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Capítulo I

Del futuro monumental al margen de alegría

“Yet, it can happen, suddenly, unexpectedly, and most frequently in the half-light-of-glimpses, that we catch sight of another visible order which intersects with ours and has nothing to do with it (…). We come upon a part of the visible which wasn’t destined for us. Perhaps it was destined for night-birds, reindeer, ferrets, eels, whales… Our customary visible order is not the only one: it coexists with other orders. Stories of fairies, spirites, ogres were a human attempt to come to terms with this coexistence (…). Children feel it intuitively, because they have the habit of hiding behind things. There they discover the interstices between different sets of the visible”.

John Berger 12

“La filosofía debería ser un esfuerzo

por superar la condición humana”.

Henri Bergson


Brasilia como proyecto colonial

Uno de los imaginarios coloniales más persistentes de la historia cultural latinoamericana es el de una historia sin pasado, un espacio en blanco, virgen y desértico –una tabula rasa– en el que se podría construir una nueva civilización a partir de cero, hecha de puro futuro. Ese lugar pretendidamente vacante que niega la existencia de cuerpos y culturas otras, hizo surgir una proliferación de discursos que se extendió a lo largo de los siglos y que no cesó de reafirmar la llaneza, tanto espacial como temporalmente: sin rastros y sin pasado13. Se trata de un imaginario basado en una idea romántica de la naturaleza, entendida como una esfera pasiva y autónoma, como un recurso para la intencionalidad moral del hombre, que se define como el que puede y debe domarla, domesticarla y dominarla (la marca de género es intencional puesto que el cuerpo femenino queda, por supuesto, del lado de lo natural). La naturaleza se transforma entonces, en “uno de los aparatos ideológicos más poderosos producidos por la modernidad colonial” (Serres 2004, p. 200). Por otro lado, al sostenerse en un tiempo homogéneo y en un espacio binario, este discurso se legitima a sí mismo en la noción de esperanza depositada en el futuro, es decir, en la evolución histórica y en el progreso. Históricamente, este imaginario colonial, extractivista y patriarcal, se terminó de consolidar durante el siglo diecinueve con la formación de los Estados nacionales latinoamericanos en binomios como civilización y barbarie, cultura y naturaleza o ciudad y campo, y se afianzó a lo largo del siglo veinte para llegar a nuestro presente a través de diversas líneas de demarcación –de raza, de clase, de género, de especie– que separan vidas que valen la pena de ser cuidadas y conservadas, por un lado, y vidas descartables, por el otro (Agamben, 1998).

En Brasil, esta imagen de naturaleza paradisíaca, tropical y exuberante y de un país definido como “solo naturaleza” marcó –como propone Flora Süssekind (1990)– un mito fundacional desfasado con respecto a la realidad: cualquiera que fuera a buscar ese ideal de naturaleza, encontraba algo que no terminaba de encajar del todo con su expectativa. La consecuencia fue una historia cultural en eterna búsqueda de un origen nacional (Sussekind, p. 34); búsqueda que así como pretendía ir hacia atrás en el tiempo evolucionista para encontrar su meta en lo primitivo, también se dirigía hacia adelante, aprovechando ese mismo vacío para cubrirlo con un futuro civilizado. Así, ya entrado el siglo veinte, la dialéctica del modernismo se desarrolló a través de un concepto “anfibio” de lo primitivo, que condensa en un mismo movimiento lo nacional y lo cosmopolita; lo moderno y lo autóctono (Garramuño, 2007, p. 108).

A mitad de siglo, concomitantemente a la segunda posguerra europea y en un período de modernización y optimismo latinoamericano este imaginario de potencialidad del vacío adquirió una fuerza renovada. Frente a la decadencia de Europa, América Latina volvía a ser vista como un espacio virgen, joven y prometedor; un territorio con la capacidad de subvertir las premisas de una cultura que se pensaba como obsoleta. Brasil ocupa un lugar preponderante dentro de este escenario: el período de la “República Liberal” (1946-1964) abarcó un momento desarrollista y esperanzador que ayudó a consolidar una narrativa ya existente en la cultura brasileña y constantemente renovada: la imagen de un Brasil con un destino manifiesto, triunfal, moderno y en plena marcha hacia un futuro promisorio. La imagen cristaliza en el sintagma “Brasil, país del futuro” que terminó por consagrarse con la obra de Stefan Zweig (1941) que lleva ese título, pero que tiene una historia previa de larga data14. Se trata de un discurso que fue acompañado por políticas estatales sostenidas de obras públicas desde el siglo diecinueve, entre las cuales se cuentan la construcción de la Ferrovia Madeira-Marmoré a comienzos del siglo veinte; la construcción de Brasilia y las tres obras princiaples que se hicieron en los años setenta durante la dictadura: la represa de Itaipu; la autopista Transamazónica y el puente Rio-Niterói. Estas obras continuaron con el mismo discurso de excepcionalidad nacional bajo el lema Brasil Grande15. Así, a pesar de la dificultad de sostener una versión homogénea y monolítica, esta ficción de identidad se sostuvo con vaivenes a lo largo del siglo veinte y permanece viva aún en el presente.

Uno de los conceptos centrales en la construcción y consolidación de esta ficción de identidad nacional ha sido el de monumento. Francisco Foot Hardman (2004) considera que la visión monumental de la identidad nacional y el concepto de monumento es uno de los modos de producción de ilusiones colectivas unificantes, naturalizadoras del poder y homogeneizantes en Brasil. Lo que él llama “fantasías de Brasil” (Foot Hardman, 2004) y los proyectos concretos de la modernización que las legitiman, precisaron de una ficción previa, estatal y colonialista, basada en la idea de esos espacios como vacíos y desérticos y de la historia nacional como una marcha homogénea y teleológica.

A lo largo de los años cincuenta, en parte como un legado del modernismo canónico de los años veinte y en parte debido a una coyuntura mundial de posguerra y al auge desarrollista, la compresión de la historia cultural y artística brasileña como una marcha racional, autónoma y evolutiva se impuso de modo hegemónico y se afianzó a través de ciertas instancias que contribuyeron a la consagración, la autonomización y la internacionalización del arte y de la arquitectura brasileñas: las Bienales de Arte de São Paulo que se inician en 1951; la creación de los museos de arte modernos (principalmente el MASP y el MAM-SP) y el auge del concretismo, la abstracción geométrica y un tipo de arte altamente industrializado16. Una de las líneas más importantes e influyentes del pensamiento artístico de este momento, encarnada en lo que fue el primer grupo concretista –llamado precisamente “Ruptura” y liderado por el artista Waldemar Cordeiro–, proponía un corte absoluto con todo lo viejo y con cualquier forma de arte del pasado: naturalista, figurativista, e incluso con el arte abstracto informalista, es decir, que no correspondiera a una forma racional. Según postulaban, dado que el arte se movía a través de etapas que iban siendo superadas y no había superposición entre ellas, un tipo de arte “del pasado” no se adecuaba con la etapa industrializada del Brasil del momento y quedaba, por lo tanto, obsoleto. A la fase artística del Brasil del momento le correspondía un arte racional con principios claros y universales en el que no había lugar para la expresión subjetiva ni afectiva. Los materiales debían ser también fríos e industriales (acrílico, esmalte, aglomerado); un arte que sería “cuasi-design”17.

Dentro de esta narrativa, el proyecto de la construcción de Brasilia ocupa un lugar privilegiado y puede ser pensado como su punto culminante. A través de su planificación y construcción se buscaba romper con la ciudad típica del pasado e inaugurar un tipo de diseño urbano basado en principios lógicos que permitiera salir del subdesarrollo. En las palabras del propio Juscelino Kubitschek (JK), la ciudad fue proyectada como “um rompimento [énfasis agregado] completo com o passado, uma possibilidade de recriar o destino do país” (Kubitschek,1960, citado en Moser, 2016, p.33)18. La visión utópica con la que se construyó esta ciudad estaba basada en una ficción que repite las narrativas colonizadoras decimonónicas y que sostiene que se trataba de un territorio vacío y deshabitado, listo para ser conquistado y para inaugurar un nuevo tipo de sociedad. En el discurso de inauguración de la capital del presidente JK (Kubitschek, 1960 citado en Nunes Pinto (Org.), 2010) se puede ver esta construcción discursiva del vacío: “Quando aqui chegamos, havia na grande extensão deserta apenas o silêncio e o mistério da natureza inviolada” (p. 51)19. Este imaginario se repite en otros textos de la época –como por ejemplo en “O que Brasília representa” de Arnold J. Toynbee (2012)– como si fuera algo obvio: “Antes, aqui, não havia nada humano, absolutamente nada sobre o qual se pudesse construir algo. Tudo devia começar do zero” (p. 159); o “As cidades primitivas surgiram gradual e naturalmente de uma economia agrícola (…) Brasília não foi assim. Foi conjurada em um deserto desumanizado pelo fiat do homem. Isso é algo novo na história; ainda não podemos prever o que pressagia” [énfasis agregado] (p. 159)20.

De hecho, el proyecto mismo de construcción de una capital en el interior del país se remonta a épocas coloniales y, a pesar de que en el momento de su construcción adopta una narrativa “de época” igualitaria y democrática, no deja de conservar su impronta de proyecto colonial, dado que –no está de más está decirlo– el territorio sobre el cual se construyó no solo no estaba deshabitado, sino que, para realizar la construcción, pusieron a sus habitantes nativos –principalmente los indios Karajás–, junto a otros tantos inmigrantes provenientes en su mayoría del nordeste, a trabajar en condiciones inhumanas para terminar la construcción en un tiempo récord. La frase de JK “50 años en 5” atestigua este apuro y la necesidad de no detenerse en los obstáculos que pudieran impedir el logro21.

Desde su concepción, el proyecto de construcción de la ciudad de Brasilia tuvo innumerables críticas. Fue uno de los planes urbanísticos más controversiales del siglo veinte y uno de los motivos principales de esta crítica fue su monumentalidad. Renato Anelli (2016) señala que es necesario pensar este impulso a la monumentalidad de la arquitectura brasileña moderna –anticipado en el proyecto del Ministério de Educação e Saúde (MES)– dentro de un contexto más amplio y complejo: el movimiento de la “New Monumentality” surgido en la arquitectura moderna a principios de los años cuarenta22. Según Anelli (2016), uno de los esfuerzos de este movimiento fue el de desligar lo monumental de la arquitectura fascista para asociarlo, en cambio, a la democracia y a una arquitectura comprometida con una función social, involucrada en el uso cotidiano. Sin embargo, el propio Anelli reconoce que, más allá de las intenciones, dentro del contexto de la posguerra europea, resultaba inevitable asociar el monumentalismo de Brasilia con la arquitectura fascista y con una visión cultural autoritaria23. Anelli traza una línea directa entre este movimiento y la tarea que se había propuesto Lucio Costa hacía ya algunos años: involucrar y comprometer la arquitectura brasileña en la construcción de una identidad nacional. De esta manera, la monumentalidad se vuelve un elemento clave: “La interacción entre operación brasileña y la formulación de la nueva monumentalidad es inequívoca” (Anelli, 2016, p. 422). Así, más allá de las interpretaciones divergentes en lo que hace a la asociación o distanciamiento de este movimiento con respecto al fascismo, lo cierto es que la monumentalidad se afianzó a partir de la construcción de Brasilia como una característica nacional y contribuyó a reforzar una fantasía de grandeza y de naturalización de la identidad.

La visión utópica con la que se construyó esta ciudad, su arquitectura monumental y la intención de que con su construcción se produjera la unificación territorial nacional entre el sertão y el litoral comenzada en los años treinta, son factores que contribuyeron a cargarla simbólicamente. Es por esto que, como propone Adrián Gorelik (2012) “Brasilia debe ser comprendida como uno de los momentos más densos de la cultura moderna” (p. 154) y, en tanto proyecto en el que encarna ejemplarmente el programa estético, político y cultural propio de la modernidad, puede pensarse como un “monumento de la modernidad” (Gorelik, 2012, p. 160)24. Quisiera entonces tomar esta idea de Brasília como un proyecto colonial y como monumento de la modernidad occidental de modo simultáneo, para entenderla como uno de los proyectos más representativos de lo que Susan Buck Morss (2001) identifica como el sueño utópico del siglo veinte, es decir, el sueño de que la modernidad industrial traería aparejado efectivamente la felicidad de las masas; sueño que –a pesar de sus innegables logros– se ha vuelto, como señala Buck Moors, una pesadilla. Como todo proyecto utópico, la construcción de Brasilia no era solo un proyecto urbano o arquitectónico sino que implicaba la idea romántica de que la construcción de un nuevo diseño urbano tendría como consecuencia la transformación del tejido social y la creación de un nuevo hombre ( Holston, 1989). Si tomamos la lectura que hace Alain Badiou (2005) del siglo veinte como un siglo atravesado por una narrativa rupturista y de construcción de un nuevo hombre, podemos decir que Brasilia encarna el siglo veinte en su conjunto, incluyendo –por supuesto– las consecuencias indeseadas que nos trajo este siglo:

En el fondo, a partir de determinado momento, el siglo se obsesiona con la idea de cambiar al hombre, de crear un hombre nuevo. Lo cierto es que la idea circula entre los fascismos y los comunismos, y las estatuas son más o menos las mismas, la del proletario de pie en el umbral del mundo emancipado, pero también la del ario ejemplar, el Sigfrido que da por tierra con los dragones de la decadencia. Crear un hombre nuevo equivale a exigir la destrucción del viejo. La discusión, violenta e irreconciliable, se refiere a la definición del hombre antiguo. Pero en todos los casos el proyecto es tan radical que en su realización no importa la singularidad de las vidas humanas; ellas son un mero material […]. En este sentido, el proyecto del hombre nuevo es un proyecto de ruptura y fundación que exhibe, en el orden de la historia y el Estado, la misma tonalidad subjetiva que las rupturas científicas, artísticas y sexuales de principios de siglo. Es posible sostener entonces que el siglo fue fiel a su prólogo. Ferozmente fiel (pp. 20-21).

En este sentido, la atención al proyecto de la construcción de Brasilia no adquiere relevancia en mi trabajo en lo que hace a su evaluación como proyecto arquitectónico o urbanístico, sino como cristalización de un imaginario de un futuro utópico, esperanzador industrial, capitalista, y evolutivo que se revela como indisociable de un orden colonial, extractivista e, incluso, exterminador, ya que –como bien dice Badiou– las singularidades no importan, son un mero material. El ángel de la historia parece acecharnos, recordándonos constantemente que aquello que llamamos progreso no hace más que escupir a nuestros pies los escombros de las catástrofes acumuladas. Lo contrario a una visión distópica/utópica del futuro está dado –propongo– por los futuros menores, un sitio lleno de materialidades singulares.

Un trans-bordamento

“As margens da alegria” (“Los márgenes de la alegría”) es el relato con el que João Guimarães Rosa abre su primer volumen de cuentos llamado Primeiras Estórias, publicado originalmente en 1962. Narra el viaje que hace un niño a Brasilia para visitar a sus tíos en el momento en el que la ciudad estaba en construcción25. Por supuesto, se trata de un cuento clásico que ha sido leído y releído en diferentes oportunidades y desde diferentes perspectivas. Sin embargo, desde un presente en el que los conceptos de naturaleza y humanidad se redefinen, este cuento arroja nueva luz y otorga nuevos sentidos para aquello que pensábamos que ya no podía decirnos más26.

El cuento está dividido en cinco partes. La primera parte transcurre en el aire y tiene la lógica de un sueño, de la utopía o del paraíso. Un niño sube a un avión camino a Brasilia y, a partir de eso, todo es felicidad: la comunicación entre las personas funciona sin malentendidos, se saludan y conversan escuchándose los unos a los otros y sin superponer sus voces. Al niño le responden a sus preguntas: “Sorria-se, saudava-se, todos se ouviam e falavam (…) Respondiam-lhe a todas as perguntas, até o piloto conversou com ele” (Rosa, 1962, p. 7)27. Tanto es así que las satisfacciones llegan antes de la consciencia de las necesidades y todo se anticipa a su deseo: antes de tener hambre le ofrecen comida; antes de querer recostarse, le reclinan el asiento del avión28. El tío le cuenta lo que harán cuando lleguen (lo que va a ver, lo que va a jugar, lo que va a pasear) y todo –tanto su propio viaje como la construcción de la ciudad misma– adquiere un sentido de promesa y de futuro. El niño mira el cielo, el aire y las nubes y anticipa lo desconocido con lo que el cuento llama “un nuevo sentido de esperanza”: “ao não-sabido, ao mais” (p. 7). Una huida hacia un sitio que si bien es completo, también se define como una ausencia y como un blanco: “fugir para o espaço em branco” (p. 7); “O menino tinha tudo de uma vez, e nada, ante a mente” (p. 8)29. Este todo y nada simultáneo que es propio de los sueños, de las ilusiones y de la anticipación de la infancia, –que es puro futuro– coincide con lo que significó la promesa de modernización que encarnó Brasilia y que en el cuento parece como si estuviera no solo fuera de una temporalidad humana –en una especie de eternidad divina– sino también fuera de cualquier tipo de contacto corporal, sensible y terrestre. Una visión distante, limpia y ascética que coincide con una perspectiva aérea, cartográfica y nacional. Al niño le entregan un mapa que va siguiendo desde la ventana del avión: “o chão plano em visão cartográfica, repartido de roças e campos, o verde que se ia a amarelos e vermelhos e a pardo e a verde” (p. 7)30. Una visión panorámica en la que se enfatizan los colores nacionales (el verde y el amarillo) y una diversidad de paisajes armónica y pictórica en degradé. Esta primera parte del cuento, nos ofrece una perspectiva total, monumental y en sintonía con el diseño de Lucio Costa para el plano piloto de la ciudad en forma de avión: la “ciudad avión” se condensa en la metáfora del vuelo alto, en la perspectiva cinematográfica que ofrece lo aéreo y con la aparente satisfacción de tenerlo todo y, al mismo tiempo, no poder tocar nada.

La segunda parte del cuento coincide con la llegada al sitio en donde se estaba construyendo la ciudad, pero podría pensarse como una suerte de espacio liminal entre el espacio aéreo de la promesa atemporal y el espacio terrestre: un limbo. La tierra adonde llega no es efectivamente algo sino que se muestra solo desde su aspecto negativo. Como si se emulara la narrativa de la construcción de Brasilia desde una tabula rasa, el niño no llega a una ciudad ni a un campo, sino a un sitio donde no hay nada, un territorio vacío, un blanco, un no lugar: “A grande cidade apenas começava a fazer-se, num semi-ermo, no chapadão: a mágica monotonia, os diluídos ares” (p. 8)31. Sin embargo, en el espacio de la imaginación infantil, en una imaginación que es –justamente– liminal, incluso esa aridez esconde algo: en el fondo de la casa de su tío el niño encuentra un espacio lleno de árboles y flores desde donde se escuchan los cantos de los pájaros que lo llevan a imaginar todo lo que podría salir de allí: “índios, a onça, leão, lobos, caçadores” (p. 8)32. Lo intangible de los sonidos y la abundancia que ellos despiertan anticipan algo que lo va a impactar y a transformar: encuentra un pavo real, una presencia que califica como “imperial” –en portugués el pavo real se dice “pavão imperial”– y a la que se le atribuye un poder que no es necesariamente el del imperio sino el de transmitir una temperatura: “calor, poder e flor” (p. 8). La emoción que le produce el pavo lo transforma, lo hace salirse de sí mismo, traspasar sus propios bordes: le produce un “transbordamento” (p. 9). El niño, una potencia aún no moldeada, un intervalo, un pensar diminutivo que aún no ha entrado en el orden simbólico –“Seu pentamentozinho estava ainda na fase hieroglífica” (p. 11)– alcanza, por lo tanto, un modo de percibir otro y una subjetividad ambigua que le permite salirse de sí para rozar al animal33.

En la tercera sección del cuento, el niño parece al fin haber llegado a un lugar real, comienza sentir el sabor de la tierra en su recorrido por la ciudad en construcción y nombra las cosas –cual Adán o Colón– como si fuera la primera vez que son nombradas (“O Menino repetia-se em íntimo o nome de cada coisa”, p. 9), en una suerte de bautismo cívico que lo lleva a condensar, en una sola frase, el proyecto global –e incluso imperial, pero en otro sentido que el pavo– que implicaba Brasilia: “Esta grande cidade ia ser a mais levantada do mundo” (p. 9)34. La elevación y la escala monumental ya estaba contenida en su promesa. Sin embargo, el cuento no abraza esta esperanza vacía sino que muestra su revés: cuando el niño vuelve a la casa del tío, buscando encontrarse nuevamente con el pavo, todas sus ilusiones se quiebran cuando descubre que lo han matado para comérselo en la cena de celebración del cumpleaños del tío. El niño siente una desilusión del tamaño de la esperanza con la que había llegado y, a partir de este momento –ya en la parte cuatro, que pareciera ser el reverso de la primera, es decir, el infierno– todo lo que le muestran de la ciudad en construcción le causa tristeza; una tristeza que se parece al error, como si algo hubiera estado equivocado en ese acto de matar, que en esta parte del cuento se pone en paralelo con el acto de construir. El cansancio y el dolor se vuelven un desengaño y la desconfianza se apodera de él frente a aquel futuro enorme y elevado que había apenas saboreado. El encuentro con lo que el cuento llama “el mundo maquinal” y con las topadoras derribando árboles para construir el aeropuerto –algo que se nombra como “muerte”– condensan en una sola imagen el asesinato del pavo y la construcción de la ciudad:

Ali fabricava-se o grande chão do aeroporto (…). E como haviam cortado lá o mato? –a Tia perguntou. Mostraram-lhe a derrubadora (…) Queria ver? Indicou-se uma árvore: simples, sem nem notável aspecto, à orla da área matagal. O homenzinho tratorista tinha um toco de cigarro na boca. A coisa pôs-se em movimento. Reta, até que devagar. A árvore, de poucos galhos no alto, fresca de casca clara… e foi só o chofre: ruh… sobre o instante ela para lá se caiu, toda, toda. Trapeara tão bela. Sem nem se poder apanhar como os olhos o acertamento –o inaudito choque– o pulos da pancada. O menino fez ascas. Olhou o céu – atônito de azul. Ele tremia. A árvore, que morrera tanto (p. 10)35.

El niño asiste al espectáculo del cual se espera que sienta admiración, pero –en cambio– siente asco, una sensación digestiva y un tanto desajustada para la pena que se puede sentir al ver un árbol que se está derribando: la muerte del pavo y la destrucción del árbol/construcción de la ciudad se enlazan en un mismo sentimiento. Sin embargo, el cuento no acaba en el infierno –no ofrece un reverso metafísico de todo o nada– sino que hay una quinta y última parte cuando vuelve a la casa del tío y, al salir al jardín, algo sucede. El niño se encuentra nuevamente con un pavo y, a pesar de que por un instante lo confunde con el anterior, enseguida entiende que se trata de otro, menos lindo y espectacular que el primero. El momento de éxtasis ya no sucede como la primera vez y lo que en el cuento hasta ahora se presentaba como una oposición maniquea entre la maldad del mundo civilizado y tecnológico (o mundo maquinal) y el mundo natural, adquiere otra complejidad. El niño encuentra al nuevo pavo picoteando la cabeza del pavo muerto y descubre en su picotear una intención que deja de ser instintiva y, por lo tanto, puramente animal: el pavo actuaba movido por “un odio” –una pasión humana– que al niño lo confunde y que complica la distinción misma entre lo humano y lo animal. La naturaleza también esconde sus perversiones humanas. De igual modo, el escenario de los árboles que están por detrás ya no muestran sus colores brillantes, sino que se oscurecen: “A mata, as mais negras árvores, eram um montão demais; o mundo [énfasis agregado]” (p. 11)36.

Es decir, la naturaleza deja de ser ese sitio romántico y prístino de salvación y pasa a ser otra cosa, un sitio oscuro en el que el animal adquiere una pasión humana y que deja de ser selva para convertirse en “el mundo”, un sitio poroso entre lo humano y lo natural. Es allí que el cuento termina con un surgimiento inesperado, una nueva posibilidad dada por un margen de luz que no anula aquella oscuridad pero que tampoco es el blanco absoluto de la pura promesa utópica. Es algo que surge como un resto o como un margen de alegría: una luciérnaga.

Voaba, porém, a luzinha verde, vindo mesmo da mata, o primeiro vaga-lume. Sim, o vaga-lume, sim, era lindo! –tão pequenino, no ar, um instante só, alto, distante, indo-se. Era outra vez em quando, a Alegria. (p. 12)37.

Desde el avión y el vuelo utópico del comienzo, el cuento se dirige primero al no vuelo, a su revés: al horizonte plano, a la construcción del aeropuerto/destrucción de los árboles y muerte del pavo. Pero entre estas dos opciones de utopía y apocalipsis o de civilización versus naturaleza, el final del cuento implica una apertura a un mundo poroso de intersección y de transbordar los límites que definen la división entre lo natural y lo humano. Un mundo en el que existe un vuelo alternativo, más bajo e intermitente: el vuelo de una luciérnaga. Un vuelo que emula al vuelo del avión pero que en lugar de planear desde lo alto y en lugar de ser uno, vuela cerca de la tierra, casi en contacto con el suelo, de un modo intermitente y múltiple.

La dimensión antropológica del problema

En 1941 Pasolini (1983) le escribe una carta a su amigo Franco Farolfi en la que le cuenta que el encuentro que tuvo con un enjambre de luciérnagas luego de una noche de conversaciones sobre arte y poesía con un grupo de amigos, mientras deambulaban sin rumbo por las calles de Roma. Las luces intermitentes de las luciérnagas en una noche oscura incrementan su euforia y se vuelven metáfora del sentimiento de esa noche; metáfora de ciertos momentos fugaces de amistad, felicidad y deseo sexual ligado a un deseo artístico: las luciérnagas que, como los amigos, danzan en la noche y se iluminan con un deseo de formar una comunidad vital, fuera de las normas sociales. Sin embargo, ese momento dura poco y se interrumpe abruptamente cuando dos reflectores –la presencia de la ley– apagan las luces débiles de los insectos. Pasolini y sus amigos esperan el amanecer conversando, tirados en el pasto de una colina hasta que, cuando sale el sol, Pasolini baila en honor a los brillos fugaces de las luciérnagas; baila el baile de las luciérnagas. Es una imagen de amistad y de libertad, pero también es una imagen política, y Pasolini es explícito al respecto: es una apertura a una luz menor que se opone tanto a la luz encandilante de los reflectores y del espectáculo, como a los tiempos demasiado oscuros del terror fascista.

La imagen de Pasolini es fecunda, no se detiene en esa carta. En los años setenta la retoma cuando escribe un famoso artículo en donde denuncia una continuidad entre un fascismo fascista y un fascismo democrático y centra el pasaje entre uno y el otro en el motivo de la desaparición de las luciérnagas, en donde el consumo y la polución ecológica cumplen una función clave:

En los primeros años del sesenta, a causa del envenenamiento del aire y sobre todo, en el campo, a causa del envenenamiento del agua (los ríos azules y los arroyos transparentes) comenzaron a desaparecer las luciérnagas. El fenómeno ha sido fulminante y fulgurante. Después de pocos años las luciérnagas no existían más. “Son ahora un recuerdo, bastante desgarrador, del pasado: y un hombre anciano que tenga tal recuerdo, no puede reconocer en los nuevos jóvenes a sí mismo joven, y por lo tanto no puede tener los bellos sentimientos de antes”. Aquella “cosa” que sucedió hace una decena de años la llamaré por lo tanto “desaparición de las luciérnagas” (Pasolini, 1983).

Pasolini sentencia la muerte de las luciérnagas en un sentido concreto y real debido a la polución, pero también –en relación intrínseca con este motivo y en un plano más metafórico– debido a lo que él considera una forma cultural relacionada con el triunfo del consumo capitalista y del espectáculo. Las luces encandilantes no dejan espacio para los resplandores. Ya no hay sitio para las luces menores en las que encarna el deseo, la imaginación y el arte.

En Supervivencia de las luciérnagas, Georges Didi Huberman (2012) retoma la metáfora de Pasolini para referirse al estatus de la imagen en el mundo contemporáneo38. En esta metáfora se condensan una cantidad de sentidos, pero –como aclara Didi Huberman– es ante todo una imagen estética, política e histórica: un lugar en el que la política deja de ser discursiva para encarnar “en los cuerpos, en los gestos y en los deseos de cada uno” (p. 17).

Pero Pasolini inscribe esta desaparición de las luciérnagas dentro de una crisis de lo humano que para él no es simplemente una fase, sino un cambio radical en la naturaleza misma del poder y, por lo tanto, de lo político: “No estamos más como todos saben hoy, frente “tiempos nuevos”, sino a una nueva época de la historia humana”39. La desaparición de las luciérnagas es –como nos dice Didi Huberman– una imagen “poético-ecológica” (p. 20) a través de la cual se insiste en la dimensión antropológica del proceso político en cuestión: una crisis de los valores en la que el poder del consumo lleva a la desaparición de lo humano en el corazón de la sociedad. A partir de este punto la lectura de Didi Huberman difiere de la de Pasolini, pues considera que su mirada apocalíptica, sin fisuras y sin espacio para la resistencia, es maniquea y es no dejar la posibilidad de que las luciérnagas vuelvan a aparecer:

(…) es justamente dar crédito a lo que la máquina [totalitaria] nos quiere hacer creer. (…) es estar convencidos de que la máquina cumple su trabajo sin resto ni resistencia. Es no ver el espacio –aunque este sea intersticial, intermitente, nómade, situado en lo improbable– de las aperturas, de los posibles, de aquello que surge a pesar de todo (p. 42).

En la radicalidad de la sentencia de Pasolini, Didi Huberman encuentra una matriz filosófica metafísica propia del pensamiento apocalíptico: “Al contrario de esta experiencia modesta [la de la luciérnaga], las visiones apocalípticas nos proponen el grandioso paisaje de una destrucción radical para que advenga la revelación de una verdad superior y no menos radical” (p. 61). El texto de Didi Huberman continúa su elaboración reconociendo que el mundo contemporáneo confirma el diagnóstico que preveía Pasolini, pero sin renunciar a la posibilidad de que aquella cultura de la resistencia –popular y/o vanguardista– que el propio Pasolini veía encarnada en el motivo de las luciérnagas, siga vigente.

Volar bajo

El cuento de Guimarães Rosa nos ofrece una rendija de luz que atraviesa la historia y viaja a contrapelo desde fines de los años cincuenta y desde la construcción de Brasilia hasta el momento presente, para obligarnos (o darnos la oportunidad) a volver a leer bajo otra luz: una eco-luz anacrónica que se transforma en motor –en excusa– para revisar retrospectivamente el canon y descubrir nuevos sentidos. En el cuento de Rosa la metáfora de la luciérnaga trae, además de la oposición entre luz/oscuridad y de la intermitencia, la cuestión de la perspectiva y del vuelo, que –leída en clave histórica– se vuelve muy significativa: a la oposición entre la perspectiva nacional, monumental y atemporal que ofrece el vuelo del avión de la primera parte del cuento y el negativo del vuelo en la construcción del aeropuerto y destrucción apocalíptica de la naturaleza para construir lo que va a ser la “ciudad-avión” –en donde solo se ve “un horizonte”, con la fijeza y lo absoluto que implica esta perspectiva (“Mal podia com o que agora lhe mostravam, na circuntristeza: o um horizonte”, p. 10)–40; surge el vuelo de los pájaros y de las luciérnagas: un vuelo bajo y pequenino.

La luciérnaga que cierra el cuento abre la historia, y abre entonces la posibilidad de pensar en un futuro hecho de margen; hecho de algo que no sea ni lo más elevado del mundo (monumental) ni tampoco horizontal (apocalíptico). Lo contrario a la utopía humanista moderna y al futuro monumental no sería entonces la distopía, el infierno o el apocalipsis, que es su revés complementario y su consecuencia: la muerte y la destrucción, un horizonte fijo y circun-triste. Lo contrario al humanismo moderno y al apocalipsis sería ese margen de alegría, un futuro menor: un vuelo bajo y cercano a la tierra –algo corporal, táctil, sensible– o todo lo que el niño se imagina que va a salir del fondo de la casa del tío.

Así, a la matriz filosófica metafísica que señala Didi Huberman como propia del pensamiento apocalíptico le corresponde, desde una perspectiva histórica, una matriz colonial. Porque no olvidemos que la lectura que estamos proponiendo para este cuento sobre Brasilia, no busca enfocarse en una crítica de la ciudad en sí, sino más bien en la epistemología –la imaginación del tiempo y del espacio y, por lo tanto, del futuro– en la que se sostenía el proyecto el proyecto nacional, humanista y moderno de Brasilia y que –como el cuento observa– ponía en relación el par construcción/destrucción, espacio vacío/espacio modernizado, animal/humano, naturaleza/cultura. Pero el cuento va más allá de la denuncia ideológica de este vínculo y propone, en cambio, salir de esas dicotomías en una topología ambigua y menor. Niega que el espacio en donde se construía la ciudad “más elevada del mundo” fuera un desierto o un espacio en blanco: había pavos, había árboles, había indios, jaguares y luciérnagas. Todo aquello “sin nombre” –animal, indio, naturaleza– que queda del otro lado de la historia con mayúscula, de la historia unívoca, de la historia una; todo aquello que queda del otro lado de la historia del progreso o de la definición antropocentrista de humanidad y roza, en cambio, la multiplicidad y lo colectivo de las luciérnagas; roza también lo popular, tan caro a Pasolini.

Un pensamiento diminutivo

Quisiera inclinar levemente la metáfora de la luciérnaga hacia un sitio que Didi Huberman no desarrolla –o que por lo menos no lleva hasta sus últimas consecuencias– y que tiene que ver con la luciérnaga como nudo epistemológico y lo que ella implica en cuanto a la reelaboración conceptual del vínculo entre lo natural y lo humano. Pasolini establece un paralelo entre el motivo ecológico de “desaparición de las luciérnagas” y el motivo de “desaparición de lo humano”, en donde lo “humano” es entendido como sinónimo de libertad, de resistencia a la superficialidad del consumo, del espectáculo y del capitalismo. Hay, en este diagnóstico pasoliniano, una desaparición que se produce de modo conjunto y simultáneo, algo que –según su perspectiva– no se puede separar: la destrucción de la naturaleza implica una destrucción de la humanidad, o al menos, de cierto ideal de humanidad. Y es aquí en donde quisiera enfocarme, no tanto para “recuperar” ese trozo humanitario moderno que añora Pasolini, sino para pensar, justamente, en la coincidencia de estos dos planos y en la posibilidad que abre la luciérnaga como quiebre del binarismo epistemológico moderno. Es decir, la luciérnaga como inmanencia que permite pensar el cuerpo y lo político, la naturaleza y la cultura o la materialidad y la vida de modo simultáneo. La luciérnaga, entonces, como espacio o como arquitectura que reproduce, en miniatura, aquello que en el cuento reemplaza a la naturaleza como sitio idealizado y romántico (el del primer pavo) y se transforma en un mundo. La luciérnaga, entonces, como la arquitectura de un mundo.

Es aquí donde el lugar del lenguaje, de la imaginación –o de una imagen literaria– para proponer una topología, una epistemología y, por lo tanto, una política diferente, se vuelve relevante. Porque, como dice Didi Huberman, así como hay una literatura menor, hay también una luz menor –y un vuelo menor– con las mismas características filosóficas. Todo en una literatura menor habla de un margen y de las condiciones revolucionarias inmanentes a su propia marginalización: “incluso aquel que ha tenido la desgracia de nacer en un país de literatura mayor debe escribir en su lengua como un judío checo escribe en alemán” (Deleuze y Guattari, 1978, p. 31). Guimarães Rosa encuentra en la torsión lingüística del portugués provocada por la inclusión de tupinismos (Haroldo de Campos, 1970) ese sitio de inestabilidad, habilitando lo que Gabriel Giorgi califica como una “biopolítica menor” (Giorgi, 2014, p. 77) y lo que Jens Anderman cristaliza en la figura del “transe” (Anderman 2018, p. 25).

Sin embargo, en “As margens da alegria” la torsión interna de la lengua no se produce a través de los tupinismos, sino más bien a partir de la lengua infantil. Porque si el niño habilita la posibilidad de que surja la luciérnaga es porque su lengua, su pensamiento y su sensibilidad son en sí mismos un margen, un intervalo, un pensar diminutivo que se revela y condensa en la palabra inventada por Rosa: pentamentozinho. Una manera de pensar que interviene y desterritorializa el lenguaje sintáctico y la lógica simbólica con una presencia “jeroglífica” que deshace el lenguaje alfabético, lo transforma en imágenes y evidencia su materialidad. El niño, entonces, como una potencia aún no moldeada, como una inmanencia o un campo trascendental en el que la distinción entre sujeto y objeto no es pertinente y que, por lo tanto, tiene una capacidad camaleónica: puede realizar un trans-bordamiento, salirse de sus bordes, franquear sus márgenes para volverse trans y devenir otro. En Deleuze, esta experiencia infantil en donde la distinción entre sujeto y objeto queda superada es justamente uno de los espacios en los que ocurre lo singular de una vida impersonal; algo que, sin embargo, prescinde de toda individualidad: “Los niños pequeños están atravesados de una vida de inmanencia que es pura potencia” (Deleuze, 2002, p. 235)41.

Walter Benjamin ya había notado esta porosidad de lo infantil frente a la diferenciación entre un mundo objetivo y uno subjetivo. Los niños, dice Benjamin, no se vinculan reflexivamente con el objeto sino que se limitan a ver y en este modo de mirar, quiebran la oposición entre la mirada y lo mirado. Mientras los adultos abstraen los colores de las formas de los objetos, los niños tienen la capacidad de ver los colores antes que las formas. Este modo de percepción hace que el niño no se oponga al objeto y que se sustraiga a la utilidad de la cosa para poder ver su aura y así lograr una experiencia absoluta42. El niño acepta ser mirado por las imágenes, por las cosas, por esos desechos con los que arma su juego. Frente al diagnóstico benjaminiano de la pérdida y el declive de la experiencia en la modernidad; frente a los ojos adultos que han perdido su capacidad de observar –algo que, según Didi Huberman, puede leerse en paralelo a la desaparición de las luciérnagas pasolinianas– la mirada infantil responde al rostro del mundo de los objetos:

Los niños tienden de modo muy particular a frecuentar cualquier sitio donde se trabaje a ojos vistas con las cosas. Se sienten irresistiblemente atraídos por los desechos provenientes de la construcción, jardinería, labores domésticas y de costura o carpintería. En los productos residuales reconocen que el rostro del mundo de los objetos les vuelve precisamente y solo, a ellos. Los utilizan no tanto para reproducir las obras de los adultos, como para relacionar entre sí, de manera nueva y caprichosa, materiales de muy diverso tipo, gracias a lo que con ellos elaboran en sus juegos. Los niños se construyen así su propio mundo [énfasis agregado] (Benjamin, 1987, p. 5).

El juego de los niños, en su interés por lo residual, implica un movimiento paralelo al del coleccionista –que hace montajes y produce nuevos sentidos– y al del historiador materialista –quien cepilla la historia a contrapelo para hacer hablar a los restos mudos y anónimos y dar vida a aquello que parecía ser inerte. Benjamin encuentra en esa porosidad infantil entre el mundo objetivo y el subjetivo una posibilidad para renovar el sentido del concepto de experiencia y para pensar el modo en el que los niños son constructores –arquitectos– de un mundo. Es en este sentido de renovación del sentido de la experiencia y de arquitectura de un mundo que quisiera entender el encuentro del niño del cuento con el pavo o con la luciérnaga. Una experiencia que lo transforma y que le permite salirse de sí mismo, atravesar sus propios bordes y establecer una porosidad con el afuera. Una experiencia que es entonces antropológica en el sentido en el que la toma Viveiros de Castro (2018) cuando dice que una verdadera antropología nos devuelve una imagen irreconocible de nosotros mismos y nos permite, no solo adquirir nuevos contenidos provenientes de la cultura “otra”, sino realizar una variación en la forma misma de imaginar43.

Es decir, la experiencia infantil pero también la del coleccionista –la de aquel que pone las imágenes y las palabras en otra constelación espacial y temporal para producir una nueva distribución de lo sensible– generan un cambio en la forma de imaginar que también transforma la definición de lo humano y del mundo. El pensamiento menor –el “pensamientito” del niño– contorsiona el lenguaje en un “transbordamento” de las palabras y del propio límite corporal para producir un contacto con el afuera y una imprecisión conceptual. Bascula entonces esa gran división moderna que iguala la especie humana con el hombre occidental y que deja del otro lado a toda posible alteridad: una sub-humanidad que se pierde en la selva oscura de la naturaleza en forma de árboles, indios, jaguares, pavos y luciérnagas; que se pierde allí donde la fantasía infantil va a su encuentro. Los futuros menores entonces buscan en esa selva oscura en la que las palabras y las imágenes dicen e imaginan el mundo de otra manera –con otra estructura, otra arquitectura– y en la que nos volvemos extraños para nosotros mismos. Escarban en el pozo del lenguaje cuando se vuelve un jeroglífico e ilumina su hechura material –su naturaleza impura y sobredeterminada– para cambiar la forma de imaginar. Los futuros menores, entonces, como aquello que nos permita imaginar maneras de complicar los bordes, de volver los límites difusos, de estirar los márgenes y construir otras arquitecturas del mundo.

Futuros menores

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