La había conseguido por medios ajenos y no sabía cómo volverla a hacer. Pensé seriamente en este contratiempo durante varias horas, pero me vi obligado a renunciar a cualquier intento de hacer otra; y, envolviéndome en mi capa, atravesé el bosque y me dirigí hacia donde se pone el sol. Pasé tres días vagando por aquellos caminos y al final encontré el campo abierto. La noche anterior había caído una gran nevada, y los campos estaban blancos y sin hollar; todo parecía desolado, y de pronto comprobé que aquella sustancia blanca que cubría los campos me estaba congelando los pies. Eran alrededor de las siete de la mañana y yo solo suspiraba por conseguir un poco de comida y abrigo. Al final vi una pequeña cabaña que sin duda había sido construida para acoger a algún pastor. Aquello era nuevo para mí, y estudié la estructura de la cabaña con gran curiosidad. Encontré la puerta abierta, y entré. Había un anciano allí sentado, cerca de la chimenea sobre la cual estaba preparándose el desayuno. Se volvió al oír el ruido y, al verme, dio un fuerte alarido y, abandonando la cabaña, huyó corriendo por los campos con una velocidad de la que nadie lo hubiera creído capaz a juzgar por su frágil figura. Su huida me sorprendió un tanto, pero yo estaba encantado con la forma de aquella cabaña. Allí no podían penetrar ni la nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco; y aquello me parecía un refugio tan excelente y maravilloso como les pareció el Pandemónium a los señores del infierno después de asfixiarse en el lago de fuego. Devoré con avidez los restos del desayuno del pastor, que consistían en pan, queso, leche y vino del Rin… pero esto último, de todos modos, no me gustó. Entonces me invadió el cansancio, me tumbé sobre un poco de paja, y me dormí.

Ya era mediodía cuando me desperté; y, animado por el calor del sol, decidí reemprender mi viaje; y, colocando los restos del desayuno del campesino en un zurrón que encontré, continué avanzando por los campos durante varias horas, hasta que llegué a una aldea al atardecer. ¡Me pareció un verdadero milagro…! Las cabañas, las casitas y las granjas, tan ordenadas, y las casas de los hacendados, unas tras otras, suscitaron toda mi admiración. Las verduras en los huertos y la leche y el queso que vi colocados en las ventanas de algunas granjas me cautivaron. Entré en una de las mejores casas, pero apenas había puesto el pie en la puerta cuando los niños comenzaron a gritar y una de las mujeres se desmayó. Todo el pueblo se alarmó: algunos huyeron; otros me atacaron, hasta que gravemente magullado por las piedras y otras muchas clases de armas arrojadizas, pude escapar a campo abierto y, aterrorizado, me escondí en un pequeño cobertizo, completamente vacío y de aspecto miserable, comparado con los palacios que había visto en la aldea. Aquel cobertizo, sin embargo, estaba contiguo a una casa de granjeros que parecía muy cuidada y agradable, pero después de mi última experiencia, que tan cara me había costado, no me atreví a entrar en ella. El lugar de mi refugio se había construido con madera, pero el techo era tan bajo que solo con mucha dificultad podía permanecer sentado allí dentro. De todos modos, no había madera en el suelo, como en la casa, pero estaba seco; y aunque el viento se colaba por innumerables rendijas, me pareció una buena protección contra la nieve y la lluvia. Así pues, allí me metí y me tumbé, feliz de haber encontrado un refugio ante las inclemencias de la estación y, sobre todo, ante la barbarie del hombre.

CAPÍTULO 2

Tan pronto como despuntó la mañana, salí arrastrándome del refugio para ver la casa cercana y comprobar si podía permanecer en la guarida que había encontrado. Mi cobertizo estaba situado en la parte trasera de la casa y rodeado a ambos lados por una pocilga y una charca de agua limpia. También había una parte abierta, por la que yo me había arrastrado para entrar; pero entonces cubrí con piedras y leña todos los resquicios por los que pudieran descubrirme, y lo hice de tal modo que podía moverlo para entrar y salir; la única luz que tenía procedía de la pocilga, y era suficiente para mí.

Habiendo dispuesto de ese modo mi hogar y después de haberlo alfombrado con paja, me oculté, porque vi la figura de un hombre a lo lejos; y recordaba demasiado bien el tratamiento que me habían dado la noche anterior como para fiarme de él. En todo caso, antes me había procurado el sustento para aquel día, que consistía en un mendrugo de pan duro que había robado y un tazón con el cual podría beber, mejor que con las manos, del agua limpia que manaba junto a mi guarida. El suelo estaba un poco alzado, de modo que se mantenía perfectamente seco; y como al otro lado de la pared estaba la chimenea con el fuego de la cocina de la granja, el cobertizo estaba bastante caliente. Pertrechado de este modo, me dispuse a quedarme en aquella choza hasta que ocurriera algo que pudiera cambiar mi decisión. En realidad, era un paraíso comparado con el inhóspito bosque (mi primera morada), con las ramas de los árboles siempre goteando, y la tierra empapada. Di cuenta de mi desayuno con placer y cuando iba a apartar el tablazón para procurarme un poco de agua, oí unos pasos, y, mirando a través de un pequeño resquicio, pude ver a una muchacha que llevaba un cántaro en la cabeza y pasaba por delante de mi choza. La muchacha era muy joven y de porte gentil, muy distinta a los granjeros y criados que me había encontrado hasta entonces. Sin embargo, iba vestida muy sencillamente, y una tosca falda azul y una blusa de lino era toda su indumentaria; tenía el pelo rubio, y lo llevaba peinado en trenzas, pero sin adornos; parecía resignada, y triste. Se marchó, pero un cuarto de hora después regresó, llevando el cántaro, ahora casi lleno de leche. Mientras iba caminando, y parecía que apenas podía con el peso, un joven le salió al encuentro, y su rostro mostraba un abatimiento aún más profundo; profiriendo algunas palabras con aire melancólico, cogió el cántaro de la cabeza de la niña y lo llevó a la casa. Ella fue detrás, y ambos desaparecieron. Casi inmediatamente volví a ver al hombre joven otra vez, con algunas herramientas en la mano, cruzando el campo que había frente a la casa, y la niña también estuvo trabajando: a veces en la casa y a veces en el corral, donde les daba de comer a las gallinas. Cuando examiné bien mi choza, descubrí que una esquina de mi cobertizo antiguamente había sido parte de una ventana de la casa, pero el hueco se había cubierto con tablones. Uno de ellos tenía una pequeña y casi imperceptible grieta, a través de la cual solo podía penetrar la mirada; a través de esa ranura se veía una pequeña sala, encalada y limpia pero casi vacía de mobiliario. En una esquina, cerca de una pequeña chimenea estaba sentado un anciano, apoyando la cabeza en la mano con un gesto de desconsuelo. La muchacha joven estaba ocupada intentando arreglar la casa; pero entonces sacó algo de una caja que tenía en las manos y se sentó junto al anciano, quien, cogiendo un instrumento, comenzó a tocar y a emitir sonidos más dulces que el canto del zorzal o el ruiseñor. Incluso a mí, un pobre desgraciado que jamás había visto nada hermoso, me pareció una escena encantadora. Los cabellos plateados y la expresión bondadosa del anciano granjero se ganaron mi respeto, mientras que los gestos amables de la joven despertaron mi amor. El anciano tocó una canción dulce y triste, la cual, según descubrí, arrancaba lágrimas de los ojos de su encantadora compañera, pero el anciano no se dio cuenta de ello hasta que ella dejó escapar un suspiro. Entonces, él dijo algunas palabras, y la pobre niña, dejando su labor, se arrodilló a sus pies. Él la levantó y sonrió con tal bondad y cariño que yo tuve sensaciones de una naturaleza peculiar y abrumadora; eran una mezcla de dolor y placer, como nunca había experimentado antes, ni por el hambre ni por el frío, ni por el calor o la comida; incapaz de soportar esas emociones, me aparté de la ventana.

Poco después, el hombre joven regresó, trayendo sobre los hombros un haz de leña. La niña lo recibió en la puerta, le ayudó a desprenderse de su carga y, metiendo un poco de leña en la casa, la puso en la chimenea; luego, ella y el joven se apartaron a un rincón de la casa, y él le mostró una gran rebanada de pan y un pedazo de queso. Ella pareció contenta y salió al huerto para coger algunas raíces y plantas; luego las puso en agua y, después, al fuego. Continuó después con su labor, mientras el joven salía al huerto, donde se ocupó con afán en cavar y sacar raíces. Después de trabajar así durante una hora, la joven fue a buscarlo y volvieron a la casa juntos. Mientras tanto, el anciano había permanecido pensativo; pero, cuando se acercaron sus compañeros, adoptó un aire más alegre, y todos se sentaron a comer. La comida se despachó rápidamente; la joven se ocupó de nuevo en ordenar la casa; el viejo salió a la puerta y estuvo paseando al sol durante unos minutos, apoyado en el brazo del joven. Nada podría igualar en belleza el contraste que había entre aquellos dos maravillosos hombres; el uno era anciano, con el cabello plateado y un rostro que reflejaba bondad y amor; el joven era esbelto y apuesto, y sus rasgos estaban modelados por la simetría más delicada, aunque sus ojos y su actitud expresaban una tristeza y un abatimiento indecibles. El anciano regresó a la casa; y el joven, con herramientas distintas de las que había utilizado por la mañana, dirigió sus pasos a los campos. La noche cayó repentinamente, pero, para mi absoluto asombro, descubrí que los granjeros tenían un modo de conservar la luz por medio de velas, y me alegró comprobar que la puesta de sol no acababa con el placer que yo experimentaba viendo a mis vecinos. Por la noche, la muchacha y sus compañeros se entretuvieron en distintas labores que en aquel momento no comprendí, y el anciano de nuevo cogió el instrumento que producía los celestiales sonidos que me habían encantado por la mañana. Tan pronto como hubo concluido, el joven comenzó, no a tocar, sino a proferir sonidos que resultaban monótonos y en nada recordaban la armonía del instrumento del anciano ni las canciones de los pájaros; más adelante comprendí que leía en voz alta, pero en aquel momento yo no sabía nada de la ciencia de las palabras y las letras. La familia apagó las luces después y se retiró, o eso pensé yo, a descansar.

Yo me tumbé en la paja, pero no pude dormir. Pensé en todo lo que había ocurrido durante el día. Lo que me llamaba la atención principalmente eran los amables modales de aquellas personas, y anhelé unirme a ellos, pero no me atreví. Recordaba demasiado bien el trato que había sufrido la noche anterior por parte de aquellos aldeanos bárbaros y decidí que, cualquiera que fuera la conducta que pudiera adoptar en el futuro, por el momento me quedaría tranquilamente en mi cobertizo, observando e intentando descubrir las razones de sus actos.

Los granjeros se levantaron a la mañana siguiente antes de que saliera el sol. La joven aderezó la casa y preparó la comida; y el joven, montado en un animal grande y extraño, se alejó. Aquel día transcurrió con la misma rutina que el día anterior. El hombre joven estuvo todo el día ocupado fuera, y la muchacha se entretuvo en varias ocupaciones y labores en la casa. El anciano, pronto supe que era ciego, empleaba sus largas horas de asueto tocando su instrumento o pensando. Nada puede asemejarse al cariño y al respeto que los jóvenes granjeros le demostraban a aquel anciano venerable. Le prodigaban toda la amabilidad imaginable esas pequeñas atenciones del afecto y el deber, y él las recompensaba con sus bondadosas sonrisas.

Sin embargo, no eran completamente felices. El hombre joven y su compañera a menudo se apartaban a una esquina de su habitación común y lloraban. Yo no conocía la causa de su tristeza, pero aquello me afectaba profundamente. Si aquellas criaturas tan encantadoras eran desdichadas, resultaba menos extraño que yo, un ser imperfecto y solitario, fuera completamente desgraciado. Pero… ¿por qué aquellos seres tan buenos eran tan infelices? Tenían una casa preciosa (o, al menos, lo era a mis ojos) y todos los lujos; tenían una chimenea para calentarse cuando helaba y deliciosos alimentos para cuando tenían hambre; iban vestidos con ropas excelentes; y, aún más, podían disfrutar de la compañía mutua y de la conversación… y todos los días intercambiaban miradas de cariño y afecto. ¿Qué significaban entonces aquellas lágrimas? ¿Expresarían realmente dolor? Al principio fui incapaz de responder a estas preguntas, pero una constante atención y el transcurso del tiempo consiguieron explicarme muchas cosas que al principio me parecieron enigmáticas.

CAPÍTULO 3

Transcurrió un considerable período de tiempo antes de que descubriera una de las causas de la inquietud de aquella encantadora familia. Era la pobreza… y sufrían esa desgracia hasta unos límites angustiosos. Su sustento solo constaba de pan, las verduras de su huerto y la leche de una vaca, que daba muy poca durante el invierno, cuando sus dueños apenas podían encontrar alimento para ella. Creo que a menudo sufrían muy desagradablemente la punzada del hambre, sobre todo los dos jóvenes granjeros, porque muchas veces vi cómo le ponían al anciano la comida delante, cuando ellos no tenían nada para sí. Ese rasgo de bondad me conmovió profundamente. Yo me había acostumbrado a robar parte de sus viandas durante la noche, para mi propio sustento; pero cuando descubrí que al hacerlo infligía aún más sufrimiento a los granjeros, me abstuve y me conformé con las bayas, nueces y raíces que recolectaba en un bosque cercano. También descubrí otros medios mediante los cuales podía colaborar en sus trabajos. Comprobé que el joven empleaba buena parte del día en recoger madera para el hogar familiar; así que por la noche, con frecuencia cogía sus herramientas (enseguida aprendí cómo se utilizaban) y llevaba a la casa leña suficiente para el consumo de varios días.

Recuerdo que la primera vez que hice eso, la muchacha, que abrió la puerta por la mañana, pareció absolutamente sorprendida al ver un gran montón de madera en el exterior. Dijo algunas palabras en voz alta, e inmediatamente el joven salió, y también pareció sorprendido. Observé con placer que aquel día no iba al bosque, sino que lo empleaba en reparar la granja y en cultivar el huerto.

Poco a poco también hice otro descubrimiento de mayor importancia para mí. Comprendí que aquellas personas tenían un método para comunicarse mutuamente sus experiencias y sentimientos mediante ciertos sonidos articulados que proferían. Me di cuenta de que las palabras que decían a veces producían placer o dolor, sonrisas o tristeza, en el pensamiento y el rostro de quienes las oían. En realidad, parecía una ciencia divina, y deseé ardientemente adquirirla y conocerla. Pero todos los intentos que hice al respecto resultaron fallidos. Su pronunciación era muy rápida; y como las palabras que emitían no tenían ninguna relación aparente con los objetos visibles, yo no era capaz de dar con la clave que me permitiera desentrañar el misterio de su significado. Esforzándome mucho, de todos modos, y después de permanecer durante muchas revoluciones de la luna en mi cobertizo, descubrí los nombres que daban a algunos de los objetos que más aparecían en su hablar: aprendí y comprendí las palabras «fuego», «leche», «pan» y «leña». También aprendí los nombres de los propios granjeros. La joven y su compañero tenían cada uno varios nombres, pero el anciano solo tenía uno, que era Padre. A la muchacha la llamaban hermana o Agatha, y el joven era Felix, hermano o hijo. No puedo explicar el placer que sentí cuando aprendí las ideas que se correspondían con cada uno de aquellos sonidos y fui capaz de pronunciarlos. Distinguí muchas otras palabras, aunque aún no era capaz de comprenderlas o aplicarlas… como «bueno», «querido», «infeliz».

Así pasé el invierno. Las hermosas costumbres y la belleza de los granjeros consiguieron que me encariñara mucho con ellos. Cuando ellos estaban tristes, yo me deprimía; y disfrutaba con sus alegrías. Apenas vi a otros seres humanos con ellos; y si ocurría que alguno entraba en la casa, sus rudos modales y sus ademanes agresivos solo me convencían de la superioridad de mis amigos. El anciano, así pude percibirlo, a menudo intentaba animar a sus hijos, porque descubrí que de ese modo los llamaba a veces, para que abandonaran su melancolía. Y entonces hablaba en un tono cariñoso, con una expresión de bondad que transmitía alegría, incluso a mí. Agatha escuchaba con respeto; sus ojos a veces se llenaban de lágrimas que intentaba enjugar sin que nadie lo notara; pero yo generalmente comprobaba que sus gestos y su hablar era más alegre después de haber escuchado las exhortaciones de su padre. Eso no ocurría con Felix. Este siempre era el más triste del grupo; e incluso para mis torpes sentidos, parecía que sufría más profundamente que sus seres queridos. Pero si su expresión parecía más apenada, su voz era más animada que la de su hermana, especialmente cuando se dirigía al anciano.

Podría mencionar innumerables ejemplos que, aunque sean pequeños detalles, reflejan los caracteres de aquellos encantadores granjeros. En medio de la pobreza y la necesidad, Felix amablemente le llevó a su hermana las primeras flores blancas que brotaron entre la nieve. Por la mañana temprano, antes de que ella se levantara, él limpiaba la nieve que cubría el camino de la vaquería, sacaba agua del pozo, e iba a buscar la leña al cobertizo donde, para su constante asombro, siempre se encontraba con que una mano invisible había repuesto la madera que iban gastando. Por el día, yo creo que a veces trabajaba para un granjero vecino, porque a menudo se iba y no regresaba hasta la hora de la cena, y sin embargo no traía leña. En otras ocasiones trabajaba en el huerto; pero como había tan poco que hacer en la temporada de los hielos, a menudo se ocupaba de leerles al anciano y a Agatha. Al principio aquellas lecturas me dejaron absolutamente perplejo; pero, poco a poco, descubrí que cuando leía profería los mismos sonidos que cuando hablaba; así que pensé que él veía en el papel ciertos signos que entendía y que podía decir, y yo deseé fervientemente comprender aquello también. ¿Pero cómo iba a hacerlo si ni siquiera comprendía los sonidos para los cuales se habían escogido aquellos signos? De todos modos, mejoré bastante en esta disciplina, pero no lo suficiente como para mantener ningún tipo de conversación, aunque ponía toda el alma en el intento: porque yo comprendía con toda claridad que, aunque deseara vivamente mostrarme a los granjeros, no debería ni siquiera intentarlo hasta que no dominara su lenguaje; aquel conocimiento permitiría que no se fijaran mucho en la deformidad de mi aspecto; y de esto me había dado cuenta también por el permanente contraste que se ofrecía a mis ojos.

Yo admiraba las formas perfectas de mis granjeros… su elegancia, su belleza, y la tersura de su piel: ¡y cómo me horroricé cuando me vi reflejado en el agua del estanque! Al principio me retiré asustado, incapaz de creer que en realidad era yo el que se reflejaba en la superficie espejada; y cuando me convencí plenamente de que realmente era el monstruo que soy, me embargaron las sensaciones más amargas de tristeza y vergüenza. ¡Oh… aún no conocía bien las fatales consecuencias de esta miserable deformidad…!

Cuando el sol comenzó a calentar un poco más, y la luz del día duraba más, la nieve desapareció, y entonces vi los árboles desnudos y la tierra negra. Desde entonces Felix estuvo más ocupado; y las conmovedoras señales del hambre amenazante desaparecieron. Sus alimentos, como supe más adelante, eran muy burdos, pero bastante saludables; y contaban con cantidad suficiente. Varias clases nuevas de plantas brotaron en el huerto, y ellos las preparaban y condimentaban para comerlas; y aquellas señales de bienestar aumentaron día a día, a medida que avanzaba la estación.

El anciano, apoyado en su hijo, caminaba todos los días a mediodía, cuando no llovía, pues, como descubrí, así se dice cuando los cielos derraman sus aguas. Esto ocurría frecuentemente; pero un viento fuerte secaba rápidamente la tierra y la estación se fue haciendo cada vez más agradable.

Mi vida en el cobertizo era siempre igual. Por la mañana espiaba los movimientos de los granjeros; y cuando se hallaban cada cual ocupado en sus labores, yo dormía: el resto del día lo empleaba en observar a mis amigos. Cuando se retiraban a descansar, si había luna, o la noche estaba estrellada, me adentraba en los bosques y recolectaba mi propia comida y leña para la granja. Cuando regresaba, y a menudo era muy necesario, limpiaba el camino de nieve, y llevaba a cabo aquellas tareas que había visto hacer a Felix. Más adelante descubrí que aquellas labores, ejecutadas por una mano invisible, les asombraban profundamente; y en aquellas ocasiones, una o dos veces les oí pronunciar las palabras «espíritu bueno», «prodigio»: pero en aquel momento no comprendía el significado de esos términos.

Entonces mis pensamientos se hicieron cada día más activos, y deseaba fervientemente descubrir las razones y los sentimientos de aquellas criaturas encantadoras; sentía una gran curiosidad por saber por qué Felix parecía tan abatido, y Agatha tan triste. Pensé (¡pobre desgraciado!) que podría estar en mi poder devolver la felicidad a aquellas personas que tanto la merecían. Cuando dormía, o me ausentaba, se me aparecían las imágenes del venerable padre ciego, de la adorable Agatha y del bueno de Felix. Yo los consideraba como seres superiores, que podrían ser dueños de mi destino futuro. Tracé en mi imaginación mil modos de presentarme ante ellos, y pensé cómo me recibirían. Imaginé que sentirían asco, hasta que con mis amables gestos y mis palabras conciliadoras consiguiera ganarme su favor, y más adelante, su cariño.

Aquellos pensamientos me entusiasmaban y me obligaban a esforzarme con renovado interés en el aprendizaje del arte del lenguaje. Mi garganta era bastante ruda, pero flexible; y aunque mi voz era muy distinta a la suave melodía de sus voces, conseguía sin embargo pronunciar con bastante facilidad aquellas palabras que comprendía. Era como el burro y el perrillo faldero: y de todos modos, el buen burro, cuyas intenciones eran buenas, aunque sus modales fueran un tanto rudos, merecía mejor trato que los golpes y los insultos.

Las lluvias suaves y la adorable calidez de la primavera cambió por completo el aspecto de la tierra. Los hombres, que antes de este cambio parecían haber estado escondidos en sus cuevas, se dispersaron por todas partes y se ocuparon en las distintas artes de la agricultura. Los pájaros cantaban con acentos más alegres y las ramas comenzaron a echar brotes en los árboles. ¡Mundo alegre y feliz…! ¡Morada apropiada para los dioses, que muy poco tiempo antes estaba yerma, húmeda y enferma! Me animé mucho ante el encantador aspecto de la Naturaleza; el pasado se borró de mi memoria, el presente era feliz y el futuro refulgía con brillantes rayos de esperanza y promesas de alegría.

CAPÍTULO 4

Me apresuro ahora a narrar la parte más conmovedora de mi historia. Relataré sucesos que grabaron sentimientos en mí que, de lo que era, me han convertido en lo que soy.

La primavera adelantaba rápidamente; el tiempo ya era muy agradable, y los cielos estaban despejados. Me sorprendió que lo que antes estaba desierto y oscuro ahora estallara con las flores más hermosas y con tanto verdor. Mil perfumes deliciosos y mil escenas maravillosas gratificaban y animaban mis sentidos.

100 Clásicos de la Literatura

Подняться наверх