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Capítulo 6
Más islas y escala en Mónaco

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El archipiélago de las Lèrins está constituido por dos islas, Santa Margarita y San Honorato, y algunos islotes, a solo 3 millas al Sur de Cannes. San Honorato fue un ermitaño que ocupó la isla del Sur, y según una leyenda santa Margarita sería su hermana. Salimos hacia él a las 11:23 h después de hacer gasolina, y al salir entre las escolleras del puerto de Cannes nos llamó la atención algo en lo que no nos habíamos fijado el día anterior al entrar. La baliza roja del espigón del Oeste (el de estribor al salir) es nada menos que una torre de control como las de los aeropuertos, que regula el tráfico de helicópteros entre los megayates y la tierra firme, y entre los otros puertos “finos” de la Costa Azul donde la gente rica, tirando a riquísima, veranea. Vimos muchos viajes de helicóptero entre los megayates fondeados fuera y el puerto (o sea, usan el helicóptero en vez del anexo) así como entre Cannes y Mónaco, San Remo, Saint-Tropez y puertos similares de la jet, seguramente trayendo y llevando invitados para sus cruceros. Cuando el helicóptero llegaba a tierra había un cochazo, normalmente un todoterreno de superlujo, esperando para recoger al ilustre. Todo un espectáculo.

Nuestra idea inicial era ir a San Honorato, la de más al Sur y más pequeña, que tiene un puerto y pasar allí la noche porque en Santa Margarita no hay muelle para visitantes. Pero nos habían dicho en la capitanía de Cannes que ya no tiene un metro de calado como afirma la Guía Imray sino 80 cm, y esa diferencia fue suficiente para decidirnos. El Corto Maltés cala 70 cm con la orza subida y cualquier olita nos haría chocar con el fondo. Pero el cambio fue providencial, porque era sábado y todo Cannes estaba en el estrecho entre Santa Margarita y San Honorato y aquello parecía El Puntal de Santander un domingo de verano. El problema es que pensábamos que Santa Margarita no tenía pantalanes accesibles y por tanto tendríamos que fondear y llegar a la isla a nado. A pesar de la hora un poco tardía para nuestras costumbres llegamos los primeros y estuvimos dando unas vueltas por la costa Norte de la isla investigando la profundidad de la zona y el tipo de fondo. Nos llevamos algún pequeño susto, de los de tener que dar marcha atrás precipitadamente, pues de repente aparecían bajíos de rocas y nos parecía que íbamos a chocar. Además la mayor parte del fondo era de algas, que son un mal tenedero para el ancla, lo que te garantiza una noche de no pegar ojo pues cualquier cambio de viento puede hacerte garrear. Creo recordar que estuvimos incluso pensando prescindir de esta escala y seguir ese mismo día para Mónaco. Pero vimos fondeado un velero francés con el tambucho abierto y nos acercamos a preguntar, que suele ser lo mejor. Al llamarle, emergió por el tambucho el patrón del velero cepillándose los dientes. Debía haber dormido allí y conocer el sitio. Y en efecto nos dijo que el pantalán de las vedettes que desembarcan a los turistas, por su lado Este (43º 31,36’ N; 7º 2,30’ E) era de acceso libre para estancias de hasta 6 horas, y que calaba más de un metro y medio. Nos dirigimos allí y efectivamente lo presidía un cartel especificando que se podía amarrar 6 horas de cada 24. Nos colocamos proa al pantalán, que era de hormigón y fijo al fondo en vez de flotante, con calado de unos dos metros y fondo de algas.

La maniobra fue un poco complicada, porque era nuestro primer amarre de proa al pantalán y no teníamos preparada la segunda ancla por la popa. La mecánica es echar un ancla por la popa bastante lejos del pantalán (cuanto más lejos mejor para que tire lo más horizontalmente posible sobre el fondo), llegar con la proa al pantalán donde uno se baja o le da las amarras a un voluntario que las afiance en el muelle, y a continuación recuperar del ancla de popa para tensar su línea y que el barco quede firme. Al no tener preparada el ancla de popa tuvimos que echar la de proa y cruzar el barco con su cabo para amarrarla en la cornamusa de popa, un lío. Además como el fondo era de algas el ancla no agarró a la primera y el Corto Maltés quedó suelto de la popa. Tuvo que bañarse Nacho para clavarla a mano en el fondo y quedarnos más tranquilos. A nuestro babor había una motora con una pareja joven y dos niños que iban a pasar el día en la isla. Nos dijeron que ellos solían venir aquí y echaban el ancla a unos 40 metros del muelle y que toda su línea era de cadena, que sujeta mejor que el cabo porque pesa más y la hace trabajar más en horizontal. Nos quedamos con la duda de nuestro agarre y, efectivamente, más tarde, al volver de visitar la isla, comprobamos que había vuelto a soltarse. Esta vez, para estar más seguros pues se acercaba la noche, decidimos llevarla lo más lejos posible, tanto como diera su cabo de amarre. Al no tener chinchorro había que hacerlo nadando, y es imposible nadar con el peso del ancla y de su cadena.


Para lograrlo enganchamos el ancla con un mosquetón fácil de soltar a una defensa, y los aproximadamente 10 metros de cadena que lleva el Corto Maltés a otra. Nacho se alejó nadando con las dos defensas y todo ese peso debajo mientras yo iba largando el cabo a medida que se alejaba. Al llegar al límite las dejó caer al fondo mientras yo tiraba desde el barco para que se clavara y la hacía firme en popa. Además Nacho bajó al fondo para clavarla mejor con las manos. Con este sistema quedó unos 30 metros por la popa, y no se soltó en toda la noche.

Terminamos la maniobra cerca de las 13 h. El pantalán no tenía torres de agua ni puntos de luz. Nos llamó la atención que justo enfrente estaba amarrada una patrullera de la gendarmería francesa, que nos miró hacer la maniobra y no nos dijo nada. Pero nos inquietó un poco su presencia allí. Para ganar tiempo nos hicimos unos bocadillos y nos fuimos a recorrer la isla en las bicis por unas pistas no asfaltadas que la recorren, tanto en su periferia como en numerosos atajos interiores. En la base del pantalán había un edificio con aseos pero sin ducha, así como un solo grifo cerca de la estación de las vedettes, que es el que nosotros utilizamos para recargar nuestro depósito. En toda la isla está prohibido fumar. Está ocupada por un bosque de pinos, algunos eucaliptos (una de las pistas que corta la isla de llama la Avenida de los Eucaliptos, y se trata de ejemplares centenarios), y hasta viñas. Tiene una laguna interior que se formó al inundarse una cantera de donde se sacaba la piedra para las fortificaciones, y que ahora es un observatorio ornitológico. En su costa Sur vimos con detenimiento (me había llevado los prismáticos) el canal que separa Santa Margarita de San Honorato. Como ya dije era sábado y allí debían estar fondeados todos los marineros de un día de Cannes. Barcos de todos los tamaños y tipologías fondeados casi tocándose, aprovechando cada centímetro de agua en las zonas profundas (el canal tiene fondos entre 1,5 y 12 metros) y sin respetar ni siquiera las zonas prohibidas, por donde discurren los cables submarinos que llevan la electricidad a San Honorato. Los más pequeños estaban fondeados entre las rocas de la orilla, y casi se podría pasar de Santa Margarita a San Honorato a pie seco, pasando de barco a barco. Vamos, un sitio poco apetecible y que nos hizo alegrarnos mucho del cambio de planes y de habernos quedado en el muelle de la costa Norte, cambiando la visita a San Honorato por la de Santa Margarita. Murphy: 5, Corto Maltés: 6.

Vimos también muchos búnkeres de la guerra mundial, playas y paseos entre los bosques, esculturas en troncos de árboles, y especialmente un fuerte construido en el siglo XVII por Richelieu (Fort Royal) donde ahora se ha instalado un museo del mar, que reúne objetos sacados de algunos barcos que naufragaron en la isla y ahora duermen el sueño eterno bajo sus aguas. Había un polvorín en un edificio construido en un hoyo, de manera que el tejado, a prueba de bombas, quedase a la altura del suelo de alrededor. Lo hacían así para minimizar el daño en caso de explosión de los fusiles y la pólvora almacenados. También se conservaban las anillas donde se anclaban los cañones al muro para evitar su retroceso al disparar. Dentro del fuerte había una capilla del siglo XVII que aún estaba consagrada, y un cuartel que se usaba como alojamiento de grupos de jóvenes y campamentos. Había por allí muchos chicos y chicas jugando al fútbol y charlando, rebosando vida sana por los poros. También un pozo por donde acceder al agua de las cisternas subterráneas. Como Santa Margarita no tiene fuentes naturales de agua, los constructores del fuerte debieron excavar unas cisternas subterráneas donde derivaron el agua de lluvia de todos los tejados y de las calles para poder resistir los asedios y hacer frente a posibles incendios. De hecho algunas de las salas del museo del mar estaban adaptadas en el interior de las cisternas. Ahora la isla se suministra de agua desde el Continente por conducciones submarinas. En este fuerte estuvo prisionero “el hombre de la máscara de hierro”, hecho célebre por Voltaire y Alejandro Dumas, el hermano gemelo del rey Luis XIV cuando Francia era una monarquía, al que correspondía el trono y su hermano mantuvo encarcelado con una máscara para que nadie se diera cuenta cuánto se parecía al rey. Los derechos dinásticos de los hermanos gemelos corresponden al que nace primero, lo cual es un puro azar pues si el parto es por cesárea se saca primero al que por parto natural hubiera sido el segundo. Pero es lo que pasa cuando un puesto de trabajo es vitalicio y no depende ni de tus méritos, ni de una oposición ni de una elección democrática. Estuvo encarcelado, sin juicio ni archivos policiales, durante 34 años, de los cuales 11 en Santa Margarita. Solo se le dejaba salir para asistir a misa, eso sí, todos los días. La máscara en realidad no era de hierro sino de terciopelo y cuero. Se visita su celda, que tenía chimenea, y se ve el agujero en la piedra por donde hacía sus necesidades. Aunque esta teoría del hermano gemelo del rey es la más extendida, en realidad la identidad del enmascarado no está clara. Hay más de 60 nombres que distintos investigadores han atribuido al personaje, incluyendo la hipótesis de que fuera una mujer, y en un panel explicativo de exponía la lista de los 24 más creíbles. Otra hipótesis es que el prisionero era el médico que hizo la autopsia al anterior rey, Luis XIII, en la que descubrió que era estéril y por lo tanto el sucesor era ilegítimo.

En el exterior del fuerte había una terraza con vistas impresionantes sobre toda la costa Norte de la isla y la ciudad de Cannes al fondo. A nuestros pies contemplamos el Corto Maltés amarrado en su pantalán, que pronto estaría solitario, en el centro de una ensenada con el agua plana como plomo líquido reflejando un sol a media altura, naranja como un balón de baloncesto. Daba gusto estar allí. Curiosamente esa fortificación, y toda la isla, estuvo ocupada por las tropas españolas durante dos años en le época de la Guerra de los Treinta Años, en el siglo XVII, y parte del sistema defensivo que estábamos visitando era el resultado del refuerzo de los españoles. Finalmente, y aunque parezca raro en una isla tan pequeña, había a los pies del fuerte un astillero de reparaciones de megayates, con su propia rampa de varada, y que en aquel momento estaba ocupado con dos barcos sorprendentemente grandes que se veían desde cualquier aproximación a la costa Norte, porque eran más altos que todo lo que les rodeaba.

A media tarde, cuando volvimos al barco, el pantalán que habíamos dejado casi vacío por la mañana estaba abarrotado. Algunos de los barcos que inicialmente estaban paralelos al muelle se habían tenido que colocar como nosotros, perpendiculares a él bien de proa o bien de popa. Y ese momento fue el que aprovechó la gendarmería francesa para su inspección. Sus agentes fueron uno a uno por todos los barcos pidiéndoles los papeles y revisando el material de seguridad. Todos los miraban llegar con un nudo garganta arriba. A nuestro vecino, el de los dos niños, le cayó una multa por faltarle algún chaleco. A mí me llamó al pantalán y al ver por mi acento que no era francés me preguntó por el pabellón del Corto Maltés. Al contestarle un servidor, siendo español, dijo que entonces no tenía derecho a hacerme una inspección y no me pidió nada. La chica de la pareja de al lado me hizo una mueca y un comentario irónico sobre mi buena suerte, pero así son las cosas.

Como habíamos previsto, al ir envolviéndonos la oscuridad aterciopelada los demás barcos se fueron volviendo a Cannes o su puerto de procedencia, y el pantalán se quedó prácticamente vacío. En la lejanía veíamos las luces de Cannes y de su paseo marítimo, y los alfilerazos luminosos de la luz de un faro, como en una postal nocturna. Mientras cenábamos nos sorprendió un ruido en el cielo y al asomarnos vimos que nos estaba sobrevolando un dron, aún no sabemos si era particular o bien oficial para vigilar el sitio. Nadie, ni los de la gendarmería, nos dijo nada por rebasar las seis horas de estancia. Fue una noche tranquilísima pero heladora, con 12 ºC en la camareta, algo sorprendente después del día de calor, en que habíamos recorrido la isla en bañador y sudando. Parecía que en vez de en la Isla Santa Margarita estábamos amarrados en una pingüinera de la Isla Decepción. Yo me acosté con toda la ropa térmica y lanuda (gorro, bufanda, calcetines y chaleco de lana, más dos camisetas térmicas, una de algodón, pantalón largo térmico, saco de dormir y una manta encima) y aun así me desperté varias veces con la carne de gallina. No pensé que lo de Bretaña se repitiera en el Mediterráneo en mayo.

El día siguiente era domingo y aun así salimos muy temprano, antes de las 7 h, para una etapa en la que intentaríamos salir de Francia y llegar a Mónaco (24 millas). La maniobra para recoger el ancla que habíamos echado por popa se nos complicó un poco, porque el cabo estaba mal pasado por el balcón de popa e impedía recogerla desde la proa. Pagamos la novatada de nuestro primer amarre al estilo mediterráneo, pero como no había viento no pasó nada y aprendimos para los siguientes y terminamos siendo auténticos profesionales. Contorneamos la isla de San Honorato en sentido antihorario, y al avistar el canal entre Santa Margarita y San Honorato vimos que seguía lleno de barcos fondeados, que habían pasado allí la noche. Disfrutamos de la vista desde el mar de la torre fortificada y de la abadía. San Honorato se instaló en la isla en el siglo IV buscando la soledad del ermitaño, pero sus seguidores no tardaron en encontrarle y venir a instalarse con él, que terminó fundando un monasterio. La torre fortificada se construyó mucho más tarde, en 1073, para defenderse de los piratas. En la época más gloriosa, el siglo VII, vivieron en la isla más de 4.000 monjes, que entre otras cosas cultivaban vides y hacían su propio vino. En 1788 solo quedaban allí cuatro monjes y el monasterio se cerró. Pero en 1869 lo recuperó la orden cisterciense y lo restauró y repobló la isla, que aún hoy es de su propiedad, aunque se puede visitar. Desde el mar la torre defensiva es impresionante porque está construida en una península de la costa Sur que apenas sobresale del agua, y parece que el edificio está flotando. A la costa Sur hay que darle un amplio resguardo, por lo menos de una milla, porque está llena de restingas de piedras como las que se ponen en el monte para atravesar un lodazal. En la esquina Sureste está el islote pelado de Saint-Féréol. Todos estos peligros, eso sí, están bien balizados con marcas cardinales.

Aunque el pronóstico volvía a dar vientos borrascosos del Oeste de fuerza 7 a 8 por la tarde y por la noche (hasta fuerza 9 en Córcega) durante la mañana iba a haber solo brisas de dirección variable de fuerza 1, y se cumplió. Hicimos toda la travesía apoyados un poco por el motor, para crear viento aparente. Uno de esos días exasperantes en que quisieras abrir las aguas como Moisés y seguir por el fondo con las bicis. Porque a los marinos nos molesta más el poco viento que el demasiado, pues este último lo puedes gestionar reduciendo la vela pero contra el calmazo solo te queda meter motor, algo insoportable. Cuando me veo obligado a navegar con velas y motor utilizo una distribución de velas poco ortodoxa si quiero ceñir mucho para no dar bordos innecesarios. Como el génova queda por fuera de los obenques no se puede cazar todo lo que quiero. Entonces le rizo un poco y reenvío la escota al winchi de las drizas por dentro de los obenques. No pinta muy bien pero me permite ganar unos 10 grados al viento sin que el génova se acuartele, lo que en las travesías largas es un puntazo. Pues así hicimos una parte de la travesía de ese día.

Al hacer el café de media mañana comprobamos que el agua sabía a plástico. Entonces nos acordamos de que el sobrante de la ducha solar (esa bolsa de plástico negro que se expone al sol para que caliente) lo habíamos vertido en el bidón del agua de beber y nos propusimos no volver a hacerlo. Ese día no nos quedó más remedio que aguantarnos pues no la podíamos tirar. Más adelante apareció el mar lleno de burbujitas por doquier. Al mirarlo mejor vimos que eran pequeñas medusas y que las había por millones. Cogimos alguna con el esquilero y comprobamos que eran las llamadas “marinero de viento” (Velella Velella). Son pequeñitas y tienen una burbuja de gas, como la carabela portuguesa, que les permite usar el viento para desplazarse. A diferencia de la carabela, su “vela” es triangular y su pequeño flotador semisumergido hace un poco la función de una quilla, de modo que pueden desplazarse “ciñendo” ligeramente, y no solo arrastradas a favor del viento. Tienen los tentáculos pequeñísimos y su picadura es muy grave y dolorosa. Nos propusimos preguntar en Mónaco por su presencia, pues cuando hay medusas en el agua hay que ponerse guantes para subir el fondeo y las amarras que han tocado el agua, porque pueden haber dejado sus tentáculos en la cadena. Al volver a pasar por estas aguas en la navegación de regreso a España volvimos a encontrarlas pero secas, como un resto cartilaginoso, algo sorprendente que no habíamos visto nunca. Ya os lo contaré más adelante.

A las 10:30 h llamé por teléfono a las dos marinas de Mónaco (Fontvieille y La Condamine o Port Hercule) para saber sus precios y nos encontramos con la desagradable noticia de que ninguna de las dos tenía plazas libres esos días. No lo sabíamos, pero estaban preparando el Grand Prix de Fórmula 1 y la ciudad estaba abarrotada. Entonces probé en la Marina de Cap d’Ail (sí, cabo de Ajo, como el nuestro de Cantabria pero dicho en francés). Es el último puerto francés antes de Mónaco y es como un bicho raro con la tripa francesa y la espalda monegasca, porque la frontera entre Francia y Mónaco pasa por la calle de los pantalanes. Una acera es francesa y la otra de Mónaco. Allí me dijeron que había tenido suerte porque para un barco tan pequeño sí tenían sitio. Además solo costaba 11 euros la noche y en realidad estaríamos en Mónaco. Murphy: 5, Corto Maltés: 7. Así pues, dirigimos nuestra proa hacia Cap d’Ail. Toda la travesía estuvimos siendo sobrevolados por helicópteros de los que hacen el trayecto entre Mónaco y Cannes, y adelantados o cruzados por megayates que hacían la misma línea. Ya habíamos entrado en la zona de costa conocida como “La Riviera” que grosso modo abarca desde Marsella hasta La Spezia, en Italia, y la Guía Imray nos advertía del abundante tráfico de superyates, que como no caben en los puertos pasan la noche fondeados fuera, y de la dificultad de encontrar amarres y de sus precios. Como la línea costera tiene dirección Nordeste y está protegida por altas montañas, está relativamente preservada del mistral (del Noroeste) y en general de los vientos del Oeste, y en verano lo que prevalece es la brisa marina que aquí viene del Este-Sureste y raramente sobrepasa la fuerza 5. Por eso la región tiene un clima moderado durante todo el año. Aparte de su peculiar geografía y clima en el contexto del mediterráneo, históricamente también es peculiar pues entre 1388 y 1860 perteneció a Italia.

El puerto de Cap d’Ail (43º 43,41’ N; 7º 24,87’ E) se reconoce de lejos viniendo del Oeste, por los grandes rascacielos del principado de Mónaco (al que algunos conocen como “la pequeña Manhattan” o “el Nueva York de juguete”) y los 9 arcos del Estadio Louis II. De más cerca su entrada parece un búnker, toda de hormigón en la punta de un largo dique y con un letrero enorme anunciando “Port de Cap d’Ail”. La capitanía está nada más entrar a babor y llegamos hacia las 13 h. El marinero nos dijo orgulloso que estaban ampliando el puerto para acoger más megayates, de los que en ese momento tenían creo recordar que once. Pues si en Cannes la náutica era la desmesura, en Mónaco era el despropósito. Después de hacer los trámites aproveché que la gasolinera estaba en el mismo muelle de la capitanía para comprar gasolina. Tenía encima de los surtidores una botavara enorme de un barco clásico como adorno. Eché 5 litros y me faltaban unos céntimos. Tomás, el gasolinero, me dijo que no me preocupara, que conmigo no se iba a hacer rico. El barco que venía después echó 400, y me dijo que algunos megayates echan 5.000 litros (¡!). Se los tiene que traer un camión cisterna para no vaciarle a él su depósito y tardan más de dos horas en llenar. La marina tenía wifi pero en la práctica solo se cogía en las inmediaciones de la capitanía, y teníamos que ir allí para conectarnos. Nosotros andamos siempre buscando wifi para contar las anécdotas del viaje en el blog del Corto Maltés y para contactar con nuestras familias, y es una de las servidumbres incómodas de navegar. Pues en Cap d’Ail había megayates que tenían para ellos solos tres redes wifi: una para los dueños, otra para los invitados y otra para la tripulación. Y más adelante en la Isla de Elba, en Portoferraio, su capital, vimos otros superyates con cinco redes, y como había tantos aquella intrincada red de wifis llegaba a ocultar y entorpecer la recepción de la de la capitanía.

Nos asignaron un puesto en la punta del pantalán de visitantes, que está justo en la proa del de megayates, pero las tomas eléctricas estaban ocupadas y nos desplazamos hacia atrás por el pantalán. Total que al final nos quedamos casi tocando la proa de uno de los megayates, y allí a su lado el Corto Maltés parecía el barquito de los Clik de Playmobil. Pero es que los pequeños también eran una desmesura. Al lado nuestro un barco un poco más grande que el Corto Maltés tenía cuatro fuerabordas de 300 caballos (¡1.200 caballos!; el Corto Maltés tiene 8) y vimos barcos que tenían que entrar al puerto marcha atrás porque dentro no cabían para dar la vuelta. Aunque el pantalán estaba organizado para amarrar en perpendicular nos dejaron ponernos como quisiéramos porque estaba casi vacío, y nos pusimos abarloados para bajar más cómodamente las bicis.

No nos importó quedarnos en Cap d’Ail en vez de entrar en uno de los dos puertos de Mónaco. En este último caso tendríamos que haber hecho más formalidades de entrada y no llevábamos su banderola de cortesía, que curiosamente es como la de Cantabria pero al revés: rojo sobre blanco en horizontal, en vez de blanco sobre rojo la de Cantabria. Como tampoco llevábamos a bordo una de Cantabria para darle la vuelta, tendríamos que haber comprado la de Mónaco solo para una noche. Además nos preocupaba que la Guía Imray, al detallar las regulaciones específicas del puerto de Mónaco, decía entre otras cosas:

“Está prohibido dejar a los barcos sin tripulación”.

Nos imaginamos que el comentario y la norma serían para los megayates, que tienen varios marineros contratados para su manejo, y no para barquitos como el nuestro cuya tripulación asciende a dos, y no digamos los que navegan en solitario. Pero si hubiera sido así nos habría fastidiado la visita, porque los funcionarios de Mónaco son superestrictos. Por la calle había carteles avisando a los turistas que les podían multar por ir descalzos o con el torso desnudo (tanto a los hombres como a las mujeres) y nos aseguraron que es tan cierto como que no hay ninguna manera buena de librarse de la basura nuclear. Te multan por eso. Y una vez nos llamaron la atención, aunque sin multarnos, por ir en bici por la acera, aunque a paso tortuga y con esas bicis que parecen de niño.

El primer puerto de Mónaco, La Condamine, se construyó a principios del siglo XX para alojar el barco del Príncipe Alberto I. No fue hasta los años 50 que empezó la competición para poseer el barco más grande y lujoso y lucirlo en Mónaco. Durante mucho tiempo el honor correspondió al “Christina”, del millonario griego Aristóteles Onassis, al que se conocía localmente como “el verdadero rey no coronado de Mónaco” por su poder de influencia. Era el principal mecenas del casino, varios clubes deportivos y hoteles. Se dice que los taburetes del bar de su yate estaban forrados con piel de escroto de ballena, y que cuando su principal competidor, el otro millonario griego Stavros Niarchos se enteró, forró los suyos con la misma “tapicería”. Una oda a la chifladura. La monarquía de Mónaco es medieval, se ha mantenido así desde que la familia Grimaldi compró Mónaco a los genoveses en 1308, y siempre contemporizando con sus poderosos vecinos. Por ejemplo la moneda: en la época anterior al euro circulaban tanto el franco francés como la lira italiana, en igualdad de condiciones. El soberano tiene poderes ejecutivos y legislativos, caso único en las monarquías europeas. Además se lo tiene muy creído. Al pasar por la plaza del Palacio del Príncipe (también llamado Palacio Magnífico, olé la humildad) sobre el segundo puerto de Mónaco, el de Fontvieille, el príncipe Alberto II estaba rodando una chuminada de reportaje donde salía de palacio y se sentaba en su descapotable. Repitió esa simplísima toma por lo menos cuatro veces antes de que nos aburriéramos y nos fuéramos de allí. Tenía 3 o 4 cámaras en el capó del coche, otras en grúas y hasta un dron para grabarle desde el aire. Y cada vez que repetía la toma y volvía para dentro del palacio saludaba a la gente con un gesto bobalicón y amanerado de tanto repetirlo.


La visita a Mónaco fue muy entretenida. La ciudad estaba patas arriba por la preparación de la Fórmula 1 que tendría lugar del 26 al 29 de mayo, y nosotros llegamos el 22. Estaba plagada de camiones tráiler descargando toda la parafernalia de los coches, las gradas, las barreras, los neumáticos que ponen en las curvas, etc. Era curioso ver las gradas de varios pisos como telón de fondo de los barcos amarrados en el puerto, porque el circuito pasa por la misma calle de los pantalanes. Los navegantes padecían las estrecheces con resignación. La ciudad vieja está en lo alto de un risco al que nos costó bastante subir en bici. Para ir de un puerto al otro hay un túnel que atraviesa ese risco sin padecer el desnivel. Allí arriba está la catedral y el palacio del Príncipe, y veías debajo de ti todo el principado donde casi todas las casas tenían en las azoteas jardines y hasta piscinas. Visto desde arriba aquello parecía un bosque a la altura de los últimos pisos. Nos acercamos a la entrada del casino de Monte Carlo solo por curiosidad. No entraba en nuestros planes probar suerte en el juego, bastante la estábamos probando ya en el mar. Queríamos solo ver el ambiente. Y lo que vimos Nacho y yo fue una prolongación de la presuntuosidad de los muelles. Coches de los que ponen en aprietos hasta a un millonario, de seis ceros en el talonario, aparcados en la puerta, lechuguinos y porteros de librea. Un padre con aspecto indio se acercó temeroso a uno de los botones uniformados para pedir permiso para hacerse una foto con su hijito delante de un Porsche. Aquello le impresionaba tanto que creyó necesitar permiso para hacérsela. El casino funciona con el sistema del “viático” que es como dar la extremaunción al que ha perdido mucho en sus salas: se le prohíbe volver a entrar definitivamente. Y para garantizarlo utilizan complejos sistemas informáticos pero también a la antigua, expertos fisonomistas, algunos de los cuales se afirma que pueden reconocer hasta 50.000 caras. ¿Será verdad?

De vuelta al barco nos hicimos con las minibicis el circuito de la Fórmula 1, un recorrido sorprendente al pensar que pocos días después lo recorrerían coches a doscientos por hora. Y ya cerca del puerto de Cap d’Ail, entre este y el de Fontvieille, nos encantó un jardincito con fuentes y parque infantiles, muy cerca del helipuerto que está construido en una especie de terraza ganada al mar. En resumen, una visita muy aleccionadora.

Dormimos bien allí dentro a pesar del mistral que, efectivamente, se levantó por la tarde, pues la marina está al socaire del Continente y bien protegida del Noroeste. A última hora, cuando la gasolinera ya había cerrado, un megayate entró y se amarró en el pantalán de la gasolinera. Nos pareció raro que un millonario usara este truco tan típico de los transmundistas para ahorrarse una noche, diciendo que necesitas repostar pero que llegaste tarde y que te irás en cuanto compres la gasolina por la mañana. Pues fue verdad: a primera hora del día siguiente llegó un camión cisterna y le estuvo sirviendo durante dos horas, como nos había dicho Tomás, el gasolinero. Cuando más adelante me dijeron lo que paga uno de estos megayates por una noche (rondando los 1.300 euros) lo entendí perfectamente. El día siguiente Nacho y yo esperábamos entrar en Italia si nos lo permitiera el mistral, pues había previsiones discordantes. Queríamos llegar a la isla Gallinara, que aunque es privada parece ser que se toleraba la pernocta en su puertecito. Todo iba a depender de la meteorología.

Un tripulante llamado Murphy

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