Читать книгу 1968: Historia de un acontecimiento - Álvaro Acevedo - Страница 7
ОглавлениеIntroducción
Como nunca antes en la historia de la cultura, en los años sesenta el mundo asiste a una revolución de hábitos, consumos e ideas sobre el devenir de las sociedades. En un número apreciable de Estados nacionales estallan movimientos sociales y estudiantiles, protestas, discursos, arengas y repertorios de inconformidad social y política. Universidades, librerías, calles, teatros, cafés son el centro de esta revolución, donde se discute sobre la utopía libertaria, la justicia, la igualdad y tantas otras concepciones sobre la marcha de las sociedades. Por otro lado, libros, revistas, periódicos, folletos y una variopinta producción de impresos universitarios circulan como prácticas habituales de consumo en la cultura intelectual y libresca de la época.
La confrontación de ideologías y el análisis de los problemas sociales son puestos en común por una generación que quiere cambiar el mundo y el estado de las cosas, por lo menos en las intenciones y discursos. El malestar generalizado es visible en universidades de grandes y pequeñas urbes; movilizaciones y protestas se toman las calles de las más importantes capitales del mundo. 1968 es el año de la cresta de esta ola; una válvula de escape para la juventud rebelde y una forma de rechazo a todo tipo de autoritarismo. “Prohibido prohibir” es una de las consignas que más se escucha; movimientos culturales como el de los hippies cambian las formas de vestir, de escuchar música, de comportarse y de consumir drogas y alucinógenos. La libertad sexual rechaza los valores tradicionales, las mujeres salen a las calles en minifalda, los jóvenes rompen cánones y arengan a la multitud contra el orden imperante.
1968 es el año del movimiento revolucionario francés, a juicio de historiadores y sociólogos contemporáneos, el más visible y mejor estudiado hasta el momento, pero no el único de esta onda expansiva. Tal vez no todos los jóvenes en el mundo que protestan o que simpatizan con las manifestaciones saben con exactitud por qué o contra quién dirigen su malestar, lo cierto es que quieren cambiar el modo de vida, la situación de sus pesadas existencias1. Hay simultaneidad de acontecimientos en naciones de Europa, Asia y América: crece la inconformidad política contra la Unión Soviética y otros países de la denominada Cortina de Hierro; el asesinato de Martin Luther King el 4 de abril de 1968 en la ciudad de Memphis sobrecoge a la sociedad norteamericana, pero no mueren las proclamas por la igualdad de derechos para los afroamericanos; la masacre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 –tan solo a diez días de los XIX Juegos Olímpicos, bautizados como ‘la olimpiada de la paz’– estremece a la sociedad mexicana; el levantamiento obrero, apoyado por estudiantes, en 1969 en Córdoba, conocido como el Cordobazo, paraliza la ciudad y pone en jaque a la dictadura de Juan Carlos Onganía; la invasión a Vietnam desata voces y más voces de rechazo mientras prosigue la confrontación de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos de América ocupan una posición de hegemonía y predominio en todo el mundo; el país del tío Sam incide directa o veladamente en los destinos de todo el mundo; se establece el Plan Marshall como estrategia para la reconstrucción de una Europa devastada y sucesivos tratados de seguridad como el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca [Tiar] y la Alianza para el Progreso, todas estrategias para contener el fantasma revolucionario comunista que se cierne sobre Latinoamérica; la Revolución cubana y el alinderamiento hacia la Unión Soviética determinan el intervencionismo americano de manera frontal. En consonancia estratégica se elabora la Doctrina de Seguridad Nacional para contener a los enemigos internos y garantizar el control de Estados Unidos en todo el continente. La invasión norteamericana en Guatemala [1954]; Bahía Cochinos [1961], en Cuba, y al año siguiente la Crisis de los Misiles en la misma isla son solo tres momentos de las consecuencias de la confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética en América Latina2.
En aquella época, para la mayoría de los colombianos no es fácil reconocer los intereses de la geopolítica internacional. Universitarios, sindicalistas e intelectuales denuncian la política norteamericana del “buen vecino”. Estados Unidos es para Latinoamérica su propio peor enemigo. Esta paradoja hace que el impacto de los acontecimientos de los años sesenta y del intervencionismo norteamericano llegue a una ciudad provinciana como Bucaramanga y a un municipio tan distante como San Vicente de Chucurí, en el departamento de Santander, Colombia.
En el área rural de San Vicente de Chucurí, en la vereda La Fortuna, nace en 1964 el Ejército de Liberación Nacional [ELN], con su marcha al cerro de los Andes y la posterior toma de la población de Simacota en el mes de enero del año siguiente. En el mismo año de 1964 los estudiantes de la Universidad Industrial de Santander [UIS] marchan casi quinientos kilómetros a pie desde Bucaramanga hasta Bogotá para protestar contra el rector de la alma máter y la imposición del modelo norteamericano de universidad. Y es en este mismo año del sesenta y cuatro, cuando un éxodo de autodefensa campesino, que se moviliza desde Marquetalia hacia el sur del país, entre las tierras bajas de la Orinoquía y el piedemonte de la cordillera Oriental, da origen a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia [Farc].
Como en el caso de San Vicente de Chucurí, Bucaramanga o en el sur del país, los efectos de esta revolución cultural llegan a muchas poblaciones de América Latina, algunas distantes de Europa o de las grandes capitales del mundo. La insurrección cubana y la figura emblemática del Che repercuten en todo el continente y en otras latitudes del planeta. Después de la muerte en 1967 del legendario guerrero de barba desaliñada y boina negra, su fama se incrementa hasta convertirse en un ícono universal. En Colombia la figura de Camilo Torres empuñando las armas en las filas insurgentes del ELN también alcanza renombre y fama. Las movilizaciones estudiantiles comienzan a descentralizarse de la capital desde principios de los años sesenta, a tal punto que para 1971 el país se ve paralizado por la simultaneidad de las protestas que atraviesan casi la totalidad de universidades del país.
Si una generación se configura en respuesta a determinadas vigencias, valores, condiciones materiales y cotidianidad de una época, el interés investigativo de este libro por los años sesenta y setenta en Colombia y el mundo responde tanto a la posibilidad de entender el presente como a la necesidad de situar un acontecer de tensiones entre lo local y lo universal, entre la propia experiencia vital y un contexto de violencias estatales y contraestatales, entre la cultura universitaria y una generación minoritaria, rebelde y en tránsito del campo a la ciudad, que accede por primera vez a la educación superior. No hay que olvidar que en Colombia una infancia de provincianos de clase media por primera vez hace ruptura con la tradición.
Es posible que Mayo del 68 no pase de ser en Europa una revolución eurocéntrica del estilo en la moda, la música, la cultura visual, el consumo, las drogas alucinógenas y el sexo, pero en América Latina sus repercusiones tienen profundos significados políticos y culturales. Eric Hobsbawm destaca que hasta entonces ningún movimiento revolucionario poseía en sus filas tantas personas que leyeran y escribieran libros3. Kurlansky recuerda que en ese momento, Francia, epicentro de las protestas más representativas, atesora una población de 8 millones de estudiantes, nada menos que el 16,1 % del total de la población nacional francesa4.
En cada región del globo las implicaciones de Mayo del 68 no son las mismas: en América Latina hay una visible agitación política y social; en Estados Unidos se presentan constantes manifestaciones por los derechos civiles y protestas contra la guerra en Vietnam; en el entorno soviético surgen expresiones de inconformidad en Checoslovaquia y Polonia. Muchas naciones vibran con proclamas y utopías que expresan un malestar generalizado por el estado de cosas existentes. Las universidades, aglomeradoras de jóvenes inconformes y ávidos de construir su propia identidad, son el centro por excelencia de estas manifestaciones5. El ícono más representativo de este fenómeno es el Mayo francés del 68. En Colombia tanto este año como el corto periodo comprendido entre 1971 y 1972 son de gran visibilidad por las arengas revolucionarias en las universidades contra el pacto político bipartidista del Frente Nacional [protestas estudiantiles, consolidación de grupos armados, discusión y crítica de nuevos saberes en las ciencias sociales] y la aplicación de una política modernizadora educativa orientada hacia el modelo de educación superior norteamericano [Plan Atcon, Plan Básico para Educación Superior, Plan de Desarrollo del Banco Interamericano de Desarrollo].
La universidad se encuentra circunscrita al ámbito cultural de la sociedad en que se constituye, sin establecer una interrelación puramente jerárquica. Las principales influencias del ámbito universitario colombiano en los años posteriores a Mayo del 68 no provienen únicamente, ni en todos los casos, de estudiantes y profesores de los centros de educación superior; intelectuales y escritores nacionales o foráneos más importantes del momento también influyen en el panorama cultural de esta época.
La protesta universitaria y la producción literaria de los años sesenta y setenta en Colombia se sintonizan con los acontecimientos ocurridos en el mundo durante Mayo del 68. El entorno de las universidades es el principal receptor y propagador de tal influencia. Allí se pueden encontrar expresiones oficiales o no oficiales, institucionales o contrainstitucionales. De manera que en esta investigación se pretende reconstruir el acontecimiento de Mayo del 68 en los ámbitos universitario y cultural colombianos y sus efectos en los años de 1971 y 1972. ¿Por qué y cómo este acontecimiento influye sobre la protesta y los impresos que predominan en los ámbitos universitario y cultural colombianos entre 1968 y 1972?
En un contexto universitario de protesta, las tendencias en la circulación de libros, la valoración de las predilecciones lectoras sobre ciertos autores o temas y el análisis de las representaciones discursivas expresadas en libros y revistas nacionales entre 1968 y 1972 en Colombia, son una oportunidad investigativa para reconocer los acontecimientos planetarios de Mayo del 68 en el ámbito cultural del país.
¿Revolución cultural planetaria o eurocéntrica?
Si una revolución supone la adopción de una nueva visión o perspectiva de mundo, después de un cambio violento en las instituciones de un determinado estado social, llama la atención que el acontecimiento de 1968 desencadena efectos y transformaciones culturales pero no políticos. Este es el caso de los sucesos del Mayo de 1968 en Francia, donde luego de tres semanas de protestas estudiantiles el Gobierno de Charles de Gaulle se encuentra a punto de caer, pero al final recibe un espaldarazo de la sociedad francesa. En América Latina se sienten tanto los efectos culturales como políticos de esta onda expansiva. El detonante de los acontecimientos inicia en Francia –hoy leídos más como un símbolo que como un efecto político de alcance duradero–, pero son muchas las naciones del orbe que vibran con la utopía igualitaria y otras concepciones aclamadas por la juventud, que en algunos casos está dispuesta a la acción clara y pausada, y en otros se mueve por el frenesí de la lucha.
Desde un análisis crítico de la revolución cultural planetaria de los años sesenta, Mayo del 68 no pasa de ser en Europa una revolución eurocéntrica sobre la moda, la música, la cultura visual y la sexualidad. Otros enfoques, en cambio, han sostenido que las rupturas culturales en este periodo realizan profundas transformaciones políticas y sociales no solo en el Viejo Continente, sino en América Latina. Los efectos son tan impactantes que la familia, una de las estructuras sociales que más se resiste a los cambios, se transforma de manera radical. Además, a partir de mediados del siglo pasado, los jóvenes adquieren por primera vez un estatus significativo en el ámbito cultural. Sus realizaciones se constituyen en hechos importantes para afirmarse en la sociedad, y no solo en requisitos preparatorios para la vida adulta.
Si se recurre al tiempo largo, que Fernand Braudel menciona en su clásica historia sobre el Mediterráneo en la época de Felipe II, se puede argumentar que solo hasta ahora emergen los efectos de esta onda cultural. Una de las consecuencias más destacadas es la insalvable distancia generacional que se demarca entre padres e hijos. “Los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres”, dice con razón un viejo proverbio árabe. La nueva generación, segura, numerosa y próspera, entra en clara contradicción con la de sus padres, poco numerosa, insegura, devastada por la guerra y la Gran Depresión. Por primera vez, la sociedad empieza a transformarse al ritmo de su juventud.
El acceso a nuevas formas de consumo cultural en Europa, como la lectura y la televisión, es comprensible. A mediados de la década de 1960 ya es notorio el crecimiento demográfico de la posguerra como resultado de la prosperidad económica. Esta idea se complementa con otro estudio de Eric Hobsbawm en el que enfatiza que nunca antes, desde los años 40, los jóvenes habían asistido a la educación básica, media y universitaria como en ese momento6. El intervencionismo de Estado o estatalización, más el aumento de la urbanización, produce esa increíble expansión educativa en todos los niveles, paralela a una masa creciente de obreros cada vez más diferenciados en sus condiciones salariales y de vida entre la periferia y el centro, entre lo rural y lo urbano7.
Tres décadas después de la derrota de Hitler, Europa se recupera de años de guerra y depresión, y empieza a igualar los niveles de consumo de Estados Unidos, así se inicia una era de prosperidad y opulencia sin precedentes. El milagro económico de Europa y los cambios sociales y culturales que este trae consigo son producto de la explosión demográfica. El baby boom cambia el paisaje callejero del continente. La característica más llamativa de Europa en las décadas de 1950 y 1960 es la cantidad de niños y jóvenes, Europa vuelve a ser joven. El periodo de máximo crecimiento en el continente es el de 1947-1949. Para 1960, en Holanda, Irlanda y Finlandia, el 30 % de los habitantes son menores de quince años. Ya en 1967, uno de cada tres franceses no tiene más de veinte años8.
Uno de los principales problemas de los Estados nacionales del Viejo Continente es cómo educar a este creciente número de jóvenes. Antes de 1950, ningún joven, por fuera de las élites, sueña con conocer los claustros universitarios, pues estos han funcionado para unos pocos privilegiados. El número de estudiantes en Europa es mayor que nunca, y así mismo, la calidad de la educación se deteriora rápidamente. Las bibliotecas, los colegios mayores, los salones de clases y los refectorios se masifican, pero no se mejoran las condiciones infraestructurales de los espacios donde se encuentran los estudiantes, incluso si son construcciones nuevas.
Por su parte, en Colombia el acceso a la educación no es menos impactante en aquella época. La cifra de estudiantes con acceso a la educación universitaria asciende de 4.137 matriculados en el año 1935 a 50.035 en el año 19669. Esta demanda por la educación superior de mediados del siglo XX tiene como antecedente los signos de buena salud de la economía colombiana y la mejora en la calidad de vida de la población en las ciudades durante las décadas de los años 40y 50. La producción cafetera recibe toda la atención por parte del Gobierno nacional y de Estados Unidos, interviene en un acuerdo que establece cuotas de importación para las naciones productoras. Esto le garantiza a Colombia el 80 % de la producción anual en el mercado de ese país10.
En las zonas cafeteras las condiciones se tornan favorables. Sin embargo, la modernización como fenómeno urbano no llega a las zonas rurales donde todavía en 1945 se concentran las dos terceras partes de los colombianos. En gran parte del país el contraste salta a la vista: un 60 % no sabe leer y las brechas en la calidad de vida entre las clases pudientes y las rezagadas son notorias. En general, en la década del cuarenta hay una mejoría en las condiciones de vida de los colombianos en la zona cafetera y en las ciudades, relacionadas con el acceso a médicos, hospitales, profesores y escuelas. A su vez, esto contrasta con las zonas rurales del país sumidas en la escasez, la explotación por los propietarios de las tierras y la violencia bipartidista entre liberales y conservadores, azuzada desde Bogotá y las capitales departamentales por caciques, caudillos, gamonales y políticos de oficio.
En estas condiciones tan desiguales entre el campo y las ciudades colombianas nace la clase media en las zonas más urbanizadas, y con ella, nuevas formas de consumo. En el país, por primera vez, llegan a la educación universitaria las clases medias. A pesar de esto, su número continúa siendo poco significativo en relación con la mayoría de los habitantes, por lo que en Colombia no se puede hablar de universidad de masas [o para el pueblo] en este periodo. Esta dicotomía del sistema educativo colombiano en el siglo XX es una de las características, entre otras, que permite identificar las siguientes tesis para el estudio de la historia de la cultura y la educación:
a) Desde el siglo XIX, las políticas educativas para crear un sistema nacional regulado, coherente y de amplia cobertura son una suma de intentos y fracasos, entre ellos, el proyecto liberal de fundación de la Universidad Nacional en 1867, y su casi inmediato desmonte, o el proyecto de reforma a la Universidad Nacional de Alfonso López Pumarejo en los años treinta del siglo XX. Es cierto que dichos propósitos allanan un camino para la educación superior en Colombia, pero las realizaciones se quedan inconclusas en el cometido por consolidar un sistema universitario de amplia cobertura y de calidad científica y tecnológica.
b) El sistema universitario en Colombia adquiere una primera configuración con la “explosión” del sistema universitario regional en la segunda mitad del siglo XX, después de la caída dictatorial de Rojas Pinilla y de la creación de la Asociación Colombiana de Universidades [Ascún] en 1958.
c) La ausencia de una base estudiantil organizada y con permanencia en el tiempo no consolida un movimiento social propiamente dicho, sino un acumulado de protestas sobre cinco elementos en común: el apoyo a una educación científica y tecnológica que rompa de una vez y para siempre la ausencia de un progresivo “ideal de lo práctico”, el rechazo al autoritarismo académico y la profesionalización universitaria, la defensa de la autonomía universitaria y la libertad de cátedra, el antiimperialismo y la búsqueda de una sociedad más justa e igualitaria.
d) Si bien a partir de la segunda mitad del siglo XX la “lucha de clases” es una representación de la inconformidad y protesta de los estudiantes, sus actuaciones no se pueden enmarcar en esta categoría para explicar su acción social colectiva ni mucho menos sus posiciones ideológicas, algunas de las cuales –pese al debate y la confrontación de ideas en escenarios participativos de entrega y toma de la palabra– derivan caen en el mesianismo, el autoritarismo [el mismo que tanto se critica] o el elitismo de izquierda, sin descontar que la mayoría opta por la movilidad social y muy pocos por la revolución.
e) La confrontación entre estudiantes, asociaciones sindicales educativas, directivos universitarios y Gobierno crea escenarios físicos y simbólicos de amplia participación política, pero también de conflicto y violencia, mediados por discursos excluyentes o de negación del otro.
f) La presión de sectores medios universitarios sobre el Estado por la modernización educativa no logra finalmente una reforma incluyente y de abajo hacia arriba. Por lo contrario, se impone un modelo educativo modernizador estatal sobre la base de una racionalidad instrumental profesionalizante, esto es, un modelo que privilegia los medios sobre los fines y desconoce valores, afectos y tradiciones en la cultura.
Cuando se compara el salto educativo de Colombia en los años sesenta y setenta con el de Europa y Estados Unidos, las diferencias son abismales, sobre todo porque en estas naciones se consolidan sistemas de educación superior de cobertura y calidad. Hasta mediados del siglo XX la educación superior en Europa seguía siendo para las élites, pero la cobertura en la década de 1960 promueve un salto generacional sin precedentes y obliga a los Gobiernos a reformar los sistemas de educación. En Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial, su sistema educativo se consolida como el mejor del mundo. Debido a este salto cualitativo no sorprende que en los años sesenta se discuta en las universidades norteamericanas el tema de los derechos civiles de la población negra, o que el Mayo francés de 1968 sea el escenario de los acontecimientos más importantes en la historia de la cultura del siglo XX, pero no el único.
Sin desconocer los otros ámbitos o dimensiones de la revolución cultural de Occidente, en esta investigación se enfatiza en las transformaciones sociales, simbólicas y discursivas que se experimentan en el mundo universitario colombiano. Tales cambios pueden comprenderse relacionándolos con procesos globales e interconectados, no de manera mecánica, sino a través de circuitos y sinuosidades difíciles de rastrear, que son parte de una misma onda revolucionaria cultural que trastoca el orden de cosas hasta la actualidad. Las protestas y movilizaciones estudiantiles que constituyen este movimiento social entre finales de la década del sesenta e inicios de los setenta se pueden comprender y explicar situándolas como parte de un macroacontecimiento denominado Mayo del 68.
1968: un macroacontecimiento de larga duración
¿Cuál puede ser el significado histórico de 1968? Esta pregunta invita a pensar de manera problémica aquel legendario año para trascender la descripción factual del París incendiado y movilizado o del México luctuoso por los hechos de Tlatelolco. Interrogarse por el sentido de un acontecimiento que genera tantas pasiones y versiones permite abstraerse de la disputa ideológica que implica su legado, con el fin de propiciar una reflexión sobre este pasado-presente que aún repercute en la cotidianidad11, una cotidianidad que en ese momento también se vive en muros y paredes de universidades y en las calles de grandes y pequeñas urbes. Desde entonces, los grafitis llegan para quedarse en una memoria contracultural que se resiste al olvido.
La unidad de análisis de la revolución cultural planetaria de los años sesenta supera el marco del Estado-nación para inscribirse en los procesos subyacentes de la economía-mundo capitalista. En la perspectiva del largo siglo XX de Wallerstein, la hegemonía norteamericana llega a un primer punto de caída sin retorno con la revolución cultural de 1968 y la crisis económica planetaria de 1972-1973. Estas fechas son también el punto en la curva de la descolonización del mundo y de la sistemática crítica del eurocentrismo. En esta tesis, el largo siglo XX se divide en dos momentos: el primero desde 1870 hasta aproximadamente 1968 y el segundo a partir de este año en el que el mundo cambia hasta el día de hoy12.
Los acontecimientos del emblemático año de 1968 no son otra cosa que una revolución de larga duración en las estructuras culturales: el fin del comienzo o la crisis del sueño de la Modernidad, es decir, la pérdida de confianza en que la economía-mundo capitalista y la socialista garantizan las metas de liberación e igualdad para toda la humanidad. Por el contrario, este crucial periodo significa el comienzo de la desestabilización del sistema-mundo ante grandes transformaciones que conducen a una incertidumbre y un miedo permanente sobre el destino del género humano.
Más allá de la interpretación del corto o largo siglo XX, los acontecimientos de 1968 tienen un impacto profundo en la configuración de la sociedad planetaria. Por ejemplo, el tránsito de una familia nuclear monógama hacia otra en la que el género femenino se libera de ciertos roles y tradiciones patriarcales hasta adquirir identidad y sentido de reivindicación en los movimientos feministas. Las formas del trabajo y de economía, la escuela, los medios de comunicación y los saberes disciplinares modernos también son sacudidos desde sus cimientos. La consecuencia más inmediata sobre la expansión educativa es la aparición de niveles de jerarquía definidos por estándares de calidad educativa según la teoría del capital humano. Esto significa que una educación de calidad, con índices cada vez más crecientes de cobertura, debe incidir en el aumento de la producción económica. De manera que la inversión en educación, con base en controles cada vez más exigentes de eficacia y eficiencia, debe ser directamente proporcional a los retornos económicos en una sociedad con formaciones profesionales útiles y planes de innovación técnicos y tecnológicos para la productividad económica.
Los efectos de un acontecimiento no son homogéneos. En Colombia el 68 histórico estalla en las aulas universitarias en 1971. El año 68 tiene incidencias en diferentes direcciones y temporalidades, sobre todo en las instituciones productoras y reproductoras de la cultura. En el seno de la familia se inicia una impugnación frontal de las relaciones machistas y patriarcales, y se cuestiona la naturaleza autoritaria y anacrónica de las capacidades y posibilidades afectivas de los seres humanos. La institución escolar sufre modificaciones considerables, tal y como lo atestigua la crisis de las jerarquías en el interior del aula de clase y de la transmisión unilateral de conocimientos disciplinarios y profesionales. Los cambios traen consigo también una reacomodación de los medios de comunicación; su expansión los convierte en productores de la opinión pública y en soporte fundamental de las nuevas formas de hacer y experimentar la política13.
Por todas estas transformaciones, el año 68 es interpretado como un ‘acontecimiento ruptura’, que se despliega en toda su complejidad en las décadas subsiguientes. Dirigir la mirada hacia este momento invita a reflexionar en tres sentidos complementarios. En primer lugar, es una ruptura de dimensiones planetarias; no por casualidad estallan levantamientos sociales en diferentes partes del mundo muy disímiles, protagonizados por jóvenes que impugnan el acontecer desde sus necesidades y aspiraciones más inmediatas. En segundo lugar, es un momento de crisis generalizada en el que se condensan experiencias históricas diversas. Por último, los fundamentos mismos de una gran parte de la civilización, tal y como se conocen, son cuestionados, en especial los ideales de progreso indefinido de la Modernidad. El mundo no es el mismo después del 6814.
A nivel macro, luego del acontecimiento del 68, el capitalismo entra en etapas episódicas de crisis, pese al auge del neoliberalismo a finales de los ochenta y durante toda la década de los noventa. El Estado sufre una gran transformación, inspirada en los postulados neoconservadores, que lo hunden en cierto escepticismo porque desiste del proyecto de convertirse en el escenario para organizar la sociedad y la economía. La emergencia de un ultraindividualismo viene aparejada con el descrédito generalizado de los partidos políticos y de todo proyecto utópico de carácter reivindicatorio de la humanidad. Carlos Antonio Aguirre Rojas advierte que el mundo después del 68transforma todas las relaciones humanas:
[…] desde las estructuras de la hegemonía del sistema capitalista mundial, hasta las actitudes de los hombres respecto a la vida, el trabajo, el disfrute y el uso del tiempo libre, y desde la conciencia de las implicaciones de la relación fundante entre el hombre y su medio ecológico circundante, hasta el reconocimiento de la diversidad y pluralidad de los caminos u opciones civilizatorias que el hombre ha emprendido a lo largo de su historia. Todo ha sido sucesivamente cuestionado y luego problematizado por la generación de los soixante-huitards críticos en todo el mundo15.
La explicación de este historiador mexicano sobre los acontecimientos del 68 no se expresa únicamente en las transformaciones culturales, sino en una interpretación geográfica y temporal del macroacontecimiento. La Revolución Cultural china de 1966 inaugura la nueva era, que llega hasta 1969 con el Otoño Caliente de Italia. Esta periodización abarca los hechos del Mayo francés o del Octubre mexicano. Aguirre considera que 1968 tiene tres epicentros planetarios: Francia para el mundo desarrollado, China para el área de influencia socialista y México para los llamados países tercermundistas. Explicar el 68 de una manera global, como la manifestación patente y estruendosa de toda una revolución cultural en proceso, conduce a Carlos Antonio Aguirre a preguntarse por las causas planetarias de los levantamientos simultáneos que se viven en el mundo a finales de los años sesenta.
En esta onda cultural planetaria Aguirre reflexiona sobre el lugar de la universidad en la sociedad mundial después de 1945 y por la nueva composición que, con sus matices, adquiere esta en gran parte de los países del globo. La incorporación de las llamadas clases medias y, en algunos casos, de los sectores populares permite la movilidad de importantes sectores sociales en el marco del ciclo económico Kondratiev [1945-1973]16. La segunda variable para explicar el 68 remite a las manifestaciones en todo el mundo protagonizadas por un sector social: los estudiantes. El movimiento estudiantil se convierte en un actor fundamental en las sociedades contemporáneas y enarbola las banderas en representación de otros sectores sociales, así muchas de sus declaraciones se hayan quedado más en el papel que en la acción.
En cuanto a las demandas de los múltiples movimientos, Aguirre considera que es posible hallar puntos de convergencia. Más allá de las diferencias y particularidades nacionales, los jóvenes de todo el mundo, al cuestionar e increpar directamente las relaciones de poder entre Estados, géneros y roles, abogan por una radical revolución cultural. El objetivo puede ser el falso realismo socialista y su “democracia centralista”, el consumismo desaforado de las sociedades “posindustriales” o las luchas por la democracia y sus proclamas contra el autoritarismo. Los movimientos de 1968 no son el resultado de crisis socioeconómicas; por el contrario, se enmarcan en contextos de relativo auge económico y cierto crecimiento social. Las principales demandas se expresan en cuestiones relacionadas con la cultura, sin negar asuntos sociales y políticos.
Una última inflexión analítica sobre el 68 se refiere al triunfo o fracaso de esta ola de levantamientos. Desde una perspectiva inmediatista, los movimientos políticos son derrotados estruendosamente, basta recordar el resultado de las elecciones en Francia o el desenlace de las movilizaciones mexicanas luego del 2 de octubre para constatar la derrota. Sin embargo, la valoración del 68 a mediano y largo plazo no parece ser la de postración, sino la de un triunfo indubitable en términos de la modificación de las estructuras y los patrones culturales. Transformaciones que muestran el impacto profundo del 68: revoluciones familiares, escolares y mediáticas; emergencia de nuevos saberes y racionalidades; movimientos antisistémicos de nuevo cuño como el feminista, el ecologista, el pacifista; defensa de derechos humanos, civiles y de minorías [étnicas o sexuales]17.
Desde un enfoque similar, pero con nuevas luces sobre el sentido del 68, Hugo Fazio afirma que este año se puede comprender como un macro-acontecimiento que facilita la explicación del presente histórico en que vivimos. Luego de tomar distancia de los años convencionales [1945 y 1989] –a los que algunos expertos recurren para entender la contemporaneidad–, Fazio señala que 1968 constituye un momento de ruptura sociocultural. Una postura que lo distancia de la valoración realizada por Hobsbawm, para quien este año es solamente un signo y no un acontecimiento que marca un antes y un después en la historia de la cultura18. Más allá de los balances políticos que se orientan a destacar la “derrota” de aquel momento, se retoma con fuerza la profundidad y la imperceptibilidad, a veces, de las transformaciones que se dan a finales de los años sesenta. Como lo sugiriera Braudel, este año puede estar al mismo nivel que el Renacimiento o la Reforma.
A mediano plazo, Fazio reconoce en 1968 cambios importantes en materia económica y social. A partir de aquellos años se da inicio a la tercera revolución industrial, determinada por la introducción de la robótica y la informática en la economía capitalista. El autor también destaca el papel medular de los nuevos medios de comunicación y su incidencia en la modificación de la temporalidad. A finales de los años sesenta se inicia el declive de los “años dorados” del capitalismo de posguerra, una de cuyas expresiones es el quiebre del modelo de Bretton Woods y del patrón oro. En el ámbito sociopolítico, y casi dos décadas antes, el 68 es un punto de continuidad y quiebre en el esquema bipolar de la Guerra Fría, situación que está íntimamente asociada a la emergencia de los nuevos actores sociales que Immanuel Wallerstein denomina como antisistémicos.
A largo plazo, los cambios propiciados a partir del 68 son más profundos. En primer lugar, se inicia un proceso de acentuación del individualismo como efecto de una mayor dilatación del presente. La consecuencia más inmediata son los cambios en el régimen de historicidad de la Modernidad clásica. El ensanchamiento del presente se enmarca en una mutación profunda del capitalismo en razón del tránsito, con mayor fuerza, de la transnacionalización del capital. En términos productivos, esto se conoce como el paso del fordismo al posfordismo. Estos cambios profundos se comprenden mejor si se considera que el mismo proyecto de la Modernidad deja de ser aquel ideal universalista –con claro sesgo eurocéntrico–, para convertirse en una trama de aspiraciones de modernidades regionales y locales. Recapitulando, Fazio sugiere tres niveles de ruptura iniciados al finalizar los años sesenta: 1] el advenimiento de un régimen presentista y global, 2] el paso de una globalización mundializada a una expansiva y renovada glocalización, y 3] el reemplazo de una historia mundial, centrada en Occidente, por una historia global.
En esta explicación el 68 significa la emergencia de un nuevo régimen de historicidad, definido por una radical renegociación social del tiempo, en el que se sustituye el futuro lejano por un futuro inmediato. Esta nueva experiencia del tiempo implica una nueva relación con el pasado y, con ello, modificaciones en la misma concepción de la historiografía, como se tratará más adelante. La nueva temporalidad se caracteriza desde los años sesenta hasta hoy por un futuro-presente, un presente omnipresente y una sincronicidad demostrada en las revueltas. Las agitaciones son globales, locales y simultáneas. Por esto no habla propiamente de ‘globalización’, sino de ‘glocalización’. El 68 abre la era histórica de una simultaneidad planetaria visible y profunda; logra la escala internacional para reconocer el mapamundi en el marco de muchas actividades humanas19. Procesos tendenciales, como la desterritorialización del Estado o la emergencia de modernidades sobrepuestas y múltiples, tienen repercusiones en la misma forma como se explica y escribe la historia. La emergencia de la historia cultural o de la cultura renueva enfoques interpretativos para entrar a comprender esa sensación de estar inmersos en un futuro-presente simultáneo de todos los días.
El 68 impacta la historiografía mundial ante la irreversible incorporación del presente en la historiografía. Esto explica la fuerza que adquiere la historia cultural –con sus derivaciones como la memoria social– en el quehacer historiográfico, de la mano con la revaloración de las masas populares como protagonistas de las grandes transformaciones del acontecer. La historia inmediata o el presente historizado facilita la migración de varios especialistas de las ciencias sociales hacia la historia, amplía la reflexión disciplinaria e interdisciplinaria. La historiografía universitaria también se renueva; surgen tendencias temáticas relacionadas con la cultura, entre ellas las mentalidades, la psicohistoria, la historia intelectual, la microhistoria de raíz italiana y las culturas populares. Surgen igualmente nuevos métodos de investigación historiográfica y los modelos estáticos y ortodoxos interpretativos cambian por reflexiones sobre la pertinencia de los conceptos y las técnicas empleadas para crear representaciones historiográficas renovadas.
Estas transformaciones en el campo historiográfico son posibles por la subversión en el sistema de saberes que provienen de la segunda mitad del siglo XIX. 1968 representa el quiebre definitivo del conocimiento especializado y aislado. Los diálogos entre disciplinas son posibles y emergen para enfocar de manera distinta los problemas de conocimiento. Sin esta revolución cultural que se produce a finales de los 60 no es posible pensar y hablar de multi-, inter-, pluri-, trans- y unidisciplinariedad20. La emergencia de ‘lo social’ permite que la historia amplíe su ámbito disciplinario, así se hable de una disciplina en crisis por estar contaminada del giro lingüístico. Los cambios citados corren paralelos a las modificaciones que experimenta la espacialidad del conocimiento. La alteración se aprecia entre la producción central y periférica de conocimiento. Para el caso de la historia, Aguirre Rojas señala los desplazamientos que comienzan a efectuarse desde el 68:
[…] pasaron de la historia de las estructuras a la historia de los actores; de la historia de las realidades económicas y sociales a la historia de la subjetividad y las percepciones culturales; de la historia del poder a las historias de las resistencias y la insubordinación; de las historias generales a las historias locales y regionales; de los procesos macrohistóricos a los universos microhistóricos; de la historia de las leyes y las normas a la historia de los atípicos casos individuales y las desviaciones, y de la historia de los grupos establecidos y centrales a la historia de las minorías, los marginales y pequeños grupos21.
El 68 crea nuevas prácticas sociales en las que la teoría revolucionaria marxista, propia de aquella época, no da respuesta a las demandas que presentan diferentes sectores sociales más allá de las clases. La renovación del saber académico es indeclinable, de la misma manera que la apertura a temas como las relaciones entre los sexos y entre los padres y los hijos, el papel de la mujer en la vida productiva y en la esfera pública, las luchas por el reconocimiento de la orientación sexual y, en general, todas aquellas demandas por la diferencia como base de los derechos. El 68 es el acontecimiento que anuncia una ruptura que sobrevendrá décadas después y a la que el conocimiento social da cierto alcance creando nuevos lenguajes, conceptos y teorías. Esto supone también el cuestionamiento frontal a la Modernidad clásica y su pretensión universalista. Nuevos pensadores como Foucault proponen alternativas para la comprensión del ser humano22.
El legendario año representa una revolución cultural planetaria en la cual se transforman de manera radical y silenciosa instituciones y estructuras culturales como la familia, la escuela, los medios de comunicación. El 68 también implica una serie de mutaciones epistemológicas, en la que las representaciones culturales y los símbolos del lenguaje emergen como un campo de saber en continua renovación. Paralelo a los cambios sociales, instituciones como la universidad o prácticas culturales como los impresos registran transformaciones vertiginosas sin las que no se puede comprender la contemporaneidad. La juventud como categoría cultural salta del anonimato y los jóvenes protagonizan esta revolución.
Los jóvenes: sujetos emergentes y actores sociales
La categoría de juventud expresa, en primer lugar, una clasificación de los seres humanos de acuerdo con la edad. Este supuesto, en segundo lugar, entraña la definición de límites y la producción de un orden social que determina el lugar que ocupan los sujetos en la sociedad. Sin embargo, el sociólogo francés Pierre Bordieu se pregunta por los efectos de poder que están incluidos en la definición de juventud, a propósito de quien se considera o no joven. La reflexión de Bourdieu se dirige a explicar cómo las nociones de ‘juventud’ o ‘vejez’ son relacionales, es decir, que la división de la población en generaciones depende de los referentes que se tomen para definir cada categoría. En palabras de Bourdieu: “la juventud y la vejez no están dadas, sino que se construyen socialmente en la lucha entre jóvenes y viejos”23.
La categoría cultural que sugiere Bourdieu en la definición de ‘juventud’ reconoce que el contenido de la palabra puede variar en el tiempo, y que es el resultado de una lucha de poder entre los distintos actores del campo social interesados en definir qué se entiende por ser joven. Aunque la edad se refiere a una condición “natural”, a la cual acuden los defensores de la idea de juventud como etapa preparatoria para la adultez, Bourdieu identifica que, junto a esta concepción, la edad es sobre todo un asunto social. Las relaciones entre la edad social y la biológica son muy complejas: “[…] la edad es un dato biológico socialmente manipulado y manipulable; muestra que el hecho de hablar de los jóvenes como de una unidad social, de un grupo constituido, que posee intereses comunes, y de referir estos intereses a una edad definida biológicamente, constituye en sí una manipulación evidente”24.
Además del evidente llamado de atención de este pensador francés sobre la categoría de juventud, es preciso decir que en la década del sesenta aquella franja de la población denominada como joven da cuenta de un estado caracterizado por el desasosiego. De acuerdo con Antonio Padilla y Alcira Soler, en una publicación sobre los mundos juveniles en América, la juventud de los años sesenta y setenta condensa “[…] lo que el hombre y una sociedad han llegado a ser y lo que podría ser”. La juventud se representa mejor a partir de la imagen del movimiento, de la acción permanente en pos de redondear su vida25.
Este enfoque sintetiza la noción de juventud en la ya clásica obra del historiador británico Eric Hobsbawm sobre el corto siglo XX. Según este autor, la juventud como una realidad de consumo y producción emerge a partir de la década del sesenta como parte de un proceso mucho más amplio, denominado’revolución cultural’. Frente a las transformaciones en el tipo de familia predominante y de las relaciones entre los géneros, por primera vez la juventud se erige como un grupo social independiente. Esto implica presentar ciertas alteraciones significativas en la manera como las generaciones se relacionan entre sí. En lugar de hablar de una juventud, Hobsbawm prefiere hablar de la emergencia de una ‘cultura juvenil autónoma’, convertida en la matriz de la revolución cultural, en el sentido más profundo del cambio de comportamientos y costumbres.
Los cambios experimentados por la juventud se dan en tres dimensiones. En primer lugar, deja de ser vista como una fase preparatoria hacia la vida adulta para ser asumida y pensada como un momento culminante del pleno desarrollo humano. La expresión “no se puede confiar en nadie mayor de treinta años” deja ver, en cierta manera, todo lo que hay de ímpetu y arrojo en esta nueva concepción de la juventud. El deporte o el espectáculo son escenarios de acción privilegiada para esta juventud; el rendimiento y éxito físico son de los jóvenes. Un campo de acción social como los negocios o la política financiera son una aspiración de significativa realización. Los jóvenes rechazan el control de una generación mayor que domina el mundo: Fidel Castro asume el poder con apenas treinta y dos años.
La cultura juvenil se convierte en un sector dominante de las economías de mercado, más aún cuando su capacidad de poder adquisitivo aumenta. Los espacios de socialización, con cada vez más crecientes niveles de tecnología, separan aún más las relaciones con los mayores. Incluso la relación de aprendizaje se modifica: las generaciones predecesoras no son las únicas que imparten educación, ahora los jóvenes tiene mucho que enseñar a sus padres. Los ordenadores, que ya empiezan a tener una gran incidencia en la producción de la vida social, son elaborados por jóvenes, quienes se convierten en los alfabetizadores tecnológicos de algunos padres.
Una de las características más importantes de la aparición de esta cultura juvenil es su asombrosa internacionalización en los centros urbanos. Aunque la hegemonía cultural no es nueva, la década del sesenta ve surgir un predominio del american way of live: los jóvenes de varios rincones del mundo imponen el uso de los jeans y la difusión de un género musical como el rock. El cine, la televisión, la radio, además de las redes universitarias y el turismo juvenil, cumplen un papel de primer orden en esta globalización de la cultura juvenil. La mundialización de los consumos juveniles se da en el marco de los años gloriosos del capitalismo. Un crecimiento económico que vendrá a fortalecer nuevas formas de producción al constituir mercados segmentados: productos de uso personal para hombres y mujeres o desarrollo de la industria de la música, en especial en el pop y el rock.
El énfasis en el estilo hace que esta generación se preocupe con inusual insistencia en parecer diferente. La ropa, el peinado, el maquillaje se convierten en una importante marca de identificación generacional y política. Por otro lado, el estilo de la música se transforma en una peculiaridad de la época, más no su contenido; el tono y la manera en que se toca constituyen una falta de respeto para muchos padres en diferentes países. La música por sí misma ya es un modo de protesta.
Más allá de la ampliación del mercado de consumidores de un sistema de producción obsesionado por producir más mercancías –que está en una etapa boyante–, en términos sociales, la juventud encuentra las ‘señas materiales o culturales de identidad’. Ser joven en la década del sesenta se define a partir de los bienes que se consumen y del abismo generacional que se crea con los mayores.
Junto al aumento de la conflictividad intergeneracional lo que más destaca Hobsbawm es la imposibilidad de comprender las experiencias pasadas; los jóvenes no sienten lo que han vivido sus mayores. Desde las experiencias de la guerra [ocupaciones y resistencias] hasta las relacionadas con la economía y el mundo del trabajo [consumos, desocupación, inflación], la edad de oro del capitalismo ensancha la brecha que separa a los jóvenes de sus padres. Tanto la concepción de la vida como sus experiencias y expectativas se tornan distantes e incluso irreconciliables.
La eclosión de la juventud es protagonista de la revolución cultural planetaria. La presencia histórica de los jóvenes se siente en distintas partes del orbe a pesar de la división bipolar del mundo y de las diversas fracturas geopolíticas. El ambiente que respiran hombres y mujeres de las ciudades empieza a estar determinado por las actuaciones de los jóvenes y por la manera como estos disponen del tiempo de ocio en su condición de trabajadores o estudiantes. La juventud se masifica en el consumo y se hace iconoclasta; instala al individuo como la medida de todas las cosas, con las presiones de los grupos de pares y lo que la moda impone en el comportamiento.
Los jóvenes rechazan los valores de la tradición y se interesan por prácticas culturales de sectores más bajos o excluidos de la sociedad. El uso de nuevos lenguajes, las formas de vestir y la visibilización de prácticas homosexuales son parte de la experimentación de nuevas sensibilidades y maneras de estar en el mundo con referentes normativos distintos a los tradicionales. La iconoclastia se expresa en grafitis plasmados en muros y pancartas de estudiantes, de la mano de consignas políticas, expresiones de sentimientos y deseos privados. La liberación personal a través del sexo y el consumo de sustancias prohibidas está relacionada con la liberación sexual. En muchos casos las apuestas de los jóvenes no son las de instituir un nuevo orden social, sino las de ampliar los límites de comportamientos socialmente aceptados. Las aspiraciones son en nombre de la autonomía del deseo y de un individualismo egocéntrico26.
La juventud es un campo de confrontación de intereses y poderes no solo por su definición como ‘etapa’ de la vida, sino por el control en la toma de decisiones. Los límites generacionales experimentan en la década del sesenta un momento cumbre: emergen con fuerza nuevas prácticas, lenguajes y acciones; se hace visible un sujeto histórico hasta ese momento concebido como incapaz, que no es ni niño ni adulto. Esta emergencia juvenil, con todos sus rasgos y variedades, cubre el planeta cuestiona la sociedad en su totalidad. Como resultado de estos procesos se genera una serie de rupturas y movimientos tanto en el plano social como académico: los jóvenes comienzan a ser estudiados y representados de diferentes formas, a propósito de la figuración que alcanzan como sujetos políticos en las protestas universitarias.
Las dificultades para redimensionar el significado de la juventud provienen, en alguna medida, del desconocimiento de las particularidades de esta experiencia en sí misma y de la relación con otras experiencias que componen la trayectoria vital. El sociólogo italiano Alberto Melucci sostiene que, para acercarse al mundo juvenil desde el conocimiento social elaborado por adultos, hay que empezar por despojarse de la pretensión de imposición de categorías y perspectivas propias de la madurez. La única manera de pensar la condición de juventud no es otra que la de establecer un diálogo atento con los mismos jóvenes a partir de una actitud de escucha. Este diálogo y reconocimiento debe darse tanto con los jóvenes de la actualidad como con aquellas generaciones juveniles que propician una ruptura en la década del sesenta del siglo pasado.
La reflexión de Melucci va mucho más allá de la constatación de que la juventud se define socialmente de manera relacional. En primer lugar, sugiere que la difícil aprehensión sobre lo que le acontece a la población considerada joven se debe a que en la sociedad posindustrial dejan de existir los ritos de iniciación, mientras que en las sociedades tradicionales están muy bien definidas las etapas de la trayectoria vital de cada ser humano. La contemporaneidad se caracteriza por haber eliminado las barreras entre estas condiciones: “este paso acontece de manera casi inadvertida, o bien los individuos piensan que aún son niños sin darse cuenta que han crecido”. Ser joven depende ya no tanto del tránsito hacia una nueva condición, en el que la sociedad y la familia intervienen explícitamente, sino que ahora se define por las pautas de consumo o la apropiación de ciertos códigos de comportamiento27.
La inexistencia de fronteras temporales entre la infancia y la vida adulta no significa que desaparezca la juventud, en el fondo lo que está en juego es el problema de la identidad de los jóvenes. Para Melucci lo que está en vilo es la capacidad que tienen las nuevas generaciones para responder a la pregunta ¿quién soy yo?, interrogante que se formula con mucha fuerza durante la juventud. Para la respuesta, el autor propone que frente a la expansión de oportunidades que el presente ofrece a los jóvenes, la sociedad en general y los adultos en particular deben enseñarles a ellos la experiencia de los límites. El ensanchamiento de la juventud –aquella idea y realidad de los adultos juveniles que se niegan a envejecer– presenta un escenario en el que todo es posible y muestra a los jóvenes con un halo de aparente omnipotencia y con cierto aislamiento y despreocupación.
La construcción de la identidad juvenil, pensada no desde esencialismos que remiten a progresos lineales y visiones estáticas de una condición tan dinámica como la juventud, entraña la redefinición de la perspectiva temporal. Alberto Melucci considera que la estructuración del tiempo en la actualidad implica a todas las personas, sin importar edad o condición. Son los jóvenes –incluyendo el periodo de adolescencia como primer momento de esta condición– quienes experimentan más radicalmente las transformaciones que la sociedad actual plantea respecto de la temporalidad. A diferencia de las sociedades tradicionales, en la juventud el proyecto de vida y la biografía particular son cada vez menos predecibles, toda vez que se tiende hacia la autorrealización individual y a una dependencia con las tendencias predominantes, más allá de cualquier ligadura con el pasado y, en general, con cualquier determinación exterior. Todo puede reconocerse, todo se consigue probar, todo logra ser imaginado, son las consignas de los jóvenes contemporáneos. Estos definen su tiempo a partir de factores cognitivos, emocionales y motivacionales, cuyo resultado general no es otro que el de vivir en un presente ilimitado que suele provocar frustración, aburrimiento y abulia28.
El análisis sobre la condición juvenil no solo implica repensar su situación en el mundo actual, tal y como lo propone Melucci. El trabajo de trascender la concepción biologicista ha llevado a pensar en una noción que repara en los ejercicios de creación que los jóvenes acometen en diferentes contextos. Como se dijo líneas arriba, la noción de cultura juvenil entraña una visión más amplia sobre el quehacer y ser juvenil, ya que reconoce apuestas estéticas, éticas y políticas como productoras de nuevas formas de comunicación, de existencia y de saberes singulares. De acuerdo con Manuel Roberto Escobar la emergencia de la cultura juvenil puede ser entendida como una respuesta de la resistencia al biopoder, encargado de amoldar los cuerpos y la vida de las poblaciones. Prácticas culturales distintas y nuevos lenguajes harán parte de la autoconstitución de la subjetividad juvenil y no de la definición externa de una identidad estereotipada29.
La concepción de los jóvenes como una población que no está necesariamente en tránsito hacia la adultez, pero que todavía no alcanza la madurez necesaria, y que tampoco corresponde a la infancia, está siendo revaluada de forma sistemática por las ciencias sociales. Este cambio reconoce modificaciones sustanciales en el ámbito político. Si se le ve al joven como un sujeto protagónico, capaz de producir y reelaborar significados y símbolos sociales, las políticas o decisiones que se tomen respecto de este llegan a propiciar el fortalecimiento de esta condición, en lugar de intentar su control. Que la academia se preocupe por construir una visión más compleja y rica de la condición juvenil lleva en algunos lugares del país a que las políticas públicas dejen de ocuparse de la llamada “socialización” del agenciamiento cultural de los propios jóvenes. Con este cambio de enfoque la discusión sobre las formas organizativas y de expresión de los jóvenes adquiere un nuevo sentido porque se reformula la relación entre cultura y política30.
La noción de cultura juvenil hace parte de un proceso histórico de posicionamiento paulatino de la juventud como actor social de primera línea en la sociedad contemporánea. El movimiento estudiantil en las décadas de los años sesenta y setenta es el primer escenario de importancia política que permite visibilizar a los jóvenes como sujetos con demandas e identidades propias. Como parte de una ola que recorre la geografía mundial y con el influjo de luchas muy importantes como las parisinas o mexicanas, los jóvenes se ubican como la vanguardia que anuncia los nuevos tiempos, en los que la violencia hacia los desposeídos, las agresiones a las naciones débiles o la explotación del hombre y de la mujer quedarán erradicadas en el momento de alcanzar una nueva sociedad más justa e igualitaria. En palabras de Rossana Reguillo: “los movimientos estudiantiles vinieron a señalar los conflictos no resueltos en las sociedades ‘modernas’ y a prefigurar lo que sería el escenario político de los setenta”31.
Hasta este punto se plantea un desplazamiento conceptual importante para comprender el impacto de la revolución cultural planetaria en Colombia. Los jóvenes son el sujeto histórico que afecta y se ve afectado por las profundas transformaciones socioculturales de los años sesenta. La reflexión sobre esta categoría obliga a referenciarla no en términos biológicos sino histórico-culturales, de ahí el primer desplazamiento del debate académico hacia la noción de cultura juvenil. También se dice que si hay un escenario en el que se puede apreciar este proceso es en la universidad, en particular, a través del estudio de las protestas universitarias y de la visibilización que obtienen los jóvenes universitarios. Los especialistas de los movimientos sociales problematizan una noción que se emplea en esta investigación y que se reconoce en los debates y reflexiones: la categoría de movimiento estudiantil.
El movimiento estudiantil en el movimiento social
La revolución cultural del 68 tiene en los jóvenes universitarios uno de sus principales actores. En este marco de actuación es necesario profundizar la categoría ‘movimiento estudiantil’ para nombrar las expresiones políticas y sociales de los estudiantes. En diferentes latitudes, las organizaciones estudiantiles, las manifestaciones, protestas y en general las acciones desarrolladas por los universitarios se piensan como movimientos estudiantiles. No obstante, Mauricio Archila sugiere que para el caso del estudiantado la categoría de movimiento social presenta algunas dificultades de las que se hablará más adelante. En este apartado se expone la noción de movimiento estudiantil que se emplea en este libro, no sin antes mostrar algunas de las aristas que contiene esta opción conceptual.
En primer lugar, hablar de movimiento estudiantil implica aludir inmediatamente a categorías como las de movimiento social y sociedad civil. Como se sabe, estas nociones son trabajadas desde muchas orillas teóricas, luego un abordaje exhaustivo de estas rebasa los objetivos de este capítulo introductorio. Es pertinente acotar que los movimientos sociales se conciben como la expresión organizativa de la sociedad civil, que se entiende como el escenario en que se expresan los intereses particulares y colectivos de los sujetos en relación de oposición, negociación o complementariedad al Estado y las instituciones políticas. El pivote para una definición de la sociedad civil es el individuo y sus necesidades, expresadas y resueltas en diferentes ámbitos como el mercado, el sistema educativo, los medios de comunicación, los grupos de presión y las organizaciones sociales, sean estas iglesias o grupos de interés32.
Este concepto de sociedad civil es trabajado y desarrollado desde diversas tendencias y posturas ideológicas. Los liberales desde Adam Smith consideran que solo el mercado constituye la esfera más importante de la sociedad en oposición a la intervención del Estado. Antonio Gramsci amplía su mirada sobre la acción social e introduce la idea de la articulación de sociedad política y sociedad civil en el marco de la creación y ejercicio de la hegemonía. Cada una de estas esferas responde a la dimensión coercitiva y consensual del poder. En el fondo se da la tensión entre lo público y lo privado para definir aquello que se entiende por sociedad civil, pues cuando se considera a esta como un actor homogéneo cabe la pretensión de sacarla del ámbito privado para conducirla al mundo de lo público y, por efecto de su acción, al ineludible escenario de la política.
La relación de los movimientos sociales con la política es precisamente uno de los elementos más importantes para caracterizarlos. Si se siguen los postulados de Luis Alberto Restrepo, las diferencias entre movimientos sociales y partidos políticos son de tres órdenes. En primer lugar, los partidos pretenden convocar a toda la sociedad, mientras que los movimientos aspiran a representar los intereses de una parte de esta. En otras palabras, el primer criterio de distinción es la pretensión o no de una validez general de la actuación. En segundo lugar, la manera como se toman las decisiones constituye otro elemento diferenciador, pues en los partidos la acción es inducida de arriba hacia abajo, ya que todo partido político construye una relación de autoridad jerárquica, mientras que en el movimiento social la acción va de abajo hacia arriba. Finalmente, y vinculado al segundo criterio, los dirigentes del partido representan los intereses de los afiliados ante la sociedad, mientras que en los movimientos sociales, más que el principio de representación, prima el de participación directa en la vida pública, en la cual los dirigentes pueden ser sustituidos por otros que muestren mayor compromiso o activismo33.
La sociedad civil abarca tanto a los individuos como a los grupos que actúan movidos por el interés particular; también a las distintas formas de acción colectiva que buscan intereses comunes sin que sean los de toda la sociedad. El Estado, de otro lado, pretende buscar el bien común de toda la sociedad. Desde la perspectiva liberal, la sociedad civil sirve de contrapeso y de control a las decisiones del Estado y, a su vez, puede ser entendida como el escenario para la formación y reclutamiento de las nuevas élites gobernantes. Como la libertad de asociación define esta concepción de sociedad civil, las garantías jurídicas se tornan fundamentales para la existencia de organizaciones que requieren del reconocimiento legal del Estado. Lo cual significa que la sociedad civil se construye en relación con poder político, a pesar de la autonomía que pregona.
Al retomar la interesante síntesis de Luis Fernando Villafuerte Valdés34 sobre las perspectivas analíticas en torno a la sociedad civil es pertinente recordar que el pensamiento político contemporáneo ha propuesto una noción de sociedad civil relacionada pero no dependiente de la esfera estatal. Este modelo, llamado de tercer dominio, está conformado por tres componentes: la sociedad misma como eje fundamental, una esfera pública de comunicación societal y un proceso de institucionalización como resultado de la movilización. Estos elementos contribuyen a la democratización de las sociedades. En este enfoque –que reconoce la interacción de las sociedades civil, política y económica– se parte de la existencia de subsistemas de la estructura social en permanente relación, pero sin determinismos de ningún tipo. La sociedad civil no dependerá de la esfera política y tampoco quedará reducida al mundo económico, pues la creación de un espacio público deliberativo cuenta con mayor fuerza de acción y participación de la ciudadanía. Esta concepción responde a los principios de autolimitación y autonomía.
Para Villafuerte, la sociedad civil puede ser entendida como un estadio específico que adquieren diferentes sectores de la sociedad, caracterizado por crear redes de acción y de sentido. Quienes hacen parte de ella orientan una idea básica de la acción política y de su impacto en la arena pública, por lo que a través de la movilización se ponen en acción las diferentes concepciones de participación y formas de lucha para transformar los subsistemas sociales. La negociación y enfrentamiento de proyectos configuran un espacio público, en el que no solo se acuerdan respuestas a las demandas, sino que también se enfrentan y crean sentidos culturales. Esto no significa que la relación con el poder político no se dé ni que permanezca en el plano meramente cultural simbólico. Por el contrario, lo que se pretende con esta visión es complejizar la noción de sociedad civil a partir de la importancia atribuida a la relación con las otras esferas de la vida social, y para ello esta visión articula lo social, lo político y lo cultural.
Los movimientos sociales son una forma de organización visible de la sociedad civil, su comprensión, estudio y definición dependen de las diferentes corrientes sociológicas. La reflexión sobre esta categoría se desenvuelve en interrogantes problematizadores como las causas de la protesta social, la importancia de la estructuración interna o la configuración de la identidad de los movimientos sociales. Estos temas originan diferentes concepciones y escuelas: la escuela histórica, la psicofuncional, la de movilización de recursos y la de los enfoques identitarios, que a su vez se dividen en clásicos y contemporáneos. La noción de movimiento social no puede desconocer diferentes asuntos planteados por las escuelas citadas.
La escuela histórica se ocupa de explicar el surgimiento de los movimientos sociales como reacción a la ruptura de los lazos tradicionales de solidaridad comunitaria en sociedades anteriores al capitalismo. Los cambios acelerados desestructuran ese tejido de lazos, por esa razón las personas no se adaptan a los cambios y terminan organizando movimientos y protestas sociales. La corriente psicofuncional insiste en las motivaciones psicológicas de los miembros de los movimientos que participan en estos; otorga gran importancia a la privación relativa de bienes, y además tiene en cuenta la frustración social que se produce cuando las expectativas no se satisfacen o se percibe el desfase entre lo que se tiene y lo que realmente se puede merecer. Por ser esta concepción en exceso individualista, trata de suplir los análisis enfatizando en la crisis de las normas y valores sociales. Al considerar la acción social colectiva como un asunto relacionado con la emotividad de los participantes, su enfoque es limitado en la comprensión de los movimientos sociales.
Las corrientes teóricas de mayor aceptación para el estudio de los movimientos sociales son la de movilización de los recursos y aquella que se interesa por la creación de la identidad. Dirigida al estudio de las organizaciones, la primera escuela se pregunta por la manera como se utilizan los recursos simbólicos, logísticos y humanos para alcanzar ciertas metas. Al incorporar algunos planteamientos de la llamada ‘estructura de oportunidades políticas’, también se preocupa por el análisis de las condiciones políticas y sociales que permiten la aparición y desarrollo de los movimientos sociales. Este enfoque trasciende el debate sobre la racionalidad o irracionalidad de las acciones colectivas y reconoce el cálculo que los integrantes de los movimientos realizan para controlar sus recursos en pos de obtener sus demandas y la construcción de organizaciones para conseguir apoyo público.
Por último, el enfoque identitario se dedica al estudio de la conformación de los nuevos movimientos sociales en el marco de la crisis de las sociedades posindustriales, caracterizadas por el fin del Estado benefactor y la pérdida de legitimidad, credibilidad y confianza de los canales de representación política y del mismo Estado. Uno de los principales autores de esta escuela es Alain Touraine, quien considera a los movimientos sociales como interacciones entre actores enfrentados, cada uno con interpretaciones del conflicto y del modelo social que se pretende defender o cuestionar. Las identidades colectivas se ubican en el centro de la reflexión, por lo tanto, la noción de movimiento social deriva hacia una construcción en términos socioculturales. Para el sociólogo francés, todo movimiento se estructura a partir de tres principios articulados: la identidad, referida a la definición del actor mismo y a la cohesión interna que existe en el movimiento social afectado por un mismo problema; la oposición, que alude al conflicto que se desarrolla con el adversario, situación que fortalece el principio de identidad; y la totalidad, tiene que ver con el proyecto social de conjunto del que hace parte un movimiento social y en el que se presenta la disputa por el poder y el control social.
El giro identitario en el estudio de los movimientos sociales puede ser aprehendido con más facilidad si se piensa en términos de “viejos” y “nuevos” movimientos sociales. La diferencia está en el tipo de demandas que esgrime cada uno. Los nuevos reivindican valores “posmateriales” y sus miembros no pertenecen a una clase claramente identificada; en ellos predomina la diversidad en su composición. Estos nuevos movimientos presentan un grado mayor de individuación y diferenciación, de ahí que la colectividad se vuelva menos duradera. Desde esta corriente interpretativa todo movimiento social se relaciona con un cambio estructural de la política, lo que implica un proceso de aprendizaje de la sociedad civil a partir de la autorreflexión y la autoorganización en la vida cotidiana.
En el enfoque de la escuela identitaria se piensan los movimientos sociales como una conjunción de relaciones en forma de red. En particular, en los denominados nuevos movimientos se enfatiza la reivindicación en términos de derechos tanto sociales como de reconocimiento y de control del poder político. Esto conduce a una reformulación en la comunicación entre la sociedad y las esferas de poder a partir de la fragmentación de identidades que experimentan los sujetos. De esta forma, el movimiento social contempla la creación de identidades grupales y de lógicas comunitarias alrededor de causas que defiende, que pueden ser globales y a la vez locales. En este proceso, la creación de códigos culturales y de significados alternativos es relevante, pues se gestan los principios de identidad y oposición en la visibilización del poder, generan un control de este. En otros términos, el estudio de los movimientos sociales, además de tener en cuenta las condiciones estructurales, debe fijar su análisis en las ‘negociaciones de sentido’ que configuran los conflictos. Esto es lo que Villafuerte denomina el enfoque cognitivo.
Esta perspectiva analítica de los movimientos sociales permite comprender por qué y cómo la protesta o lucha social está en permanente relación con representaciones culturales y simbólicas. Las prácticas políticas internas y externas se ubican en un marco cultural determinado, que incide en la construcción de los miembros del movimiento y en la identidad colectiva que se genera en su interior. Si se sigue a Luis Fernando Villafuerte, este enfoque pretende reconstruir los elementos discursivos de los movimientos situándoles en relación con sus prácticas internas y externas y con los referentes que producen la identidad grupal e individual. Para efectos de este trabajo, los postulados del enfoque cognitivo son una alternativa metodológica viable para explicar la revolución cultural planetaria, entre los años de 1968 y 1972, en la que se tendrá como referente de análisis el movimiento estudiantil colombiano de estos años35.
Recapitulando, los movimientos sociales son la sociedad civil en acción, que se mueve del aislamiento de los intereses privados a la intervención en el espacio público para reivindicar derechos conculcados, plantearle al poder político demandas de diversa índole o proponer distintas formas de vida. Los movimientos sociales son, en primer lugar, formas de acción colectiva que involucran un gran número de personas capaces de hacerse visibles en el espacio público. Estas acciones afectan a toda la sociedad, sin importar la escala espacial. La segunda condición para hablar de un movimiento social involucra su permanencia en el tiempo. Aunque es muy difícil definir una duración mínima o máxima de un movimiento, la escala temporal es pertinente para pensar en la persistencia de la acción colectiva. Luis Alberto Restrepo también aclara que el movimiento social no tiene que estar en todo momento activo; más allá de los estallidos de los conflictos, los movimientos también se incuban en periodos de latencia. Lo anterior permite diferenciar la existencia del movimiento como tal de las expresiones organizativas formales36.
En la conceptualización de los movimientos sociales, otra variable remite al grado de cohesión de estos. Hay movimientos que se caracterizan por un alto grado de dispersión y aislamiento, mientras que otros se pueden relacionar con experiencias muy organizadas y centralizadas. En el fondo de este asunto está el nexo o no entre los movimientos, las organizaciones sociales y los procesos de institucionalización de la sociedad civil. Respecto a la centralización de los movimientos, se pueden enumerar la fuerza y la coherencia interna que tienen estos para el desarrollo de sus luchas, lo que se traduce en mayor visibilidad pública e igualmente en la posibilidad de tener un impacto social más fuerte. No obstante, se corre el riesgo de que los aparatos organizativos terminen a la larga suplantando al movimiento, burocratizando la lucha social y desmotivando a sus actores.
Con base en esta discusión se plantea la posibilidad de pensar las acciones de protesta del estudiantado universitario colombiano como un movimiento estudiantil. Las protestas estudiantiles alcanzan a ser una forma de expresión y de acción colectiva de un sector específico de la sociedad civil, con momentos de aguda presencia pública y otros de latencia, que logra visibilidad en la escena pública local y nacional. En el mismo sentido, defienden intereses, reivindican y exigen derechos. Para el caso de 1971, año de la cresta de la movilización estudiantil en Colombia, proponen una serie de lineamientos de la educación universitaria. La movilización se realiza sin la existencia de una organización formal que aglutine a los universitarios, pero sí a través de la convergencia de diferentes grupos y corrientes políticas estudiantiles37.
No obstante la definición amplia de movimiento social que ofrece Luis Alberto Restrepo, adecuada a las particularidades del estudiantado universitario, Mauricio Archila38 sugiere algunos reparos al empleo de la noción de movimiento estudiantil. La heterogeneidad de intereses, la intermitencia de las actuaciones y la variabilidad temporal en su composición son variables que condicionan el uso del concepto de movimiento estudiantil. Al respecto, se puede decir que estas observaciones parten de cierta idealidad en la constitución de los movimientos sociales, pues como acción colectiva no se puede esperar la homogeneidad de intereses, a pesar de que en momentos concretos se expresen demandas generalmente compartidas. En cuanto a la intermitencia, expresada por Archila, es posible hacer una inflexión al análisis: los periodos de latencia no se pueden considerar, in situ, como tiempo vacío, aunque sí es muy pertinente la distinción que hace este para diferenciar entre el movimiento social de protesta y el de conflicto.
Archila destaca tres variables de gran utilidad para delimitar las acciones de los estudiantes. En primer lugar, recuerda el carácter cíclico y transitorio de la protesta universitaria, no solo en términos de actores, sino de liderazgos. Por lo tanto, la movilización contestataria estudiantil no acumula una experiencia densa, sino que se caracteriza por la rotación en ciclos, por lo general, de cinco años. Esta particularidad se halla directamente involucrada con los enfrentamientos generacionales y las pautas de comportamiento de las distintas cohortes académicas de jóvenes. En segundo lugar, Archila recuerda que las expresiones políticas de los universitarios son cercanas a la izquierda o, por lo menos, se encuentran asociadas a las luchas por la participación política. Por último, llama la atención acerca de la necesidad de abordar la problemática de la cultura juvenil y los fenómenos de sociabilidad que ayudan a comprender la protesta juvenil.
En este orden de ideas, la revolución cultural del 68 contiene la emergencia de un nuevo actor social: los estudiantes. Ubicado en la convergencia de nuevos consumos de la cultura, las alteraciones generacionales y las transformaciones del campo educativo, el movimiento estudiantil se convierte en una posibilidad conceptual para entender el acontecimiento del 68 en Colombia. Sin desconocer las advertencias sobre el empleo de la categoría, es pertinente mantenerla, sobre todo si se toman como referentes los marcos culturales de la protesta universitaria aludidos en el enfoque identitario de los movimientos sociales. Ahora, este énfasis implica preguntarse cómo y por qué la historiografía puede asumir el estudio de la cultura escrita y de los impresos en la convergencia: conflicto universitario - movimiento estudiantil - impresos.
La historia cultural de la producción escrita: un enfoque historiográfico
Como ya se ha expresado, en los años sesenta y setenta del siglo pasado una revolución cultural de alcance mundial, nunca antes vista, tiene un eje de difusión de vital importancia: la universidad con sus esferas académicas, culturales y literarias. Protestas, movimientos estudiantiles, discursos, arengas y repertorios de inconformidad, entre otras formas de acción, alcanzan una permanente visibilidad a la cual tampoco nunca antes se había asistido. La publicación de libros, revistas, además de folletos para la discusión, el análisis y la confrontación de ideas, se constituye en otra práctica que da un giro de ciento ochenta grados a las representaciones y experiencias de esta cultura intelectual y libresca39.
La producción y consumo cultural de la lectura en este nuevo contexto internacional remite a las siguientes preguntas: ¿cuáles son los textos impresos de mayor difusión? ¿Quiénes los producen? ¿Qué redes o espacios de discusión se constituyen para su lectura y circulación? ¿Cómo son apropiados, descifrados por los lectores? ¿Qué representaciones se difunden para la comprensión de la sociedad, de la política, de las regiones, localidades, del Estado-nación? Al seguir a Roger Chartier en su texto El mundo como representación, se observa una agenda de trabajo en el amplio tema de la historia cultural con los siguientes acápites: a] las motivaciones políticas, sociales, intelectuales en el contexto de su creación, b] los principios clasificatorios, organizativos, verificables de la producción en sí misma, c] los discursos ideológicos, d] las formas de transmisión en la memoria social, e] las sociabilidades intelectuales y políticas de quienes hacen y comparten la producción textual en el ámbito universitario y académico-cultural40.
¿Acaso es una historia cultural de élites? Se debe reconocer que la producción textual no es para todo público, su circulación es restringida. No obstante, su recepción trasciende los límites de su circulación; abre intersticios en la difusión de ciertas obras y en la asunción de ideologías. El mismo hecho de encontrar esta producción en circunstancias sociales históricas muy específicas revela que, de alguna manera, afecta la visión de mundo no solo de autores o lectores sino de un público más amplio. Algunas producciones se convierten incluso en arquetipos para ir más allá de su tiempo-espacio y afectar a sectores de la sociedad insospechados.
¿Qué tipo de historia se hace cuando se estudia la producción textual y las sociabilidades intelectuales y políticas que emergen alrededor de esta? ¿Acaso una historia de las ideas? ¿Una historia intelectual propiamente dicha? ¿Una historia social de las ideas? ¿Una historia de los conceptos? ¿O, mejor, una historia cultural en la que se estudian concepciones, representaciones e ideologías del mundo y, a partir de este reconocimiento, derivaciones implícitas de la historia de las ideas, de los intelectuales y de la circulación de ideas y conceptos?41 Esta última opción es la que se considera más apropiada dadas las conexiones que requieren una perspectiva del trabajo planteado: el discurso como representación y la universidad como el escenario más visible donde convergen expresiones con prácticas sociales e ideologías.
En el caso de la producción escrita entre los decenios de los años sesenta y setenta es importante identificar en qué contexto se tejen inclinaciones temáticas, lecturas compartidas e ideologías en boga. El texto como constructor de sentido recrea en el lector una visión de mundo: la del texto en sí mismo y la del propio lector. El texto a su vez es el resultado de una clasificación, organización, producción técnica y difusión. Los textos también son reconocidos por la memoria de los lectores que transmiten una significación de estos. Dichos textos son, asimismo, parte de un contexto, de unas normas, de unas convenciones que delimitan tanto la producción técnica del texto como su contenido. Los juicios intelectuales y las prácticas cotidianas se expresan en una época determinada, según la relación con el mundo que tienen tanto los creadores de los textos como los lectores. En cada época los lectores recrean significaciones de los textos; suele suceder, sin embargo, y como ya se ha dicho, que a veces estos alcanzan significaciones de larga duración.
La heurística en esta indagación remite a las publicaciones seriadas de la época y a las listas de libros más vendidos en las principales librerías del país. Revistas como Mito, considerada la publicación cultural más importante del siglo XX, logra abrir el camino para otras publicaciones posteriores de calidad y amplia circulación. Tras esta experiencia, el campo cultural es copado por publicaciones como Eco, editada en 1960; Nadaísmo 70, a principios de la década siguiente, y antes de culminar el primer lustro de los años setenta aparece Alternativa. Todas estas revistas cuentan entre sus directores y colaboradores a las principales figuras de las letras colombianas de aquellos años: Jorge Gaitán Durán, León de Greiff, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Ernesto Guhl, Karl Buchholz, Gonzalo Arango, Jaime Jaramillo Escobar, Orlando Fals Borda, por citar algunos nombres.
Junto a las grandes revistas, algunas merecedoras de elogios y reconocimientos durante la segunda mitad del siglo XX, es posible constatar otras publicaciones periódicas de menor renombre pero igualmente valiosas para la historia cultural. Se alude a títulos como El Aleph, Aquarimántima, Colombia Ilustrada, Crítica, Esparavel o Perijá, en cuyas páginas se expresan algunos de los debates de la época y se extiende y difumina la silenciosa pero inevitable revolución cultural. Es posible acceder a algunos números de revistas más académicas, vinculadas a universidades regionales tales como Pensamiento y Acción, de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, o la Revista de la Universidad Gran Colombia; también a publicaciones más alternativas como las revistas Estudios Marxistas o Flash.
La producción literaria también responde al palpitar de los acontecimientos. Diversas temáticas políticas y sociales son difundidas en obras como El diario del Che en Bolivia, las diferentes obras del filósofo francés Louis Althusser o El desafío americano de Servan-Scheiber. Estas obras registran las ventas más importantes en las diversas librerías del país. Al tiempo que algunas obras teóricas son leídas con devoción científica para transformar la realidad, los textos de ficción cobran un interés inusitado por parte de los lectores colombianos: Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato; El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, La vuelta al día en ochenta mundos y Rayuela, de Julio Cortázar; La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, El llano en llamas, de Juan Rulfo; En noviembre llega el arzobispo, de Héctor Rojas Erazo y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
En la historia cultural la producción, apropiación y circulación de los textos crean representaciones que dan forma al mundo en el que viven los sujetos y grupos sociales42. Si se parte de esta posibilidad para la comprensión cultural, es posible y pertinente preguntar: ¿cuáles son los textos impresos de mayor difusión en Colombia, quiénes los producen, qué representaciones se difunden en la comprensión de la sociedad, de la política, de las regiones, de las localidades, del Estado-nación? No se trata de agotar el análisis de toda la producción escrita entre 1968-1972 en Colombia, pero sí de seleccionar los principales creadores, las ediciones de libros y las publicaciones seriadas más destacadas por su calidad y divulgación cultural que impactan la cultura intelectual del periodo en estudio.
La historia de la cultura intelectual se reconstruye con las representaciones sociales y las prácticas políticas y culturales que gravitan en un marco de normas, de coacciones físicas o simbólicas y de acciones de poder. Tanto las representaciones como las sociabilidades modeladoras de las experiencias intelectuales son el sustrato para el análisis de la historia cultural. Según la relación con el mundo que tienen los creadores de los textos y sus lectores, los juicios intelectuales y las prácticas cotidianas se expresan en las memorias o las publicaciones de libros y de ensayos. Los textos como constructores de sentido recrean visiones en sí mismas y en los propios lectores. Son el resultado de una clasificación, organización, producción técnica y difusión. La lectura de la producción escrita y la creación o recreación de ideologías, conceptos y temas especializados no son para todo público. Suele ocurrir que la recepción de ciertas obras o ensayos trascienda la restringida circulación hasta abrir espacios en el gran público, que incluso algunas producciones lleguen a convertirse en arquetipos más allá del espacio y tiempo de una época, pero lo cierto es que la lectura es más selectiva que abierta, más elitista que popular, menos democrática y más para el saber de los especialistas o el ocio aristocrático.
Recientes investigaciones demuestran que aun cuando la lectura no es para todo público, tampoco es tan restringida como se presupone. En la Europa de los siglos XVI y XVII quienes no saben leer entran en la cultura como oyentes por intermedio de las voces lectoras. En el Siglo de Oro el vulgo constituye el principal mercado tanto para los textos representados en las tablas como para los romances y las coplas. La imprenta también asegura ediciones baratas, traducciones en lenguas vulgares y la difusión de textos clásicos. Entre los siglos XVIII y XIX, con la alfabetización y la diversificación de la producción impresa, se dispersan los modelos de lectura y aparecen varias comunidades de lectores conformadas por niños, mujeres, obreros. En el siglo XX lectores y oyentes establecen relaciones con los diarios de gran tirada, revistas, horóscopos, folletines, canciones de amor43.
En los años sesenta y setenta del siglo XX en Colombia –e incluso en otras épocas– la relación entre lecturas y públicos trasciende el espacio de los especialistas, universitarios o cultores de la palabra escrita. En este caso, interesa el espacio universitario y cultural de la producción de obras y publicaciones seriadas entre 1968 y 1972. Si bien esta producción se enmarca fundamentalmente en el contexto cultural y político de los años sesenta y setenta, el arco de indagación no excluye el análisis retrospectivo o prospectivo. Se trata de encontrar, en una primera fase, los principales tópicos, contenidos y, en general, las representaciones sociales de las obras editadas y publicaciones en serie de la cultura intelectual de estos años en particular, sin excluir el arco de tiempo de los años sesenta y setenta con sus principales protagonistas y creadores de la palabra escrita. Una escritura que se refiere a las motivaciones políticas e ideológicas del contexto social y económico propio de la época y que permite explicar tanto los principios clasificatorios, organizativos y verificables de la producción textual como los más destacados ensayos y las mejores reseñas de las publicaciones seriadas.
El análisis de esta producción se delimita solo al conjunto de la enunciación. Las formas literarias como estructuras narrativas, tropos retóricos o figuras metafóricas no son tema de indagación. ¿Cómo describir y explicar un contexto cultural de escritores, ensayistas y, en especial, de estudiantes universitarios que leen revistas y obras de quienes escriben en las revistas y periódicos circulantes en la Colombia de finales de los sesenta e inicios de los setenta? ¿Cómo nombrar a aquellas personas que escriben en las revistas de la época? ¿Acaso intelectuales? ¿De qué manera se representa la posibilidad de construir una sociedad sin clases sociales, afirmada con fe y convicción en el ámbito universitario de ese momento y amparada en la idea del socialismo y el comunismo? ¿Cómo se expresa e interactúa la protesta universitaria en el régimen bipartidista del Frente Nacional y en una derivación más de la violencia política en Colombia? ¿Qué dicen las escrituras sobre una sociedad que asiste como espectadora o víctima de las confrontaciones por el poder político en Colombia? Por supuesto, dar respuesta a tantas preguntas no es tarea sencilla; se trata de abrir un primer escenario discursivo de análisis para discusiones posteriores.
El intelectual comprometido de la revolución
En una acepción general se puede nombrar como intelectual a quien trabaja con la inteligencia. De manera que quien escribe habitualmente en los impresos de una época realiza un trabajo intelectual. Un profesor o un estudiante también caben en esta definición. Pero una categoría tan general expresa matices y énfasis ideológicos y culturales a lo largo del tiempo44. Más allá de una definición ahistórica y atemporal, es necesario recordar que no hay un modelo de intelectual para todos los espacios y tiempos, sino que es preciso hablar de intelectuales en concreto, tal y como lo sugiere Gramsci a principios del siglo XX.
Al seguir a Norberto Bobbio, se dice que los intelectuales son aquellos sujetos que dedican su existencia al trabajo simbólico y para quienes la transmisión de un mensaje es una ocupación habitual y consciente. Un intelectual también es aquel quien, a través de ciertas formas de saber –sean doctrinas, principios o códigos de conducta–, ejerce cierta influencia en el comportamiento de los demás, estimulando o persuadiendo a los diversos miembros de un grupo o sociedad a realizar una acción. A diferencia del poder económico o político, el poder ideológico, propio del intelectual, se ejercita con la palabra, y en especial a través de signos y símbolos45. La historicidad y la neutralidad conceptual son dos de los aportes de este pensador italiano en la construcción de una definición amplia y operativa para comprender a los intelectuales de finales de los años sesenta e inicios de los setenta.
Dedicado al mundo del saber y de la manipulación de símbolos y signos, el intelectual pertenece a un contexto específico; es producto de sociedades concretas, condición que no puede conducir a afirmar de manera taxativa qué debe hacer un intelectual o cuál es su posición frente al poder. El intelectual puede ser un crítico permanente del poder per se, pero también un sujeto afín a las estructuras del poder. Al partir de una concepción de cultura no solo como acumulación o recepción de saberes, sino como producción, Bobbio define al intelectual como un hombre de cultura, es decir, no simplemente como aquel erudito que ha acumulado una serie de conocimientos, sino como el que, en medio de su contexto, tiene la capacidad de adquirirlos y producirlos.
Otro de los aspectos sobre los que reflexiona Bobbio es la relación de los intelectuales con el poder. En una obra que sintetiza sus postulados sobre el tema, señala cinco posibles posturas que puede asumir el intelectual frente al poder: 1] los intelectuales mismos están en el poder; 2] los intelectuales intentan influir sobre el poder manifestándose desde fuera; 3] los intelectuales no se proponen otra tarea que legitimar el poder; 4] los intelectuales combaten con regularidad al poder, es decir, son por vocación críticos de este; y 5] los intelectuales no pretenden tener relación alguna con el poder, pues consideran que su papel no pertenece a la esfera mundana46.
Esta tipología plantea la existencia de intelectuales puros o apolíticos, intelectuales educadores, intelectuales revolucionarios y, por último, intelectuales del tipo filósofo militante. El primer grupo se distingue por considerar que cultura y política son actividades separadas entre sí, y, por lo tanto, en su labor no tienen por qué ocuparse de asuntos políticos. El intelectual y el político representan desde esta mirada instituciones importantes, pero diferenciadas dentro de la sociedad. En cuanto al segundo grupo, la relación cultura-política tampoco es igualitaria: en ella la cultura está por encima de la política, pero no para separarse de esta, sino para reflexionarla teóricamente. Desde esta relación, el intelectual ocupa la labor de educador en la sociedad y funge como sujeto que la reflexiona, pero que no gobierna.
El tercer grupo, el del intelectual revolucionario, se ejemplifica en la definición de Antonio Gramsci, caracterizado por asumir en su labor cultural una posición abiertamente política, en la que ser político es ser intelectual y viceversa. Por último, está el intelectual filósofo militante, que define su función como política, pero no desde los escenarios tradicionales de poder, sino como crítico de estos. Es una postura que nace desde las bases sociales, y en la cual cultura es un elemento que compacta los distintos sectores de la sociedad para generar una revisión de sí misma. Gracias a las reflexiones de Bobbio, el concepto de intelectual se hace más amplio y universal, alejado de los esquemas eurocentristas y metahistóricos.
En una dirección similar, el historiador Gilberto Loaiza Cano entiende al intelectual como aquel personaje que “produce, distribuye y consume símbolos, valores e ideas, por eso su obvio papel protagónico en el campo de la cultura”47. Estudiosos de la condición histórica de los intelectuales para el caso colombiano, como Loaiza Cano y Miguel Ángel Urrego, proponen cómo entre las décadas de los sesenta y ochenta del siglo XX el país es testigo de un nuevo tipo de intelectual, que ellos denominan como contestatario o comprometido. Aunque ambos autores establecen una periodización diferente del tipo de intelectual predominante en la historia del país, conciben la década del sesenta como una etapa de ruptura y compromiso con la revolución por parte de los intelectuales.
En un ambiente caldeado por el triunfo de la Revolución cubana y con la expectativa por el descubrimiento y creación de un camino más expedito al socialismo, las universidades colombianas y el mundo de la izquierda política sirven de marco para el surgimiento del intelectual comprometido. Aunque se reclame portador del pensamiento crítico, este modelo de intelectual sintetiza dogmas políticos y morales con altas dosis de vulgata marxista, condición básica para acceder al mundo del activismo político. La mezcla de razón y fe, adobada en un lenguaje acartonado y victimista, hace del intelectual comprometido con la izquierda un tipo especial: además de su destino en la insurgencia funge la mayoría de veces como un reproductor del dogma ideológico, más que como creador de nuevas y profundas interpretaciones del acontecer nacional48.
Con una posición, tal vez, menos taxativa, Miguel Ángel Urrego propone que solo para la década del sesenta se habla de un campo intelectual propiamente dicho en el país, pues los intelectuales de estos años propician una ruptura con el mundo político tradicional alineándose al espectro de la izquierda política. Para hablar del intelectual “contra el Estado”, Urrego señala cómo entre los sesenta y ochenta se dan procesos estructurales de cambio que permiten la emergencia de un campo cultural autónomo. Variables como la urbanización, el aumento de la matrícula universitaria, en especial en las ciencias humanas a las que acceden importantes sectores de las clases medias, entre otras, contribuyen a la configuración de un tipo de intelectual utopista y comprometido con el cambio social.
Sin embargo, el autor acota que la organización del “movimiento popular” de fines de los sesenta y principios de los setenta es el escenario propicio para que el intelectual comprometido despliegue no solo su potencial activista, sino su discurso y lógica particular con que interpreta la realidad nacional e internacional. La izquierda nacional, afincada en las universidades, motiva la ruptura con la mentalidad tradicional y conservadora que predomina en el país hasta mediados de siglo, en especial a través de la publicación de periódicos y revistas que sirven como medios de difusión de sus concepciones políticas y culturales. El conflicto estudiantil de 1971 es un momento cumbre en la ruptura e izquierdización de los intelectuales, además de la búsqueda de un nuevo orden simbólico, en el que la cultura es consustancial a la política. Esta resignificación modifica las valoraciones de los lugares de producción simbólica desde una perspectiva de la participación política en oposición a la idea de cultura de poder y de élite.
Desde hace unas décadas la relación entre cultura de élite y cultura popular se viene revaluando como dos campos separados y ensimismados. Precisamente, Michel Vovelle propone que la noción de intermediario cultural puede ser de utilidad para pensar los flujos entre las culturas de élite y de pueblo. En alguna medida, el estudiante universitario de los años sesenta y setenta puede ser entendido como un intermediario de este tipo, pues su pertenencia a los sectores medios le permite acceder en la universidad a temas, autores y saberes considerados otrora como de élite. Asimismo, la formulación de un proyecto alternativo de ámbito político que busca el compromiso con los “condenados de la tierra”, como los llama Fanon, lo aproxima a los sectores populares49.
El intelectual contraestatal de estos años se caracteriza por una progresiva inclinación a la izquierda, tendencia que se ve reflejada en el alinderamiento con alguna de las naciones que encarnan al socialismo. La asunción de un compromiso pleno con el pueblo y con la causa política genera la creación de una moral revolucionaria que se despliega hasta la vida privada. A la condición de ‘intelectual orgánico’ de la utopía política se le suma la gran variedad ideológica y estética que este personaje tiene a disposición y que contribuye a modelar. Los movimientos culturales de aquel entonces conducen a la automarginación de gran parte de los intelectuales del Estado, pues cualquier ingreso a la burocracia se considera como una concesión política al enemigo. Miguel Ángel Urrego llama la atención sobre el impacto cultural que tiene el conflicto estudiantil de 1971, específicamente en el debate al que se ve abocada la sociedad colombiana en temas como la laicización, el papel de la educación, el compromiso de los intelectuales y las funciones del Estado en la cultura. Estos debates alteran los mecanismos de consagración establecidos para los intelectuales y provocan una eclosión de publicaciones para difundir una nueva cultura50.
La violencia política y el conflicto como telón de fondo
Sin incurrir en el fatalismo de ciertas tendencias analíticas que atribuyen a la nación colombiana una forma de ser “naturalmente violenta”, es necesario reconocer que el periodo de estudio se inscribe en un marco de aguda conflictividad en diferentes frentes. Luego de los sucesos de 1948 y del periodo denominado La Violencia, el país presencia la emergencia de diferentes grupos de autodefensa campesina que devienen en guerrillas de izquierda. Hay que sumar a este panorama el importante papel desempeñado por el movimiento campesino, liderado por la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos [Anuc], en la toma de tierras que se incrementa en los cuatros primeros años de la década del setenta. En este contexto se despliega el acontecimiento del 68 en el país, a tal punto que episodios de violencia urbana son protagonizados por los estudiantes universitarios, quienes en múltiples ocasiones se enfrentan con la fuerza pública en los diferentes campus del país. Este tipo de acciones suponen una serie de enfrentamientos tácitos y explícitos que precisan explicar el papel del conflicto y la violencia en la sociedad.
De acuerdo con Julio Aróstegui, la violencia se refiere a “toda resolución, o intento de resolución, por medios no consensuados de una situación de conflicto entre partes enfrentadas, lo que comporta una acción de imposición, que puede efectuarse, o no, con presencia manifiesta de fuerza física”51. Con base en esta definición funcional y muy general, se entiende que la violencia presupone la imposición coercitiva de una de las partes que se halla en conflicto, lo que no significa que el uso de la fuerza corresponda necesariamente a la fuerza física. La violencia física o no física puede tener igual señalamiento, intensidad e impacto en una sociedad. Teniendo en cuenta este giro analítico, hay que recordar cómo Cristina Rojas analiza los regímenes de representación y de violencia simbólica construidos en el siglo XIX en Colombia a través de la literatura y otras representaciones impresas52.
Aunque nombrar la palabra violencia casi de inmediato remite al conflicto, esta relación no es recíproca; es opcional que los conflictos contemplen el ejercicio de la violencia para dirimir los enfrentamientos. Puede que un conflicto que no se pueda resolver termine por imponer el uso de la violencia, pero también puede suceder que un conflicto se desenvuelva en la construcción de consensos. El conflicto es una forma de interacción entre individuos, grupos y organizaciones, que implica un enfrentamiento por el acceso a recursos y su distribución o un enfrentamiento por el acceso a la participación política. Esta tensión y lucha no solo se refieren a intereses materiales o políticos, también comporta el acceso al poder, como objeto de deseo, y al prestigio53. De este modo, los conflictos, además de inscribirse en el ámbito de la confrontación de clases y grupos de poder, se presentan en las esferas políticas y culturales entre diferentes grupos sociales por determinar o incidir la orientación de la sociedad.
En las reflexiones sobre el conflicto y su lugar en la dinámica social es posible reconocer definiciones sustentadas en su disfuncionalidad y en su capacidad perturbadora del orden social. A mediados del siglo XX, Lewis Coser –en su obra Las funciones del conflicto social– se esfuerza por mostrar cómo la reflexión sobre el conflicto social demanda un mayor grado de análisis. Con base en la obra de George Simmel y de una importante tradición del pensamiento sociológico [Weber, Merton, Marx, entre otros], Coser propone que el conflicto social, más que desestabilizar la sociedad, contiene una importante gama de funciones para fortalecer tanto las relaciones interpersonales como los grupos mismos que componen la sociedad. El autor no niega aquellos conflictos que conducen a la desestructuración del vínculo social, empero, su propósito es alejarse de las concepciones tremendistas y apocalípticas de la violencia para situarse en una reflexión sociológica.
El acontecimiento de 1968 se desenvuelve en Colombia como en muchos lugares del mundo en escenarios de intensa conflictividad universitaria y, en ocasiones, de suma violencia. La teoría del conflicto afina la comprensión de la dinámica universitaria de estos años y de las movilizaciones de los estudiantes en varios órdenes. Por ejemplo, Coser señala que los conflictos posibilitan el reajuste de las normas y de las relaciones de poder en los grupos de acuerdo con las necesidades de los miembros individuales y de los subgrupos. Por otro lado, su análisis identifica diferentes estructuras sociales que tratan de manera diferente los conflictos, opción que genera resultados en el mantenimiento de los vínculos sociales. Asuntos como la institucionalización o no de los conflictos, la existencia de instituciones de escape para aligerar las tensiones o los factores que inciden en la intensificación del conflicto complejizan el estudio de esta forma de relación humana.
En estos sugerentes planteamientos es importante destacar que el conflicto contribuye a fortalecer la identidad del grupo en oposición al adversario. Los mecanismos a través de los cuales se da este proceso varían de acuerdo con el tipo de conflicto en particular, pero la definición clara de un contrincante promueve el fortalecimiento de los lazos que unen al grupo en cuestión, al tiempo que permite el establecimiento de relaciones con otros grupos por medio de alianzas o coaliciones, y consolida, de esa manera, la estructura social en su conjunto. La diferente intensidad de los conflictos puede entenderse si se tiene en cuenta la participación subjetiva de las partes, es decir, si el grupo al que se pertenece tiende más hacia el compromiso total de los individuos o si, por el contrario, no exige una entrega plena del sujeto en los enfrentamientos propiciados. También hay que considerar si se involucran elementos emocionales y sentimentales en el conflicto y preguntarse por el grado de vinculación conflictiva. En grupos cerrados y con interacciones frecuentes se dan mayores posibilidades y oportunidades para que se desaten conflictos intensos.
Las tesis de Lewis Coser se convierten en un insumo importante para comprender los círculos y circunstancias en que se encuadra el acontecimiento del 68 en Colombia con sus repercusiones hasta 1972. En un ambiente de conflicto universitario muy intenso, principalmente entre 1971 y 1972, circulan imágenes y representaciones sobre la utopía revolucionaria a través de diferentes medios. Las condiciones del enfrentamiento político de los estudiantes con las directivas universitarias y educativas en general, así como su pertenencia a grupos políticos de izquierda, afectan la manera como estas representaciones son apropiadas y puestas en práctica por los jóvenes universitarios.
¿Cuál es la tipología de grupo que define a quienes se reúnen para intercambiar revistas de actualidad y literatura en boga? Una posible respuesta la brinda Lewis Coser cuando argumenta que los grupos políticos cerrados que se imbrican en conflictos continuos mantienen una estructura de secta. En ellos, toda escisión interna representa una amenaza a la estabilidad del grupo y pone en riesgo el enfrentamiento con el exterior. La exclusión y persecución del disidente y el purismo ideológico son prácticas que buscan mantener la cohesión interna de este tipo de grupos; luego las representaciones que construyen estos mismos grupos, a partir de los impresos leídos, entran en relación directa con la dinámica que adquieren los conflictos en el marco universitario. Por esta razón, el mismo Coser apuntala que los intelectuales contribuyen a profundizar e intensificar las luchas, despojándolas de sus motivaciones personales y transformándolas en luchas sobre verdades eternas54.
En una obra posterior, Nuevos aportes a la teoría del conflicto social, Lewis Coser amplía sus apreciaciones sobre el conflicto social y su papel en la integración de la sociedad55. En este nuevo trabajo explica la relación que existe entre conflicto y cambio social y el lugar que tiene la violencia en el desarrollo y terminación de los conflictos. Al referirse a la conformación de los grupos y los tipos de cambios que se pueden generar [en el interior del sistema y en el sistema mismo], Coser recuerda que la pertenencia a un grupo o grupos se puede establecer mediante una situación objetiva de conflicto; la adscripción a un grupo se hace aún más consciente cuando se experimenta el antagonismo. Este proceso implica la representación del estado situacional para que se establezca la identidad tanto del individuo como del grupo que se halla en conflicto.
Al tratar la terminación de los conflictos, el autor hace mención de la importancia del universo discursivo compartido entre los protagonistas del enfrentamiento. La finalización del conflicto se da, entre otras cosas, por la existencia y reconocimiento de unas normas mínimas que deben regular el antagonismo y por la comprensión de los símbolos de la contraparte. Esto quiere decir que si se conoce y entiende el significado del lenguaje simbólico de los oponentes, se puede prever la conclusión de un conflicto sin llegar al aniquilamiento del otro. La aceptación de la derrota por parte del vencido no se consigue solo en el terreno objetivo, adquiere una gran importancia la representación que este construya de la situación.
En otras palabras, Lewis Coser redefine la dimensión simbólica de los conflictos, ámbito donde juega un rol de primera línea el acervo de representaciones que construyen las partes. El control de los símbolos no solo es necesario para el cierre del conflicto por parte de los grupos enfrentados, sino también en la labor de persuasión que los líderes de cada grupo deben desarrollar al estructurar las percepciones de sus seguidores. En el interior de los grupos se da un proceso de configuración y administración de las representaciones a partir de los símbolos tanto de derrota como de victoria56.
Como se dijo al inicio de este subapartado, el tema de la relación violencia y conflicto no se pierde de vista en esta investigación. Las protestas estudiantiles entre 1968 y 1972 remiten a una serie de conflictos de diverso orden y se inclinan con frecuencia hacia el uso de la violencia de los manifestantes y su consiguiente respuesta oficial. Esta situación fáctica obliga a pensar el sentido de la violencia en la protesta social por parte del movimiento estudiantil en la misma dirección que Coser considera al conflicto, esto es, no como una anomalía, sino como una situación inherente a las relaciones sociales que tienen cierta funcionalidad en el ámbito social. Al respecto, Roberto Sancho apunta que la violencia política se entiende como una expresión de la sociedad civil, dirigida por actores colectivos a veces organizados de manera precaria, con el fin de controlar, precipitar o transformar una decisión en la universidad, el Estado o el sistema político en general. Por lo menos para este estudio, la violencia política armada no es parte del análisis del repertorio de protestas de los estudiantes, más allá de las simpatías o incluso militancia de algunos universitarios en grupos subversivos57. Esta elección, sin embargo, no excluye que la universidad, en ese momento, haya sido un escenario de la violencia política armada.
Al partir de la noción de privación relativa, Lewis Coser propone que los conflictos y las violencias no se desprenden de una total frustración en el acceso a los recursos escasos. Una situación de conflicto o violencia depende de la discrepancia experimentada por la suerte de una, de varias personas o de grupos. En otros términos, depende de que se considere ilegítima la distribución desigual de los derechos y privilegios. El hecho de que se desaten prácticas de violencia interpersonal depende de otros factores como la represión –en sentido freudiano– que se realice de los sentimientos de frustración y de la socialización diferencial que experimentan los individuos que participan de los conflictos.
En este sentido también entran en juego las expectativas que se abren en momentos de violencia colectiva, tales como las revueltas o las revoluciones, en las que las esperanzas de cambio aumentan de súbito y resquebrajan las barreras morales por las circunstancias anómicas en que se inscriben. Para el caso de la participación de los jóvenes en este tipo de eventos, Coser destaca cómo se juega el ascenso gradual en la jerarquía de las edades; las revueltas y protestas violentas propician una madurez que en otros casos habrá de aguardar mucho tiempo. Como ya se dijo, el 68 inaugura una inseguridad, cada vez más latente respecto del futuro, situación que modifica la proyección de la conducta y la orienta hacia el presente mas no hacia un futuro lejano.
Para cerrar este apartado sobre la comprensión del conflicto social y la violencia en las universidades colombianas, con la revolución cultural del 68 como telón de fondo, es importante destacar los argumentos sociológicos de Lewis Coser relacionados con tres funciones sociales de la violencia, más allá de un enfoque moralista sobre el tema en cuestión. El primero de ellos se refiere a la violencia como logro, es decir, la posibilidad que brinda el acto violento de reafirmar la identidad cuando los canales legítimos o ilegítimos son cerrados. En el caso de actos revolucionarios, el autor sostiene que el “oprimido” asume la violencia como oportunidad para reivindicarse, e incluso como una estrategia para acceder a la ciudadanía activa. En segundo lugar, la violencia sirve como una señal de peligro, no en el sentido del riesgo que corre la “estabilidad” y el orden social, sino en cuanto a indicador de desajustes y conflictos profundos. Por último, está la función catalizadora de la violencia, referida a la solidaridad que se desata en la sociedad respecto de la amenaza latente de ser objeto de agresión por parte de los violentos. Esto se cumple tanto para el caso de grupos “desviados” como para la fuerza pública que reprime a personas inocentes o ajenas al conflicto58. Recurrir o no a la violencia también depende, según Coser, del grado de participación social y de disponibilidad de lazos asociacionales con que cuentan las personas.
En todo caso, este enfoque concibe los conflictos protagonizados por los estudiantes universitarios como una oportunidad importante en la que se despliega el año de 1968 como un acontecimiento en el marco de una revolución cultural global. Al dejar de lado la mirada disfuncional del conflicto y la violencia, se abre también la posibilidad de explicar este acontecimiento en la universidad colombiana, caracterizado por la aguda y permanente conflictividad. La circulación de referentes de la cultura nacional, continental y mundial no se da solo en ambientes académicos sosegados, precisamente alcanza puntos de ebullición en la universidad: protestas, pedreas, mítines, marchas y toda clase de manifestaciones son propicias para el intercambio de nuevas representaciones del mundo de las que se apropian los estudiantes.
Punto de partida sin punto de llegada
1968 es el punto de partida de un acontecimiento planetario con repercusiones hasta el presente. Por los efectos culturales en una escala temporal tan amplia, 1968 es también reconocido como un macroacontecimiento sin punto de llegada. ¿Pero acaso 1968 es con exactitud el punto de partida? De seguro no. Desde los años cincuenta ya se vienen configurando en Colombia y en muchos lugares del mundo cambios imperceptibles que adquieren relevancia en el transcurso de los años sesenta hasta llegar al año 1968. En el caso colombiano este año tiene mayores connotaciones en 1971 y 1972. Esta es la razón por la cual el arco temporal de este acontecimiento para Colombia se circunscribe a cuatro años de protestas y contenidos temáticos y representaciones discursivas en los libros y revistas más importantes del momento. Y en especial, a las protestas y expresiones contraculturales del mundo universitario colombiano, la oposición de los estudiantes al pacto bipartidista del Frente Nacional, las discusiones sobre el papel de vanguardia revolucionaria de la universidad; todo ello en el marco de una política modernizadora educativa estatal orientada hacia el modelo de educación superior norteamericano.
En referencia a la protesta y producción escrita, no se trata aquí de agotar su estudio, pero sí de seleccionar los principales hitos de la movilización, y de mostrar el contexto cultural, en una primera exploración temática, de las ediciones de libros y publicaciones seriadas más destacados por su calidad y divulgación que impactan la cultura intelectual del momento. Para complementar estos contenidos se ha acudido a las ediciones de los periódicos de circulación nacional más importantes: El Tiempo y El Espectador, de Bogotá. También al diario de mayor circulación regional: Vanguardia Liberal, de Bucaramanga. La razón por la que se seleccionan solo dos diarios de la capital colombiana y un diario regional tiene que ver con dos delimitaciones en esta investigación: la primera, el vasto corpus documental de repertorios de protesta y de producción textual discursiva en todas las universidades de Colombia en los cuatro años elegidos y nombrados ‘historia de un acontecimiento’; y la segunda, el estudio en profundidad, con investigaciones previas realizadas por el autor, sobre la historia institucional y del movimiento estudiantil de la Universidad Industrial de Santander, en Bucaramanga.
Para recopilar la información fue necesario hacer salidas de campo a diferentes archivos ubicados en Bogotá; esa información ha sido recopilada, ordenada y expuesta en documentos textuales y gráficos. A la investigación de la fuente de prensa la acompaña, en el soporte analítico, tanto un amplísimo corpus bibliográfico nacional e internacional sobre el tema como fuentes regionales institucionales universitarias y políticas del país ya trabajadas en anteriores investigaciones. Para hilvanar el análisis propuesto en esta investigación ha sido indispensable la elaboración de un archivo digital ordenado por medio de etiquetas y bases de datos. El tratamiento inicial de esta información se orienta a identificar los libros de mayor impacto en Colombia en el arco temporal elegido. Para ello se ha recurrido a los listados de ventas de las librerías colombianas de la época publicados en revistas y periódicos. Si bien esta información es parcial y no representa un indicador validado sobre la circulación de los libros en la sociedad colombiana de la época, sí permite inferir algunas tendencias y orientaciones que resultan valiosas para contextualizar las condiciones de la producción textual discursiva en este periodo.
A partir del procesamiento de los listados y datos de autores, obras y contenidos de mayor acogida, se han elaborado cuadros estadísticos que permiten identificar, a grandes rasgos, las preferencias literarias de los colombianos durante esta época. Con esta información se ha pasado a valorar de manera crítica las predilecciones de autores, obras y contenidos. En atención a este énfasis sobre lo textual discursivo, la indagación ha partido de un presupuesto: la lectura del acontecer de una época puede ser explicado a partir de relaciones de poder discursivas, que, a su vez, pueden ser analizadas según prácticas de reproducción o confrontación ideológica, oportunidades de inclusión o situaciones de exclusión, equilibrios o desigualdades, dominios o subordinaciones. Por lo tanto, los esfuerzos analíticos en esta investigación se han dirigido principalmente al contexto de la protesta universitaria en Colombia, teniendo en cuenta el ambiente cultural de una época en un marco de condiciones sociopolíticas y económicas. Los textos, en este orden, indican quién puede hablar o escribir, a quién se dirigen las escrituras, a quién puede o debe escuchar o leer, cuándo y dónde. Esta propuesta de alguna manera dialoga con el análisis crítico del discurso propuesto por Teun Van Dijk59.
En síntesis, el procedimiento reconstruye así el impacto de Mayo del 68 en el ámbito universitario y cultural colombiano, expresado en representaciones discursivas de textos nacionales y foráneos de mayor difusión en Colombia entre 1968 y 1972. La lectura de los impresos no se propone llegar a su dermis textual; por el contrario, busca leer en contexto para dar cuenta del propósito que funda y dota de sentido al propio texto. Las formas literarias como estructuras narrativas, tropos retóricos o figuras metafóricas no son tema de estudio.
Puede que la producción textual sea o no expresión de las realidades de su tiempo, lo importante es explicar cómo la fuerza de la protesta y la inteligibilidad de la producción escrita crean tensiones políticas y transforman las costumbres de la sociedad y de la época en la cual surgen y se enmarcan60. Resulta, por demás, necesario delimitar la revolución cultural de los años sesenta y setenta en el contexto propio de un país como Colombia, inmerso en una confrontación bipartidista y una violencia rural –con atisbos urbanos–, que da origen a grupos subversivos en Colombia, algunos de los cuales se nutren de activistas universitarios.
Estructura de la obra
La presente investigación se halla dividida en cinco capítulos, un epílogo y un post scriptum del año 1968. En el primer capítulo se enuncia la historiografía sobre el movimiento estudiantil en el país. La realización de un balance sobre este movimiento social tiene como propósito presentar a las nuevas generaciones de investigadores las posibilidades y limitaciones de este tema de estudio. Al identificar problemas y periodos investigados, este nuevo diálogo historiográfico intenta dar apertura a una reflexión sobre el estudiantado universitario y sus múltiples relaciones con el mundo de la cultura y la política. En el segundo capítulo se reconstruye el escenario de despliegue de la revolución cultural tanto en el país como en el mundo. Para esta reconstrucción se acude a la información de la prensa nacional con el fin de mostrar cómo es representando el contexto mundial en Colombia entre los años 1968-1972, en especial para seguir la recepción de la Guerra Fría, las representaciones que la prensa nacional hace del gran campo político e ideológico socialista y, sobre todo, la forma como se registran los acontecimientos relacionados con el Mayo francés y el Octubre mexicano de 1968. Este capítulo se complementa con referencias historiográficas sobre el periodo, en particular con aquellas relacionadas con la política y la economía nacionales.
El conflicto universitario se analiza en el tercer capítulo. El punto de partida es la descripción de los principales hechos acaecidos en las universidades del país desde 1968 hasta 1972, con especial atención en el año 1971. La revisión de las protestas protagonizadas por el movimiento estudiantil no se puede comprender si no se analiza con detenimiento el proyecto educativo de inspiración norteamericana para el país, así en la práctica haya fracasado y derivado en un híbrido universitario construido con ideas foráneas y propias. El capítulo cuarto presenta el discurso universitario del movimiento estudiantil, específicamente la construcción de cierta identidad colectiva en oposición a adversarios o enemigos. De esta manera, se acude al análisis de documentación producida por los estudiantes en la que se puede advertir las principales representaciones sobre la sociedad, la política, el sistema educativo y el acontecer del momento.
En el capítulo cinco se hace un estudio detallado de las principales revistas culturales de la época y de los libros científicos y literarios más relevantes del periodo de estudio. Aquí se cruzan y articulan las principales representaciones sobre la revolución cultural, con temas como la apropiación y consumo de las tesis marxistas en sus diferentes versiones y corrientes, la lectura de obras del boom latinoamericano, además con apreciaciones sobre la utopía revolucionaria, las artes y la liberación sexual, entre otros tópicos. La descripción y análisis de este corpus documental permite aproximarse a un proceso que se devela como global, nacional y local en la simultaneidad histórica de una revolución cultural que trasciende el bullicio de arengas y hechos de fuerza.
La investigación cierra con un epílogo que tiene la pretensión de ser un análisis de las ideas expuestas en el libro en relación con las recientes protestas juveniles del año 2011, dado que comparten la característica de ser una ola de indignación global encarnada en la juventud, y con un post scriptum que expone las reflexiones en torno a los efectos actuales de esta revolución cultural planetaria.
1 JUDT, Tony. Posguerra: una historia de Europa desde 1945. Madrid: Taurus, 2006.
2 CARBONE, Valeria Lourdes. Cuando la Guerra Fría llegó a América Latina... La política exterior norteamericana hacia Latinoamérica durante las presidencias de Eisenhower y Kennedy [1953-1963] [en línea]. Buenos Aires: Centro Argentino de Estudios Internacionales, 2010. [Consultado el 8 de junio de 2010]. Disponible en: www.caei.com.ar/es/programas/historia/08.pdf.
3 HOBSBAWM, Eric. Historia del siglo XX. Buenos Aires: Crítica, 1998, pp. 322-345.
4 KURLANSKY, Mark. 1968: el año que conmocionó al mundo. Madrid: Destino, 2005.
5 ARCHILA, Mauricio. Idas y venidas, vueltas y revueltas: protestas sociales en Colombia, 1958-1990. Bogotá: Icanh, 2003, p. 56.
6 HOBSBAWM, Eric. Mayo de 1968. En: Gente poco corriente: resistencia, rebelión y jazz. Barcelona: Crítica, 1999, pp. 182-198.
7 WALLERSTEIN, Immanuel y NÚÑEZ, Rosamaría. La imagen global y las posibilidades alternativas de la evolución del sistema-mundo, 1945-2025. En: Revista Mexicana de Sociología. Abril-junio, 1999, vol. 61, n.° 2, pp. 3-34.
8 JUDT, Op. cit., p. 575.
9 FIGUEROA, H. y JIMÉNEZ BECERRA, A. Las universidades colombianas de medio siglo y la dispersión del sistema universitario: proyectos modernizantes de élites regionales. En: XI Congreso Colombiano de Historia. Memorias del XI Congreso Colombiano de Historia. Bogotá: Universidad Nacional, 2000.
10 HENDERSON, James. La modernización en Colombia: los años de Laureano Gómez, 1889-1965. Medellín: Universidad Nacional de Colombia, 2006.
11 Para apreciar las emociones y las pasiones que remueve el año 68 basta ver el libro El mundo pudo cambiar de base. En esta obra se reúnen ensayos en los que si bien tratan de analizar los acontecimientos de este año desde diferentes lugares geográficos, el tono de enfrentamiento y polémica atraviesa todas las páginas. Ver: GARÍ, Manuel, PASTOR, Jaime y ROMERO, Miguel [eds.]. 1968: el mundo pudo cambiar de base. Madrid: Los Libros de la Catarata, 2008.
12 WALLERSTEIN, Immanuel. El mapa general de la perspectiva del análisis de los sistemas-mundo. En: La crisis estructural del capitalismo. Bogotá: Ediciones Desde Abajo, 2007, pp. 7-47.
13 AGUIRRE ROJAS, Carlos Antonio. La revolución mundial de 1968: cuatro décadas después. En: Contrahistorias. Morelia. 2008, vol. 6, n.°11, pp. 51-58.
14 AGUIRRE ROJAS, Carlos Antonio. 1968: la gran ruptura. En: La Jornada Semanal. México, [octubre. 1993].
15 AGUIRRE ROJAS, 1968…, Op. cit.
16 WALLERSTEIN y NÚÑEZ, Op. cit.
17 AGUIRRE ROJAS, Carlos Antonio. Repensando los movimientos de 1968 en el mundo. En: Para comprender el mundo actual: una gramática de larga duración. Rosario: Prohistoria, 2005, pp. 53-65.
18 HOBSBAWM. Mayo de 1968. Op. cit., pp. 182-198.
19 FAZIO VENGOA, Hugo. Los años sesenta y sus huellas en el presente. En: Revista de Estudios Sociales. Bogotá. No. 33; [ago. 2009]; pp. 16-28.
20 WALLERSTEIN, Immanuel [Coord.]. Abrir las ciencias sociales: informe de la Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales. México: Siglo XXI, 2006.
21 AGUIRRE ROJAS, Carlos Antonio. Efectos de 1968 sobre la historiografía occidental. En: La historiografía en el siglo XX: historia e historiadores entre 1848 y ¿2025? Bogotá: Desde Abajo, 2003, pp. 95-117.
22 ABELLO, Ignacio. Los años 60: del ser o no ser al ser y no ser. En: Revista de Estudios Sociales. Agosto, 2009, n.° 33, pp. 61-69.
23 BOURDIEU, Pierre. La ‘juventud’ no es más que una palabra. En: Sociología y cultura. México: Grijalbo, 2002, p. 164.
24 Ibíd., pp. 164-165.
25 SOLER DURÁN, Alcira y PADILLA ARROYO, Antonio [Coords.] Voces y disidencias juveniles: rebeldía, movilización y cultura en América Latina. México: Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2010, p. 9.
26 HOBSBAWM. Historia del siglo XX: 1914-1991. Op. cit., pp. 325-336.
27 MELUCCI, Alberto. Vivencia y convivencia: teoría social para una era de la información. Madrid: Trotta, 2001, p. 138.
28 MELUCCI, Op. cit., pp. 141-145. Una lectura cercana a estos postulados de Alberto Melucci es ofrecida por Jesús Martín-Barbero cuando reflexiona sobre la relación entre la memoria y la construcción de la identidad nacional, y cuando sostiene la importante aceleración de la temporalidad como variable a tener en cuenta en la modificación de la adscripción nacional. Ver: MARTÍN-BARBERO, Jesús. El futuro que habita la memoria. En: SÁNCHEZ GÓMEZ, Gonzalo y WILLS OBREGÓN, María Emma [comps.]. Museo, memoria y nación: misión de los museos nacionales para los ciudadanos del futuro. Bogotá: Ministerio de Cultura, 2000, pp. 33-63.
29 ESCOBAR, Manuel Roberto. Jóvenes: cuerpos significados, sujetos estudiados. En: Revista Nómadas. Abril, 2009, n.° 30, pp. 104-117..
30 ÁLVAREZ, Sonia; DAGNINO, Evelina y ESCOBAR, Arturo. Política cultural y cultura política: una nueva mirada sobre los movimientos sociales latinoamericanos. Madrid: Taurus-Icanh, 2001.
31 REGUILLO, Rossana. Emergencia de culturas juveniles: estrategias del desencanto. Bogotá: Norma, 2000, p. 21.
32 RESTREPO, Luis Alberto. El potencial democrático de los movimientos sociales y de la sociedad civil en Colombia. Bogotá: Corporación Viva la Ciudadanía, 1993, pp. 15-32.
33 RESTREPO, Luis Alberto. El potencial democrático… Op. cit., pp. 30-31.
34 VILLAFUERTE VALDÉS, Luis Fernando. Participación política y democracias defectuosas: El Barzón, un caso de estudio. Veracruz 1993-1998. Veracruz: Universidad Veracruzana, 2008, pp. 99-116.
35 VILLAFUERTE VALDÉS. Op. cit., pp. 125-138.
36 RESTREPO. Op. cit., pp. 33-35.
37 ACEVEDO TARAZONA, Álvaro. Modernización, conflicto y violencia en la universidad en Colombia: Audesa, 1953-1984. Bucaramanga: UIS, 2004, p. 33.
38 ARCHILA, Mauricio. Historiografía sobre los movimientos sociales en Colombia. Siglo XX. En: TOVAR ZAMBRANO, Bernardo [Ed.]. La historia al final del milenio: ensayos de historiografía colombiana. Bogotá: Universidad Nacional, 1994, pp. 313-314.
39 HOBSBAWM. Mayo de 1968. Op. cit., p. 182.
40 CHARTIER, Roger. El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación. Barcelona: Gedisa, 1996, p. 2-6.
41 Una revisión reciente del debate entre la historia de las ideas y la historia intelectual como una renovación de la historia cultural se puede encontrar en: DOSSE, Francois. La marcha de las ideas: historia de los intelectuales, historia intelectual. Valencia: Publicaciones de la Universitat de Valencia, 2006, pp. 19-34, 127-179.
42 CHARTIER, Roger. La nueva historia cultural. En: El presente del pasado: escritura de la historia, historia de lo escrito. México: Universidad Iberoamericana, 2005, pp. 13-38.
43 CHARTIER, Roger. Lecturas populares. En: Eafit [Ed.]. II Seminario Internacional Sociedad, Política e Historias Conectadas: Cultura Impresa y Espacio Público. Siglos XVI-XXI. Medellín: Universidad Eafit, 2007.
44 Solo por citar a un par de autores que reflexionan sobre la condición del intelectual y que iluminan la reflexión, ver: SAID, Edward. Representaciones del intelectual. Barcelona, Paidós, 1996. Para un clásico estudio histórico sobre los intelectuales, ver: LE GOFF, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media. Barcelona: Gedisa, 1996; GRAMSCI, Antonio. La formación de los intelectuales. México: Grijalbo, 1967.
45 BACA OLAMENDI, Laura. Bobbio: los intelectuales y el poder. México: Océano, 1998, pp. 42, 46.
46 BOBBIO, Norberto. La duda y la elección: intelectuales y poder en la sociedad contemporánea. Barcelona: Paidós, 1998, pp. 103-112.
47 LOAIZA CANO, Gilberto. Los intelectuales y la historia política en Colombia. En: AYALA DIAGO, César Augusto [Ed.] La historia política hoy: sus métodos y las ciencias sociales. Bogotá: Universidad Nacional, 2004, pp. 67-68.
48 LOAIZA CANO, Gilberto. Los intelectuales… Op. cit., pp.88-90.
49 VOVELLE, Michel. Ideologías y mentalidades. Barcelona: Ariel, 1985, pp. 161-174.
50 URREGO, Miguel Ángel. Intelectuales, Estado y nación en Colombia: de la guerra de los Mil Días a la Constitución de 1991. Bogotá: Universidad Central, 2002, pp. 145-185.
51 ARÓSTEGUI, Julio. Violencia, sociedad y política: la definición de la violencia. En: ARÓSTEGUI, Julio [Ed.] Violencia y política en España. Madrid: Marcial Pons, 1994, p. 30.
52 ROJAS, Cristina. Civilización y violencia: la búsqueda de la identidad en la Colombia del siglo XIX. Bogotá: Norma, 2001.
53 PASQUINO, Gianfranco. Conflicto. En: BOBBIO, Norberto; MATEUCCI, Nicola y PASQUINO, Gianfranco [Dirs.]. Diccionario de política. 7ª edición. Tomo I: A-J. México: Siglo XXI, 1991, pp. 298-302.
54 COSER, Lewis. Las funciones del conflicto social. México: Fondo de Cultura Económica, 1961.
55 COSER, Lewis. Nuevos aportes a la teoría del conflicto social. Buenos Aires: Amorrortu, 1967, p. 38.
56 COSER. Nuevos aportes a la teoría del conflicto social… Op. cit., pp. 41-54.
57 SANCHO LARRAÑAGA, Roberto. Violencia política, guerrilla y terrorismo: una perspectiva comparada de Colombia y España, ELN y ETA, [1959-1982]. Zaragoza: 2000, pp. 27-30.
58 COSER. Nuevos aportes a la teoría del conflicto social… Op. cit., pp. 55-106.
59 VAN DIJK, Teun. Ideología: una aproximación multidisciplinaria. Barcelona: Gedisa, 1998.
60 VOLPI, Jorge. La imaginación y el poder: una historia intelectual de 1968. México: Era, 2001, p. 83.