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Introducción

La suspensión del tiempo moderno

“Filosofar consiste en invertir la dirección

habitual del trabajo del pensamiento”.

Henri Bergson

“El escritor emplea palabras, pero creando una sintaxis que las hace entrar en la sensación, o que hace tartamudear a la lengua corriente, o estremecerse, o gritar, o hasta cantar: es el estilo, el ‘tono’, el lenguaje de las sensaciones, o la lengua extranjera en la lengua, la que reclama un pueblo futuro”.

Gilles Deleuze y Felix Guattari

“[São] sensações não mensuráveis pela física moderna,

que fracassa completamente quando a noção de tempo perde

o seu sentido vulgar de cronômetro”.

Flávio de Carvalho1


Instante ya

Hay una escena hacia el final de La hora de la estrella, la última novela que Clarice Lispector publicó en vida, que ilumina un lazo entre tiempo, palabra y materialidad y que permite una entrada a los problemas que aborda este libro. Macabéa –una mujer nordestina, inmigrante y desnutrida que vive en una pensión de Río de Janeiro– acude a una adivina para conocer su futuro luego de haber vivido su primer desengaño amoroso. Luego de un largo monólogo en el que no parece notar la presencia silenciosa de su clienta, la adivina se dirige a ella y le pregunta: “¿A ti te dan miedo las palabras?” Macabéa responde que sí. Entonces Madame Carlota le tira las cartas y comienza a vaticinar un futuro grandioso, un futuro de película. Le dice que va a venir un hombre alto, rubio, rico y extranjero que se va a enamorar de ella y la va a sacar de la miseria. Es como un cuento de hadas, un destino de Cenicienta que, por supuesto, termina siendo demasiado grande y monumental; demasiado feliz para la vida de una chica pobre. Acaso por la proximidad espacial de Macabéa con la anterior clienta en la sala de espera, la adivina confunde y mezcla el destino de ambas mujeres. Cuando una entraba, la otra salía llorando: las cartas no eran buenas, predecían que iba a morir atropellada por un auto. Macabéa sale de la consulta con un sentimiento desconocido de esperanza y felicidad, pero pocas cuadras después sufre el impacto de un Mercedes Benz en su cuerpo y tras una larga agonía, muere tirada en la calle, mirando el pasto que crece en el desagüe de la cloaca. Sin embargo, en el momento fugaz anterior al accidente, en ese instante de pocas cuadras antes de morir, Macabéa vive –por error– una vida que no es suya. Una satisfacción efímera y por pura anticipación, que no deja de ser real y proviene del efecto de la palabra de la adivina. Macabéa sale de la casa de la adivina convertida en otra persona: “Macabéa ficou um pouco aturdida sem saber se atravessaria a rua pois sua vida já estava mudada. E mudada por palavras –desde Moisés se sabe que a palavra é divina. Até para atravessar a rua ela já era outra pessoa. Uma pessoa grávida de futuro”. (Lispector, 1998, p. 79)2.

La transformación que sufre Macabea es radical. Es un cambio de piel –una metamorfosis– que la hace mirar el mundo entero bajo una nueva luz. Macabea cree en la palabra de la adivina y –a su modo– tiene una sabiduría: sabe que la palabra tiene un efecto real, independientemente de que el futuro que predice se cumpla o no. Tenerle miedo a las palabras implica saber que las palabras pueden arrojarnos hacia el exterior de nosotros mismos y otorgarnos en ese acto un segundo nacimiento, una nueva infancia que nos modifique para siempre y que ya no podamos ver, oír, sentir o incluso vivir de la misma manera. Se produce entonces una cierta magia, un cambio de forma –Macabea era otra– y una continuidad casi física entre la palabra y su ser. Es una materialidad que cobra vida, o –al revés– una vida que cobra densidad material. Macabea encarna ese fondo neutro de lo viviente que se materializa en la palabra, ella es la palabra. Pero el salto de Macabea hacia el intervalo de tiempo que la embaraza de futuro se le escapa fugazmente en una décima de segundo porque enseguida la alcanza la muerte. Es apenas un instante, un instante ya.

Tiempo de la ciencia y tiempo filosófico

Lejos de ser puramente literarios, estos momentos fugaces tienen una larga historia que impacta en la epistemología del siglo veinte. Según la filósofa de las ciencias Jimena Canales (2009), la conciencia de esas pequeñas magnitudes de tiempo y la capacidad para medir algo tan breve como una décima de segundo, trastocaron nuestra forma de percibir el mundo. Pero las mediciones no involucran solo un problema de precisión científica o un problema técnico en la invención de instrumentos como el reloj de muñeca, la fotografía o el cine, –nos dice Canales– sino que también atañen a cuestiones más amplias sobre el rol de la ciencia dentro de la cultura moderna: “Es simultáneamente un problema de la ciencia y sobre la ciencia, tanto científico y tecnológico como epistemológico, filosófico y cultural” (2009, p. 6).

Una polémica ocurrida a comienzos del siglo veinte entre Albert Einstein y Henri Bergson explica mejor este problema. Corría el mes de abril de 1922 en París cuando ambos intelectuales se encontraron en la Sociedad Francesa de Filosofía para discutir sobre los efectos de la teoría de la relatividad en los conceptos de tiempo y de simultaneidad. El debate fue determinante no solo en la concepción de tiempo triunfante a partir de entonces, sino también en el establecimiento de una jerarquía epistemológica de saberes y disciplinas. La historia se retrotrae hasta mediados del siglo diecinueve cuando, a pesar de que la capacidad científica, tecnológica e instrumental para medir y registrar el tiempo fue adquiriendo cada vez más sofisticación, la existencia de ciertos momentos fugaces –décimas de segundos– aún interrumpían la precisión. En el debate entre Bergson y Einstein, el físico desdeña la importancia de estos breves momentos que interrumpen el flujo homogéneo del tiempo y, luego de dividir el modo de pensar el tiempo en tres categorías –físico, psicológico y filosófico– desestima los argumentos de Bergson y le dice que el tiempo filosófico no existe. Según Canales (2009; 2015), con esto Einstein está diciendo algo acerca del tiempo, pero sobre todo está tratando de disminuir el rol de la filosofía para hablar de estas cuestiones. Bergson no era ingenuo ni le faltaba inteligencia y repetidamente había reconocido y aceptado la teoría de la relatividad desde un punto de vista científico, pero consideraba que, desde un punto de vista filosófico, el concepto del tiempo de la física era limitado. Él insistía en que, dado que la experiencia se nos presenta bajo aspectos diferentes, es necesario que se mantengan modos de saber de naturaleza también diferentes y complementarios3.

El debate comenzó en ese momento y tuvo muchas etapas, pero Einstein fue el ganador indiscutible porque las razones que daba Bergson quedaban fuera del marco de discusión que proponía el propio Einsten y la ciencia de la época. Este resultado contribuyó a la idea –hasta entonces no tan consensuada– de que la ciencia poseía un método de conocimiento excepcional y superior con respecto a otras disciplinas para pensar el tiempo. Es decir, la primacía absoluta otorgada al saber científico y tecnológico para reflexionar sobre el tiempo fue en gran parte determinada en el contexto de esa discusión. Cuando Einstein afirma que el tiempo es eso que miden los relojes, Bergson le responde que eso es absurdo, que los relojes son inventados por las personas y que los usamos porque queremos llegar con puntualidad a cierto lugar, pero que hay una historia en el modo en el cual esos instrumentos de medición se inventaron que es contingente, humana, falible. La manera en la cual medimos el tiempo no tiene nada que ver con la manera en que lo vivimos, dice Bergson4. El hábito que tenemos de visualizar el paso del tiempo con el tic-tac de las agujas del reloj y en un fluir continuo y sucesivo tiene el efecto de hacernos pensar que el tiempo es uniforme y que se sucede con la regularidad de un metrónomo. Es una confusión entre el tiempo vivido –la intuición corporal del tiempo, la duración– y el tiempo científico, que se reduce a una simple medida externa a nosotros mismos, a una construcción intelectual. La intuición, la materialidad y el cuerpo quedaban fuera del tiempo de la física. El tiempo –parece decirnos esta polémica– es mucho más que tiempo y siempre ha sido objeto de controversias epistemológicas y, por lo tanto, políticas; una disputa por dirimir quién posee el poder de la palabra y quién ocupa el lugar del saber.

Jerarquías epistemológicas

Este libro usa las palabras y las imágenes como dispositivos filosóficos para pensar sobre el tiempo y el espacio. A partir del análisis de cuentos, novelas, ensayos, libros de viaje, ficciones teóricas, experiencias antropológicas, exhibiciones de arte y de objetos de diseño, dispositivos curatoriales, arquitectura y cine de los siglos veinte y veintiuno brasileños, busca reflexionar sobre el nudo que ata las palabras y las imágenes con el tiempo y la materialidad. En la disposición espacial y temporal de las imágenes y las palabras, en la manera cómo se trazan las líneas que las separan, las juntan y las ordenan, se construyen diferentes arquitecturas, ficciones, diseños y relatos. La convicción sobre el impacto real y efectivo –corporal, político– que tienen las diferentes formas de contar una historia, de exhibir y de diseñar objetos, imágenes y espacios es, también, un modo de desdecir el tiempo de la ciencia; es tener la sabiduría que tiene Macabéa.

Este libro, entonces, intenta construir un pensamiento filosófico sobre el tiempo y el espacio desde lo estético y desde lo latinoamericano y, por lo tanto, también procura desplazar ciertos presupuestos naturalizados sobre desde qué disciplinas y lugares geográficos se puede pensar sobre el tiempo y el espacio, pero también desde qué disciplinas y lugares geográficos se puede pensar filosóficamente. La autoridad de la filosofía para producir una imaginación espacio-temporal alternativa a la científica no es algo evidente, pero la autoridad del arte y de la esfera estética para producir una reflexión filosófica tampoco lo es. Y menos aún cuando ese arte, cultura y filosofía vienen de ciertos lugares del mundo como Latinoamérica. El desacuerdo entre Bergson y Einstein acentúa la separación moderna entre “el poder científico encargado de representar las cosas y el poder político encargado de representar los sujetos” (Latour, 2012, p. 55; Canales 2009, p. 8) o entre las ciencias y humanidades. En la polémica de comienzos de siglo sobre el tiempo y en la expulsión de la filosofía como disciplina legítima para hablar sobre el tema, también ocurre una expulsión del campo del saber de todo lo que no se ajusta a la medida de la razón científica. La ciencia explica la materia –dice Bergson– pero la vida se le escapa fugazmente. Lo que tiene para decirnos Bergson sobre la interrupción de ese tiempo homogéneo de las agujas del reloj nos lleva también a este punto de la jerarquía de lugares epistemológicos y de saberes en relación a una lógica moderna e instrumentalista que hace de todo lo material, de la naturaleza y del cuerpo, puros objetos a disposición de la humanidad. En esa misma escala podemos seguir el argumento y pensar en las diferentes separaciones modernas –y coloniales– que continúan a esa y que hacen de lo latinoamericano un puro ejemplo o un material de estudio –pura naturaleza– pero no un sitio desde donde producir conocimiento.

A pesar de que este libro parte de Brasil, los diversos proyectos estéticos y culturales que analizaré no son tomados únicamente como casos de análisis histórico-cultural, sino también como plataformas teóricas: para hacerlos operar dentro de un contexto contemporáneo, que incluye pero también excede lo nacional y lo regional. Es decir, me interesa “usar”, poner en funcionamiento el pensamiento que nos traen las palabras y las imágenes, y valerme de ellas operativamente como herramientas de análisis conceptual. En este movimiento, se trata de otorgarle a la producción cultural y estética latinoamericana un sitio que no sea simplemente el de brindar un ejemplo –o, como dice Oswald de Andrade, el de proveer la materia prima– sino el de actuar como sitios de intervención crítica y teórica, dándoles un lugar dentro del esquema de producción de conocimiento que hasta hace poco era un privilegio de la ciencia y –acaso– de la filosofía; un lugar a partir del cual sería posible construir una teoría crítica fuera de la razón monumental moderna. La literatura y la imagen se transforman entonces en plataformas de generación de conceptos (epistemológicos, éticos, políticos y estéticos) y la esfera estética y cultural adquiere una impronta filosófica. La filosofía se abre en un sentido geopolítico para producirse desde Latinoamérica, pero también en un sentido de ampliación del campo disciplinario: se la quita del territorio sistemático y de la razón5.

El tiempo filosófico que trae Bergson –el tiempo filosófico que Einstein niega– es un tiempo atado al cuerpo y a lo material, un tiempo inmanente que permite medir la transformación que sufre Macabéa a través de las palabras en esa milésima de segundo en que cruza la calle antes de morir desde una duración que no encaja en las agujas del reloj. Es un tiempo vertiginoso, pero no porque vaya rápido sino porque vuelve sobre sí mismo y se espeja, porque tiene recurrencias, porque irrumpe en el tiempo homogéneo y cronológico de la física; en ese tiempo que se impuso durante el siglo veinte también como un tiempo colonial y que llega hasta nuestro presente como un tiempo encarnado en el progreso. Filtrándose en los agujeros –los agujeros de la cloaca– que deja ese tiempo homogéneo, aparece el tiempo fugaz del futuro de Macabéa y del instante ya. Un tiempo de intervalo, un tiempo de la palabra y de la imagen, corporal y menor.

Una mutación ontológica en la relación con el mundo

En 2020/21 la pregunta sobre el futuro invade tanto las conversaciones cotidianas como las reflexiones filosóficas en todo el planeta. Sin embargo, si bien parece haber caído de repente de un modo abrupto (porque por más preparados que estemos, las catástrofes siempre sorprenden), era una pregunta que incluso antes de la pandemia ya se había vuelto urgente. Desde hace algunas décadas, el imaginario mundial de un futuro catastrófico y apocalíptico ha alcanzado una aceleración tal que resulta imposible no tomarlo como uno de los temas más visitados de la cultura contemporánea. En Há mundo por vir? Ensaio sobre os meios e os fins, Deborah Danovsky y Eduardo Viveiros de Castro proponen que, si bien la temática del fin del mundo siempre ha existido en todas las culturas y se ha imaginado de maneras muy variadas a lo largo de la historia, este imaginario se renovó a partir de los años noventa del siglo pasado cuando se llegó a un consenso científico sobre las transformaciones climáticas y ambientales y sobre una crisis planetaria ineludible. Diariamente somos o bien víctimas reales, o bien testigos de eventos que lindan con lo catastrófico y que muchas veces están relacionados con el cambio climático o con diferentes pestes bacteriológicas o virósicas, pero que otras veces se vinculan con el incremento de la desigualdad social hasta un punto que resulta obsceno; con una pobreza extrema y una creciente precarización laboral; con migraciones masivas y nuevas políticas antimigratorias, persecutorias, de detención y deportación; con el aumento de genocidios y femicidios; con la aceleración tecnológica y el consecuente incremento de la vigilancia algorítmica sobre los cuerpos y los deseos; con la normalización de políticas antidemocráticas y de exterminio; o con el surgimiento de grupos de extrema derecha y de nuevos tipos de fascismos, recientemente renovados en el mundo entero. Esta saturación de eventos, noticias e imágenes acumuladas en el presente han creado lo que Ashley Dawson (2017) llama un “afecto catastrófico” –un sentimiento visceral de que no estamos simplemente dirigiéndonos hacia un colapso civilizacional sino que estamos ya metidos dentro de él– y han evidenciado un vínculo entre dos órdenes que antes habíamos insistido en separar: el orden político y el orden natural. Ya no quedan dudas de que el nuevo régimen climático en el que vivimos se devora aquello que antes llamábamos orden político, o que el orden político interviene de manera directa sobre el orden natural. Esta distinción ya no es pertinente, ya no es clara, ya no es posible6. La crisis planetaria actual no se entiende si se piensa exclusivamente en uno de los niveles –ambiental, social, sanitario, económico o político– puesto que lo que los anuda de un modo inextricable es la constancia de un ataque a diferentes formas de vida. La pandemia no hace más que volver aún más claro este problema. El mundo entero se detiene por un virus causado por la interacción entre lo humano y lo animal e insiste sobre algo que veníamos demorando en reconocer: si hasta ahora pensábamos que la relación con esos otros que llamamos animales, selvas, bosques, mares y ríos consistía en conocer, dominar, domesticar o extraer, hay algo en esta relación que se nos escapó de un modo fugaz y que vuelve de modo amenazante convertido en ángel de la historia. Ya en los años noventa Michel Serres (2004) situaba el origen de la crisis ambiental y ecológica en nuestro modo de relacionarnos con el mundo y sugería una reformulación de este vínculo a través de un nuevo contrato natural que resquebrajara el aparato conceptual que heredamos de la modernidad. El correlato de la filosofía moderna y de la separación entre naturaleza y cultura es una relación con el mundo basada en el instrumentalismo, la propiedad y la guerra; una relación en la que la agencia humana se sobreanima y el mundo material –y junto a él la larga lista de aquellos que son considerados como no humanos– se desanima. En este sentido, la crisis que vivimos nos habla no solo de un fracaso de las promesas de la modernidad y del sueño utópico del siglo veinte, –tanto en su vertiente desarrollista como en la revolucionaria (Susan Buck-Moors, 2000)– sino de la insuficiencia de la epistemología moderna occidental para entender lo humano y, por lo tanto, para sostener las humanidades en tanto disciplina: “lo humano, ahora lo comprendemos, no puede ser captado y salvado sin que le devuelvan esa otra mitad de sí mismo, la parte que corresponde a las cosas. Mientras el humanismo se haga por contraste con el objeto dejado a la epistemología, no comprenderemos ni lo humano ni lo no humano” (Latour, 2012, p. 199).

El tiempo de la ciencia no parece haber sido lo suficientemente sólido como para sostenernos. O tal vez es que nunca fuimos del todo modernos (Latour, 2012) y la ciencia nunca fue del todo independiente de esa porción de inexactitud y de fugacidad que se filtra por entre las agujas del reloj. Aunque los científicos se hayan creído capaces de separar de modo tajante todo aquello que es naturaleza de lo que es humanidad o aquello que es racional de lo que es intuitivo, el trabajo de la ciencia involucra objetos híbridos (humanos y no humanos) que desafían la partición. Las medidas no designan solo la cosa medida sino que involucran componentes y decisiones que hacen de la ciencia un saber mucho menos objetivo y racional de lo que hemos querido creer (Stengers, 2000)7. Los debates alrededor de los momentos fugaces de tiempo instantáneo revelan un espacio en donde las grandes dicotomías de la modernidad no se sostienen: “lo espiritual se mezcla con lo mecánico, lo no-humano con lo humano, lo personal con lo impersonal, lo individual con lo social, lo natural con lo político y lo primitivo con lo moderno” (Canales, 2009, p. 221). No podemos ser absolutamente científicos así como no podemos ser completamente modernos. Son márgenes de tiempo y de saber. Quizás haya llegado el tiempo de Bergson.

Dos ejes de argumentación

A lo largo de los capítulos que siguen, se recorren dos ejes paralelos de argumentación. El primer eje ilumina el lazo estructural entre el momento contemporáneo de crisis política, social, económica, sanitaria y ecológica mundial y un imaginario latinoamericano que se terminó de asentar a mediados de siglo veinte y en el que Brasil ocupa un lugar fundamental: el de un territorio preñado de un futuro pensado como progreso. La Latinoamérica de la segunda posguerra –y Brasil en especial– fue un enclave privilegiado del proyecto cultural de la modernidad, un laboratorio de experimentación sobre lo moderno. Brasil fue –según la famosa sentencia de Mario Pedrosa– un país “condenado a lo moderno”. Paralelamente, Brasil representa en el presente un territorio como pocos para examinar el revés de ese mismo laboratorio, para examinar los escombros que fue dejando el progreso en su marcha. Además de la persistencia de las desigualdades raciales y sociales en la actualidad, –“a escravidão permancerá por muito tempo como a característica nacional do Brasil” (Joaquim Nabuco)– el país concentra la mayor reserva natural del planeta, convirtiéndose así en un escenario clave no solo para la discusión sobre la crisis política y ecológica mundial, sino para pensar en la apertura epistemológica que esta crisis habilita8.

Tomando como telón de fondo ese imaginario, entonces, me propongo hurgar en su revés, o en un contra-archivo del modernismo, para rescatar ciertos proyectos culturales, literarios y artísticos desde la mitad del siglo veinte hasta la actualidad en los que se propone un concepto de tiempo diferente al tiempo homogéneo de la ciencia y en los que se adivina otro orden epistemológico, ético y político posible. Se trata de una imaginación subterránea y contemporánea al discurso de la modernidad que a partir de la atención a los restos materiales como restos significantes –y, por lo tanto, vivos– interrumpe la homogeneidad temporal con momentos fugaces (instantes ya); con palabras e imágenes que construyen espacios de inmanencia en los que las grandes dicotomías de la modernidad no se sostienen.

El segundo eje de argumentación se desarrolla de modo paralelo e implícito al anterior y sale del contexto de discusión latinoamericano y brasileño para trazar una continuidad entre los proyectos analizados y ciertos programas filosóficos contemporáneos (materialismos, vitalismos) que otorgan vida a la materialidad o que la vuelven vibrante (Jane Bennet, 2010)9. Este segundo eje traza el mismo camino que el anterior pero busca poner el acento no tanto en la historia como catástrofe, sino en la apertura filosófica que se presenta a partir de la crisis epistemológica. Vuelve entonces Bergson y su inclusión del cuerpo en el tiempo de la filosofía. Vuelve el instante ya como otro modo de saber filosófico y como ejercicio de “descolonización del pensamiento”, al proponer “otro modo de creación de conceptos que no sea “filosófico” en el sentido histórico-académico del término” (Viveiros de Castro, 2018, p. 32). También interviene en este punto la imaginación, en tanto facultad alternativa a la razón y en tanto facultad política (Arendt, 2003). La apertura epistemológica implica cuestionar las dicotomías de la modernidad y por lo tanto también cuestionar el ideal humanista y antropocentrista del hombre europeo y blanco como medida universal y como análogo conceptual de lo humano que deja afuera –del lado de la naturaleza y de las cosas– a todos los otros existentes que no se ajustan a esta medida, reduciéndolos a una sub-humanidad (Viveiros de Castro, 2018) y forzandolos a vivir afuera pero, a la vez, en el corazón de lo social (Arendt, 1990). Los proyectos analizados rozan entonces lo político cuando muestran la imposibilidad lógica –ya que la real sigue existiendo– de marcar el límite, de dejar afuera –el afuera ya no existe o solo existe el afuera–, o de considerar como atrasados en una línea evolutiva, a la lista de refugiados y desplazados de la historia. La materialidad cobra agencia y se vuelve resistencia o, más bien, “rexistencia”, una materialidad que solo por existir, resiste (Viveiros de Castro, 2017).

Ahora bien, ¿no estamos acaso volviendo, en este punto, a confiar en una tradición de pensamiento crítico humanista que parece habernos llevado por el camino de la catástrofe (Braidotti, 2019)? ¿Acaso este intento por salir de la modernidad no tiene una raíz que es también moderna? No es así si situamos el inicio de la modernidad en el quiebre epistemológico cartesiano (res extensa y res pensante) que llevó a sostener por más de trescientos años que la naturaleza humana y la vida en sociedad podían encajar en categorías completamente racionales (Toulmin, 1992; Latour, 2017). Por supuesto que hay una herencia vanguardista y de los modernismos estéticos del siglo veinte en la convicción de que un nuevo reparto de lo sensible –un disenso (Rancière 2009; 2010; 2011)– puede tener un impacto crítico. Pero el modo en el que se desarrollaron las vanguardias en Latinoamérica no necesariamente las alejó de una idea de tiempo lineal y continuo o de una concepción romántica de la naturaleza. La mayoría de los proyectos modernistas del siglo veinte latinoamericano están fundados en una idea de vacío y potencialidad y en un imaginario de futuro hecho desde cero que se asocia a un tipo específico de estética: monumental, épica, autónoma, basada en grandes narrativas nacionalistas y eufóricas (Antelo, 1999), heroicas y triunfales (Schwarz, 1987); en temporalidades evolucionistas definidas de modo teleológico.

El momento actual de “mutación en nuestra relación con el mundo” (Latour 2017, p. 8) y el concepto mismo de antropoceno como incapacidad de distinguir lo antropo y las capas geológicas de la tierra, nos permite encontrar una nueva potencialidad política en la literatura y en las artes y nos invita a volver a leer la tradición a contrapelo10. Por un lado, el vínculo entre cuerpo y planeta le da una nueva dimensión política a la esfera estética que no tenía en las vanguardias. Por otro lado, el trabajo retrospectivo de hurgar en ese archivo que nos ofrece el mundo que se abre con la segunda posguerra en Latinoamérica, permite sacar a la luz ciertos proyectos que fueron silenciados o menos visibles y leerlos con otro sentido; encontrar en ellos a los precursores sombríos de una epistemología contemporánea y posthumanista. Son proyectos en los que se puede adivinar un reordenamiento de los espacios de saber y de poder: otro futuro posible cuyos contornos no terminan de definirse si pensamos dentro del marco conceptual de lo utópico y esperanzado, pero que tampoco entran en el de lo apocalíptico y desesperado.

Futuros menores: inmanencia

El concepto de futuros menores no es descriptivo sino operativo. Funciona como un engranaje conceptual, como una máquina –una antropología, una epistemología, una estética, una ética y una política– que se enciende para construir una filosofía del tiempo y una arquitectura del mundo basada en la inmanencia. Los futuros menores se oponen al futuro monumental, singular y del progreso, pero no se oponen como un espejo invertido, sino mostrando su revés, exponiendo sus restos. Operan arqueológicamente, suspendiendo el tiempo lineal y entrando al no-tiempo (Flávio de Carvalho - Capítulo IV) en el que la materia se vuelve lenguaje y la palabra se encarna en el cuerpo para evidenciar un aspecto que trasciende el significado y se muestra en los gestos, la risa, el llanto, la cadencia de la voz, las interrupciones, las repeticiones, los lapsus y los tartamudeos (Eduardo Coutinho - Capítulo III). Congelan el instante-ya en una misma imagen en la que se acumulan capas de desechos y restos de muchos tiempos, hasta convertirla en un eructo de la historia; hasta hacerla estallar en un objeto-imagen que produce una electricidad vital (Lina Bo Bardi - Capítulo II). Los futuros menores coleccionan huesos, ese trozo del cuerpo que sobrevive fuera del cuerpo y vuelve obsoleta toda distinción entre el adentro y el afuera, entre el sujeto y el objeto, o entre lo material y lo viviente (Flavio de Carvalho; Andrea Tonacci y André de Leones - Capítulos IV y V). La imaginación de los futuros menores, entonces, actúa desterritorializando, como la literatura menor de Kafka (Deleuze y Guattari, 1978), y al hacerle perder el piso a la lengua, hace temblar también la razón y lo humano11. Los futuros menores permiten un acceso directo –una zambullida– en esa materia viscosa que es lenguaje como principio de toda vida y de toda renovación de la vida (de toda metamorfosis). Como bien sabe Macabéa, el miedo a la palabra es también miedo a la alegría de la palabra. Ella disfruta de las palabras difíciles solo por cómo suenan (efemérides), sin comprender. Aplica una especie de filtro en el lenguaje para quedarse solo con los despojos, con ese trozo material y neutro que vale por su puro sonido y que desestabiliza el sentido. Esto también son los futuros menores: un ascetismo del lenguaje o un detrás del lenguaje (Flávio de Carvalho - Capítulo IV) que transforma la palabra en una meditación sonora –ruidos de monos aullando en la selva– y nos devuelve al balbuceo de la infancia (Agamben 2003). Es eso que al mismo tiempo que desafía los límites de la literatura y del sentido, hace posible la literatura y el sentido; es su piso, su plano inmanente, su condición de posibilidad. En los futuros menores las distinciones modernas no se mantienen porque el afuera no es exterior y el adentro no es interior. Y porque el ahora es una presencia sonámbula del ayer. La imaginación de los futuros menores propone entonces una topología éxtima: hace explotar las taxonomías para producir un trans-bordamento (João Guimarães Rosa - Capítulo I), un estallido de los bordes hacia un espacio y un tiempo trans. Si la arquitectura es una reflexión, una organización y una construcción del espacio, no puede concebirse sin una temporalidad y una duración (Grosz, 2001), y es esa simultaneidad espacio-temporal la que se aglutina en el concepto de futuros menores. Es en este sentido que los futuros menores son una arquitectura del mundo y una manera de habitarlo, porque no avanzan ni monumental ni apocalípticamente sino que se instalan justo en el sitio inestable del temblequeo y en un pensamiento diminutivo y jeroglífico: un pentamentozinho (João Guimarães Rosa - Capítulo I). Más que avanzar, los futuros menores se derraman sobre sí mismos en un vértigo filosófico.

Estructura del libro

En dos oportunidades diferentes, Pier Paolo Pasolini denuncia la desaparición de las luciérnagas como metáfora para aglutinar diferentes procesos críticos que ocurren en varios niveles y que indican, según su perspectiva, una marcha apocalíptica de la historia. Las luciérnagas desaparecen concretamente por la polución ambiental, pero a esta desaparición real, suma otros dos procesos que están ligados: los reflectores amenazantes del fascismo que no permiten que veamos esas luces intermitentes en la oscuridad de la noche y su continuidad en las luces más tardías del espectáculo y del consumo. El vínculo entre ambos momentos (su primera carta sobre las luciérnagas es de 1941 y la segunda intervención es de los años setenta) lo entiende como un cambio radical en la naturaleza de la relación entre la humanidad y el mundo; un cambio ontológico en lo humano que se manifiesta en un disciplinamiento del deseo y de la imaginación.

El capítulo I –“Del futuro monumental al margen de la alegría”– dibuja el arco del libro y sitúa la relevancia de Brasil como sitio privilegiado para pensar la modernidad y el futuro monumental del progreso. El capítulo toma la metáfora de la luciérnaga pasoliniana y la lectura contemporánea que hace Georges Didi-Huberman a través del concepto de “imagen-luciérnaga” para pensar la potencialidad filosófica y política del arte. La lectura que propongo pone en diálogo el diagnóstico pasoliniano y “la imagen-luciérnaga” con un cuento de João Guimarães Rosa que transcurre durante la construcción de Brasilia y en el que el vuelo de las luciérnagas –y de los pájaros– crea un margen de alegría, un tiempo intersticial diferente con respecto al del futuro monumental del desarrollismo brasileño de los años cincuenta. La continuidad que lee Pasolini entre el fascismo y el consumo capitalista es lo que Lina Bo Bardi piensa como una continuidad de la guerra en la marcha de la historia: desde la construcción de monumentos al diseño de espacios de confort, llenos de alfombras y aires acondicionados.

Siguiendo un camino trazado por las luces de las luciérnagas abierto por ese capítulo inicial, el resto del libro se divide en dos partes –“Materia prima: Basura”, y luego: “Los huesos del mundo”– marcadas por dos tipos de materialidades: la basura y los huesos. El capítulo II, “Un eructo de la historia. Lina Bo Bardi entre la imagen material y las formas de habitar el intervalo”, se enfoca en el análisis de la obra multifacética de la arquitecta italo-brasileña Lina Bo Bardi partiendo de los años cincuenta, un momento clave que coincide con la construcción de Brasilia como punto cúlmine del proyecto monumental moderno. Bo Bardi ve en esa encrucijada de futuros posibles la apertura a un tipo de futuro alternativo que, sin embargo, no sucedió. El análisis parte de su experiencia en Salvador de Bahía (1958-64) y la entiende como una experiencia transformadora. Después de Bahía y del encuentro con el objeto de cultura popular entendido como un montaje de desechos y un nudo de tiempos, Bo Bardi elabora un concepto de imagen material cercano al de imagen dialéctica de Walter Benjamin y al de supervivencia de Aby Warburg. Esta teoría le permitirá realizar su práctica artística, arquitectónica y curatorial atendiendo a otros aspectos también residuales y anónimos que no necesariamente tienen que ver con lo popular. Tanto en sus exhibiciones sobre cultura popular, como en los “Caballetes de cristal” que diseña para exponer la colección permanente del MASP, así como en las exposiciones tardías centradas en la infancia, la naturaleza y los animales, subyace una teoría de la imagen como montaje de tiempos heterogéneos que será también será una teoría de la arquitectura. A partir de un análisis de sus dispositivos curatoriales descolonizadores del espacio exhibitivo y de sus escritos, propongo que la imagen material bobardiana se convierte en un objeto teórico que modifica la historia tanto hacia el pasado como hacia el futuro, forjando un umbral –un sitio menor– que es donde ocurrirá el habitar. Los “intervalos” de las exposiciones tardías retoman el margen de alegría del cuento de Guimarães Rosa para proponer una arquitectura trans-bordada y otros modos de vivir juntos.

El tercer capítulo: “La palabra como cosa y la alegría colectiva. El cine de Eduardo Coutinho como proyecto filosófico”, se propone entender el cine de Eduardo Coutinho como una continuación de la estética del hambre de Glauber Rocha pensada desde sus raíces bobardianas. Unos años después de la experiencia bahiana de Bo Bardi, en la que ella buscaba una “arquitectura pobre” tomando el objeto de la cultura popular como un modelo de construcción a partir del montaje de materiales desechados y como alternativa estética tanto a una cultura del consumo, como a una perspectiva folclórica sobre la cultura popular, Rocha escribe su famoso ensayo “Estética del hambre” (1965). Allí él se pronunciaba, como Bo Bardi, tanto en contra de una estética del espectáculo como de una perspectiva condescendiente, exoticista y miserabilista. Este paralelo entre Rocha y Bo Bardi dispara un diálogo imaginario entre Coutinho y Bo Bardi –o entre el cine documental y la arquitectura de las imágenes– a través de un hilo común: la construcción de una “imagen basura”. El eje de este capítulo es un análisis del documental Boca de Lixo (1992) en vínculo con una película posterior, Jogo de Cena (2007), que opera como lectura retrospectiva. Apartándose de una mirada naturalista, el cine de Coutinho encuentra en la relación entre palabra, imagen y cuerpo una distancia con la tradición de la imagen cinematográfica como ilustración para pensar el cine como proyecto filosófico.

La segunda parte del libro propone que “los huesos del mundo” no solo cuentan historias y reactivan una memoria vital de las cosas, sino que, al hacerlo, provocan una transfiguración del régimen sensible, trayendo nuevas maneras de mirar o de leer, nuevas maneras de pensar los bordes entre lo vivo y lo inerte. Los huesos son lo más próximo –lo más interior– sin dejar de ser exteriores; lo más íntimo pero, a la vez, sobreviven en el afuera como un cuerpo extraño. El capítulo IV, “Detrás del lenguaje: la experiencia amazónica de Flávio de Carvalho y la inmanencia de la selva”, se enfoca en el análisis conjunto de tres ficciones teóricas de Flávio de Carvalho: Os ossos do mundo (1934), Os Gatos de Roma/Notas para a reconstrução de un mundo perdido (1957-8) y los Diários amazónicos/On the Frontiers of Danger (1958, inédito); este último basado en su Experiencia nº 4, una expedición a la selva. En este recorrido se sigue un proyecto artístico y filosófico “total” (Leite, 2008) que parte de una teoría arqueológica de los residuos históricos –huesos del mundo– para proponer una ontología animista o un vitalismo que luego llevará, en su expedición, a su faz experimental. La concepción que Carvalho tenía de lo primitivo como residuo y supervivencia y no como algo perteneciente a una temporalidad histórica –es decir, como una anterioridad lógica que no está antes en el tiempo sino “detrás del lenguaje”, como condición de posibilidad– lo lleva a buscar ese residuo en un trozo del tiempo fuera del tiempo o en un “no tiempo”. Así, va hacia la selva como quien va verse a sí mismo en una desnudez total. Va a encontrarse con un “lazo” primario en el que la distinción entre sujeto y objeto y entre la humanidad y el mundo ya no tiene sentido. La selva será el sitio neutro que busca desde lo estético: una apertura a un mundo nuevo y a otro orden de cosas que solo se terminará de manifestar de un modo acabado en la experiencia amazónica entendida como experiencia estética. En la selva, Carvalho encontrará una presencia inmanente y una base para su programa filosófico futuro.

El capítulo V y último, “El futuro como un déjà vu. La continuidad de la guerra y los sobrevivientes del fin del mundo”, comienza con una vuelta a la polémica sobre el tiempo de la ciencia y el tiempo filosófico. Tomando la reflexión temporal que propone la obra del artista sudafricano William Kentridge, Sudáfrica y Brasil se enlazan en un Sur-Sur –o un Sur Global– para pensar la continuidad sin fisuras entre tiempo moderno y tiempo colonial. La consecuencia de este modelo temporal es una política de exterminio de la vida, una necropolítica (Mbembe, 2003), que se manifiesta en una arquitectura que retoma la arquitectura del confort de Bo Bardi a través del Junkspace (Koolhaas, 2002) y de una temporalidad del 24/7 (Crary, 2013). Como alternativas menores a estos tiempos contínuos y homogéneos surgen dos obras: la película Serras da Desordem (2006), de Andrea Tonacci y la novela Dentes negros (2011), de André de Leones, ambas leídas como relecturas contemporáneas del cuento de Guimarães Rosa analizado en el Capítulo 1. Estas obras son relatos de catástrofes y están centradas en un personaje clave: el sobreviviente. Así, la figura de la supervivencia material que ha atravesado los capítulos anteriores como una presencia activa y animada –con vida– en este capítulo pasa, no solo desde lo inerte a lo vivo, sino que franquea el límite de la especie para pasar de ser una imagen, una palabra o un objeto a encarnarse en personajes humanos sobrevivientes de catástrofes. En Serras da Desordem se trata de una masacre a una comunidad indígena que efectivamente sucedió en los años setenta y en Dentes negros, de una epidemia que acaba con poblaciones enteras dentro de Brasil; una ficción que podría haber sido calificada como ciencia ficción hace algunos años, pero que se ha vuelto verosímil y que ha mutado, entonces, para pasar a una estética realista. En ambas obras se enlazan diferentes temporalidades de manera que los exterminios y las masacres de un pasado colonial son pensados como eventos futuros: la extinción de la especie a nivel planetario. Así, la figura del sobreviviente colocada en el presente se vuelve una figura de resistencia, una luciérnaga que da vuelta el tiempo y coloca el futuro como un déjà vu, suspendiendo el tiempo homogéneo y continuo de la modernidad, del exterminio y de la guerra. Un instante-ya en el que la palabra y la imagen se embarazan de futuro y se iluminan en un vértigo.

Los futuros menores vuelven entonces desde el mismo futuro a decirnos que no había un tiempo científico tan lineal ni medible; que no éramos tan modernos como pensábamos y que, si queremos seguir existiendo, la estructura del conocimiento no puede no incluir ese saber que viene de lo que se escapa y se filtra por entre las agujas del reloj. En la coda final –“La tierra y el pie”– propongo algunas líneas de lecturas contemporáneas para pensar en el futuro de los futuros menores, un hilo del cual seguir tirando para desbaratar el paradigma de sentido fijo, evolutivo y binario que hasta ahora nos unía y nos separaba del mundo y de eso que solíamos llamar naturaleza.

Futuros menores

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